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extraño modo en que los acontecimientos habían ido envolviéndolo hasta llegar a este momento
absolutamente inesperado. A veces llegaba a sentirse marioneta, pero si el premio era como el que
acababa de recibir no le importaba lo más mínimo permanecer al pairo de los vientos que permanecen
allende la vida. Entendía que en un mundo de círculos la providencia a veces juega a los dados, y que
hay veces en que se gana, se pierde, o, sencillamente, se queda uno a medias. No era el caso.
Sucedió meses atrás. Estaba en su casa, al otro lado, junto a la costa, y hacía un buen tiempo
notable. La época fría acababa de pasar, la pesca era buena, y la caza suficiente, por lo que todo
parecía ciertamente alentador de cara a la nueva estación. Estaba en el cobertizo reparando redes para
la temporada y todo discurría de la manera más normal posible, sin nada que supusiese el más mínimo
cambio en el hilo perfectamente hilvanado del día. Las cosas pequeñas eran las importantes, y el
tiempo carecía de importancia en un lugar donde todo el interés por cualquier cosa banal estaba fuera
A media mañana Mamá Brada, su suegra, lo llamó alegremente anunciando la llegada del
ruidoso helicóptero de la base española, asomando ya por el sur. El lo había oído mucho antes que ella,
pero como siempre le agradeció el esfuerzo. Solían venir a hacer investigaciones a este lado de la isla,
y el piloto, Julio Santos, había trabado una excelente amistad con él. Parecía un hombre sincero, ajeno
a los prejuicios de su extraño mundo ultra tecnológico que tan poco interés suscitaba en Arud, y
mientras los científicos hacían sus extrañas tareas él se complacía en departir con el esquimal
interesantes charlas en un nunca suficientemente dominado inglés al que ambos se adaptaban a duras
penas. A veces hablaban de cacería, y otras de fútbol, cómo no. A pesar de estar a miles de kilómetros
la señal de televisión se encargaba de fomentar aquel extraño deporte que Arud veía desarrollar por
hierbas reverdecidas magníficamente cortadas que aparecía en las pequeñas televisiones que aquellos
hombres portaban cuando acampaban. No eran tan estirados como los noruegos.
esquimal, porque era el único de toda la zona que seguía las costumbres nómadas
moderno.
- He pasado por encima hace media hora y la he visto muy bien. Sabía que te
gustaría saberlo- le dijo con una sonrisa cómplice que le fue devuelta por aquella
olor a grasa de foca que embadurnaba cosas y personas, pero su trabajo le había
costado. Era agrio e intenso, muy racial en medio de un lugar tan poco dado a los
- Esa es una buena noticia, amigo mío. Gracias. Mañana mismo empezaré a
prepararme para ir a pescar con el niño. Ese lago tiene algunos de los mejores
red con las callosas manos - Los hinuit, pese a los muchos abusos sufridos en el
seguimos fieles a nuestras tradiciones. Ya no son los tiempos como antes, pero sí,
llevo esas cosas al límite, y es como quisiera que hiciese mi hijo. – A veces no
parecía darse cuenta de que su viejo pueblo ya no era lo mismo, pero Julio sabía
seguirle el hilo y nunca hubiese socavado las creencias de su amigo, que por otro
sus agujas.
- ¿El que?
- Sólo soy un hombre de los hielos, pero algunos de los tuyos me han dicho que en
medio de los desiertos de allá abajo hay tribus de la arena, unos hombres azules
- ¿Azules?... ¡Ah! Si, es cierto. Se refieren a un pueblo también muy antiguo. Son
los touaregs. El azul es porque el sudor les destiñe los turbantes que llevan.
- Si, Arud. Seguramente ellos pensarán lo mismo del de los hinuit, pero – pensó
antes de decir sus palabras - en el fondo ambos sois pueblos muy similares en
amigo piloto le acababa de decir. Nunca lo habría visto de ese modo, pero desde
- Si, las planicies heladas tiene al menos una cosa en común con los campos de
- Si, desde luego, amigo mío. No tengo nada más que arpones, trineos, perros…
- Satia es un buen chico, Arud. Fuerte para su edad. – el nene estaba más allá del
cobertizo, extendiendo otra red a reparar. A Arud se le iluminaban los ojos cuando
veía a su vástago, lo único que le quedaba de Asia, su buena esposa fallecida años
atrás mientras él no estaba. Nunca perdonaría al mar por aquel robo infame.
Desposeerle de ella había sido un acto de crueldad que lo había hecho elevarlo a la
categoría de malvado, y desde entonces tenía con él una cuenta pendiente muy
difícil de saldar. Era mal enemigo. Pero le quedaba Satia, y procuraba siempre no
- Y buen cazador, Julio. Tiene instinto. Creo que me hará sentir orgullo con sus
proezas. A veces arriesga en exceso, pero aun es joven para pensar, para calcular,
- Oye, volviendo al tema de la caldera… Debe haber algo allí abajo, porque he
- No sé. Quizás se ha abierto algún yacimiento de metales o algo así. El año pasado
mandar una expedición en breve, así que no te extrañe encontrar compañía cuando
- Por mi, mientras no me asusten a los peces me da igual, amigo. Además, creo que
llegaré antes que todos vosotros. Tiráis de demasiadas cosas para moveros.
Julio se marchó horas más tarde con su pájaro cargado de mentes sabias antes de anochecer. La
temperatura había bajado mucho, y no era recomendable seguir en la zona más tiempo si no quería
pasar la noche en el cobertizo de su amigo. Hubiese soportado el olor a grasa y carnes descompuestas,
Tres días más tarde padre e hijo, tras cruzar los llanos, habían pasado con sus perros y trineo la
parte más alta de la caldera enorme de Isla Rahania, una isla muy al norte de Noruega, en pleno
océano ártico y tenían ante su vista la extensión bellísima del lago salado. Decían que había sido un
volcán hacía mucho, pero no existía una datación exacta. Lo cierto es que si había sido así ya desde
luego estaba apagado, y en su interior alojaba una extensión acuosa casi circular de diez kilómetros de
diámetro, por lo que para resultar de un volcán, éste tuvo que tener un tamaño verdaderamente
extraordinario. De hecho eran muchos los científicos que discrepaban sobre ese particular, pero dada la
ausencia de alternativas parecía la más sólida, y finalmente un silencioso consenso dictaminó sobre el
Volcán o no, cosa que a Arud le importaba más bien poco, lo cierto es que el aspecto del lago
era magnífico desde el escarpado paso donde estaban. Había muchos témpanos por deshelar, pero la
superficie aparecía cristalina, y reflejaba un cielo azul que ese día era especialmente luminoso, todo un
anticipo de lo que prometía ser una segunda parte del año más benigna que la muy cruda que acababan
de pasar. Nadie que no haya visitado el frío norte sabe lo que es la contemplación de los colores puros,
en un aire tan increíblemente limpio, transparente hasta el límite, y tocado por un sol que irradiaba de
manera más directa que en cualquier otra parte del mundo. Los páramos deshelados, por otro lado,
reverdecen con fuerza, y el verdor surge apresurado, deseoso de vivir antes de que las nubes vuelvan a
Más abajo de donde ellos observaban se extendía un estrecho bosquecillo de abetos polares,
inhiestos y con el verde subido. Acababan casi en la misma orilla, que a veces resultaba inaccesible
debido a las pendientes abruptas. Nadie había medido con precisión la profundidad del lago, pero
desde luego debía de ser mucha, porque algunas paredes caían a pico, lo cual era sintomático de un
agujero verdaderamente grande. ¡Y lleno de peces! Se veían los bancos dorados, rojizos y azulados a
simple vista, por todos lados, y de todos los tamaños, reflejando el sol como símbolo de abundancia.
Era difícil explicar tanta diversidad, pero eso tampoco importaba al esquimal lo más mínimo mientras
siguiesen estando cerca de sus anzuelos y arpones. Sus antepasados llevaban siglos haciendo esa
faena, y el sentía muy dentro el placer de la tradición. Poca gente sabe que los hinuit son una de las
razas mas antiguas del mundo, pero él si que lo sabía, pues sus raíces se internaban en la noche del
pasado hasta mucho más allá de lo que los blancos estaban dispuestos a reconocer. No creían que
pudiese haber nadie antes que ellos, y eso les entorpecía la visión de un mundo más plural y viejo.
A una orden de Arud, los perros tiraron del trineo por donde tantas veces lo habían hecho, a
través del pequeño paso entre rocas derrumbadas pero aún con un espesor considerable de nieve,
mientras Satia ayudaba en cabeza a corregir el descenso. Una hora más tarde, después de sortear
obstáculos bien conocidos, el pequeño cortejo estaba junto a la orilla, en un pequeño claro que tantas
veces los había visto llegar. Sólo ellos conocían ese peligroso pasaje, pero últimamente se notaba que
estaba cambiado, diferente… Debían haberse producido desplomes que ahora estaban ocultos por la
nieve, pero que alteraban la fisonomía de manera sutil. Les costó más trabajo llegar a la orilla, pero sin
embargo ya estaba allí y era lo que importaba. Una de las cosas que enseña el silencio y la soledad es a
diferenciar las cosas importantes de las que no lo son, y Arud distinguía muy bien entre ambas.
