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SIEMPRE QUEDAN

LAS ESTRELLAS

Amparo Pamplona
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Conocida actriz de teatro
ha vivido en profundidad
emociones tales como la ira,
la venganza y el dolor,
pero... en esta obra esperanzadora
nos descubre el trabajo
silencioso y oculto
que practica en el
servicio de voluntariado anónimo
y que es para ella
la fuente de paz

A mis hijas, Altana y Laura,


que desde la Eternidad y desde el Tiempo
me ayudan a continuar.

3
De tanto verla de frente
he ido perdiendo ese miedo
que le tenía a la muerte.

He ido perdiendo ese miedo


desde que tú estás ausente
y estoy, solo, frente al tiempo.

(.. De tanto verla de frente,


volando sobre tu cuerpo.)

RAFAEL DE PENAGOS

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SIEMPRE QUEDAN LAS ESTRELLAS
PREÁMBULO
¿Dónde estaba metiéndome, Dios mío? ¿Y por qué?
¿Acaso tanto llanto y tantas horas de soledad me habían trastornado?
Siempre fuí cobarde ante el dolor ajeno y como todo ser humano temía a la muerte. ¿Qué consuelo
podría reportarme entrar en casas ajenas para ver, una y otra vez, a mi' madre agonizante, a mi marido...?
No, no era eso lo que estaba buscando; ni me gusta ni estoy acostumbrada a que me consuelen.
Podría tratarse de un auto-castigo o de un afán de servicio al prójimo, pero no tengo espíritu de santa,
menos aún de masoquista... ¿Por qué este camino y no otro?
Hoy continúo sin saber la verdadera razón que me mueve. Creo, sin embargo, que en el fondo de todo
estás tú Aitana... ¡siempre tú!
Tal vez desde que la vida te arrancó de mi mano esté buscando la tuya porque no puedo asumir que
todo terminase en un segundo. Nos quisimos demasiado, hija; nos queremos demasiado. Conoces hasta
qué punto mi existir es pura inercia desde aquella noche: como, duermo, trabajo, río... esperando que pase
el tiempo, cada vez más extranjera en un mundo que ha seguido sin ti, en un mundo que no he tenido
coraje para abandonar y en el cual todavía hay alguien que me necesita.
Los ojos y el alma se limpian al ser acariciados por las lágrimas. Agradezco a la naturaleza poseer un
manantial que no se agota para sumar mi herida a la de tantos padres que, como yo, miden el paso de los
años con un calendario distinto y particular. El mío comienza la noche en que te perdí y su discurso
apenas tiene importancia ya... Sé que detrás de su última hola estás tú, con mi amor, como yo estoy aquí
con tu muerte. Siento que cada enfermo que se va es un embajador de mi propia partida hacia un
universo de Luz en el que me esperas, jugando y riendo.

AITANA
No ha sido tarea fácil escribir sobre mí.
Cuando me propuse contar mis experiencias con moribundos, el primer reto era averiguar qué habla
tras aquella fascinación que iba creciendo con enormes alas y que podría conducirme hacia un refugio
protector o, por el contrario, hundirme más aún en profundas simas de angustia. Mi decisión fue tan
impensable como lo habla sido el cambio de mis días: adentrarme por senderos inciertos para ver, para
tocar, para oler y sentir lo que no se define, lo que apenas se nombra y siempre se teme. Quise llenarme
con su levedad angélica, ahuyentar el miedo y comprender...
Así inicié un proceso arduo, solitario y doloroso.
La vida se me rompió en la madrugada del 3 al 4 de julio de 1989.
Mi hija Altana y yo pasamos aquel día en un club de campo y regresamos a media tarde. Después de
refrescarnos con una ducha nos sentamos en el salón para ver un vídeo que ella había grabado para mi y
que tenla mucho interés en mostrarme. Lo componían tres historias de ciencia ficción. Una era la de un
matrimonio cuya única hija desaparece en el bosque siendo niña. No vuelven a verla nunca más. Van
pasando los años envueltos en el inmenso desconsuelo de la perdida y llega la vejez. Cuando la madre se
encuentra en trance de muerte, la hija, que pese al tiempo transcurrido continúa teniendo la misma
apariencia, vuelve a la casa, toma a la anciana de la mano y se aleja con ella dejando sobre la cama el
envoltorio de su cuerpo, inservible ya, advirtiendo al padre que no se entristezca porque ambas volverán a
buscarle cuando él cumpla su ciclo en este mundo.
Al terminar la película miré a mi nena: una lágrima resbalaba por su carita de diez años bronceada por
el sol...

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-Es una tontería, mamá, pero quería que la vieras -me dijo, sonriendo, como si se avergonzara de su
propia ternura.
Recogí con mis labios aquella lágrima y una vez mas temí que el destino fuera a desgarrar
irremediablemente un corazón tan bello.
Mi otra hija, Laura, llegó poco después y cenamos juntas.
'Serían las once cuando Altana, que estaba cansada de nadar y correr durante todo el día, se marchó a
dormir. Nosotras no tardamos en hacer lo mismo. Alberto, mi marido, se retrasaba, pero era bastante
normal, sobre todo en verano, porque solía reunirse con amigos en el bar de la esquina.
La noche se presentaba agobiante de calor. Conecté el acondicionador de aire y me puse los tapones
de cera en los oídos. Lo hacia habitualmente y más cuando, como en esa ocasión, empezaba a doblar una
película a las ocho de la mañana siguiente. A punto de caer en el sueño recordé no haber dado a mi nena
el último beso del día. Muchas veces me levantaba a cumplir con ese pequeño ritual aunque la pequeña
no se enterase, pero aquella noche no lo hice por pereza. Al cabo de un par de horas me despertaron unos
gritos que parecían provenir del piso superior. Todo lo que ocurrió después fue vertiginoso, y me pareció
simultáneo.
Entró Laura, asustada porque algo estaba pasando en el cuarto de su hermana. Quise encender la luz
de la mesilla pero la instalación eléctrica había saltado y en la casa reinaba la más negra oscuridad. A
trompicones crucé el distribuidor que separa los dormitorios y abrí la puerta del de Altana. No podía ver
nada y en medio de la locura me pareció oír una voz de mujer repitiendo nuestra dirección. Según supe
después, mi hija desde su ventana se la habla gritado para que llamara a los bomberos y la ayudaran. El
ventilador, comprado días antes, se había estropeado y, candente, estaba prendiendo cuantas cosas
rodeaban la litera de Altana: sábanas, estores y varios peluches de gran tamaño con los que ella dormía
abrazada. Quise echarme sobre su cama pero una oleada de infierno me empujó hacia atrás. Tuve la
sensación de ser yo también una antorcha en llamas. En un segundo intento de nuevo la violenta y
ardiente bofetada me hizo desistir; entonces escapé hacia el armarlo del pasillo y busqué a tientas una
manta que pretendía mojar para que me sirviera de protección. Dada la época, toda la ropa de invierno
estaba cubierta con sábanas y esto me retrasaba, pero el obstáculo mayor seguía siendo la oscuridad.
Alberto, que había llegado mientras dormíamos, salió del baño preguntando por qué estábamos sin
luz. Tampoco él parecía haber escuchado los gritos.
Laura corrió a la cocina para llenar un cubo de agua, pero su padre le ordenó que localizara en la
escalera un extintor de incendios. Mientras tanto, yo, semiprotegida por la manta, me aventuré a un tercer
intento, pero la barrera de calor había avanzado con rapidez y apenas pude dar un par de pasos en el
interior del cuarto. Mi marido manipuló el extintor que había traído nuestra hija, y que se supone sirve
para emergencias, pero estaba atascado como también lo estaba el que momentos después nos procuró
una vecina amiga.
En las investigaciones posteriores se comprobó que llevaban diez años sin ser revisados, pero el
pequeño descuido se subsanó a los pocos días, ya que prodigiosamente aparecieron en todo el edificio
relucientes aparatos de espuma que desde entonces esperan ser útiles en una nueva oportunidad.
Estaba subiendo las persianas para que entrase algo de luz, cuando la puerta de Altana se cerró de
golpe, ¡no sé por qué motivo. Quise abrirla, pero el pomo ardía y no lo pude girar. Cuando tras varios
intentos Alberto lo consiguió , corrí a mi habitación para pedir ayuda desde la ventana, asomada al vacío.
Un coche de policía paró en medio de la calle a los pocos segundos, y se ola próxima la sirena de los
bomberos. Me conmocionó un estruendo de cristales rotos. En mi cabeza se iban alternando realidad y
aturdimiento. Todos los instantes vividos estaban presentes y también los que me quedaban por vivir. El
tiempo no era mas que una inmensa bola, sin pasado ni futuro, que giraba a mi alrededor para imponerme
el aquí y el ahora, pero yo me había convertido en un pelele, ciego y paralizado por el terror. No tenla
recuerdos ni proyectos... Mi mundo era únicamente los gritos de mi hija clamando por una ayuda
imposible. ¡Sólo la muerte hará que los olvide!
Súbitamente cesaron.
Comprendí que la habla perdido para siempre.
Quise acudir junto a mi marido, a quien ni siquiera podía entrever en medio del humo negro y espeso,
pero ya no me fue posible dar un solo paso; el ardiente cerco me había arrinconado en una esquina del

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cuarto y respirar era casi imposible. El incendio, propagado a través de los altillos, estaba convirtiendo la
casa en un inmenso y asfixiante horno, Sólo se escuchaba mi voz y el crepitar de plásticos y maderas.
Recordé que Laura había conseguido salir con todos los vecinos; por lo tanto en el edificio sólo
quedábamos tres personas y probablemente yo era la única que aún vivía.
Subiéndome a un mueble bajo salí al poyete exterior de mi ventana. El aire madrileño de la noche de
julio me llegaba, paradójicamente, tan purificado y fresco que la primera bocanada volvió a llenarme de
vida. Miré hacia la calle... Parecía tan fácil... Solamente seis pisos para dar fin a ese calvario que no había
hecho sino empezar.
Un barullo de gritos y voces repetía mi nombre pidiéndome que aguantara quieta. La escalera de
bomberos se puso en movimiento, pero la terraza que bordea la primera planta del edificio impedía que
llegara hasta mi. Dudé unos segundos. Altana no volverla, pero desde allá abajo, perdida entre un grupo
de gente cada vez mas numeroso, Laura me miraba. Laura, una niña preciosa de quince años cuyo
destino inmediato se estaba decidiendo también en aquel momento. Sus abuelos y Sus tíos la sacarían
adelante, estaba segura, pero aun así, ¿cómo podía abandonarla, si la quería tanto como a esa otra hija que
acababa de perder? Por otra parte, también tendría que cuidar a su padre, si es que lograba salir con vida.
Estos y otros pensamientos sirvieron para que con gran agilidad alcanzara de un salto la barandilla de
una terraza contigua, a la que tuvieron acceso los bomberos a los pocos minutos.
Sin embargo, no fue la corta edad de Laura ni el estado en que quedaría Alberto lo que evito que me
arrojara al vacío; sin duda era una magnífica excusa y me convino creerlo así durante un tiempo, pero no
es verdad.
Para quitarse la vida hace falta valor. Y yo no lo tengo. En la calle me rodearon los vecinos. Estaba
descalza y semidesnuda; sólo me cubría una camiseta de algo don, tenla el pelo quemado, la cara y el
cuerpo completamente negros... Mi hija me miro aterrorizada. Te tenía una lágrima en la mejilla, como su
hermana hora antes.
Su hermana...
Íbamos a abrazarnos cuando un policía me introdujo bruscamente en el interior de un coche cuyo
asiento posterior era solamente un soporte de plástico sin goma espuma ni tapizado. A pesar de mis
protestas me llevaron al servicio de urgencias de La Paz, pero el pabellón estaba en obras y nadie me
atendió. La gente que había allí me miraba como si acabase de salir de la tumba Pasé al baño para beber
un poco de agua pero no pude tragarla; tenía la garganta como si me la hubiesen cauterízado.
Rogué a los guardias que me devolvieran a casa quería estar con mi hija, necesitaba saber si vivía o n
mi marido. Y en mi fuero interno quería esperar u milagro...
Al llegar, las cosas estaban más o menos igual como las deje; varios coches de bomberos, policía
ambulancias ocupaban la calle. Los vecinos, con gran des aspavientos, me intentaban tranquilizar
aseguran dome que mi familia se encontraba bien. A los poco momentos alguien me llevó a una cafetería
frente a un portal, donde me esperaba Laura, cuya expresión serena me comunicó una fortaleza que nunca
hubiese imaginado en una adolescente. Me senté a su lado y aguar dé. Un bombero vino a darnos la
noticia. Alberto estaba en el centro de quemados de Cruz Roja.
Mi pequeña Altana habla muerto.
No grité, no lloré, no moví un solo músculo de mi cuerpo...
-¡Laura, se nos ha muerto Altana!
-¡Por favor, mamá, tampoco es fácil para mi!

Comprendí su ruego y no volví a hablar.


La ambulancia circulaba deprisa por un Madrid casi vacío, Sentada en su interior miré mis pies
descalzos, sucios de hollín como el resto de mi cuerpo. Y pensé que esa era yo. No lograba mantenerme
erguida; me sentía como un enorme muñeco de serrín. Miraba sin ver las calles, los coches, los árboles...
el decorado de un mundo que ya no volverla a ser el mismo...
Un ventilador... nueve días atrás llevé a casa un ventilador...
No habla en mí capacidad para la ira o la venganza. El dolor me desbordaba. Altana no habla muerto
sola. yo estaba muriéndome con ella.

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En el caos de mi mente se entremezclaban pensamientos a los que no encontraba explicación:
imágenes, olores, sonidos, el estribillo de una canción, los versos de un poema... ¡Nunca, nunca más!
Aquello formaba parte de lo que llamamos existir, pero me habían echado fuera del juego y no quería
volver. Perder un hijo era eso indescriptible que estaba sintiendo. El intuitivo temor que me habla
acompañado desde el mismo día del nacimiento de mi pequeña, se plasmaba al fin y esa realidad se me
estaba mostrando con toda su dureza, con su inmensa crueldad.
Pronto empezaron los reproches: yo compré el artefacto que la mató, yo taponé mis oídos para dormir
y no oí su llamada... ¿Por qué permita que mis hijas cerrasen sus puertas... y por qué cerré la mía?
Si hubiese entrado pegada a la pared, quizás habría conseguido avanzar más. ¡Cómo pude ser tan
torpe! Si le hubiese gritado a la niña que saltara hacia adelante...
Si me hubiera levantado a darle aquel último beso...
Sabía que estos «si ... » me atormentarían siempre y no me equivoque.
Me han explicado por qué no pude acercarme a la cama, sé que era humanamente imposible distinguir
nada en medio de la espesa nube negra, sé que el fuego se propaga en segundos y que los gases de la
combustión matan en segundos también, y a pesar de todo me he juzgado mil veces, y me he condenado
otras mil.
Llegamos al centro de quemados. Laura y un camillero me ayudaron a bajar de la ambulancia porque
mis piernas apenas me sostenían. Mi marido, al que encontré en la sala de curas, me contó que habla
permanecido en la habitación de nuestra hija intentando rescatarla hasta que cayó desvanecido. Al
estallar la ventana, algunos cristales se le clavaron en la cara y le despabilaron un poco, lo justo para
conseguir levantarse y permanecer apoyado en la pared hasta que entraron los bomberos. Tenla los
hombros y el brazo derecho con grandes quemaduras, pero aun siendo esto grave, lo que más preocupaba
a los médicos eran las vías respiratorias, quemadas también. Sus heridas exteriores fueron haciéndose
más profundas en los días sucesivos y aparecieron en sus pulmones bullas enfisematosas de gran tamaño.
Dentro de una de ellas se originó el tumor canceroso que acabó con su vida tres años después.
Al verme me preguntó por Altana y el mundo se me acabó de derrumbar; nadie le habla contado lo
ocurrido. Tuve que hacerlo.
Pidió quedarse solo y todos le obedecieron excepto Laura y yo, que nos negamos a salir. Le
mirábamos con miedo, no sabíamos cuál iba a ser su reacción. El, de pronto, dio una patada a un
taburete, estampándolo contra la pared.
-Estamos malditos, Amparo, no existe Dios, no existe nada. ¡No hay dintel para el dolor!
Quedamos en silencio durante largo rato. Sin un leve ademán de acercamiento entre nosotros, sin
mirarnos siquiera. Había desaparecido nuestro nexo de unión, aunque todavía no éramos conscientes de
ello. Volvieron las imágenes, los olores, el poema, la absurda canción... En medio de ese hervidero de
pesadillas y realidades, se alzaba la pregunta más tremenda de todas cuantas pueden hacerse, la más
desgarradora: ¿por qué... ¡Y por qué no ... !
Las enfermeras me metieron en una bañera para intentar inútilmente que mi piel recobrara su color.
Después de vestirme con un pijama de hospital me comunicaron que el entonces alcalde, Rodriguez
Sahagún, y dos autoridades más, informados por la policía, se dirigían al centro. Me sentí de pronto muy
enferma, vomité un liquido negro y me humedecí la boca porque seguía sin poder tragar nada. Rechacé
un calmante. ¿Para qué si no estaba nerviosa? No lloraba, no gritaba, no temblaba... Solamente pretendía
vivir aquella realidad con todos sus detalles, porque debla acostumbrarme a ella cuanto antes.
Alberto quedó ingresado y nosotras fuimos a parar a casa de mi hermano Javier. El tomó las riendas
de la situación arreglando muchos de mis problemas. Mari Carmen, su mujer, me dio mucho más de lo
que podría esperarse de la mejor persona de este mundo. Viví con ellos cerca de un mes; me sostuvieron
en todo momento, atendieron a mi marido cuando fue dado de alta; juntos buscamos puertas, suelos,
lámparas, grifos... en fin, todo lo que supone montar de nuevo una casa. Variamos cuanto pudimos el
mobiliario y los colores, intentando suavizar recuerdos.
Las investigaciones del siniestro comenzaron y Alberto tuvo que tratar con peritos y abogados a pesar
de que las quemaduras continuaban doliéndole. Cada dos días íbamos al centro de Cruz Roja para las
curas y el tratamiento de recuperación. Nos llovían problemas de todo tipo, casi no disponíamos de un
momento de paz.

