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Mito y profesía en la historia de México
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Mito y profesía en la historia de México

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Esta obra del historiador inglés está formada por cuatro conferencias en las que se intenta trazar un mapa de la historia intelectual mexicana "por medio de una comparación con el movimiento de ideas de Europa y de otras partes de Hispanoamérica". Incluye también cuatro apéndices que complementan temas como el nacionalismo revolucionario, o tratan de la relación de los intelectuales mexicanos y el poder.
LanguageEspañol
Release dateNov 12, 2010
ISBN9786071604873
Mito y profesía en la historia de México

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    Mito y profesía en la historia de México - David A. Brading

    Sierra.

    I. San Agustín y América

    Hernán Cortés, el milenio franciscano y Bartolomé de Las Casas

    I

    Las conquistas españolas en el Nuevo Mundo suscitaron pronto amargas controversias, cuyos puntos principales eran la naturaleza de los indios americanos, el origen de los títulos españoles al imperio y el carácter a menudo bárbaro de las expediciones de conquista.[1] Si el debate comenzó como una querella entre guerreros-aventureros y frailes mendicantes sobre el trato que se daba a los indios, sus términos de referencia se ampliaron pronto, a medida que entraban en la liza teólogos escolásticos y literatos humanistas. La más original de estas contribuciones provino del filósofo dominico Francisco de Vitoria, que en su Relectio de Indis desarrolló teoremas esencialmente tomistas sobre los derechos naturales para establecer los cimientos doctrinales del derecho internacional. Entre los juristas y gobernadores coloniales, sin embargo, sus ideas no encontraron mucha aprobación, tanta menos cuanto que acaparaba su atención la dramática intervención de Juan Ginés de Sepúlveda, destacado humanista que invocaba audazmente a Aristóteles para definir a los indios como esclavos por naturaleza, sólo apropiados para la sujeción. Sus alegatos fueron apasionadamente controvertidos por Bartolomé de Las Casas en un debate que se llevó a cabo en Valladolid en 1551. El dramatismo de esa famosa ocasión ha oscurecido, sin embargo, el hecho de que Sepúlveda sacó la mayor parte de su información y sus ideas sobre América y sus habitantes de los escritos de Gonzalo Fernández de Oviedo, el más importante cronista de Indias. Además, el principal oponente de Las Casas era Hernán Cortés, el más grande de los conquistadores, el cual, tanto con su ejemplo como soldado y gobernador como con su apoyo a humanistas y franciscanos, representaba la más elocuente refutación de esa interpretación de la conquista como una historia de desenfrenada destrucción y tiranía tan ardientemente pintada por el gran Protector de los Indios. Que Cortés fuese celebrado al mismo tiempo como un nuevo César y como otro Moisés es suficiente prueba de este aserto. Menos esperado resulta que en su campaña, encaminada a despojar a los conquistadores de toda aura de gloria, Las Casas se volviera ante todo hacia san Agustín. Nuestra tesis es que en el debate sobre la conquista de América, La ciudad de Dios fue un texto tan influyente como la Política de Aristóteles.

    II

    En su primera fase, la del Caribe, la actuación española en el Nuevo Mundo fue particularmente poco gloriosa, bastante falta a la vez de grandes hechos y de maestría intelectual. Si la mayor gloria de la aventura recayó en Colón, fue el aventurero florentino Americo Vespucci el que recogió el desafío filosófico de los descubrimientos, llamando audazmente Nuevo Mundo a las islas dispersas y a la apenas rozada tierra firme; un nuevo mundo habitado, según escribió, por innumerables pueblos que viven de acuerdo con la naturaleza, sin propiedad ni leyes, y que ocupaban, saludables y promiscuos, unas tierras que aparecían como un paraíso terrenal.[2] Las implicaciones de la fábula renacentista de Vespucci, tan distinta en forma y estilo de los relatos circunstanciados de los españoles, fueron aclaradas por Pedro Mártir, un humanista milanés residente en la corte española, que en su De orbe novo describía a los nativos de las Indias viviendo en un estado de naturaleza, es decir, que "van desnudos, no conocen ni pesos ni medidas, ni esa fuente de todas las desgracias, el dinero; viven en una edad de oro, sin leyes, sin jueces mendaces, sin libros… Está probado que entre ellos la tierra pertenece a todo el mundo, lo mismo que el sol o el agua. No conocen ninguna diferencia entre meum y tuum, esa fuente del mal".[3]

