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En luna de sangre

Por Shaka

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En luna de sangre

Por Nisa Arce (Shaka)

http://nisarce.blogspot.com

El fanfiction no persigue ningún afán lucrativo. Prohibida su venta y/o


alquiler. Todos los derechos de autor sobre los personajes pertenecen a Yoko
Matsushita, creador de Yami no Matsuei.

Ilustración: Monstarling (http://monstarling.deviantart.com)

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Capítulo 1: Alma de cristal

Kyoto seguía conservando su magistral atmósfera de antigua capital de


Japón. El Palacio Imperial, vetado durante siglos, encerraba tantos secretos
como cualquiera de sus calles, casas e incluso habitantes.
El aire allá era distinto, cargado de hordas espirituales difícilmente
explicables. La tradición parecía haberse olvidado del transcurso del tiempo,
haciendo caso omiso a la oleada de modernidad que sin piedad llegaba desde
Tokio.
Quizás por querer dar un paso hacia dicha nueva era, la familia Okihide,
una de las más respetadas y con mayor peso histórico de la ciudad, había
concertado el matrimonio de la menor de sus hijas con un prometedor joven de
la caótica urbe.
Gemmei había sido educada en los estrictos parámetros de la alta
sociedad. Muchacha célebre entre la aristocracia por su belleza sobrehumana,
poseía un carácter apacible, y de sus irresistibles labios nunca salía una negativa
dirigida a sus padres, mucho menos en lo concerniente al trazado de su futuro.
La boda se celebró en el templo que los Okihide regentaban. Ataviada con
el pesado kimono ceremonial, pudo conocer a su marido durante el transcurso
del evento. Reijiro era apuesto y formal, tal y como correspondía al
representante de la siguiente generación de médicos del clan Muraki. Desde los
años de la última Era sus antepasados habían ejercido la medicina. Su abuelo así
había hecho, su padre también, y sobre él caía la responsabilidad de legar el
testigo a un futuro descendiente.
Pese a la frialdad de la ceremonia, fue un día feliz en el que la ilusión y los
deseos de prosperidad envolvieron a los esposos, los cuales marcharon a la
mansión que en herencia a ella correspondía, donde fijaron su residencia.
Cuatro años habían transcurrido desde el casamiento, y el amor
incondicional que Reijiro sentía hacia su mujer no había cambiado un ápice. Sin
embargo, cada despertar era una tortura, pues la veía caer en un abismo del que
no podía salvarla.
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Deprimida, ella hacía uso de cuantas sustancias se encontraban a su
alcance. Maestra en el milenario arte de la química, heredado directamente de
las Geishas, sabía cómo obtener pócimas a base de ingredientes en teoría
inofensivos. Según la dosis administrada y el propósito de la formulación, podía
elaborar desde potentes afrodisíacos a mortales venenos que acabaran con toda
una corte sin dejar restos delatores en los cuerpos.
Los alucinógenos eran su único consuelo para escapar a la presión a la
que estaba sometida. Tanto por parte de su familia sanguínea como de la
política, no hacía más que lloverle continuas represalias por no haberle dado un
hijo a su marido.
Lo habían intentado incansablemente, recurriendo ella a cuantos
remedios conocía, llegando incluso a rezarle a los espíritus en los templos
erigidos a la fecundidad. Mas pocos quedaban en el selecto entorno del
matrimonio que ignorasen la realidad: el interior de Gemmei estaba muerto,
resultando imposible que pudiera concebir.
El médico trataba de buscar una salida durante las noches, cuando su
agotadora jornada atendiendo a pacientes quedaba concluida. La trataba con la
mayor de las delicadezas, encontrando excusas siempre que era posible para
regalarle una nueva pieza que añadir a la colección: ella adoraba las muñecas de
porcelana.
Niñas de fríos rostros inexpresivos y rasgos por siempre infantiles, de ojos
de cristal vacíos, rizos largos y suaves, vestidas con trajes cargados y barrocos de
texturas aterciopeladas… un tétrico y frágil ejército abarrotaba los aposentos,
pero no era suficiente para apaciguar su desdicha.
Aquella madrugada tomó la decisión. Era un campo de la ciencia
prohibido, tabú para sus colegas de profesión y delicia para los excéntricos.
Sería una deshonra al prestigio de su familia, por lo que lo llevaría en el más
absoluto secreto.
Debía aprovecharse de su condición: disponía de fondos monetarios, un
laboratorio privado y la compañía idónea. De entre todos los posibles
candidatos a seguirle en su arriesgada aventura, uno destacaba por el
menosprecio general que despertaba. Las inverosímiles proposiciones del
Doctor Satomi acerca de la clonación humana le habían parecido descabelladas
en su día, propias de un recién licenciado ingenuo y sin mucho que perder. Pero

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ahora deseaba indagar en ellas; era más, le obligaría a que las pusiera en
práctica junto a él.
La dejó dormir en el lecho marital tras haberla sedado y extraerle varias
muestras de sangre y cabellos. En medio de la noche, Reijiro Muraki partió
hacia su base secreta. Aunque le llevara una eternidad conseguirlo, no
abandonaría hasta alcanzar el objetivo.
Le entregaría a su esposa la mejor de las muñecas que pudiera desear.
Una que hablara, que creciera… un hijo de carne y hueso.

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La siniestra calma de aquel amplio sótano mantenía en alerta ante


cualquier sonido delator. Añadido eso a la cantidad de cafeína ingerida, Satomi
aguardaba en un continuo y tenso estado de vigilia. Sus hipótesis acerca de la
posibilidad de crear órganos a base de células humanas eran más que
alcanzables, pero el propósito por el que estaba allí le parecía una locura.
La suma monetaria prometida era desproporcionada, tanto que le llevó a
aceptar de inmediato. Quizás sería la única ocasión de la que dispondría para
demostrar a todo el gabinete que no era un fracasado.
La puerta metálica se abrió, haciendo que su corazón latiera tan fuerte
que tuvo que llevarse la mano hasta el pecho para calmarlo. Únicamente
iluminado por luces rojas debido al material fotosensible, la figura de su socio se
dibujó entre la penumbra del pasillo.
—¿Las tienes? —le preguntó, sudoroso e inquieto.
Éste agitó la pequeña probeta, así como el envase esterilizado de plástico
donde estaba depositado un mechón de cabello rubio.
Sin más prolegómenos, Reijiro aplicó una correa en su brazo para retener
la sangre a la altura del codo, perforándose la vena con la intención de obtener
una muestra propia.
Se encontraban en plena 1Guerra Fría, y aunque la proximidad con la
Unión Soviética no implicaba el embargo comercial, la nación estaba
despegando del infierno nuclear, viviendo años de bonanza económica. Nadie

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en todo Japón, ni siquiera las Universidades principales, disponían de tanta
tecnología como ellos.
Un telescopio de gigantescas proporciones fue activado, y tras analizar
ambos líquidos vitales, el investigador en clonación respiró profundamente.
—La teoría es básica, nadie la ha llevado antes a la práctica. Reconstruir
en sus mínimos una cadena genética podría llevar años, o siglos. Una vez
conseguida, no debería resultar complicado aplicar los datos a ambas fuentes —
expuso.
—No tenemos años. Empieza, cuanto antes inicies la investigación, antes
acabarás. A cada día que pase iré reduciendo tus honoríficos.
Satomi quiso protestar, pero la mirada determinante del doctor le hizo
saber que no era buena idea. Nadie le extrañaría, por lo que la perspectiva de
pasar los siguientes meses de su vida allí, decenas de metros bajo la superficie,
no era descartable.

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No supo cuánto tiempo podría seguir drogando a su esposa para extraerle


más sangre a escondidas, evitando que ella hiciera preguntas molestas. Las
venas de los brazos ya mostraban indicios evidentes de haber sido violadas en
numerosas ocasiones, por lo que tenía que recurrir al cuello y las piernas. A cada
robo iba perdiendo la esperanza y su impotencia aumentaba, sin poder
sofocarla.
Estaba harto de la sucesión de noches en las que obtenía un “negativo” en
los resultados de las pruebas. Por más que Satomi asegurara que estaba
descartando secuencias y que la correcta estaba cerca, su fe en el proyecto
pendía de un hilo.
Pronto cumpliría los cuarenta años, y el temor a no seguir la tradición
familiar postergando la vocación para la medicina empezaba a suponerle un
serio trastorno mental. Aunque quisiese a una marchita Gemmei, se cuestionaba
si realmente tenía que renunciar a su derecho y deseo de tener descendencia.
Muchas mujeres jóvenes parecían admirarle en los pasillos del hospital, o
incluso en las consultas. Trataba en ocasiones de no prestar atención a sus

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insinuaciones, pero las provocadoras señales emitidas por una de sus pacientes
más habituales habían prendido en él la llama de la duda.
Consultó la agenda varias veces a lo largo de la mañana. Dicha mujer
acudiría a revisión por una antigua neumonía que finalmente había sido curada,
mas solicitó un cambio para la última franja disponible. El doctor era firme en el
cumplimiento de horarios, llegaba en el minuto exacto y abandonaba en igual
pauta. Pese a ello, esa tarde y ante la incredulidad de su secretaria, había
escogido esperar a la paciente para tratar su caso sin importar el que su jornada
laboral hubiese acabado.
A esas horas en el edificio sólo se hallaban los ingresados y los empleados
en guardia nocturna. Estaba repasando visualmente la estructura ósea que le
había acompañado desde su primer año de estudios, memorizando la prodigiosa
arquitectura humana, cuando al fin la puerta fue tocada de forma sutil.
La hizo pasar, quedando ante él la joven. Debía estar en la media
veintena, la edad límite para que una mujer soltera japonesa contrajera
matrimonio sin ser mal vista socialmente. Llevaba un sencillo vestido que le
cubría hasta las rodillas, todo ello de un color verde pálido que resaltaba la
tonalidad lechosa de su piel.
No poseía la extraordinaria belleza de su esposa, mas a sus ojos ejercía un
fuerte poder de atracción. La joven no se resistió cuando el médico se abalanzó
sobre ella, apartando de una pasada cuantos utensilios de escritura y
exploración poblaban su escritorio, depositándola sobre la superficie.
Con pasividad ella permitió ser desnudada a bruscos pasos, no existiendo
tiempo para preámbulos, iniciándose casi de forma automática el consabido
coito. Aquella sumisión denotaba pasión por su parte; en cuanto al adúltero,
sólo la esperanza de tener aunque fuera un hijo ilegítimo al que algún día
reconocer pudo borrar el sentimiento de culpa que le invadió al gemir de placer
sobre la desconocida.

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—¡Necesito más tiempo!


Muraki emitió un bramido desgarrador, haciendo que varios frascos se
rompieran estrepitosamente al golpear con furia la mesa.

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—¡No hay más tiempo! ¡He destinado una fortuna a esto! ¿Qué has
conseguido en este año? ¡Nada! ¡Quiero resultados ya!
De la fusión de los genes de la pareja habían obtenido embriones débiles,
los cuales no habían sobrevivido más de una semana. Cuando la cadena de ADN
parecía idónea, a los pocos días desarrollaban malformaciones, derivándose en
cientos de problemas que provocaban la muerte de los fetos cuyo crecimiento
había sido modificado, aparentando el desarrollo propio de dos meses de
gestación.
Todavía llevaba el perfume de la paciente impregnando su cuerpo,
produciéndole náuseas. Debían ser las tres de la madrugada, y aquel laboratorio
no era buen lugar para mitigar la desesperación.
—¡Si mañana no tienes algo sostenible, lamentarás haber nacido! —le
amenazó, agarrándole del cuello de la camisa, clavándole la mirada inyectada en
sangre por la falta de sueño.
Furioso, cerró con clave los sendos portones metálicos que impedían la
entrada no autorizada al laboratorio, y anduvo sin rumbo fijo por las callejuelas
desiertas de Kyoto hasta llegar a un hermoso descampado.
Sagano, cercado por misteriosos y frondosos árboles, era epicentro de
multitud de leyendas y supersticiones. Los cerezos en flor desplegaban su dulce
aroma por los alrededores, y cientos de pétalos caían, siendo transportados por
el viento. La luna llena reinaba en el cielo, bañando con su luz todo cuanto
tocaba. Era un espectáculo formidable, y a la vez fantasmagórico.
Reijiro la miró absorto; cayó sobre las rodillas, elevando su imploración al
cielo.
—¿Por qué me habéis traído la desgracia? ¿Por qué no me dais lo que
deseo? ¿Obro mal en mis intenciones? ¡Dadme vuestro poder, dioses, dejadme
crear una sola vida con la que hacerla de nuevo sonreír!
Trataba de recuperar el ritmo respiratorio cuando un sofocante calor le
rodeó. Se tapó el rostro instintivamente al ver cómo le cubría una lengua de
fuego. Quiso huir, pero se vio atrapado por todos lados.
Estaba demasiado asustado para atribuirlo a un engaño perceptivo; por
ello, cuando un graznido sobrecogedor estuvo a punto de destrozarle los
tímpanos, se entregó de lleno a la imagen sobrenatural del fénix que ante él se
alzaba.

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Sus labios se entreabrieron de puro asombro al constatar que aquella
criatura le miraba con sus cuencas ardientes.
Acudiendo a su ruego, Suzaku hizo acto de presencia, algo prácticamente
inaudito desde principios de los tiempos. Ella, la diosa de la madre naturaleza,
era venerada y temida por traer destrucción. El fuego purificaba, reduciéndolo
todo a cenizas de las que surgía un suelo fértil, originando nueva vida.
Si había abandonado su punto cardinal para atender a aquel humano, era
porque sus ansias podrían ser cumplidas.
<< ¿Tanto deseas lo que has pedido? >>
El médico asintió mientras temblaba. Esta dispuesto a lo que fuera,
incluso a pactar con un ser divino ó producto de su imaginación, si era
necesario.
<< Aquél que firma un trato con un dios queda atado hasta el final. Dime
ahora, mortal, si aún así jugarás con el fuego celestial del que me nutro >>
Apretó los puños, manando de su garganta una rúbrica de palabras.
—¡Acepto! ¡Dime qué es lo que quieres a cambio!
El ave se acercó hasta el límite, abrasando la superficie dérmica del
médico. Las pupilas de éste se redujeron hasta conformar un mísero punto,
quedando guardado el conjuro en lo más recóndito de su cerebro.
<< Te daré el don de crear. Antes de que el sol aparezca, de tus manos
brotará lo que anhelas, producto de ti y de esa mujer a la que dices amar. Pero
en pago por la cesión habrás de entregarme… su alma… >>
El único satélite de la Tierra se tiñó de rojo, acentuando los reflejos
granate de las llamas.
<< El pacto se cumplirá. En luna de sangre crearás un niño sin espíritu
con el que satisfacer tus ansias >>
Gritó y gritó, presa del pavor y de la demente satisfacción. Para cuando
recobró el sentido los pétalos de cerezo seguían cayendo desde lo alto, el
firmamento había recobrado su habitual aspecto, y no había rastro alguno de la
aparición. Reijiro corrió, adentrándose en su caverna de metal.
Fuera de sí, echó violentamente a Satomi del puesto que ocupaba,
tomando con una jeringuilla las últimas gotas de sangre proveniente de su
interior y el de su mujer. Las mezcló, desplegándose una secuencia en la
pantalla del rudimentario microscopio.

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Como poseído por una fuerza demoníaca, sus movimientos se tornaron
veloces y su mirada fiera. El científico relevado le miraba desde la baldosa sobre
la que había caído, horrorizado por el dantesco espectáculo. Juró por unos
segundos ver una silueta incendiaria bordeando la natural de Muraki.
Una fuerte explosión retumbó por todo el laboratorio, dejándoles a ambos
bajo un cúmulo de cascotes y estanterías de aluminio derribadas. Para cuando
consiguieron librarse de las mismas, el más joven de ambos doctores se dijo que
estaba teniendo una pesadilla.
En el tanque central, lleno de líquido amniótico, había un embrión, cuyo
tamaño aumentaba proporcionalmente en cuestión de segundos. Unos minutos
más tarde, su forma humana era palpable.
De una máquina salían impresos metros y metros de papel continuo con
una secuencia genética. Tan rápida fue la trascripción que los fusibles del
aparato no dieron abasto, brotando humo del mismo al estropearse.
Mas qué importaban los datos ahora… ante ellos se erigía el cuerpo de un
niño, aproximadamente en la constitución que tendría en el momento de un
parto natural. Una enorme sonrisa apareció en el rostro del “padre”, o donante
de una parte de los genes, como preferían ellos denominarlo.
Sin atreverse a formular preguntas Satomi se metió de lleno al trabajo,
analizando los patrones con toda la efectividad que pudo reunir. El crecimiento
se detuvo, estabilizándose. Mientras Reijiro daba vueltas alrededor del milagro,
el socio pudo sacar una serie de conclusiones lógicas.
—A este paso, las constantes terminaran de establecerse en veinticuatro
horas. Si todo sale según lo previsto podremos intervenir en el código, y
programar sus genes según lo que desees.
Él asintió. Un niño sin alma debía ser perfecto para suplir la carencia. Su
belleza sería ser extrema. Su conducta, apacible. ¿Qué significaba el alma para
un científico como él? Creía en cosas tangibles, como en una personalidad que
residía en el tejido neuronal.
Menospreciando el precio pagado a Suzaku, deseó poder concluir el
nacimiento y entregarle a su esposa, al fin, el esperado presente. Y entonces, sus
problemas acabarían.

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Había sido un día duro. O fructífero, según se preciase.
Tras tanto tiempo deseando tener descendencia, en cuestión de cinco
horas había sabido que efectivamente era padre, por partida doble.
No había vuelto a saber nada de su paciente desde el lujurioso episodio
vivido dos años atrás. Por ello, al recibir una llamada anónima que le citaba en
el mirador más famoso de toda la ciudad hizo especulaciones, resultando éstas
ser correctas.
No le tomó por sorpresa que la mujer le dijese que había dado a luz a un
varón, y que esperaba manutención por su parte dado los penosos momentos
económicos que estaba atravesando. Se había hecho cargo del niño todo aquel
tiempo, y si le había llamado era por la situación, puesto que comprendía la
posición social que el médico ocupaba y lo mucho que podría perjudicarle tener
un vástago fuera de la unión conyugal.
Aceptó a cambio del secreto, siendo así como el pequeño Saki continuó
bajo la custodia de su madre.
En cuanto a la creación, no habían querido sacarle del estado de
hibernación hasta quedar totalmente seguros de los buenos resultados. En aquel
extensísimo periodo comprobaron cada combinación realizada, sopesando sus
posibles efectos.
Tras configurar la edad corporal en un año y medio, implantaron en su
mente los posibles recuerdos que un humano tendría en situaciones normales,
fijando la imagen de Gemmei para que la reconociera como progenitora nada
más verla.
Reijiro no era capaz de apartar los ojos de la mirada plateada de su hijo.
Éste caminaba cogido de su mano, con los cabellos prácticamente albinos bien
peinados y su piel suave como la nieve virgen.
Antes de abandonar el laboratorio, hizo una última indicación a Satomi.
—Ya sabes lo que hacer. Inténtalo, repite el proceso. Quiero esa niña.
No tardaron demasiado en alcanzar la mansión de la familia, no
soltándole el pequeño mientras atravesaban el amplio pasillo a oscuras. En
silencio, retiraron las puertas correderas que delimitaban la entrada al
dormitorio principal. Allí pudo ver de espaldas cómo una mujer peinaba su

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larga melena, de un color idéntico al de la suya. Al acercarse a ella reparó en las
decenas de muñecas que a lo lejos le miraban con sus diabólicos iris artificiales.
—Querida, hoy es una fecha para recordar. Aquí le tienes, como te
prometí.
Dejó el cepillo sobre su tocador, dándose la vuelta lentamente.
El niño la miró. Era sumamente hermosa, su rostro fino parecía hecho de
porcelana, curvándose los rojos labios en una sonrisa primero dulce, luego
extraña. De sus ojos brotó un brillo inexplicable.
Gemmei se sintió atacada por dos flancos: por uno, le llenaba de gozo
recibir la muñeca más espectacular de todas cuanto había podido soñar. Por
otro, su orgullo femenino fue herido de muerte, al querer ser compensada de
aquella forma su esterilidad.
Pero ninguno supo de sus sentimientos esa noche. La esbelta mano,
coronada por uñas a juego con el carmín, acarició la menuda cabeza.
Cumpliendo con el ritual acostumbrado cada vez que le regalaba una
nueva integrante de la colección, el médico le hizo una pregunta.
—¿Cómo le llamarás?
Ella lo pensó unos instantes, para luego bautizar al ángel de plata que
había caído sobre su regazo.
—Kazutaka.
Fue el primer contacto que Kazutaka Muraki tuvo con su propia
identidad. Sin tener voto en aquella elección, pasó a ser la muñeca preferida de
Gemmei.
Con todas sus consecuencias.

1 La Guerra Fría se produjo durante los años 60 entre los Estados Unidos y la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Se la llama así porque a pesar de no
haber enfrentamientos propiamente dichos, la tensión causada por la posibilidad de
un ataque nuclear entre ambas potencias se manifestó a lo largo de toda la época.
En cuanto al término “infierno nuclear”, hace referencia a la catástrofe de
Hiroshima y Nagasaki en 1945.

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Capítulo 2: Verónica

Había misterios que ni la ciencia misma era capaz de explicar, y menos


resolver. Por más que lo intentase, Satomi seguía sin encontrarle sentido a la
súbita aparición que rodeó a su socio y jefe el día de la creación.
Su salud psicológica no aguantaría más de aquel martirio. Debido a la
negativa de Muraki de sacar nuevas muestras de sangre a su mujer, tuvo que
robar dosis anónimas sustraídas de los bancos públicos del hospital.
Incrementada la presión de mezclar genes provenientes de personas
completamente desconocidas, la extorsión y finalmente amenaza dieron sus
frutos, logrando desarrollar otra vez en el completo secreto una nueva vida,
aunque el científico debía reconocer que sus logros se debían más bien a un
golpe de suerte o caprichos del azar.
Había creado la solicitada niña, mas a medida que los días pasaban el
código genético se llenaba de lagunas técnicas, derivando en consecuencias
impredecibles.
Muraki observaba desde su posición en el laboratorio el cuerpo de la
criatura. Su aspecto externo era aparentemente normal, pero las teorías acerca
del más que posible desarrollo de malformaciones futuras eran demasiado
contundentes como para ser ignoradas.
—¿Cuáles son las estimaciones más fiables? —preguntó.
Satomi se colocó las gafas sobre la tez grasienta y fatigada, revisando por
última vez los informes que había elaborado.
—Es imposible saberlo con certeza, pero podríamos hablar de
envejecimiento acelerado y sin control posible. En el primero logramos frenarlo,
pero mucho me temo que no podremos hacer nada por evitarlo en ella.
El líder de aquel suicidio ético decidió poner fin a la pesadilla. Supo que
ya con haberle asegurado a su hijo una vida corriente debía sentirse satisfecho.
La ambición de tener una niña que completara las ansias maternales de su
mujer no sería cumplida.
Había llegado demasiado lejos, y temía volver a rebasar el límite.

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—Será un riesgo que correr. Sácala de la cámara, voy a entregarla. —
¿Entregarla? —repitió, incrédulo.
El médico asintió. Se lavaría las manos del asunto haciendo que sus
contactos metieran a Satomi en la Universidad Shion. Bajo el departamento de
Experimentación y Clonación Humana nadie le tomaría en serio si se le ocurría
irse de la lengua. Aunque la realidad superara normalmente a la ficción, el
prestigio de su familia siempre estaría por encima de las especulaciones de un
don nadie con dudoso currículum.
—Tus servicios han sido aceptables, Satomi. Acude mañana a primera
hora a esta dirección, he hablado con el gerente. Si les convences podrás tener
una bacante como profesor adjunto.
Sostuvo la tarjeta entre los dedos.
—¿Y qué haremos con todo esto? ¿Es que no vamos a contarle al mundo
nuestros logros?
Muraki le dirigió una mirada tan fría y soberbia que consiguió helar sus
esperanzas. La respuesta le fulminó.
—No sé de qué me estás hablando.
Y con la niña en brazos, se dispuso a salir tras echar a aquel hombre que
tan duro había trabajado para él durante los últimos años. Ni todo el dinero con
el que le había indemnizado lograría enderezar su carrera.
Pero ese no era su problema.
Se perdió entre las sombras de la Kyoto nocturna, dejando a su ya ex
socio ahogándose en la frustración por saber que posiblemente nadie le creería,
y que nunca sería capaz de repetir lo vivido en ese sótano.

-2-

Conocía a los Satoichi desde sus años de juventud en la facultad. Reijiro


entregó a la recién nacida a la que sería su madre. Ella, al igual que su propia
esposa, no podía quedarse embarazada por su delicada salud. Ambos Doctores
se refugiaron al calor de la chimenea, procediendo el recién estrenado padre a
dar los consabidos agradecimientos.
—Estamos en deuda contigo. Ya habíamos renunciado al sueño de tener
una hija —le dijo emocionado.

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Muraki esbozó una difuminada sonrisa, dando un sorbo de sake.
—Respeta la condición impuesta. Nadie puede conocer su origen.
Su colega asintió, pues era el único privilegiado al tanto de los avances
conseguidos, los cuales mantendría en la estricta confidencialidad.
—Además, debes saber que no puedo asegurarte su pleno desarrollo. Los
genes en principio parecen estables, pero podría desarrollar anomalías. No
descarto el envejecimiento precoz.
Satoichi pensó en su esposa, la cual acunaba dulcemente al retoño, y
suspiró.
—¿En qué plazo?
—No lo sé. Podrían ser semanas, meses, o años. Es imposible
diagnosticarlo con precisión. Por ello… voy a proponerte algo.
Terminaron sus respectivas copas, mirándose con intensidad cara a cara.
—Nuestros hijos no son corrientes —expuso Reijiro—. Si cuando lleguen a
la edad adulta emprenden una relación formal con otras personas, ello podría
tener consecuencias fatales. Creo que lo mejor será asegurar que el uno estará
con un ser de igual composición.
—¿Estás tratando de sugerir… que les concertemos en matrimonio?
—Efectivamente. Si se aíslan en medio de la sociedad de esa guisa, nada
tendremos que lamentar.
El otro reflexionó unos segundos. No le gustaba la idea de forjar el
porvenir sentimental sin que la tercera persona pudiese elegir a quién
permanecer unida el resto de la vida, pero creyó que era lo más conveniente. Su
pequeña nunca estaría sola si tenía a su lado a alguien que la comprendiera por
ser de la misma naturaleza.
—Cuando sean lo suficientemente mayores dejaremos que se conozcan.
Yo se lo diré a Koru. Vete a casa, es muy tarde y debes estar cansado.
Así resultaba ser, por lo que Muraki tras despedirse de la mujer y el bebé
se dispuso a marcharse, no sin antes interesarse por el nombre de la que sería
con el tiempo su nuera.
—¿Cómo la vais a llamar?
Los esposos se sonrieron, produciendo ella a responderle.
—Lo hemos pensado mucho, pero le vamos a poner el nombre de mi
abuela: Ukyô.