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El 4 de agosto alquilé un apartamento en el que vivimos durante los tres meses que duró la
reconstrucción del piso. Cumplí en esa fecha veinte años de casada y cuarenta de vida. Recuerdo que fue
un día lleno de amargura. El calor era agobiante, entramos en un bar, pedí tónica con ginebra y me sentó
mal. Las fuerzas me abandonaron y Alberto se asustó porque no me encontraba el pulso. Yo no hacia
nada por salir de aquel estado, lo confieso: una vez más, sólo deseaba morir, y una vez más no tuve suerte
y al poco rato me senté de nuevo ante el volante.
De regreso a casa de mis hermanos se levantó un vendaval que arrancó árboles, farolas y tejados en
toda la ciudad. Al llegar encontramos a mi cuñada curando el codo de Laura, que sangraba
abundantemente a consecuencia de una caída durante el roda'e de un anuncio publicitario. Aquella
pequeña contrariedad hizo estallar mis nervios; me encerré en el cuarto de baño y lloré... y maldije... y
tuve miedo. El espejo me devolvía la imagen de una pobre mujer a merced de... ¿de qué?, ¿destino,
karma, pacto... Dios? No sabia nada, no entendía nada... ¡no aceptaba nada!
Pensé que todo volverla a su cauce al instalarnos en el apartamento y establecer una rutina, pero
aquello resultó un ridículo simulacro de familia. Mi marido se refugió en el trabajo y en sus solitarios
paseos.
Mi hija interrumpió los estudios; su mayor preocupación era encontrar los medios para marcharse de
un hogar que rezumaba pena. Hablaba sin parar de cosas superficiales y reía exageradamente por todo.
Las relaciones con su padre se deterioraban y me convertí en la oficina de reclamaciones de ambos. En
aquella situación constaté lo mucho que me quieren mis amigos. Aprendí entonces y para siempre a
compartir el dolor ajeno, a buscar en ese dolor el eslabón que engarza a todos los que vivimos un tiempo
y una realidad común. En medio de mi soledad no me sentía aislada, pero pese a todo la tristeza me
mantenía en un estado anímico muy especial que aún hoy experimento y que no me permite ni sufrir del
todo ni alegrarme del todo, ni vivir del todo ni morir del todo.
El paso del tiempo sólo servía para recordarme que mi hija no iba a volver nunca. Cada mañana
buscaba una razón para seguir adelante, sin encontrarla. Mi familia, que no soportaba mi actitud,
procuraba estar conmigo el menor tiempo posible y yo, consciente de ello, sumaba así una culpa más a
todas las que arrastraba.
Sólo quienes han perdido un hijo pueden entender mis palabras.
Alberto me veía tan delgada y frágil que temiendo que enfermara decidió atiborrarme de comida.
Íbamos a los mejores sitios y llenaba la mesa de cosas apetitosas. Yo, que nunca he sido una gran
comedora, me esforzaba por complacerle. Fue mal remedio porque mi estómago se resintió y no tardé en
tener problemas digestivos. Pasé por la consulta de un par de internistas que después de mandarme tragar
repugnantes papillas y hacerme varias radiografías decidieron que no tenla nada. Esto me hizo aterrizar
en las sesiones psicológicas; Alberto me lo rogó, porque parecen ser paso obligado en casos como el mío,
lo que no termino de explicarme. Fracasé con todos, o mejor tendría que decir que todos fracasaron
conmigo. Me trataban como a una enferma depresiva y yo no pude convencerlos de que sólo era una
mujer triste y de que nada ni nadie podría quitarme la inmensa tristeza que el tiempo iría acoplando para
que formase parte de mí, como así ha sido. Por otro lado, me sentía violenta, casi ridícula, al estar
contando pena tras pena a un señor de «guardarropía» que tajantemente me mandaba a paseo al cumplirse
los sesenta minutos de rigor. No pretendo ofender a nadie con mi sinceridad ni dudo de que ésta fuera
una buena terapia, pero no para mi. Sabia muy bien lo que me pasaba.
También supe entonces que yo, solo yo, seria mi mejor ayuda.
En el proceso que siguió el informe pericial de los bomberos declaraba que era imposible determinar
el origen del incendio. El ventilador se calcinó totalmente.
Asimismo, no quedó demostrada la inutilidad de los extintores, pese a haberse destaponado uno de
ellos de forma violenta en presencia del notario que levantó acta de los detalles del siniestro.
Presentamos ante el Tribunal Constitucional un recurso en el cual se pedía la derogación de un
articulo de la Ley de Contratación de Seguro que excluye como sujetos asegurables a los menores de
quince años. La petición fue denegada tres años después, ya muerto Alberto.
La juez que instruyó el caso no aceptó como prueba testimonial nuestra declaración por ser
familiares de la víctima, a pesar de que los tres vimos el aparato candente y alcanzamos a oír de boca de
la propia Altana lo que habla sucedido.

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El fabricante del ventilador retiró el modelo del mercado a las pocas semanas del siniestro, pero la
suya continua siendo una de las primeras firmas de «pequeños electrodomésticos».
Nunca he podido decir públicamente la marca del ventilador por no tener pruebas que avalen mis
palabras.
Entre las compañías aseguradoras de dicho fabricante y del inmueble donde vivo no hubo ningún tipo
de conflicto porque, casualmente, son una sola.

Está lejos de mi propósito contar en este libro fenómenos paranormales, disertar sobre magia y
menos aún sobre cienct'as ocultas o cualquiera de las múltiples creencias a las que se tz'enefácil acceso.
Cada dtá son más numerosas las publicaciones que tratan estos temas con el suficiente aporte de datos
como para apasionar al simple indagador o bien conducir al iniciado honesto por una realidad de valores
distintos; realidad que en el meior de los casos va introduciéndose lenta y sutil en su vida, confiriendo un
nuevo significado a sus dias y una importanci . a más exacta a sus problemas.
Jamás he hecho proselitismo de mis ideas porque respeto a quienes no las comparten, aunque este
respeto no Siempre sea mutuo. Tampoco he tenido demasiada fé en los postulados que me enseñaron de
niña; tanto es asi que cuando recurri a ella no la encontré. Debo reconocerlo con tristeza, porque hubiera
deseado con todas mis fuerzas contar con tan firme asidero; el camino resultara más fácil. Pero la fe es un
don, divino supongo, que una inmensa mayoría no tenemos y añoramos amargamente, sobre, todo cuando
el elemental raciocinio va demoliendo los torpes argumentos de consuelo.

Sin embargo, la ayuda me llegó. La trajeron brisas tan leves, que tuve que estar muy atenta para
percibir su frescura. El azar fue poniendo a mis pies regalos que para mi encerraban un claro simbolismo.
Podrian venir de muy lejos... o tal vez no; hubiera sido absurdo hacer conjeturas acerca de esa distancia.
Lo fundamental era que yo los comprendiese, que desplegara mis antenas para captar las mil sutilezas que
nos depara el mundo invisible y paralelo con el cual convivimos; que empezara a ver las cosas
importantes, como dice el adorable personaje de El principito, con los ojos del corazón.

UN CANASTO DE MIMBRE
-Señora, necesitaríamos un canasto de mimbre, o algo parecido, para meter las cosas pequeñas que
vayamos limpiando, si no queremos que se vuelvan a ensuciar.
Miré alrededor, un cúmulo de cenizas, cristales, trapos y escombros era todo lo que quedaba de mi
casa, junto con algunos muebles embadurnados de una capa
negra y espesa como el alquitrán. En los trozos de pared que permanecían enteros se veían las huellas
de adornos y pinturas y se marcaban los recuadros que parecían haberse desintegrado durante el incendio.
Cada paso levantaba una nube de polvo que irritaba los ojos y hacía toser. Parecía imposible que aIguien
pudiese volver a vivir algún día bajo ese techo.

Pese a todo no era ése el momento apropiadp para lamentarse; contesté sencillamente a aquel hombre
que no disponía de ningún canasto, y para solucionar de momento el problema extendí una sábana para
hacer un hatillo que guardara los objetos en el almacén.

Acordado todo con la cuadrilla de desescombros, me despedí de ellos hasta la mañana siguiente, en
que comenzarían su trabajo. Insistieron una vez más en la conveniencia de encontrar un recipiente de
mimbre. Me chocó la puntualización del material y me comprometí a conseguirlo, para lo cual llamé a la
empresa que iba a hacernos la mudanza. Ellos estaban dispuestos a proporcionármelo siempre y cuando
lo recogiera con la pertinente autorización en una nave en no se que polígono industrial situado a varios

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kilómetros de Madrid. En vista de que el préstamo me complicaba demasiado, decidí buscarlo aquella
tarde en cualquier cestería de mi nuevo barrio, pero no lo encontré. Hacia mucho calor y yo estaba tan
cansada que el acercarme a un gran almacén me suponía demasiado esfuerzo, así que desistí. Ya de vuelta
a casa me detuve a comprar unas varas de margaritas blancas para poner en el aparador junto a la
fotografía de Altana. Desde que murió rindo este pequeño homenaje a su recuerdo.
Cené con mi familia y después de tomar la habitual pastilla relajante me fui a la cama. Siempre
buscaba una excusa para acostarme temprano, y sigo haciéndolo. No me avergüenza reconocer que soy
una dormilona. El sueño es para mi bastante más que el descanso necesario; es el recurso perfecto y
saludable para huir de una realidad que a veces me resulta difícil sobrellevar.
El despertador sonó temprano. Tenía citada en el piso a mi amiga Maria Amparo Soto, una de las
muchas personas que me han ayudado en los peores momentos, y pretendía ser la primera en llegar.
Al bajar del taxi lo vi, estaba frente a mi portal, perfectamente colocado para no entorpecer el paso,
ofreciéndoseme como un regalo del cielo. Se trataba del típico canasto de mimbre que casi todos hemos
tenido de pequeños para guardar nuestros juguetes. El mutante compañero de aventuras, cómplice de
nuestro desorden, sombrero de mago del que salían las más insospechadas sorpresas, destrozón
infatigable de medias femeninas y causante de alguna que otra calda cuando, ya desvencijado,
pretendíamos que continuara sirviendo de altillo. Media aproximadamente un metro de largo por medio
de alto y algo más de ancho. Estaba pintado de color rosa y su interior lo cubría una tela acolchada con
estampado de pequeñas flores. Limpio y nuevo. Llegué a pensar que lo habla traído mi amiga o alguno
de los obreros, aunque de ser así no me explicaba por qué lo hablan dejado en plena calle.
Me detuve a examinarlo. «¡Qué bien me vendrá - pensé -, justo lo que necesito!»
El también me miraba desde su trozo de acera, provocándome una y otra vez para que lo llevara
conmigo... Hubo un momento de duda, pero fue mayor mi honradez y me fui alejando 'sin volver la vista
atrás.
Con gran asombro comprobé minutos después que nadie me daba razones acerca del misterioso
canasto, que a nadie pertenecía y que ni siquiera los camareros del bar advirtieron que alguien lo dejara en
ese sitio.
Sólo Maria Amparo, poco después, comentó la curiosa casualidad del canasto infantil. El hecho me
pareció tan sorprendente, tan irreal, que cuando bajamos a buscarlo llegué a temer que hubiese
desaparecido; pero no fue así, permanecía allí, inmutable y provocador, con esa mirada de mimbre que
nadie más que yo captaba...
Sin pensarlo dos veces, accedí a sus deseos... Nunca me fue reclamado.
Lo coloqué en el cuarto de baño de Laura, y ahí continúa; un poco mas sucio... un poco mas vicio... es
cómplice de desorden, sombrero de mago... Y sobre todo, portador de un mensaje de esperanza para quien
lo quiera entender.

CARMEN LA ENFERMERA
La conferencia tenla un titulo atractivo: «Cuerpo, mente y espíritu».
Llegué con unos minutos de retraso; habla mucho público, mayoritariamente femenino, y a duras
penas conseguí una incómoda silla de lona para sentarme en un rincón.
La oradora de aquella tarde se retrasaba y mientras tanto una señora del público, enfermera jefe de la
Seguridad Social, distraía a los asistentes hablándoles de sus experiencias con enfermos terminales, a los
que cuidaba en sus domicilios tras ser desahuciados en distintos centros hospitalarios.
Casi todos los ancianos llevaban varios meses de prolongada agonía. Algunos contaban con los
cuidados de su familia; otros, sin tanta suerte, añadían a su ya triste situación una tristeza más: la soledad.
La enfermera controlaba goteros, análisis, comidas, curaba escaras... disponía, en fin, todo cuanto se
entiende por cuidados paliativos.
Me gustó su sencillez, me emocionó su labor y comprendí que se esforzaba por dar a los enfermos
algo mas que una mejor calidad de vida; estaba dando esa ternura tan difícil de encontrar, esa entrega sin

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interés, esa caricia que yo misma desearla hacer tantas veces y que casi siempre queda frustrada por una
estúpida vergüenza.
Al terminar su charla pidió colaboración puesto que no podía contar con nadie de su personal y decidí
hablar con ella cuando finalizara el acto.
Minutos después se desarrollaba la conferencia, pero yo, hundida en mi silla, ya no me interesaba por
el cuerpo ni por la mente, y mucho menos por el espíritu, puesto que el mío se estaba esfumando a toda
velocidad de aquella sala en busca de otras realidades con menos esencia, pero con nombres y apellidos.
Cuatro años eran demasiados para tener que seguir escuchando el mismo discurso; ya podía anticipar
su contenido y también el de las preguntas y respuestas del coloquio que se organizó a continuación.
Estaba harta de mezquinos protagonismos, de escuchar consejos que nunca pedía. Cuatro años de teorías,
de pasos en la oscuridad... ¿Hasta dónde puede llegar un ser humano guiado por la desolación? No lo sé.
Sé que el tiempo pasa y cuando parece que ya no quedan lágrimas, éstas vuelven a fluir inagotables,
sorprendiéndome en un rincón cualquiera de mi casa, en un momento cualquiera del día, haciéndome
aullar como un animal herido pidiendo el bálsamo reparador que sólo me trae el cansancio; el cansancio
que cierra mis ojos y consigue durante unas horas hacerme olvidar. Y así voy, poco a poco, adaptándome
a ese personaje que tanto se me parece. He vuelto a comer y a pintarme los ojos... hasta cuento chistes y
siempre tengo dispuesta la sonrisa.
Muchos amigos admiran lo bien que he <superado todo>, y yo callo, y me pregunto qué es eso de
<superar>. Recuerdo el camino andado: libros, viajes, conferencias... demasiadas incursiones por
terrenos resbaladizos en busca de la esperanza que me niega la humana condición y muy pocas respuestas
para tantas preguntas como van surgiendo.
No podía continuar en ese callejón sin salida. Sentía que una etapa de mi vida habla terminado para
dar entrada a otra, que podía presentarse muy dura, pero eso no me preocupaba lo más mínimo; peor
había sido ver morir a mi hija, peor suplicar a Dios que se llevara a mi madre y a mi marido, consumidos
por el cáncer pocos meses atrás. No, nada iba a ser más duro que lo vivido, pero tenla miedo de resultar
inútil en la práctica de una tarea tan extraña. No sé medicina, ni psicología. ¿Qué podía ofrecer aparte de
buena voluntad? Por otro lado, ¿hasta qué punto tantas situaciones difíciles harían tambalear, unos pilares
tan endebles como los que me sostenían en aquella época? ¿Y hasta qué punto mi conciencia podía
negarse a visitar a niños terminales, única condición que rogué a la enfermera?
Muchos dicen que soy una persona fuerte; probablemente sea verdad, pero en cualquier caso tampoco
me he permitido nunca otra actitud. Había llegado el momento para dejar de lamerme heridas y, aprender
a caminar por la vida de forma más serena, mas generosa; había llegado el momento de compartir, ¿por
qué no?, los frutos de esperanza sembrados por el dolor. La oportunidad de intentarlo me la brindaba
aquella mujer. Se llamaba Carmen. Sus ojos irradiaban ilusión y paz.
Yo necesitaba ambas cosas.

ISABEL Y MATEO
Apenas eran las diez cuando cruzamos el jardincito de una modesta vivienda unifamillar. Llamó mi
atención la extremada limpieza reinante, dados los numerosos macetones con plantas y el abundante
ramaje de árboles frutales, algunos próximos a florecer. La mesa y las sillas de plástico blanco parecían
recién fregadas. En la arena del suelo se dibujaban los surcos dejados por la escoba y las sábanas
tendidas perfumaban la mañana con un fresco olor a lejía.
En el interior todo estaba perfectamente dispuesto. En un pequeño tocador, algodón, yodo, gasas y
medicamentos. En otro extremo del dormitorio, en un butacón, se apilaban toallas, trapos blancos ,
sábanas y mudas.
Isabel conocía sobradamente las necesidades de su suegro. Cinco meses llevaba en aquella casa, cuya
puerta le estuvo prohibido cruzar durante treinta y cuatro años, que se habla convertido de la noche a la
mañana en un agobiante claustro desde que su dueño, Mateo, regresara del hospital en estado casi
vegetativo, después de sufrir un ataque cardiovascular y perdida toda esperanza de recuperación.