    Esta idílica imagen, en gran parte ficción de la imaginación renacentista, pronto quedó rota por las noticias de conflictos armados entre bandas rivales de españoles y de la devastación de los pueblos indios por aquellos guerreros. Pedro Mártir comentó que los hombres que acompañaron a Colón en su segundo viaje eran en su mayor parte indisciplinados, inescrupulosos vagabundos, y condenó mordazmente la expedición que entró en Darién: esos descubridores de nuevos países se arruinaron o se agotaron por su propia locura y sus luchas civiles, sin poder alzarse en absoluto a la grandeza de los hombres que realizan tan maravillosas hazañas.[4]

    Aunque Oviedo en su Historia general y natural de las Indias, cuya primera parte se publicó en 1535, trató de ensalzar las hazañas de su nación, admitió abiertamente que las sucesivas expediciones que conquistaron y poblaron las islas y la tierra firme del Caribe fueron demasiado a menudo culpables de los peores crímenes imaginables contra los naturales de la región, virtualmente indefensos, haciendo matanzas de pueblos enteros o reduciéndolos a la esclavitud, torturando a los cautivos o haciéndolos despedazar por los perros. No es que mostrara mucha simpatía por los indios, sin embargo, pues los consideraba más cercanos a las bestias que a los hombres, y en todo caso irrevocablemente condenados, y escribía: Esta gente es por naturaleza perezosa y viciosa, de poca fe, melancólica, cobarde, de bajas y malas inclinaciones, mentirosa, y de poca memoria y constancia… Así como sus cráneos son espesos, así su entendimiento es bestial y dado al mal.[5] En general, parece haberse alegrado del rápido despoblamiento que acompañó a la ocupación europea, alegando que su desaparición marcaba el fin del reino del demonio en el Nuevo Mundo. A pesar de esa denigración de los indios, Oviedo, que participó personalmente en la conquista de Darién, no intentó minimizar los crímenes cometidos contra ellos, que él atribuía a la dominante pasión de la avaricia. Cierto que insinuaba que las peores ofensas eran obra de hombres de bajo nacimiento, de luteranos como los Welser en Venezuela, o debidas a la influencia de otros extranjeros y sospechosos de ser judíos. Pero su prejuicio en favor de la nobleza quedaba compensado por su orgullo patriótico, pues declaraba que mientras en Francia y en Italia sólo la nobleza se dedicaba a las armas, en España todos los hombres habían nacido para la guerra, cualidad nacional que daba cuenta por sí sola de la rápida conquista de las Indias. Hombres de todas las clases y ocupaciones se alistaban en las compañías libres que, conducidas por capitanes o caudillos y gobernadas por la estricta disciplina militar, se abrían paso a través del Nuevo Mundo en busca de oro y de esclavos. Comparables a las bandas que invadieron Francia durante la Guerra de los Cien Años, pero equipadas ahora con armas de fuego, esas compañías fueron licenciadas por la Corona y justificaban sus expediciones invocando la fe cristiana. Parodia salvaje, más que perpetuación de la cruzada, la mentalidad medieval que obsesionaba todavía a muchos de los caballeros-compañeros que guiaban esas expediciones se ve del mejor modo en la propuesta que hizo Oviedo a la Corona en 1519, de que se estableciera una orden militar en el Caribe, con una casa matriz en Santo Domingo y cien caballeros para patrullar los confines del imperio.[6]

