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El Militante

II. Por una organización revolucionaria (3)


autor El Militante
miércoles, 22 de enero de 2003

Acción individual

o acción de masas

Curiosamente el anarquismo, que obtuvo una cierta prórroga histórica como reacción al oportunismo reformista, comparte
con éste sin embargo una raíz común: la desconfianza total en que las masas puedan jugar un papel revolucionario.

Los reformistas, al desconfiar en la capacidad revolucionaria de los trabajadores, tienden a intentar maniobrar con el
aparato burgués y acaban utilizando sus instituciones como un fin en sí mismo. Creen que así pueden cambiar
gradualmente el sistema pero, carentes de la fuerza de la clase obrera y desligados de ella acaban convirtiéndose en
un juguete de la burguesía, muy útil en momentos determinados. El anarquismo reacciona frente al reformismo con una
fraseología radical pero es incapaz de atraerse a las masas. El anarquismo, al no comprender el proceso de toma de
conciencia de los trabajadores, que es un proceso objetivo, acaban despreciándoles también y responsabilizándoles
de la pervivencia del sistema. Así la “masa” se contrapone al “individuo” como el elemento
pasivo al elemento activo.

La incomprensión de los procesos de toma de conciencia lleva a la desesperación, a la acción individual y al terrorismo:
“la acción individual” contrapuesta a la acción de masas. La compresión de los procesos, la intervención en los
acontecimientos, pierde todo el sentido en la dinámica de la “acción individual”. En aras del realismo
sustituyen la política por la química y la “violencia” que se convierte una vez más en un fetiche totalmente
desligado de los demás elementos del proceso. Johann Most, un anarquista de finales del siglo XIX que se afincó en
EEUU, publicó un folleto en 1885 titulado significativamente: “Ciencia de la guerra revolucionaria: Manual de
instrucción en el uso y preparación de nitroglicerina, dinamita, algodón, pólvora, mercurio fulminante, bombas, fulminantes,
venenos, etc., etc.”.

Ese apasionado de la “acción individual” decía que “al proporcionar la dinamita a los millones de
oprimidos del globo, ha hecho la ciencia su mejor obra. La preciosa sustancia puede llevarse en el bolsillo sin peligro, al
tiempo que es un arma formidable contra cualquier fuerza militar, policía o detectives que se propongan ahogar el grito
en favor de la justicia que surge de los esclavos víctimas de la explotación”.

Sin embargo la química no ha podido sustituir a la política ni, como diría Trotsky, la educación política no puede ser
sustituida por la sensación política.

Los marxistas no estamos en contra del terrorismo individual por razones morales sino porque dificulta el proceso de
toma de conciencia y altera la correlación de fuerzas entre la burguesía y la clase obrera a favor de aquélla.

La lucha contra el Estado burgués jamás será victoriosa si se enfoca como un simple combate de individuos armados
contra el conjunto del sistema. La ‘fuerza física’ es el lado menos vulnerable del Estado. Ningún individuo
ni comando especial puede reunir más fuerzas que el ejército y la policía.

Las ‘bajas’ causadas con el asesinato de generales, empresarios u otros representantes del Estado
burgués, son rápidamente sustituidas. En cambio las bajas que la represión puede causar entre los jóvenes y
trabajadores luchadores son mucho más dañinas y difíciles de restituir.

La experiencia de las acciones de ETA son enormemente esclarecedores acerca de los efectos perniciosos que produce
el terrorismo individual. Los atentados terroristas no sólo no ayudan, sino que dificultan tremendamente la compresión del
auténtico carácter de clase que tiene el Estado. El terrorismo individual, que es un fenómeno que tiene raíces políticas,
no es la causa de la represión, la responsabilidad de ella es de la burguesía, pero los atentados facilitan la tarea de
justificar las medidas represivas ante la población. Ayudan a justificar la aplicación de medidas reaccionarias, el
reforzamiento del aparato represivo; medidas todas que luego no sólo se utilizan contra los grupos terroristas sino contra
el movimiento obrero, juvenil y sus organizaciones.

En la medida que los grupos terroristas, o los grupos de ‘conspiración’ basados en métodos individuales,
fracasan en su enfrentamiento con el Estado ayudan a fortalecer la idea de que el Estado burgués es fuerte,
indestructible. Fortalecen la idea que más tenemos que combatir.