12
Isabel y Sebastián abandonaron su vivienda, próxima a la del abuelo, para hacerse cargo de él,
hipotecando desde entonces vigilia y sueño al servicio de quien más los necesitaba.
Por la tarde, al regresar de su trabajo como albañil, Sebastián cargaba el cuerpo de su padre, cada día
más consumido y paradójicamente cada día más pesado, y
lo sentaba en el pequeño porche, donde le arreglaba las uñas y el pelo, lo afeitaba y procuraba
moverlo para evitar el encharcamiento pulmonar.
Muchos y grandes fueron los problemas ocasionados por el despótico carácter de Mateo. Nadie que le
contrariara se libraba de sufrir las consecuencias. Faltó poco para que su hijo diera con los huesos en el
hospital -o en un lugar más definitivo- cuando por defender a la madre vio volar un cuchillo de cocina
lanzado certeramente por aquel tirano doméstico que le hubiese atravesado de no conseguir esquivarlo.
Esto indujo a Sebastián e Isabel a vivir bajo un techo más apacible.
Su mujer, con quien mantuvo siempre una extraña relación de cariño, miedo y complicidad, vivió
junto a él toda suerte de privaciones y malos tratos. La escasez de dinero y la abundancia de palizas
fueron nota tan dominante que repetidas veces se vio obligada a empeñar sábanas y otros utensilios para
poder comer. Enferma de cirrosis durante muchos años, cuando sintió cercano el fin, por primera vez en
su vida hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban para echar de su lado a aquel marido y morir
maldiciéndole.
Esta y otras historias terribles le granjearon a Mateo el temor y la enemistad de vecinos y parientes;
sin embargo, nada le hizo cambiar y continuó su camino en solitario durante diecisiete años. Satisfacía
las necesidades de alimento y limpieza en casa de sus hijos, que jamás le quisieron aceptar un céntimo, y
volvía después su a su pequeño reino para cuidar sus plantas, cuidar su cuerpo y hablar con Dios.
Durante el tiempo que estuvimos visitándole, la familia fue encontrando dentro de la casa toda clase
de víveres, ropa y objetos personales. Ante la desesperación de su nuera, cada sesión de limpieza
acumulaba por docenas las cajas de jabón, estropajos, cepillos dientes inútiles para él, colonias, botellas
de aceite y leche caducadas mucho tiempo atrás, sombreros, diminutas prendas interiores masculinas y
femeninas de diversas tallas y estampados, cremas de belleza y una pequeña fortuna en billetes de banco
escondidos dentro de zapatos o entre las páginas de los innumerables periódicos apilados por los rincones.
Dos sortijas de oro con un brillante, envueltas en papel de estraza, estuvieron a punto de acompañar a un
mueble carcomido que había sido arrojado a la basura junto con montañas de cartones y otros trastos
polvorientos.
En todo esto y mucho más había consistido la existencia del hombre de ochenta y nueve años que
tenla delante de mi, encamado, doliente por el reuma y las llagas, temeroso de la visita que desde hacía
meses rondaba la casa, que ya habla advertido de su presencia y que inexorable y lenta se aproximaba...
Me acerqué con cierto nerviosismo; era mi primera experiencia como voluntaria y temía que el
enfermo me rechazase. Me imponía su cuerpo vendado, su piel cetrina, la saliva que le cala por la
comisura de la boca. Necesité unos instantes para decidirme a llegar junto a él. Saludé a Mateo en tono
muy bajo y note que aceptaba mi voz. Me habían dicho que era muy selectivo y manifestaba
ostensiblemente su rechazo o su aprobación. Extendí mis manos y las atrapó con fuerza; necesitaba tener
siempre las suyas ocupadas en cualquier cosa, los almohadones que le colocaban para evitar las
rozaduras, la esquina de su propio empapador o algún trapo viejo. El sentido del tacto, más que ningún
otro, le aseguraba su permanencia en un mundo que no quería abandonar.
Sus continuos cambios desorientaban a Carmen y a la doctora, puesto que a unas horas de agonía
sucedían otras de clara recuperación. Fueron muchas las mañanas en que salimos del cuarto convencidas
de haberle dado el último adiós. También el funcionamiento de sus órganos internos variaba
espectacularmente durante el rato que estábamos con él. Las escaras crecían con rapidez formando
profundas bolsas que con higiene y pomadas mejoraban a los pocos días y daban paso a otras, que se
abrían con idéntica prontitud en el lacerado cuerpo, sin dar tregua al dolor. Las curas, por tanto, se iban
haciendo cada vez más largas y fatigosas. A Mateo le molestaba la frialdad del suero con que lavábamos
sus heridas y la doctora templaba el fonendoscopio antes de usarlo para molestarle lo menos posible.
Durante los primeros meses hacia una mueca al sentir los guantes de goma y nosotras los suprimimos.
Así sumamos nuestras caricias a las del resto de su familia, pero transcurrido un tiempo tuvimos que
volver a utilizarlos por razones obvias.

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Resoplaba y arqueaba las cejas, movía levemente un pie para indicarnos su grado de sufrimiento. En
ocasiones nos buscaba con su ojillo izquierdo, único que le quedaba después de haber sufrido la pérdida
del otro junto con tres dedos al explotarle un artefacto cuando cavaba en su jardín después de la guerra.
Por otra parte, la salud de Isabel llegó a preocuparnos. Resultaba increíble que pudiera resistir el
ritmo de trabajo al que estaba sometida con apenas tres horas de sueño diario, interrumpido a cada
momento. Lavaba a mano ingentes cantidades de ropa del abuelo, preparaba su alimentación licuándola
para que pasara por la sonda nasogástrica, se sentaba durante horas a su cabecera, atenta al más leve gesto
del enfermo para sacarle flemas, variar posturas o limpiar deposiciones. Pero su naturaleza empezó a
pasar factura... espalda, varices, calda del pelo, desolación y tristeza. Era demasiado el esfuerzo para no
conseguir siquiera aminorar tanto padecimiento.
Nunca noté en ella, pese a todo, el menor signo de amargura y solamente una vez lloró desconsolada
delante de nosotras. La mejor sonrisa y la mejor taza de café nos esperaban cada mañana. Su enorme
capacidad de perdón constituyo para mí todo un ejemplo y una meta a conseguir, laboriosa y lejana.
Un domingo nos invitó a comer. Carmen acudió con su marido y yo con mi hija Laura. No recuerdo
haber probado unas migas tan bien hechas y con tantos y tan sabrosos tropezones.
Estuvimos reunidos toda la tarde y al declinar la luz Mateo, que parecía haberse quedado dormido
después de la cura, comenzó a toser y a quejarse reclamando atención. Isabel nos reveló el motivo de su
inquietud: distraída con la charla habla dejado pasar la hora de encender la lámpara de su mesilla y a él le
aterrorizaba la oscuridad.
Fueron muchos los indicios del grado de consciencia del anciano, y eso nos destrozaba el alma porque
su deterioro físico llegó a unos extremos que no creo preciso describir. Poco a poco el organismo iba
rechazando alimento y agua. Su cuerpo, que se mantuvo a lo largo de meses en posición fetal, apareció
una mañana completamente estirado con espectaculares retenciones de líquidos en manos pies y genitales.
El proceso de descomposición avanzó con tanta rapidez que se llegó a barajar la idea de amputar el pie
izquierdo. Opción que, afortunadamente, la familia rechazó.
Una tarde, cuando hablamos terminado de vendarle, Carmen se dirigió al enfermo:

-Ánimo, Mateo, ya hemos terminado. Te has portado muy bien y el pie está mucho mejor. Tú, que
eres tan sabio vas a seguir luchando ara que se cure del todo...
Los labios del anciano permanecieron inmóviles. No podía ser de otro modo, porque en aquel
cuerpo no quedaban ya fuerzas para emitir sonidos. Sin embargo, escuchamos, o quizá sentimos, la
patética negación del moribundo.
Nos miramos con los ojos llenos de lágrimas, comprendiendo el adiós, el final de aquel larguísimo
combate.
Y un martes de noviembre, cuando se cumplían nueve meses y un día de enfermedad, Mateo se nos
fue silenciosa y pacíficamente. Isabel estaba en la cocina. Sebastián, en el jardín. Tal vez solamente
hacia un minuto que habían abandonado la cabecera del enfermo, tal vez segundos... ¿qué más da? El
tiempo sólo tiene importancia para nosotros, que nos somete.
Murió como vivió: cuando quiso y como quiso.
Nadie tiene derecho a juzgar.

MERI Y DANIEL
La viejecita que nos abrió la puerta se llamaba Meri, como diminutivo de Emérita. De corta
estatura, encorvada, un pañuelo de gasa aplastaba su abundante pelo blanco enmarcándole la cara, que
parecía recién salida de las páginas de un cuento. Todo en ella era pequeño salvo los ojos, saltones e
inquisitivos. Hablaba sin parar con ritmo pausado pero aun así los aspavientos que hacía, el ajetreado ir y
venir y las continuas lamentaciones, lograron contagiarme de su nerviosismo durante un buen rato.
Meri estaba asustada porque Daniel se habla negado a desayunar y temía que esto le debilitara más de
lo que estaba, agravando las consecuencias de cualquiera de sus catorce achaques. Una y otra vez repetía
la lista de los variados <manjares» ofrecidos a su marido aquella mañana, al tiempo que iba en aumento

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su desesperación. ¿Por qué Daniel se negaba a comer si le compraba lo mejor? ¡Con razón le venían esos
ahogos cada dos por tres, y tenia que ponerse el oxigeno! ¡Todo era flojedad y sólo eso! ¡Ay, Dios mío!,
¿qué podía hacer ella, qué podía hacer ... ? Iba y venia de la nevera a la habitación, mostrándonos tarros
de yogur, arroz con
leche y natillas, bamboleándose sobre sus piernas arqueadas por la artritis. ¡No, no hablan enviado a
ninguna asistente social para ayudarla! Tampoco su sobrina, pobrecilla, podía abandonar todos los días su
negocio y su familia para atenderlos. ¡Ay, Dios mío, qué podía hacer ella! ¡Qué podía hacer!
Mientras tanto, Daniel miraba la escena por encima de su mascarilla de oxígeno con el impasible
ademán de quien no tiene nada que ver en el asunto.
Carmen intervino después y sus palabras, como siempre, fueron lo suficientemente sabias como para
controlar la situación y tranquilizar a la anciana. Pero poco habla de durar el efecto; a los pocos segundos
el temor volvió a asomar a sus ojos, porque Meri siempre estaba asustada.
El no era mala persona, pero las estrecheces económicas y las intromisiones familiares , ya se sabe,
emponzoñan aun hombre... y el alcohol hace el resto.
Solían ir al ambulatorio para sus revisiones periódicas con un cartón de tabaco y una caja de galletas
María bajo el brazo para regalar al médico y a Carmen respectivamente.
El amor parecía haber triunfado por completo en aquella pareja de octogenarios cuyo comportamiento
dibujaba plácidas sonrisas entre el personal del centro. Nada menos que cincuenta y cuatro años de
matrimonio, en la salud y en la enfermedad, en el invierno y en el verano, en la pobreza... y en la pobreza,
avalaban el éxito del sagrado vinculo.
Daniel, diabético, padecía además insuficiencia respiratoria motivada por una grave enfermedad
cardiaca. Una noche su estado empeoró de tal manera que hubo de ser ingresado en el hospital. La
botella de oxigeno se convirtió desde entonces en su casi inseparable compañera. Se espaciaron las
visitas al dispensarlo y comenzaron los avisos en el domicilio. Así fue como Carmen se enteró de la
auténtica vida de dos personas, cuya historia es una de las tantas que se han escrito con renglones de amor
y de odio.
Daniel era chusquero. Emérita estuvo trabajando corno criada hasta que contrajo matrimonio y
después corno asistenta por horas. Mal que bien salieron adelante y hasta pudieron comprar una modesta
y soleada casita cuyas paredes pronto retumbarían con insultos, golpes y lamentos, cuando Daniel
regresaba cargado de vino y enturbiado de mente.
Meri, sola y asustada, pidió ayuda a su hermana del pueblo, y la infeliz creyó dar solución al problema
enviando a una de sus hijas a la capital para que su presencia pacificara la tensión entre los tíos; pero
como es de suponer su idea no tuvo el efecto deseado. Los ojos infantiles de la sobrina vieron durante
años escenas que ningún niño debiera presenciar. Por fortuna para ella, abandonó la casa muy joven al
formar su propia familla, y si bien continuaba velando por sus parientes, no quiso que la historia se
repitiera y se opuso rotundamente a que años más tarde su hija mayor fuera a ocupar el sitio que ella
dejara vacante dentro del infierno en el que, poco a poco, iban a envejecer Daniel y Meri.
A raíz de agravarse su marido y del ingreso en el Sanatorio empezó a flaquear la salud mental de
Emérita. Sus lagunas, cada vez mayores, hacían difícil e incluso peligrosa la convivencia. En poco
tiempo vio su mundo reducido a las cuatro paredes de la casa y aun en este pequeño espacio se perdía su
pobre cabeza aturdida, temerosa, incapaz. Se pensó llevarla a un psiquiatra y la pobre mujer se avino con
la docilidad de quien está acostumbrada a obedecer. No llegó sin embargo a pisar la consulta porque un
día, harta ya de que la llamaran loca, explotó con la verdad. ¡Qué médico podía curar cincuenta y cuatro
anos de golpes y los costurones dejados en su cuerpo y en su alma...! No, no era un psiquiatra de tres
horas semanales lo que necesitaba. A sus casi ochenta años necesitaba, como todo ser humano... que la
quisieran.
Serían alrededor de las cuatro de la tarde cuando crucé el pequeño patio de entrada. No recordaba
cuál era el piso de los ancianos y una mujer que tendía la ropa me lo indicó a gritos desde la ventana.
Desde el pie de la escalera oí un gran alboroto. Trémula, comencé a subir temiendo lo peor- las voces
se iban haciendo más reconocibles. La pelea que se ola dentro del piso era de tal calibre que difícilmente
me hubiese equivocado de puerta.

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Hice intento de llamar cuando un contundente golpe petrificó mi dedo sobre el botón de la pared. No
me atreví a pulsarlo sin plantearme antes algunas cuestiones, como por ejemplo qué hacer si me vela
envuelta en una pelea física entre ellos, contando únicamente con mi escasísima fuerza y mi torpe
palabrería la empeorada además por los nervios que me estaban invadiendo. Decidí que lo mejor era no
aventurarme en solitario y pedí ayuda a un hombre que bajaba en aquel momento por la escalera. Pasó
por mi lado como una exhalación: ¡tenía prisa! No, no vivía allí ni conocía el barrio ni sabia dónde podía
haber un teléfono público. En realidad, no sabia nada de nada...
Me acobardé otra vez al calibrar el lío en el que me estaba metiendo. El comienzo de todo habla sido
una demanda de auxilio por parte de Meri. Carmen no podía acudir; yo en cambio tenla la tarde libre... Y
allí estaba.
Cuando llamé al timbre cesaron los ruidos. La mujer presentaba el mismo aspecto que el día anterior:
los pelillos encrespados, el pañuelo de gasa, el pijama y la bata floreada. ¡Gracias a Dios que habla
llegado yo! Tenla que hablar enseguida con Daniel y obligarle a devolver el monedero con las llaves del
piso y todo el dinero que tenían para comprar comida... ¡Claro que habla sido Daniel; siempre escondía
todo para después echarle a ella la culpa y llamarla loca ... ! ¡Ay, qué desgracia, Dios mío!, su marido
escondía las cosas y además ¡todas las noches entraba alguien a su casa a robar! ¿Que quién entraba?
¿Cómo iba a saberlo ella? ¡Ay, como le dolían las piernas! No podía más.
Daniel estaba sentado en el ángulo del pasillo y sin la ayuda del oxígeno respiraba con dificultad. Me
tranquilizó un poco su imagen depauperada porque comprendí que el golpe que había oído desde la
escalera no tenía nada que ver con él.
Mirándome inocente se defendía de las acusaciones de su mujer aprovechando un momento en que
Meri se había alejado, pero ella se dio cuenta y volvió como una centella a reanudar la bronca.
Aunque no sabía cuál de los dos me inspiraba más lástima, decidí imponer mi autoridad y les ordené
que se callaran.
Momentos después comenzaba la búsqueda del dichoso monedero.
El dormitorio principal llevaba mucho tiempo sin utilizarse y allí se encontraban ordenadamente
almacenados cincuenta y cuatro años de trastos. Pasé un buen rato debajo de la cama a cuatro patas
abriendo bolsas y maletas. Revolví pesadísimos cajones de ropa que difícilmente podía cerrar después.
Meri salmodiaba su desgracia mientras iba doblando con curiosidad los bordes prensados de las telas que
yo, chapucera de mi, dejaba arrugados con tal de no pillarme los dedos al cerrar cada cajón.
Daniel, entretanto, seguía sin chistar al otro lado del pasillo. De pronto, una llamada me hizo concebir
esperanzas; la visitante podría ser Carmen o la sobrina y cualquiera de las dos significaba un refuerzo si
es que las cosas volvían a ponerse mal.
Abrí la puerta. Una señora de mediana edad se cuadró delante con cierto aire de desafío. Me pareció
por su vestimenta que no venia de la calle; luego me enteré de que vivía en el piso superior. Preguntó si
era yo la señorita que estaban esperando y asentí tímidamente. Esta fue la consigna para que me espetara
un corto pero enérgico discurso que, sospecho, traía preparado creyendo que yo pertenecía a la Seguridad
Social; expuso la soledad y desamparo del anciano matrimonio e intercaló también las infinitas cosas a las
que «no habla derecho».
Una vez desahogada su justa indignación y aclarado el error, se quedó mirando i me con fijeza. ¡Qué
memoria la suya!, pensé; hasta ha dado con mi nombre y apellido... La mujer, sin perder un segundo,
condujo a la dueña de la casa a la cocina y allí le informó con todo detalle de mi vida y desgracias.
Intenté evitarlo pero no lo conseguí; mi humilde persona no dejaba de ser una novedad, quizá la primera
en mucho tiempo, y no podía pasarla por alto, de modo que una vez cumplida su misión con Emérita
corrió a contárselo a su marido.
Afortunadamente, apenas hubo desaparecido, en la cabeza de Meri se borró la historia que acababa de
escuchar y sin más reanudamos la búsqueda.
Al cabo de un rato el destino nos compensó con el hallazgo de tres flamantes monederos: uno rojo,
otro azul y otro negro, que si bien no resultaron ser el deseado, sirvieron al menos para aparcar
momentáneamente el problema. La tarde discurría tranquila. Miré el reloj: las cinco y media. Supuse
que el matrimonio no había comido en todo el día y ella me lo confirmó. Busqué en la nevera y en un

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pequeño armarlo; no habla gran cosa: huevos, latas de tomate, de sardinas, botes de legumbres y, eso si,
gran cantidad de postres. Valiéndome del único cuchillo útil, unos dientes de ajo y
mi corta imaginación culinaria, improvisé una merienda que consumieron entre alabanzas.
La cocina era muy pequeña y me inquieto el calentador de gas junto al cual tenían que pasar
continuamente. Meri lo apagó por indicación mía aunque supuse que volverla a encenderlo cuando me
marchara porque el enfermo siempre tenía frío.
Mientras comían se originó una simpática tertulia. Me contaron muchas cosas de su vida. Daniel
estaba animado y ella, serena... reinaba la paz. Después de un rato, Daniel se encontró cansado y quiso
volver a la cama. Le dolían los riñones y pidió a su mujer que le pusiera el liquido del «señor de los
bigotes». Esto dio origen a un nuevo conato de discusión ya que, como era normal, el frasco no estaba en
su sitio. Al cabo de mucho buscar lo encontré detrás de la pata de una mesilla de noche.
Meri creyó conveniente encomendarme el masaje con el linimento y yo temí que Daniel se violentara
por tener que desnudarse ante una desconocida-, pero el anciano, - que ya debía de estar acostumbrado, se
bajó presto varios pantalones de pijama (creo recordar que fueron cuatro), dejando al descubierto su
arrugado y hundido culillo que, una vez acabada la sesión, quedó perfumado con un entrañable olor que
me recordaba mi infancia.
Después de colocarse la mascarilla de oxígeno se dispuso a dormir y yo a marcharme, pues comprendí
que mi labor en aquella casa habla terminado.
Ya cerca de la puerta ella me detuvo. ¿Cómo iba a consentir que me fuera sin cobrar una peseta?
¡Tampoco había querido aceptar las naranjas, ni los tarros de arroz con leche para mi hija, ni el delantal
rosa que estaba sin estrenar! Tenia que pagarme pero no tenia dinero... ¡Daniel habla escondido el
monedero para poder llamarla loca!