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Miró por última vez el diminuto rostro del bebé. Esperó que pese a sus
problemas llegara a convertirse en una joven hermosa que pudiera, al menos,
complementar la extraordinaria composición de su retoño.

-3-

Kazutaka era un niño despierto y observador. Había crecido a ritmo


natural en los últimos tiempos, y el encanto que despedía llenaba de admiración
a todos los invitados que los Muraki recibían en su fastuosa mansión.
El supuesto embarazo de Gemmei era una incógnita para la familia, la
cual se había mostrado dolida por desconocer el feliz suceso. Sin embargo,
cualquier posible enfado se disipaba ante la bellísima tez del infante. Eran como
dos gotas de agua, lo cual ocasionaba que el joven descendiente fuese cubierto
de carantoñas por parte de los adultos a los que era presentado.
Pasaba de mano en mano ataviado con sus delicados trajes hechos a
medida, contestando a las preguntas que le formulaban con palabras escuetas y
tímidas, tal y como haría una marioneta fabricada para ello.
En verdad, no era más que eso. De puertas a dentro, y en parte gracias a
las prolongadas ausencias del Doctor, Gemmei le trataba como si fuese una más
de sus carísimas piezas. Le peinaba, le llenaba de adornos y encajes, pero el
calor maternal brillaba por su ausencia. Recluido día tras día en la casa, no tenía
contacto alguno con otros niños, y sólo los figurantes de porcelana eran sus
compañeras de juego.
En la penumbra de la habitación miraba el gesto ausente de éstas,
tomándolas con sumo cuidado para ponerlas en distribución y dar rienda suelta
a lo que su mente dictaba. Podía pasarse horas enteras inmerso en aventuras
imaginarias, llamando a cada una por su nombre. Pero de entre todas ellas, una
destacaba.
El mundo del niño se desmoronó aquella tarde cuando al ir al encuentro
de su mejor amiga, no la encontró.
La angustia se apoderó de él, suponiéndole un martirio. Desesperado,
decidió pedirle ayuda a su madre, como haría cualquier niño de su edad. La
encontró en los aposentos cepillando su cabellera como acostumbraba. Una vez

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estuvo a su lado tiró con suavidad de las caras faldas, clavándole la inocencia de
sus enormes iris y preguntando con voz fina y compungida.
—Mamá, ¿dónde está Verónica, la muñeca cascanueces? ¿Dónde la has
escondido?
La mujer dejó el cepillo, guardando silencio unos segundos. Sus labios
escarlata adoptaron una posición tenebrosa mientras le acariciaba,
configurando una sonrisa que el pequeño nunca olvidaría.
—Eres precioso, Kazutaka… tu piel, fina como la mejor de las porcelanas…
tus cabellos plateados, tus ojos grises como el reflejo de la luna en la superficie
de un lago. Eres la mejor de mis muñecas.
Verónica era una pieza excepcional, comprada en Austria durante uno de
los tantos viajes de su marido. Sin embargo, su interior hueco escondía un gran
secreto. ¿Quién iba a sospechar que la legítima dueña guardaba en ella recursos
vegetales, de los que obtenía pociones con las que modelaba el presente a su
antojo?
No se conformaba con vestir y tratar a aquel niño como a una muñeca,
quería que lo fuera: inexpresivo, inmóvil, siniestramente calmo.
Le tomó de la mano, llevándole hasta una habitación que siempre
permanecía cerrada con llave en el ala oeste de la casa. Kazutaka sonrió con
júbilo cuando vio allí a la desaparecida, y accedió sin protestar a sentarse en la
mullida banqueta que su madre le había preparado.
De espaldas a él, Gemmei sostuvo con delicadeza la cabeza de Verónica,
girándola hasta que la hubo separado del tronco. Con sutiles movimientos
extrajo varios paquetes envueltos con cuidado, de los más variados contenidos.
Para aquella primera ocasión seleccionó sus dos predilectos.
Los preparó según las recetas legendarias de sus antepasados,
diluyéndolos en la cantidad de líquido exacta, sin dejar espacio alguno para el
error.
Pese a que confiaba ciegamente en su madre, el niño no perdía detalle de
lo que estaba pasando. Cuando Gemmei le tendió una humeante taza instándole
a que bebiera, observó el extraño color de la infusión.
—No quiero que dejes ni una gota —dijo tajantemente.
La expectación en la mujer aumentó a cada segundo que transcurrió
desde que su hijo ingirió la totalidad del preparado.

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No podía fallar. La belladona era un remedio empleado en Europa desde
hacía milenios, siendo de sobra conocidos sus efectos sobre el sistema nervioso.
Combinado con el acónito producía parálisis muscular, sometiendo al pequeño
cuerpo de Kazutaka a un estado transitorio de suspensión.
La taza cayó al suelo rompiéndose en añicos cuando éste contuvo las
náuseas, luchando por respirar a la par que perdía el control sobre los músculos.
Los labios entreabiertos y las pupilas exageradamente dilatadas le confirieron el
aspecto de una estatua exquisita.
Gemmei rió desquiciada ante el éxito de su operación. Gracias a la
licencia de su marido para cultivar dichas especies con fines medicinales, nunca
le faltaban reservas herbáceas sustraídas discretamente.
Admiró a su muñeca, su creación, sabiendo que los efectos
desaparecerían al cabo de unas horas. Volvería a repetirlo, le había gustado
demasiado como para no hacerlo.

-4-

Aquella noche Kazutaka no pudo dormir. Temblaba en su cama al


recordar lo que había soportado.
Era sólo un niño, pero el instinto de supervivencia estaba arraigado en
todas las criaturas vivientes, no siendo su caso la excepción a la regla.
Quería mucho a su madre, tal y cómo le habían dictado en el cerebro,
pero no quería pasar por aquello otra vez. Pisando sólo por los sitios
estratégicos del suelo de madera para no hacer ruido, abandonó su habitación,
atravesando los oscuros y amplios pasillos de madrugada mientras sus padres se
encontraban descansando.
Había visto cómo Gemmei ocultaba la llave del cuarto en el interior de un
jarrón cuando ella creía que el estado de parálisis no se lo permitiría. Sustrajo el
objeto, consiguiendo abrir la puerta que le separaba de su amada Verónica.
Haciendo gala del sigilo heredado de los genes de ella, la despojó de
cabeza y se apoderó de pequeñas muestras de las hierbas con la que le habían
dormido.

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Nadie supo del hurto, ni de los que se sucederían a lo largo de los años.
Era arriesgado, pero el auto envenenamiento propiciaría a reforzar la tolerancia
a las sustancias tóxicas.
Sin que los demás se percataran de ello, aprendió a administrarse a diario
una dosis en los alimentos ingeridos, aumentándola paulatinamente, así como a
aparentar la parálisis cuando su madre se veía en la necesidad de jugar con su
muñeca preferida.
Era una criatura sin espíritu que, a pesar de ello, se empeñaba en
aferrarse a la vida, quizás porque así encontraba la luz suficiente para olvidar
que era un hijo de la oscuridad.

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Capítulo 3: Prometida

El séptimo cumpleaños del hijo de los Muraki fue la excusa perfecta para
que se organizara una fiesta de la que toda la burguesía nacional hablara por
espacio de varias estaciones.
A pocas horas de la llegada de los asistentes, el servicio ultimaba hasta el
mínimo detalle para que todo fuera inolvidable. El amplio salón principal de la
mansión había sido galardonado con cortinajes de raso color rojo a juego con la
alfombra del pasillo, lujosas lámparas colgantes, cristalería de bohemia y cuanta
untuosidad se pudiera imaginar.
Gemmei retocaba peinado y maquillaje, eligiendo los pendientes que
luciría para la ocasión. Tan calculada era la perfección de la fiesta que había sido
olvidado el matiz de resultar una celebración meramente infantil. Cabía resaltar
que de los cien comensales, sólo cuatro tenían menos de diez años.
Entre los pequeños aristócratas destacaba la única señorita del grupo.
Precisamente de los padres de ésta hablaba Reijiro a su esposa mientras se
ajustaba la corbata.
—Les he dicho que vengan antes, así podremos conversar con
tranquilidad.
Kazutaka les miraba asomado al marco de la puerta del dormitorio. No
había revelado las aficiones secretas de Gemmei a su padre, al cual adoraba.
Éstas, lejos de quedar olvidadas, se habían incrementado con el paso del tiempo,
pues ella seguía administrando las mismas dosis y él había perfeccionado sus
dotes de actor, simulando los efectos de la parálisis cuando en realidad había
desarrollado un sistema de inmunización a las sustancias para dichas
cantidades ingeridas.
El doctor le vio por un lado del espejo, acercándose con dulzura. Le colocó
la chaqueta de terciopelo marfil que llevaba, confiando en que permaneciera
impoluta durante toda la velada.
—Hoy vas a conocer a alguien muy importante —le dijo—. Sé amable con
los invitados, han venido a felicitarte.

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Asintió, dibujando una sonrisa al sentir el roce cálido de la mano contra
su rostro. Esperó a que la pareja hubo completado el acicalamiento para
dirigirse los tres juntos hasta el recibidor. El reloj marcó las seis de la tarde, y
con exquisita puntualidad los Satoichi fueron recibidos primero por la dama de
llaves y seguidamente por los anfitriones. Las mujeres admiraron con distante
frivolidad sus respectivos atuendos, saludándose ellos según los estrictos
códigos de protocolo japonés.
Kazutaka aguardaba junto a los suyos, siendo clavadas en él las miradas
del matrimonio recién llegado, una reacción a la que ya estaba acostumbrado.
—Qué chico tan encantador.
Impresionados por la compostura y porte del protagonista de la noche,
propios de un príncipe de cuento de hadas, llegó la hora de presentarle a su
princesa.
—Ahora los mayores tienen que irse a hablar de cosas importantes. ¿Por
qué no os vais a jugar? Vamos, Ukyô, no seas tímida…
Escondida tras las amplias faldas de su madre, unas manos se asomaron,
dando paso al resto del cuerpo.
Tenía un año menos que el futuro médico, pero el desparpajo de sus
brillantes ojos negros y el cabello en igual tono, peinado con un gracioso
flequillo a la altura de las cejas y dos largas coletas, contrarrestaba la diferencia
añadiendo el toque de travesura del que Kazutaka carecía.
Los críos se miraron. Él era incapaz de borrar la expresión de asombro,
pues aquel primer encuentro con una persona de su edad le resultaba chocante.
Ella estaba acostumbrada a imaginar mil diabluras, siendo reprendida
constantemente en el caro colegio privado al que asistía a diario.
—Enséñale las muñecas a tu amiga, tesoro —propuso Gemmei.
Habituado a obedecer, le indicó en silencio a Ukyô que le siguiera. La
chiquilla se paraba constantemente para admirar los estímulos que le llegaban
de todas partes: luces de colores, el pianista afinando el instrumento y
seleccionando el repertorio, camareros que corrían de un lado para otro
distribuyendo las mesas…
—Tu casa es muy grande, como la mía —comentó pizpireta.
No le respondió. Sabía cómo actuar ante los adultos, pero aquello era una
novedad. Recorrieron la considerable longitud de la casa hasta llegar a la

21
habitación destinada a albergar la colección de porcelana. Estanterías de nogal
poblaban las paredes, repletos los estantes de tirabuzones, lazos y pestañas de
nylon.
—¿Son tuyas? —preguntó ella con un gritito, poniéndose de puntillas para
coger una.
—No, de mi madre. Pero dice que si me porto bien algún día me las dará.
Empleó la esquina de su chaqueta para limpiar el polvo de los zapatos de
charol de la que tenía justo en frente. Su rostro, hasta el momento
excesivamente serio, se tornó la imagen misma del horror al ver como una de las
piezas más valiosas peligraba en brazos de la niña.
—¡Cuidado, la vas a romper! —exclamó, quitándosela para luego tomarla
con delicadeza, amoldando los rizos como si la muñeca fuera consciente del
maltrato sufrido.
Ella se cruzó de brazos, resoplando.
—Eres muy raro.
—Tú también.
Mantuvieron silencio hasta que ella acercó la cara hasta la de Kazutaka,
rozándose las diminutas narices. Hipnotizándole con su inocente fulgor, le pilló
desprevenido cuando le plantó un velocísimo beso en los labios. Él se apresuró a
limpiárselos con la manga mientras la niña reía.
—¿Por qué has hecho eso? —quiso saber, evidenciando su enfado.
—Mamá dice que eres mi novio. Y los novios hacen esas cosas.
Sin darle tiempo para realizar más preguntas, salió corriendo de la
habitación con destino al salón donde la cena daría inicio en menos de una hora.
El joven Muraki quedó a solas con las muñecas, desconcertado por lo sorpresivo
de aquella declaración que apenas alcanzaba a comprender.

-2-

Amparados por piezas románticas de Schubert y el escudo del prestigio,


afamados abogados, políticos, artistas, científicos y demás personalidades
llenaron de glamour la residencia. El homenajeado fue cubierto con una

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montaña de obsequios, entre los que destacaba el realizado por su abuelo
paterno.
—Así se irá habituando —comentó a un colega de profesión mientras
presumía de nieto, el cual se colocó el fonendoscopio que le había regalado.
Después de haberse introducido los dispositivos en los oídos, el niño
sonrió al escuchar los latidos de su corazón tras el frío contacto de la superficie
del disco, tal y como había visto hacer a su padre cuando alguien de la casa
enfermaba.
Paseando entre una columnata de piernas trató de escuchar el corazón de
todo cuanto tuvo al alcance, valiendo para ello las violas del cuarteto de cuerda,
las mesas, la decoración… pero no obtuvo resultado.
Se acercó hasta su padre, tirándole del pantalón para que reparase en su
presencia. Éste se disculpó ante los médicos con los que hablaba para atender a
su hijo, quien parecía inmensamente preocupado.
—Papá, ¿por qué no les late el corazón?
El adulto creyó entender a qué se refería.
—¿De quiénes, Kazutaka?
—El de las cosas. No puedo escucharlo.
Le cogió de la mano para conducirle hasta un rincón menos bullicioso en
el que poder oírse con mayor facilidad.
—Porque no están vivas. Las personas y los animales sí lo estamos.
Tomó el aparato, poniéndose el disco sobre el pecho.
—¿Ves? Yo tengo corazón, tú también y todos los que están aquí. Sus
corazones laten porque están vivos.
—¿Y si no latieran?
Reijiro supo que estaba tratando un tema delicado, pero era mejor abrirle
la mente lo antes posible, dado que su futuro estaría íntimamente ligado a lo
que ahora iba a revelarle.
—Entonces morirían.
El niño mantuvo silencio unos segundos. Sus grandes ojos parecían dos
faros en medio del oscuro mar de la dubitación.
—¿Por qué tenemos que morirnos?

23
—Es parte de la vida —explicó con tranquilidad, mirándole atentamente—
. Mi trabajo es conseguir que las personas puedan vivir el máximo tiempo
posible, y tú también lo harás cuando seas mayor.
—Yo no quiero morir.
Suspiró. Tenía otras muchas solicitudes sociales que atender.
—Nadie quiere, pero no podemos luchar contra nuestra propia
humanidad.
En cierto modo conmovido por la determinación mostrada, le alentó a
olvidarse de dichas cuestiones y pasarlo lo mejor posible el resto de la fiesta.
—Ve a jugar con los otros niños, deben estar afuera.
Kazutaka asintió y se marchó. Sin embargo, aquellas palabras le habían
calado hondo. ¿A qué se había referido su padre exactamente con el término
“humanidad”? ¿Tan débiles eran las personas que no podían ganar en la batalla
contra la muerte?
Dejó el regalo bien escondido y salió hacia el patio exterior. Hacía frío, y
el cielo nocturno se mostraba despejado gracias a la normativa contra la
contaminación lumínica de la ciudad. El viento agitó sus cabellos, observando
los astros con detenimiento.
Si él no quería morir, ¿por qué tenía que hacerlo? Seguía sin encontrarle
lógica a la imposición. ¿Sería realmente inevitable su destino, o es que nadie
hasta el momento había intentado plantarle cara?
Ukyô y los dos hermanos mellizos hijos del alcalde le vieron a lo lejos.
—¡Vamos a decirle que venga con nosotros! —dijo ella, entusiasmada.
—No, parece muy aburrido —protestó uno.
—¡Pero vive aquí! ¡Seguro que conoce un montón de escondites por el
bosque!
La casa de los Muraki delimitaba con uno de los jardines privados más
extensos de Kyoto. Tan frondosos eran los árboles que la red conformada
apenas dejaba pasar la luz, creciendo en el suelo toda clase de arbustos, así
como plantas usadas para remedios caseros y alta cocina.
Kazutaka les advirtió mientras se acercaban a él.
—Oye, tú, ¿quieres venir con nosotros? ¡Vamos a ir a explorar!
Su respuesta fue tajante.
—Me han prohibido ir allí.

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El otro mellizo trató de provocarle para que cediera.
—¡Seguro que lo dices porque eres un miedica! ¡Hasta la niña quiere
acompañarnos!
Ukyô le miró, suplicante. Tanta fuerza despedía que acabó por aceptar, a
medida que el miedo a un castigo le invadía.
—Pero no le digáis nada a mi madre, o se enfadará.
Los tres pequeños invitados jalearon por la aventura en la que iban a
meterse a espaldas de los adultos, los cuales estaban demasiado atareados
aparentando ante el prójimo como para mantenerles vigilados. Situados en fila
india apartaron las primeras ramas, adentrándose en las oscuras y húmedas
entrañas forestales.
A medida que avanzaban, el crujir de las hojas bajo los pies y las diversas
alimañas sustituyeron a la música que provenía de la casa, cada vez más tenue
hasta desaparecer por completo.
El aire estaba viciado por la descomposición de la hojarasca, resultando
complicado respirar y ver entre la densidad vegetal. Ukyô tropezó con una roca,
arañándose las rodillas y manchando de barro su vestido.
—Quiero volver —dijo, asustada.
—No seas llorica —ordenó el cabecilla, adelantándose unos metros.
Kazutaka la ayudó a ponerse en pie, quedando ambos rezagados del
grupo. Las lágrimas comenzaron a regar el rostro de ella.
—Enseguida nos iremos, te lo prometo —le aseguró, intentando calmarla.
Un grito desgarrador se oyó a lo lejos. Alarmados, corrieron hasta el lugar
exacto donde éste había sido emitido, dando con el menor de los dos hermanos
mirando horrorizado hacia lo bajo. Se encontraban junto a un tronco de
inmensas dimensiones en cuyos alrededores no había más árboles,
conformándose un claro que permitía a los intrépidos investigadores ser
alumbrados por la luz de la luna llena. Unos pasos a la derecha, el suelo se había
abierto, descubriéndose la entrada de un viejo pozo oculto hasta ese mismo día
por una ridícula capa de madera podrida y musgo.
El niño la había pisado, precipitándose hacia el interior de la tierra. Los
tres que todavía permanecían en la superficie se asomaron al agujero,
intentando distinguirle entre las sombras.

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—¿Estás bien? —preguntó el mellizo, obteniendo como respuesta el eco
de su propia voz.
El pánico le pudo al temerse lo peor. Kazutaka sopesó la situación con
frialdad, sabiendo que era el único con los nervios templados, así que tomó las
riendas.
—Ve a por alguien. Yo voy a bajar.
—¡No me dejes aquí sola!
El chico salió corriendo en busca de ayuda, y pese a las insistencias de
ella, el único hijo de los Muraki se aferró a las raíces que sobresalían para
cumplir con lo dicho. Las paredes resbaladizas no facilitaban el descenso, y las
fibrosas lianas se clavaban en las delicadas palmas de sus manos.
La luz entraba por la abertura como un cilindro perfecto; había bajado
unos siete u ocho metros cuando pudo escuchar una respiración agitada y el
reflejo del astro en el charco del fondo.
Saltó sobre el mismo, el cual le llegaba a la altura de los tobillos. Dio con
el insensato acurrucado en un rincón; tenía una fractura abierta de la tibia
izquierda debido al impacto, las ropas empapadas en sangre y el rostro bañado
en lágrimas.
Se acercó hasta él. Quería ayudarle, pero cuando le tuvo ante sí un solo
elemento de aquella macabra estampa reclamó la totalidad de su atención.
El líquido carmesí brotaba del cuerpo, mezclándose su olor oxidado con el
de la inmunda humedad, pero no le importaba: el rojo le atraía, siendo incapaz
de resistirse al impulso.
El chico cruzó los brazos sobre el pecho, protegiéndose. Aquel niño del
cumpleaños no le había gustado desde el principio, pero al tenerle a su lado
quiso volver a gritar, esta vez de puro terror. El pelo grisáceo, la piel albina y su
mirada fría como el acero le daban la apariencia de un ángel demoníaco.
Tembló cuando la mano de su salvador rozó una de las múltiples heridas,
llevándosela a los labios para probarle sin quitarle los ojos de encima. El niño
rompió a llorar cuando escuchó lo que le decía.
—¿Le tienes miedo a la muerte? —siseó.
Kazutaka entonces lo percibió: pudo ver su espíritu, una aureola escarlata
que le rodeaba, difusa. La luna se tiñó en el preciso instante en que comenzó a
absorber el alma de la que él carecía.

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El desafortunado gritó y gritó, sintiendo que la vida se le escapaba a la par
que el fruto del pacto con Suzaku se deleitaba con la descarga eléctrica. En
aquellos breves pero intensos segundos sus preguntas obtuvieron contestación.
La vida era aquello que había arrebatado. La muerte era lo que dejó a su
paso, un recipiente vacío desplomándose entre las turbias aguas.
Nuevas luces de linternas se vieron en lo alto, seguidas de las voces de los
hombres que, alarmados, acudían en su auxilio.
Minutos más tarde, los que no habían perdido a uno de sus hijos
abrazaban a los demás en medio de la conmoción general por la tragedia.
Esa fue su primera víctima. Nadie reparó en cual había sido la verdadera
causa del fallecimiento, quedando rota de dolor toda la comunidad. Tan sólo
Ukyô, envuelta en una manta y en brazos de su padre, tuvo el valor de mirarle a
los ojos una vez le hubieron sacado del foso.
No se dijeron nada, pero entre los prometidos quedó forjado un secreto.
Sus progenitores habían hecho bien al unirles, pues ella no sentía rencor, tan
sólo fascinación.
En lo que respectaba a Kazutaka, ansiaba poseer más de esa energía
espiritual. De haberlo sabido, muchos le habrían acusado de ser un asesino;
pero a él no le importaba, su conciencia estaba tranquila.
La muerte de los demás era un precio demasiado bajo a pagar por
alcanzar la que sería su obsesión vitalicia, incrementada por unos
acontecimientos que aún no estaba en posición de conocer.
Aquella noche estuvo seguro de que conseguiría burlar a la debilidad
humana, rebatiendo los etéreos argumentos de la medicina y los que la ejercían.

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Capítulo 4: Hermanos

A medida que el tiempo transcurría, la vida de Reijiro quedó centrada en


dos frentes distantes y absorbentes. Desde que se licenciara había ejercido la
medicina encontrando en ello orgullo por realizar un buen trabajo ayudando a
los demás. Sin embargo, las horas invertidas en el centro médico al que acudía
habían dejado de ser parte intrínseca de la profesión para convertirse en su
refugio particular.
El regreso a casa se tornaba una pesadilla donde él era un mero soldado
pujando por sobrevivir en la guerra del amor. La peor trinchera la ocupaba ella,
una Gemmei cuyo estado psíquico distaba del de la joven amable y prometedora
con la que contrajo matrimonio. Hablaba sola, en ocasiones no reconocía a las
empleadas del servicio doméstico, e incluso podía pasarse horas enteras con la
mirada vacía, observando la nada.
Él no soportaba sostener su mano con paciencia hasta que volvía en sí; en
el preciso momento en que sus ojos de fábula se cruzaban con los suyos podía
entrever unas milésimas de sorpresa. El deterioro neuronal no se interrumpiría,
era cuestión de tiempo que perdiera la memoria a corto plazo, inclusive los
recuerdos. Aún no se había diagnosticado una cura para ese extraño mal, pero el
doctor Muraki sufría en silencio atormentado por un miedo cada vez más
tangible.
¿Y si Gemmei acababa por olvidarle? ¿Tendría que explicarle día a día
quién era, por qué estaba allí?
Cuando conseguía dormirla ayudado por una jeringa y morfina, se
retiraba de la batalla para acudir al franco opuesto de la contienda. Allí le
esperaba su hijo como cada noche para ultimar todo lo que se refería a su
educación, de la que se encargaba personalmente.
Con sólo catorce años, Kazutaka era brillante. Asimilaba conceptos como
una esponja, estando su nivel intelectual varios escalafones por lo alto de
cualquier escolar de igual edad. De seguir así, podría optar a entrar
prematuramente en la Universidad, un privilegio concedido por el Gobierno a
uno o dos estudiantes en todo el país. Por ello compartían veladas enteras entre

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libros, microscopios y fórmulas, momentos en los que dejaban de lado los roles
familiares que les ataban.
El joven aprendía con velocidad, aplicándose al temario y las
investigaciones. Durante el día, cuando su padre no se encontraba en casa, se
encerraba entre montañas de papel y conocimiento aislándose de los juegos
maternales con la muralla implacable de la tradición familiar. Gemmei ya no le
veía como a un ser de carne y hueso al que podía transformar de vez en cuando,
sino como una figura ganada en esplendor y tamaño.
El amor que podía llegar a profesar estaba encauzado por completo en
Reijiro, para deleite de éste. Era su creador, el único al que podía hablar con
franqueza dentro de los hechos que no debían ser desvelados.
Sólo existía algo en lo que el maestro no había tenido éxito a la hora de
instruir a su pupilo: por más que tratara el tema de la ética y la moral en la
ciencia, tanta indiferencia mostraba el aprendiz hacia la muerte que resultaba
inquietante.
—Hay ocasiones en las que un médico tiene que tomar decisiones
drásticas —le dijo en la tranquilidad del despacho donde las lecturas magistrales
se llevaban a cabo—. Decidir sobre la vida es un peso con el que habrás de
convivir. Ponte en la situación de tener tres pacientes que requieren de una
intervención inmediata para salvarse, pero sólo puedes atender a uno de ellos.
Has de escoger quién tiene más posibilidades de recuperarse, sentenciando el
final para los restantes.
Como era costumbre, Kazutaka le miró intensamente. Bajo su angelical
rostro aguardaba la contundencia de unas palabras demasiado sólidas para un
adolescente temprano.
—Sólo es un peso si lamentas esas muertes.
El padre se negaba a recibir nuevamente una respuesta como aquella,
carente de cualquier indicio de sensibilidad. Había sido una jornada extrema, el
cansancio acumulado de días sin dormir bien y las penas arrastradas era
notorio. Le hizo una pregunta desesperada dentro de su templanza, aquella que
evidenciaba el carecer de más recursos para hacerle entender el valor de la
existencia humana.
—Cualquier muerte es lamentable, hace que en nosotros despierten
sentimientos adversos como el dolor, la consternación o el alivio. Un

29
fallecimiento no puede estar carente de emotividad, por poca que sea. Dices eso
porque eras demasiado pequeño cuando aquel niño murió, pero si tuvieses que
sufrir una pérdida cercana en este momento, cambiarías de parecer. ¿Es que
crees que dirías lo mismo de perder a alguien al que quieres? ¿Qué sentirías si
mamá muriera?
Él cayó unos segundos. No empleó el paréntesis en sopesar una
respuesta, sino en recrearse en la sinceridad aplastante que expresó por medio
de sus labios.
—Nada.
El sonido de su mejilla al ser abofeteada fue el colofón de la sesión de
estudio. Reijiro no pudo contener sus propias frustraciones expresándolas en el
autoritario gesto. Era la primera vez que le ponía la mano encima, pero
interpretó la contestación de su hijo como un insulto a la ambición de formar
una familia feliz, una evocación que lentamente se iba difuminando como un
holograma.
Kazutaka se levantó. No le culpaba por lo que había hecho, pues ambos
no veían con igual perspectiva a la mujer que les unía. Respetaba que siguiera
enamorado del espectro de la esposa con la que se había casado, mas deseaba
que él también tolerase que nunca la había considerado madre como tal.
Abandonó la habitación en silencio. Reijiro no tenía la culpa de haber
pasado aquellos años ajeno a los secretos que las muñecas de porcelana
escondían, o al de su auténtica naturaleza.
Moviéndose con sigilo, las calles de Kyoto no tenían secretos para su
esbelto y ágil cuerpo. Mientras su padre ahogaba el sentimiento de culpabilidad
que ahora le apresaba y su madre dormía al amparo de las drogas, él repetía un
proceso perfeccionado con el paso de las primaveras. Abrió una de las ventanas
laterales del salón, saliendo al exterior sin que nadie se percatara.
Cerrándola con unos alambres encajados que permitían abrir el
dispositivo desde afuera, se camufló en las sombras de la noche hasta dar con la
tapia que bordeaba las posesiones del matrimonio. Había excavado un agujero
en el muro, retirando los bloques necesarios para poder permitir el paso de su
delgada figura. Apartó las tupidas enredaderas que disimulaban el hueco,
encontrándose instantes después sobre los adoquines de la ciudad imperial.