Siempre iba a ese lugar a pescar desde que de pequeño lo enseñó papá Kaen, y lo hacía por
esos peces raros y suculentos. Nunca los habían visto antes en el mar a pesar de que eran de agua
salada, pero eso no le creaba duda alguna sobre su calidad. El lago comunicaba curiosamente con el
océano a través de un estrecho cañón de muy poca profundidad y treinta metros de longitud, que de
hecho quedaba seco al bajar la marea, sin embargo esas criaturas no salían de allí, y Arud en el fondo
las entendía, porque ¿qué podía haber en el terrible mar que mereciese dejar aquellas aguas plácidas y
cargadas de nutrientes? Los peces no eran tan tontos como para eso. Sin embargo, una segunda
pregunta se le venía machaconamente cada vez que se indagaba sobre el particular: ¿por qué, del
mismo modo, no entraban las criaturas del océano a la caldera? ¿Acaso para ellas el lugar no era tan
idílico como él lo veía? ¡Cosas de peces, al fin y al cabo! Siempre supuso que alguna diferencia habría
en las aguas, posiblemente debido al carácter volcánico del recinto, pero no lo tenía tan claro. La vida
se abre paso siempre, esa es la verdad, pero en aquel lugar parecía que se encontraban dos espacios
totalmente separados por una pared invisible, y eso es un hecho singular que a un habitante de la
naturaleza no podía pasarle desapercibido. Era un ecosistema exclusivo, cerrado por algo que
desconocía, pero Arud no entendía de esas cosas y sin embargo era igualmente feliz. No necesitaba
saber tanto para estar varias veces al año en sus orillas, para llenar su despensa y para sentirse
igualmente bien mientras dormía en la paz de quien hace puntualmente todas las cosas que pide la vida
a su descubridor, Sir Arthur Ripley, un insigne ingeniero expedicionario de principios del XX que se
interesó muchísimo por las características del sitio. Los entendidos decían que se trataba de una falla
geológica, otros hablaban de derrumbamientos provocados por movimientos sísmicos, pero lo cierto es
que fuera lo que fuese allí estaba y permitía que el océano anegase de sal marina el gran vaso azul que
era el lago durante unas horas al día. No se distanciaba más de unos ciento cincuenta metros de donde
ellos se hallaban con sus cañas en el agua ese día, y a veces resultaba hermoso ver el sol poniéndose
más allá de él, y entregando sus últimos rayos al frío agua, que rápidamente cambiaba su tonalidad
hacia el negro brillante. Arud sabía que esos eran placeres prohibidos a la mayoría de los hombres, y
por ello gustaba de extasiarse en sus continuos romances con la madre naturaleza. Todo cuanto veía le
Para los hinuit, el cañón Ripley era la prueba del enorme tajo dado por la espada de Brandon,
príncipe de la marea, antes de sucumbir bajo la lanza del gran Mirzáh, el de los escudos de fuego.
Decía la tradición que aquello había sido mucho antes de la creación del hombre, en un tiempo en que
Dios aun no había puesto su mano sobre la arcilla para dar forma a Luni, el primero de lo hombres del
norte, que con su semen mezclado con sangre pura hizo nacer del hielo a lemma, su compañera.
Cuando ellos visitaron el lugar, el cañón aun permanecía humeante por la gran devastación habida
durante el duelo entre los dos dioses antiguos, y se dice que aun tuvieron ocasión de ver como los
restos de la gran espada candente de Brandon se hundía para siempre en las aguas del lago. Nunca le
pusieron nombre, pero para eso los blancos se habían mostrado expertos. Nombraban y se sentían
dueños, en un extraño gesto de irreverencia al mundo natural que pretendían sondear con sus medios
tecnológicos. Sir Arthur Ripley fue uno de ellos, y dejó su nombre en un lugar tan sagrado y antiguo
que no podía dar lugar más que a una profanación encubierta de las más viejas tradiciones. Así de
tontas e irrespetuosas eran las costumbres modernas, pero lo peor de todo es que ni se daban cuenta de
ello.
Después de horas soltando sedal obtuvieron una prometedora pesca entre risas y enseñanzas de
padre a hijo, del modo como siempre se había hecho desde los tiempos de Luni.. Le encantaba ver
cómo su hombrecito crecía, su forma de asimilar conceptos y el modo en que se hacía cada vez más
grande en aquel contacto íntimo con la belleza durísima del norte. “Aquí cualquier cosa puede
matarte” solía decirle con seriedad, porque no quería que se tomase jamás a broma el arte de vivir. “Un
hombre es nada si está solo. Aquí la nada es capaz de acabar contigo, y si es así es porque eres menos
que nada, y por lo tanto, esas veces, no eres ni tan siquiera hombre” Le decía en otros momentos
mientras el chico, lleno de respeto filial, callaba y meditaba, preguntándose en el fondo por qué la
mayoría de los saberes de su padre se referían al arte de la supervivencia. Eso era porque aún no sabía
lo que es estar sólo, pero pronto le tocaría padecerlo, como la ley de la vida manda. Arud sabía lo que
es sufrir, llorar, pasar hambre en años malos… todo cuanto era lo había conseguido a base de resistir a
todo. Por eso le encantaba enseñarle esas cosas y mostrarle a su hijo el camino correcto en un lugar
donde las crisis de más abajo comenzaban a alterar los ecosistemas. Cada vez había menos nieve y
hielo, menos especies, y paulatinamente más mar hostil. En efecto, no gustaba del gigante acuático
salvo por sus bienes y tesoros, pero a todos los efectos lo sabía cruel e irrespetuoso. Si había algo en el
océano que aborrecía era su incapacidad para acoger a las criaturas de más allá de sus orillas, su atroz
ferocidad, pero sabía, eso si, que a cambio de tanta ira sus zarpas azules estaban siempre llenas de
alimentos dispuestos a ser extraídos. Equilibrio, el secreto mejor guardado de toda la creación, el
verdadero número oculto de la naturaleza, una cifra en la que se contrastaban a diario el valor de las
cosas y el arrojo para obtenerlas. Un hinuit sabía siempre vivir en equilibrio con el medio, y así sería
eternamente. O al menos mientras hubiese hielos que cruzar. ¿Cuánto más durarían los témpanos antes
de que el ciclo cambiase por quinta vez? No debía quedar mucho ya.
- Una gente que vive en las arenas, Satia ¿Te lo imaginas? – dijo mientras tensaba
veía echar humo por la pipa. El tabaco era difícil de conseguir, y sólo hacía eso
cuando la situación resultaba agradable para él. Le gustaba. Quería a Arud con
- Al sol que quema, al calor abrasador. Sin agua…. Sin sombra. El otro lado, hijo
mío. Un mundo al revés del nuestro donde todo está ocupado por mantos de
arenas blancas, ocres, marrones… sólo arena al fin y al cabo. ¡Al menos a ellos no
- Padre.
- ¿Qué?
- ¿Hay osos allí? – el hombre rió envuelto en humo y acarició la cabeza del hijo al
sabor de la inocente pregunta. Sabía que aun no podía asimilar lo que acababa de
decirle, que no podría entender que en algún sitio la luz y el calor puedan llegar a
ser insoportables cuando ellos la llegaban a echar tanto de menos. ¿Con qué
justicia se había repartido la naturaleza? ¿Qué juez alocado había escrito sus
- No, creo que no hay osos. ¿Pero sabes? seguro que en algún sitio de esas arenas
extensiones de hielo del norte. Me encantaría conocer a ese hombre aunque sólo
como el odiado mar, pero similares a los de Asia, capaces de extraerle todo el
- Porque estoy seguro de que las personas que vivimos en los extremos del mundo
casi nos tocamos con algo más que con las manos – dijo mientras trazaba en la
de sus caminos. Si, un mundo hecho de círculos sin fin, en los que si te movías
círculo? ¡Quién sabe! Ese era el razonamiento de Arud, sencillo, simple... genial.
Al atardecer prepararon leños y una hoguera vital surgió en medio de la soledad del gran norte,
dando luz y calor a un sitio donde cada grado y lumen costaba mucho más esfuerzo de conseguir que
en casi cualquier otro punto del globo, pero eran capaces de extraer la llama casi de la nada, como
siempre había sido desde que habitaban los confines blancos. Todo estaba tan oscuro que las estrellas
lucían enormes, y la aurora tardaría en venir con sus encajes multicoloreados. Si, una noche larga y
salpicada por miríadas de puntitos blancos que al mirarlos fijamente te entonaban canciones y
alabanzas con sabor a antaño, extasiando al lector de estrellas con sus historias sobre viejos tiempos
en los que el hombre comulgaba con la tierra de un modo que ya estaba casi perdido. La renovación de
todo es necesaria de vez en cuando, pero sin embargo esas estrellas seguirían siendo viejas por
siempre, hombre tras hombre, raza tras raza, civilización tras civilización. “¡Y dicen que sólo son
Justo al lado del calor, bien alimentada por su flama, levantaron la tienda, en la que no quedaba
ya nada de parecido con las antiguas hechas de pieles, propias de épocas más románticas y lejanas.
