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Columna de Natalia Fernández

EL MUNDO QUE SOÑABA PAULO FREIRE

El sistema educativo es medroso, y algún iluminado bien adiestrado en las ventajas de la


mediocridad y muy poco versado en las exigencias y responsabilidades pedagógicas,
llegó a la conclusión de que lo mejor para eliminar el fracaso es borrarlo por decreto, y
para ello no queda más remedio que "democratizarlo" disfrazándolo de un éxito tibio y
bien repartido, y, claro está, bajando el nivel.

Por Natalia Fernández

Publicado el 06 Sep 2007

La pedagogía vive unas horas bajas, como una anciana torpe que se sienta, ensimismada y
silenciosa, a contemplar la sociedad que ella misma ha contribuido a engendrar a través de
muchos hijos espurios, hijastros abusones y parientes lejanos advenedizos. Si hay una
disciplina, que tal vez no sea ni disciplina, que ha sufrido altibajos a lo largo de la historia es la
pedagogía. Y es normal. Ha habido excelentes pedagogos que han ejercido de otra cosa, como
toda esa legión de literatos que denuncian la barbarie y que educan desde la referencia moral
que a veces no buscaron. Son la mayoría: pintores que han aleccionado en la emoción estética,
escultores obsesionados por transmitir la belleza y filósofos que, a la sombra de plátanos
centenarios, departían sobre lo que el bien significaba en sus vidas y en las de sus semejantes.
Hoy los cursis llamarían a ese proceso “pedagogía incidental”.

Pienso que ahora adultos y niños caminamos desnortados. Llegó un momento en que el baremo
que nos permitía avanzar, y que establecía una escala muy simple basada en la relación
directamente proporcional entre esfuerzo y logros, se atascó, o cambió de mecanismo, y por lo
tanto la brújula que lo gobernaba perdió sentido hasta convertirse en la antigualla que todos
miramos en alguna vitrina imaginaria y que nos encantaría poner en marcha, como si fuera uno
de esos viejos relojes de pared que necesitan cuerda para seguir vivos y que tabulan nuestro
tiempo y nuestros oídos con latidos rítmicos y regulares. Se rompió la brújula y alguien la dejó en
un armario de lunas transparentes, donde la vemos, de soslayo, cubierta de polvo y estratificada
por muchos olvidos conscientes e inconscientes, pero me resultaría difícil precisar cuándo
sobreviene ese gesto brutal y definitivo que nos aleja de un camino en que hasta los pasos
estaban marcados. Quizá es bueno ese caminar sin rumbo. Sin embargo la experiencia
demuestra que tenemos dificultades insalvables a la hora de distinguir la maleza y sortearla. Nos
dan igual las rosas que las espinas.

Todo esto a propósito de las generaciones pujantes de ansiosos progenitores infantilizados por
una sociedad que les impide crecer: son más niños que sus propios niños y muestran una
autoindulgencia difícilmente explicable si no se alude a la debilidad con que se educa, que no
prepara para las durezas del camino a los delicados pies, hechos a los algodones y al exceso de
mimo. Una sobreabundancia de entretenimiento, un ocio laxo y vacío de contenidos, y un nivel
educativo que va bajando hasta el punto de que parece que son los niños los que lo tienen que
aprobar, que es el sistema el que se somete a examen, avergonzado y pidiendo perdón, y no los
niños los que tienen que moverse en él, y superar los listones que gradualmente se les van
imponiendo, o deberían írseles imponiendo.

El sistema educativo es medroso, y algún iluminado bien adiestrado en las ventajas de la


mediocridad y muy poco versado en las exigencias y responsabilidades pedagógicas, llegó a la
conclusión de que lo mejor para eliminar el fracaso es borrarlo por decreto, y para ello no queda
más remedio que “democratizarlo” disfrazándolo de un éxito tibio y bien repartido, y, claro está,
bajando el nivel, no sea que piensen que somos tan elitistas que evitamos que los más torpes
también gocen del derecho a pensar que lo están haciendo bien. Una idea mezquina y
oportunista de la democracia, para resumirlo con palabras contundentes. Porque sólo un necio
puede pensar que repartir la miseria y la ignorancia por igual es el más magnánimo de los gestos
democráticos. Por si todo esto fuera poco, haber colocado las cosas en ese punto de vuelo muy
rasante donde debería haber un vuelo elevado, en el paquete de los torpes cabe todo: incluso el
de las personas sin interés, que jamás han movido un dedo por mejorar su propia educación.
Una falta de interés que, más que del niño, es de sus padres. Al torpe hay que ayudarlo, y el
sistema debería obligarse a cumplir de más en ese empeño. Pero, ¿tenemos obligación los
docentes de otorgar el mismo valor, sólo porque se entiende equivocadamente que “asignar el
mismo valor a todos es lo democrático”, a quien nada hace, al que desconoce el esfuerzo, al que
el conocimiento le resulta ajeno, al que perjudica a los demás con su dejadez y su falta de
entusiasmo?