-Daniel, dame el monedero que tengo que pagar a la señorita. ¡Ay, Dios mío, qué desgracia!
Al llegar a este punto sentí que me bajaba la tensión; no sabia si reír o llorar; la mujer acusaba, el
marido también. Yo sólo quería irme a casa.
El incidente se solucionó con facilidad. Ambos eran dos niños temerosos de una regañina y yo
todavía conservo mi instinto maternal: fue sencillo.
Al entrar en el coche miré hacia el balcón:
-Métase dentro, Meri, que la noche ha refrescado.
Cuando dos días más tarde volvimos para hacer una visita rutinaria encontramos a Daniel casi
agonizando. Inmóvil, con la mirada perdida y la respiración sumamente dificultosa a pesar del oxigeno.
En el cuello velamos latir su pulso, irregular y espaciado. Se esforzaba en hablar pero su debilidad era tan
grande que resultaba imposible descifrar sus palabras. Meri deambulaba por las habitaciones, más
perdida que nunca la razón, mientras se defendía torpemente de los ataques verbales lanzados por un
cuñado alto, enjuto, bastante más joven, que pretendía hacer comer al enfermo un tarro de natillas.
Carmen corrió en busca del médico y yo permanecí en la habitación intentando en vano aplacar los
ánimos. Al poco rato pensé que seria conveniente tener algo de comida preparada por si el doctor no
creía indicado ingresar a Daniel en el hospital. Encontré por el frigorífico restos de pescado frito del día
anterior; estaban ya bastante secos y me dispuse a preparar una salsa para hacerlos apetecibles. Me
hallaba en plena tarea, luchando de nuevo con el odioso cuchillo cuando otro personaje aparecio en
escena. Se trataba de la mujer del violento cuñado. Pensé que mediaría en la trifulca y probablemente
conseguiría mejores resultados que los míos con aquel energúmeno que seguía increpando a la pobre
Meri, sin escuchar argumentos de defensa ni reparar siquiera en mí; pero después de esto, ella permaneció
en la cocina viéndome fregar y justificando con sus varices el que no acudiera con más frecuencia a casa
de los parientes.

Repentinamente cobró fuerza la voz de Daniel.


-¡Me muero, me muero!
Acudí junto a él y tomé su mano. Rompió a llorar. -¡Os suplico que no desamparéis a Meri5 es
muy buena y me ha cuidado toda la vida!

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-Daniel -le dije-, tranquilícese y no hable, el doctor hará que se recupere; no va a pasarle nada.
-Señorita -me dijo con los ojos perdidos-, tengo ochenta y dos años, me han operado dos veces del
corazón y tres del estomago. -Con las manos intentaba señalar sus cicatrices y la congoja aumentaba.-
SoIo quiero ya que Dios me acoja en sus brazos. Pero ¿que va a ser de Meri?
El matrimonio le escuchaba sin articular palabra. De vez en cuando emitían unos ruidos que
pretendían ser tranquilizadores, pero estaban tan nerviosos que ni siquiera fueron capaces de improvisar la
mentira piadosa que hubiera serenado al moribundo.
Tampoco yo supe reaccionara ¡como tantas veces no supe reaccionar y sentí de nuevo mi torpeza
golpeándome muy hondo!
Decía mi madre que todo el dolor del mundo no cabe en un solo corazón. Es verdad, pero en el
fondo de esta frase descubro nada menos que la impotencia humana, y son tantas las ocasiones en que he
recurrido a ella únicamente para tapar mi cobardía que hoy ya no sé dónde termina una y empieza la otra.
Carmen y el médico entraron en la habitación y yo me retiré con mis reflexiones un rincón.
Minutos después se llamaba a una ambulancia para trasladar al
enfermo al hospital. Nos despedimos de el con la firme promesa de acudir pronto a visitarle. A los
dos días cumplimos nuestro compromiso, para alegría suya y nuestra también, puesto que le encontramos
muy recuperado. Nos sorprendió el cambio espectacular que habla experimentado en apenas cuarenta y
ocho horas. Sus movimientos eran ágiles, su respiración normal, le habla vuelto el apetito y se le vela
animado ante la perspectiva de regresar pronto a su casa. Nada más vernos preguntó por su mujer y nos
dio para ella mensajes de cariño, que llenaron de ilusión a la anciana cuando habló conmigo aquella tarde.
El final de la historia, hasta donde he podido conocer, es que el paciente fue dado de alta poco
tiempo después de nuestro encuentro. Las familias determinaron entonces que el matrimonio no podía
cuidarse mutuamente, lo cual era verdad. Una hermana viuda se hizo cargo de Daniel y, se lo llevó a una
casa en la que no tenía cabida Meri. Esta se quedó a vivir con la sobrina.
Desde entonces no se han vuelto a ver.

TOMASA
Ayer dijimos adiós a Tomasa.
Llevaba apenas una semana en el domicilio de uno de sus cinco hijos. Los últimos dieciocho años de
su vida los pasó como la falsa moneda.
Al morir el marido se decidió que ella viviera un mes con cada uno. Así empezó su peregrinar.
Hacía mucho tiempo que Tomasa no tenía su propio armarlo, ni su mesilla de noche ni paredes donde
colgar recuerdos de noventa y tres años de existencia en este mundo... Y un día algo falló en su vieja
maquinaria dejándola postrada, inmóvil, sin poder comer, sin poder hablar- la naturaleza ni siquiera le
concedió la posibilidad de quejarse cuando su cuerpo menudo empezó a ser presa de las terribles escaras.
La mañana en que Carmen y yo entramos por primera vez en aquella vivienda el hedor era
difícilmente soportable.
Desde el ataque cardiovascular, sobrevenido cinco meses atrás, la enferma había sufrido los cinco
correspondientes traslados.
Allí le quedaba algo más de una semana, al cabo de la cual sería llevada en ambulancia al domicilio
de otro hijo y otra nuera, para que cuidaran de ella los treinta días siguientes.
El cuarto en que se encontraba era el último de un corto pasillo y por la decoración debía de
pertenecer a un muchacho joven.
La cama, abatible, estaba casi pegada a una pared con una ventana que daba a un pequeño tendedero
acristalado. Pedí que la abrieran para ventilar la estancia.
El hijo «de aquel mes» nos pareció una buena persona. Colaboraba en todo momento y aunque
hombre tosco tuvo con la madre detalles de una gran ternura. Su mujer también ponla la mejor voluntad
en ayudarnos, pero ni sus nervios ni su estómago daban para mucho, y la oímos vomitar varias veces
mientras curábamos a la suegra.

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A Tomasa la estaba atendiendo un ATS del correspondiente ambulatorio, que tres veces por semana
levantaba los apósitos para esparcir sobre las heridas un sobre de polvos desbridantes y sin otra higiene
las volvía a tapar. Cuando Carmen explicó que por una cuestión de orden debía hablar con su compañero
antes de tomar a su cargo a una de sus enfermas, la familia aceptó con resignación el trámite que
supondría otra espera. Sin embargo, yo estaba segura de que no iba a ser así. Sabía que ese personaje de
ojos luminosos que tenía al lado no iba a permitir que un ser humano pasara veinticuatro horas más en
aquel abandono.
Nos marchábamos del dormitorio cuando Carmen se volvió hacia mí; también yo la estaba mirando.
Contemplamos de nuevo el cuerpo ulcerado de la pobre Tomasa; no era sino un falso cadáver, alimentado
por medio de sondas, y una débil respiración era el único indicio de vida.
Ya no hizo falta hablar. Salté por encima de la cama al estrecho pasillo con el fin de sujetar ladeado el
cuerpo de la mujer y mi amiga mandó que trajeran una palangana con agua, esponja y jabón Lagarto.
Me resultaba muy difícil colocar mis manos sobre aquel cuerpo. Las escaras eran tan grandes que en
casi todas el hueso quedaba al descubierto. Cuando la movimos resbaló el brazo derecho fuera de la cama
y quedó o junto a mis piernas. Hizo un pequeño ademán y los dedos rozaron mi pantalón al tiempo que
un levisimo gemido escapaba de su garganta.
Empezamos a hablarle muy quedo, adelantándole cada uno de los pasos que íbamos a dar, para que
estuviese preparada, y repitiendo continuamente lo mucho que agradecíamos su colaboración y lo valiente
que era.
No sé si el hijo llegaría a comprender nuestra plática aparentemente inútil con aquel cuerpo inerte,
pero en cualquier caso no sólo respetaba nuestra actitud sino que también se nos unió en muchas
ocasiones para echar requiebros a su madre y recordar los buenos momentos que habían vivido juntos.

Mi amiga, mientras, pedía perdón por el daño que le, causaba al desbridar con el bisturí la carne
putrefacto de, los colgajos. El pus rebosaba por los agujeros de sus caderas, espalda y nalgas, recorriendo
el cuerpo como un riachuelo gris y espeso para ser finalmente empapado por las descoloridas sábanas.
El levantamiento del primer apósito me pilló desprevenida. El aspecto y el intenso olor de la herida
me hicieron dar un respingo, y giré la cabeza para aspirar mi propio perfume y evitar la náusea. Aquel
hedor de se fijó en mi cerebro y tardó varios días en desaparecer. Una legión de invisibles hormigas se
paseaba por mis labios y por la punta de mis dedos con el propósito de hacerme flaquear, y estuvieron a
punto de lograrlo. Carmen me preguntó si me encontraba bien asentí respirando profundamente. Estaba
avergonzándome mi reacción y juré no volver a caer en ella.

La cura fue larga y durísima. En el cuerpo de la enferma no habla ya musculatura y a una herida
enorme le sucedía otra mayor. Sus pies vendados mostraban una gran hinchazón y en las muñecas la piel
desgarrada estaba sujeta con esparadrapo ante la imposibilidad de coserla.
La escena me sacudía muy hondo. Impotente ante un dolor tan grande, aproveché una pausa para
quitarme los guantes de goma y hacer que Tomasa sintiera el contacto de mi mano en su frente. Un
cáncer de piel campaba por sus respetos en aquella cara de facciones pequeñas, de ojos oblicuos y espesas
pestañas que recordaba a una pálida muñeca oriental.
-¡Qué guapa eres! -exclamé tocando su pelo que aún no era del todo blanco.
e pregunto por qué acaricio tanto a los moribundos y tan poco a los vivos. Quizá sea porque cada
caricia lleva implícita un mensaje de amor para el ser que un día fue mi hija y el Gran Padre quiso
recuperar tempranamente.
Después de una hora concluimos nuestra tarea. La viejecita parecía estar mas descansada y
nosotras agradecimos poder enderezarnos. Nos dolían todos los huesos.
La recompensa a nuestro esfuerzo no se hizo esperar. Apenas dejamos a la anciana tendida boca
arriba, por primera vez en cinco meses ella abrió los ojos y nos miro.
En ese momento comprendí que no me había equivocado. Aunque el camino elegido fuera
ciertamente extraño, por él saldría al fin del atolladero en el cual me encontraba inmovilizado, y que
añadía a mi continuo sufrimiento el peor de sus ingredientes la inutilidad. Acababa de descubrirlo en
aquella mirada próxima a desaparecer, me lo estaban diciendo las lágrimas que

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enturbiaban la mía, lo afirmaba el sentimiento naciente de mi propio perdón.

En las mañanas sucesivas, Tomasa agradeció la cura de igual modo. Alguien llegó a comentar que la
reacción de la enferma se debla a un simple acto reflejo por el dolor, pero las circunstancias en que
ocurría el hecho no admitían en absoluto una explicación tan burda.
El verdadero mensaje de su mirada se nos fue con ella.
¿Qué hay tras los ojos de un agonizantes? ¿Súplica, abandono, miedo, serenidad? Temo que
nunca sabré descifrarlo. Son ellos demasiado sabios.
Y yo demasiado torpe.

HISTORIA DE UN REGRESO
Pepe es el dueño de una tintorería próxima a mi casa. Gallego, cincuentón, de risa fácil, químico
de carrera, amante de la música clásica y estupendo profesional cuyas artes me sacaron de no pocos
apuros cuando recién casada sufrí las múltiples y variadas sorpresas de mi primera lavadora automática.
Desde el principio tuvimos una simpática relación presidida por la complicidad y un honorable pacto
de silencio. Apenas me veía aparecer por su establecimiento preguntaba sin ningún empacho qué nueva
pifia había cometido con la ropa de Alberto. Entonces yo, con cierta vergüenza, dejaba caer sobre el
mostrador esa camisa de indefinidos colores que se asemejaba más al plano de un tesoro escondido que a
una prenda de vestir, o bien le sorprendía con toda una serie de ropa interior estampada a lunares, algunos
muy grandes y casi siempre azules. Pepe, entre carcajadas, se comprometía a intentar el arreglo del
desaguisado y yo me marchaba tranquila, jurándole eterno agradecimiento.
Muchas veces las manchas eran sólo la excusa perfecta para hacer un alto en el siempre odiado
ajetreo doméstico y charlar con él de lo humano y lo divino hasta el momento en que uno de los dos
miraba el reloj. Él echaba precipitadamente el cierre a la tienda y yo salía disparada con el carrito de la
compra dando botes por la acera.
La casualidad hizo que en uno de nuestros encuentros sus palabras me llegaran como un bálsamo que
el destino me anticipo para que lo guardara a buen recaudo, porque estaba escrito que no tardaría mucho
en necesitaría.
Su historia transcurre mucho antes de que un doctor americano publicara sus investigaciones
acerca de las vivencias que miles de personas recordaron tras superar la llamada <muerte clínica>. Como
la gran mayoría de ellas mi amigo guardó silencio por temor al ridículo, hasta que el libro de Raymond
Moody vino a confirmar su creencia de que por alguna razón desconocida él también habla estado durante
un tiempo impreciso al otro lado de la muerte.
«Ocurrió -me contaba- que siendo estudiante una grave enfermedad reumática me mantuvo en
cama durante casi dos meses. Sufrí la primera crisis con apenas dieciocho años. Recuerdo que el dolor
era tan intenso que parecía salirme desde dentro de los huesos. Empezó por las articulaciones de las
manos y paulatinamente fue paralizando el resto del cuerpo. Cada quince o veinte días sobrevenía un
nuevo ataque y así en pocas semanas me vi reducido a ser un fardo inmóvil sobre la cama. La fiebre,
intensa y persistente, era la señal inequívoca del continuo avance del proceso. Los médicos, perdida toda
esperanza de que pudiera sanar, empezaron a temer que mi corazón no resistiera el siguiente embate.
»Aquella tarde sentía una inmensa tristeza. Entre sueño y vigilia me asaltaban presentimientos
desoladores: el final se iba acercando y hasta en el aire de la alcoba pesaba el definitivo adiós.
»Con ojos somnolientos recorrí la estancia; las camas niqueladas donde dormíamos mi hermano y
yo, su mesilla de noche, la mía, un armario de madera oscura colocado enfrente, el alegre balcón colgante
sobre un jardín, por el que tantas veces dejé volar mis pensamientos mas allá de los tejados, buscando
otras lluvias, otros soles, otras estrellas...
»-¡Hijo mioy que malito estás!

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»En la penumbra adiviné la fina silueta de mi madre, como una sombra entre las sombras, que se
inclinaba ara darme un beso. Con movimiento lento y preciso me acarició la frente y murmurando una
súplica salió de la habitación. Rendido, cerré los párpados. La fuerza de mis dieciocho años sucumbía
ante un mal cuyo tratamiento había resultado como dar palos de ciego.
»Ya solamente quedaba confiar en Dios.
»Repentinamente, una extraña descarga cuya naturaleza desconozco me sacudió por completo.
Como inmerso en la levedad de una nube sentí que el sufrimiento, compañero inseparable de los últimos
meses, desaparecía sin dejar recuerdo. Me incorporé de un salto y me aventuré fuera de la cama. Apenas
notaba el contacto de mis pies con el suelo, pero de estos detalles me di cuenta más tarde,- en aquellos
momentos el estupor me impedía cualquier otro razonamiento. Sólo importaban mis piernas que volvían
a sostenerme con firmeza y mis brazos que obedecían el mandato de abarcar todo un mundo que me
aguardaba. No puedo describir la sensación que me inundó porque no existe lenguaje para contar algo
que escapa a nuestros sentidos. Nada externo justificaba aquel prodigioso cambio y el origen de tanta
felicidad estaba dentro de mí y sus radiaciones escapaban por cada uno de los poros de mi cuerpo para
invitar a la vida a entonar conmigo un himno de bienvenida.
»Salí de la alcoba en busca de mi madre, pero a los pocos metros algo petrificó mi andadura.
¿Qué desconocido paraje era aquél? Miré hacía la esquina del pasillo buscando la vieja alacena adornada
con multitud de fotos y recuerdos, pero había desaparecido junto con la lamparita que débilmente la
iluminaba. Era difícil determinar la longitud del oscuro corredor que se extendía frente a mi; avance
torpemente por él mientras las preguntas se sucedían. ¿Como habla llegado a ese lugar? Tenía la plena
seguridad de no estar soñando puesto que recordaba cada instante transcurrido desde el último beso de mi
madre. ¿A que obedecía entonces aquello, la salida del letargo, la total ingravidez? Sin duda estaba
perdiendo la razón,- pero si eso era locura no me importaba adentrarme en ella. No me importaba ya nada
de lo ocurrido hasta entonces...

»Pasados algunos momentos, el final del pasadizo se fue transformando en una luz blanquísima y
brillante, que lejos de cegar atraía por su hermosura. Ante aquel resplandor me detuve fascinado, con el
único deseo de perderme en otra realidad que llamándome con voz inaudible desde el otro lado del
umbral llegaba hasta mi límpida y esplendorosa.