Ésta era un moderno ingenio de kevlar que usaban los ejércitos, y que aislaba perfectamente del frío y
la humedad, una de esas que se montan y quitan en un momento. Arud la había adquirido a cambio de
servir de guía para científicos interesados en estudiar cosas que él no entendía. “¿Por qué el ser
humano quiere desvelar los planes de Dios?” se preguntaba con frecuencia, y una y otra vez llegaba a
la conclusión de que sólo podía deberse a su necesidad perentoria de no sentirse tan pequeño, tan
definitivamente perdido en medio de esta máquina perfecta. No obstante, buscar la maquinaria sin
percibir la presencia del maquinista era otra de las facultades mal llevadas de la modernidad. “Sí, Dios
debe ser muy grande para hacer algo tan mágico como un mundo que se reparte entre la arena de esos
touaregs y el hielo del norte. Aunque creamos que hay errores en su obra no debe ser así en realidad.
Lo que ocurre es que realmente esta gran casa al fin y al cabo puede que no esté hecha a nuestra
medida, sino a la suya misma”. Él, Arud, estaba en uno de los extremos de esos círculos que
imaginaba englobándolo todo, por lo cual resultaba una rareza en medio de tanta gente habitando
lugares benignos. Era por eso que muchos de los pobladores del mundo medio no comprendían sus
modos y pareceres, alejándose culturalmente de cuanto de verdad hay en la unión imprescindible del
hombre con el entorno, al cual irremisiblemente acababan haciendo un daño irreparable. Siempre lo
había visto así, y por ello se explicaba que la gente del mundo medio viviese en ciudades donde el
cielo tenía un color enrarecido, donde olía a humos, y un árbol sólo era una decoración en medio del
parque. ¿Qué enseñará esa gente a sus hijos? Se cuestionaba eso con frecuencia, pero siempre llegaba
a la conclusión de que sólo podían darle una retahíla de conocimientos hechos para sumergirlos en una
sociedad de consumo mucho más profunda que el peligroso y beligerante mar, llena de
discriminaciones y competitividad desde la cuna, y capaz de extraer cada tira de pellejo humano sin
que las rendidas e hipnotizadas víctimas se diesen cuenta de ello. Sí, touaregs e hinuit… no conocían
nada del átomo, pero eran capaces de mirar al cielo y ver algo más que estrellas. Así era la vida real,
sin maquinaria ni luz eléctrica y él la respetaba como venía. Sólo había que sobrevivir lejos de los
balances y cuentas corrientes, sin restaurantes ni autobuses…sin aviones… En el fondo, Arud estaba
convencido de que pronto el ser humano acabaría pagando sus errores, porque él sabía muy bien que la
naturaleza no perdona, y elige a sus víctimas sin temblarle el pulso. Serían momentos malos para los
que no fuesen hinuit o touaregs, sin duda, porque aunque todos fuesen los elegidos para desaparecer…
- Aquí somos felices, hijo mío. Nada necesitamos de más abajo, pero si tuviese que
- ¿Me llevarías contigo? – Una vez más atusó su pelo negro con su mano envejecida
y agrietada.
El niño, a veces, era idéntico a su madre. ¡Cómo la recordaba! Arud nunca se había perdonado
haber dejado sola a su mujer aquel día de primavera, y sabía que fuesen cuales fuesen las mil vidas
que viviese no hallaría paz en ninguna de ellas por más que la suerte le favoreciese con placeres y
prebendas que, por otra parte, no buscaba. Estaban pescando en las rocas de Vilnu, muy al sur, pero
pronto se quedaron sin cebo, y él decidió ir a por más, en lugar de interrumpir la pesca, que ya era más
que suficiente. El mar estaba muy picado, pero no parecía amenazar con empeorar, por lo que no lo
pensó más y se marchó después de dar a la mujer dos besos cariñosos. Nunca entendió por qué había
hecho eso, pero lo hizo a pesar de no ser su costumbre. Ella lo miró, sonrió y siguió atenta al sedal. No
tardó ni tres minutos, pero cuando volvió Asia no estaba en el saliente que habían elegido, y él, desde
el primer instante, fue consciente de lo que había ocurrido, porque una punzada lacerante hendió su
pecho y le sacó el aire que resopló en el gran norte como escarcha que mata. De nada sirvió gritar,
llorar o revolver cielo y tierra. Nunca más volvió a verla, ni el mar se dignó entregar el menor resto a
playa alguna. Se la quedó, se la robó. Con saña cruel se lo quitó casi todo de un tajo, excepto una
montaña de recuerdos que cada vez que miraba a los ojos de su hijo se le venían con dulzura a la
mente. La había querido mucho, desde que se la compró al viejo padre por un centenar de pieles
relucientes, y había sabido ser una esposa entregada y buena. ¡Cuánto la echaba de menos! Aunque él
silencio lloraban, sabedores del sufrimiento que aun llevaba muy dentro aquel buen hombre que un día
cometió un descuido que había pagado muy caro. La vida castiga en exceso a los débiles, y ni siquiera
alguien tan tosco y primitivo como Arud estaba ajeno a padecer por puro amor. Lo daría todo por
volver a aquel día y cogerla de la mano para ir a casa, todo. Pero el camino ya había sido tomado, y no
se desandan los pasos que Dios ha escrito en su diario, ni siquiera por los más bonitos de los ojos
Aquella noche todo parecía ir bien, como de costumbre, sin nada más que el sonido del viento
helado que arremolinaba los árboles, pero de repente los perros comenzaron a aullar, al principio
suave, después como locos. Arud, que los conocía bien, pensó que quizás un gran oso estaba cerca
desafiando el fuego, pero al salir le sorprendió que los animales en cambio mirasen fijamente al agua,
muy agitada. La tenía a muy pocos metros. Intentó calmar a los canes, pero fue imposible. Entró en la
tienda a por el rifle a la vez que su hijo salía ya perfectamente abrigado y lleno de la curiosidad lógica
de la edad. Lo dejó ir, pero le dijo que tuviese cuidado. No quería sorpresas, y aquellos animales que
tanto conocía nunca engañaban, así que si estaban así era por algo. “Aquí cualquier cosa puede
matarte”, recordaba. No había llegado el día de morir, pero eso había que demostrarlo con frecuencia
Mientras buscaba el arma debajo de las mantas, justo entre ambos sacos de dormir, escuchó
como fuera el niño le gritaba “papá, ahí hay algo”, mientras un sonido como un gran chapoteo recorrió
el aire con todos los perros aullando de puro miedo. Fue muy impactante, y algo le electrizó el
espinazo dejándole muy malas sensaciones. Si algo había desarrollado con los años era un instinto
poderoso, perspicaz… y ahora le estaba poniendo en guardia. No era un oso después de todo, pero no
le hubiese importado vista la situación, porque no era amante de las sorpresas de la noche. Sabía que
en estos lugares eso era sinónimo de malos tragos, por lo que detestaba el azar.
Al salir vio al chico que señalaba en la dirección del agua, y sólo tuvo tiempo de distinguir un
lomo enorme con una aleta roma, mucho más pequeña en comparación a las de un tiburón. Sin
embargo el cuerpo brillante era casi el de una ballena. No distinguió en absoluto de qué criatura se
trataba, pero desde luego su presencia era totalmente anómala en un lago interior casi incomunicado
con el mar y repleto de… ¿especies extrañas? Conjeturó sin saberlo, pero los pensamientos iban tan
rápidos que se le escapaban entre los ojos regados por ríos de adrenalina. Después la cosa pareció
sumergirse profundamente, dejando una estela y varios remolinos como testigos de su velocidad y
tamaño. No tardaron en deformarse entre pequeños ruidos líquidos, pero estaba quedando un rastro
que delataba la posición a sus expertos ojos de hinuit, un sendero en el agua producto de la convulsión
interna al desplazarse grandes cantidades de líquido por la penetración de un cuerpo que debía ser
titánico.
Arud corrió por la orilla pedregosa con el único amparo de la Luna, tan paralelo como pudo a
la dirección de la turbulencia, acercándose sin apercibirse de ello al cañón Ripley, mientras su hijo le
seguía a muy corta distancia en estudiado silencio, el que su padre le había enseñado.
“Hijo mío, siempre se caza en soledad, siempre se caza en silencio. No pienses que hay animal
más sordo, ciego ni tonto que el humano, y así ninguno nunca te sorprenderá”. Llevaba ese mensaje a
rajatabla, y sabía que su padre, cuando todo terminase, sentiría orgullo de él y acariciaría su cabeza si
era capaz de mostrarse hábil para no ser descubierto. Sus manos olerían a tabaco de pipa.
