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PERTENENCIA E IDENTIDAD

Notas sobre el ser rosaleño

Se ha hablado mucho sobre el término identidad, se ha incluido en numerosos


discursos y se ha mencionado hasta el cansancio. Agota insistir en este concepto
si es tan vacío a veces, y tan complejo y profundo otras tantas. Por lo tanto será
un desafío afrontar un intento más, aportar otro punto de vista o enunciar nuevos
contenidos destinados a su dilucidación.
Aclaremos lo siguiente, no es cuestión de discutir si los rosaleños tenemos o no
identidad, si merecemos tenerla o no, o si constituimos un grupo humano extra-
ño que luchamos por albergar alguna. Con respecto al conflicto por detentarla, a
los esfuerzos por instituirla, o si debemos esforzarnos hasta el límite de nuestras
fuerzas, tampoco creo que deba ser así.
Ninguna comunidad después de más de cien años de existencia –una historia-,
con un espacio propio geográfico y políticamente bien determinado, con una po-
blación arraigada, mayoritariamente estable, con instituciones, organizaciones
comunitarias y estructura social bien definidas, carece de identidad. Entonces
¿de qué hablamos cuando hablamos de identidad? Quizá no sepamos describir
esa identidad, no sepamos descubrirla, hacerla visible, resaltarla, mencionarla
con todas las letras, o simplemente llamarla de alguna manera, si es que se pue-
de poner en palabras algo tan vital y sustancial como la forma del ser de una co-
munidad como la nuestra.
Muchos hemos fundido identidad y autonomía. Más, hemos enarbolado como
bandera de lucha, para abonar y ahondar en nuestra identidad, la cuestión de la
autonomía y de sus precursores, pero no supimos con claridad definir por qué esa
palabra ha prendido con tanta fuerza en los discursos y mensajes de políticos y
jefes administrativos de nuestros últimos gobiernos, específicamente desde el
año 1983 aproximadamente. Poblaciones como la nuestra son desde hace mucho
tiempo comunidades autonómicas, o deberían serlo, teniendo en cuenta los ins-
trumentos jurídicos-políticos y administrativos que nos rigen en el orden provin-
cial. El hombre, la mujer, integrante de este conjunto de habitantes no debe de
estar muy comprometido ni compenetrado de esta situación, propia de cualquier
Distrito, si nuestros dirigentes creen que deben apelar continuamente a esta ter-
minología a los fines de estructurar políticas de estado o hacer valer derechos so-
bre asuntos relativos al desarrollo y el bienestar comunitario. Siguiendo con esta
lógica, somos autonómicos, tenemos una identidad, por lo tanto no debemos pre-
ocuparnos por esto, más bien deberíamos preocuparnos por alcanzar mejores ni-
veles de bienestar y confort como sociedad, aprovechar bien nuestros pocos o
suficientes recursos, y hacer que nuestro futuro sea venturoso para nosotros y
nuestros hijos. Este es otro discurso o suena así, pero se sustenta en otros pará-
metros y no gira en el vacío de lo redundante o anacrónico. Al menos debería ser
así, pero la realidad de estos últimos años ha demostrado que en verdad no es
así.
Con respecto a nuestras carencias, a los conflictos jurisdiccionales, y a las dispu-
tas con el estado nacional y provincial sobre nuestros derechos heredados que
atañen a la geografía del Distrito y a los bienes, constituyen cuestiones sin resol-
ver, y hacen a políticas de estado que nuestros políticos tienen que tomar en se-
rio para poder explicar a sus conciudadanos y determinar así los caminos a se-
guir para alcanzar esos objetivos, considerados como vitales y estratégicos para
el crecimiento de la sociedad toda. Somos una sociedad autónoma y gozamos de
una férrea identidad como para llevar adelante esos reclamos con la suficiente
energía y potencia ante los poderes que correspondan. Explicarle a la población
que si luchamos sólo por esos objetivos alcanzamos o nos dirigimos hacia nues-
tra autonomía plena, es como reconocer la no existencia de la misma.