Ignoro cuánto tiempo permanecí en ese estado de beatitud y no sé tampoco qué me hizo
reaccionar y volver sobre mis pasos; sin duda el propio desconcierto y el humano temor a lo desconocido
me indujeron a buscar refugio entre las sábanas. Pero una nueva sorpresa me aguardaba y acabó por
desquiciar mi ya escaso raciocinio. Sobre la cama intacta, pasivo y consumido, yacía el cuerpo de un
muchacho. Tenía muy lívida la tez y profundas ojeras, y unas diminutas y brillantes gotas de sudor
salpicaban su frente y el nacimiento del pelo. Me aproximé, lento y aterrado, y descubrí que aquel cuerpo
exánime era la clave de todas mis incógnitas. Aquel cuerpo me pertenecía y estaba... ¿muerto? ¡Si,
muerto!
»En ese instante volvían a encajar las piezas.
Concluido el último acto de mi existencia, atrás quedaba el sufrimiento, la angustia, la enfermedad...
Me encontraba situado en el punto de partida, en el principio de un camino por el que sólo se avanza...
¿hasta cuando?, ¿hasta dónde? La muerte, mi muerte, habla resultado así de simple y así de compleja.
Esa tétrica y temida compañera se me mostraba dulce, paciente, tentadora; de un lado el mundo: lucha,
penalidades- del otro, sabiduría, quietud, eterna serenidad... Y yo, ¿dónde estaba yo?, ¿titubeando en
medio de la encrucijada?, o ¿tendido inmóvil en la semioscuridad? Una sucesión de imágenes se iban
incorporando al onírico escenario: mis padres, a quienes no volverla a ver, el amor que nunca gozaría, los
hijos, imposibles ya... tantas y tantas Ilusiones de una juventud apenas comenzada...

»¡Dios mío, no quiero morir!


»Como si obedeciera instrucciones me tumbé sobre el cascarón inerte que tenía delante y esperé... A
los pocos momentos una segunda descarga me conmovió de nuevo, dando entrada a dos viejos conocidos:
el dolor y la fiebre.

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»Después de este episodio las semanas fueron transcurriendo y aumentando la ronda de médicos,
porque mis padres jamás se rindieron. Gracias a ellos y a un nuevo potingue que llegó a España por esa
época y que, en realidad ensayaron conmigo, salí adelante sin secuelas y con una salud envidiable - hasta
hoy.
»Saboreo desde entonces lo dulce que me ofrece la vida, y en cuanto a las amarguras algún día las
entenderé, pero por encima de todo prevalece el recuerdo de unos momentos que ahuyentaron para
siempre mi temor a la muerte.»

Así terminó la asombrosa experiencia de mi amigo. Fue sólo un minuto en el tiempo, unos segundos
quizá. No sé hasta qué punto transformaron su vida, se que años más tarde, por un piadoso juego del azar,
ayudaron a que la mía continuara.

No siempre asistimos a un moribundo en la cabecera de su cama: la muerte se presenta sin concertar


cita y se anuncia con discretos pregones que no los advertimos, tirándolos luego al cajón de las
«casualidades» para que sean borrados por el tiempo.

MANUEL EL CUBANO
Aparecen las primeras luces de la noche. Galicia me recibe con sus bosques de eucaliptos y sus
redondeadas montañas.
Siempre he disfrutado viajando en tren. Me encanta sacar provecho a esas horas que se me ofrecen
vacías para que pueda hacer con ellas lo que me venga en gana mientras discurro a gran velocidad dentro
del pequeño mundo del vagón.
Cerca de mi, la señora canosa que dormita con una revista del corazón caída sobre la falda. Más allá
los hermanitos que, indefectiblemente, pasan el viaje dando chillidos y peleando. A escasa distancia un
joven con minicascos marca acompasado sobre los brazos del asiento el ritmo de una música inaudible
para los demás, y en el fondo una pareja con el sempiterno bebé que con sus berridos despierta a la
durmiente y al mismo tiempo nos recuerda a todos cuán duro es empezar vivir.

Al otro lado de la ventanilla van pasando mientras as montañas, el cielo, la tarde... Intento volar en ese
paisaje, pero me corta las alas una mujer mandona aparecido de súbito acompañada de marido, hermano y
cuñada y que sentada frente a mi empieza a escudriñarme sin ningún reparo. Yo miro hacia la lejanía con
cara de ser otra persona, pero el truco no sirve y por fin me pregunta si soy quien soy. Presiento que el
paso siguiente será el recuerdo, la compasión, el consejo. Me da pena malograr sus buenos sentimientos
y arruinar la bonita historia de nuestro encuentro, que amenizaría sin duda la sobremesa nocturna, pero
más pena me doy yo, que estoy harta de estas situaciones. Rápidamente saco el cuaderno y me pongo a
escribir, dando por concluido con mi mejor sonrisa el conato de conversación.
En unas vacaciones presididas por la improvisación, vuelvo a La Coruña para pasar unos días con mis
amigas gallegas. El calor y la prolongada huelga que venimos haciendo los actores de doblaje son
razones poderosas para huir de Madrid, y ¿adónde mejor que a las tierras de lluvia, bruma y melancolía,
sobre todo cuando te espera gente que sabe combinar a la perfección estos ingredientes con empanada de
berberechos y un buen Albariño?
Mis intenciones al llegar son de lo más profano: viajes, marisco, playa y sobre todo risas. Pero una
vez allí, cuando el sol se ha ocultado, cuando el aire, las luces diminutas en medio del mar y el rumor del
oleaje silencian las palabras, el entorno se vuelve propicio y demasiado fuerte la tentación... ¿Cómo no
dejarme llevar por la magia envolvente de un cuartito plagado de amuletos, una mesa camilla y sobre ella
unas afiladas manos que entremezclando las cartas me hacen sentir por unos momentos liberada del
tiempo y encadenada al destino?

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Verdad o superchería, ¿qué más da? He aplazado mi regreso a casa para poder conocer al hombre que
tengo sentado frente a mi: se llama Manuel y le apodan el Cubano por su procedencia. Le calculo
alrededor de cincuenta años; delgado, alto, de piel cetrina y cara alargada en la que destacan unos ojos
que no dejan de mirarme. Su amplia y tímida sonrisa parece pedir disculpas por los errores que comete
entre acierto y acierto. Habla entrecortadamente, respira con mucha dificultad eleva demasiado la voz
para disimularlo. Aunque no se lo he preguntado insiste en aclarar que su salud es perfecta salvo por una
pequeña crisis alérgica que está atravesando.
Durante algo más de sesenta minutos juega con distintas barajas y desgrana con ellas mis días y mis
noches. Escucho por enésima vez los acontecimientos vividos en los últimos anos, tan divulgados por
otra parte, y me vaticina el feliz término del sufrimiento. Sus palabras, repletas de esperanza, no me
hacen mella, porque también en esto la experiencia es un grado y la mía hace que desconfíe de casi todos
los adivinos- sin embargo, precisamente en éste hay algo conmovedor que no acierto a explicar. A lo
largo de la entrevista ha sacado a colación varias veces el tema de la muerte y del mundo de luz que,
según sus creencias, nos aguarda al otro lado. Me cuenta que tuvo la ventura de conocerlo hace años,
cuando de forma espontánea escapó de su cuerpo para viajar al astral.
-El amor que me inundó y la belleza del entorno eran tan inmensos que yo no quería regresar. Pero el
Gran Padre no habla determinado aún que me quedara, y aquí continúo luchando hasta que Él disponga.
Tras una larga pausa y como saliendo del letargo en que le ha sumido su propia historia, busca entre
los objetos esparcidos sobre la mesa una enorme lupa y le tiendo mis manos...
Decididamente no es el Manuel del que tanto me
han hablado mis amigas; se muestra impreciso dubitativo, ausente... ni siquiera está dándome una
buena representación, que es lo mínimo que se puede pedir dado el alto precio de la entrada. Insisto en
mantener su mirada pero no lo consigo. Me pregunto si hay burla, incertidumbre o tal vez miedo en el
fondo de esas dos avellanas que apenas parpadean.
La entrevista con ese hombre peculiar me ha producido inquietud, y pese a sentirme en ella más
consultada que consultante, creo no haber desperdiciado como otras veces ni mi tiempo ni mi dinero.
Valoro cuanto me ha dicho porque ha habido algo detrás de las meras palabras, algo que quizá descubriré
una vez transcurridos algunos días.
Sólo han pasado unas horas. Esta mañana se ha cerrado el capítulo, que como tantos otros quedará
inconcluso. He sabido que los ojos de Manuel me contaron ayer mucho más de lo que suponía, de lo que
hubiera llegado a imaginar siquiera. Sus ojos me hablaron del eterno mensaje que lamentablemente mi
torpeza sigue sin saber descifrar... Manuel ha muerto repentinamente, en las primeras horas de la pasada
madrugada.

LOS OJOS DE PIERRE


Transcurren los últimos años de la década de los ochenta. jeanne Andrée Munch ejerce como
enfermera en el servicio de Hematologia del Hospital Universitario de Estrasburgo, en plena Alsacia
francesa.
Jeannine ama su trabajo; sin embargo, el excesivo tecnicismo y sobre todo la frialdad del trato con los
enfermos, incurables casi siempre, hacen que pida su traslado a Neumología.

Poco tiempo después de su incorporación a este nuevo destino, conoce a un muchacho de diecinueve
años, sin familia ni dinero, que ingresa con un diagnóstico de cáncer de pulmón. Su nombre es Pierre
Clément. Pierre pasa al cuidado de Jeannine durante algunos meses y entre ellos surge un sentimiento
muy especial. Estaban lejos de sospechar siquiera que ese sentimiento no tardaría en ser la base de una
gran obra construida por ambos, que habría de tener como pilares dos de los grandes misterios
insondables para el hombre: el amor y la muerte.

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El proceso canceroso del paciente avanza y se decide su envío a otro centro, alejado de la ciudad para
que acabe allí sus días. Jeannine no acepta lo dispuesto, se niega a abandonar a Pierre en su destierro a
permitir que muera en la más despiadada soledad.
Intenta por todos los medios que se modifique esa resolución, pero al chocar una vez y otra contra un
muro inconmovible que no sabe de afectos, opta finalmente por dejar su trabajo en el hospital y hacerse
cargo del enfermo, al que traslada a su casa, junto a su marido y dos hijos de edades próximas a la de
Pierre.
La convivencia durará un año. Doce meses de miradas y silencios, de cuidados, de ternura... y sobre
todo de promesas. El enfermo, cuya corta vida va a pasar sin apenas dejar huella, quiere dar no obstante
un significado a su muerte y pide a Jeannine un juramento: no cejar hasta haber conseguido para los
pacientes terminales el entorno de amor y respeto al cual tiene derecho todo ser humano.
Este es para ella el comienzo de la gran lucha.
En 1986 funda la asociación Pierre Clément con objetivos perfectamente definidos: demostrar que
entre la prolongación artificial de la agonía y la controvertida eutanasia existe un tercer camino para dar
verdadera dignidad a la persona que va a morir.
A partir de entonces la vida de la enfermera se convierte en una sucesión de súplicas y protestas,
batallas perdidas y batallas ganadas. Todo cuanto conlleva, en fin, la realización de un sueño.
Van pasando los años y, las noches de Jeannine se llenan de imágenes que ya no son una utopía: el
mobiliario será moderno y funcional y la decoración armoniosa, de suave colorido y con abundancia de
plantas; las habitaciones individuales preservarán la intimidad del paciente y las camas con mando
electrónico permitirán a los enfermos modificar su posición por sí mismos. También la ducha y la bañera
tendrán toda clase de dispositivos de niveles y masajes que conviertan la higiene diaria en algo
placentero. Se dispondrá de cocina en el servicio, independiente de la del resto del hospital, para
satisfacer cualquier capricho culinario de los enfermos. Habrá un jardín, una capilla para los creyentes y,
por supuesto, un equipo de médicos, enfermeras, psicólogos y voluntarios que, tras seguir cursillos
preparatorios específicos para las diferentes funciones, coordinaran su trabajo de acuerdo a precisas
normas.
Todo estaba medido, todo previsto.
En el primer día de septiembre del año 1991, en colaboración con el Hospital Provincial de la ciudad
alsaciana de Haguenau, la Asociación Pierre Clément inaugura su primera unidad de cuidados paliativos.
Está puesta la primera piedra.
En Francia existen actualmente veintiocho equipos desarrollando este trabajo, tres equipos volantes y
otros cuatro que visitan a domicilio.
El servicio de Haguenau acoge sólo a enfermos terminales que carecen de medios económicos. La
Seguridad Social, por convenio, aporta la sede, sueldos del personal sanitario, comidas y, por supuesto, la
medicación que suprime drásticamente todo sufrimiento físico. El mobiliario del centro, los cursos de
formación de los trabajadores y los gastos adicionales corren por cuenta de la asociación, que por otra
parte recibe aportaciones procedentes de numerosos socios, entidades diversas y espectáculos que durante
todo el año se hacen en su beneficio en distintos puntos del país.
El verdadero fruto del trabajo de Jeannine, y de tantos otros luchadores, anónimos casi siempre, son
las raíces que poco a poco se van adentrando en la conciencia de aquellas personas que, por un sinfín de
causas, han invertido el orden en su escala de valores, para aprender a mirar la existencia del hombre con
perspectiva de eternidad.

Tu muerte, Pierre, no ha sido inútil; ninguna muerte lo es.

Tuve ocasión de visitar el centro de cuidados paliativos Pierre Clément en el verano del 93, durante
mi estancia en Estrasburgo, donde residen mis amigos Pierre, Marie France y Francois, el hijo de ambos.
Ella y yo habiamos pasado juntas unos días en Madrid, en el mes de julio, y al despedirnos promeít
devolver la visita.
Cualquier época es buena para perderse en las calles de la bellísima ciudad alsaciana y no hacen -
falta excusas para encontrarse de nuevo con gente tan querida como ellos; sin embargo, el principal

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aliciente. de aquel viaje era la posibilidad de quedarme unas horas con los enfermos del centro de
Haguenau.
La ciudad está a unos treinta kilómetros de Estrasburgo. Nos acercamos hasta allí para que mi. amiga
eligiera su turno de guardia y solicitase que yo la acompañara. Todo el personal fue muy amable conmigo
y aceptaron encantados. Dos días más tarde regresamos a esa bonita localidad, llena de 1uz y jardines,
para vivir otra de las durísimas experiencias que aquel año me estaban ayudando a abrir nuevos y
necesarios horizontes.
Casi todos los acontecimientos que han marcado mi vida en un sentido u otro han sucedido en época
estival nacimiento, presentación teatral, boda... lágrimas y alegrías se entremezclaron con los sudores del
verano. Y tanto se repitió esta coincidencia que, aunque no soy supersticiosa y mis neurosis no
sobrepasan las de la mayor parte de los mortales, cuando llegaba el calor despertaban en mi
presentimientos, inseguridades y temores que lograban en ocasiones acobardarme.
Dicen que la noche es más negra cuando se aproxima el amanecer. En esa temporada se hizo realidad
el sosiego que venía fingiendo desde que comenzara todo. El amanecer llegaba y yo lo volvía a mirar de
frente. Tal vez porque me habían convencido mis propias palabras, tal vez porque los curas de mi
infancia en sus monótonas peroratas me transmitieron una verdad que no supe entonces comprender ...
cualquier caso, ahí estaba la vida invitándome a jugar; y más allá del juego, entre la bruma de lo
desconocido algo muy bello me incitaba de nuevo... a sonreír.

MARIE FRANCE
Marie France y mi marido se conocieron muy jóvenes. Ella, junto con Caterine, su intima amiga,
aterrizó por Alicante en época de vacaciones para perfeccionar el español; y él, junto con Vicente, intimo
amigo también, contribuía a ello con la vieja y estúpida broma masculina de enriquecer el vocabulario de
las extranjeras con todo género de palabrotas y frases de doble sentido que las infelices repetían en los
momentos más inadecuados.
El descanso estival alicantino se convirtió en una tradición que Marie France mantuvo durante
veintisiete años y a la cual se unió Pierre, un educadísimo y entrañable alsaciano con quien contrajo
matrimonio dos años antes de que yo entrase en escena. Con el nacimiento de los niños respectivos
fuimos aumentando el grupo y dando un mayor aliciente a nuestros encuentros.
Un verano los sorprendimos con la compra de un fuera borda que Alberto mimaba como a un
miembro más de la familia y con el que nos alejábamos de la playa para disfrutar de agua transparente y
recrearnos con el sonido del mar y el de nuestras risas. La pareja volvió a Francia tan encantada de la
novedad que no tardó mucho en imitarnos y agenciarse una bonita barca que mas que navegar volaba
sobre las olas. A partir de la siguiente temporada nuestro punto de cita dejó de ser ya el vulgar
aparcamiento de coches, pues decidimos que, como en las viejas películas americanas, lo trasladaríamos a
«alta mar».
Marie France es la perfecta imagen que todos tenemos de la mujer francesa: alta, atractiva, culta,
encantadora, centro de toda reunión y a pesar de sí misma, inaccesible.
El día de mi boda, en la que actuó de improvisada madrina, tuvo que prestarme su propia alianza; así
como Vicente, el padrino, se la prestó a Alberto, porque en medio de la locura que rodeó aquella
ceremonia ninguno de los dos nos habíamos acordado de comprarlas.
Mi marido buscaba el lado original de la vida y a mí me divirtió durante un tiempo ese modo de ser,
porque implicaba osadía y un gran sentido del humor. Solíamos celebrar el aniversario de nuestro atípico
enlace de forma bastante atípica también.
La noche del 4 de agosto, fecha en que nos casamos, juntábamos a unos cuantos amigos en un
restaurante de la preciosa ciudad de Elche, rodeado de palmeras, que gracias a nuestra amistad con el
dueño se cerraba en nuestro honor. Los invitados lucían sus mejores galas y la cena discurría con
normalidad hasta la entrada del postre. En este momento se apagaban las luces y un suflé de gran tamaño
con varias velitas encendidas hacía su aparición apoteósico entre aplausos y exclamaciones. Como una

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novia camino del altar, avanzaba, temblorosa y con lentitud, aquella dulce montaña de nevada cumbre
para ser colocada en el centro de la mesa. Yo, que era doblemente homenajeada, por cumplir años
además, soplaba sobre las velas y procedía a las particiones. Mientras tanto, los camareros daban de
nuevo las luces y disimuladamente se iban situando alrededor de nosotros guardando una distancia
prudencial. Tras unos minutos de silencio, en los cuales se mascaba la tensión reinante, alguien, que
indefectiblemente era Alberto, manipulaba con habilidad su cucharilla a modo de catapulta para hacer
volar un pringoso y blanco proyectil que se estampaba en plena cara de su vecino o vecina de enfrente.
Con esta señal daba comienzo una batalla singular, en la que todos pactábamos con todos no atacar
sino en legítima defensa y en la que ninguno cumplía el pacto. Tanto Pierre como su mujer se mostraron
un poco desconcertados la primera vez por tamaña gamberrada, pero fueron suficientes unos segundos
para que reaccionaran y se nos unieran con tanto disfrute que mirarlos era ya todo un espectáculo.
La artillería se incrementaba luego con sifones y huevos crudos colocados para la ocasión en lugares
estratégicos por el personal del restaurante, si bien esto ultimo nunca pudo ser probado. El campo de
batalla, por otra parte, se extendía hasta las penumbras del jardín, y en mas de una ocasión hubo -que
pactar una tregua para que alguna de las damas descendiera de la palmera que cobijaba su cobardía y a la
que prodigiosamente se había encaramado con un portentoso brinco.
El regreso al hogar, a altas horas de la madrugada, era del todo bochornoso.
Volviendo a la protagonista de estas líneas, a pesar de los episodios compartidos sólo conseguí ser
para ella durante muchos años «la mujer de Alberto». Busqué su confianza, recurrí a complicidades
femeninas incluso, pero mis intentos de acercamiento se congelaban en un límite marcado por un correcto
punto final y su permanente y educada sonrisa.
Ha pasado el tiempo, casi un cuarto de siglo, y de aquel numeroso grupo de personas que compartían
las cenas de aniversario, apenas cuatro o cinco continuara ligadas a mí. Las más cercanas en el alma son,
curiosamente, las más alejadas en la distancia...