La acción directa organizada de las masas, aun con objetivos modestos, tiene un valor infinitamente más importante que
la espectacularidad de la acción individual. La lucha reivindicativa basada en las huelgas, en las manifestaciones ponen
en evidencia las contradicciones de todo el sistema, más allá del odio individual a sus representantes. Además, las
organizaciones de tipo terrorista, que conspiran en pequeños grupos y en la clandestinidad, tienden a crear un modo de
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vida propio, desligado de la lucha diaria de las masas, el mejor caldo de cultivo para el desarrollo de vicios
burocráticos.

Los marxistas no renunciamos al uso de la fuerza para defendernos de las agresiones de la burguesía, pero sabemos
que incluso el pilar fundamental del Estado burgués, el ejército, sufre en su seno la polarización entre las clases que se
da en situaciones revolucionarias.

Todas las revoluciones provocan tensiones en líneas de clase dentro del aparato del Estado, especialmente del ejército.
Esta escisión puede llegar tan lejos como vimos en la revolución en Portugal en 1974 en la que los soldados y suboficiales
se unieron a los trabajadores y a los jóvenes dejando a la burguesía totalmente impotente para recuperar el orden.
Cuando un movimiento revolucionario alcanza proporciones verdaderamente de masas, con objetivos claros y una
dirección decidida, la destrucción del Estado burgués puede ser una tarea relativamente pacífica. La revolución rusa es otro
ejemplo de cómo se destruyó la otrora todopoderosa maquinaria represiva del Estado zarista sin apenas derramamiento
de sangre, insignificante comparado con los accidentes laborales, los millones de muertos por hambre y enfermedad o
las víctimas inocentes de las agresiones imperialistas que se producen bajo el capitalismo.

¿Son necesarios

los dirigentes?

Llegados a este punto el argumento de los anarquistas podría ser: “sí, toda la crítica que habéis hecho al
reformismo está bien, pero tiene un problema: vuestra alternativa no elimina los líderes, ni los partidos, ni la disciplina, ni
todos aquellos elementos de autoritarismo que ahogan al individuo”. Efectivamente, para el anarquismo una
buena parte de nuestro razonamiento contra los reformistas nos la podíamos haber ahorrado puesto que el problema
fundamental de la lucha es el carácter “vertical” de las organizaciones, etc.

Los revolucionarios consideramos necesario y positivo, porque ayuda a ese proceso de toma de conciencia, estar
organizados políticamente. No todos los trabajadores y jóvenes llegamos simultáneamente a la conclusión de la necesidad
de transformar la sociedad. Diferentes experiencias, tradiciones familiares, características individuales, el enorme peso
de la rutina, las presiones de la vida laboral, hacen que esto sea así y es inevitable que una minoría llegue a conclusiones
de que esta sociedad está caduca históricamente, que es necesario acabar con el sistema capitalista, antes de que lo
haga el conjunto de la clase. La revolución jamás puede ser obra de una minoría ¿pero no sería absurdo que los sectores
de la juventud que ya han llegado a la conclusión de que hay que hacer la revolución no se organizasen para transmitir
esa idea al conjunto de su clase? ¿No sería absurdo pensar que los sectores más avanzados de la juventud y de los
trabajadores se considerasen un producto ‘ajeno’ a esta misma clase? Por último ¿no es razonable
pensar que cuanta más influencia tenga el sector más avanzado y más decidido de la clase trabajadora sobre el
resto, en mejores condiciones estará el conjunto de la clase obrera para hacer frente a los ataques de la burguesía?

El anarquismo afronta estos razonamientos con dos aspectos contradictorios entre sí: primero en la teoría dicen que
independientemente de la táctica, programa.... la actuación de cualquier grupo político (sea de derechas, de izquierdas,
reformista o marxista) es negativo por definición, porque cualquier grupo político, por el hecho de serlo, manipula la
voluntad de los individuos. En segundo lugar los propios anarquistas se organizan políticamente (aunque no reconocen
esta fatal contradicción que seguidamente demostraremos) para defender otros métodos de lucha determinados.

Hasta qué punto el anarquismo mitifica la forma en detrimento del fondo e incluso es incapaz de comprender la forma
que adquieren los procesos complejos en la realidad se ve claramente en esa diferencia entre lo que predican y lo que
practican.

En su ataque contra los “partidos políticos” (sin ninguna distinción de clase), los anarquistas atacan sus
manifestaciones, es decir su organización (que estrangula la espontaneidad) y sus líderes (que tiene como consecuencia,
siempre según los anarquistas, la sumisión de los demás a los jefes).