    Esta tétrica imagen de saqueo desenfrenado en un paraíso tropical habitado por ignorantes salvajes se transformó de pronto por completo gracias al descubrimiento y la conquista de México, pues allí —por fin— los españoles, conducidos por Hernán Cortés, se alzaron a la altura de la ocasión. La decisión de un poco más de 500 hombres de abandonar sus naves y marchar hacia el interior; su batalla contra toda probabilidad con el estado montañés de Tlaxcala; la primera visión de la ciudad-isla de Tenochtitlan; la bienvenida ofrecida por Moctezuma y la ocupación de su palacio; la ignominiosa huida a lo largo de las estrechas calzadas de la ciudad durante la Noche triste y el final sitio de tres meses a la capital de México: todo esto daba materia a una historia épica que cautivó la imaginación de Europa. Historia contada primero que nadie, naturalmente, por el propio Cortés en sus cartas al emperador Carlos V, cartas hábilmente escritas para magnificar el dramatismo de aquellos acontecimientos.[7] Basta asomarse a la Historia general de Oviedo para ver cómo la conquista de México sobrepasa a todos los demás relatos de conquista y de exploración, tanto por su intensidad dramática como por su intrínseca nobleza. Nada amistoso hacia Cortés, Oviedo tuvo cuidado de comentar el lado oscuro de la historia: la gratuita matanza de la población de Cholula ordenada por Cortés, el ataque no provocado de Alvarado a la joven nobleza indefensa de Tenochtitlan, y la manera inescrupulosa en que Cortés repudió la autoridad de su patrón, el gobernador real de Cuba, Diego de Velázquez. Sin embargo, la pura grandeza de los acontecimientos de México llevó a Oviedo a ensalzar al conquistador como un nuevo César o un nuevo Ciro.[8]

    En sus cartas, Cortés subrayaba que en México los indios iban vestidos, vivían en ciudades populosas con casas estucadas y templos grandiosos; que tenían un clero organizado y una nobleza guerrera y que Moctezuma era un gran señor que vivía en un vasto palacio con sus propios jardines, su zoológico privado y sus pajareras. Comparaba a Cholula con Granada y estimaba que Tenochtitlan era igual en tamaño a Córdoba o Sevilla, con su gran mercado con cabida para más de 50 000 personas. En una palabra, presentaba una imagen atractiva de una sociedad avanzada, muy alejada del mero estado de naturaleza que se encontraba en el Caribe; una sociedad, sin embargo, afligida por la idolatría generalizada y los sacrificios humanos practicados en una escala nunca imaginada. Al mismo tiempo, Cortés exaltaba el valor heroico de su banda de guerreros, que luchaban por Dios y por el Rey contra números inenarrables de indios bien armados. La trágica destrucción de Tenochtitlan después de una heroica resistencia por parte de los aztecas, sostenida tanto contra sus antiguos aliados y súbditos como contra los españoles, le recordaba la caída de Jerusalén. Interpretó hábilmente los rumores entre los indios de un regreso del dios Quetzalcóatl, informando que al principio Moctezuma acogió a los españoles como mensajeros de los dioses, y luego, después de oír a Cortés, aceptó abiertamente la autoridad de su soberano, residente en Europa, cediendo así efectivamente su reino a España. En un lenguaje atrevido, Cortés anunciaba que había ganado para Carlos V un imperio tan grande como el que el monarca acababa de adquirir en Alemania.[9]

    Era tal la habilidad con que Cortés presentaba su caso, apoyada por el evidente provecho de la hazaña, que el emperador perdonó su acto de rebeldía contra Velázquez, el cual, como observaba Pedro Mártir, había despertado en la corte temores de que quisiera hacerse rey, y lo reconoció como gobernador, recompensándolo más tarde con el título de marqués del Valle de Oaxaca.[10] Para entonces Cortés había asignado a sus principales seguidores encomiendas, es decir, dotaciones de indios que desde ese momento tenían que proporcionar trabajo y bienes a su señor, dotaciones que no implicaban por sí mismas ninguna concesión de tierras o de jurisdicción. Aunque Cortés consiguió la aprobación real de su propio estado miniatura de 30 000 tributarios, fuerza de trabajo que utilizó para una variedad de empresas económicas, no logró ser nombrado virrey. Además, cuando regresó a España por última vez, en 1540, encontró que la estrella de Las Casas estaba en ascenso, pues la corte se preparaba a poner coto a los abusos en el sistema de encomiendas. La subsiguiente rebelión de Gonzalo Pizarro contra las reformas sólo sirvió para ennegrecer más aún la reputación de los conquistadores de las Indias,