Cuando después del incendio muchos amigos del barrio desviaban su camino para evitarse el mal
trago de saludarnos, costumbre bastante extendida en un país como el nuestro donde las desgracias
parecen ser contagiosas, Marie France se presentó en Madrid para convencernos de hacer un alto en la
locura y descansar junto a ellos unas semanas. Alberto, Laura y yo acabábamos de mudarnos al pequeño
apartamento , la cuadrilla de obreros contratados empezaba a picar 1 as paredes y techo del piso y cada
visita era un nuevo desgarro en la herida. Por otra parte, la pelea con los peritos ' del seguro habla llegado
a su fin y el verano, como siempre paralizaba todas las cuestiones legales. Así pues, apenas tuvo mi
marido el alta médica, emprendimos viaje a Francia en busca de otra historia que no fuera la nuestra. El
descanso y sobre todo el cariño que recibimos de toda aquella gente nos hizo un gran bien.
Una noche, en medio del bullicio de una fiesta, me retire a llorar al cuarto de baño. Esas
desapariciones eran frecuentes y todos fingían no darse cuenta. Sin embargo, aquella vez obedeció a algo
muy importante, algo que desde hacia semanas estaba manteniendo en pugna de nuevo, sentimiento y
cordura: la decisión de separarme al fin de las cenizas de Altana y dejarlas reposar en la bahía del pueblo,
frente a la ermita de la Virgen.
Así lo hicimos en las primeras horas de la mañana siguiente desde la barca de nuestros amigos. El
mar estaba callado y un velero que engalanaban mil flores cruzó frente a nosotros hacia el puerto para ser
bendecido. Alberto posó en el agua el blanco recipiente, que flotó durante unos segundos y se hundió
luego lentamente al tiempo que las campanas de la pequeña torre de Notre Dame d'Arachón comenzaban
sus sones, uniéndose por azar al homenaje que, desde lo visible y lo invisible, se estaba dando a mi
pequeña hija de Luz.
Era el 15 de agosto, precisamente la fecha de su santo.
Y fue en aquel agosto de soledades comparadas y largas caminatas frente al océano, cuando surgió
entre Marie France y yo la gran amistad de hoy. Habían pasado veinte años; veinte años y un dolor
común: la muerte de un hijo...
Se llamaba Charles; era muy rubio, nervioso y alegre. La leucemia acalló su risa en la primavera de
1978, cuando solamente tenla cuatro años.

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Todos creímos que después de la desaparición del niño, sus padres no volverían por Alicante, pero nos
equivocamos. Continuaron su vida aparentemente igual, dando un ejemplo de entereza tan grande que
escapó a la comprensión de algunos espíritus mezquinos.
Pierre no hablaba en ningún momento de lo ocurrido. La vida de su hijo parecía haber dejado en la
suya un paréntesis en blanco; sin embargo, desde el día que se fue el no ha vuelto a conciliar el sueño
durante la noche. Aún hoy, después de dieciocho años, sobrevive dando cabezadas por la mañana y
emplea las horas nocturnas para leer, pasear por la ciudad o escuchar música.

Marie France, en cambio, desde el principio habló de la enfermedad y la muerte del niño con una
serenidad tan dulce e inalterable como su sonrisa. Ni siquiera
Sus ojos se humedecían porque nunca ha podido llorar. Yo soportaba difícilmente aquella mirada sin
lágrimas y mas de una vez tuve que recurrir con urgencia a las gafas de sol. Debo decir en mi favor que,
pese a todo, no cometí la torpeza de compadecerlos, porque la admiración y el respeto que sentía por ellos
no dejaban lugar para nada más, y porque ante un dolor tan inmenso es casi humillante escuchar cualquier
manifestación compasiva. Nadie comprende nada... nadie sabe nada. Lo intuí entonces y ahora lo
afirmo.
A partir de la pérdida de Charles, la existencia de mi amiga cobró una nueva dimensión, y emprendió
una nueva búsqueda, otro objetivo, quizá. Trabajó durante varios años con accidentados y presidiarios.
Un día un anuncio en el periódico despertó su interés. La Fundación Pierre Clément pedía voluntarios
para asistir a enfermos en fase terminal. Respondió a la llamada y poco tiempo después entró a formar
parte de un pequeño grupo capitaneado por una antigua y olvidada conocida: Jeannine Munch, la
enfermera que años atrás había atendido a Charles durante su estancia en el Hospital Universitario de
Estrasburgo. El destino, por no se sabe qué capricho, juntaba de nuevo a las dos mujeres.
Marie France se incorporo a la causa de Jeannine en su calidad de psicóloga, su única condición: no
trabajar nunca con niños.

A los pocos meses, mientras paseábamos juntas por nuestra playa frente al Atlántico me habló con
entusiasmo de esa labor.
Yo me sentía especialmente sensibilizada aquel verano por todo lo concerniente al sufrimiento. A la
muerte de Altana se había sumado la de mi madre y la de Alberto, cuyas cenizas acabábamos de arrojar
también en la bahía, acatando sus deseos. Todo era muy reciente, pero aun así mi instinto de
supervivencia me impulsó a buscar una salida.

Al regresar a Madrid, entré en contacto de manera casual, la eterna casualidad, con una asociación en
ciernes que, siguiendo el sistema del vecino país, tenía como principal objetivo la ayuda a enfermos
terminales.
Me felicité por el hallazgo... y pensé luego si no estaría volviéndome un poco loca.

UN PASEO CON ELVIS


Llegamos al centro hospitalario alrededor de las nueve y media de la mañana. Soplaba un vientecillo
fresco, pero el sol calentaba lo suficiente para prever que se avecinaba un día muy caluroso. Dejamos el
coche en el aparcamiento de un jardín a espaldas del edificio, por donde se entraba a la zona de cuidados
paliativos.
En la unidad quedaba vacante una habitación. La enferma había fallecido el día anterior y su cama,
por norma, no se ocuparía hasta pasadas cuarenta y ocho horas. No coincidí con Jeannine, pero me
presentaron a Maurice, su mano derecha, administrador y responsable del voluntariado. Me dio la
impresión de ser un hombre esencialmente bueno con una mente clara y estupenda capacidad
organizativa. Contestó a mis preguntas en los pocos momentos que pudo dedicarme. Recuerdo que
hablaba a tal velocidad que en vez de traducir me veía obligada a cazar palabras aquí y allá para
ordenarlas mentalmente según me lo permitía mi precario conocimiento del francés.

27
Durante nuestra conversación llegaste tú, Elvis, una enfermera muy joven empujaba la silla de ruedas
en la que tu cuerpo permanecía erguido gracias a una sábana que rodeaba tu pecho y te uní al respaldo.
Tenías paralizados el brazo y la pierna izquierda; en la cabeza, completamente calva por las radiaciones,
quedaba la marca de una quemadura y destacaba en tu cara un fino bigote y unos grandes y dolientes ojos
azules. Nos habían presentado dos días antes y te pregunte si me recordabas; asentiste con un guiño me
acerque para estrechar tu mano tendida. A partir de ese momento supe que eras una persona especial.
Después quisiste que te acompañara a la habitación para enseñarme tus fotografías clavadas en un
pequeño panel de corcho, y vi la de un precioso niño de pelo rubio y ojos como el cielo... En cuanto a ti,
Elvis, ¿qué rasgos había tenido tu cara?, ¿qué color tu pelo? Recorrí con la mirada el panel y más que
reconocerte, te adiviné en una de las fotos, tomada el día de tu boda, seis años antes de que aparecieran
los primeros síntomas del irreversible cáncer de cerebro que estaba acabando contigo. Tenías poco
tiempo y lo sabías, por eso tu mayor empeño era que te dejaran regresar a casa, dormir en tu cama, sentir
junto a ti el cuerpo de tu mujer...
Me sorprendí hablándote del amor... ¿Y, qué se le dice sobre el amor a un hombre de veintiséis años
cuando sabe que va a morir? No me lo planteé siquiera, Elvis, pero puse en cada una de mis palabras mi
mejor voluntad, 'unto con la ternura que me estaba irradiando tu mirada; tu mirada, que parecía no haber
sabido nunca de alegrías, que parecía haber estado siempre triste. Marie France sugirió que diéramos un
paseo por el jardín y pediste animado tu gorra roja de visera para calártela hasta la nariz. Así te aislabas
de la mirada impertinente de los curiosos y al mismo tiempo podías controlar cuanto pasaba alrededor de
ti.
Lucía el sol y los tres disfrutamos mucho de la mañana. Se acercó a saludarnos una señora que
llevaba cuatro perros y estuvimos jugando con ellos un rato.

«¡Está como yo!», dijiste al ver el cuerpo completamente calvo del más viejo. Nos reímos de la
ocurrencia y echamos a andar por una pronunciada cuesta para que vieras de cerca la torre de una iglesia.
En el límite del recinto pediste que diéramos la vuelta porque no querías adentrarte por las calles de la
ciudad. A los pocos metros encontramos a Maurice, que venía a despedirse de ti antes de iniciar
unas cortas vacaciones. Le preguntaste con toda naturalidad si creía que volveríais a veros; el te lo
aseguró y luego de hacerte una foto se fue alejando apesadumbrado.

Al acercarse la hora de comer, quisiste regresar; al parecer el paseo te había despertado el apetito.
Entramos en el hospital por una puerta distinta a la de salida y nos desorientamos ante el laberinto de
pasillos, pero de inmediato, haciéndote cargo de la situación y sin permitirnos preguntar a nadie, estiraste
la única pierna útil para indicarnos el camino correcto moviendo el pie a uno y otro lado.
Por increíble que parezca, conservabas un estupendo sentido del humor y saboreabas cada una de las
pequeñas satisfacciones que podías arrebatar a tu mundo, pequeño también.
La comida consistió en un puré de verduras y tu plato favorito: vol-au-vent con crema; los habíamos
estado buscando en Estrasburgo el día anterior para sorprenderte con ellos.
Me permitieron sentarme junto a ti; al otro lado una enfermera te ayudaba a comer. De pronto te
quedaste mirándome y nuevamente me guiñaste un ojo; yo te contesté con otro guiño y así comenzamos
un juego infantil que nos divirtió unos momentos. Tu cara inexpresivo parecía indicar que te encontrabas
fuera de todo aquello y actuabas por simple inercia, pero lo cierto es que tenlas que dosificar
forzosamente tu escasa energía y emplearla sólo cuando necesitabas comunicarte. Recuerdo que en
medio de la charla extendiste
tu brazo sobre la mesa simulando apretar un gatillo.
«Ahí están hablando de la guerra», dijiste, y me asombró comprobar que ése era el tema de la
conversación que sostenía Marie France con un enfermo detrás de nosotros. «Esto es un radar», concluiste
señalándote la cabeza antes de volver a tu vol-au-vent.

. Ya estábamos acabando cuando otra enfermera se incorporó al grupo; era alta y gruesa, debía de
tener alrededor de cincuenta años y no parecía muy contenta ni con su trabajo ni consigo misma. Tras
saludarme con fingida amabilidad clavó sus pequeños ojos en ti y te reprochó que estuvieras hablando

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con la boca llena. Le pediste una explicación; no comprendías el porqué de aquella ofensa gratuita; el
comentario era tan inoportuno que tampoco nosotras dábamos crédito a las pretensiones de esa mujer. Me
invadió primero el estupor y después la rabia de la impotencia. Ella dijo que a pesar de tus esfuerzos no
te entendía porque seguías hablando con la boca llena. Hablaba en voz baja, mascando sus hirientes
palabras, y creó una situación tensa, dramática. Nuestras sonrisas se convirtieron en absurdas muecas y
se produjo un silencio que cortaste precisamente tu, cuando alargando otra vez el brazo hacia mí
susurraste con la mayor dulzura:
-Ella sí me comprende...
Rocé tu mano de alabastro con las mías y agradecí, emocionada como una colegiala, aquel primer
diploma que me acababas de entregar.
Poco después te llevaron a la cama. ¡Estabas tan cansado! Te acompaño Marie France y yo entré
luego a darte el zumo de naranja. Te sentías como un niño, mimado por dos mujeres que habían
desechado el reloj para estar contigo. Los ojos empezaron a pesarte, pero te resistías a dormir porque un
día más esperabas impaciente la visita de tu familia, tu madre, tu mujer y tu hijo. En un principio te dolió
la ausencia del padre que nunca quiso ir a verte, que no pudo aceptar tu enfermedad, pero ése era ya un
dolor asimilado, como tantos otros. Las dos mujeres y el niño cogían el tren desde la pequeña localidad
donde vivían y se desplazaban para estar contigo la tarde que el trabajo les dejaba libre. Esto ocurría
solamente una vez por semana, pero tú habías perdido la noción del tiempo y esperabas... siempre
esperabas.
Finalmente caíste rendido por el sueño.
Apoyada en el dintel de la puerta te miré por última vez.

¡Adiós, Elvis, algún día nos volveremos a encontrar!

Antes de pasar al siguiente capítulo, quiero manifes tar mi confianza y mi respeto por las llamadas
medicinas alternativas, a las cuales he recurrido varias veces. No obstante, como en todos los
campos, las ej ercen profesionales honestos y también, otros, desalmados cuya actividad es sencillamente
el fraude, y cuya bajeza de alma les hace contemplar la desesperación humana sólo como una inagotable
fuente de ingresos. Cuidémonos de ellos porque suelen presentarse en cuanto las circunstancias les son
favorables, se materializan en el aire rodeados de una corte de histéricos que los elevan hasta las, puertas
del Olimpo, y tejen con sutileza la finísima y pegajosa tela que nos arrastra a su guarida para que
depositemos allí mente, cuerpo y ahorros, y encima les demos las gracias.

Esta es la historia de una desesperación y de un fraude.

MARIBEL
Nos hablaron de ella en casa de Mateo. Deseaba conocernos y fuimos a verla al hospital una tarde de
noviembre.
Maribel convalecía tras someterse a un tercero y definitivo tratamiento de quimioterapia.
Nos recibió sentada a los pies de la cama. Habla sustituido el reglamentario pijama del sanatorio por
un conjunto deportivo azul, tenía el pelo recién cortado y la expresión risueña. Llena de energía y coraje
se afanaba por contarnos en pocos minutos la lucha que venía librando contra un enemigo, adueñado ya
de sus pulmones. Seguiría plantándole cara con las armas que le quedaban: treinta y cuatro años, un
marido enamorado, unos hijos pequeños y por encima de todo la absoluta convicción de que el milagro
habla de llegar. Si la medicina oficial se lo negaba, lo buscaría en otra parte.
Así fue. Dos semanas más tarde supo de una maestra en prodigios. Males desconocidos,
enfermedades incurables encontraban solución entre las paredes de su costosísimo y sofisticado santuario.
Numerosos testimonios de pacientes sanados ilustraban sus entrevistas en distintos medios de
comunicación.