Reflexionemos un poco: cualquier persona que se haya preocupado de conocer mínimamente la historia del movimiento
obrero y de la primera internacional sabe que Bakunin organizó una alianza secreta dentro de la I Internacional, la Alianza
por la Democracia Socialista, por cierto, altamente centralizada y conspirativa.

Dentro de la CNT, por no hablar de la CNT misma, existía otra organización política, la FAI, independientemente de que se
presentara o no a las elecciones.

Aparte de nuestras discrepancias con el programa de la FAI, el hecho es que ésta era una organización abiertamente
política y enormemente autoritaria aplicando los propios parámetros anarquistas.

Veamos las apreciaciones que hacía César M. Lorenzo sobre la FAI: “Estructurada de manera muy poco estricta,
a base de grupos autónomos compuestos por docenas de hombres por término medio, contaba con un Comité
Peninsular... que hacía las veces de órgano de enlace... Su verdadera cohesión procedía de la intransigencia ideológica de
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sus miembros, enemigos feroces de la autoridad, de la jerarquía, de la política, del Estado, de la acción legal y de la
contemporización. Los “faístas” emprendieron la conquista de la CNT, imponiendo su radicalismo, la
violencia de su lenguaje, sus críticas incesantes, predicando cada día para el siguiente la revolución social... (...) Su
verdadero epicentro se situó en Cataluña, cuna y hogar siempre ardiente del movimiento libertario. Y no iba a tardar en
convertirse en un ‘Estado dentro del Estado’ en el seno de la CNT”*.

Como vemos toda una oda al espontaneismo. Es de destacar que el hecho de que la FAI empezara como
“grupos autónomos” no impidió que acabaran siendo un “Estado dentro del Estado”. Pretender
que la FAI, cuya cohesión se basaba en “la intransigencia ideológica de sus miembros”, fuera un grupo
apolítico, es poco menos que ridículo.

Finalmente, lo más significativo de todo eso es que, aparte de contradecirse con los postulados antiautoritarios que
conforman los pilares del anarquismo, toda la “intransigencia contra el Estado y la contemporización” no
impidió que en los momentos decisivos de la Revolución española los dirigentes de la CNT contribuyeran a la
reconstrucción de Estado burgués y contemporizaran con los postulados del estalinismo y del reformismo, como ya
hemos explicado en páginas anteriores.

El movimiento anarquista siempre ha tenido sus propios líderes. ¿No era un líder, por su autoridad moral y su capacidad
de inspiración, Bakunin? ¿No era un líder Durruti? ¿No fue un individuo con la capacidad, la trayectoria y la experiencia
suficientes para organizar a decenas de miles de milicianos en el frente de Aragón para hacer frente a los fascistas? Si
eso no es un líder ¿qué es? Es más, ¿qué anarquista, en su sano juicio, consideraría negativo la existencia de este tipo
de líderes, en plena batalla contra los fascistas? ¿Acaso no sería mejor mil líderes como Durruti?

Por último, ¿acaso Durruti no tenía que tomar decisiones en plena batalla? ¿Acaso cualquier cambio táctico del
enemigo no implicaba la necesidad de tomar decisiones que afectaban a otros individuos?

El ejemplo militar también es aplicable en tiempos de paz, en el que la lucha de clases no desaparece. Todo eso parece
obvio.

El movimiento anarquista tenía sus líderes, tenía su estrategia, su táctica, en definitiva su propia política. Si a
consecuencia de sus postulados teóricos —a todas luces impracticables— no daban a la lucha política todo
el empuje necesario, si a consecuencia de sus prejuicios no daban la suficiente cohesión al movimiento, eso es otra
discusión, pero lo que es innegable es que pese a todo —incluso la defensa del abstencionismo político— el
movimiento anarquista era un movimiento político con todas sus manifestaciones.

¿No sería verdaderamente patético que una organización que agrupaba millones de trabajadores, los más combativos,
no pudiesen tomar decisiones y llevarlas a la práctica para no incurrir en el pecado del ‘autoritarismo’?
No era cierto que estas decisiones, cualesquiera que fuesen, afectaban la voluntad de otros ‘individuos’
que pudiesen tener ideas contrarias.