    Fue en el clima adverso de los años 1540 como Cortés cultivó un círculo de humanistas y alentó en particular a su capellán, Francisco López de Gómara, hombre educado que había residido algunos años en Italia, a escribir la historia de las conquistas, de manera que preservase el buen nombre de los conquistadores para la posteridad. Publicada en 1552, la Historia general de las Indias y conquista de México fue más notable por su estilo y su perspectiva que por su sustancia, pues es poco más que una paráfrasis de Oviedo y Cortés, completada con un muestrario de otros relatos de la conquista e informes de misioneros sobre las costumbres indias. El propósito general del texto era exaltar la grandeza de los acontecimientos del Nuevo Mundo y destacar los logros de Cortés. El enfoque triunfalista de Gómara queda ejemplificado en su dedicatoria inicial a Carlos V y en su elogio conclusivo de los españoles:

    […] la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias; y así las llaman Mundo Nuevo. Y no tanto lo dicen por ser nuevamente hallado, cuanto por ser grandísimo y casi tan grande como el viejo, que contiene a Europa, África y Asia…

    Nunca jamás rey ni gente anduvo y sujetó tanto en tan breve tiempo como la nuestra, ni ha hecho ni merecido lo que ella, así en armas y navegación como en la predicación del santo Evangelio y conversión de idólatras; por lo cual son los españoles dignísimos de alabanza en todas las partes del mundo. Bendito Dios, que les dio tal gracia y poder.[11]

    La ventaja de una educación humanista no le llevó, sin embargo, a considerar al indio americano con simpatía, ya que en general se limita a repetir el tremendo catálogo de vicio e imbecilidad establecido por Oviedo, poniendo muy en primer término los sacrificios humanos, la sodomía y el canibalismo. El régimen de Moctezuma quedaba destacado por su tiranía y sus crímenes, de tal manera que la conquista podía describirse como una liberación que traía a la vez el cristianismo y la civilización: Con letras se convertirán en verdaderos hombres.[12]

    Fue asimismo durante la década de 1540 cuando Juan Ginés de Sepúlveda, otro humanista educado y residente también durante muchos años en Italia, escribió su diálogo Democrates alter, que justificaba la conquista sobre la base de que los indios eran esclavos por naturaleza, es decir, deficientes en la prudencia y el dominio de sí mismo propios de un hombre adulto, culpables además de vicios antinaturales. En cambio, entre todos los pueblos de Europa, los españoles eran especialmente famosos por sus dotes guerreras y de gobierno y, por tanto, más adecuados para la misión de llevar el Evangelio y la civilidad a los pueblos conquistados de América. No sin razón citaba Sepúlveda a Oviedo como su principal autoridad, puesto que se volvió hacia su crónica en busca tanto de datos como de confirmación de sus prejuicios. Si Cortés, que lo conoció en la corte, lo alentó o no activamente a escribir el diálogo es una cuestión todavía no resuelta.[13]

    El aspecto más intrigante de esta intervención humanista es hasta qué grado esos estilistas clericales (pues tanto Gómara como Sepúlveda eran sacerdotes seculares) se limitaron a adornar con un brillo literario los escuetos relatos de los conquistadores.[14] Mientras que aquellos humanistas que habían sufrido la influencia de Erasmo y del Renacimiento cristiano del norte atacaban el concepto mismo de una guerra justa y denigraban la persecución de la gloria militar, Sepúlveda en cambio, en un diálogo anterior, había defendido la compatibilidad esencial de la moralidad cristiana y el código guerrero, alegando que la gloria era la recompensa de la persecución honorable de la virtud, alcanzada tanto en el campo de batalla como a través del estudio. En otra ocasión había conminado al emperador a dirigir su ejército contra el turco y ganar el mayor imperio conocido en la historia.[15] Así, aunque su sentido del estilo y de la forma literaria distinguía claramente a hombres como Gómara de un cronista como Oviedo, que no conocía en absoluto el latín, no dominaba mucho el estilo y estaba todavía encerrado en una trasnochada cultura medieval de caballería, en cuanto sentimiento y perspectiva de los acontecimientos se mostraron sin embargo notablemente parecidos. Al mismo tiempo, el legado del espíritu de cruzada de España, combinado con la euforia que acompañó a la subida al trono de Carlos V, impidió al parecer toda asimilación directa de Maquiavelo y de su doctrina de la primacía de la vida política y la virtù personal sobre los valores cristianos. Una posible indicación de un giro en esa dirección es la observación de Gómara sobre un capitán español de Italia, famoso por su valor, su avaricia y su crueldad: Empero la rosa de las espinas sale, y por milagro ay gran virtud sin vicio.[16]