Echo de menos la época de los grandes pedagogos. De algunos pedagogos. Nunca he sido
capaz de determinar si las doctrinas del “laissez faire” de Montessori –que, en otro sentido,
pervirtió el doctor Spock, resucitado ahora en varias publicaciones de pseudo psicología
infumable, y que ha destrozado a varias generaciones de estadounidenses, que han crecido
convencidos de que el saber es una diversión, que los diplomas se adquieren en los
supermercados, que para acceder a estudios superiores basta con que tengas buenos reflejos
jugando a rugby y, en fin, que al niño hay que dejarle que haga lo que le plazca: así tenemos
toda esa pléyade de adultos, ahora padres a su vez, embelesados con Disneylandia (o en su
defecto, con otro tipo de “distractores de la realidad” como las drogas de diseño), incapaces de
gobernar a sus hijos y poner cota a sus comportamientos excesivos-, digo, nunca he sido capaz
de determinar si sus teorías han arrojado los resultados esperados. En todo caso, tampoco sería
ésa la pedagogía que me interesa más. Y desde luego, no es ésa la clase de pedagogo que
pondría en la mira de nuestros horizontes.

Estos días recordaba la figura de Paulo Freire. En mayo hizo diez años que murió, en un
momento en que su nombre se desdibujaba incluso en la memoria colectiva de las izquierdas, a
las que él honró con un proyecto vital más que generoso y comprometido. Y el día de ese
décimo aniversario ningún diario le dedicó ni una sola línea a la efeméride, al menos en los que
me son dados repasar cada día en esta Europa que también se parece a la dama antigua, torpe,
ensimismada y silenciosa que mencionaba al principio, a propósito de la pedagogía. Un silencio
entre cómplice y contagioso. Sospechoso, porque el proyecto de Freire y su pedagogía de la
liberación, están basados en algo que nuestra sociedad de consumo deplora y teme: la
consagración del esfuerzo. El esfuerzo de enseñantes y enseñados, en un compromiso
recíproco, para facilitar que el acceso al conocimiento sea efectivo y nunca en vano. Eso despoja
a la idea del conocimiento como diversión de sus oropeles y lentejuelas: el conocimiento es un
acto de rebeldía, de liberación, un gesto contestatario, el único camino de ida y vuelta a la
revolución. Es así como hay que percibirlo y ejercerlo, en caso contrario estaremos perdidos. Un
conocimiento que al menos permita algo tan simple como leer críticamente (el verdadero acto de
lectura sólo puede ser crítico) ese libro incunable que es el mundo, ancho y ajeno.

La pedagogía no debería ser nunca un sacrificio extremo para el docente, pero confieso que
echo de menos una escuela personalizada y entregada como la que creó Anne Sullivan para
Hellen Keller, aquella muchacha sordociega a cuyo servicio se puso durante casi 50 años,
haciendo de ella una escritora crítica y una oradora excepcional, a quien el público adoraba
cuando ella ensalzaba alguna virtud social y despreciaban, con el comentario de “sólo es una
discapacitada”, cuando ponía el dedo en la llaga y se volvía implacable en su denuncia. Eran
otros tiempos, ya lo sé. Todavía no había llegado el crack de los años veinte, ni el psicoanálisis, y
esta mujer menuda y enérgica no luchaba por lo derechos humanos –que entonces no se habían
inventado, ni se habían convertido en material subvencionable- sino por algo tan modesto como
es la dignidad. En el fondo tal vez se trate sólo de eso, en la pedagogía y fuera de ella: de la
dignidad y de las mil maneras de que sobreviva y fructifique.

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