¿Acaso no podemos llegar finalmente a la conclusión de que sin organización, sin actuar de una forma coordinada, sin la
aceptación por parte de la minoría de las decisiones de la mayoría, sin delegar tareas determinadas, la clase obrera se
limitaría simplemente a ser una masa indefensa de explotados a merced de las decisiones de la burguesía?

Los trabajadores y la juventud sólo despliegan todo su potencial revolucionario cuando actúan colectivamente, como
clase. Hay un principio del materialismo dialéctico según el cual el todo no es la simple suma de las partes. Eso es
verdad en la naturaleza y en la sociedad.

El hecho de que la clase obrera tienda precisamente a actuar como clase, de una forma colectiva, sacrificando sus
intereses e inclinaciones individuales por los intereses generales, es una característica peculiar de la clase obrera que la
distingue de las demás clases sociales, que surge, como hemos apuntado anteriormente, de su posición en la producción.

Un trabajador sabe que el sistema ferroviario de un país, por ejemplo, no podría funcionar sin un determinado grado de
organización. Tiene que haber una determinada división del trabajo, unos horarios de trabajo, alguien tiene que decidir
qué tren tiene la preferencia de paso cuando coinciden en su trayecto por una sola vía. La autoridad y la disciplina
también es necesaria para su funcionamiento, hay que aceptar unos horarios de entrada y de salida. Si un individuo se
dedicara a cambiar los semáforos de las vías graciosamente, siguiendo su libre albedrío, todos estarían de acuerdo en
que este empleado, muy a pesar de sus derechos individuales, debe ser apartado del trabajo.

No sólo en la esfera de la economía, también en la esfera de la lucha sindical y política los trabajadores distinguen muy
bien entre la disciplina impuesta por el patrón a la disciplina necesaria para la lucha, a la disciplina proletaria.

Esto es una característica de la clase tan poderosa, tan arraigada, tan necesaria para dar cualquier paso efectivo en el
terreno de la lucha que se reflejó en las propias organizaciones anarquistas, en la medida en que éstas estaban
formadas por trabajadores y tenían una militancia masiva.
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Cuando una asamblea de trabajadores decide si ir a la huelga o no, lo hacen por decisión mayoritaria. Si en plena lucha
contra el patrón, en la que es necesaria la máxima unidad de la plantilla a alguien se le ocurriera defender el
‘derecho individual’ de los esquiroles a romper la huelga y ponerse a trabajar, seguramente sufriría en sus
carnes todo el peso autoritario de la clase obrera. Y le estaría bien empleado.

Si cuando los trabajadores de esta misma fábrica deciden elegir un comité de huelga, compuesto por los trabajadores
que han demostrado más capacidad de lucha, más capacidad de expresión, tener más ideas, alguien saltara diciendo
que la existencia del comité en sí mismo es un acto de traición, que los trabajadores se representan a sí mismos y que por
lo tanto no necesitan que nadie hable por ellos, con toda seguridad le tacharían de un agente provocador de la policía o
del patrón.

El problema no son los “líderes” en abstracto, sino qué política defienden, cómo actúan, qué capacidad de
control existe por los trabajadores sobre esos líderes, qué posibilidad hay que del propio movimiento, por su capacidad y
abnegación, surjan personas que puedan jugar un papel destacado ayudando a su éxito.

Para el marxismo la organización tiene que estar supeditada a los objetivos de la revolución. ¿Para qué sirve una
organización sin líderes, sin mayorías ni minorías, sin decisiones? Eso se convertiría en un impotente grupo de discusión y
en la sociedad no faltará quien se sienta atraído por ello. Pero pensar que ese debe ser el modelo de lucha de la
juventud y de la clase obrera es otra cuestión.

La lucha contra

la burocracia

La lucha contra el burocratismo y contra los dirigentes con afán de privilegios constituyen una obligación en toda
organización revolucionaria. Pero esa lucha sólo se puede realizar con ideas, con participación, con un programa. Las ideas
jamás pueden ser sustituidas por bonitos “modelos horizontales” organizativos.

Por cierto, el reformismo y el estalinismo también encubren su control burocrático con ese tipo de engaños, con
“modelos federales” y “descentralizados”, cuotas femeninas, listas abiertas, etc.

Para el marxismo, sin democracia, sin participación, es imposible crear un movimiento revolucionario. Pero a eso hay que
añadir algunas cosas más: nivel político, un programa revolucionario, unas perspectivas correctas...; sin eso una
organización abandona el programa de la revolución, se burocratiza inevitablemente y ningún método organizativo, por sí
sólo, puede evitarlo.