    En lo que Cortés se distinguía de la mayoría de los conquistadores de la primera camada era en su activo apoyo a la misión franciscana. Según una crónica de esa orden, el acto más importante de su vida tuvo lugar cuando se arrodilló en el polvo ante la nobleza de México, tanto india como española, reunida, para besar las manos de los 12 frailes cubiertos del polvo del viaje que venían a pie y descalzos desde Veracruz.[17] Reclutados en la provincia reformada, de reciente creación, de San Gabriel de Extremadura, esos franciscanos observantes estaban animados por la vívida esperanza de un renacimiento de la Iglesia en el Nuevo Mundo. Y sus esperanzas no quedaron enteramente frustradas puesto que, después de una fase inicial de frialdad, debida en parte, sin duda, al vigor con que los frailes derribaban sus ídolos, los indios venían en masa a escuchar las noticias del dios cristiano. Durante las décadas siguientes, se bautizó en masa a miles de ellos y los hijos de la nobleza fueron enviados a los conventos para ser educados y más tarde empleados como intérpretes y acólitos. El calendario litúrgico católico se explotó plenamente, con una elaborada ronda de procesiones, representaciones de la pasión y la natividad, danzas, fiestas, misas al aire libre, instrucción diaria y sesiones penitenciarias, todo ello diseñado para sustituir al ciclo pagano de ceremonias. Si hemos de creer a los cronistas, los indios adoptaron su nueva religión con gran entusiasmo, sumergidos temporalmente en un movimiento de euforia ritual. Más aún: en el espacio de una generación, las órdenes mendicantes —pronto se unieron a los franciscanos los dominicos y los agustinos— lograron reasentar a la mayoría de la población concentrando las aldeas dispersas en nuevas poblaciones, todas ellas trazadas sobre un sistema de rejilla que partía de una plaza central invariablemente dominada por una iglesia parroquial de altas bóvedas y de una sola nave, construida en estilo gótico pero generalmente decorada con una fachada renacentista o plateresca.[18] Nada de esto hubiera sido posible sin la activa protección de Cortés y de los dos primeros virreyes, Antonio de Mendoza y Luis de Velasco, que utilizaron efectivamente a los frailes como guardianes políticos de la comunidad india. Al mismo tiempo, la nobleza india cooperó activamente con la misión, organizando los turnos de trabajo necesarios para construir las iglesias. Durante aquellos primeros años, los mendicantes creían claramente que la Iglesia primitiva había renacido en la Nueva España, con sus parroquias administradas por los religiosos y con sus obispos nombrados dentro de esas órdenes, que, libres del peso de riqueza y pompa que afligía a la jerarquía en Europa, se consagraban a la instrucción de su grey. De hecho, el primer arzobispo de México, Juan de Zumárraga, franciscano familiarizado con los escritos de Erasmo, preparó un catecismo que expresaba la doctrina cristiana en un lenguaje sencillo y bíblico. Del mismo modo, en Michoacán, el obispo Vasco de Quiroga estableció hospitales en todos los pueblos indios y organizó dos comunidades según los lineamientos que le había sugerido la Utopía de Moro.[19] En una palabra, hay una cualidad luminosa, eufórica, en la conquista espiritual de México, una cualidad que se encuentra expresada de la mejor manera en los escritos de fray Toribio de Motolinía, pero que se cierne también en los recintos de las iglesias en Huejotzingo, Acolman y Tzintzuntzan, para sólo nombrar unas pocas.