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La medianoche debía estar cercana, si es que no había caído ya. Cientos
de templos poblaban Kyoto con sus escalinatas, requiriendo los antológicos
rincones de la luz del sol para ser disfrutados en condiciones. Por ello nadie la
visitaba a esas horas intempestivas, sólo algunas parejas jóvenes y otras almas
marginadas se adueñaban del espacio que durante el resto del tiempo les estaba
vetado.
Adoraba las amplias y despejadas superficies que precedían a los centros
espirituales. La armonía de la arquitectura subrayaba la de la flora, y la vida
relucía con mayor esplendor a su parecer. Solía recorrerlas a menudo
maravillado por la intimidad del anonimato, aunque ello no era posible en
demasiadas ocasiones; su aspecto siempre había llamado la atención de los
demás, pero estando ahora inmerso en la adolescencia, los atributos masculinos
que comenzaba a desarrollar, unidos a sus andróginas facciones, le hacían
deseable ante aquéllos que carecían de escrúpulos.
La chica que le había avistado a lo lejos no carecía precisamente de ellos,
pero sí de dinero con el que pasar la noche bajo techo, así que se veía obligada a
buscar al siguiente cliente de la ronda. Siempre que le resultaba posible, prefería
vender su cuerpo a alguien por el que pudiera sentir un atisbo de atracción, y
aquel jovencito era, sin duda, espectacular.
Kazutaka seguía considerando a las mujeres como un misterio. Eran
fantásticas actrices, podían interpretar el papel de sufridora desvalida para dar
paso, en cuestión de milésimas, a un depredador dispuesto a todo con tal de
atrapar a la presa. Había analizado a muchas, detectando en sus sobrias
apariencias un universo decadente propio de los círculos sociales en los que se
había criado. Sabía cómo manejarlas haciendo gala de sus encantos; Ukyô, a la
que no había vuelto a ver desde aquella velada, le había dado varias claves
fundamentales.
—¿Qué hace una belleza como tú solo a estas horas? —preguntó ella,
acercándose como una gata recelosa de las pocas monedas que pudiera llevar
encima—. ¿Te has escapado, o buscas nuevas aventuras?
Él se giró para mirarla. La primera vez que recurrió a una prostituta
reparó en que eran perfectas para colmar sus necesidades: nadie las extrañaría,
y la policía no tardaría en asociar la aparición del cadáver a un ajuste de cuentas

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de los delincuentes que rodeaban al menester más antiguo de la historia de la
humanidad.
Aquella muchacha raquítica no tenía ni idea de los servicios que iba a
prestarle, pues sin pensarlo dos veces aceptó su compañía.
—No me trates como a un niño, y yo te convertiré en mi Dama de las
Camelias hasta que todo haya terminado —respondió.
El hervidero de hormonas la deseaba, pero la luna prevalecía sobre los
anhelos carnales. Ocultos en un escondite al resguardo de miradas indiscretas,
los labios del chico fueron devorados por unos adultos y demasiado expertos,
como otras tantas veces. Ella se derretía por estrenar a la maravilla con la que
había dado, aunque fuese por un puñado de yenes. Se dejó apresar entre la
pared y su cuerpo de candidato a hombre en ciernes, emitiendo un leve jadeo al
sentir que la pálida mano se deslizaba entre su falda.
Nada resultaba más sensual que el aura de un humano en pleno despertar
de los sentidos. Las mujeres rebosaban de esa vida que tanto le fascinaba
cuando sus mejillas se sonrojaban y sus pechos se hinchaban, implorando ser
atendidos.
El joven Muraki seguía sin sentir arrepentimiento por la declaración
hecha a su padre, pues nada le inspiraba la muerte a la que éste tanto parecía
temer, al igual que tampoco nada le inspiraban los ruegos silenciosos de aquella
joven por ser tomada, quizás sorprendida por la seguridad con la que su joven y
esporádico amante manejaba la situación.
Si se alimentaba de cuantas almas estuvieran a su alcance con tal de
placar la sed espiritual que arrasaba su garganta, ¿cómo no mostrar el mismo
interés frío y distante hacia el sexo? No había necesitado de un vínculo
emocional para hundirse en el cálido interior de la que había sido su segunda
víctima, apenas un año atrás, ni lo necesitaba ahora. Sostuvo la pierna izquierda
de la chica, haciendo que le rodeara la cintura mientras la penetraba de pie.
La prostituta le llevaría al éxtasis, pero no al mundanal orgásmico, sino a
uno que le costaría demasiado caro. La sometió a la cadencia mecánica y
estudiada durante unos minutos deleitándose por el gesto sumiso de ella,
entregada a la novedad de no desear que el encuentro acabase. Las nubes que se
empeñaban en encapotar el firmamento se abrieron, permitiendo que la luz
rojiza les bañara.

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Cuando ella entreabrió los ojos con la intención de pedirle más y más a su
juvenil potencial, lo que halló ante sí logró convertir el clímax cercano en puro
instinto de supervivencia. Kazutaka causaba con su apariencia un trance
hipnótico en los elegidos, llenando de falsa paz sus últimos instantes. La
atravesó con iris resplandecientes aprovechando el encantamiento para salir de
su cuerpo, clavando la hoja del escarpelo oculto entre sus ropas en la traquea.
Incapaz de gritar por la disección, la mujer poco pudo hacer para defenderse.
Sangre oscura y densa fue derramada, rindiendo culto al astro que en
mismo color la alababa. La energía de la muerta fluyó, siendo canalizada por el
receptor. Ni la mejor de las experiencias corporales podía compararse a la de,
por unos pocos segundos, tener un alma propia. El espíritu permanecía en él
hasta que era absorbido y entregado a Suzaku, la cual lo devastaba en su nido de
llamas eternas.
Pero Kazutaka vivía por esto. Adicto a la noción de poder ser
completamente humano, el cadáver mutilado tenía el mismo valor de las piedras
que, impregnadas en fluidos, le rodeaban. Como dictaba la filosofía sintoísta, si
el blanco se manchaba, volvería a ser blanco una vez lavado.
No había dejado semen en ella, y ningún miembro de las brigadas
policiales estaría dispuesto a destinar dinero en someter al cuerpo a una
autopsia con tal de desenmascarar al culpable.
Aquella noche, mientras las ropas rojizas eran quemadas en la chimenea,
el joven Muraki volvió a lavar lo blanco de su persona, eliminando cualquier
contrapeso que rompiera el equilibrio.
Y de nuevo la muerte era una mera cáscara vacía para él, carente de
sentimentalismo.

-2-

Reijiro creía que no podía conocer un Infierno aún más duro que aquel
sobre el que caminaba, pero estaba equivocado. Esquivó el jarrón que Gemmei
le lanzó al recibir la noticia; fatídicamente aquella tarde estaba sobria, pero no
tardaría en desmoronarse tras ser consciente de la evidencia.

33
—¡Trataste de comprarme con ese hijo cuando en verdad me habías
traicionado! ¡Te odio! ¡No quiero volver a verte! —gritó ella, echando mano de
cualquier objeto que tuviera a su alcance y pudiera ser empleado como arma.
Él logró reducirla tras forcejear. Fuera de la habitación, el nuevo miembro
de la familia aguardaba, escuchando los pormenores de la pelea.
El muchacho había perdido a su madre apenas unos días antes. Un
abogado de su tío lejano se había puesto en contacto con el padre biológico,
haciéndole ver que era su deber tenerle bajo su custodia al menos hasta que
alcanzara la mayoría de edad. Cuando le contempló por primera vez, pudo verse
a sí mismo encarnado en aquel joven apuesto y callado. Era apenas medio año
mayor que Kazutaka, tal y como había configurado en el crecimiento de éste
último, por lo que se obligó a creer que ambos hermanastros podrían congeniar
sin demasiados problemas al no existir barreras temporales excesivas.
Era precisamente eso, la reacción del otro hijo, el único consuelo que le
quedaba ante el ecuánime rechazo de su esposa. La encerró en el cuarto con el
estrépito de la vajilla siendo aniquilada contra el suelo, manteniendo la
compostura al quedar a solas con el que había sido hasta la fecha su
descendiente bastardo.
—Sígueme —le pidió.
Éste accedió. Poco le importaba que aquella mujer no le aceptara. Odiaba
a su padre. Nunca antes le había visto, ni había mostrado el mínimo interés por
su madre o él aparte del dinero mensual. En el médico sólo podía adivinarse un
remanso de paz cuando pronunciaba un nombre que le había repetido en varias
ocasiones durante las pocas horas que llevaban juntos. Tras atravesar un largo
pasillo, llegaron hasta lo que parecía una inmensa sala de estudio.
Entonces, pudo contemplarle; sentado en una mesa y rodeado de
volúmenes monotemáticos sobre fundamentos químicos, estaba el chico con el
que compartía la mitad de su carga genética. El estudiante se incorporó para
recibir la inesperada visita, buscando una explicación al mirar a los ojos de
Reijiro.
—Kazutaka, te presento a Saki. Es tu hermanastro mayor.
Nunca antes había experimentado aquella sensación. No era vértigo, ni
miedo como en las primeras intoxicaciones de belladona… era reproche.

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Con esas dos sencillas frases, su mundo se resquebrajó. Era cierto que
tenía pasiones inconfesables, pero saberse especial para Reijiro había
constituido una fortaleza mediante la que defender sus cimientos humanos.
Y ahora, al tener a Saki delante, se supo traicionado. Ya no era único, no
era especial. Llegó incluso a sentir compasión por su madre, seguramente
también vividora de un engaño postergado hasta la fatal revelación. Demasiado
herido para seguir sosteniéndole la mirada a su padre, Kazutaka se pronunció.
—Te diré dónde está mi habitación, puedes dormir conmigo hasta que
preparen la tuya.
Puso camino hasta la misma, pasando junto a su progenitor como si no
existiera. Podría perdonarle no ser capaz de comprender sus ideologías, o haber
tenido un desliz, pero lo que nunca le perdonaría era el haber estado con otra
mujer en fechas tan cercanas a su propia concepción.
Saki asintió, haciendo lo indicado. El hermano pequeño no se percató de
la siniestra sonrisa esbozada en su rostro; había analizado con esmero la
desolación mostrada por el padre de ambos al marchar del estudio.
Era evidente que su madrastra le detestaba por haberle sido infiel, y que
la confianza de su hijo menor, aunque no lo dijera abiertamente, también había
sido mellada.
Dio por hecho que se había librado de dos obstáculos inminentes para la
consumación de la venganza. Infiltrado en el terreno del enemigo, sus
estrategias al fin podrían ser ejecutadas con destreza sin que nada pudiera
impedírselo.
Eso era lo que, en un principio, Saki creía. Sólo el tiempo pudo
demostrarle cuán erróneos resultaron ser sus cálculos.

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Capítulo 5: Absolución

Reijiro decidió que era el momento adecuado de dar un paso decisivo en


la vida de sus dos vástagos, en especial en la de Kazutaka. Éste había sido
instruido en privado desde la infancia, pero a su edad lo más correcto era que se
relacionara con otras personas de su condición, pese a los intentos continuos
por parte del doctor para mantenerle aislado.
No podía condenarle a la reclusión por su particularidad. Además, el
chico estaba destinado a ejercer la profesión familiar, en la cual tendría que
estar rodeado de otros seres humanos constantemente.
Al principio la adaptación resultó complicada, pero tras varios meses el
heredero olvidó los esfuerzos por adaptarse al Instituto masculino al que asistía
junto a Saki, aceptando el sobrio uniforme y la disciplina como algo adjunto a su
porvenir.
Mientras casi todos sus compañeros de secundaria empleaban las horas
de la tarde en disputar toda serie de encuentros deportivos, Kazutaka acudía al
laboratorio fascinado por las posibilidades a su alcance. Nadie quería ingresar
en un club de ciencias cuando podían hacerlo en uno de kendo o tenis, así que
disponía de la totalidad de instrumental.
Lo que más le gustaba era experimentar con sustancias. Tras varios
intentos fallidos mezclando bases y el concentrado que había extraído de las
plantas de Gemmei, dio con un potente somnífero incoloro. El amplio abanico
que el jardín de la mansión donde vivía le ofrecía era su escaparate particular;
había encontrado en plantas a simple vista inofensivas recursos mortales. De
todas las flores, sus preferidas eran las rosas: bellas, apasionadas… pero
también peligrosas, con sus despiadadas espinas deseando saborear el maná de
los que caían rendidos a sus encantos.
El perfume que despedían las reinas rojas, su variedad predilecta, era
idóneo para la poción. Inyectada en el epicentro, las toxinas atacaban
directamente al sistema nervioso al ser inhaladas desde sus inocentes pétalos.
Centrado en sus singulares creaciones, no se percató de cómo alguien le
observaba desde el otro lado del patio a través de una ventana. Saki sabía que su
hermanastro no era demasiado normal. No hablaba con nadie, no tenía amigos,

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y parecía esconder algo tras su porte educado y responsable, lo cual le llamaba
poderosamente la atención.
Las campanas sonaron, indicando a los estudiantes que la jornada escolar
había cesado. Un enjambre de alumnos ocupó la salida y, entre el mismo, ambos
emprendieron el regreso a casa.
Saki se desabrochó el cuello del uniforme, llevando la cartera colgando
por debajo del hombro.
—Te pasas el día entre libros. ¿Por qué lo haces? —preguntó con cierto
aire de burla.
—Porque necesito ser el mejor para entrar en Medicina.
Él respondió riendo con descaro y menosprecio.
—¿Vas a ser médico sólo porque te obligan? Me das pena.
Kazutaka no le miró. Hacía todo lo posible por aceptarle y llevarse bien
con él, pero la compañía de Saki le irritaba. A veces extrañaba aquellos días
pasados antes de su llegada.
—Tú no lo entenderías. No eres completamente de la familia. Es mi deber
seguir la tradición.
Ese era el orgullo del muchacho, no pertenecer del todo al clan. Su
máximo deseo era perder cualquier lazo que le atara a los Muraki, empezando
por la sangre de su sangre. Entraron en la residencia, encontrándola tan
desierta y espeluznante como de costumbre. No se adivinaba la presencia de
nadie en las dependencias principales.
—Estás demasiado seguro de las buenas intenciones de tu familia. Seguro
que esconden trapos sucios y nunca te los contarán, hasta que tengas que
limpiarlos tú sólo.
Kazutaka le encaró, pues no soportaba que arremetieran contra los
principios hereditarios.
—Cállate de una vez, no tienes derecho a opinar sobre lo que no te
incumbe.
El mayor volvió a esbozar su siniestra sonrisa. Miró a lo lejos, allí donde
la puerta del despacho de su padre se encontraba.
—Si tan seguro estás, entonces no tendrás reparo en venir conmigo a
echar un vistazo a los documentos de papá.

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No esperaba aquella propuesta. Reijiro le había dicho convenientemente
que no debía entrar allí si no era a su lado, y mucho menos curiosear en los
archivos. El proceso que seguían era simple: cuando necesitaba algún libro se lo
pedía, siendo el propio doctor quien se lo entregaba tras haberlo sustraído.
—No debemos hacerlo.
—¿Tienes miedo, señor hijo perfecto? —volvió a burlarse.
Enfadado, apretó los puños y avanzó a zancadas por el pasillo, seguido de
un Saki satisfecho por haber conseguido lo que quería. Haciendo gala de su
destreza para abrir dispositivos, el seguro de la puerta no ofreció demasiada
resistencia a la experiencia del futuro licenciado. Cerró con discreción mientras
observaba cómo su hermano admiraba el esqueleto humano, recuerdo de los
días de estudio de anatomía e interminables volúmenes enciclopédicos.
—Deben estar por alguna parte —afirmó, mirando las estanterías.
Kazutaka se sentó con cuidado en la silla del escritorio. Tras pasar unos
quince minutos rebuscando entre los cajones, encontró un pequeño cuaderno de
tapas gruesas de cuero. Lo ojeó al amparo del mueble mientras el otro seguía a
lo suyo.
Las pupilas flotantes en un mar de plata se contrajeron al leer unas
palabras de trazo rápido y pesado.
El experimento ha resultado un éxito. El niño ha sido creado, pronto
abandonará el tanque.
Su corazón empezó a latir con fuerza al ver la fecha de la anotación, unos
quince años atrás. Dejó de oír y ver para sumergirse exclusivamente en aquel
diario de investigación. A cada página que devoraba con rapidez su
consternación crecía, y para cuando el estupor llegó a la cima, sólo la voz de Saki
temerariamente cerca le devolvió a la realidad.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó.
Kazutaka se apresuró a negar con la cabeza mientras escondía el
cuaderno en su abrigo.
—No, nada interesante.
Oyeron ruidos en el pasillo, por lo que dejaron todo colocado evitando
dejar huellas de su paso, saliendo por el ventanal que daba hacia el exterior. Se
las apañó para disculparse y saltarse la cena, encerrándose en su cuarto bajo

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llave y dedicando lo restante del día a desmenuzar el contenido de las páginas
amarillentas.
Aquellos datos manuscritos le confirmaron algo que siempre había
sospechado. Lo que resultó un total impacto para él no fue el constatar que era
alguien demasiado peculiar… sino saber que no era el único.

-2-

No tengo dónde esconderme, ni nadie en quién confiar.


La verdad me abrasa, y su calor nunca desaparecerá.
Canta por la absolución, que yo lo haré
mientras me precipito desde tu clemencia.

Muse, “Sing for absolution”

Gemmei dormía sedada a su lado, y las sábanas se habían convertido en


una prisión sofocante de la que ansiaba alejarse por espacio de unas horas. Se
vistió, dejando atrás el dormitorio conyugal y posteriormente su propia
vivienda, herencia tangible de un pasado dinástico.
A Reijiro le gustaba deambular por Kyoto cuando la nostalgia le invadía.
En noches como aquella tenía la incómoda sensación de encontrarse dentro de
una historia teatral, donde el escenario era demasiado detallista y sus actores
vestían máscaras de cotidianidad, en lugar de aquéllas que representaban a
personajes mitológicos.
Se metió las manos en los bolsillos para resguardarlas de la temperatura.
Una fría brisa acarició su rostro, arrastrando decenas de hojas y pétalos de
cerezo provenientes de un jardín cercano. Desorientado por un denso
presentimiento, tardó en asimilar que se encontraba en el mismo lugar donde
hacía más de una década pactó con la Diosa.
Se le formó un nudo en el estómago al cesar el arrullar del viento y los
insectos, sumiéndose en una lúgubre calma al ser bañado cuanto le rodeaba por
una luz rojiza. Alzó la mirada hacia el firmamento, topándose con una luna
sanguinolenta, la misma que le había tutelado en el momento de la creación.

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Supo a qué se debía la corazonada que le estrangulaba. Haciendo caso de
un impulso irrefrenable echó a correr hacia la arboleda. El aire se hacía más
denso y la luz más opaca a medida que se acercaba; una vez se hubo adentrado
en el claro cercado por troncos y sus abundantes copas, le encontró.
Horrorizado, vio cómo su hijo rebanaba la yugular de una mujer haciendo
uso del escarpelo que ya había dado por perdido. Kazutaka estaba de espaldas a
él, pero pudo percibir la sinergia espiritual que le envolvía para luego esfumarse.
Al desplomarse el cadáver sobre el suelo y sentir el contundente aplomo
de la muerte cubriendo con su hálito el perímetro, de la garganta del adulto
surgió una exclamación de estupor y desasosiego.
Él se giró lentamente, clavándole la mirada. Tenía la tez salpicada de rojo,
al igual que las ropas, y su expresión rozaba el delirio, pero también la
desesperación.
—¡¿Estás loco?! —gritó Reijiro— ¡Has sido tú el que estaba detrás de esos
asesinatos, debí haberme dado cuenta antes!
El joven se acercó a él. Sentía ira, menosprecio, consternación. Todo lo
que había conocido hasta la fecha dejó de tener sentido cuando la lectura del
diario hubo concluido.
—¡Es culpa tuya! —bramó— ¡Tú me programaste para que fuera esto! ¡Me
dejaste incompleto, esas almas me pertenecen!
El padre le agarró por las muñecas, cayendo ambos al suelo y
enzarzándose en un aparatoso forcejeo. Aprovechándose de su mayor masa
corporal, Reijiro logró inmovilizarle parcialmente. Recordó que portaba una
última dosis de tranquilizantes en el bolsillo interior de la chaqueta, así que de
un rápido movimiento clavó la aguja en la pierna de Kazutaka, el cual siguió
gritándole hasta que la droga hubo hecho efecto.
—Tú… me hiciste… así… —pronunció poco antes de caer.
El médico reprimió las ganas de desahogarse a pleno pulmón, empleando
las fuerzas en tratar de paliar su error. Le tomó entre los brazos, emprendiendo
camino hacia el laboratorio secreto en el subsuelo de la mansión. Miró a su
alrededor con nerviosismo, cerciorándose de la ausencia de testigos.
Pese al cuidado tenido por padre e hijo para no ser seguidos en sus
respectivas intenciones, una tercera persona había presenciado los

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sorprendentes hechos. Oculto entre la maleza, Saki no se había perdido detalle
del ritual de su hermano y la reacción del progenitor.
Aguardó a que éstos se hubieron alejado lo suficiente para abandonar su
escondrijo. Ya que había recibido información suficiente aquella velada, era más
prudente regresar a su cama y aparentar que nada había ocurrido.
Una vez estuvo en su habitación, nuevos renglones fueron añadidos al
trazado de la estrategia, ignorando que decenas de metros bajo sus pies un
nuevo desafío a la vida se estaba consumando.
Reijiro cerró las sólidas puertas de metal haciendo uso de unas llaves
magnéticas, dispositivos de seguridad que, además de su persona, sólo poseía el
ejército. El laboratorio había cambiado en todos aquellos años; equipos
sofisticados lo poblaban, entre los que destacaban nuevos ordenadores y una
cámara de suspensión.
Empotrada en una de las paredes, parecía una probeta de descomunales
dimensiones capaz de contener centenares de metros cúbicos de líquido
amniótico. Llevó al chico hasta una de las amplias mesas de aluminio y le
despojó de toda vestimenta. Tras haberle subido por medio de una plataforma
hidráulica a la entrada del recipiente, conectó a su piel electrodos con los que
mantendría registradas las constantes, además de percibir y actuar sobre su
actividad cerebral, tal y como había sucedido en el primer año de su desarrollo
antes de dar por concluido el proceso.
El doctor, ya sobre suelo firme, contempló absorto la horripilante escena.
Iluminado por tenues focos verdes, los más efectivos para ambientes poco
iluminados, la silueta de Kazutaka quedó resaltada mientras flotaba sobre el que
había sido el útero artificial en el que había sido gestado. Observó su rostro
relajado y los finos cabellos siendo movidos por las corrientes líquidas, mas tuvo
que agarrarse a otra de las mesas próximas para no desvanecerse de la
impresión al abrir el chico los ojos de forma violenta, clavándole la mirada.
Tanta era la resistencia a los venenos desarrollada por su organismo que
los efectos de la morfina pronto quedaron inoculados. Kazutaka reconoció
aquella sensación cálida bañando su cuerpo, la punzante electricidad anclada a
la carne y la húmeda angustia de no poder escapar del cubículo. Primero miró a
su padre para luego barrer cuanto la vista le permitía, identificando el enclave.