29
Maribel se sometió a una nueva terapia, que abarcaba las veinticuatro horas del día, y soporto, estoica,
el cotidiano arroz integral y los repugnantes depurativos, la tortura de los laxantes, los gélidos y eternos
baños de asiento y las dolorosas inyecciones en el vientre.
Su debilidad aumentaba al tiempo que disminuía la cuenta bancaria, pero ¿quién piensa en el dinero
cuando la mercancía a comprar es nada menos que la propia vida?
Diariamente acudía al «centro de los milagros» para recibir las radiaciones de una máquina alemana
que según le contaron poseían casi en exclusiva, y cuyas descargas energéticas, combinadas con una
buena dosis de fe, obrarían el portento.
Para acelerar resultados, poco después la enferma pasó a manos de un dentista desaprensivo y
curiosamente amigo de la naturópata. A pesar de las protestas de la indefensa mujer que tenla sentada en
su sillón y que le advertía una y otra vez que extremara precauciones por lo avanzado de su enfermedad,
no tuvo reparo en descargar varias dosis de anestesia en sus encías, ya melladas, y arrancar de una sola
vez las ocho piezas que le quedaban y que pese a estar en perfecto estado podían, dijo, «interferir en el
proceso de recuperación».
«Cuando termino aquello me sentí flotando con una gran angustia. Mi cuerpo se sacudía
convulsivamente. Me daba mucha vergüenza estar así delante de esos dos hombres pero no podía
controlarme. El malestar fue en aumento hasta que caí desmayada. El dentista ordenó que me sacaran a
la sala de espera, que estaba vacía, y le dijo a mi madre que el ataque era sólo una crisis nerviosa por el
mal rato de la intervención y que se me pasarla sólo con dormir un poco. Su ayudante, en cambio,
asustado al ver el pésimo aspecto que yo ofrecía, sin pulso, ni color, ni temperatura aconsejo que me
llevaran a un centro médico. Mi cuñado localizó por teléfono a la naturista y a ella fui a parar.
»Cuando consiguieron reanimarme nos recogió una ambulancia que me llevó al hospital Ramón y
Cajal, donde me hicieron unas pruebas. Dijeron que había permanecido en coma durante varias horas y
que en cualquier momento hubiera podido morir.
»Es muy curioso todo lo que paso por mi cabeza durante ese tiempo. Tenía conciencia de lo que
ocurría, pero resultaban inútiles mis esfuerzos por comunicarme con las personas que me rodeaban. La
lasitud era total; tanto es así que pretenda que mi cerebro gobernase el cuerpo y le estuve mandando
órdenes para que hiciera desaparecer mis tumores. Yo sé que en la mente radica lo bueno y lo malo y que
si tengo fuerza suficiente lograré curarme, pero mi cerebro rechazaba las ordenes y se quedaba vacío. Así
estuve todo el tiempo, luchando inútilmente contra mí misma.
»Hace cuatro días me llamó la mujer del dentista para interesarse por mi estado y sobre todo para
recordarme que tenla pendiente la factura de treinta y dos mi1 pesetas por las extracciones. Respondí que
no le iba a pagar y que podía dar gracias por no haberlos denunciado. Ella, sin ningún pudor, dijo que si
quería sanarme empezara por pagar mis deudas. Parece mentira que la gente pueda llegar a ser tan mala
cuando media el dinero. Colgué el teléfono. Nunca debió hablarme así; ella sabe muy bien de qué estoy
enferma y además lo que dijo es mentira; no debo nada a nadie. Ayer precisamente pague en el centro
treinta y cuatro mil pesetas por la reanimación, y las sesiones de la máquina alemana me cuestan seis mil
diarias, aparte de las medicinas que me preparan allí. Ya sé que es mucho dinero, si, pero no hay más
remedio porque me han dicho que a partir de ahora es cuando notaré los efectos de las radiaciones, ya que
se han eliminado las raíces molares que les impedían llegar a donde tengo el mal. Además para completar
el tratamiento he empezado a tomar después de las comidas unas gotas que borran la información
negativa que han mandado las muelas al cerebro durante todos estos años ... »
En este punto del relato Carmen me clavó las dos chispas de su mirada. También yo la estaba
mirando... No hubo palabras; sabíamos que Maribel no las iba a admitir y, por otra parte, ¿que derecho
teníamos a desvanecer esa baldía esperanza? ¿Y quién nos aseguraba que fuese realmente baldía?
-¿Me vais a ayudar?
-Si, Maribel.
Después de esto pasé una larga temporada ganándome el pan en los estudios de doblaje y supe de ella
por mi amiga continuaba atendiéndola en cuerpo y en espíritu.
Ya próximas las fiestas de Navidad sufrió otra de sus gravísimas crisis. A partir de entonces se fueron
alternando las visitas a su casa y al hospital. El proceso canceroso avanzaba sin freno haciendo estragos

30
en la consumida mujer cuyos ojos, cada vez más grandes, buscaban con angustia en todos nosotros la
tambaleante mentira. Las enfermeras le permitían pequeños caprichos de helados y golosinas que
Maribel consumía con fruición y que permanecían escasos minutos en su estómago. Los médicos
ordenaban hacer cada dos o tres días inútiles pruebas cuyos resultados conocían de antemano, pero que
evitaban al menos la total desesperanza En nuestro último encuentro llevaba cerca de una semana sin
levantarse. Se encontraba sumamente débil, tenía el intestino paralizado y las piernas muy hinchadas y
sufría fuertes dolores en la espalda. Al preguntarle por qué rechazaba los calmantes me confesó su temor
de llegar a convertirse en una drogadicta. Intenté convencerla de que debla cambiar de actitud, pero no
pude.

Me pidió que le diera un masaje porque creía que mis manos la aliviaban. «Animo, Amparo, para eso
te he concedido el diploma de bruja ... » Al tocar su cuerpo comprobé que ya no despedía calor...
El marido la ayudó a sentarse en una pequeña butaca y aproveché el momento para cortar con aquella
situación que yo sobrellevaba con dificultad. Nuestra despedida fue rápida; apenas concedí el tiempo
necesario para mirarnos por última vez.

Bajé los once pisos del sanatorio por la escalera para que nadie me viera llorar. Maribel nunca había
sido para mí como otros muchos enfermos, inmóviles y resignados; ella tenla un proyecto de vida,
luchaba por llevarlo adelante y me era difícil admitir que acababa de ser testigo de su anunciada y total
derrota. Compartimos inquietudes, escritos nacidos de la angustia, la soledad y el miedo, que fueron su
única válvula de escape ante un destino que ni ella ni su familia quisieron aceptar.

A la mañana siguiente emprendí un corto viaje a Galicia para cambiar de aires unos días antes de que
comenzaran los ensayos de la obra que suponía mi vuelta al teatro. Y en la misma noche de Mi regreso se
apagó suavemente la vida de Maribel. Me Conmovió profundamente el adiós de una embajadora tan
temprana.

La morfina evitó el sufrimiento final y la piadosa muerte condujo su alma hacia la Luz.

¿Cómo presentarlas siguientes páginas?


¿Qué se puede escribir sobre una madre que no se haya escrito ya?
¿Qué decir del hombre que una vez decidió caminar a mi lado?
Hace muchos años os entremezclabais en mis sueños. Ahora entiendo por qué.
Partisteis Juntos hacia el recuerdo...
¡Pero no quiero aceptar que seáis sólo recuerdo!

MADRE
-Hija, di a tus amigos que me ayuden.
-Lo están haciendo, mamá.
-Diles que me ayuden más.
-Quizá su ayuda no es ya para este mundo, mamá, es para cuando cruces a la otra orilla.

-Ya lo sé, hija. ¡Pero qué difícil me está resultando ... !

-¿Qué es lo difícil?
-Irme a la otra orilla.

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Fingías por no hacernos sufrir, hasta ese extremo fuiste generosa, pero ante una situación tan clara
resultaba casi grotesco montar una farsa. Sabías muy bien que ése era el último decorado de tu vida.
Junto a ti pendía un gotero, blanco lechoso a veces, pequeño y transparente otras. Las horas de sueño
aumentaban, no comías ni bebías, tampoco abandonabas la cama, y sin embargo el dolor había
desaparecido...
«Un enfermo mío jamás morirá con dolor.» La doctora era rubia, delgada y con grandes ojos azules.
En aquel sanatorio turolense, rodeado de jardines, sólo se oía el canto de los pájaros y la lluvia de junio
que arreciaba.

Atrás habla quedado la peregrinación de médicos las pruebas, los análisis, los diagnósticos
desacertados, las dos gravísimas y tardías operaciones en tu querida Valencia natal... Ya sólo teníamos
tiempo para despedidas.
Mi padre, mis hermanos y otros familiares se habían retirado a un salón contiguo y charlaban de
cosas
vanas, intentando así aligerar el peso de la pena. Te quedaste dormida y me senté a tu lado con tu
mano entre las mías. Te miré intensamente para grabar tus rasgos en mi memoria, porque aquella imagen
sobre la almohada era la última de la mujer más querida... de la más guapa.
Suavemente volviste del sueño. Estaba acercándose el momento que tanto habías deseado, por el que
rogabas cada noche a Dios, desde la desaparición de tu nieta Aitana pero aún así te asomaba a los ojos una
mezcla de impaciencia, resignación y miedo. Entró un enfermero sonriente.
-Amparo, dentro de quince días te veremos paseando por el jardín.
Asintiendo, me dirigiste una mirada de complicidad; después volvimos al silencio.
De regreso a vuestra casa dormí en tu habitación: tus cuadros, tus libros, fotografías nuestras, dibujos
infantiles colocados por todas partes y frente a la cama un cuadro de mi hermano con tres figuras mirando
al crucificado agonizante. Me sentí invadida por tu paz y mi tristeza, y rompiendo la promesa que tantas
veces te hice... lloré.
A la mañana siguiente mis hermanos y yo retomamos nuestras vidas. Miguel Ángel cruzaba cada
semana el país, desde el Puerto de Santa María a Teruel, para estar contigo. Como médico conocía cada
uno de los síntomas de tu enfermedad, pero su corazón de hijo negaba la evidencia, cubriéndose con
nuestro mismo velo de ignorancia. Quiso luchar en tu frente y pronto tuvo que abandonarte, porque es
ley que se recorra en soledad el trecho que separa la vida de la muerte.
Javier llevaba muchos meses repartiendo las horas entre su trabajo, sus hijos y el hospital donde Mari
Carmen convalecía de una delicada operación.
En cuanto a mí, el deterioro físico de Alberto hacía que todas las noches nos acostásemos con la
incertidumbre de si veríamos llegar el día una vez más en cualquier sala de urgencias o frente a la puerta
de un quirófano.
A tu lado quedó el compañero de cincuenta años, mi padre, presenciando como escapaba tu vida sin
una flaqueza, sin un lamento. Intentando con sus ojos apagados adivinar tu cara en medio de las sombras
y transmitiendo con susurros y caricias, esa ternura de hombre enamorado que casi siempre nos llega a las
mujeres cuando ya es muy tarde.
El destino se ensañaba de nuevo con nuestra familia, pero no valía la pena reflexionar sobre eso;
hacía mucho tiempo que había desistido de comprender.

-Adiós, hija.
-No me digas adiós, mamá; sabes como yo que estaremos siempre juntas.
-Lo sé, lo sé. Adiós.

No hubo lágrimas ni quiebros de voz. Desde el pasillo me volví a mirarte; tenías un brazo levantado
en
ademán de despedida.

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Cuando seis días después regresé, tus ojos permanecían cerrados y tu cuerpo inerte. Permitieron que
me quedara contigo y me dejé caer en la otra cama. La noche estaba regalándonos otra vez el sonido de la
lluvia, que tanto nos gustaba, pero tú ya no pudiste escucharlo... ¿ O tal vez sí ...?
Un gemido, distinto a los otros, me hizo concebir la ilusión de que me sentías a tu lado y acerqué a ti
mi
cara... Sé muy bien que escuchaste cuanto susurré en tu oído. Volaste libre hacia la Luz... tus restos
quedaron flotando entre las olas.
¡Qué bonito ha sido ser hija tuya!

ALBERTO

Ocurrió la tarde del 3 de julio del 92.


Un caluroso 3 de julio que nuevamente marcaba el comienzo de una despedida.
La parte cobarde que hay en mí dice que no escriba estas líneas, que respire hondo y procure olvidar...
pero no quiero hacerlo, Alberto, porque aquellas últimas semanas fueron un crisol en el que se
transmutaron sentimientos que veintitrés años de matrimonio habían ido soterrando en el fondo de
nuestras almas. La rutina se convirtió en entrega, el dolor en sonrisa, la palabra fue silencio y el tacto,
nuevamente, caricia.
Preparaste con todo detalle la gran comedia. Todos los actores vestían batas blancas. Sin saberlo me
hice cómplice también de aquel engaño; era lógico, ya que a lo largo de nuestra vida en común no acepte
otra verdad que la que tú me mostrabas. Y esa vez más que nunca necesitaba dejarme engaitar.
No me reconocí sentada frente al médico; su mirada era limpia y llena de compasión, pero sus
palabras se me antojaban vacías, ajenas... Hablaba de tu coraje y de la promesa que mantendría sellados
sus labios... No fue necesario que la rompiera, yo entendí.

Al despedirnos besó mi mano y pronunció el nombre de Jesucristo. ¿Jesucristo ... ? ¿Por qué me
habría de ayudar Jesucristo? Sentí la tentación de maldecir, pero no podía permitirme un refugio tan fácil
como inútil. Debía aprovechar de otro modo las fuerzas que me quedaban porque la parte más dura de
aquel camino estaba aún por llegar. No se trataba de un castigo, ni de un pacto ni una deuda; yo no era
elegida de nadie ni estaba aquí para nada... para nada que no fuese sobrevivir.
El calor, las calles desiertas, la sensación de que el aire que respiras no llega a todos los rincones del
pecho, me hizo retornar a la noche del 3 de julio de 1989; la noche en que se paró el tiempo y
permanecerá durante el resto de mi vida con su eterno presente...
Sentada en la ambulancia junto a mi hija mayor llegué al centro de quemados. Mi marido daba una
patada a un taburete estampándolo contra la pared. Volvió a atenazarme el miedo al recordar sus
palabras: «Estamos malditos. No existe Dios, no existe nada; no hay dintel para el dolor». Ciertamente,
Alberto, no hay dintel... y sólo tú sabías la carga de sufrimiento que venías arrastrando en solitario desde
hacía meses. Sólo tú sabías cuantas madrugadas te sorprendieron sentado en un rincón de nuestra casa, la
mirada en un punto perdido, mientras, tu mente poco a poco iba asumiendo... iba aceptando. Así te
conformaste cada día con menos hasta llegar a lo esencial, mientras iba creciendo alrededor de nosotros
algo muy extraño, tan sutil y mágico que no soy capaz de describirlo. No parecía sino que la muerte me
mostraba fugazmente al hombre con el que yo hubiera querido compartir veintitrés años de existencia.
Ese hombre era gallardo, limpio de alma, con el cuerpo lleno de cicatrices y toda la ternura del mundo en
sus ojos negros. Luchó por quedarse, pero no pudo ser y emprendió a la hora fijada el camino hacia un
destino nuevo y desconocido.

«No llores, Amparo, ése no es nuestro pacto. Cada cual tiene su ciclo; yo he terminado el mío. Me
voy a la Luz y allí os espero.» 1

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Afrontaste tu enfermedad y consumaste la vida con el realce que distingue a los grandes hombres; sin
embargo, nunca habías podido soportar el verme derrumbada. Mi dolor y mi desesperación te
acobardaron y te hicieron huir para refugiarte en un mundo que no comprendí ni pude admitir nunca y
que te condujo a estar cada vez más solo, porque era falso, Alberto, no servía para nada.
Tal vez soy ahora la compañera que hubieras necesitado entonces... o tal vez no, ¡ que importa ya!
No supimos llorar juntos y esas lagrimas no compartidas agrandaron distancias y lo hicieron todo mucho
más difícil. Durante años abrigué la esperanza de un nuevo comienzo. Estaba lejos de sospechar que esa
difuminada esperanza entraría en nuestra casa otra vez únicamente para hacer suyo tu adiós.
Y de nuevo sonaron las campanas de la ermita de Notre Dame d'Arcachón en la mañana del 15 de
agosto y de nuevo las aguas del océano se cubrieron con flores blancas para acoges tus cenizas, como tres
años antes lo hicieran con las de nuestro pequeño ángel rubio.
Miando la inmensidad de aquella tumba sentí que mi tristeza era serena, como lo fue tu muerte, y
supe que ambos sentimientos me acompañarían siempre. Tristeza por tu ausencia, por la ilusión ajada,
por la felicidad
que pudo ser... Serenidad por la entrega sin límite, por esa última batalla que perdimos los dos. Y por
Laura, nuestra hija.

SIEMPRE QUEDAN LAS ESTRELLAS


A las dos de la tarde arrancaba el tren.
Todo era igual que otras veces; un muchacho cabeceaba al ritmo de la música ambiental, los
hermanitos, en esta ocasión sentados detrás, comenzaban su pelea y la niña daba patadas en el respaldo de
mi asiento. Por fortuna, se aburrió pronto con ese juego y se inventó otro que consistía en levantarse una
y otra vez para tocar el pulsador de la puerta corrediza del pasillo, con lo cual consiguió que mi irritación
fuese compartida por el resto de los viajeros. La madre la regalaba con el cansino soniquete de quien reza
una letanía, consiguiendo que la niña interrumpiera su distracción durante unos segundos. Su mirada
infantil buscaba en mi un gesto de benevolencia que, por supuesto, no encontró.
Llevábamos un buen rato de trayecto cuando pasaron dando trompicones dos personajes casi
obligados en un vagón de tren; me estoy refiriendo a las bondadosas y sonrosadas monjitas de voz aguda
y cuerpos orondos, que a la hora precisa desempaquetan sendos bocadillos para devorarlos sin que una
sola miga de pan caiga sobre sus inmaculados hábitos.

El sempiterno bebé resultó esta vez pacifico y durmiente, un angelote que apenas se hizo notar.

En Zamora subió una mujer cuarentona con su madre. Vestían bien y parecían gente educada. La
anciana comentó, nada más sentarse, lo rabiosa que estaba por haber olvidado aquella mañana en algún
sitio una hermosa lechuga. Contuve la risa y afiné el oído. «No es por el dinero -insistía- es que me
molesta ser tan despistada.» La hija no facilitaba la conversación, pero no obstante pasaron largo rato
charlando de diversos asuntos, preferentemente de enfermedades.
En un momento de silencio miré con disimulo a la madre. Sus manos arrugadas y venosas se habían
entrecruzado sobre el vientre mientras la mirada azul se perdía evocadora... También mis pensamientos se
perdieron con ella.
Han pasado ya cinco años desde el gran cambio y dos de ellos los he tenido que emplear en
acostumbrarme a vivir con esa otra mujer en la que me he convertido. Volvieron a mi memoria las
imágenes de singulares maestros que me ayudaron a conseguirlo: los ojos de avellana de Manuel el
Cubano, sus manos afiladas, aquella voz entrecortado que me predijo felicidad horas antes de callar para
siempre. Recordé a todos los que le siguieron durante el invierno: Isabel, Concha, Mateo, Luisa, Elvis...
el padre Antonio Oliver, que me regaló su precioso tiempo, sus palabras sabias y su sonrisa, guardada en
mi alma como si formase parte de una oración.
Dos años en los que la durísima estampa de un enfermo terminal se ha convertido en algo cotidiano.
Me he habituado al tacto de esa piel, de ese pelo, a los quejidos, al sudor... Poco a poco voy dominando

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las lágrimas delatoras, y poco a poco he aceptado también que hay preguntas cuya respuesta está más allá
de nuestra comprensión y nuestro tiempo...
Mi vida ha cambiado su rumbo en otros aspectos, y de forma imprevista, casi mágica, como
mágica es mi profesión, estoy de nuevo entre bambalinas.
Durante una temporada, demasiado larga tal vez, tuve la certeza de no volver al teatro. Ni añoré
los aplausos ni me preocupo el olvido, creí que como tantas otras era una etapa concluida; pero me
equivoqué, afortunadamente me equivoqué. La oferta me había llegado en el momento justo. Tras doce
años de labor anónima en los cuales estuve prestando mi voz a otras actrices, se me ofrecía la ocasión de
dar nuevamente la cara y desde un escenario intentar por primera vez abrir sonrisas, ahuyentar
preocupaciones.
El verano se presentaba diferente: San Sebastián, Gijón, Bilbao... viajes, hoteles, camerinos... otra vez
el murmullo de la gente que espera con impaciencia a que se levante el telón, ese aroma tan especial del
maquillaje, el calor de los focos en la piel... ¡Cuántos recuerdos!
¡Fue tan bonito empezar!