Ambos, mientras saltaban de tramo en tramo, permanecían con la vista atenta a las
turbulencias, esperando para volver a ver en cualquier momento al causante de tanto alboroto. Los
perros, lejos ya, seguían aullando, aunque mucho menos. Era evidente que algo grande estaba
haciendo algún tipo de maniobra subacuática y generando corrientes muy fuertes, pero ¿con qué
violencia? ¿Con qué fuerza desatada? No debería haber peces así, y menos en una charca cerrada, por
grande que ésta fuese. Sin embargo ambos habían visto el lomo descomunal del ser, y aquello
Llegaron al cañón y se detuvieron. A su espalda estaba el gran tajo en la roca, parecido a las
puertas de otro mundo, un par de columnas negras remataban los muros tras los que asomaban
estrellas. La espada de Brandon debía haber sido enorme para hacer aquello. La marea estaba baja, así
que no veían el mar ni llegaba agua al interior del lago, por lo que el puente natural aparecía casi seco.
Se situaron frente a él mirando hacia el interior del gran anillo, iluminado por la incipiente Luna que se
aguantaba colgada muy alto pese a los vientos que amenazaban con destronarla. Las convulsiones
acuáticas iban desapareciendo poco a poco justo frente a la meseta que daba paso al cañón, y por un
momento se miraron pensando que todo había terminado, que la criatura al final se había sumergido
profundamente, desapareciendo toda posibilidad de volver a verla y dejándolos con la intriga de saber
más de ella. Pero era una sensación engañosa, porque casi sin que se diesen cuenta el agua comenzó a
abombarse hacia fuera entre reflejos de cielo, desplazada en silencio. Había algo enorme que sin duda
ascendía furiosamente y combaba la superficie deformándola como una gran lente que se levantaba
antes de estallar en millones de fragmentos. Fueron décimas lo que el gran cazador tardó en darse
cuenta de lo que estaba sucediendo, el tiempo necesario para iniciar unos pasos atrás y cubrir con los
brazos a su hijo, seguro de que algo extraordinario acontecía ante lo que sólo les restaba aguardar.
Después sucedió lo impensable, y una forma impresionante, una cosa de longitud excepcional,
saltó desde el lago entre un torrente de agua salada muy fría que resplandecía en la noche a la manera
de perlas del abismo, elevándose por encima de ambos humanos de manera imposible para volar los
treinta metros que lo separaban del océano a través del mismísimo centro del tajo de la espada y caer
en mar abierto con extraordinaria precisión, rompiéndolo con la panza del mismo modo que hubiese
hecho un cometa que produjese un maremoto. Era pisciforme, de eso no cabía duda, pero fue
demencial ver su masa suspendida en el cielo durante unos pasmosos instantes justo por encima de
ambas cabezas, mientras la copiosa lluvia instantánea propiciada por la turbulencia de las perlas del
lago violentado los empapaba. Cuando cayó al otro lado, en mar abierto, la masa de agua desplazada
por la criatura pareció también llegar al cielo, y sus olas saltaron sobre el pequeño dique natural de
contención tocando los pies de ambos testigos que permanecían mudos y llenos de asombro, incapaces
aún de entender el milagro espléndido que sus ojos acababan de presenciar. Arud había visto muchas
cosas en su vida, espectáculos en que el circo del mundo se mostraba ante los ojos humanos con la
sencillez de quien da un paso de ballet por una acera de Pekín, pero aquello no cabía en ningún
esquema. Por unos segundos temió estar sumido en un sueño singular, más la presencia del agua en
sus pies le sacó del marasmo y encumbró de nuevo hacia la insólita realidad que ambos vivían.
Aunque no lo sabía, el arco trazado por aquel gigante en su vuelo parabólico llegó a los
diecinueve metros de altura, y para alcanzarlos tuvo que desarrollar una velocidad imposible en el
medio acuático para la presunta masa de un cuerpo que el hinuit, con su buen y entrenado ojo, estimo
forteano, algo que hay que pensar mucho antes de contarlo, porque se corre el riesgo de la burla y de
que te tomen por loco, y el esquimal más adulto lo sabía perfectamente desde el primer momento que
de que la verdad no admite más que un camino, por improbable que parezca. Era un pez, si, pero
ninguno que ellos conociesen, muchos, hubiese sido capaz de saltar fuera del agua con esa violenta
fuerza y desplazarse tan enorme distancia por el aire. Había sido algo tan extraordinario que no cabía
en sus cabezas y que no se correspondía con ninguna tradición del gran norte. ¿Qué criaturas habría en
las arenas de los touaregs que aún no hubiesen sido vistas por el hombre? Cuando se habla de
extensiones desiertas el intelecto no alcanza más allá de lo que la vista conoce, y queda mucho por ver.
Por ello a veces surgen leyendas, tradiciones, los Kraken de las historias nórdicas… enormes
serpientes del tamaño de árboles en la amazonía. No es conveniente negar sin saber, como se suele
hacer, porque a veces el destino viene a burlarse de uno y lo tacha de ignorante, o más bien, la mayoría
Cuando las aguas se calmaron por fuera y por dentro retornaron sobre sus pasos.
enfriamiento. Pasaron toda la noche casi en silencio, intentando aparentar una tranquilidad que no se
correspondía con el latido de sus corazones, a pesar de que las estrellas seguían emitiendo remansos de
paz que les llegaban como efluvios druídicos tamizados con el susurro de las hojas al compás del
viento.
Cerca del amanecer, Satia acercó a su padre la pipa y el tabaco, y éste le sonrió mientras la
recogía con agrado. Era el momento de la tranquilidad, del reencuentro con la aurora, un nuevo día.
Celebrar cada uno de ellos es algo magnífico para quien desea vivir, y el amanecer es el momento
ideal para agradecer la dicha de tener ojos para seguir admirando la gracia de las cosas buenas y
sobreponerse a las malas. Amanecer es nacer, y a la vez vencer, disponer de todo un largo día para
prepararse por si ya no quedan más granos en la gran cuenta de arena. Es un compromiso para ser feliz
o buscar la dicha hasta el último momento, sin el menor derecho a desperdiciar esos segundos en nada
que no fuese seguir creciendo como un ser que nació y cumplió con su tiempo.
Entonces, justo antes de que los primeros rayos apareciesen para clarear los cielos, el agua se
abrió con gran estruendo a este lado del cañón Ripley, y las ondas llegaron a los pies de padre e hijo
mientras la convulsión amainaba y el recinto devolvía el eco. Algo muy grande había roto la
superficie.
- Ha vuelto, Satia.
El hombre dio una gran calada de su pipa y exhaló parsimoniosamente el humo mientras
- Vuelve a su casa.
No podía ser de otro modo. El lago debía ser la guarida de la única criatura de aquel lugar que
al atardecer se aventuraba a salir a mar abierto, sorteando un obstáculo imposible de un modo que
nadie habría imaginado jamás y que al amanecer volvía después de su discurrir por el mundo exterior.
Arud se sintió diferente, cómplice de un secreto que Dios le había regalado y embarcado en la causa de
la calma necesaria para averiguar cuales eran sus límites ante semejante portento. De una cosa estaba
seguro: nada sucede por nada, así que la explicación de aquello seguro que estaba ya en camino. La
única cuestión era saber en qué momento y circunstancias le sería revelada y el precio de tanto saber.
Tiempo.
Durante todo el mes posterior no comentaron a nadie nada de lo sucedido, pese a los profundos
deseos de explicación que ambos sentían. El acuerdo entre padre e hijo había sido total, y el silencio
sería lo mejor hasta saber algo más de lo que había pasado aquella noche ventosa y de amanecer claro.
Tendrían que aprender por sí mismos, aunque Arud no deseaba que su hijo se viese inmiscuido en un
fenómeno tan extraño, así que procuró desviar su lógica curiosidad hasta poder aportarle algo más.
Estaba claro que revelar algo así los llevaría al ridículo y, a lo que era peor, a que posiblemente si
alguien los tomase en serio iniciar una captura del animal que atraería excesivos curiosos capaces de
alterar hasta a sus madres si se lo proponían. Silencio, mucho silencio que nadie rompería, esa era la
consigna, y ambos la respetaron porque en el norte la palabra de un hombre aun vale más que el oro.