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Las imágenes de los primeros momentos de conciencia seguían en su
mente, terminando de confirmar lo que las palabras le habían dicho. Él había
sido creado allí, y el hombre que destrozado le observaba había sido el artífice.
Reijiro tropezó al correr hacia el ordenador central. Debía acabar con
aquello cuanto antes. Al ponerlo en funcionamiento, una fuerte descarga de
tensión recorrió los cables, acabando por llegar hasta el adolescente, el cual
emitió un grito de dolor audible pese al medio. El sudor frío empapaba su
frente, sometido a la presión de tratar de restaurar la percepción de su hijo en el
menor tiempo posible con tal de no hacerle sufrir.
Tenía que entrar en la configuración y retocar la programación de los
genes. ¿Habrían mutado éstos con los años, o era un error base?
Su cerebro trabajaba con endiablada velocidad, buscando la explicación al
por qué el muchacho no podía asociar la muerte a un tabú. No quería que fuera
un asesino, sino un médico de provecho con una vida normal…
Y mientras el cuerpo de Kazutaka se convulsionaba por nuevos espasmos,
lágrimas desesperadas regaron el rostro de Reijiro al comprender que ése era el
precio real de su osadía. El trato con Suzaku había sido claro, condenándole a
carecer por siempre de espíritu; por mucho que tratase de no hacer caso a la
evidencia, su hijo nunca sería un ser humano propiamente dicho, lo cual
constituía su castigo por haber querido emular a Dios.
Cerró el programa, temeroso de irrumpir aún más en las funciones
cerebrales y agravar el daño. Al mirar de nuevo hacia el tanque vio que el joven
tenía los ojos en blanco. Alentado por los instintos primarios de protección se
abalanzó sobre el contenedor, accionando la manivela de la apertura de
emergencia, situada en un lateral.
Un torrente de amniótico se desparramó por el suelo, quedando el chico
desplomado en el fondo aún con los dispositivos arraigados. Se los quitó uno
por uno, algunos con brusquedad debido a la tensión, abriéndole las heridas.
Aunque había perdido el sentido, respiraba. Totalmente deshecho, el
doctor le abrazó como queriendo protegerle de sí mismo. Pese a su horripilante
y oscura naturaleza era su hijo, y le amaba como tal.
—Perdóname… —le suplicó entre sollozos, creyendo que seguía
inconsciente.

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Mas no era así. Kazutaka se dejó acunar. El rencor que sentía era
punzante, agonizando bajo la perspectiva de una vida inmerso en la búsqueda
de su culminación. Detestaba a Saki, porque éste significaba para Reijiro el todo
que él no podía ofrecerle; un descendiente natural dotado de ambas partes, la
tangible y la volátil, y odiaba a su padre por haber necesitado suplir las
carencias científicas con una infidelidad, sin importar lo que la familia a la que
tanta importancia daba pudiera padecer.
Y sin embargo le quería, porque a él debía estar allí, con sus virtudes y
defectos. Con sus expectativas y su sed de sangre.
Inmerso en tales contradicciones, demostró que era capaz de sentir como
el que más. Aquella noche y sobre el torso vestido de Reijiro, le acompañó en el
percance, siendo esa la primera ocasión en la que conseguía, al fin, llorar.

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Capítulo 6: Sed de venganza

Como todos los días 4 de cada mes, Saki se levantó al alba antes que
cualquiera de los inquilinos de la mansión. Repetiría con Reijiro el ritual
acostumbrado en dicha fecha, sólo que aquel día era especial: se cumplía el
primer aniversario desde la muerte de su madre.
El doctor se ceñía a las mismas pautas de comportamiento, resultando
terriblemente predecible: bajaba al salón a las seis en punto y allí le esperaba.
En cuanto ambos se encontraban preparados emprendían camino al cementerio
en el elegante coche extranjero que Muraki poseía, el cual conducía a velocidad
moderada por las serpenteantes y solitarias carreteras que llevaban al
extrarradio de la ciudad.
Saki se asomó a la ventana de su habitación viendo cómo el sol se dejaba
entrever tímidamente sobre un mar de naranjas incendiarios. Disfrutó de aquel
amanecer, pues iba a ser el último. Pese a ello no sentía temor alguno: llevaba
demasiado tiempo ultimándolo, y al fin el momento había llegado. Haría pagar a
su padre por los pecados cometidos, por condenar a su antaño paciente a la
discriminación propia de las madres solteras en la estricta sociedad japonesa.
Quería destruir cualquier vínculo que le uniera a esa familia, empezando por
Reijiro y terminando por su hermanastro. Sabía que el golpe le heriría de
muerte.
Y entre ambos eslabones se encontraba él mismo. Por sus venas corría la
sangre que con ellos compartía y, por tanto, también debía desaparecer. Sería
rápido, nadie sospecharía, y segundos antes de abandonarse al negro vacío
podría jactarse de su maniobra. Una siniestra sonrisa quedó dibujada en sus
labios al imaginarse el desfile de parientes y conocidos ataviados en luto, una
silenciosa redada de cuervos aguardando para hacerse con una tajada de la
fortuna que en manos de la viuda quedaría. No era ningún secreto que Gemmei
no se encontraba en condiciones psíquicas óptimas. Si no era capaz de cuidar
sola de sí misma, ¿cómo manejar las riendas de un pequeño imperio
económico?

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Tras cerrar las cortinas se vistió, descendiendo con cuidado por los
peldaños de madera. Allí estaba él, tal y como esperaba encontrar. Nada más
situarse a su lado el adulto abrió la puerta, indicándole que pasara primero.
—Adelante, hijo.
Asintió con la cabeza y obedeció. Aquellas palabras le daban náuseas. Se
sentó en el cómodo asiento del copiloto aguardando a que el doctor hiciera lo
mismo.
Ninguno de los dos intercambió palabra alguna durante el recorrido,
resultando ser el ronroneo continuo y monótono del motor el único dialogante.
Saki observaba el paisaje con la frente apoyada en su ventana. Las
primeras pinceladas del otoño se dejaban ver en el descomunal lienzo de la
tierra, y los arces con sus hojas desprendidas llenaban de ocres destellos cuanto
les rodeaba. Ni siguiera los campesinos de las zonas rurales recorrían el camino
de asfalto a esas horas para acudir a la ciudad, recreándose pues el escenario del
crimen perfecto.
Reijiro miró extrañado el panel luminoso del vehículo cuando notó una
extraña vibración.
—Qué raro, nunca me había ocurrido algo así.
Sin levantar su piel del cristal, de los ojos del chico brotó la chispa de la
audacia y la crueldad. Todo estaba saliendo a pedir de boca: había hecho
cálculos precisos al intervenir la anterior madrugada en el sistema electrónico
del coche. A base de concisas arremetidas de alicate había deshecho los cables
principales, no soportando estos más de seis o siete kilómetros antes de estallar
en pequeños cortocircuitos que dejarían la dirección completamente bloqueada.
Siete mil metros… Justo la distancia que separaba la mansión del tramo
más peligroso de la carretera, aquél en el que el sendero se tornaba curvilíneo
bordeando un descomunal abismo. El precipicio quedó a la derecha del joven en
el preciso instante en que su padre trataba de buscar remedio a la falta de
control. Por mucho que girase el volante el auto no obedecía, avanzando en línea
recta hasta la valla de protección. Si no se arriesgaban a saltar en marcha
caerían irremediablemente.
Reijiro, con el corazón desbocado de angustia, no dio crédito cuando al
quitarse el cinturón de seguridad para abrir la puerta y salir de allí junto a su

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hijo éste lo impidió, bloqueando el dispositivo que permitía la apertura manual
desde el interior.
—¿Qué haces? ¡Tenemos que saltar inmediatamente!
Saki le sostuvo la mirada segundos antes de que se rompiera la protección
metálica y volaran hacia los abismos.
—Tú siempre buscando soluciones desesperadas como último recurso…
Ya no tendrás que volver a hacerlo, me he asegurado de ello.
Y rió en contraste con el grito atronador del hombre cuando cayeron en
picado en un fuerte estruendo. El coche rodó por la ladera dando varias vueltas
de campana, haciéndose añicos los cristales. El mayor de ambos, quién se había
despojado del cinturón, salió despedido contra el suelo rompiéndose el cuello y
perdiendo la vida de inmediato.
Por el contrario, el autor del accidente sufrió una encadenación de golpes
fatales. Los refuerzos metálicos del vehículo no soportaron el peso de la
estructura original, convirtiéndose en un amasijo de hierros. Una vara
puntiaguda se incrustó con violencia en su costado, provocándole una seria
hemorragia.
A punto de perder el sentido por los efectos del desangramiento y el
dolor, supo que su misión había terminado. Era el mejor tributo que podía
rendirle a su madre. Dondequiera que estuviese podría tener la conciencia
tranquila, y él volaría pronto para acompañarla; lo haría ligero como los
ángeles, pues sabía que se había hecho justicia.

-2-

Kazutaka estaba sentado sobre su cama rodeado por un fortín de viejos


documentos. La desgracia había sacudido a la familia en menos de dos meses;
primero un corazón debilitado se había llevado a su abuelo, patriarca del clan y
todavía a sus años reconocido médico de prestigio.
Siempre le había tenido en gran estima, por lo que apenas una semana
después, el destinado a seguir sus pasos científicos supo que había recibido en
herencia la totalidad de los archivos de la clínica privada que regentaba. Desde
entonces, no había pasado noche en la que no dedicara al menos un par de
horas a revisar escritos, algunos de gran interés y contenido clasificado.

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Descubrió entonces que su abuelo había manejado asuntos tan vitales que
estaban ligados al Gobierno, incluso al Ejército. Dondequiera que buscase
encontraba referencias a experimentos de clonación y prolongación artificial de
la vida. Resultaba tan espeluznante como absorbente, especialmente en su caso.
Y, sin embargo, ni las anotaciones más interesantes podrían consolarle
aquella noche. Le esperaban en el salón, pero había insistido para que le dejaran
a solas hasta que todo estuviera preparado. Por primera vez, las palabras de su
padre cobraron sentido.
<< Si tuvieses que sufrir una pérdida cercana en este momento,
cambiarías de parecer >>
Había convivido con la muerte, la había saboreado, pero no la había
conocido en todas sus facetas. Hasta ese momento se había emborrachado de la
dulzura obtenida al absorber un espíritu, contemplando el cascarón de sus
víctimas como un precio a pagar por el premio. Sin embargo, ahora era distinto:
él no había causado esas muertes, los fallecidos no habían pasado a formar una
nimia parte de él. La luz que veía cada vez que se cobraba un alma se tornó
oscuridad cuando recibió la noticia, y contempló los cuerpos fríos y
ensangrentados en la sala de reconocimiento de cadáveres del hospital.
Tocaron a su puerta, advirtiendo en la discreción del sonido a la mayor de
las asistentas del hogar.
—Señor Muraki, el funeral va a dar comienzo.
Agradeció en silencio la indicación, poniéndose en pie para eliminar las
posibles arrugas de su traje azabache profundo, en total contraste con la palidez
extrema. Daba igual que pronto fuese a cumplir diecisiete años. Tampoco
importaba que cursara un nivel de estudios propio de un universitario en último
curso de carrera, o que la virginidad fuese un recuerdo lejano y perdido en el
tiempo: con aquella protocolaria frase de la sirviente quedó sellada una etapa, la
del término de su niñez, introduciéndole de lleno en el mundo adulto. Al haberle
llamado Señor la mujer había evidenciado sin pretender lo mucho que de él se
esperaba.
Kazutaka llegó a la sala con el mentón bien alto, encarando serenamente
a los familiares y amigos que habían acudido tanto desde Kyoto como de los
restantes rincones de Japón. La habitación estaba repleta de sillas conformando
dos bloques con un amplio pasillo en medio. El austero altar estaba adornado

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por unas varas de incienso y algunas velas, así como sendas fotografías de los
difuntos.
Algunos de los asistentes murmuraron cuando el joven anduvo hasta
llegar a los dos ataúdes abiertos, en los cuales descansaban los cuerpos inertes
tanto de su padre como de su hermanastro mayor.
—Qué tragedia. Quién cuidará ahora de ella… —musitó una anciana.
—No podrá soportar el peso de la tradición —afirmó otra, en referencia al
heredero.
Haciendo caso omiso de las especulaciones, se acuclilló ante su madre.
Gemmei tenía la mirada fija en el vacío. Tras escuchar unos segundos su
respiración ajetreada supo que en breve le sobrevendría un nuevo episodio de
ansiedad. Era observador y perfeccionista, con los años había aprendido a
reconocer los síntomas de su progenitora genética y a adelantarse a los mismos.
Ella, quién tanto pavor le infringiera en el pasado con sus juegos macabros, se
había convertido en una sombra a la que iba a quedar ligado sin solución
posible.
Las manos de la viuda temblaron, pujando por soltarse en una horda
incoherente de aullidos desconcertados. Kazutaka la miró; aunque seguía
conservando su belleza, ésta parecía una mera capa de barniz dada sobre una
estatua hermosa, aunque demasiado deteriorada por el tiempo.
Ojos vacíos, sin vida… cuerpo frágil, blanco como la porcelana, cabellos
finos y sedosos. Y una voluntad doblegada completamente a su merced.
No supo si sentir satisfacción por el cambio de tornas, mas supo que
Gemmei había pasado de ser la dueña absoluta de los hilos a convertirse en su
títere. Ahora sería él quien la manejaría y dominaría con el encantamiento de la
belladona, convirtiéndola en la mejor de las piezas de la colección,
correspondiendo en igual moneda años marcados por tétricas vivencias.
Algunos integrantes de la familia se acercaron para intervenir al darse
cuenta del estado de la mujer, pero el hijo delimitó territorio con firmeza.
—Yo me encargaré de ella. Conozco el tratamiento que se le estaba
administrando.
Extrajo una jeringa oculta en el compartimiento de su chaqueta,
inyectándole la dosis de tranquilizantes habitual. Gemmei apenas era consciente
de lo que había ocurrido, y mientras continuara sedada se ahorraría problemas.

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Su abuela le miró unos segundos antes de atenderla, llamándola por su nombre
a susurros con la convicción de que el shock emocional se debía a la pérdida de
su marido. Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que Reijiro había dejado de
existir para ella.
—Agradezco que estéis presentes en estos duros momentos —expuso en
voz alta el joven, posando la mirada lentamente en cada uno de los asistentes—.
Mi padre iba a ser el destinado a comunicarlo, mas por razones evidentes seré
yo el portavoz. Ingresaré en la Universidad con el inicio del nuevo curso,
adelantándome un año en la entrada oficial. Por ello, aunque todavía no haya
alcanzado la mayoría de edad, pido potestad para llevar personalmente los
asuntos que correspondan.
Uno de sus tíos lejanos, abogado, quiso intervenir, mas el tajante gesto
del nuevo patriarca se lo impidió.
—No aceptaré un no por respuesta. Ese era el deseo de mi abuelo,
expresado en su testamento.
El silencio general resultó afirmativo. La tradición dictaba que el hijo
debía velar al padre toda la noche, siendo el encargado de dar un último adiós
antes de que fuese conducido a la tierra y enterrado en las profundidades de la
misma. Uno a uno fueron abandonando la casa, quedando Kazutaka a solas en
el salón, el cual cerró con llave.
Tras echar las pesadas cortinas, la única fuente de luz existente provenía
de las llamas doradas de las velas. Transcurrieron varias horas en las que no
pudo levantar su atención de los cuerpos inertes que ante él yacían.
Había perdido a su creador y guía, dejándole a cargo de una mujer que
requeriría demasiados cuidados como para poder ejercer de madre justo cuando
más la necesitaba.
El cadáver de su hermano aguardaba a la derecha. Físicamente eran
bastante parecidos, en especial en la fisonomía del óvalo facial. Sin embargo,
aún incluso muerto, Saki conservaba esa misteriosa y arrogante media sonrisa
en los labios, expresión que le disgustaba.
Hacía varias noches que no se cobraba una vida, y el ansia de espíritus
con los que compensar su carencia se encontraba especialmente sensible. Tanto
era así que podía ver con claridad las últimas reminiscencias de sus energías,

49
flotando como fuegos fatuos alrededor de ambos. Alzó los dedos tratando de
acariciarlas, y empaparse de lo último que le quedaba de su padre.
Entonces experimentó algo que nunca antes le había ocurrido. Pudo
sentir cómo la energía se infiltraba en él, inculcándole una serie de sentimientos
primarios, intensos y sin coherencia. Era como si lo último que el muerto
hubiese sentido aún siguiera custodiándole.
Por unas milésimas de segundo sintió el pavor ante la descomunal caída,
el miedo por dejar atrás lo conocido y la preocupación por los suyos. Mas todo
ello quedó eclipsado por una energía externa que había contaminado a la
principal, infiltrándose en esa efímera esencia con la que quizás Reijiro había
tratado de comunicarle un último mensaje.
La ira se apoderó de Kazutaka al reconocer ese estímulo invasor. Agudizó
sus sentidos escuchando lo que esa llama espiritual a punto de extinguirse decía,
resultando ser demasiado clara su sentencia.
<< Saki Saki Saki Saki Saki >>
Tomó a su hermanastro por el cuello, presionando como su quiera
estrangularle, pero por mucha que fuese la fuerza empleada, resultaría
inservible. Se sintió miserable por no haberse adelantado a sus movimientos. La
lógica del difunto era precisa: matar al padre de ambos, romper en mil pedazos
el mundo de Kazutaka y morir él mismo, sin dejarle oportunidad de vengarse,
condenándole a una vida de frustración.
Pero Saki no había contado con el despiadado ingenio de su rival. La vida
podía crearse de la nada, pues él mismo había nacido de la mano del hombre y
sus inventos. Su abuelo había presenciado e intervenido en cientos de
experimentos en donde se lograba devolver a la actividad celular a miembros
humanos marchitos y congelados.
No se lo pensó dos veces. En la casa sólo los sirvientes, su madre y abuela
dormían, y nadie conocía el camino hasta el laboratorio secreto de Reijiro. Cerró
el ataúd de su padre sin tomarse unos segundos para el adiós, y buscó el
escarpelo que siempre llevaba encima.
Con cortes precisos desgarró los músculos principales que unían el cuello
al busto, manando de las arterias parte de la sangre coagulada, manchando el
revestimiento acolchado del sarcófago.

50
Necesitaba de un objeto con el que poder cortar en dos la columna
vertebral. Recordó que en el viejo arcón que reposaba junto a la chimenea solían
guardar herramientas, algunas de las cuales nadie echaría en falta, al ser el
desaparecido médico el único que encendía fuego en la casa. Haciendo el menor
ruido posible logró separar la cabeza de Saki completamente de su cuerpo,
envolviéndola en la chaqueta.
Guardó el hacha en el ataúd y cerró la tapa. Nadie repararía en la
mutilación al compensar el peso del utensilio la ausencia de cráneo y demás
órganos; por supuesto, una vez sellados los lechos de madera no se tenía
potestad para volver a abrirlos, así que podía escudarse en el secreto.
Con su habitual sigilo, Kazutaka salió hacia el exterior guiándose por la
luz de su aliada, la hermosa luna llena. Atravesó las barreras metálicas que le
separaban del laboratorio, lúgubre y húmedo.
Abrió la compuerta de la cámara en el que había sido gestado. Recordaba
perfectamente las descargas sufridas cuando Reijiro trató de modificar su
material genético, por lo que las investigaciones teóricas de su abuelo coincidían
con las hazañas paternas. Tomó cuantos conductos tuvo a su alcance,
conectando la cabeza de Saki a los electrodos.
Una vez armada la maraña cerró herméticamente el habitáculo,
llenándose éste de líquido amniótico. Se posicionó ante los potentes y
descomunales ordenadores centrales, tecleando a toda velocidad los códigos
necesarios para poner en marcha el funcionamiento. Su padre se había basado
en lenguajes crípticos demasiado sencillos para una mente privilegiada como la
suya.
La totalidad de la ciudad de Kyoto sufrió unos segundos de bajada de
tensión cuando la monumental descarga fue invertida por los transformadores
del laboratorio, convirtiéndose en una serie de impulsos que centellearon a lo
largo del sistema.
Kazutaka observó fuera de sí el espectáculo cuando los párpados de la
cabeza se abrieron, quedando fija la mirada acuosa de Saki en la suya. Un
aparato emitió su característico pitido rítmico, registrando la estabilidad de las
constantes.

51
Lo había conseguido. Había logrado mantener artificialmente con vida un
reducto del ser. Empapado en sudor y alimentándose de rencor, golpeó con
estrépito el cristal de la cámara.
Le odiaba por habérselo arrebatado todo y estar a punto de salirse con la
suya.
En medio de la soledad de aquel antro tecnológico se hizo una promesa;
se prepararía, indagaría lo necesario y pagaría cualquier precio con un sólo
objetivo: le regalaría a Saki un cuerpo perfecto en el que poder implantarle y,
una vez de nuevo completo y en plenas facultades, le haría pagar su castigo.
Le torturaría. Le mataría lentamente, invitándole a sufrir, y luego
absorbería su espíritu. Sólo cuando lo hubiera hecho podría conocer el final de
un tormento que no había hecho más que empezar.

-3-

La lluvia acompañó al cortejo fúnebre hasta la llegada del cementerio


donde la familia de Gemmei tenía el panteón. Habían creído conveniente
dejarles descansar allí, en donde la belleza de los cerezos deportaría sosiego a
sus almas por toda la eternidad.
Tras las consabidas palabras rituales, el oficio se dio por finalizado.
Decenas de personas fueron diseminándose con lentitud mientras los hermanos
de la viuda trataban de llevarla con suavidad hasta el coche más cercano.
Kazutaka no se pronunció a lo largo del enterramiento; asimismo, nadie
se acercó a él para alentarle, por pequeño que fuera el gesto. En realidad todos
le tenían demasiado respeto como para tratarle como al chico que era, en lugar
del siguiente estandarte del clan.
Sólo una persona tuvo el valor de quedar a escasos pasos de él. Una voz le
llamó, al igual que había hecho años antes la noche en que se conocieron.
—Siento mucho que les hayas perdido, debes estar pasando por un mal
momento.
Él se giró con parsimonia, encontrándose con el rostro redondeado y
dulce de Ukyô. Sus ojos rasgados y oscuros hacían de complemento perfecto
para la melena lacia, y su cuerpo de juveniles y desarrolladas proporciones
femeninas. También debía estar en los últimos años de instituto.

52
No le contestó. Ella seguía pensando que era una chica corriente, y que
algún día contraería matrimonio con él, una vez convertido en afamado médico.
Sin embargo, Muraki había leído todo lo correspondiente a ellos. No eran
seres humanos vulgares. Por lo que su padre había dejado entrever en los
informes, ambos no compartían la misma carencia espiritual, pero el código
genético de Ukyô estaba destinado a desarrollar una serie de malformaciones en
un plazo de tiempo imprevisible.
Aunque analizó su fachada con detenimiento, no pudo detectar indicios
del temido envejecimiento prematuro. Quizás lo desarrollaría en sus órganos
internos, o tal vez escaparía de la cruel suerte.
Era mejor que siguieran distanciados, y que olvidaran aquel
emparejamiento concertado hasta el último e irremediable segundo, porque
sólo si permanecían a la deriva en el mar de lo corriente, jugando a ser personas
completas, podrían engañarse a sí mismos, y decirse que no estaban
condenados ante los dioses por haber alzado la mano contra ellos aún sin
haberlo pretendido.
Para estupor de la muchacha su prometido la ignoró, caminando hacia el
frente pasando de lado. Se sintió ofendida, pues había soñado con aquel
reencuentro durante muchísimos años. Aún así le perdonó, pues sabía que la luz
blanquecina que Muraki despedía no podía compararse con ninguna otra, y que
algún día obtendría la ansiada recompensa.
Demasiado ocupados en sus respectivos pensamientos, ambos
adolescentes no repararon en cómo a lo lejos alguien les observaba. Lo
ignoraban, pero dicho sujeto era lo más parecido a un segundo padre que
tenían. Él había supervisado su nacimiento desde el principio, implicándose en
la creación sacrificando su carrera profesional.
Satomi se ocultó tras el grueso tronco de un roble cercano. Su antiguo
socio había muerto, y el primero parecía haberse desarrollado según lo previsto.
Con lo que el ahora docente de la Universidad Shion no contaba, era que su
ligazón a los Muraki no había acabado. Pronto su rol para con Kazutaka
cambiaría, pasando a ser ambos profesor y alumno.

53
-4-

Se dejó caer sobre la puerta cerrada a sus espaldas, respirando


profundamente para relajarse. Tras haber forcejeado con Gemmei por espacio
de más de una hora había conseguido reducirla, a base de una dosis aún mayor
de la droga a la que le había habituado. A cada noche que pasaba, su madre se
volvía más salvaje, completamente fuera de control. Los gritos se ahogaban
entre las gruesas paredes, y sólo cuando cesaban los sirvientes se encargaban de
aparentar que no habían escuchado nada, dejándole al señor de la casa el peso
de ocultar a la bella y demente criatura en sus aposentos.
La sala de las muñecas constituía su último remanso de paz. Estanterías
repletas de pequeñas niñas inmortales le rodeaban, impolutas gracias a la
dedicación con la que eliminaba el polvo que sobre ellas se depositaba, y el
esmero con el que colocaba sus rizos y vestidos de terciopelo.
Tomó a Verónica entre las manos, sentándose en la mesa de caoba que
presidía la habitación.
—Tú siempre me serás fiel, mi dulce amiga —dijo, viéndose reflejado en
los iris de cristal.
La dejó sentada sobre la superficie de madera mientras tomaba el
cuaderno que allí había guardado. De todos los archivos recibidos de su abuelo,
aquel diario era el que más había llamado su atención. Estaba repleto de reseñas
históricas, pero lo que le había llevado a estudiarlo eran las revelaciones
sumamente importantes para su investigación privada.
Leyó, empapándose de la rápida caligrafía, evocando la voz grave de su
antepasado como si estuviese recitándole las palabras al oído.
<< Hoy ha vuelto a intentarlo. Se ha cortado las venas insistentemente,
pero han vuelto a cicatrizar. No ha ingerido líquido ni sólido alguno, son más
de 30 noches en vela las que he contabilizado >>
Hizo especial hincapié en la fecha de la anotación. De ello habían
transcurrido más de cuarenta años.
<< Ha caído en un estado de vigilia constante. No reacciona a estímulos,
sigue rechazando cualquier tipo de alimento, pero sus signos vitales siguen
inalterables. Me encuentro ante un auténtico misterio de la naturaleza >>

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Cuanto más leía sobre aquel enigmático paciente de su abuelo, la
quemazón en su pecho se incrementaba. ¿Había tratado éste a un hombre
bendecido con su ansiada inmortalidad? ¿Quién podría ser aquel ser de
extraordinarias facultades?
La última hoja del diario terminaba con una frase que le impactó quizás
más que ninguna otra.
<< Tras tantos años a mi cuidado altruista, hoy ha fallecido. Sus
constantes eran las mismas de siempre, al igual que la dinámica. Me atrevo a
afirmar que ha muerto de pena >>
Algo cayó entre las páginas en blanco del manuscrito. Estiró la mano
hacia el suelo, recogiendo el pedazo de cartón oculto desde hacía décadas.
Kazutaka dejó el registro sobre la mesa, contemplando la vieja fotografía
hasta el momento inédita, pudiendo ver por vez primera el rostro del hombre al
que su abuelo había atendido sin llegar a desentrañar lo inexplicable de su
situación.
Tenía los cabellos castaños y brillantes. Su rostro reflejaba la evidente
delgadez, y sus ojos violetas refulgían como gemas engarzadas. Sin embargo,
qué desoladora resultaba la expresión de los mismos…
Sus labios se entreabrieron para pronunciar el nombre que había leído al
inicio de los informes.
—Tsuzuki… Asato…
Una lágrima resbaló por las pálidas mejillas. No lloraba por sentirse
desdichado, o por tener que portar la despótica carga de una madre a la que no
apreciaba. Lo hacía porque no sólo tenía ante sí una clave ya perdida que podría
servirle para cumplir su ambición… sino porque estaba contemplando a la
criatura más hermosa que había visto en toda su vida.