Ni siquiera la cuestión de los liberados es un tema que se puede abordar en abstracto. La burguesía tiene su propio
aparato propagandístico, tiene sus medios escritos, tiene una cantidad ingente de recursos técnicos y humanos a su
servicio. La clase obrera tiene que enfrentarse a todo eso en su lucha cotidiana y en los momentos decisivos. ¿Acaso
no es algo positivo que las organizaciones sindicales, los partidos obreros, lidien por tener el máximo de medios
humanos y técnicos al servicio de las ideas revolucionarias? ¿Acaso no sería positivo para un verdadero movimiento
independiente de la clase obrera tener su propia prensa, sus propios especialistas en cuestiones legales, sus propios
locales, su propio aparato? ¿Acaso no es más positivo para el movimiento que las personas que han demostrado más
capacidad para desarrollar, organizar y orientar la lucha puedan dedicar todo el tiempo a ello, y no sólo el tiempo que le
resta después del trabajo?

Desde luego que la existencia de una cantidad enorme de liberados en una organización obrera, sin el control de su
base, sin que quede claro que están al servicio de la organización y de la lucha, con privilegios salariales y materiales
respecto a las condiciones generales de los trabajadores, acaban convirtiéndose en un factor muy perjudicial para el
movimiento. Es un factor más para la burocratización de una organización.

Un factor más porque no es el único; en una organización, puede haber control burocrático, formal o informal, sin que
exista ni un sólo liberado. Y eso no es cierto sólo en las grandes organizaciones sino en las pequeñas. Muchas veces la
informalidad, las organizaciones en las que nadie es responsable de nada, la inexistencia de un organismo al que se le
pueda exigir responsabilidades, es el mejor caldo de cultivo para un control burocrático de hecho por parte de una
pequeña minoría. Al final acaba decidiendo el que más experiencia tiene, el que más autoridad tiene, pero sin ningún
tipo de mecanismo efectivo de participación y de control por parte de los demás.

Eso puede darse incluso en una asociación de vecinos, en un equipo de fútbol sin la existencia, insistimos, de ningún
liberado.

En la situación actual la lucha contra la burocratización de los sindicatos no pasa por plantear que desaparezcan
“los aparatos”, “los liberados”, o “los dirigentes” en general. Por cierto, en ese
mismo tipo de propaganda se basa la demagogia fascista. En un momento determinado, cuando la mera existencia de
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sindicatos o de un cierto nivel de organización de los trabajadores es un estorbo para los planes empresariales, la
burguesía pasará a la ofensiva ideológica contra la existencia de sindicatos en las empresas, las subvenciones, los
“liberados”, el acoso de los “aparatos sindicales” a la libre empresa, etc... Lo hará con el
objetivo de desorganizar el movimiento, de atomizarlo, de confundirlo. Su táctica se basa en oponer a los sectores
más atrasados de la clase a los más avanzados, los más organizados.

Independientemente de que el planteamiento anarquista no tiene esas intenciones, lo importante es la lógica interna que
esos planteamientos implican. Unas consignas determinadas acaban determinando la composición de un movimiento y
un movimiento basado en ideas antiorganización, antiliberados, antidirigentes puede atraer, temporalmente, a sectores
luchadores de la juventud pero, inevitablemente, también resulta un referente óptimo para todo tipo de elementos
desclasados, “quemados” por el sistema pero incapaces de construir nada.

El problema no es que los sindicatos tengan un aparato, tengan liberados, etc.; el problema es para qué los tienen, cómo
se utilizan, y efectivamente en una mayoría de casos son instrumentos para la paz social, la desmovilización y la
colaboración de clases. La cuestión no es negar la utilidad de estos medios, sino el hecho de que estos medios no se
utilizan para fines revolucionarios, de impulsar la lucha, organizar el movimiento y elevar el nivel de conciencia de la
clase obrera.

Por ejemplo ¿qué podrían hacer los sindicatos frente a la privatización de la Sanidad que el PP está poniendo en
marcha a través de las Fundaciones? ¿No podrían responder sacando millones de panfletos explicando y denunciando
estas medidas? ¿No podrían organizar debates en todas las empresas importantes, en todos los barrios? ¿No podrían
impulsar la creación de comités en defensa de la sanidad pública para preparar movilizaciones contra esa medida? ¿No
podrían poner a su disposición el conocimiento y los datos de decenas de médicos y especialistas simpatizantes o
afiliados a los sindicatos para demostrar que se utiliza la medicina como un negocio más?