Desde aquel instante, Arud, cada vez que sus rutas se lo permitían, se acercaba con frecuencia a
la caldera, y desde la cima observaba el lago y la oquedad del cañón Ripley. Aprendió a distinguir las
intentando averiguar si habría alguna relación entre su aparición y esas extrañas mediciones que
habían obtenido los españoles. De ese modo, observándolo, estableció una pauta y dedujo que estaba
“¿Cuánto comerá un animal así? Mucho… No puede ser de otro modo” Pensaba. “¿Acaso
comer no lo es todo para quien no precisa de preguntarse por las cosas para dar sentido a la vida?” se
anhelando la facilidad de los insectos o la sencillez del caracol con su casa a cuestas. Después,
recordando a Asia y Satia, se daba cuenta de que no todo era tan simple a veces, y que como humano
tenía otras cosas que necesitaba más allá de los instintos primarios. “No, comer no lo es todo para el
humano, pero cuando hay hambre puede llegar a parecerlo?” El hambre es muy mala, y él la había
conocido de pequeño, cuando los exploradores llegaron y obligaron a su padre a retirarse a lugares
donde era imposible la pesca. Había costado reparar la injusticia, pero era ya un hecho pasado que no
quería recordar, aunque lo tenía siempre muy en cuenta. No es conveniente olvidar el día en que
alguien llega a tu casa y te saca de ella, porque de esos perdones surgen nuevos sinsabores.
Siguió el paso del tiempo, y como las cosas poco a poco se van inexorablemente poniendo en
su sitio sin que medie nada ni nadie, pronto comenzaron a aparecer restos de grandes animales en las
orillas de la isla, todo producto de mutilaciones tremendas, y al esquimal no le cupo duda de quién las
había producido mientras nadie salía de su asombro. Las dentelladas eran enormes, y carentes de
laceración. Parecían más bien como el corte limpio de una cuchilla de grandes dimensiones, algo…
diferente. Los científicos de las bases española y noruega le preguntaron su parecer, pero él supo
hacerse el sorprendido y guardar el secreto, aunque aun desconocía de qué tipo exacto era lo que les
ocultaba. No había constancia de ataques a barcos o humanos, así que todo estaba en la estricta esfera
natural y no sentía el menor recato en callar ante lo que parecía el asalto a la vida de un ser situado
Pero pronto esa cadena que alimentaba a todos quedó rota, la pesca desapareció, y con ella
parte del sustento. Arud supo al instante la causa de ese terror que había apartado los bancos de peces
y otros animales del lugar, y entonces comenzó a ver que la presencia del animal iba a traer
consecuencias que no esperaba ni deseaba. Sintió una mezcla de confusión, temor y lástima, porque el
Admiraba al pez, si. Lo había visto ya varias veces asomando su lomo enorme sobre el agua,
aunque desde la posición que tenía en el borde del cráter no era posible ver el cañón Ripley en la
noche y observar su milagroso vuelo. Respetaba a aquella criatura, pero se había dado cuenta de que
comenzaba con su presencia y voracidad a amenazar la subsistencia de su gente, y eso era algo que no
podía permitir. Sin embargo no iba a hablar a nadie de ello, respetaría el voto de silencio y buscaría el
modo de mitigar el problema, aunque no tenía ni idea de cómo. “Da igual, la providencia dispondrá,
como siempre”, se dijo a sí mismo, consciente de que quizás después de todo haya un guión en alguna
parte que dicta las escenas al guardián del paraíso para que las haga cumplir a los humildes actores del
teatro perdido. Y sabedor, también, de que de todos los humildes él era el que más, y por tanto, el que
con mayor holgura pasaba por la censura crítica, lo cual le ayudaría hiciera lo que hiciese. Nadie se
Una tarde en que el niño estaba con los aparejos hizo el camino sin decir nada y bajó sólo hasta
las orillas del lago. Quería respuestas, así que decidió que no habría sitio mejor para encontrarlas que
allí donde lo que se había transformado de magia en problema nació. El animal, como convocado, se
miró brillando con todo el agua rodeándolo. Pronto se sorprendió hablándole a aquella isla flotante en
“Tu y yo, pez. Parece que nada puede evitar que volvamos a encontrarnos. Espero por tu bien
que no me hagas hacerte daño, porque de algún modo estoy seguro de que eres una obra rara de Dios,
y no me gustaría enfadarle. A saber qué secretos conoces y de dónde vienes, pero lo único que me
importa es que estamos ahora juntos en la misma aventura, al mismo tiempo. Hemos coincidido aquí y
traer sufrimiento. Tu animal magnífico no lo merece, y yo tampoco. No nos hagas enfrentarnos, Dios.
Instantes después, como consciente de lo que Arud traía entre manos, el animal mostró su lomo
a escasos metros de donde el hombre estaba, y por primera vez dejó ver su esencia a la luz del día. No
tenía escamas ni nada que se le pareciese, más bien parecía duro, tosco, casi primitivo. Estaba casi
detenido frente al hombre, mostrándose sin rubor alguno, moviéndose despacio, flotando de manera
impensable en las muy frías aguas a poco más de dos grados. Pudo verlo muy bien en sus paseos
cortos. De la mitad del cuerpo hacia arriba parecía tener una especie de coraza, un armazón oscuro
muy extraño, de una pieza, y de ahí hasta la cola su cuerpo parecía más normal, carnoso, flexible,
acabado en una gran aleta. No se veían ojos, muy por debajo del nivel del agua seguramente, pero de
algún modo el hombre estaba seguro de que él estaba siendo igualmente observado, porque la fuerza
que de la criatura emanaba era extraordinaria. No sentía temor alguno por ello, era justo. Se sentó en
una roca y ceremoniosamente prendió la pipa, llenado el ambiente de sustancioso humo fresco de buen
tabaco. Era un gran momento, porque hombre y animal, congregados, se escrutaban. El deshielo había
dejado los abetos hermosos, y el agua aparecía prístina, solo alterada por la enorme isla que era aquella
nao plena de curiosidad entre reflejos de orillas que parecían muy lejanas.
“Debes irte, pez – le dijo a manera de confidencia - Si no lo haces mi familia pasará hambre, y
no puedo consentirlo. Igual que tu luchas cada día yo he de buscar mi sustento, y eso nos enfrenta.
Dio varias profundas inspiraciones a la pipa antes de hablar. El humo formó burbujas blancas
ascendentes que el viento disipó con dulzura. Todo en el entorno parecía estar atento a lo que iba a
decir aquel hombre con olor a grasas y ropaje colorido en el atardecer más silencioso que se recordaba
en el lago.
“Nadie se interpondrá entre tu y yo. Lo que tenga que suceder dependerá sólo de nosotros. Ese
es mi trato contigo. Si no te vas, veremos qué hacer hasta que uno de los dos ceda. De ese modo Dios
El aroma de tabaco flotaba alrededor entre el aire calmo que cada vez estaba más frío a medida
que el tiempo se acortaba hacia el ocaso. No tenía ni idea de qué clase de ser era aquello, pero sabía
que también estaba a punto de llegar su hora, el momento del gran salto a mar abierto
“Porque, ¿tu eres también hijo de Dios, verdad?”. Esperaba sinceramente que así fuese.
Como si hubiese comprendido el mensaje, el pez exhaló un sonido, una especie de bramido
profundo que resonó fuera del agua, produciendo ondulaciones vibrátiles que emanaban de la masa
suspendida. El aire también se estremeció con el pulso estable a veinticinco hertzios que golpeó el
pecho de su interlocutor. El hombre, entendió aquello como una respuesta a las argumentaciones
“¡Desde luego que eres hijo de Dios!” Dijo asintiendo con una sonrisa evidente.
Cuando acabó su pipa se levantó y caminó despacio hacia el cañón Ripley, mientras observaba
al pez surcando el agua junto a él, muy próximo a la orilla. Sabía que dentro de poco saltaría y saldría
a depredar en el océano, pero ahora se movía a su lado como un manso cordero. “Si me cayese al agua
no me harías nada, ¿verdad? Eres noble, amigo. ¿Por qué cazas de noche? Intuyo que eso nunca lo
En un saliente que se internaba en el lago se detuvo y agachó sin saber muy bien por qué. Fue
una llamada del instinto. Apenas lo tenía a un par de metros, inalcanzable, pero como si supiese de sus
intenciones, el pez se colocó perpendicularmente y se acercó casi hasta la misma roca. Arud se cambió
la pipa, estiró el brazo derecho, y aquella mano callosa tocó el cuerpo durísimo del animal. Ambos al
El hombre sintió que era frío, casi metálico, suave… muy pulimentado. Nunca había notado
algo así, y sólo podía asemejarlo al roce con la afilada hoja de uno de sus mejores arpones. Deslizaba
increíblemente, como si estuviese aceitado. No sabía que hubiese peces con esa cualidad, pero desde
luego, si los había, eran como éste, sencillamente de otra especie. Se sintió complacido ante aquella
sensación, y de algún modo sabía que al animal le sucedía lo mismo con él. Apretó su mano, y sintió la
presión a la contra en respuesta perfecta ¿Sería el primer hombre que conocía? Seguramente. El lugar
era tan ignoto que así debía ser, y eso era lo que cimentaba su naciente orgullo por el presente recibido.