    Las crónicas que tratan de este periodo celebran a la vez las virtudes de los indios y la devoción de los frailes. Había una inesperada simetría en la relación entre los aborígenes de México y sus mentores europeos. Para los mendicantes, cuyo principal ideal social era la pobreza, la exigua dieta de los indios, la escasez de sus posesiones materiales y la ausencia en ellos de todo espíritu adquisitivo eran señales de sencillez evangélica. Además, los indios eran notablemente obedientes a sus superiores y por naturaleza, especialmente cuando se los comparaba con los coléricos inmigrantes de Castilla, generalmente flemáticos e indóciles. Estas eran las cualidades en que pensaba aquel misionero que afirmó más tarde: En el mundo no se ha descubierto nación o generación de gente más dispuesta y aparejada para salvar sus ánimas que los indios de esta Nueva España.

    No hace falta decir que para ganar esas almas se necesitaba una ejemplar dedicación por parte de los frailes, de los que se suponía que debían

    andar descalzos y desnudos con hábito de grueso sayal, cortos y rotos, dormir sobre una sola estera con un palo o manojo de yerbas secas por cabecera, cubiertos con sólo sus mantillos viejos sin otra ropa […] su comida era tortillas de maíz y chile, y cerezas de la tierra y tunas […]

    Además, este agotador régimen físico iba acompañado de la necesidad de adaptarse al carácter mismo de sus neófitos: Conviene que dejen la cólera de los españoles, la altivez y presunción (si alguna tienen) y se hagan indios con los indios, flemáticos y pacientes como ellos, pobres y desnudos, mansos y humildísimos como lo son ellos.

    Leer esas crónicas es entrar en el mundo de los Fioretti de san Francisco, donde la santidad se expresaba todavía en noches pasadas en oraciones y autoflagelación.[20] Pues tanto los frailes como los indios vivían en un universo espiritual donde unos hombres santos, sometiendo sus cuerpos por medio del ayuno y la penitencia, luchaban contra Satanás y su ejército de demonios que, encarnados en las deidades nativas, habían gobernado el valle de Anáhuac durante tanto tiempo.

    Un elemento esencial de la misión era el estudio del lenguaje y las creencias religiosas de los indios. En eso los franciscanos tomaron una vez más la delantera, por un lado imprimiendo gramáticas, vocabularios, libros de oraciones, catecismos, sermones y hasta extractos de las Escrituras, y por otro lado examinando sistemáticamente la religión aborigen, sus ideales morales, su panteón de divinidades y el calendario de sus fiestas. Las encuestas iniciales de Motolinía y Andrés de Olmos habrían de servir tanto a Las Casas como a Gómara, y culminaron en el establecimiento del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, donde Bernardino de Sahagún enseñaba latín a un número selecto de alumnos indios, y a la vez, finalmente, con la colaboración de esos alumnos, produjo la Historia general de las cosas de la Nueva España, texto monumental a dos columnas en náhuatl y español que ofrecía un panorama enciclopédico de la religión india, punto de partida todavía hoy para toda investigación sobre ese tema. Para justificar el estudio del paganismo al que se dedicó toda su vida, Sahagún citaba el ejemplo de La ciudad de Dios de san Agustín y argumentaba que, sin un conocimiento completo del pensamiento y la práctica de los indios, la Iglesia no podría esperar erradicar la idolatría o ni siquiera percibir sus diabólicos subterfugios.[21]

    Describir así la conquista espiritual es por supuesto repetir lo que escribieron los cronistas. Había un lado oscuro en la historia que merece mencionarse. Motolinía no ponía reparos a la necesidad de una conquista armada antes de la entrada de la misión cristiana: la alternativa era el martirio inútil. Además, los mendicantes no vacilaron en derribar ídolos y arrasar templos. Más tarde, no rehuyeron azotar, encarcelar, exiliar y, por lo menos en una famosa ocasión, quemar a cualquier sacerdote o noble indio recalcitrante.[22] No menos importante es el hecho de que la euforia de las primeras

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