¡¿Qué no podrían hacer con todos los medios que tienen?! El problema no son “los liberados”, el problema
es qué tipo de liberados, sobre qué criterios políticos y organizativos se forman. Lo que hay que hacer por lo tanto no es
acabar con los “sindicatos mayoritarios” ¡ya quisieran los empresarios que ni siquiera existieran sindicatos!
Lo que hay que hacer es recuperarlos para la lucha, para los intereses de los trabajadores. Lo que hay que hacer es
poner el aparato a disposición de los trabajadores y no al revés. Eso sólo se puede hacer ofreciendo una alternativa en
positivo y dentro de los sindicatos, por supuesto no para convencer a los dirigentes sino para convencer a los
trabajadores que ahí participan. Salir de los sindicatos de clase, crear sindicatos “rojos”,
“puros”, “no contaminados”, es aislar a la vanguardia del conjunto de los trabajadores, y por
tanto, dejar el terreno despejado a la burocracia para que siga controlando estas organizaciones a su antojo.

Las asambleas

Los marxistas defendemos las asambleas y la participación democrática de los jóvenes y los trabajadores en la toma de
decisiones, frente a los métodos burocráticos de las direcciones reformistas. De hecho las acusaciones de los
anarquistas contra el marxismo en esta cuestión no tienen ningún fundamento; el problema es que para los anarquistas
el método asambleario se ha convertido en un ritual formalista.

En primer lugar una asamblea es un instrumento de participación y de decisión y de lucha del que se ha dotado el
movimiento obrero desde su existencia, no es por lo tanto un invento anarquista. En una asamblea de trabajadores en
una fábrica pueden participar todos los trabajadores, de todos los sectores de la empresa, y de toda procedencia
política o sindical, estén organizados o no. Lo bueno de la asamblea es que une a todos los trabajadores en un mismo
organismo.

Pero la asamblea no está contrapuesta por lo tanto a la existencia de organizaciones políticas y sindicales, ni a la
delegación de tareas, ni a la política, ni nada similar. En una asamblea se debaten las diferentes propuestas y luego se
toman decisiones para luchar, o bien por un convenio, por reivindicaciones políticas o de solidaridad.

Sin esa dinámica, sin ese contenido, sin ese sentido la asamblea se desvirtúa. No es lo mismo una asamblea de 500
que una asamblea de 5. No es lo mismo una asamblea donde sólo se debata pero no se tomen decisiones. No es lo
mismo una asamblea en la que nadie se responsabilice de nada, a que se tomen medidas prácticas para ejecutar lo
que se decide. En definitiva, no es lo mismo una asamblea en el sentido que hemos descrito a un simple grupo de
discusión.

Las propuestas de los partidos y de los sindicatos no sólo no tienen por qué entrar en contradicción con la participación y el
funcionamiento de las asambleas sino que pueden impulsarlas y dinamizarlas. De hecho eso ocurre así porque los
sectores más inquietos del movimiento suelen estar organizados. En la Transición, las asambleas de fábrica ligadas a
luchas por mejoras de las condiciones, de lucha contra la dictadura, de solidaridad internacional..., fueron organizadas
por afiliados a los sindicatos y partidos obreros, especialmente por militantes del PCE.

Ciertamente puede ocurrir y ocurre, que los dirigentes de los sindicatos eviten esas asambleas para que su política no
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sea cuestionada por los trabajadores, que se tomen decisiones al margen de la opinión de los trabajadores, a espaldas
de los trabajadores. Eso está mal y hay que denunciarlo activamente. Hay que fomentar las asambleas y no sólo eso,
sino también que el contenido de las asambleas sea el que interese a los trabajadores y a la lucha.

Convertir las asambleas en algo contrapuesto a los partidos de izquierda (en realidad los partidos de derechas no van a
las asambleas de trabajadores), hasta el punto de defender su desaparición o que los miembros de estos partidos no se
puedan expresar como tales en las asambleas, no puede ser más reaccionario y es un indicativo de hasta qué punto,
mediante el ideario anarquista, se puede llegar a las formulaciones más autoritarias imaginables.

Con la lógica del razonamiento anarquista sobre las asambleas se puede llegar al absurdo de que una
“asamblea” de diez personas o cien, da igual, decida lo que puede hacer o no un grupo político
determinado.