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Capítulo 7: Símil

Como cada día, la campana del pequeño templo anexo anunció la llegada
del sol y, por tanto, de las responsabilidades cotidianas. Independientemente de
la época del año en la que se encontrasen, o la naturaleza laboral de las jornadas
en el calendario, la vida resurgía tras una noche de sueño a las seis de la mañana
en Kokakurô, una de las casas señoriales más antiguas de Kyoto.
La tradición abarcaba cada milímetro de la vivienda, cuya sobria y
minimalista arquitectura hacía las delicias de conservadores y estudiosos
gracias a sus más de trescientos años de intacta historia. Sin embargo, muy
pocos tenían el privilegio de adentrarse en sus maravillosos jardines y respirar
el peculiar ambiente que la rodeaba fuera de las horas establecidas, puesto que
Kokakurô no era solamente desde hacía un siglo el restaurante de mayor
categoría de la antigua capital, sino sede de un legado protegido por los
miembros del clan Oriya, excelentes espadachines y monjes cuyos orígenes se
perdían en el tiempo.
Mibu hizo una reverencia ante los retratos y fotografías de sus
antepasados cuando concluyó su entrenamiento matutino. Había cumplido los
dieciocho hacía unas semanas, pudiendo ostentar todo lo referente a la
manutención del negocio tras una regencia por parte de su abuela. Ella, como
responsable de perpetuar el legado de la familia, solía recriminarle por no seguir
estoicamente los cánones establecidos.
Estaba cansado de escuchar que debía llevar su largo cabello recogido en
señal de respeto por sus ancestros samuráis, los cuales hacían de las brillantes y
oscuras melenas una señal visual del honor por su condición de guerrero.
Asimismo, el mero hecho de vestir el kimono masculino conllevaba un tedioso
ritual en que todo tenía que estar en su sitio sin espacio para el error.
Mucho había insistido su padre ya fallecido para que obedeciera a la
matriarca del clan, pero no lo había conseguido. Él encontraba en esos pequeños
actos de rebeldía una vía por la que expresarse a sí mismo, dentro del papel al
que estaba destinado desde su nacimiento.

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Ser el siguiente estandarte de los Oriya era su orgullo, siempre que le
permitieran insuflar algo de modernidad en los métodos por medio de sus vías
propias de acción.
Tal era así que, efectivamente, cuando se encontraba en los límites de
Kokakurô vestía los hermosos, pesados y coloridos kimonos, aunque les proveía
de la flexibilidad necesaria para moverse con holgura al no ajustárselos; calzaba
las tradicionales geta de madera, pero sus pasos no eran sosegados, indicando
en todo momento su situación con rítmico marcaje; y, por supuesto, nadie, ni
siquiera las mujeres de la familia, podía llevar el pelo más largo que él, mas éste
siempre iba suelto, dotándole de un aire de misterio al ocultar en parte su bello
rostro.
Todos estaban de acuerdo en que el comportamiento de Mibu no era
quizás el más adecuado, pero no ponían trabas más allá de las observaciones
sobre su apariencia, pues le respetaban demasiado. No sólo era un genio de la
katana, sino que continuando el linaje sanguíneo de su madre, había heredado
de ella un don que le distinguía como figura espiritual, siendo extrema su
sensibilidad hacia los espíritus.
Esa era su misión en vida, convertirse en protector del templo, en sucesor
de la legendaria escuela de artes marciales Shinmeimusô y, además, en hombre
de negocios. Su educación era un pilar fundamental, así que se le había
permitido escoger una carrera para el enriquecimiento personal, dado que no
estaría capacitado para ejercerla una vez concluida.
Se preparó tras el esfuerzo físico eliminando cualquier rastro de sudor
con un baño caliente, y enfundándose en el uniforme de la Universidad Shion.
No se abrochó los últimos botones del cuello, de típico corte asiático,
arrancando de nuevo los reproches de la anciana una vez hubo entrado en la
cocina para devorar su ración de arroz.
—¡Eres una persona de respetada posición social, Mibu! Deberías vestirte
como tal.
—Ya lo sé, abuela… —repitió por enésima vez, limpiándose con la mano
los granos que se le habían adherido a la comisura del labio— Pero en la
Universidad lo importante no es cómo vayas, sino las notas que saques.

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Su buen humor y eterno desparpajo conseguían aplacar el enfado de la
mujer. La rutina era una sana forma de encauzar la vida, como ella decía, así
que el joven tomó su cartera y puso camino hacia el centro académico.
Aunque el otoño aún no había terminado, iba cediendo poco a poco en el
pulso contra el invierno. Las hojas de los arces seguían ocultando el sendero que
bordeaba la casa, pero el aire se había tornado frío y cortante.
Él era siempre el primero en llegar a la facultad, sólo algunos alumnos del
instituto próximo le ganaban. Le gustaba contar con unos minutos de
tranquilidad antes de sumergirse en ocho horas de aburridas clases teóricas
sobre el cuerpo humano y demás entresijos. Si había decidido cursar Medicina
era para comprender un poco más a los seres corpóreos, dado que aquéllos en
los que la ciencia no creía eran desde siempre sus silenciosos aliados.
Al llegar a las inmediaciones de la entrada principal sacó un cigarrillo de
la caja que llevaba oculta en su chaqueta, prendiéndolo tras proteger la llama de
las corrientes de aire. Dio una profunda calada soltando el humo, el cual se
mezcló con el vaho producido por las bajas temperaturas.
Entonces, le vio. El mismo chico de todas las mañanas.
Los alumnos, desde los veteranos a los de primer curso como era el caso
de ambos, hablaban de él. Llamaba la atención no sólo por haber entrado en la
Universidad un año antes de lo que correspondía, sino por su extrañísimo físico:
tenía la piel blanca como la superficie de las perlas, el pelo de plata y los ojos
fríos cual luna, o al menos esos decían los pocos que se habían atrevido a
mirarle de cerca.
Sin embargo, su compañero de clase le intrigaba no ya por sus exquisitos
rasgos, sino por la energía que le envolvía. Mibu podía ver los espíritus de las
personas, y el de aquel sujeto era inigualable. A cada día que coincidían, podía
sentir que su alma era distinta. Mantenía un leve resquicio base, pero era
resultado de una combinación difícil de diseccionar.
Solía analizarle desde su asiento en la última fila. El alumno, de nombre
Muraki, ocupaba habitualmente el puesto más cercano a la tarima del profesor.
Aquel tipo no hablaba con nadie, ni se relacionaba con otros que no fueran los
docentes o los libros de investigación.
Dado que no tenía otra cosa mejor que hacer salvo esperar a la campana
de inicio, se dejó llevar por dicha curiosidad en un arrebato impulsivo. Apagó el

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cigarro pisándolo con la suela del zapato, buscando una excusa no demasiado
original con la que entablar conversación.
Llegó a las escaleras, en las que su objetivo se encontraba inmerso en un
tratado sobre comportamiento neuronal.
—¿Tienes un pitillo? —preguntó descaradamente.
Kazutaka ni le miró. Se ajustó las gafas, las cuales acababa de estrenar
para prevenir que sus dioptrías aumentasen por las horas de estudio, y
respondió con frialdad.
—No, pero te queda un paquete entero en la chaqueta.
Oriya lanzó una carcajada resignada al oírle.
<< Así que tú también me has estado observando…>>
Sacó de nuevo la cajetilla de la discordia, mostrándosela.
—De acuerdo, volveré a empezar… ¿quieres un pitillo?
De nuevo, el otro no parecía tener intenciones de abandonar la lectura.
—No, gracias.
Mibu se levantó. No iba a darse por vencido tan fácilmente, menos ahora
que aquel carácter había resultado ser de su agrado.
—Pues va a ser verdad que eres un tío de lo más raro —afirmó, poco antes
de adentrarse en el centro.
Muraki siguió a lo suyo; los comentarios ajenos le eran indiferentes. Su
único interés consistía en absorber cuantos conocimientos pudieran serle de
utilidad y seguir labrando sus planes. Precisamente, ése era el día elegido para
dar inicio a la nueva fase.
Con el transcurso de los minutos fueron llegando más alumnos,
formándose una pequeña cogestión cuando quisieron entrar a la vez, estirando
el tiempo libre hasta el límite.
A solas, como siempre, tomó su cartera y puso rumbo hacia el aula. Aquel
día de la semana tenía tres horas de su asignatura favorita, no ya por el
contenido de la misma… sino por la persona que la impartía.

-2-

—Y como podéis ver en este gráfico, el tejido cerebral varía según la


sección a la que nos refiramos. ¿Alguna pregunta?

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Satomi hizo un barrido visual a sus cuarenta alumnos, pero ninguno
levantó la mano. A veces tenía la sensación de estar hablándole a las paredes.
—Podéis iros. Para mañana traed preparada la lección número cuatro,
habrá una prueba de control en breve.
El estruendo de las docenas de sillas moviéndose a la vez invadió la clase,
acudiendo los estudiantes a las horas lectivas que todavía les quedaban. El
ponente guardó sus apuntes en el cajón, mas notó que alguien se acercaba con
sigilo.
—Profesor Satomi… —le llamó.
Aquella voz le producía escalofríos. Pertenecía a su alumno más brillante,
aquél al que, irónicamente, deseaba no haber tenido nunca bajo su
responsabilidad. Observó los finos rasgos del rostro de Kazutaka, sin poder
dejar de ver en él al espectro de la mujer de su antiguo socio, recordando
fugazmente las noches pasadas en el húmedo antro que revivía en pesadillas.
—Dime, Muraki… ¿quieres que vuelva a recomendarte bibliografía para
ampliar?
El joven permaneció sombríamente serio, consiguiendo que empezara a
perder sus ya de por sí pobres nervios.
—No. De usted necesito algo más…
—¿De qué se trata? —respondió, tratando de dominarse.
Sus gélidos ojos brillaron con perspicacia, ingenio y odio.
—Sus privilegios. Su derecho al acceso a zonas restringidas.
La mano izquierda del hombre tembló, tic que conservaba de la época en
la que desafió encubiertamente las leyes de lo moral.
—No comprendo a qué te refieres —mintió.
Se acercó más a él, destrozando de un golpe la distancia respetuosa que se
debía guardar ante un superior académico.
—Estoy llevando a cabo un experimento. Requiere material fiable, así
como de presupuesto. Es por todos conocido que los doctores de esta facultad
reciben una generosa suma cada año.
—¿Y por qué tendría que dártelo?
Kazutaka esbozó una leve pero despiadada sonrisa.
—Me temo que si no me presta su ayuda, me veré obligado a descubrirle
ante sus colegas de profesión. Todos esos diarios escritos por mi padre en los

60
que usted está claramente involucrado en un proyecto prohibido, incluyendo
robos de muestras privadas… y, por supuesto, cuento con una prueba de peso: la
tiene delante.
Satomi apretó los puños. Si aquel chico cumplía sus amenazas y
demostraba cuáles eran sus orígenes, su carrera se disolvería; podrían incluso
condenarle con la pérdida de la titulación y no podría volver a pisar una entidad
científica.
Demasiado débil en carácter, y demasiado obsesionado por sus metas, no
tuvo otro remedio que volver a ceder al chantaje.
—¿Qué puedo ofrecerte?
—Un laboratorio ajeno a las miradas inoportunas, en donde pueda
establecer un dispositivo de seguridad que he creado. También quiero un tanque
de suspensión y alimentación energética permanente.
—¡P-pero eso es imposible! Con mi asignación anual no podría cubrir
siquiera el gasto de electricidad —imploró.
Muraki fue explícito en su ultimátum. A pocos pasos de la puerta se giró
hacia él, clavándole de nuevo su mirada metalizada.
—Pues consiga más. Tiene cuarenta y ocho horas.
Una vez a solas en el aula, el profesor cayó de rodillas, rebanándose los
sesos con tal de encontrar una salida al callejón en el que estaba inmerso.

-3-

Todos los integrantes del turno de mañana se habían marchado, salvo


Mibu, el cual esperaba en compañía de su fiel tabaco. En realidad, no sabía por
qué sus pies se habían negado a dejar la facultad atrás y regresar al hogar, allí
donde tenía cientos de asuntos que atender.
Al poco dio con la respuesta, pues Kazutaka salió por una puerta próxima.
Apretó el paso lo justo para que no se le notara que iba en su búsqueda,
aminorando la marcha una vez le dio alcance.
—Interesante la clase de Satomi… aunque ese tipo me parece un poco
fantoche, ¿no crees?
Silencio.

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—Voy a preparar un informe sobre división de células para subir nota,
quizás podríamos hacerlo juntos. Eres un lumbreras, haríamos un buen equipo.
Nada.
—Oye tío, al menos ten la decencia de mandarme a freír espárragos si
quieres que te deje en paz —le espetó, rabioso por su incómoda predisposición a
no contestar.
—Dame ese cigarro de antes —dijo él al fin.
Oriya sonrió para sus adentros.
—Definitivamente eres de lo más extraño que he visto, y eso ya es decir.
Le tendió la cajetilla y a posteriori el mechero. Kazutaka lo prendió, tal y
como había aprendido a hacer en los últimos tiempos. Solía esconder el arsenal
que su madre acumulaba, acabando por aprovecharlo él mismo para que no se
estropeara por la humedad.
Caminaron uno al lado del otro por el solitario camino asfaltado de
amarillos y ocres.
—Te llamas Muraki, ¿verdad?
Éste asintió con la cabeza, dando una nueva calada.
—Yo soy Oriya. He oído hablar de tu familia, sois bastante populares por
aquí.
—Lástima que no pueda decir lo mismo.
—Pues será porque no sales de tu madriguera, el clan Oriya y el Kokakurô
son conocidos incluso fuera de Kyoto —gruñó Mibu.
Kazutaka le observó. Aquel joven extrovertido, fácilmente irritable e
insólitamente afable no le desagradaba. Hasta el momento, todos los que se
habían relacionado con su persona fuera de los círculos privados habían
buscado obtener algo a cambio. Quizás el tal Oriya hiciera lo mismo, pero no le
causaba esa sensación.
—Si los demás miembros del clan son igual de viscerales que tú, es mejor
que siga sin conocer detalles. La gente que no es capaz de contenerse me pone
enferma. Además, el Kokakurô no es más que un restaurante de baja categoría.
Kazutaka se salió con la suya cuando obtuvo justo el resultado que
esperaba con aquella afirmación.

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—¡Lamentarás haber dicho eso! ¡Vas a tener la mejor cena de tu maldita
vida! —rugió, empezando a caminar a toda velocidad en dirección al
mencionado lugar.
—¿Qué te hace pensar que voy a acompañarte, si apenas te conozco?
Se volvió hacia él, girando sobre sus talones y clavándole la mirada. Los
ojos ambarinos del monje parecieron regodearse de los últimos rayos de sol que
restaban al día. Sin tener la mínima idea al respecto, se convirtió en el segundo
hombre más atractivo jamás visto bajo el criterio de su angelical compañero.
Entre ellos existía un punzante lazo espiritual. Uno era canalizador de
energías. El otro, demandante y ejecutor. Pero ambos tenían una similitud: eran
más sensibles que el resto de sus congéneres a la actividad divina.
La prerrogativa de Mibu fue explícita y amenazante.
—Vendrás conmigo porque has insultado mi honor. Por mis antepasados
te juro que te comerás tus palabras junto a nuestra especialidad.
Le siguió sin rechistar. Cualquier excusa para retrasar el regreso a horas
de reducir a Gemmei era válida.
Kazutaka entró a su lado por la puerta trasera de la casa, teniendo que
atravesar los jardines y los cuatro lagos que en los mismos se encontraban. Sólo
el tiempo confirmaría años después que aquella fue la primera visita al lugar
que pasaría a ser su único refugio.

63
Capítulo 8: Identidad

Kazutaka elevó el índice derecho varios centímetros por encima del


aparatoso teclado de la supercomputadora. Todo a su alrededor estaba velado
por una cortina de misterio, secretismo y dinero proveniente de las arcas
estatales, obtenidas por el profesor Satomi. En los cientos de metros cuadrados
que formaban su laboratorio privado, situado justo bajo los cimientos de la
Universidad Shion, había congregados aparatos representantes de la élite
tecnológica del país. Pocos sabían que el Gobierno nacional había invertido
fuertes sumas en convenios con la institución académica destinados a la
investigación en clonación humana, y que los márgenes patrocinadores
resultaban, por propio interés militar, flexibles.
Así pues, nadie sospechó que a lo largo del último año y medio el que
resultaba ser el alumno más prometedor de su promoción dedicaba horas y
horas a sus propios ingenios, poniendo en práctica los conocimientos adquiridos
tanto en la asistencia lectiva como en su experiencia personal.
Con milimétrica precisión y discreción, Muraki había trasladado los
elementos base del estudio de su padre, duplicando o triplicando las peripecias
del difunto Reijiro, siempre escudándose en las amenazas encubiertas a su
profesor y creador.
Elevó la vista varios metros al frente, clavándola en el descomunal tanque
relleno de una sustancia oxigenada. Iluminado por tenues luces verdes seguía la
cabeza de su hermanastro, alimentándose de una vida artificial prolongada
gracias a dosis desmesuradas de energía.
Su dedo albino descendió de las alturas con rapidez, pulsando la tecla
enter y accionando el sistema de seguridad en el que había trabajado por
espacio de varias jornadas. Una vez perfeccionado el registro magnético de las
llaves, al complementarlo con un prototípico escáner retiniano aseguraba que
sólo él tendría permitido el acceso a las instalaciones.
Todo estaba preparado para el inicio de la segunda fase. Ahora solamente
restaba la parte más complicada del proceso: encontrar una base, la alegoría de
la inmortalidad, el cuerpo perfecto que permitiese la implantación de un
miembro ajeno.

64
Miró su reloj; las clases matutinas estaban a punto de comenzar para los
alumnos de tercer año. Colgó su vestimenta de trabajo para disfrazarse de
estudiante vulgar y corriente, ocultando como siempre cuáles eran los
verdaderos motivos de su presencia en aquel centro académico.
Alguien con su potencial debía estar en la 2Todae, o en el extranjero. Pero
a Muraki eso no le convenía, tenía que concluir su experimento, no en pro de la
humanidad, más bien en pro de lo contrario. Lo que buscaba era efectivamente
la vida a partir de la nada… para luego sesgarla violentamente.

-2-

Mibu avanzaba ágilmente por el suelo de madera del porche casi de


rodillas, llevando entre las manos un paño con el que conseguía sacar brillo a la
noble superficie. Con las inminentes lluvias primaverales era necesario aplicar
varias capas de cera al material y pulirlo, impidiendo que el agua penetrase
entre las vetas y lo pudriese.
Se detuvo unos breves segundos al llegar a una barandilla, secándose el
sudor de la frente. Aquella mañana no había podido empuñar la katana, pero
ese ejercicio era perfecto para mantenerse en forma y ejercitar las piernas.
Se apartó el cabello del rostro, girando el cuello al percibir cómo su
abuela se situaba junto a él mediante menudos pasos.
—Buenos días.
—Aquel que con esfuerzo recibe el alba, será recompensando —respondió
ella satisfecha.
A punto de cumplir veinte años, su nieto se perfilaba como el sucesor
perfecto. Le habían criado para tomar el relevo y, pese a sus particulares reseñas
de rebeldía, el único descendiente de su hijo llevaría dignamente el apellido
Oriya por la generación que le correspondía, hasta pasarlo al siguiente testigo.
Esa era, precisamente, la espina que la vieja mujer tenía clavada. Sus
huesos le decían que posiblemente aquellas serían las últimas flores de cerezo
que vería caer, y deseaba presenciar una última ceremonia antes de apagar la
llama.
—He estado hablando con Hakayame-san, es la matriarca de una
respetable familia de Osaka.

65
Él la escuchaba mientras volvía a frotar insistentemente los huecos
formados entre las balaustradas de madera, asintiendo como si le estuviese
relatando los pormenores de una nueva transacción económica para el negocio.
Sin embargo, se quedó helado al conocer que él mismo era la moneda de cambio
en el acuerdo.
—Llegará mañana a primera hora con su hija menor. Es hora de que
contraigas matrimonio, esa muchacha es refinada, instruida y callada, será una
esposa perfecta para ti.
El joven apretó el paño entre las manos, tratando de contener el absceso
de rabia. Se incorporó, alejándose hacia el interior de la casa.
—¿Se puede saber a dónde vas? —inquirió ella.
—Llego tarde a clase —le respondió, mirándola tras girarse—. Abuela,
estoy dispuesto a abandonar los estudios antes de concluirlos si es necesario, y a
renunciar a llevar la vida que quiero con tan de ser el siguiente… pero me niego
a casarme de forma concertada. Olvídalo.
La mujer le reprendió, con sus oscuros ojos refulgiendo como nunca
habían hecho.
—El matrimonio no es más que un contrato de conveniencia. Para dar
rienda a la pasión están las amantes, tan antiguas como los espíritus de esta
tierra. ¿No irás a decirme que crees en la unión por amor?
Era imposible para la anciana conocer cuál era la auténtica naturaleza de
sus sentimientos. Podía haber elegido candidata él mismo entre las bellezas a las
que había dado a conocer los entresijos del Kokakurô en furtivas madrugadas,
mas desde hacía algunas semanas había dejado de tener fe en los lazos sociales y
sus estrictas normas.
Ya no quería creer en lo correcto. No quería creer en la tradición, o en lo
venerable. No quería creer en nadie, tan solo obtener una respuesta a cualquier
precio.
Tras aquel intercambio cruzado de intenciones y desaprobaciones, creyó
haberla encontrado. Era obvio que no podía centrarse en un casamiento cuando
su cuerpo entero clamaba por otro bien distinto al de la futura e hipotética
esposa.
No añadió adornos a su alegato; raudo como el viento se cambió al
uniforme y abandonó la vivienda rumbo a la facultad.

66
Sabía que el Consejo le permitiría no ceñirse al canon de apariencia, o que
le darían total libertad para regentar el restaurante de puertas hacia dentro
cuando lo heredase. Lo que nadie toleraría, y por tanto debía seguir ocultándolo
recelosamente, era que en la estratosfera burguesa de Kyoto se hiciera pública
su ya indiscutible bisexualidad.

-3-

—Estos son los temas propuestos para la elaboración del dossier. El mejor
obtendrá la suma de dos puntos en el examen final y una beca para un año de
investigación post-grado —expuso en voz alta mientras los veinte alumnos,
sentados en parejas, cuchicheaban entre ellos cuál sería el elegido para su
proyecto.
El dúo más singular de aquella clase de tercero de Medicina no resultó ser
la excepción. Muraki atendía, ajustándose las gafas sobre el delgado puente de
la nariz, mientras que su compañero hacía las gracias por lo bajo, recalcando las
muletillas en dicción del profesor en lugar de centrarse en lo importante.
—Qué acento tan raro tiene, parece uno de esos cómicos de la televisión —
comentó.
—¿Decía algo, señor Oriya? —increpó el responsable de la asignatura, algo
cansado de las interrupciones.
Se les quedó mirando a ambos. Eran dispares, opuestos como los polos
energéticos de una batería: uno inquietantemente silencioso, el otro
molestamente extrovertido. Uno pulcro y ordenado en métodos, el otro
confidente del desorden y la hiperactiva caligrafía. Incluso en físico y
personalidad discrepaban, sólo a ojos del equipo docente una característica
común les hacía inseparables: eran brillantes.
Kazuraka acudió a sacar al que era su mejor amigo del apuro, si es que
aquel calificativo servía para definir a la única persona que había tenido el valor
de permanecer a su lado por espacio mayor a unas pocas semanas. Dos cursos
habían transcurrido desde que se conocieran, y aunque su presencia no era
molesta en las horas de convivencia, demasiados aspectos sobre su persona
permanecían ocultos a Mibu.

67
—Mitosis y aplicación a reconstrucción de tejidos, profesor Zakuma —
respondió Muraki—. Mi compañero estaba proponiéndome dicho tema, el cual
le pedimos que nos asigne.
—Excelente elección. Tengo muchas expectativas en ustedes, espero que
realicen un buen trabajo —concluyó el hombre, pasando por los siguientes
pupitres a repetir la operación.
El moreno le habló al oído.
—¿Mitosis? ¿No habíamos quedado en aplicaciones de radio?
—Es mi privilegio por evitar que vuelvas al despacho del director por
cuarta vez en lo que vamos de curso, deberías estar agradecido.
Oriya resopló. No podía decirle que no, en especial por las especiales
circunstancias en las que se hallaba. Aún no había encontrado el momento
adecuado para decirle que posiblemente no terminaría la carrera, o que incluso
tendría que retirarse antes del término del actual año.
Observó durante segundos que le parecieron eternos su perfil de
proporciones casi femeninas, su cabello de plata y sus fríos ojos, distantes. Se
vio a sí mismo soñando despierto con algo que jamás había visto hasta ese
momento: hizo memoria, mas por mucho que lo intentara, no recordaba haber
visto a Kazutaka sonreír ni una sola vez desde que formaban equipo.
Apoyó la cara sobre su mano, suspenso el codo en la mesa. Su corazón
empezó a latir con fuerza con la simple cercanía a la que estaba acostumbrado.
Para cuando su peculiar colega le incrustó la mirada buscando una excusa
creíble a su ensimismamiento, notó que el rostro se le incendiaba, a lo que puso
remedio mirando por la ventana situada justo a su derecha.
—Pueden abandonar el aula, mañana dispondrán de cuatro horas
ininterrumpidas en los archivos de la biblioteca y el laboratorio para comenzar
sus trabajos. No olviden que deben entregar el anteproyecto la semana que
viene.
Los alumnos fueron saliendo de la clase, dispersándose. Algunos tenían
optativas en horario de tarde, y otros emprendían la vuelta al hogar.
—Podríamos quedarnos y poner en común las ideas —propuso Oriya, con
la cartera en la espalda sujeta por encima de los hombros.
—No puedo. He de hacerle la revisión a mi madre —respondió.