Acababa de cumplir diecinueve años. Tenía una larga melena castaña, calzaba botas altas y mi color
favorito era el negro.

A las nueve y media de la noche subí al autocar con dos enormes maletas y una guitarra. Estaba
rodeada de compañeros que serían mi familia durante los nueve meses siguientes, pero sobre todo me
aguardaban cinco maravillosos personajes que a partir de entonces nacerían y morirían en mi, entre gritos
y silencios, esos silencios que los actores sentimos más significativos, más valiosos, porque nos llegan
con la riqueza de cientos de miradas, de Cientos de tensiones a las que únicamente nosotros damos alivio
cuándo y colmo queremos. Ahí radica la magia del teatro y la verdadera entidad del interprete.

Todas las teorías aprendidas de mis profesores: Manuel Dicenta, Mercedes Prendes, Amparo Reyes,
Antonio Malhonda... Charlas, recitales, alguna que otra peripecia en la escuela para fugarme de la clase
de literatura, meterme clandestinamente en la de verso para sentir en la voz rota de don Manuel la
realidad de aquello que soñaba llegar a ser. Tardes y tardes pasadas con mis compañeros, investigando
frente a un vaso de leche fría las interioridades del alma llevadas a un texto, siempre con ínfulas de
cambiar el teatro y el mundo también.
Esos tesoros y alguno más eran mi patrimonio cuando subí aquella noche de verano al destartalado
autobús de la compañía Lope de Vega. En el asiento de al lado se acomodó mi compañero de reparto,
Manuel Galiana, que desde entonces pasó a ser «Manolico».
Las ventanillas se llenaron repentinamente de manos despidiéndose de otras manos que se alejaban.
Yo no tenía a nadie que me dijera adiós; nunca me han gustado esa clase de ternuras, y además preferí no
volver siquiera la cabeza porque mi porvenir estaba adelante... Me creía importante por primera vez en mi
vida, y era el escenario lo que me estaba otorgando el derecho a sentirme así.
La etapa siguiente, en efecto, supuso un desafío y una experiencia única, en la cual las anécdotas no se
hicieron esperar.
Ocurrió la primera al día siguiente, en Badajoz, donde
se estrenaba La vida es sueño. Al levantarse el telón la escena estaba en penumbra, sonaba una
música y yo salía vestida de hombre, dando trompicones hasta que las luce ' s se encendían. Entonces
comenzaba mi parlamento increpando al caballo desbocado que acababa de hacerme besar el suelo.
No sé si fue la oscuridad, los nervios o sencillamente mis botas nuevas lo que me jugó una mala
pasada, el caso es que resbalé por la moqueta que cubría la rampa y por mas que quise evitarlo caí de culo
con las piernas abiertas en el preciso instante en que mil focos me
alumbraban. El sombrero, totalmente ladeado por la caída, resultó un buen complemento para la
ridícula estampa con que debuté ante el público extremeño.
Entre las risas que lógicamente no tardaron en producirse, me llegó una muy particular: la de mi
director y empresario, José Tamayo. Pensé que la situación podía empeorar por momentos y adquirir
incluso tintes desagradables si no empezaba mi monólogo de insultos al caballo. Por instinto me clavé

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con fuerza las uñas en las manos, y ese dolor junto con el de la rabadilla, que también era notable,
impidieron que me uniera a la juerga y diera al traste con el espectáculo.
Cruzamos varias veces el país. Era bastante agotador porque viajábamos generalmente de noche para
no perder fechas. Yo, que siempre he sido bastante práctica ante las adversidades, me compré unos
guantes forrados con una piel tan gruesa, que durante el día cumplían con su misión de calentarme las
manos y además de eso, convenientemente adaptados a la esquina de la ventanilla, resultaban una
confortable almohada, sobre la que dormía plácidamente. El pobre Manolico me envidiaba en silencio
mientras sus ojos azules se iban llenando de venillas rojas con el transcurso de las horas.
Cercanas las Navidades, tuve una maravillosa sorpresa. Mi madre vino a pasar conmigo unas
semanas. Una tarde, cuando acababa de ser raptada por Don Juan Tenorio, la encontré esperándome entre
bastidores. Estaba como siempre radiantemente guapa. Fue tan grande mi alegría que se contagiaron mis
compañeros y acabamos todos en un rincón, riendo sin saber por qué.
La recién llegada no tardó en conquistar al resto del grupo para orgullo de su hija. Se desenvolvía
feliz en mi mundo, que hubiera sido también el suyo de no haberío impedido mi abuela, llevada por los
ridículos prejuicios que siempre se han tenido contra nosotros.

Y resultó una pena que mi madre no pudiese llevar a cabo la naciente vocación porque unida a su gran
belleza y sensibilidad, tenla una esbelta figura y una voz cálida que manejaba intuitivamente con un sinfín
de matices. Quizá fue su frustración lo que hizo germinar la semilla del arte escénico con el que me voy
defendiendo en la vida. No en vano cambió las canciones infantiles por fragmentos de zarzuela y
sustituyó las tradicionales nanas por versos de García Lorca. Indujo mi ingreso en la Escuela de Arte
Dramático cuando, después de mis últimas calificaciones del bachillerato, mi padre no sabía qué hacer
conmigo, y siempre estuvo convencida de que tenía como hija a la mejor actriz del momento... ¡Así era
ella!
En los quince días que estuvimos juntas exprimimos cada minuto. Visitamos cuanto había que visitar,
compramos mil estupideces que no servían para nada, navegamos entre vómitos a Palma de Mallorca y
consiguió organizar las horas de mi jornada para que no llevase, como muchos de mis compañeros, una
«vida al revés».
Trajo de regalo un pequeño tocadiscos para que no echara de menos mi música romántica m' centras
me pintaba la cara. Me hizo mucha ilusión, si bien supuso un engorro puesto que, unido a mis dos
maletas, la suya y la guitarra, los traslados desde el autocar al hotel eran toda una aventura cuando
llegábamos de madrugada a alguna nueva ciudad y no contábamos con la ayuda de un mal taxi.
Mediado enero regresó mi madre a Barcelona, en donde mi padre dirigía por aquel entonces un
periódico llamado Solidaridad Nacional. Nadie quería dejarla marchar, pero tuvo que ser así. Nos dejó el
recuerdo de su risa y la estela de su mirada.
Durante los nueve meses que anduvimos por las tierras de España pasamos en varias ocasiones por
Madrid, donde yo aprovechaba para recomponer mi equipaje y dejar cada vez más cosas porque ni mi
espalda ni mi paciencia soportaban que poco a poco me convirtiera en una especie de «mujer orquesta».
En nuestra última etapa, las islas Canarias, donde trabajamos aproximadamente un mes, sólo llevé un
pequeño maletín y, eso sí, mi inseparable guitarra que necesitaba como nunca, porque estaba viviendo por
entonces un incipiente amor con el hombre que poco después sería mi marido durante veintitrés años.
El día primero de abril regresamos por fin a nuestras casas, contentos y felices de perdernos de vista.
Ninguno lo quería confesar, pero lo cierto es que ya no nos soportábamos demasiado... ¡Es tan dura la
convivencia!
Yo traje, sumada al maletín y la guitarra, una maleta que compre en Tenerife y repleta de mil
estupideces inservibles. De los brazos colgaban cuatro bolsas grandes y de los hombros las negras
correas de otros tantos aparatos, de esos que se enseñaban como un trofeo después de regatear hora y
media con el «indio» de turno. Alberto, que estaba en el aeropuerto con globos y flores, no daba crédito a
sus ojos cuando me vio aparecer.
La conclusión fue que después de tanto trabajo no logré ahorrar una peseta, aunque, naturalmente, ese
pequeño detalle me tuvo sin cuidado porque la sed de dinero me parece una bajeza, y no he caído en ella
hasta el momento. Pero aquella gira me había servido para conocer a fondo una profesión de la cual

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pretendía vivir. El destino me ofrecía por otra parte las infinitas ilusiones del primer amor... Estaba claro,
se avecinaban tiempos felices.
¡Lástima que también en esa ocasión me equivocara ... !
Ni he sido feliz ni lo podré ser ya. Combiné con torpeza los ingredientes de la felicidad. Es evidente
que cuando damos todo no debemos esperar recibirlo todo, pero yo me conformé con demasiado poco y
ése fue mi error.
Desde que la muerte cambió las cosas de sitio, como siempre ocurre, miro el porvenir desde otro
lugar, sereno de momento, que flanquean dos interrogantes. Uno, detrás de mi, me ha destrozado y se
aleja en el tiempo. El otro está de frente y hacia él avanzo para descubrirlo, al igual que todos, pero mi
equipaje, como dice el poeta, es muy ligero, tanto, que solamente lo componen sentimientos; no quiero
saber de nada más. No quiero moverme por nada más.
El tren seguía su camino y yo mi particular balance.
Pensé en Laura, mi entrañable asidero, mi cómplice favorita, mi auténtica compañera de vida.
No sé cuándo creció...
La noche en que escapé del infierno vi entre la gente a una niña... en su carita brillaba, inmóvil, una
lágrima. Después de eso, pasé mucho tiempo intentando reconstruir mis propios cimientos. Mientras,
ella se convertía en una mujer luminosa que me miraba sin hablar apenas, y cuyo sufrimiento, tan
profundo como el mío, quedaría no obstante en la penumbra.
Entre las dos hemos formado de nuevo un hogar al que ha vuelto la risa y del cual, sin embargo,
nunca saldrá el recuerdo.
Declinaba la tarde cuando llegamos a Santiago de Compostela, donde se apearon las monjas. Tuve
ocasión de hablar con una de ellas. Pertenecían a una orden de caridad y atendían en el Cotolengo a
medio centenar de necesitados, entre niños, ancianos y deficientes, muchos de los cuales ingresaban
recién nacidos y morían de vejez sin haber conocido otro mundo que el encerrado por las paredes de la
institución. Me explicó detalladamente cómo organizaban el día para atender comidas, baños, recreos y
curas. Contaban con una hermosa sede rodeada de jardines que les cedió hace años un benefactor y con
la ayuda desinteresada de médicos, enfermeras y voluntarios.
Cuando mermaban las arcas, ya que vivían exclusivamente de donativos, organizaban cualquier acto
benéfico que moviera el corazón y los bolsillos de los vecinos de la ciudad, y así superaban el bache.
Nunca, añadió satisfecha, les había faltado la ayuda de Dios.
Hablaba la monja con ritmo pausado y gran dulzura. Aunque su edad era difícil de precisar daba la
impresión de ser relativamente joven. Me pareció que estaba tan feliz con su labor, con el empleo de sus
días, que una vez mas tuve que cuestionarme esa llamada de las «alturas», ese mandato seguido por tantos
hombres y mujeres que por pertenecer a la Iglesia católica deben renunciar a lo que para mi es la mayor
bendición que podemos encontrar en este mundo: el amor y los hijos nacidos en él.
Al despedirme de la hermana mantuve otra de mis conversaciones con ese Dios que ampara y
desampara, que siendo Luz no nos ilumina, que siendo justicia ha creado un mundo injusto. Ese Dios en
cuyo Amor infinito no tiene cabida el mío, pequeño y egoísta, ese Dios del que, al parecer, todos
formamos parte... Nunca he sabido dónde termina su abandono y comienzan sus bendiciones. Sólo sé que
muy pocas veces me atrevo a pronunciar su nombre y que sus designios me dan miedo.
Después de estos pensamientos y de otros igualmente manidos, miré a las estrellas... y sonreí.

EPILOGO
La primavera ha llegado calurosa, como tantas veces en los últimos años. Los árboles florecieron
repentinamente y enturbiaron el aire de polen, para martirio de los alérgicos. Por las calles muchos
paseantes confiados lucen sus pálidas desnudeces, recién depiladas en el mejor de los casos, desafiando a
la traicionera gripe y formando al tiempo un divertido contraste con los más frioleros, que sudan
enfundados en ropa invernal bajo el refugio de los toldos.

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A las cuatro y media de la tarde bajo del autobús y cruzo la plaza por un lateral, sorteando palomas
impertinentes que apenas se inmutan a mi paso. Frente a las puertas de los numerosos bares se apilan
mesas y sillas que relucientes aguardan a los primeros sedientos de la temporada. Un hombre maquillado
de payaso me mira al pasar junto a él con expresión aburrida y bebe un trago de cerveza en tanto se
prepara para someter su cuerpo durante varias horas a la inmovilidad absoluta, gracias a la cual sigue
malviviendo. A los pocos metros del «hombre-estatua» un vendedor me ofrece La Farola, el periódico de
los ex mendigos. Me paro a charlar con el, me cuenta que ha sido marino mercante y que ha escrito una
novela de política ficción que le gustaría publicar... ¡Difícil empresa! Busco dos monedas con las que
compro a un tiempo su periódico y mi tranquilidad del día, y enfilo por una calle estrecha camino del
hospital.
La cita es a las cinco, llego con antelación, siempre me ocurre, y mientras espero, recapacito una vez
mas sobre el compromiso que ya he adquirido. Aunque estoy un poco nerviosa, tengo la seguridad de
haber hecho lo mejor.
Yelena, jefa del voluntariado al que me incorporo, sonríe al entrar. Yelena... Habla visto por última
vez los rasgos angulosos de su cara de profundos ojos verdes y escuchado su dulce acento ruso cuando
ambas trabajábamos entre focos y cámaras de televisión. Éramos catorce años más jóvenes, teníamos dos
hijos y un compañero a nuestro lado... Después de tanto tiempo, el destino, desgraciadamente, ha
continuado igualando nuestras circunstancias.
Otro voluntario se nos suma; se trata de Carlos, un joven estudiante de ingeniería que rebosa de
optimismo y bondad. Los tres nos adentramos en el pabellón del sanatorio. Las enfermeras me dan la
bienvenida y las más fisonomistas halagan mi vanidad, tantas veces maltrecha por otra parte. En la mesa
de un soleado comedor preparamos el material antes de pasar por las habitaciones anunciando nuestra
presencia. Poco después aparecen varios niños que nos siguen como si fuéramos el flautista de Hamelin
hasta el ocasional cuarto de juegos. Sus edades oscilan entre los cuatro y los dieciséis altos, pero en este
grupo ninguno sobrepasa los siete. En sus caritas de tez pálida se dibuja una sonrisa al vernos, y ocupan
sus asientos dispuestos a recortar peces, mariposas, pájaros, hacer sumas o colorear montones de sal con
los que llenan los frascos que las enfermeras preparan para tal fin.

Las babuchas de sus pies son grandes, los goteros que ruedan a su lado son pequeños, en algunas
cabecitas calvas se sombrea el pelo, que empieza a crecer de nuevo. Son niños que padecen una
enfermedad casi siempre incurable, y están sometidos a durísimos tratamientos. Los hay que no pueden
abandonar la cama, y nos repartimos de forma que podemos atenderlos también.
A medida que pasa la tarde, muchos de estos rezagados deciden levantarse para enseñar su precioso
trabajo al compañero de otra habitación. Es emocionante el sentimiento de camaradería que reina entre
ellos y entre las distintas familias. Creo que uno de los mayores tesoros que tenemos los seres humanos
es la capacidad de adaptación a cualquier circunstancia, por tremenda que sea. Estos enfermos,
arrancados de un mundo al que apenas acaban de llegar, y de una forma tan cruel como sólo la vida sabe
hacerlo, se olvidan de ellos mismos para ayudar al inválido, al que tiene un brazo inutilizado por la vía
colocada para la medicación, al que permanece sentado porque se siente muy débil y hay que acercarle el
juguete o al que en mitad de la tarde tiene su justificado arranque de malhumor.
Se acerca la hora de la cena y hay que recoger los trastos esparcidos. Los artesanos vuelven a la cama
contentos con sus tesoros de colorines y nosotros nos despedimos de todos.
En el camino de vuelta recapacito por segunda vez: nunca más volveré a asegurar que no haré
determinadas cosas en esta vida, porque algún hado burlón se empeña en dejarme mal.
Al llegar a mi casa estoy cansada y satisfecha. Me miro al espejo y me encuentro guapa... ¿Será la
luz...?
No, es que los niños me han contagiado su sonrisa.

¡Y mira por dónde, me sienta bien!

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Índice
PREÁMBULO...............................................................................................................................................5
AITANA.........................................................................................................................................................5
UN CANASTO DE MIMBRE....................................................................................................................10
CARMEN LA ENFERMERA.....................................................................................................................11
ISABEL Y MATEO.....................................................................................................................................12
MERI Y DANIEL........................................................................................................................................14
TOMASA.....................................................................................................................................................18
HISTORIA DE UN REGRESO...................................................................................................................20
MANUEL EL CUBANO.............................................................................................................................22
LOS OJOS DE PIERRE..............................................................................................................................23
MARIE FRANCE........................................................................................................................................25
UN PASEO CON ELVIS.............................................................................................................................27
MARIBEL....................................................................................................................................................29
MADRE.......................................................................................................................................................31
ALBERTO...................................................................................................................................................33
SIEMPRE QUEDAN LAS ESTRELLAS...................................................................................................34
EPILOGO....................................................................................................................................................37

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No sé si Dios estará
infinitamente lejos
o al lado mío, quizá

Yo ya no sé dónde está:
ni si mira lo que ando
o lo que dejo de andar.

Ni si ha contado estas lágrimas


que ya no puedo contar.

RAFAEL DE PENAGOS

Amparo Pamplona
Conocida actriz de teatro
ha vivido en profundidad
emociones tales como la ira,
la venganza y el dolor,
pero... en esta obra esperanzadora
nos descubre el trabajo
silencioso y oculto
que practica en el
servicio de voluntariado anónimo
y que es para ella
la fuente de paz

A mis hijas, Altana y Laura,


que desde la Eternidad y desde el Tiempo
me ayudan a continuar.

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