Detengámonos en el sentido de pertenencia ahora. Nadie puede negar que el


sentido de pertenencia tiene una dinámica producto de factores de distinta natu-
raleza. Está estrechamente unida al arraigo, y por supuesto al desarraigo. Arraigo
es fijarse en un lugar, crear raíces, vincularse de tal manera que la acción de ale-
jarse entraña una actitud o consecuencia emocional, y no sólo física o material.
Nuestra consolidación en un emplazamiento determinado hace a ese sentido de
pertenencia que nos ata, nos une a la tierra y nos compromete desde todo punto
de vista, las raíces se hacen profundas, y la raigambre se torna ser, ser con la tie-
rra y con todo lo que nos vincula. Pero, no se constituye en un asunto individual,
de un ser único, aislado, todo lo contrario, se hace y tiene sentido en tanto y en
cuanto forma parte de una comunidad, donde los intereses individuales se pier-
den en el conjunto y se funden hacia un destino común. Es el amor por el terru-
ño, por el lugar, entendido éste por un espacio vivido con una localización con-
creta y un sentido de pertenencia. Cuando ese sentimiento se hace muy firme, se
consolida, se dice que echa raíces, es cuando nos comprometemos emocional-
mente, y comienza a tener historia. No creo que en Cnel. Rosales no haya indivi-
duos con tales sentimiento de arraigo y pertenencia.
Si avanzo un poco más y hablo de historia, de memoria, de vida, de compromiso
y de objetivos comunes, también hablo de conciencia, de conciencia territorial,
del ser y el tener del lugar y de sus habitantes. El término conciencia del lugar
tiene mucho que ver con la raigambre, con el sentirse parte de un destino co-
mún, pero esa conciencia es vital, cobra vida, cuando se torna activa, se hace
uno con los objetivos primordiales y siente que debe avanzar y dinamizarse hacia
nueva y mejores formas de vida, es la supervivencia y los deseos de perpetuarse
de la comunidad toda como un ser vivo que siente que debe luchar por su vida y
su existencia. Y la conciencia se hace historia en la medida en que no sólo com-
prende su futuro, sino que aprende y se apropia de los ejemplos y los mejores
modelos, que motivaron y dieron forma a los objetivos primeros y sustanciales.
Muchos otros lugares aceptaron o fueron receptores de grupos de hombres de
otras latitudes del interior del país, de nuestro país, y del exterior. Las migracio-
nes provocadas por ciertos emplazamientos militares a través de todo nuestro te-
rritorio, especialmente hacia bases navales, es un claro ejemplo de cómo se
constituyeron comunidades con rasgos peculiares, entre ellas la nuestra, caracte-
rizada por la inestabilidad del grupo y el asentamiento permanente de otros, con
rasgos culturales de un cosmopolitismo provincial o un provincialismo cosmopoli-
ta dotado a veces de insuficiente sentido de pertenencia o conciencia territorial.
Y éste es el caso.
No vamos a tocar –aunque deberíamos-, las implicancias políticas (partidarias o
no) de tales atributos de nuestra comunidad, instituida a través de ya muchos
años de consolidación y cimentación. Vamos a recalcar los fenómenos socio-cul-
turales que se generaron a partir de ese perfil peculiar.
En una nota anterior hicimos hincapié en la necesidad de construir una fotografía
dinámica de la geopolítica de nuestro lugar. Ahondar en las entrañas más profun-
das y vitales de nuestro ser, como territorio y comunidad. Un punto de partida
para el desarrollo de políticas de estado, un alerta también para nuestros dirigen-
tes en todos los órdenes de la vida comunitaria. Comprender, entonces que el
arraigo, el sentido de pertenencia y la conciencia territorial son factores funda-
mentales para ese objetivo, y entender que la peculiaridad de nuestra población
reside en ciertas características producto de su condición estratégica en el lugar
que ocupa y de su origen como asentamiento cívico-militar, es comenzar a des-
cribir esa identidad de la que hablábamos al principio. Memoria e historia toman
sentido y se constituyen en fuente y origen de la naturaleza de nuestro ser rosa-
leño.
Por supuesto hubo y hay grupos, y hablo de vecinos, que se sintieron mucho más
comprometidos con los destinos comunitarios que otros quienes aún piensan que
su paso es efímero por este rico y bello territorio. Aquellos sumaron esfuerzos su-
premos y sacrificios vitales a ese sentimiento de pertenencia, o lo que deseo ex-
plicar, constituyeron una conciencia profunda sobre la indefectible necesidad de
afianzar una comunidad y un territorio propios, de los rosaleños, para los rosale-
ños y su descendencia futura. Quisieron, sintieron la necesidad de quedarse para
construir su patria chica, darle el perfil fundacional necesario y dotarla de la vita-
lidad que toda localización con sentido de pertenencia requiere. Estos otros gru-
pos que creen en su leve paso seguirán siendo los no-lugareños, aunque no ha-
blen ni digan nada, ni se constituyan u organicen en instituciones, tendrán poco o
nulo interés en este terruño y no dejarán nada que enriquezca o abone este para-
je. Se identifican como producto de una realidad incuestionable, su compromiso y
su conciencia están determinados por una situación institucional irremediable, y
su estabilidad será la de otros destinos impuestos desde fuera. Acá la adverten-
cia se asienta en la complicidad, en la no tan extraña fusión entre aquellos que
esgrimen su no compromiso en su fugacidad y los otros que, aún ocupando posi-
ciones dirigenciales sociales y políticas, aún siendo legítimos hijos de esta tierra,
creen que su sentido es ahondar la no pertenencia con falsos compromisos y es-
caso arraigo. Una deformación de la naturaleza peculiar de este lugar, no hay
duda.

Héctor Correa
Punta Alta, 13 de febrero de 2008

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