Debía ser viejo, muy viejo. Arud sabía de sobras como eran los peces, y aquella coraza que
tocaba era extraordinaria, muy gruesa, demasiado para un animal joven. Sí, debía ser
considerablemente adulto, y por algún motivo estaba en activo después de muchos años de silencio.
¿Dónde habría estado todo ese tiempo? ¿Qué podría haber en el fondo de un lago casi desconocido
para albergar a un ser capaz de esquilmar los mares? ¿Y si no tenía fondo? Ahí se perdió, porque en la
medida de sus conocimientos, todo tenía un principio y un final, incluida cada punta de la vasta
ambos extremos, y se preguntó si no sucedería lo mismo con aquella porción de agua. Si este lugar era
un non plus ultra del mundo acuático, ¿qué habría en el otro? ¿El sitio de donde procedía el gran pez?
No podía saberlo, pero estaba seguro de que todo eran círculos dentro de círculos que alojaban otros
círculos, así que muy bien podría ser así. Extremos que a veces se tocan, produciendo aberraciones que
dejan huella allí donde interactúan. En determinadas ocasiones, en momentos extraños, Dios gusta de
jugar con sus criaturas, sí, y lo hace por caminos que no entendemos.
Arud se dio cuenta de que no podía retirar la mano, pero no por algo puramente físico. Se
sentía bien, unido. Era raro, pero su sensación era de que no había nada que temer, como si estuviese
sintiendo al animal, su pensamiento, la fuerza impresionante, y a la vez sabía que estaba transmitiendo
Ahora, merced a un estímulo que se abrió paso de repente, ya sabía por qué salía a mar abierto,
aunque lo había supuesto. Necesitaba tanta comida como no producía el lago, y su ansia ingobernable
le impelía a saltar cada noche la barrera de piedra. El hinuit estaba convencido de que, a su modo, el
ser era también un gran cazador, un perseguidor voraz que gustaba de fajarse en luchas titánicas que
siempre acababan cayendo del lado del poderoso. Usaba la noche para enfrentarse a sus piezas, y no
podía decirse que sólo abatiese a especies de menor grado, como atestiguaban los restos que iban
apareciendo por las costas. No le importaba devorar cachalotes, ballenas, peces espada… y
seguramente un millar de seres de las profundidades que nunca han sido vistos por el hombre. Sí, sin
duda se trataba de un animal muy valiente y preparado para la vida. Cada vez lo admiraba más.
metros de la orilla, mientras Arud sentía la fuerza de una mirada emitida por ojos que no había
conseguido distinguir, pero que seguro que permanecían clavados en él. El agua se convulsionó
alrededor, y al instante, como impelido por una fuerza superior, un pequeño pez coloreado del lago
saltó junto a sus pies. Mientras el hombre lo miraba agitarse otro cayó al lado. Y otro más… y así
hasta reunir un buen lote, un montón de peces frescos… listos para llevar.
“Entiendo tu mensaje, y te doy las gracias. Llevaré estos peces a casa y los dignificaré en mi
mesa”
Desde entonces, cada semana, el hombre bajaba al lago, y allí donde acampaba saltaban
centenares de peces para llenar su trineo. Desde el mismo pie del agua fumaba su pipa, y miraba a la
criatura, siempre cercana, complacida porque ambos permanecían en equilibrio perfecto. Aquellas
semanas las despensas de salazón de Arud se llenaron sobremanera, asegurando que nadie pasaría
hambre en su familia gracias a la comunión entre un animal raro y un hombre del norte. En el océano,
la fauna había casi desaparecido hasta varias millas mar adentro, pero el pez era rápido, y capaz de
bajar tan profundo que tampoco le faltaba alimento. Nada se le resistía, y así el ciclo natural seguía y
seguía mientras en alguna parte Dios seguía jugando sus dados y cruzando los círculos con maestría.
Un día de tantos como compartieron esa temporada, Arud se detuvo junto al lago, como
siempre, pero notó algo extraño, inusual. Sentía tanta y tan extraña unión con el enigmático ser que
casi podía sentirlo en la distancia, y ese día todo permanecía en una calma que ya desconocía, pero que
recordaba similar a los tiempos anteriores a la aparición de la criatura. El animal no estaba, y eso le
extrañó porque era de día, y nunca se aventuraba fuera a pleno Sol, aunque desconocía el por qué.
Instintivamente caminó hasta el cañón Ripley y descubrió, complacido, que estaba allí fuera, en pleno
Al verle llegar, el animal se acercó a la rocosa orilla despacio, y allí permaneció. Arud sabía
que algo sucedía, pero no sentía desasosiego, así que no se alteró. Miraba y miraba, se acercaba, se
sentaba, y poco a poco iba tomando forma en su cabeza una idea extraña, pero ¿qué no lo era en esa
relación? El esquimal, movido por alguna fuerza que no podía clasificar, subió cuidadosamente sobre
aquel lomo duro y poderoso, agarrándose con fuerza a la aleta caudal. Se puso de rodillas dejándose
mojar levemente por el agua gélida, y sintió como se movían despacio hacia un fin que desconocía. Se
daba cuenta de que era lo más descabellado que había hecho en su vida, pero sencillamente confiaba
en su insólito amigo, que algo tenía reservado para él. Navegaron despacio, sin que el mar alterase la
extraña unión. Las olas golpeaban la coraza con un sonido cristaliscente, pragmáticamente ensoñado y
y dijérase que aletargaba al hombre que a la grupa cabalgaba a la bestia. Así llegaron a un lugar
alejado, una zona vetada, porque allí moría el glaciar de Rahinia, un sitio por tanto muy peligroso que
El esquimal nunca había estado allí debido a los desprendimientos frecuentes que zarandeaban
el océano dando lugar a icebergs, y se sintió incómodo por la presencia del peligro en forma de
enormes bancales suspendidos, pero una emanación de calma le llegó como una brisa cálida desde su
increíble cabalgadura, que lo cuidaba de manera singular. No había nada que temer, le decía algo que
sonaba como una voz dulce, y así seguía mirando arriba las masas de hielo deseando caer a plomo
sobre ellos. El glaciar era precioso, azulado, transparente hasta donde el oxígeno atrapado dejaba
ver… un hielo viejo que nadie sabe cuando se formó arriba de la cuenca, a mucha distancia. “Al
principio fue nieve, ahora hielo, será agua pronto, y después nube. ¿Lo ves, pez? Todo son círculos”.
hacia adelante, invitándolo a bajar. Su pasajero no entendía nada, pero dejándose llevar por instintos
que sabía de dónde llegaban se acercó a una pequeña gruta natural helada que apenas subía del nivel
marino en aquellas horas de marea baja. Era un desaguadero de las bolsas de agua internas de aquella
masa de frío eterno. Parecía evidente que era su objetivo, porque en toda la plataforma no había nada
más que suscitase la menor atención. Estaba oscuro, pero se veían bien las paredes heladas, cubiertas
como si hubiesen pasado por el taller de un maestro vidriero. Hacía muy frío allí.
Lo que vio dentro lo dejó sin respiración, lo bloqueó e hizo caer de rodillas desplomado
mientras las lágrimas se abrían paso desde sus ojos como torrentes de montaña, dejándole un reguero
cálido por las mejillas teñidas de grasas protectoras. Erguida contra una pared, caprichosamente
naturalizada por las temperaturas bajísimas del agua, yacía el cuerpo congelado de una mujer hinuit.
Era una imagen inconfundible. Su esposa Asia se mostraba perfecta detrás de una capa de pocos
centímetros de hielo muy transparente. Hermosa y eterna, llevada allí por las corrientes y postergada
en la existencia para el final de los tiempos, su mortaja eran los cristales fríos del gran norte que
mantenían su presencia muy por debajo de la más rigurosa congelación. Una gran, erecta y triunfal
estatua de carne que lo miraba con dulzura detrás de su mata de pelo negro.
Arud veía las ropas recordadas, las manos blancas… las mismas botas de piel que él mismo le
había curtido el Otoño anterior al desastre… todo estaba intacto, en perfecto orden, como esperando su
llegada desde hacía… ¿Cuántos años? Parecía no haber pasado el tiempo, pero sí, lo había hecho, y
hombre pasaba. Vínculos cruzados del mundo de los círculos que abofeteaban la cordura con la fuerza
Arud no lo pensó, se abalanzó contra los hielos golpeando con tanta fuerza como cuidado y tras
liberarla con la piqueta la abrazó con fuerza, sin esperar a que se soltase del todo. Su aspecto era
rosado pese a la congelación, que la mantenía rígida. Olía a mar salada y hielo estéril, humedad
póstuma, pero debajo de eso estaba la única mujer que había amado en toda su vida. Ahora por fin la
llevaría a casa, de vuelta, y le daría un lugar donde descansar apropiado a su grandeza, un simple sitio
a donde llevar alguna rama verde en primavera. Lloraba, pero era muy feliz dentro de la consternación
que le entrecortaba la respiración y le hacía manar toda clase de jugos de una cara descompuesta.