68
El espadachín asintió con la cabeza en silencio. Muraki apenas hablaba de
su familia. Sabía que era huérfano de padre y que cuidaba de ella, víctima de
alguna enfermedad grave, pero poco más.
—¿Quieres que te ayude?
—No, gracias. Nos vemos mañana.
Kazutaka se alejó, dejando a Mibu con la única facultad de ver
desaparecer en el horizonte su estilizada figura ataviada de negro. Sentía que el
dolor arraigado en el pecho crecía a medida que los metros entre ambos se
incrementaban, pues una barrera había surgido y él mismo se encargaba de
añadir más y más piedras con el transcurso de los días.
No podría aguantar por mucho más, así que ante la fachada del
imponente edificio se juró que la jornada contigua sería determinante, aquella
en la que quedaría marcado un nuevo rumbo en la relación que mantenían. Que
ésta terminase, que continuara como hasta ahora, o mutase hacia lo que él con
ahínco deseaba, pero necesitaba romper el silencio de su amor secreto.
Ajeno al debate interno del joven heredero, Muraki no tardó en abrir las
puertas de la mansión en la que había transcurrido toda su vida. La casa de altos
techos y muebles recargados era oscura, demasiado amplia para sólo dos
personas. El servicio doméstico había abandonado hacía tiempo, así que era él
quien se encargaba de cada detalle.
Sin despojarse del elegante uniforme de la universidad dejó su cartera en
el salón, buscando el fonendoscopio que su abuelo le había regalado tiempo
atrás, y el cuaderno de anotaciones donde reflejaba la evolución de Gemmei.
Avanzó por el tétrico pasillo hasta la habitación de las muñecas, lugar en
el que su madre permanecía toda la tarde al cuidado de sus niñas de porcelana.
Algo fuera de lo habitual estaba sucediendo. Con el pomo de la puerta en
la mano pudo escuchar estruendo proveniente del interior. Tras penetrar en la
sala, encontró a la mujer sentada en el suelo sobre un charco de pequeños y
peligrosos trozos de cristal con unas tijeras en las manos, cortando tirabuzones
de pomposo rubio cenizo.
Horrorizado por lo que consideraba un crimen sin justificación, el
estudiante la agarró de los brazos, obligándola a soltar el instrumento.
—¡Madre! ¿Por qué las destrozas? ¡Son tus muñecas, papá te las regaló!

69
Ella forcejeó, delirando en su universo demente. Se había cortado con los
miembros mutilados de las diminutas damas, y su piel extremadamente blanca
había quedado manchada de rojo.
La levantó como pudo, tratando de ser lo menos brusco posible pese a su
enfado y cansancio. La suma de jornadas sin cobrarse una víctima propiciaba
que sintiera el espíritu de ella de forma casi tangible, lo cual le llevaba al límite
de la exasperación. Tras obligarla a tomar asiento en una butaca le tomó el pulso
y constató el estado de sus pupilas con una pequeña luz, comprobando que la
enfermedad seguía cebándose con su organismo. Poco más se podía hacer por
ella que mantenerla sedada el máximo tiempo posible, y controlar sus escasos
momentos de peligrosa lucidez.
Le inyectó la dosis, dejándola tendida en su lecho y cerrando con llave el
dormitorio. Apoyado en la puerta una vez se halló de nuevo en el pasillo, deseó
no tener que seguir soportando aquella carga.
¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué no acabar con ella como si fuese una
prostituta más? Tenía habilidad suficiente para ocultar el asesinato, y que la
familia materna no pudiera inquirir nada. Al fin y al cabo, aquella casa tenía
poco valor para él, era simplemente un cascarón vacío poblado por los
fantasmas de días que no iban a regresar.
La idea iba condensándose con énfasis en su mente cuando escuchó el
timbre de carillón en el salón; alguien se había presentado de visita sin aviso
previo.
Extrañado, decidió acudir a comprobar quién era. Nadie les visitaba,
debía tratarse de una confusión. Se topó con un rostro que conocía
perfectamente pese al lustro transcurrido desde la última vez que se viesen.
Sus ojos seguían siendo grandes y bondadosos, su cabello oscuro y suave,
las facciones de su óvalo facial redondeadas, pero la niña pizpireta primero, y la
adolescente coqueta después, habían dado paso a una joven estudiante de
derecho a la que no faltaban pretendientes. Todos ellos rechazados, por
supuesto, dado que el único dueño de su promesa fidedigna acababa de abrirle
la puerta.
—Hola, Kazutaka. Me alegra haberte encontrado.
Él se tomó unos segundos en responder.
—Ukyô… creí que te habías trasladado a la capital.

70
—Sí, de hecho vivo allá, pero he venido a pasar unos días. Me marcho
mañana, por eso quería verte antes del regreso.
Muraki se encontraba ante su prometida, mas en lugar de reparar en la
sutil belleza de sus formas, los datos almacenados por su cerebro sobre el
nacimiento de ambos y las repercusiones eclipsaban cualquier otra percepción
que pudiera obtener.
—¿Estás solo? —preguntó ella, con intención de querer pasar.
—Sí —afirmó pese a no ser cierto.
—Me gustaría que hablásemos.
Abrió del todo la puerta, adentrándose ella unos metros en la lúgubre
dependencia que había visitado siendo una cría. Tras haberle servido una buena
taza de té, el anfitrión quiso saber qué le había traído hasta allí rompiendo
media década de silencio.
—Finalmente estás estudiando Medicina, ¿verdad?
—Estoy a mitad de carrera —respondió.
—Estupendo —comentó, aliviada—. Seguro que eres un gran alumno, por
eso quería consultarte algo, necesito otra opinión. Mis médicos no concluyen en
un diagnóstico sobre mis ataques.
Kazutaka dejó la taza vacía sobre el plato, siendo parco en cordialidad.
—Aún no estoy colegiado, va contra el reglamento que ejerza, y lo sabes
bien, tu padre también es doctor.
—Sí… pero sé que puedo confiar en ti.
Los iris azabache de ella buscaron los suyos antes de comenzar a toser.
Extrañado por el desagradable sonido emitido por los pulmones, Muraki sacó
del bolsillo el aparato que había empleado momentos antes con su única
pariente viva.
—Desvístete, voy a auscultarte.
Ella, en un arranque de timidez, se despojó del jersey y la camisa de seda,
ocultando las copas de su sujetador con los brazos cruzados sobre el pecho
mientras se dejaba hacer. El joven empleó cerca de diez minutos en analizar lo
que podía medir haciendo uso de sus conocimientos y el oído:
desgraciadamente, todo concordaba con las estimaciones de su padre.
—¿Puedes permanecer aquí un par de horas?
—Sí.

71
Le hizo pasar al despacho desierto de Reijiro, tumbándose la chica en la
camilla. Kazutaka extrajo diversas muestras, las cuales midió contrastando los
resultados, llegando a una conclusión tan fatal como apasionante bajo el punto
de vista de cualquier científico. Su sangre tenía un nivel de toxinas altísimo para
alguien de sus características, era algo propio de un riñón con deficiencias.
Aunque el aspecto externo de Ukyô fuese el de una mujer apenas entrada
en la edad adulta, su interior se moría. Los pulmones, bazo y demás vísceras
elementales correspondían a alguien de cincuenta años o más, incluida por
tanto la no efectividad del aparato reproductor.
—¿Es grave? —quiso saber.
Él se había sentido solo en su condición desde que tuvo conciencia sobre
su origen. Era especial, al igual que su sed espiritual y los sacrificios que
prácticamente cada noche cometía para expiar el pacto con los dioses; y, sin
embargo, sintió que necesitaba creer en aquella muchacha a la que estaba ligado
por algo más que un estúpido acuerdo de concertación.
Era momento de romper la gran mentira sobre la que Ukyô había vivido.
No sabía si la quería, o si sentía simpatía por ella, pero la búsqueda de la
afinidad era una de las más arraigadas en el ser humano y como tal él la
emprendía, negándose a quedar último en el camino.
—Yo no soy una persona normal —comenzó a decirle.
—Lo supe en el momento en que te conocí —respondió ella, calmada por
la sensación de paz que le invadía en cada ocasión que podía estar junto a él.
—Tú tampoco lo eres, Ukyô. Hace unos años accedí por error a unos
informes clasificados, y lo que descubrí te resultará duro de aceptar, pero has de
hacerlo. Es la pura verdad.
La respiración de la joven pareció detenerse a medida que el relato se
desarrollaba. Notaba su pulso descender paulatinamente, como si su cuerpo
hubiese decidido hibernar una temporada y despertar de esa pesadilla que, sin
embargo, no le cogió tan de sorpresa como cabría esperar. En el fondo siempre
lo había sabido.
—Nosotros no nacimos en un útero, somos creaciones artificiales, la
prueba del desafío del hombre a las leyes divinas de la concepción. Estábamos
destinados a ser hermanos, pero por un fallo del procedimiento nuestras

72
muestras de origen son distintas, por lo que genéticamente no estamos
emparentados.
>>Y el que nuestros padres nos prometiesen lo confirma. Nadamos a la
deriva entre mortales como nosotros que ignoran lo excepcionales que somos, y
que desde el momento en que fuimos creados nos condenaron a permanecer
unidos para no perturbar su orden.
Tras la revelación, Muraki se sentó a su lado.
—Entonces si me crearon de la nada… ¿sabían cómo iba a ser yo al crecer?
Él asintió.
—Tu código tiene un error. Mi padre diagnosticó que podrías llegar a
desarrollar precisamente los síntomas que ahora acusas. Envejeces
prematuramente aunque por fuera no lo aparentes, tus órganos evolucionan a
un ritmo cinco veces superior al adecuado.
Aún así, la chica había sido afortunada. Ni la peor desgracia física podía
compararse a la carencia que él acusaba.
—Eso quiere decir que voy a morir pronto —afirmó serena—. ¿Cuestión
de cuanto, diez años?
Kazutaka se levantó, caminando lentamente de un lado para otro, gesto
que empleaba siempre que sopesaba algo de vital importancia.
Adoraba la muerte porque a él le suponía vida, mas no quería que ella le
dejase. Se pertenecían el uno al otro, aunque el lazo que les sustentase fuese un
vínculo egoísta en contra de la soledad. Cuando pudiera cobrarse la venganza de
su hermano, posiblemente aceptaría casarse con ella. Pero antes debía burlar las
leyes de la ciencia una vez más.
El objetivo de su experimento era obtener células potentes y perfectas,
capaces de regenerar cualquier tejido dañado con tal de ver asimilada una
extremidad ajena. ¿No podía acaso aplicar la misma técnica con Ukyô? Si la
hazaña de formar órganos desde la nada dejaba de ser su mayor utopía para
convertirse en realidad, el horizonte de ella dejaría de estar amenazado por la
húmeda oscuridad de un ataúd.
Anduvo nuevamente hacia la chica, diciéndole las palabras que
constituirían el pacto que les mantendría atados durante la siguiente etapa de su
juventud.

73
—No vas a morir. Yo te salvaré, encontraré el remedio a tu enfermedad,
pero hasta ese momento tienes que ser precavida.
Ella se incorporó, quedando frente a frente junto a él. La estatura de
Muraki era considerable, haciendo de la diferencia de alturas un rasgo que
endulzaba a la compleja pareja que hacían.
—¿Lo haces por lástima?
—El deseo de mi padre era que estuviésemos juntos para siempre —
respondió, colocándole el largo cabello—. Hacer su voluntad es lo único que
tengo en mis manos para mantener vivo su recuerdo.
Ukyô asintió. Aunque no pudiera llegar a ser correspondida en igual
intensidad, se dijo que algún día conseguiría que aquel hombre pudiera llegar a
quererla. Volvió a desabrocharse los botones de su camisa, dejando a la vista la
delicada ropa interior que vestía su busto.
—¿Cómo puedo compensarte? —murmuró sensualmente.
Él la observó. Era hermosa y atractiva. Hasta el momento todas las
relaciones sexuales que había mantenido se habían limitado a los preparativos
para el más lujurioso de sus actos, la sustracción de almas, por lo que aquella
proposición le intimidó. Ukyô no era como las mujeres anónimas de las que
disfrutaba con frecuencia, no podía tomarla sin más en un mecánico acto de
cortejo.
—Ya ha oscurecido. Márchate y descansa, cuando llegues a Tokio
escríbeme —le dijo, procediendo a colocar el instrumental en su
correspondiente sitio.
La muchacha sonrió levemente. Comprendió que la relación con su novio
formal no sería como la de otras parejas: cada uno podría llevar las riendas de
su vida con la seguridad de saber que, al final del camino, cualesquiera que
fuese la dirección del mismo, acabarían juntos. Con Kazutaka no habría
camelosas citas ni cordialidades, ni vería cumplido el sueño de muchas de sus
amigas escenificado en una primera vez casi mística.
Así que regresaría a la salvaje Tokio, en donde aprendería a ser una mujer
independiente, dueña de sí misma, señora de su cuerpo y de sus deseos
carnales, y cuando se hubiese consolidado como tal, sellaría aquella proposición
sutilmente rechazada.
—Te acompañaré a la salida —concluyó Muraki con su grave voz.

74
Se miraron a los ojos a modo de despedida; la luna estaba creciente,
reclamo para su aliado y siervo, el cual le pidió un último favor antes de verla
salir de la propiedad.
—Quiero que vengas cada año para poder comprobar tu estado.
—Lo haré.
En medio de la noche, y regada por la luz plateada proveniente de los
cielos, Ukyô abandonó la mansión con la mayor de las recompensas. Al fin sabía
quién era realmente, encontrándole significado a todos los acertijos
desentrañados con el paso del tiempo.
Kazutaka por su parte regresó al interior, dejando partir a la que era la
mejor pieza de su colección, regresando a la compañía silenciosa de las
secundarias. Mientras recogía los trozos de vidrio del suelo y los cabellos
cortados por Gemmei, se dijo que entre su prometida y aquellas figuras no había
demasiada diferencia. Todas ellas habían sido modeladas por otro, y todas
camuflaban con lo perfecto de sus pálidos cutis un interior improductivo e
inexistente. Donde los demás veían objetos de adorno y un ser humano vulgar
que no merecía mayor atención de la necesaria, él les hablaba, las comprendía y
velaba por ellas… pues su predisposición era precisamente esa: cuidar de las
muñecas.

-4-

Mibu despidió cortésmente a los últimos clientes, pasando a las cocinas


para supervisar que los empleados habían dejado todo impolutamente radiante.
Les deseó buenas noches, partiendo los habitantes de la villa a sus
dependencias privadas, dado que aquella costumbre de vivir en un mismo
recinto era herencia de los tiempos en los que la familia Oriya tenía privilegios
nobles.
Sólo los que portaban dicho apellido vivían en la casa principal, un
laberinto de acogedoras habitaciones realizadas en la elegante arquitectura
tradicional. Como al término de cada jornada, pasó por los aposentos de su
única familiar viviente antes de acudir a los suyos.
Abrió la puerta corredera de madera y papel de arroz, encontrando a la
anciana tendida sobre su futón, destapada.

75
—Abuela, cuántas veces te he dicho que te abrigues por la noche, vas a
coger un resfriado —le reprochó.
Se acercó a ella esperando recibir una contestación por el estilo, mas la
mujer no se movió. Aquello le alertó; la matriarca siempre debía tener la última
palabra, por lo que era demasiado extraño que no le hubiese respondido.
—¿Abuela…? —musitó, arrodillado a su lado.
No necesitó comprobar su pulso para constatar el fallecimiento. El aura
portentosa que siempre la recubría se había esfumado, signo inherente de la
muerte. Como estandarte del vínculo espiritual de la familia, el joven rogó a las
ánimas que la guiasen mientras procedía a cubrir el diminuto cuerpo.
Con el mentón bien alto y ejerciendo con orgullo el papel que ahora
efectivamente le correspondía, Mibu salió por el más hermoso de los jardines de
Kokakurô, llegando al templo.
Tocó la campana diez veces como la norma pactaba, lenguaje que todos
interpretaron correctamente al acudir en pequeños grupos sucesivos hasta el
lugar de reunión, en respetuoso rigor hacia el que ahora era el señor del lugar y
legítimo heredero.
Las ceremonias de proclamación comenzarían aquella misma noche,
prolongándose por espacio de varios días. Sabía que ese momento llegaría tarde
o temprano, y que no podía resistirse a ello. Sin embargo, la responsabilidad
quedó eclipsada por la pena.
Era consciente del final de su juventud. Tendría que abandonar la vida de
estudiante, y reforzar otros vínculos con el mundo exterior.
Pese a ello, se negaba rotundamente a renunciar a todo, pues nada le
impediría alejarse de él.

-5-

Kazutaka salió de la facultad tras haber pasado la mañana de clase en


clase, cargando con un montón de manuales necesarios para el trabajo de
investigación que, según como apuntaban las cosas, tendría que realizar él solo.
Ya estaban a mitad de semana y Oriya no había acudido a las aulas. Nadie
tenía la menor noticia acerca de su paradero, cosa que sorprendía a los

76
profesores y le dejaba a él de nuevo en compañía de su vieja conocida, la
soledad.
El campus estaba desierto; muchos alumnos ya se habían marchado,
deteniéndose unos segundos para contemplar el espectáculo de los cerezos. La
avenida que ante la Universidad Shion se extendía estaba bordeada por decenas
de estos árboles, y sus flores eclosionadas iban perdiendo paulatinamente los
pétalos, cayendo hacia el suelo. Una lluvia de tonos rosados y blanquecinos
inundaba de color hasta el último centímetro de Kyoto, haciéndola más imperial
que nunca.
Abstraído, percibió que alguien se acercaba a él quedando a su lado.
—Sabía que te encontraría aquí.
Muraki se giró, encontrándose con Oriya. Sus ojos castaños seguían
siendo igual de impresionantes, y sus largos cabellos estaban recogidos a duras
penas, desparramándose, pero algo había cambiado en él.
No era el maravilloso kimono de vivos rojos que vestía en lugar del sobrio
uniforme de la facultad, sino su expresión, la de alguien obligado a madurar
repentinamente, una persona que quería mantenerle en su vida pese a que los
universos de ambos estaban condenados a separarse.
—Hace días que no sé nada de ti —respondió sin emotividad.
Mibu asintió de brazos cruzados, protegiéndose con las amplias mangas
de su traje artesanal.
—Mi abuela ha muerto, fui proclamado heredero anoche. Ahora tengo
miles de asuntos que atender a diario… voy a abandonar la carrera, quería que
fueses el primero en saberlo.
Un nudo le aprisionó la garganta a medida que se confesaba, tratando de
combatirlo con una espontaneidad demasiado forzada.
—Pero no voy a dejarte en la estacada, te ayudaré con el proyecto. Tienes
que ganar esa beca, iré siempre que me sea posible a tu casa.
—No es necesario —respondió él con intención de marcharse.
Oriya le tomó del brazo bruscamente para impedir que se alejara,
cayendo los libros de ciencias al suelo. Kazutaka miró a los ojos vidriados de su
amigo mientras la respiración de éste se agitaba.
—Por favor…

77
—Ahora eres un hombre ocupado, no puedes perder el tiempo con
estudios que ya no te incumben.
Mibu sintió que debía hacerlo ahora, o lo callaría hasta el fin de su
existencia.
—No lo hago por la ciencia… lo hago por ti.
Y de un veloz movimiento tomó a Muraki de la nuca, besándole en los
labios.
El estudiante permaneció con los ojos abiertos, observando cómo el otro,
en cambio, había cerrado los suyos, manteniéndolos en dicho estado durante
todos los segundos que permanecieron unidos de tan insólita manera.
Para desesperación del artífice, la expresión de Kazutaka seguía siendo la
habitual: distante, rígida, indescifrable.
—Yo me convertiré en doctor, tú en el estandarte de la aristocracia.
Tenemos que sostener el peso de nuestras familias sobre los hombros, sabes que
no sería correcto —dijo.
Se agachó para tomar los libros caídos, mas Mibu no permitió que los
portase, haciéndolo él mismo.
—Te los llevaré esta noche, será mejor que los lea para documentarte y
serte de ayuda —musitó, sin poder luchar contra las lágrimas.
El misterioso hombre del que estaba enamorado inició su andar, dejando
tras de sí aquella inexplicable estela espiritual tan surrealista como única.
Meditó lo que le había dicho, creyendo encontrar una segunda vía de
interpretación. Desde la distancia, Oriya volvió a preguntarle en alto, haciendo
caso omiso de lo que los demás pudieran pensar.
—Te escudas en nuestros nombres para justificar la negativa, pero no me
has dicho si sientes lo mismo. ¿Eso quiere decir que tú…?
La frase quedó atrapada en el aire, sin ser terminada.
Muraki se detuvo. No podía decirle lo que realmente era, ni que estaba
prometido. No quería que el brillante futuro al que Mibu se encaminaba se viese
truncado por su culpa.
Supo pues que si había llegado alguna vez a sentir amor por alguien,
aquella preocupación por protegerle era lo más parecido a dicho sentimiento
que podía albergar.

78
No le respondió con nuevas palabras. En lugar de eso, hizo algo que
quedó grabado para siempre en el corazón de Oriya.
Kazutaka se giró sin mirarle a los ojos, y sus labios, adorados segundos
antes por un beso prohibido, esbozaron un gesto hasta la fecha inédito: una
triste sonrisa.
El joven empresario se desplomó lentamente hacia el suelo, apretando
con fuerza los dedos contra la arenosa superficie, regándolo con el llanto. Se
quedó allí, en medio de un campus al que ya no pertenecía, junto con los
gruesos tomos mientras Muraki se iba.
Se aferraría a esa diminuta puerta abierta guiándose por la luz que
emergiera de ella, para así poder sortear a tientas la oscuridad de esa vida a la
que no había hecho más que empezar a adaptarse.

2Todae: contracción empleada entre los japoneses para denominar a la


Universidad de Tokio.

79
Capítulo 9: Unión

Gemmei se levantó tras haber pasado la última hora cepillando su pelo,


suave y fino como la mejor seda. Su cabellera caía frondosa hasta la cintura,
matizando con un toque de sofisticación su apariencia de mujer madura,
alarmantemente deteriorada pese a encontrarse en los años límite de la llamada
juventud.
Al principio permitía que Kazutaka se encargase de sus cuidados, dejando
que le peinase y le arreglara las uñas, mas con el paso del tiempo lo arisco de su
comportamiento hizo de ello algo imposible. Sus manos estaban secas y
agrietadas, coronadas por restos resquebrajados de esmalte rojizo.
Eran esos nimios detalles femeninos los que la ataban a la realidad. En
cuanto se apartaba del tocador se sumía en sus tinieblas. Ecos de días pasados la
atormentaban continuamente; revivía el día de su boda una y otra vez, la noche
de nupcias y la angustiosa espera, en la que los intentos no hicieron más que
confirmar que era inútil para su misión más importante como esposa.
El rostro de su madre y tías, las cuales habían parido entre todas a nada
más y nada menos que veinte hijos, le rodeaban recriminándole la falta.
Su mano se posó sobre el pomo de la puerta, pero no pudo abrirla. Como
era costumbre estaba cerrada con llave.
Odiaba las puertas. Eran meros objetos con demasiados significados
intrínsecos impuestos por los humanos; con diez centímetros de grosor las
personas ocultaban secretos a los demás, preservando la intimidad. A veces
resultaba ridículo el obstáculo moral conformado por un pedazo de madera,
pues la distancia a salvar entre un suceso a priori encubierto era demasiado fácil
de cubrir.
A veces, cuando los efectos de los sedantes comenzaban a remitir, se
imaginaba el cuerpo de Reijiro yaciendo con la otra. Construía en su mente las
formas del único varón que había conocido fundiéndose en el cuerpo de su
paciente, la madre de su único hijo natural, para luego regocijarse imaginándose
a ella misma abriendo abruptamente la puerta que les aislaba del exterior,
asesinándoles a ambos a sangre fría, cobrándose su venganza y alcanzando un
descanso para su alma en pena.

80
Tal vez si aquel embarazo extramarital no se hubiese producido, no
habría dejado de ser ella misma, ni habría detestado como hacía a Kazutaka, la
imagen viva de su fracaso como madre en todos los sentidos.
Presa de sus propias alucinaciones, Gemmei no quiso pasar aquella noche
a solas con su colección de porcelana. Tomó una horquilla del tocador y, tras
extenderla en su longitud, introdujo la varilla de metal obtenida en el hueco de
la cerradura.
Era muy posible que le llevara horas, incluso días, burlar el mecanismo,
pero contaba con una determinación suficiente como para derruir montañas; la
propia de una superviviente del menosprecio, dispuesta a demostrar con sus
últimos destellos que todos habían errado al enterrarla demasiado pronto.

-2-

—Es un honor tenerle entre nosotros, Kurasawa-san —proclamó Mibu


con una reverencia, cumpliendo el protocolo de rigor.
El ministro de justicia japonés correspondió mientras las empleadas del
restaurante le conducían hasta el comedor que había reservado, preparándolo a
la usanza tradicional.
Una vez estuvo el político acomodado en su tatami, una de las jóvenes
3geiko abrió las puertas sin mirar al frente, sentada de rodillas en el suelo.
Deslizó con suavidad la primera de las bandejas repletas de delicados platos,
entró en la dependencia cuidando la composición de su kimono y cerró tras de sí
el panel corredero.
El máximo responsable de Kokakurô se dirigió en voz baja a la que era su
brazo derecho, la supervisora del local, merecedora de los respectos de cada una
de las trabajadoras a su cargo. Confiaba ciegamente en ella, pues llevaba al
servicio de la familia Oriya desde sus años mozos.
—Que le sea asignada la mejor habitación disponible, y acceded a todas
sus peticiones. Posiblemente regresaré de madrugada.
—Sí, joven señor —respondió la mujer.
Mientras ponía rumbo a sus aposentos privados para llevarse consigo
libros y anotaciones a casa de los Muraki, hubo un detalle que no pudo pasar
por alto. Escuchó claramente a través de las finas paredes cómo su destacado

81
cliente no dejaba de insinuar intenciones a la más hermosa de las chicas, y los
esfuerzos de ésta por zafarse de las manos que se empeñaban en introducirse
bajo sus elegantes ropas.
Primeramente se dijo que con el pensamiento que acababa de tener
estaba insultando el buen hacer de sus antepasados. Sin embargo, él debía
asegurar la permanencia del negocio hasta al menos dejarlo al cargo del
siguiente heredero, y los tiempos habían cambiado; el mundo empresarial
requería doblegarse a nuevos campos, nuevas tendencias, buscar beneficios
apoderándose de un sector que nadie se había atrevido a explorar.
Así que esa idea aparentemente fugaz, lejos de evaporarse, le pareció muy
buena, quizás su única salida para imprimir estilo propio en donde la sobriedad
no daba cabida a la innovación.