En realidad, muchas “asambleas” convocadas por los anarquistas, sobre todo en el ámbito universitario,
en las que no hay ni orden del día y se tienen discusiones interminables sobre la “verticalidad” u
“horizontalidad” de las organizaciones, sobre lo imprescindible que es la inexistencia de
“líderes”, aburren y repelen a la gente normal que realmente quiere luchar y que acaba no participando en
este tipo de asambleas. Con lo cual podríamos llegar a una situación en la que toda la autoridad de la sacrosanta
asamblea —en realidad una reunión anarquista— es empleada para desautorizar, incluso para limitar y
prohibir a los que plantean otras ideas y propuestas por el hecho de ser militantes de partidos.

Los anarquistas, según ellos mismos, nunca son militantes de partidos. En realidad se organizan en torno a unas ideas,
tienen una concepción de la sociedad, de los métodos de lucha, pero nunca crean partidos. Los partidos siempre son los
otros. Ellos sólo son una suma de individuos.

Pero los individuos que defienden organizadamente otras ideas que no son anarquistas ya pierden el estatus, también
sacrosanto, de individuo; automáticamente es un borrego, una mera “correa de transmisión”.

Ahora bien, en el caso de que los anarquistas estén en minoría en una asamblea y ésta se decida por una acción o
método de lucha determinado, contrario a los planteamientos anarquistas, entonces la asamblea “está
manipulada”, “no es auténtica”, “ha sido organizada verticalmente” tal vez porque
existía un moderador o porque la ha convocado un “partido”. Las asambleas no se pueden convocar, hay
que “autoconvocarlas” como hacen ellos (quien lo entienda que nos lo explique). En el caso de que todos
los trucos anteriores les salgan mal —porque los métodos anarquistas son en el fondo trucos organizativos para
encubrir su incapacidad de convencer con argumentos— siempre se puede actuar al margen de las decisiones de
cualquier asamblea poco ortodoxa, según los parámetros anarquistas, apelando al principio de la libertad individual
para hacer lo que a uno le de la gana.

Los marxistas sí creemos que las asambleas de fábrica, de facultad o de instituto son un aspecto clave de cualquier
lucha. Es el mecanismo por el que se deciden todos los aspectos de la lucha. Somos los primeros en impulsarlas
precisamente porque tenemos la confianza de que nuestras ideas son correctas. Podemos equivocarnos, podemos
quedar en minoría y respetaremos sus decisiones.

¿Quién decide la convocatoria de una huelga en cada fábrica, en cada instituto, hecha por un sindicato? Lo deben
decidir los propios estudiantes, los propios trabajadores de una fábrica. Eso es abecé. Pero eso no significa que las
diferentes organizaciones no puedan proponer, defender e incluso convocar actos, movilizaciones... que luego pueden
ser secundados o no por las asambleas.

Para la concepción anarquista eso no es democrático. ¿Qué es lo democrático entonces? Más concretamente, ¿cuál
sería el modelo democrático de convocatoria de huelga general de trabajadores en un país determinado según la lógica
anarquista? ¿Quizás deberían “autoconvocarse” asambleas en todas las empresas, facultades e institutos
espontáneamente y simultáneamente? ¿Quizás habría que esperar que de todas las asambleas saliesen las mismas
reivindicaciones fundamentales? ¿Quizás habría que esperar que todas las asambleas decidiesen un mismo día de
huelga casualmente? ¿No está eso alejado de las tradiciones de lucha que el propio movimiento ya ha manifestado?
¿No es eso un planteamiento que si por alguna extraña razón fuera seguido por el movimiento obrero acabaría siendo su
propio fin, su total dispersión? ¿No es por esa misma razón que el movimiento anarquista no puede dirigir un movimiento
amplio de la clase obrera sin contradecir punto por punto sus modelos organizativos teóricos?

Las asambleas deben ser impulsadas, la participación debe ser fomentada, eso es un instrumento fundamental de
cualquier lucha. Pero en esa misma afirmación reside la contradicción del planteamiento anarquista. Si se debe impulsar,
alguien lo tiene que hacer. Los anarquistas se creen que el grupo que las impulse, llámese partido, sindicato, asociación,
o lo que sea, va a dejar de serlo por hacer esa convocatoria desde el anonimato, con panfletos sin firmar, y otra serie de
medidas de “autoconvocatoria”. En realidad esto es jugar al gato y al ratón con los términos.

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