Siguió golpeando la base para extraer el cuerpo y se hizo cortes profundos en las manos que no lo
detuvieron pese a que la sangre brotaba y manchaba la roca y el hielo. Estaba frenético e impaciente,
Detrás quedó aquel agujero rocoso, el sarcófago de piedra y hielo donde había permanecido
desde el día en que el mar la robó a la vida, mientras la colocaba en el lomo de su amigo pez, y se
disponía a partir.
“Eres sabio, pez, eres sabio… Ojalá pueda algún día devolverte esto tan grande que has hecho
por mí”
El animal que lo llevó los trajo, y sin que la noche llegara los dejó en la orilla de su playa. Saltó
portando en sus hombros el cuerpo para él divino, y al oscurecer con el esfuerzo de sus manos estaba
enterrada en un sitio que nadie sabría, porque nada había ya que remover. Cuando Satia creciese se lo
contaría con detalle, pero mientras tanto todo seguiría en calma porque hay cosas que no se pueden
explicar sin rayar la locura. Tocaba ahora disfrutar de una época de reencuentro con la paz interior.
Pero lo que Arud no sabía es que todas sus andanzas con el gran animal habían sido seguidas
por ojos que lo observaban desde lugares imposibles. La expedición noruega lo tenía todo registrado, y
de una manera fría había maquinado atrapar al ser a cualquier precio, vivo o muerto. La oscuridad se
Aquella semana Arud tuvo que recibir en su casa la visita de científicos que desconocía, gente
con escasa humanidad y carentes de sutileza con un hinuit, que le interrogaron sobre cuanto había
visto. Tuvo que hacer dibujos, descripciones, y contar cien veces lo mismo, pero nada le mitigó ni un
momento la sensación de que algo muy malo se estaba orquestando. Esos hombres no iban a parar, y
eso no debía ser bueno para el pez al que tanto debía ya.
Muy lejos de allí, presa de su insaciable ferocidad, la criatura mataba para alimentarse y a
veces sólo para su deleite instintivo de gran depredador. Lo hacía porque era así desde el principio de
los tiempos y eso la llevaba a sentirse bien, llena de sensaciones electrizantes que le creaban adicción
y aumentaban su ansia. Se sentía viva y única, dueña de las profundidades, sabedora de que nada allí
abajo podía rivalizar con ella. Pero le quedaba enfrentarse al ser humano aun.
De ese modo dejó un gran rastro de peces muertos, entre los que había tiburones, pulpos y
cachalotes a los que arrancaba enormes trozos de carne, porque le satisfacía su sabor, lo cual no podía
pasar desapercibido a los investigadores del ártico. Se deducía que resultaba difícil hacerle frente, y
era tal su rapidez que la mayoría de las veces surgía de la negrura abisal como un rayo, con las fauces
- No sabemos cómo, pero ese animal parece emitir un pulso energético, algo muy
- Algo así. Sin duda genera energía, y mucha, aunque nos es imposible aún
determinar de qué modo lo hace. Esas fueron las alteraciones que captamos en el
cráter de Isla Rahinia hace tiempo, y creo que podemos averiguar su paradero si
- Dentro de… Unas dos horas. Para entonces tendremos los datos y los
- ¿Está aquí?
- Si, hice que lo trajesen hace rato. Creo que merecerá la pena intentarlo de nuevo.
- Es un Dunkleosteus, señor. Un pez del pasado. Desconocemos qué hace vivo, porque sus
congéneres desaparecieron hace 360 millones de años. Algunos de mis colegas piensan que pudo estar
enterrado en el hielo, y que de algún modo incomprensible habría acabado libre y con la vida
recobrada, aunque eso encierra interrogantes que no sé responder aun. Este animal es muy especial,
créame, un auténtico fósil viviente. Mi colega, el doctor Hansen, le explicará algo sobre sus
características.
Arud los miraba en calma. Se les veía intentando dar una imagen de seguridad, de control, pero
el sabía que no era así. El pez los tenía muy alterados, y mal debían estar las cosas para haber acudido
- Señor Arud, antes que nada quiero que entienda que eso que hay ahí fuera es algo nuevo para
nosotros, y no me refiero a los que estamos aquí, sino al mismo ser humano. Nunca hasta ahora hemos
coexistido con él, y lo que sabemos de sus hábitos solo es producto de la deducción y de montones de
huesos enterrados profundamente de sus antepasados remotos. Ahora, el tener uno de verdad tan cerca,
nos aportará datos que desconocemos del giro que dio la evolución hace 360 millones de años, y por
eso es por lo que le pedimos que por favor nos ayude a capturarlo. Él ha establecido con usted unos
lazos extraños que parecen de afecto, si, pero solo es una bestia, un animal sin inteligencia que actúa
por instinto, y el de éste en particular supera todo lo conocido. – En la pantalla aparecían diapositivas
mezcladas en que se veían gráficos y fotos reales tomadas en el lago. Eran muchas.
Debe medir unos quince metros, y su voracidad solo es comparable con su capacidad de
ataque. El sistema óseo que tiene en la mandíbula corta como una katana japonesa, y no tiene dientes,
sino dos grandes cuchillas que corren por toda la boca. Creemos que esa estructura fue descartada por
la naturaleza por el alto coste energético que debió tener y que por ello aparecieron los dientes
individuales, pero desde luego en términos de eficacia no hay nada como eso.
En cuanto a su armadura exterior tiene casi cuatro centímetros de duro hueso, muy difícil de
penetrar, y que cubre todo su tercio superior mediante un ingenioso sistema de placas enlazadas. Ese
animal acorazado puede resistir perfectamente el impacto de una bala sin recibir daño alguno. El
motivo de semejante blindaje se nos escapa, pero pensamos que en su tiempo debió tener un
También habrá notado su extraordinaria velocidad hidrodinámica. Sin ella no podría alcanzar
esas distancias en el salto. Ese ha sido siempre uno de los grandes enigmas de la evolución. ¿Cómo
pudo aparecer semejante animal avanzado en un ambiente tan primitivo? No nos lo explicamos, pero
ahí está el resultado. Si esa criatura se reprodujera, cosa difícil puesto que no hay una pareja fértil a su
alcance, sin duda volvería a provocar una extinción completa en todos los niveles marinos, incluyendo
- Mire, comprendo en parte sus palabras, aunque me habla como si fuese uno de los
- Me temo que eso no es del todo cierto. Usted nos ha contado lo que ha querido, y
ha omitido detalles importantísimos. Tenemos las escenas en las cuales día tras día
esa cosa le proveía de peces que saltaban por su voluntad hasta la orilla para que
usted los recogiese, lo cual indica algún tipo de contacto telepático con la criatura,
y de eso no nos ha hablado. Estoy seguro de que hay más de lo que dice, y en este
- Entiendo. – Arud pensó un momento sin sentir nada de la presión que aquellos
metidos. No le gustaba nada la situación - Pero no creo que haya ninguna ley que
me obligue a ayudarles.- El científico se echó hacia atrás y soltó una sonora
hombrecillo insignificante.
- No, no la hay. Pero entendemos que sería muy bueno que cooperase con nosotros,
pues a fin de cuentas eso que hay ahí fuera esquilma los mares y hace mucho daño
a los ecosistemas.
- Ya. Y ustedes se creen con el poder de Dios para corregir lo que él ha hecho.
criatura hermosa para despedazarla o retenerla en una de sus peceras. Les contaré
algo. Hace tiempo, cuando los peces se fueron, estuve tentado de enfrentarme con
ella porque llegué a temer por la supervivencia de los míos, ¿y saben lo que hice?
- Bajé a ese lago, me senté delante de ella y le hablé. Después, de algún modo, ella
- Interpreto que yo hice una comunión donde ustedes pretenden hacer una
búsqueda de la verdad, y tan cegados que no se dan cuenta de que hay que
cosas para poder entender las mejor. Hacen de sus lagunas su enemigo, y por eso
además no somos santos, sino simples personas que podemos parecerle malvadas,
- No, no creo que sean malas personas… Tienen padres, hijos… una familia allá
lejos y un futuro entero. Están aquí porque son hombres de bien, eso me consta,
pero no son conscientes del daño que llegan a hacer para conseguir sus fines.
han planteado, y es por ello que están siempre tan lejos de la realidad.