-3-

La única persona ajena a la mansión que había penetrado en sus


misterios durante los últimos años era Ukyô. Quizás por eso, Kazutaka se
mostró reticente ante la llamada telefónica que había recibido apenas unas
horas antes.
El orden y la pulcritud eran las dos obsesiones con las que calmaba lo
imprevisible de su personalidad, haciendo de la vieja y excesiva residencia un
campo de batalla donde apaciguar las tormentas interiores, mostrándose sereno
cuando en realidad soportaba terribles tempestades en búsqueda de cumplir sus
objetivos.
La creación de la vida y la burla a la muerte habían dejado de ser delirios
infantiles para transformarse en su única razón de ser. Y, sin embargo, si perdía
la compostura todo podría venirse abajo.
Cada vez era más duro aparentar su condición de mero estudiante;
excelente, pero corriente al fin y al cabo, no sólo con los que le rodeaban en la
elite académica, sino con aquél que había traspasado la frontera del mero
compañerismo.
La campana de la puerta principal sonó, y se dijo que debió haber
rechazado tajantemente la oferta de Oriya para acudir a ayudarle con el
proyecto. Sólo quedaban tres semanas para la entrega; podría terminarlo por

82
sus propios medios, mas las estancias secretas en el subsuelo de la Universidad
le consumían demasiado tiempo.
Pese a todo, allí le encontró tras abrir. Dedujo que había acudido
corriendo por las embarradas aceras de la ciudad en medio de una recepción, a
juzgar por el kimono oscuro que vestía, sus cabellos revueltos y las mejillas
levemente enrojecidas por el esfuerzo físico. Portaba varios volúmenes de
ciencias y su imborrable y pícara sonrisa.
—Espero que tengas las pilas puestas, he dejado al Ministro a solas en mi
restaurante para venir. ¡Vamos a terminar la tesis aunque sea lo último que
haga! —proclamó.
Calló, mirando a su alrededor una vez en el salón. La oscuridad y el
silencio que invadían aquella casa eran espeluznantes. Asimismo podía denotar
una atmósfera sombría que le inquietaba. Tenía demasiado fino su instinto
espiritual como para no hacer caso de las corazonadas; algo le decía que dichas
paredes habían presenciado hechos ajenos al resto de la comunidad.
El sonido de la puerta siendo cerrada le sacó de sus pensamientos,
girándose para contemplar a Kazutaka. Desde que le besara había tratado de
mantener la distancia como si nada hubiese ocurrido, mas sus sentimientos
seguían siendo igual de sólidos. Mibu creía fervientemente en que una parte de
la esencia de las personas quedaba arraigada en los sitios donde habitaban, y
ahora que conocía de lleno cómo era la casa donde Muraki vivía, creyó poder
comprenderle un poco más.
¿Dónde estaban los demás miembros de la prestigiosa familia? ¿Por qué
tenía la sensación de estar siendo vigilado por entes invisibles?
—Al demonio el Ministro de Justicia. Esto sí que es un honor, al fin has
tenido la decencia de invitarme a venir —dijo discernidamente.
—Yo no te he invitado, has sido tú el que se ha dado permiso —respondió,
caminando por delante de él.
—Al menos me la enseñarás, ¿no? Es enorme —preguntó tras comprobar
que a ambos lados del recibidor se extendían sendos pasillos.
—Vamos a mi habitación.
Oriya se encogió de hombros ante su seca actitud. Subió las escaleras que
conducían al piso superior, dejando el material que había traído sobre el
escritorio de Kazutaka.

83
Su cuarto era espacioso, tal vez demasiado sobrio. Tenía una cama de
estilo occidental, un vestidor y varias estanterías repletas de libros y códices. Lo
único que restaba seriedad al conjunto era la ventana, con vistas al jardín de
arces que bordeaba los dominios de la mansión.
Se tomó la libertad de encender las luces y cerrar asimismo la puerta para
tener privacidad, pese a que todo indicaba que no iban a carecer precisamente
de un ambiente tranquilo y silencioso que invitara a la concentración.
Mientras Muraki buscaba en el armario unas zapatillas que prestarle, se
sentó a la mesa de trabajo, quedando centrada su atención en dos viejas
fotografías de color sepia que velaban desde una esquina, colocadas
milimétricamente al igual que el resto de material dispuesto sobre la superficie.
—¿Es tu padre? —quiso saber.
Kazutaka contestó sin mirar la imagen, sentándose a su lado.
—Sí, cuando tenía nuestra edad. El otro es mi abuelo.
Un escalofrío le recorrió, sintiendo que los hombres retratados le
atravesaban con sus miradas desde el plano espiritual de los difuntos, tratando
de advertirle algo.
—¿Vas a pasarte toda la noche de brazos cruzados? Si es así, lárgate,
tengo mucho que hacer —reprendió, con su pálido rostro sumido en una eterna
e indescifrable parsimonia.
Mibu respiró profundamente restándole importancia a sus malas
maneras, a las cuales ya estaba acostumbrado. Le pidió que le mostrase los
adelantos realizados durante los meses transcurridos desde que abandonara la
carrera, y analizó con interés cada anotación manuscrita de Muraki. La
indagación que había realizado era simplemente fascinante. Pese a que ya no era
estudiante de Medicina, seguía de cerca las noticias referentes a nuevos
descubrimientos, todo con tal de serle lo más útil posible.
—Tengo otro punto de vista sobre este aspecto —comentó—. ¿Has leído el
informe del Profesor Obara? Si comparamos las muestras obtenidas en su
experimento con las tuyas todo converge en una nueva explicación. Podríamos
descubrir cuáles son las causas de la reproducción excesiva.
—Continúa —pidió, dejando que los eufóricos y oscuros ojos de Mibu
hablasen por sí solos.

84
Discutieron durante horas acerca del tema central, redactando nuevos
textos y llenando hojas y hojas de papel con esbozos y fórmulas, compartiendo
la pasión por la ciencia que les había unido en el pasado; a su vez, la conexión
que entre ambos surgía cuando estaban juntos se hizo tan evidente que pasó a
ser algo más.
Callaron por vez primera en toda la noche, quedando suspensas las
miradas sin pretenderlo, formándose una punción sensual tan intensa que el
visitante tuvo que buscar de la nada un nuevo tema de conversación, con tal de
disimular el intenso palpitar de su pecho.
—Deben ser más de las 3, y encima llueve. Será mejor que me vaya.
—Son exactamente las 4 y veinte minutos de la mañana —apuntó
Kazutaka gracias a su reloj de pulsera—. Cogerás una pulmonía, quédate y
márchate a primera hora. Así al menos podrás descansar un poco antes de
volver a la rutina.
Mibu reconoció que llevaba razón. Si acudía a su hogar en ese momento
acabaría por ponerse a adelantar trabajo, encadenando con la nueva jornada en
Kokaudô y permaneciendo en vela hasta la noche siguiente.
—¿Tienes un futón?
—No. Duerme tú en mi cama, yo seguiré con esto.
Mibu asintió, intimidado. Supuso que él había realizado la propuesta con
toda su buena intención, pese a tener total constancia de sus sentimientos. Se
despojó de la parte superior del kimono, doblándolo con sumo cuidado y
dejándolo en una percha del armario. Desde su silla, aparentando estar inmerso
en el trabajo, Muraki contempló de refilón su ancha espalda desnuda y los
brillantes cabellos que caían por la misma.
Cruzó las piernas mientras consultaba un volumen enciclopédico, y su
amigo se tendía sobre el cómodo colchón apartando las sábanas. Éste consumió
algunos minutos limitándose a mirarle, enfrascado por completo en la tarea.
Kazutaka le pareció incluso aún más mágico envuelto por la única y
diminuta fuente de luz que quedaba en la habitación, una antigua lámpara de
aceite que debía tener un siglo.
—Déjalo ya —murmuró—. Deberías dormir tú también, no tienes buena
cara.

85
Él se quitó las gafas, paliando el leve dolor de cabeza. Efectivamente,
estaba atravesando una temporada realmente dura en lo personal, y ni siquiera
sus logros estudiantiles podían eclipsar a la negrura en la que se debatía.
—No sé por qué te hago caso —espetó, incorporándose del asiento y
procediendo a despojarse de la ropa que le incomodaba, desvistiéndose también
de cintura para arriba.
Mibu decidió tenderse de costado con la espalda pegada a la pared,
dejando al dueño del lecho todo el espacio posible. Éste se acostó boca arriba,
digiriendo la extraña sensación de tener compañía en su propio espacio.
—¿No apagas la llama? —quiso saber Oriya.
Muraki ladeó la cabeza para mirarle directamente a los ojos; el cabello
plateado caía parcialmente por su rostro en mechones uniforme, haciéndole
parecer un arcángel expulsado del Paraíso.
—Me gusta dejar que se consuma sola.
Escasos eran los centímetros que les separaban, al igual que las prendas
que les cubrían. El dueño del prestigioso local deseó creer que aquella noche
había abandonado sus obligaciones por algo más que un mero proyecto del que
no obtendría recompensa. Aunque no lo expresara, su aura entera desprendía
una profunda emoción e incredibilidad por estar en donde nunca creyó, en la
situación que tantas veces había imaginado.
Con un hilo de voz impidió que su lucha por tenerle concluyera.
—No he dejado de pensar en aquel día.
—¿De qué hablas? No lo recuerdo —contestó, queriendo disuadirle y
provocarle.
Kazutaka se hallaba entre dos aguas. Por un lado no podía permitir que
Oriya descubriera sus entresijos, pues no sólo le pondría en peligro, sino que sus
macabras ambiciones podrían salir perjudicadas. Mas por el otro, le deseaba. Se
sentía atraído por el tabú que supondría volver a probar sus labios, y ansiaba
desinhibirse ante el único ser que se había empeñado en permanecer junto a él,
y no por la base de un matrimonio previamente pactado.
—Estás mintiendo —le dijo.
—Refréscame la memoria —volvió a arremeter sin ofrecer resistencia a
sus reclamos, acercándose a su esbelto cuerpo de espadachín.

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Quedó sobre él, mirando al fondo de sus dilatadas pupilas desde lo alto.
Incapaz de resistirse, Mibu le pasó ambas manos por detrás de la cabeza y le
atrajo hacia sí, entreabriéndole los labios con los suyos. Su tórax se elevó en un
leve respingo de satisfacción cuando las lenguas se encontraron y su torso fue
cubierto por el de Muraki.
Se besaron con fiereza, en pleno reconocimiento de los espacios hasta la
fecha encubiertos, palpando cada textura y cada sabor ofrecido sin trabas.
Rompiendo la húmeda unión para recalar en su cuello, las manos de
Kazutaka apartaron los cabellos del oído, susurrándole seductoramente.
—Estás a tiempo de pedirme que pare, y así no echarás tu porvenir por la
borda.
Él correspondió deslizando las yemas de los dedos por el hueco de la
columna, buscando despojarle de aquello que aún le cubría. Clamaba por un
roce mucho más profundo, por la consecución de la que sería la primera
experiencia de ese tipo para ambos.
Los dos habían conocido a un nada despreciable séquito de mujeres desde
edades tempranas, mas estaban a punto de estrenarse en esos ámbitos: no sólo
nunca habían intimado con otro hombre, sino que sus esporádicas aventuras
amatorias se habían visto hasta ese momento desprovistas de cualquier
sentimiento que las rematase.
—¿A qué viene tanta objeción? —jadeó mientras los besos de Muraki
descendían hacia las clavículas—. Ni tu carrera saldrá perjudicada, ni la mía.
Nadie en su sano juicio pensaría esto de nosotros.
Ya íntegramente desnudo, Kazutaka se valió de un rápido movimiento
para dejarle en igual estado. Unidas las pelvis y enredadas las piernas, la
posibilidad de frenar en seco desapareció.
—Estás loco… pero no más que yo —concluyó antes de volver a introducir
la lengua entre sus labios.
La pequeña llama tintinaba, envolviéndoles en un juego de luces doradas
y penumbra difusa, marcando el brillo del sudor los relieves de sus formas. Se
enzarzaron en un combate instintivo y visceral que rememoraba siglos y siglos
de amores clandestinos en el Japón feudal, sociedad que en su momento no
había visto con malos ojos la pasión entre dos guerreros.

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Ellos no empuñaban las armas a favor del pueblo o el señor de turno,
pero luchaban contra sí mismos mientras sucumbían a las puertas que
físicamente se abrían, produciéndose una inusual eclosión de sus energías
espirituales.
Muraki se incorporó, sentándose sobre el pecho de Oriya dejando el
rostro de éste aprisionado entre sus muslos. Apoyó las manos en la cabecera de
la cama, acercándose más a él hasta que los labios del monje rozaron trémulos
lo exaltado de su miembro.
Sin pensárselo dos veces Mibu accedió, permitiendo que aquél al que
tanto había soñado fuera el receptor de las sutiles y nuevas sensaciones. Cerró
los ojos mientras comenzaba a recorrer su dureza, concentrándose por hacerlo
lo mejor posible pese a ser su particular debut.
Kazutaka suspiró; depositó las manos sobre sus pómulos para ayudar a la
cadencia deseada, moviendo las caderas a ritmo creciente.
Cuando notó que su excitación estaba alcanzando cuotas demasiado
tórridas se retiró de su boca; Oriya, con las mejillas ardiendo y la mirada
vidriada, volvió a dejarse llevar cuando las posiciones fueron intercambiadas,
quedando sentado sobre su tórax.
Muraki tanteó por el pequeño mueble a la izquierda de la cama,
recurriendo a lo único que tenía al alcance para consumar el acto. Guardaba
reservas de aceite puro con el que iluminar sus noches de estudio, dando con el
frasco de cristal en el interior de un cajón.
Mibu comprendió lo que iba a hacer, y se inclinó sobre él para deleitarse
de nuevo con sus besos mientras era preparado. El lacro de experiencia por
parte del futuro doctor se veía compensado por sus excelentes conocimientos
anatómicos, por lo que fue dilatándole con movimientos firmes pero medidos,
arrancando de su garganta leves sonidos que evidenciaban cualquier tipo de
sensación menos la de dolor.
Ansioso por sentirle dentro y concluir la mayor muestra de rebeldía de
toda su vida, aguardó a que el otro se hubo recubierto de aquel improvisado
lubricante para dirigirle hacia su entrada y comenzar a descender lentamente,
penetrándose a la par que perseguía la relajación.
Kazutaka posó las manos sobre las caderas de Oriya, empujándole hacia
abajo y concluyendo el decoroso trámite. Éste ahogo un grito de placer cuanto

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comenzó a subirle y a hacerle caer, elevando el mentón con los ojos cerrados,
concentrado en los estímulos que su cuerpo recibía.
Deleitado por verle gozar de aquella forma y por la estrechez de la que
disfrutaba, Muraki se encargó de descubrirse en una faceta inédita en él, la de
amante dedicado; aplicó más aceite en una de sus manos, desviviéndose por
procurarle igual dimensión de placer trabajando el miembro que tenía ante sí.
Sumergidos en segundos mágicos, se entregaron al rito con todas sus
fuerzas. Pronto el orgasmo de Mibu quedó camuflado entre la piel blanquecina
del abdomen de su compañero, el cual incrementó el ritmo para también
alcanzar el éxtasis en su interior.
Ajenos a cualquier cosa que no fuera su primer encuentro, no repararon
en que sus gemidos habían sido captados por la otra persona que habitaba la
casa.
Gemmei avanzó sigilosamente por el pasillo, arma en mano. Era
consciente de lo que estaba a punto de hacer, pero la realidad distorsionada de
su psique adornaba con otros personajes el mismo escenario. Su mente le decía
que no estaba abriendo la puerta de la habitación de su hijo, y que lo que estaba
presenciando no era a éste disfrutando del cuerpo de otro joven, sino la imagen
que la había torturado durante tanto tiempo.
Ella se mentía, diciéndose que aquel que se encontraba en la cama era su
difunto esposo resguardado en la calidez de la paciente.
Su meta al fin estuvo cercana: conseguir aplacar su rencor y liberar la
ofuscación estaba a unas puñaladas de distancia.
Kazutaka abrió los ojos al percibirla y pudo verla detrás de Mibu, quién
no se había percatado de la intrusa. La afilada hoja del cuchillo refulgió por la
luz de la llama, dispuesta a incrustarse secamente sobre la espalda de “la
amante” con la que había sido engañada.
Sus pupilas se contrajeron, sujetando con violencia las caderas de Mibu y
empujándole hacia la pared, quedando aturdido por lo inesperado de la acción.
Muraki reaccionó justo a tiempo para impedir que su madre, fuera de sí,
asesinara fríamente primero a Oriya y luego a él.
Gemmei gritó enfurecida, arremetiendo el puñal con una energía
inexplicable para su menuda constitución y lo delicado de su estado físico.

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Hecho un ovillo sobre el colchón y encajonado en la esquina de la pared a
la que le habían lanzado, el propietario de Kokakurô contempló horrorizado
cómo al tratar de agarrarla a la desesperada, Kazutaka no pudo evitar que
aquella mujer le clavara el cuchillo directamente en su ojo derecho.
Un alarido desgarrador fue emitido por la víctima, arrancándose él
mismo el arma y derramándose sangre copiosamente por toda la cama. Pero no
fue el brutal ataque lo que más acongojó a Mibu, sino lo que a continuación
presenció.
El odio de Muraki se evidenció de tal forma que todo a su alrededor
pareció vibrar, y su aura se tornó escarlata, como el líquido que regaba su
rostro.
Detestaba a esa mujer a la que debía vida e inseguridades, y por la que
había malgastado años y años de su infancia y juventud en las continuas
atenciones correspondidas con indiferencia. La odiaba por hacer infeliz a su
padre, y a su vez la deseó irrefrenablemente.
Hizo lo que por tantas ocasiones se planteó, empuñando con solidez el
cuchillo y sesgando su garganta, resultando las prostitutas a las que había
degollado meros entrenamientos para la ejecución definitiva.
Su respiración se hizo profunda, semejante al crujir de unas ruecas que
no existían. Ante la aterrorizada expectación de Oriya absorbió el alma de
Gemmei, llenándose del único espíritu que en parte podía ofrecerle paz al ser
parte de sí mismo.
Mibu contempló el remolino que surgía de Muraki, comprendiendo el por
qué de la mutación de su espíritu con tantísima frecuencia. El sonido seco del
cadáver de la mujer cayendo sobre el suelo le sobresaltó, encontrándose con un
Kazutaka que le miraba fijamente con su único ojo intacto.
Su piel albina brillaba iridiscente, y de su ser emergía un estado
semejante a la locura, pero cercano a la desesperación. Con el arma aún sujeta y
bañado en un intenso olor a muerte, le siseó las palabras que determinarían el
rumbo de la relación que ambos habían iniciado, la cual distaba de concluir
aquella noche.
—Ahora ya sabes lo que soy… te lo advertí, fue un error por tu parte tratar
de acercarte a mí. Sólo tienes dos alternativas: o lo aceptas con todas sus

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consecuencias o te mataré ahora mismo como a ella, y me desharé de vuestros
cuerpos antes del alba.
El pecho de Oriya se agitó convulsivamente. Tenía demasiados
interrogantes que necesitaban de respuesta, pero su determinación seguía
siendo la misma.
—Imbécil —le reprendió quitándole el cuchillo de la mano y tirándolo
lejos—. Ya acepté cargar con las consecuencias cuando me enamoré de ti.
Se puso en pie, desnudo y esquivando el cuerpo sin vida que yacía en un
oscuro charco. Salió al pasillo hacia lo que creía era el despacho del padre de
Kazutaka, a juzgar por lo poco que le había mostrado en el breve tour guiado.
Regresó con una jeringuilla de penicilina, gasas, desinfectante y unas precisas
tijeras.
—Has perdido ese ojo para siempre, trataré de salvarte al menos el nervio
óptico —afirmó reuniendo toda la frialdad posible, dejando que el médico que
nunca llegaría a ser saliera a la superficie—. Tiéndete y resiste.
Muraki aceptó aquella cura de emergencia como una respuesta. Parecía
evidente que Oriya iba bien en serio, y que tendría que revelarle toda su verdad.
Mientras soportaba el dolor y su maltrecha cuenca ocultar era sometida a una
improvisada operación, se sintió libre y preso a la vez…
Libre por haber acabado con ella, y preso por saber que a él le había
condenado a ser su único confidente. Con las responsabilidades y peligros que
ello entrañaría.

-4-

La familia de Gemmei acogió la noticia de su fallecimiento con


desconfianza y estupor. Kazutaka se negó a mostrarles el cadáver, y las
formalidades del entierro fueron llevadas únicamente por él.
Mientras los parientes que aún seguían con vida rodeaban la tumba de la
fallecida en el cementerio, Oriya mantenía silencio junto al hijo de la muerta,
ambos apoyados en la corteza de un ciprés a gran distancia del resto del cortejo
fúnebre.
Él le había revelado en la tranquilidad de aquel lugar todo lo concerniente
a sí mismo, desde el experimento secreto de su padre hasta su necesidad de

91
apoderarse de almas ajenas. El único detalle que omitió fue que su “hermana”
en realidad tenía un papel mucho más comprometido para con su futuro, pero
no quería herir los sentimientos de Mibu, menos aún cuando el compromiso
matrimonial de ambos era una promesa construida en el aire.
Miró a sus oscuros ojos, quedando a la vista el vendaje con el que protegía
la herida. Se había cambiado parcialmente el peinado con tal de disimular el
impacto visual del apósito, cubriéndolo con el flequillo.
—¿Qué vas a hacer ahora? Tus parientes no parecen dispuestos a que te
lleves la casa en herencia —preguntó Mibu, vistiendo un elegante kimono de
luto.
—Ni yo. Voy a venderla, me quedaré con la mitad de los beneficios y el
resto que se lo repartan ellos. He decidido marcharme a Tokio y terminar mis
estudios allí.
Oriya suspiró, y le hizo una proposición que esperó no rechazase.
—No lo hagas. Quédate en Kokakurô, puedes vivir allí hasta que termines
la carrera. Cuando te licencies y te den la beca de investigación entonces no
podré retenerte aquí por más, pero hasta entonces…
Él no le dejó continuar.
—De acuerdo —respondió.
Ambos vieron cómo la comitiva se iba disgregando, concluyendo la
ceremonia al devolver el cadáver a la tierra. Tras rezar mentalmente una de las
plegarias tradicionales de su familia, Mibu emprendió el paso a su lado.
—Ve a por tus pertenencias, tengo varias cosas que comentarte —le dijo,
aún impactado por todo lo que acababa de descubrir, y sin embargo sereno por
conocer la realidad.
—¿Sobre qué?
Mientras sus zuecos de madera esquivaban el barro del camino, el
empresario le convirtió, además de lo que ya era, en su socio particular.
—Voy a ampliar el negocio. Quiero convertir el local en una casa de citas
además del restaurante, he observado que la demanda existe. Si lo llevo con
discreción las ganancias serán astronómicas.
Kazutaka asintió en silencio. Sería su particular manera de
corresponderle, aceptando portar también sus secretos.

92
Su horizonte no estaba coronado por la oscuridad de saberse
definitivamente huérfano, ni iluminado por el apoyo del hombre que encarnaba
a la vez a su amigo, amante y cómplice.
Lo preocupación que ahora le ahogaba era descubrir un método por el
que combinar sus ambiciones y las responsabilidades personales que había
asumido al no acabar también con la existencia de Oriya, pues al no hacerlo le
había permitido formar parte de su mundo.
Y lo que derivase de ello… era imposible de prever.

3Geiko: figura tradicional de Kyoto, constituida por mujeres cuya función es


proporcionar entretenimiento a través del dominio de las artes de la perfección
estética y artística. Entre sus conocimientos deben primar la armonía, la
conversación y el equilibrio. Referencia obtenida de la novela “Vida de una geisha”, de
Mineko Iwasaki.

93
Capítulo 10: Interés

Pendía de un árbol,
desacostumbrado a semejante violencia,
y mientras Jesús me miraba desde lo alto
me preparé para el silencio total.
¿Cómo he llegado hasta aquí?
Debe ser por falta de clemencia
dirigida hacia mi persona.
En la hemoglobina se encuentra la clave.
En cuanto quebraron mi libertad
me hice uno con la provocación,
los doctores me observaban incrédulos
mientras rompía con todas las leyes de la ciencia.
¿Cómo habré llegado hasta aquí?
Me debato contra este dolor que me ciega
y que despierta algo en mi interior…
En la hemoglobina se encuentra la clave.
Me llevaron a rastras por los pies,
llenándome de incoherencia.
A mi alrededor detecto la conspiración,
el mundo entero quiere que desaparezca.
Lucharé con uñas y dientes,
nadie habrá visto tal perseverancia,
haré que me temáis,
porque en la hemoglobina se encuentra la clave.
Placebo, “Haemoglobin”

Todos en Kokakurô respetaban a Kazutaka, porque el respeto era la


representación del temor en su máxima expresión.
Siguiendo sus planes, Mibu había conseguido en cuestión de pocos meses
que la casa entera contara con nueva vida; además de los trabajadores
habituales, el reclutamiento de toda clase de damas de la noche fue fructífero,

94
dado que la oferta de contar con un lecho fijo en el que ofrecer los servicios a
cambio de un porcentaje era más atrayente que hacer la peligrosa calle.
Jóvenes procedentes de todas partes del país obtuvieron residencia en las
habitaciones que la mansión tenía destinadas para contactos íntimos,
expandiéndose los rumores entre la selecta clientela.
Así, Kokakurô mantuvo intacta su reputación de excelente restaurante
estandarte de la Kyoto más tradicional, pero de puertas adentro albergaba
secretos destinados a unos pocos escogidos, los cuales estaban capacitados para
disfrutar de los mejores placeres carnales.
Pese a la concurrencia, la relación personal entre los trabajadores no era
estrecha; los veteranos respetaban la decisión del señor, pero no querían
inmiscuirse en los pormenores. Asimismo, tantas eran las señoritas y la libertad
de negociación de las mismas para con el dueño, que era prácticamente
imposible saber cuándo una había decidido dejar la casa tras jurar silencio.
Aquella situación era perfecta para Muraki, puesto que ya no se veía en la
necesidad de buscar nuevas víctimas arriesgándose a ser detectado por rondas
policiales de vigilancia, sino que las tenía bajo el mismo techo en el que se
resguardaba.
Llevaba poco más de un año amparado en la hospitalidad de Oriya, mas
había aprendido a base de observar el comportamiento de los demás una pauta
de la que podía sacar especial provecho: la evidente fascinación que despertaba
en aquéllos que le miraban por primera vez.
Era algo de lo que se había valido desde muy joven, pero al haber dejado
de ser un adolescente, el poder de atracción se había incrementado
exponencialmente. Daba igual que se tratara de hombre o mujer; las pupilas del
espectador se contraían, y durante unos escuetos segundos sus cuerpos
quedaban paralizados, maravillados por el fulgor de su aspecto físico y el
extraño aura que de su ser manaba.
En más de una ocasión, al atravesar el pasillo que conducía a su
habitación, había oído los susurros de las prostitutas cuando creían que no
podían delatarse por la distancia.
<< Parece un ángel >>
Muchas estaban más que dispuestas a perder una noche de trabajo con tal
de pasarla en compañía de aquel atractivo y prometedor joven.