- Ya ¿Y cual es para usted esa realidad? – La pregunta sonó con mucho aire de
suficiencia, pero el hinuit no se arredraba con nada. En el fondo gustaba tan poco
de aquellos hombres presuntamente sabios como ellos de él, y su único deseo era
- Que si la obra de Dios incluye a ese pez, entonces ese pez debe seguir ahí. Así de
que entienden algo menos de la mitad del principio. No pueden meter el pasado de
devenir de las cosas y los designios de ese creador que han derrocado en sus
adentros. – El científico guardó silencio, Estaba muy incómodo ya. - Esto les
zapadores de montaña se acercó lo más que pudo con el trineo al cañón por donde el animal salía y
entraba. No dudaron un ápice en colgarse de las laderas para tender con fuertes anclajes en la roca
siete redes de hilo de titanio, suficientemente fuertes para atrapar entre todas a la bestia cuando
El plan era muy simple, pero debía funcionar si esos aparejos aguantaban el tirón y envolvían
el cuerpo del gigantesco pez. Después, cuando se debilitase, ellos lo sedarían convenientemente. O lo
Nadie durmió, cada ojo permaneció a la espera toda la noche, escudriñando la distancia en una
tensión incómoda mientras el clima se recrudecía con velocidad. El sargento al mando escribía en sus
notas algunas líneas extraídas de la imaginación, y buscaba un nexo que le permitiese mirar al futuro
con optimismo:
“Tranquilo, Goran, tranquilo. Apunta bien. Mira atentamente a su lomo, y no dejes que nada
interfiera. En este momento no hay océano, no hay oleaje ni espuma. Solo ese animal y tú. La presa y
el cazador. Afina bien la puntería si llega el momento, porque por todos los diablos que no sabes si
Aunque nada sabía de satélites estaba siendo seguida por uno de ellos debido a los pulsos eléctricos
que de su interior emanaban como torrentes de fuego que avivaran la maquinaria muscular del
magnífico depredador que era. El tiempo resultaba ya terrible, con mucho viento y olas grandes, pero
eso no fue obstáculo para que el encuentro que la esperaba se acercase. Venía veloz y aparentemente
feliz entre tanta mar confusa, ajena a los ojos que la observaban desde tierra en un lateral del cañón
por donde entraba y salía de su morada segura, el único sitio en que gustaba descansar. A una milla de
la costa se sumergió profundamente, y cuando estaba a casi 200 metros de profundidad inició el
ascenso con un perfecto ángulo de 45 grados, como había hecho tantas veces ese verano, y se impulsó
con toda la fuerza de que era capaz mediante su imponente aleta, retorciendo el cuerpo y liberando
sacudidas tremendas de más de 350 voltios que se disipaban en el agua cercana. La claridad del
amanecer se perfilaba ante sus ojos más arriba de la última capa salada, y cuando estaba a muy pocos
metros del gran vuelo notó algo diferente, una anomalía en el lienzo que no entendía, pero siguió
adelante consciente de que ya era tarde para volver atrás porque el impulso era incontenible. Había
superado el punto de retorno, y no podía detener tanta masa lanzada sin chocar contra las rocas. Las
Así que el cuerpo de aquel gigante que navegaba impetuosamente rápido en el más logrado
hito de la hidrodinámica comenzó su ascensión fuera del agua hasta los diecinueve metros previstos
esperando volver a caer con absoluta precisión al otro lado del angosto pasaje. Pura rutina. Estaba muy
bien alimentado ese día, pero no se encontraba nada pesado, y el despegue fue tan perfecto como el de
los pequeños salmones remontando las pendientes en los ríos, solo que con una masa infinitamente
superior. En tierra el mar pareció abrirse ante quienes lo observaban, y de tanta espuma emergió la
descomunal presa de ese día extraño. Decenas de cámaras lo registraron todo con la frialdad del ojo de
ese mismo momento fueron conscientes de que aquellas redes podrían no ser suficientes después de
todo lo planeado. Se sintieron empequeñecer ante la contemplación de algo tan profano, sin duda
oculto a los ojos del mundo, porque ¿quién podría haber visto jamás algo así? Pudieron por un instante
observar los ojos del animal, aquellos que el hinuit desconocía, coronando un frontal huesudo
achatado de una sola pieza. La mandíbula impresionante que tantas vidas había cercenado se mostraba
en lo que parecía ser más una cuchilla que un conjunto de dientes, y brillaba como el acero, de un
modo mate peculiar. Era imposible distinguir el color de la piel debido a la penumbra de la mañana,
pero desde luego era oscura, aunque también llena de brillos metálicos.
Cuando estaba a medio camino en su vuelo, casi a punto de iniciar el descenso y carente de
control, la criatura percibió algo, una pared tenue que lo frenaba, si, algo parecido a una malla
transparente. Nunca había conocido una red, y por eso no la identificó. Otras seis, puestas en línea
sucesiva, lo intentaron retener en el instante siguiente mientras sus anclajes en la roca saltaban con
estrépito, pero todas fracasaron, y lo único que consiguieron fue sacarlo de la trayectoria de vuelo y
proyectarlo hacia una de las paredes, contra la que chocó con espantosa sordidez para después caer a
plomo a escasos metros de los soldados, que permanecieron hipnotizados ante la secuencia de los
Quedó tirado cerca del lago interior, sin apenas sufrir daños en la coraza y un joven soldado,
muy nervioso, salió de su escondite dando gritos de júbilo ante el terror de su compañero más
próximo, que observaba como aquel ser lo miraba todo con un ojo fiero parecido al de las serpientes.
Se notaba que no estaba abatido, sólo algo sorprendido, pero el hombre se daba cuenta de que de algún
modo seguía dominando la situación y siendo terrible. Supo lo que iba a suceder, pero era ya tarde y su
El animal se revolvió dando un tremendo coletazo, y aquel propulsor capaz de lanzarlo fuera
del agua contra toda ley natural alcanzó al soldado con un golpe seco que lo tiró contra las rocas como
un guiñapo. Se desplomó y un charco de sangre surgió al instante después de dejarse oír un crujido
monstruoso de huesos machacados. Sin duda estaba muerto desde ese mismo momento, no había duda
de ello, y todos eran conscientes de que aquella película horrible que pasaba ante ellos a cámara lenta
se estaba desarrollando en la realidad mientras el corazón se les encogía cerca de la mole impetuosa e
imparable de aquel acorazado de la naturaleza. Por mucho que te adiestren nunca te preparan para algo
así.
El pez exhaló un bufido, después un silbido penetrante, y con un peso enorme cayó al agua del
lago después de impulsarse con un escorzo del cuerpo. El sargento al mando, ausente a lo que el gran
animal hacía, corrió hacia el hombre muerto perdiendo de vista a la criatura, y sólo cuando lo tenía en
sus brazos notó como de nuevo la cosa enorme, más grande que un autobús, volaba sobre él para
amerizar en el Mar del Norte como un bólido de carne que abriese cadenas de olas, algunas de las
cuales llegaron a los pies de sus hombres. Alguien le disparó en vuelo, pero sonó a hierro contra metal.
Habían fracasado.
A 18 millas náuticas de allí el ballenero noruego Sea Horse cerraba el círculo sobre el animal
que había despedazado a una docena de cachalotes en las últimas semanas, y ahora que su bip sonó e
iluminó las pantallas radar todo el mundo pareció activarse como si tuviesen resortes en el culo.
Después de unos segundos el técnico determinó que el objeto se desplazaba de manera uniforme con
rumbo 172, a la increíble velocidad de 66 nudos, casi 120 km/h. Todos en aquel navío sabían que esa
era una cifra imposible de alcanzar en inmersión, y menos por un animal, pero la mayoría había visto
Más al sur, el submarino inglés Sword Fish, un novedoso ingenio de ataque de la clase Thule,
tenía perfectamente centrado al animal, y comprobaban con asombro los datos de velocidad y
profundidad. Nada más alejarse de Isla Rahania se había sumergido a unos increíbles 2800 metros
manteniendo los 66 nudos sin problema aparente. La idea de que se tratase de un ingenio en fase de
pruebas de alguna otra potencia tomó cuerpo, pero se desvaneció cuando el oficial de radar anunció
que sin duda era un biológico de nueva especie, aunque con un comportamiento muy raro. No estaban
El pez, muy embotado por la sorpresa al retornar a su guarida y aturdido por los constantes
pings del radar activo de los barcos se contrajo y lanzó un espasmo violento de subgraves a 20
hertzios, acompañado de un pulso, una onda que viajó a gran velocidad por el fondo marino, como un
tsunami.
repente la mitad de los aparatos eléctricos estallaron por los aires, al tiempo que muchas caras se
quedaron en blanco cuando fueron conscientes de que habían sido víctimas de un pulso electro
Era hermafrodita, y tenía que encontrar un nuevo lugar seguro para su prole.
Al día siguiente la mañana se mostró radiante, y Satia se oía alborotando alrededor del
Arud se asomó a la cresta desde la que tantas veces había visto el mar precioso, y contempló a
Asia faenando en la orilla. Sintió un escalofrío placentero, un dejá-vu, pero sólo fue un instante. No
recordaba nada del curioso sueño que acababa de tener, pero el escozor de las manos producido por
aquellas heridas profundas le resultaba misteriosamente familiar. ¿Cómo se las habría hecho? Las uñas
Bajó hacia la orilla, cerca de Asia, preguntándose si podría recoger los aparejos con tantas
laceraciones. No le importaba en absoluto dejarse la piel en los sedales si todo marchaba con la paz