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Ese fue el caso de la afortunada que, sin kimono que protegiera su piel, se
esmeraba en no decepcionarle. La disputa interna con sus compañeras por
pasar a los aposentos privados de Muraki era despiadada, así que a nadie había
comentado su suerte al ser elegida personalmente por él.
El habitáculo de Kazutaka estaba en línea con el resto del antiguo
complejo residencial: tatamis a modo de suelos, paneles correderos de papel de
arroz, la calidez de la madera y la gruesa colcha que muchos japoneses
empleaban como cama. Sobre dicho futón, la muchacha realizaba la felación
más dedicada de todas cuantas había ejecutado, sin saber que sería la última.
Mibu ignoraba aquel abuso que hacía de su confianza, pues utilizaba a
“sus chicas” no sólo sin abonar la cantidad correspondiente, sino
convirtiéndolas a ellas en deudoras. Tomó el fino rostro de la mujer entre los
dedos, haciendo que se detuviera.
—Es suficiente —le dijo.
Ella le miró con el rostro encendido, temerosa de haber fracasado.
—¿N-no deseáis seguir contando con mi compañía?
—Todo lo contrario… aún no me has dejado satisfecho.
La joven se incorporó seductoramente, aguardando la propuesta. Estaba
habituada a recibir peticiones de lo más variopintas por parte de sus clientes, y
se moría de curiosidad por saber qué le solicitaría ese hombre que tanto le
fascinaba.
Kazutaka sintió un atisbo de repulsa al percibir ese brillo en los ojos de
ella. Todas le miraban igual, con trazas de un absurdo y ridículo amor. ¿Acaso se
engañaban a sí mismas, diciéndose que si conseguían enamorarle con sus
artimañas corporales, él sacaría a la escogida del pozo para prometerle un nuevo
y prestigioso estrato social?
Tanta banalidad le resultaba patética, y el único sino de una vida patética
era terminar para servirle de provecho. Mirándola desde lo alto, sonrió
macabramente.
—Querías verme de cerca, y lo has conseguido. Pero debiste tener
cuidado, pequeña… a veces, el Diablo mismo se disfraza de ángel.
Tapó los gruesos labios de la joven con una mano, y con la otra le cortó el
esófago en dos, salpicando de sangre su rostro y el largo mechón de cabello con
el que ocultaba la cuenca ocular vacía.

96
La hemoglobina bañó de rojo la fugaz percepción del alma, permitiéndole
saborearla antes de que se perdiera en los confines del misterio. Envolvió el
cuerpo con la colcha para que el tejido absorbiera el líquido, decidiendo salir al
exterior para tomar un baño purificador en las fuentes termales del jardín. Dejó
el cadáver en sus aposentos con el objetivo de deshacerse de él más tarde, y
avanzó entre la armonía vegetal ataviado con zuecos y un albornoz.
La luna de sangre le sonreía en lo alto, cómplice de la efímera paz que
sentía. Una vez se introdujo en las ardientes aguas, apoyó la cabeza en las
piedras del borde y se dejó llevar por la nada, dejando la mente en blanco.
Quizás fue esa tranquilidad la que le hizo sentir una presencia en los
alrededores.
Kokakurô no sólo era enclave de reunión para la aristocracia, sino
epicentro espiritual. Las historias de fantasmas vistos por los empleados
abundaban, y las dotes genéticas de Oriya para establecer vínculos con las
ánimas lo confirmaban. Kazutaka era muy sensible a la actividad sensorial por
sus circunstancias, mas nunca había detectado un espectro de tal magnitud.
Se giró, distinguiéndola. A su derecha una portentosa mujer le observaba.
Estaba completamente desnuda, y por sus turgentes pechos descendía
una cabellera de intenso color naranja. Su piel era oscura, y las facciones del
rostro afiladas, atemporales…
Dicha belleza servía de carta de presentación, diciendo al privilegiado que
la contemplaba que no era humana. Podría haberse presentado con su
apariencia real, pero Suzaku quería estar impecable para su protegido, y hacer
de aquel encuentro algo memorable.
Como todos los dioses ceremoniales, Ella poseía la cualidad de cambiar su
constitución física según se le antojase. Para esa noche se decantó por la
apariencia de fiera amazona, de ojos rojizos anclados en los de él.
—La eternidad no significa nada para mí, pero estos años aguardando a tu
madurez me han resultado, irónicamente… interminables —susurró.
Muraki analizó las llamas que parecían surgir de la criatura, sin ceder al
encanto de las curvas de sus caderas. Ella se introdujo en el agua, acercándose.
—Dime quién eres, porque aunque nunca te he visto, me resultas
demasiado familiar.

97
La Diosa de la destrucción y la creación se sentó sobre la pelvis de su
retoño, aquél que le había proporcionado sin quererlo su alma, y que noche tras
noche le entregaba servicialmente nuevos sacrificios. Su fría templanza y
atributos contrastaban con los de ella, haciéndoles opuestos, y por tanto
atrayéndoles.
—Soy la que pactó con un humano para que tú nacieras, la que te hace
especial y único… soy Suzaku, tu madre inmortal.
Lejos de intimidarse, Kazutaka depositó las manos sobre los glúteos de la
mujer, embriagándose de su poderío.
—Y por tanto la responsable de mi tormento.
—No hay gloria sin sacrificio, ni perfección sin dolor… y tú, hijo de la
oscuridad, eres perfecto.
Adorada y odiada por las personas desde el principio de los tiempos, la
señora del fuego quería más de él. Anhelaba hacer de ese lazo con la humanidad
un vínculo mucho más potente, y la mejor forma de conseguirlo era cubriéndole
de mayores dotes.
—Los hombres sois seres incomprensibles: deseáis lo que no tenéis, y
condenáis al aislamiento a los que obtienen la facultad de unirse a nosotros.
Pero no eres como ellos, por eso esta luna te acaricia y yo te velaré mientras me
seas fiel. Cóbrate más vidas de las que podamos valernos los dos, y te haré más
poderoso que cualquiera de tus congéneres.
Los pezones erectos de Ella rozaban su pecho armiño, oculta
parcialmente por las aguas aquella lasciva postura en la que se encontraban.
Movido por la sed de facultades que le llevarían a consumar su venganza,
pudiendo así destruir y salvar a las dos personas en las que su obsesión se
centraba, no dudó a la hora de pedirle que siguiera.
—¿Y cómo lo harás? ¿Me concederás esa eternidad de la que adoleces?
Suzaku rió, acercando la boca a la suya, abrasándole con el calor que
encerraba.
—Bésame, y te pondré a disposición leales sirvientes. Te daré un don que
ningún humano en vida posee… los entes menores te reconocerán como su
soberano, y cuando hayas desarrollado el potencial necesario, sólo tú estarás
capacitado para invocarme a mí, tu ceremonial.

98
Y su fuego, representación del erotismo pasional, le nubló, haciéndole
probar el elixir que la diosa le ofrecía beber directamente de sus labios.
Desde la lejanía, Mibu caminaba por el porche de madera que rodaba
toda la casa con la intención de hacerle una visita nocturna al más especial de
sus invitados. Sin embargo, algo le hizo detenerse a la altura de las fuentes.
El corazón le dio un vuelco cuando vio a Kazutaka en las termas. No
estaba solo, pero tampoco acompañado. Se acercó sigilosamente, y pudo
contemplar aquel extraño espectáculo.
Parecía hacerle el amor a la nada, pero entre sus brazos había una energía
espiritual tan candente que hería de solo admirarla. Era capaz de percibir los
rostros de los entes que vagaban por Kokakurô, mas la criatura que yacía junto a
Muraki era una masa informe y distorsionada, extremadamente intensa.
Supo que un nuevo secreto iba a sumarse a todos los que ya de por sí su
antaño compañero de universidad guardaba. No quería presionarle ni obligarle
a contárselo, pero comenzaba a exasperarle que no diera muestras de abrirse
por completo ante él.
Suzaku dio por concluida la transmisión de poder depositando un beso en
su frente, como queriendo compensar con aquel gesto maternal el breve pero
tórrido episodio acontecido.
—Déjate guiar al menos por una luz. La noche es tu aliada, pero carece de
piedad.
Tras ello adoptó su fisonomía, transformándose en ave de fuego y
desapareciendo en el firmamento. Kazutaka siguió su estela con la vista,
topándose al instante con otro dios, aunque esta vez de carne y hueso.
Desde el mismo lugar en el que Ella se había dado a conocer, Mibu se
despojaba de sus ropas para acompañarle en el baño. También su piel era
aceituna, sus ojos vivaces y sus cabellos dotados de vida propia; era tal su porte
que podría pasar por la escenificación de Genbu, guardián del Norte.
Sin dejarle mediar palabra, Oriya hizo lo mismo que la entidad espiritual,
acoplándose a él rodeando sus caderas con las piernas, confrontándose las
pelvis de ambos. Muraki le miró a los ojos, deduciendo por la reacción lo
evidente.
—Le has visto.

99
El jefe espiritual de aquella comunidad le contempló en silencio,
llenándose de preguntas que no sabía cómo condensar.
—Conmigo juegas a ser hombre, descubriendo tu humanidad… pero a
cada día que pasa te alejas de mí. Si eres capaz de seducir a los dioses, ¿cómo
podré llegar a comprenderte?
Mibu era enérgico y fuerte, valeroso, honrado y sincero, pero cada vez que
tenía a Kazutaka junto a él, se sentía débil. Y esa debilidad causada por lo que
sentía brilló, convirtiéndose en la luz que Suzaku había mencionado.
El futuro doctor tenía por él una necesidad que derivaba en dos
vertientes: por un lado, era la única persona capaz de mantenerle sereno cuando
la ambición podía llevarle a poner en peligro su integridad; y por otro, tenía
mucho que aprender.
Anhelaba esos conocimientos espirituales que él poseía. Deseaba
conseguirlos. Y para ello, decidió mientras le abrazaba la cintura que le
entregaría información equivalente. Era momento de quitarse los últimos velos
con los que se cubría.
—Permanece a mi lado, y lo harás. Cuanto mayor sea la estancia junto a
mí, más riesgos correrás, pero también obtendrás lo que deseas.
Qué maravillosa era su profunda mirada azabache, las facciones nobles de
su rostro… llevó una de sus manos hacia éste, dejándola sobre sus mejillas y
hablándole quedamente.
—No te abandonaré, porque tú nunca me lo has hecho a mí. Así que no
hay nada de lo que debas temer, pero…
Él depositó la suya sobre la de Muraki, queriendo conocer esta sutil
condición.
—¿Pero…?
—Quiero que seas mi maestro. Muéstrame tu poder con los entes,
condúceme a los secretos de tu familia, a sus hechizos y supersticiones.
Mibu sabía que Kazutaka siempre hablaba en serio, y que si ello le estaba
pidiendo, por alguna razón de peso sería. Era un sacrilegio a la honra del clan
introducir a un ajeno a la disciplina, mas no podía negarse.
—Mezclarse con los espíritus siempre implica un precio. Si tan dispuesto
estas a pagar el que te corresponda, lo haré. A cambio, tendrás que detallarme
cada motivo.

100
Tras haberle dicho eso, le apartó el mechón de cabello, observando la
ausencia de ojo.
—Iba en tu búsqueda para comunicarte que ya he terminado la pieza —
prosiguió Oriya—. Podemos proceder a la implantación cuando lo creas
oportuno.
Muraki sonrió escuetamente. Tras tanto tiempo de trabajo, la prótesis
estaba lista.
—Sabía que lograrías reconstruir el mecanismo. Mañana descenderemos
a mis laboratorios, y te mostraré todo aquello de lo que te he hablado.
Asintió. Sería una operación delicada y secreta, mas la emoción por
introducirse en sus mundos ocultos eclipsaba cualquier dubitación.
—Al fin podré verle... —respondió antes de besarle.
El vapor que manaba de las fuentes conformaba una neblina que les
envolvía en misterio y sofisticación. Las siluetas de los amantes se fundía con la
luz de los astros, ansiando la una a la otra.
Cuando por la excitación estuvo a punto de perder el control, Oriya le
susurró al oído.
—Vamos a tus aposentos.
Muraki aceptó, no sin tomarse con filosofía el reproche que de seguro le
esperaría cuando llegaran a los mismos… Se vistieron, escurriendo la humedad
de sus cabellos a toscos pasos, y para cuando el habitante de la estancia cerró la
puerta corredera, procedió a describir qué era exactamente aquel bulto extraño
antes de que la pregunta fuese formulada.
—Efectos secundarios de mis escarceos. Si no hubieras aparecido de
improvisto, ahora estaría ocultando el cuerpo en los pantanos y nunca te habrías
enterado —comentó con tranquilidad.
El dueño le miró, crispado por la nueva baja.
—¿Por qué habré sido tan idiota? ¿Has sido tú todo este tiempo, verdad?
¡Me he rebanado los sesos buscando una razón para que tantas chicas
abandonaran su puesto!
Le agarró del cuello del kimono, mojado por el exceso de agua absorbida.
—Si al menos tuvieras la decencia de pagar un extra… ¡vas a arruinarme
el negocio!

101
—No lo creo. Hay miles de jovencitas como esa deseando entrar, y tus
contactos con la policía y el alcalde nunca les hará sospechar de ti. Eres un socio
ideal.
Mibu le soltó, enfadado.
—Eres irremediable, Muraki.
Se giró para contemplar en la penumbra el cadáver envuelto en el
ensangrentado futón, y se cuestionó por un instante si su ambición por llegar a
cambiar algún día la forma de actuar de Kazutaka era una pérdida de tiempo.
Antes de profundizar en dichos menesteres, el cálido tanto de la piel ajena
acudió a introducirse entre sus ropas, repasando los relieves de su torso
esculpido.
—No puedo prometerte que no vuelva a hacerlo bajo tus dominios, pero
seré más discreto a partir de ahora. La muerte es una conmigo, deberías saberlo.
Deja de pensar ahora en eso, creo que no hemos venido hasta aquí para que me
sermonees.
Ofreció nula resistencia cuando él le tomó de la barbilla, haciéndole girar
el cuello hasta encararle. Todo cuanto concernía a su amante era macabro,
inexplicable, y por ello fascinante a la vez.
Mibu volvió a echar otro pulso contra la temeridad cuando se dejó
recostar lentamente sobre los tatamis, y sus formas quedaron al descubierto
para ser alabadas por otras sutiles y aparentemente delicadas, ganando con
ventaja a todas aquellas mujeres que verían de nuevo frustradas sus ilusiones de
conocer el candor del ángel de plata.

-2-

Acudió a la cita puntualmente, aprovechando que a esas horas de la


madrugada nadie vigilaba las inmediaciones de la Universidad Shion.
Recorrió los paseos arbolados y los pasillos desiertos del edificio,
rememorando días en los que todavía era un estudiante. En realidad no había
pasado tanto tiempo desde que abandonara la carrera, mas la sucesión de
eventos transcendentales en su vida había sido tan intensa que parecían haber
transcurrido siglos.

102
Oriya se despojó de los zuecos para no llenar de ruido el eco. Iba
completamente vestido de negro, ocultándose entre las sombras de las aulas de
docencia y los despachos del profesorado. Llevaba entre las manos un pequeño
maletín repleto del instrumental necesario para la intervención, así como la
pieza.
Tras muchos estudios, investigaciones, debates, recolección de
microchips y análisis anatómicos, entre los dos habían construido aquel ojo
mecánico, sin duda pionero en la era biónica de la medicina. De haber sido un
proyecto público, posiblemente habrían sido galardonados con algún prestigioso
premio, mas la recompensa era que su futuro dueño pudiera compensar el lacro
de visión acusado.
Esperó en el borde las escaleras centrales, escuchando un murmullo a sus
espaldas. Le distinguió ataviado con un largo abrigo, tan blanco como su rostro,
en total contraposición con su propio aspecto.
—Adelante.
Mibu bajó desconfiado.
—¿No nos verá nadie?
—A estas horas el único que continúa en las instalaciones es Satomi, y por
su bien nunca se interpondrá en mis asuntos. Permanece atento, será la única
ocasión en la que te mostraré el camino.
Él suspiró, situándose a pocos pasos de Kazutaka y avanzando en el vacío
de una zona sin iluminar. Tras decenas de metros recorridos en la nada, toparon
con una puerta de cerradura restringida.
Muraki tomó las llaves del bolsillo, copias que sólo él y el antes citado
profesor poseían. Un fuerte olor a humedad brotó al ser abierta, dejándose
divisar en la lejanía el tenue reflejo verde proveniente de algún foco o similar.
—Ve con cuidado, los peldaños son irregulares —indicó el artífice de
aquella obra secreta.
Descendieron hasta que ante ellos se halló una descomunal compuerta de
al menos dos metros de espesor. Mibu elevó el rostro hacia lo alto, asombrado
por la envergadura, mientras Kazutaka depositaba la barbilla en el dispositivo
de reconocimiento retiniano.
—¿Tú has creado este control de seguridad? Ni los militares deben poseer
algo tan sofisticado —preguntó incrédulo.

103
—Guárdate las impresiones para más tarde —le sugirió—. Aún no has
visto la joya de la corona.
El estruendo de la barrera dividiéndose en dos abarcó la gruta excavada
bajo los cimientos de Kyoto, retumbando ligeramente el suelo arenoso. Oriya
pasó primero, tratando de acostumbrarse a la penumbra mientras esperaba a
que volviera a cerrar.
Cuando sus ojos registraron el laboratorio, no dio crédito. Varias macro
computadoras llenaban las paredes, así como mesas de ensayo, microscopios
electrónicos, camillas de operaciones y un amplio repertorio de muestras
celulares y químicas.
Pero nada pudo compararse a la impresión del espectáculo que al fondo
aguardaba. Dejó el maletín en una superficie próxima, avanzando al frente,
hechizado…
Ante él estaba el tanque de suspensión en el que Saki, desde hacía años,
aguardaba en vida artificial un nuevo cuerpo en el que ser ajusticiado. Metros de
cables y sensores manaban por doquier, el zumbido de la maquinaria se
incrustaba en su cerebro y una ligera sensación de vértigo le invadió.
Ese era el verdadero mundo de Muraki.
Esa era su voluntad.
Y la cabeza de aquel adolescente, con el que guardaba un parecido nada
despreciable, el motivo de su desdicha y desdén.
Se posicionó ante el cristal, tocándolo con las palmas de las manos bien
extendidas, notando el calor.
—¿Una solución proteínica? —quiso saber, en referencia al gel en el que
flotaba el cráneo.
—Sí. Los generadores la ionizan continuamente, haciendo posible la
conducción eléctrica.
Kazutaka le respondió mientras preparaba el escenario. Conectó una
potente lámpara a la camilla más próxima y llenó la mesa auxiliar de gasas,
pequeños escarpelos y una amplia gama de desinfectantes. Se recostó,
cubriéndose el torso con una tela de quirófano, entrelazando los dedos sobre el
pecho.

104
—Y pensar que todo esto nunca se sabrá… no eres consciente de lo
transcendentales que tus logros serían para la ciencia. ¡Supondría una
revolución! —prosiguió Mibu sin apartar la vista de la mirada vacía de Saki.
—Cuando un descubrimiento puede caer en manos de otros y adoptar
formas diferentes de las originales, no es digno legarlo. Einstein no pretendía
crear la bomba de uranio, y yo no quiero salvar vidas, sino acabar con una.
El monje le encaró, conservando la compostura. Podía leer el odio en el
rostro de Muraki, pero también la voluntad, el tormento.
Comprendió entonces que todo hombre tiene un motivo que justifica sus
acciones, por muy descabelladas que éstas sean. Aunque le pareciera
espeluznante el objetivo que él perseguía, le respetaba y ayudaría en lo que fuera
necesario, empezando por lo temerario de la presencia de ambos en aquel
departamento, y la operación que a continuación tomaría lugar.
Fue en busca del maletín, extrayendo una jeringuilla y sendas dosis de
calmantes. Tras haber comprobado la ausencia de aire le acercó la aguja, siendo
ésta sutilmente rechazada.
—Nada de anestesia. Quiero estar consciente y colaborar en el proceso,
me resultará útil conocer el mecanismo al completo si me veo en un apuro y
tengo que recolocarlo solo.
Mibu asintió, tomando un aparato para mantener los párpados separados
durante la intervención.
—La resistencia al sufrimiento físico será una carta a tu favor en el trato
con los espíritus.
Kazutaka no dijo nada. Se limitó a sonreír escuetamente y a sostener un
pequeño espejo con el que no perder detalle de la implantación de su nuevo ojo.
Durante las tres horas que siguieron, se debatió consigo mismo para no
perder el conocimiento, mientras su nervio óptico era extraído y unido a las
terminaciones eléctricas.

105
Capítulo 11: Vínculos

El Conde miró preocupado el titilar de las velas mientras esperaba.


Aquella sala, representación de las vidas humanas que acababan con cada llama
extinta, era el estandarte de la compleja organización por la que se regía el Más
Allá.
Su mano enguantada se depositó sobre los contornos del rostro
intencionadamente invisible, suspirando. El asunto por el que había solicitado
la intervención directa del Ministerio le preocupaba, y con absoluta razón.
Prefería que se iniciara una investigación exhaustiva antes de que llegara a oídos
del poderosísimo rey Enma.
Al fin el diminuto y cadavérico mayordomo anuncio al invitado,
saludando éste con exquisito protocolo.
—He acudido en cuanto me ha sido posible —dijo el responsable del
Departamento Central, aceptando una taza de té—. Decidme, ¿cuál es el motivo
por el que requerís de mis servicios?
El Conde tomó el primer sorbo de la infusión, procediendo a explicarle lo
que había percibido.
—Ha habido un aumento inquietante de víctimas en la región de Kyoto.
Las oleadas de crímenes son oscilantes, no tendría por qué estar relacionado
con el otro fenómeno, pero…
—¿Otro fenómeno?
El anfitrión asintió, moviéndose de arriba abajo su delicada máscara.
—Siento un poder en los entes, los Dioses se inquietan por un nuevo
invocador.
—Ninguno de mis nuevos empleados está capacitado para ello, Conde. Ya
sabéis que sólo uno tiene ese poder.
Él volvió a asentir, incrementándose su pesar.
—Precisamente por ello te he hecho llamar. Acude allí inmediatamente,
no estamos hablando de un ceremonial cualquiera, sino de… Ella.
Un escalofrío recorrió a su interlocutor al pensar escuetamente en el
devastador fulgor de Suzaku.

106
—No acaba aquí mi congoja —prosiguió—. Podríamos encontrarnos ante
un hecho inédito y de consecuencias difícilmente medibles, dado que estas
facultades que detecto, apreciado amigo mío… no provienen de uno de nosotros,
sino de un viviente.

-2-

Largas y cuantiosas eran las horas que Kazutaka solía dedicar a diario al
estudio. Ya en su último año de carrera universitaria, las tesis, los exámenes y
demás requerimientos académicos consumían prácticamente la totalidad de su
tiempo.
Permanecía encerrado en sus aposentos rodeado de gruesos tomos y
documentos, saliendo de los mismos sólo para desplazarse a la facultad y
reunirse con Oriya en los templos tras la puesta del sol. Los empleados incluso
habían llegado a albergar, dentro del profundo respeto, un sentimiento de
familiaridad por lo discreto de sus actos y el indescifrable código de cortesía.
El misterio seguía encubriéndole, ayudado por el silencio de Mibu,
incapaz de hacerle entrar en razón para que cambiase de “hábitos espirituales”.
Al aceptar introducirle en la doctrina de la invocación creyó fugazmente que los
asesinatos cesarían, mas no fue así.
La sangre era su necesidad, el complemento ideal del conocimiento. Cada
tendón desgarrado, cada cuerpo mutilado era una clase magistral de anatomía
en la que la debilidad de los humanos quedaba palpable.
El amplio y oscuro historial cosechado le acercaba a su convicción de
rayar la inmortalidad, invirtiendo en ello su talento y valía. Por eso, aunque
nadie a su alrededor lo sospechara, pasaba las madrugadas inmerso en libros,
pero no precisamente de ramas científicas… sino aquéllos conformados por
antiquísimos manuscritos repletos de diagramas en los que se relataban
encantamientos, conjuros y métodos para atraer a las ánimas.
Tras varias veladas a solas en los jardines de Kokakurô, los primeros
resultados de su osadía se hicieron palpables. Podía captar la materia oscilante
de los que ya no estaban, los ecos de sus existencias materiales transformadas
en lo que vulgarmente se denominaba fantasmas. Veía sus rostros, le miraban
con curiosidad, tristeza o confusión.

107
<< Nunca interfieras en el camino de los que deambulan en pena.
Muchos no saben dónde se encuentran, vagan entre los dos planos >>
Esa había sido la advertencia más útil de todas cuantas pronunció Oriya.
Dichas energías abundaban, pero eran fatuas, carentes de valor o potencial que
aprovechar. Él requería mucho más que recuerdos humanos que se negaban a
desaparecer de la Tierra.
Dejó a un lado el manuscrito sobre conjuros para encender un cigarrillo, y
tomar entre las manos la carta que había recibido procedente desde Tokio dos
jornadas atrás. Se apoyó en las puertas correderas con vistas a las fuentes
mientras releía por décima vez la cuidada caligrafía.

Mi querido Kazutaka,
me trasladaré a Kyoto la próxima semana para nuestra revisión anual.
Si los servicios postales funcionan eficientemente, para cuando estés leyendo
esto faltarán apenas dos o tres días para mi llegada.
Gracias por indicarme la dirección del lugar en el que estás residiendo,
me encantará conocer a ese amigo del que tanto me has hablado. Debe ser un
hombre gentil y honrado para ofrecerte semejante hospitalidad.
Estoy ansiosa por regresar a la ciudad. Adoro el otoño, el color de las
hojas de arce por las calles, y el rojo del cielo al atardecer. Ignoro si en alguna
ocasión te lo he dicho, pero ansío nuestro encuentro, los breves días que puedo
pasar en tu compañía me ayudan a encontrar fuerzas.
Disculpa la brevedad, no quiero caer en la tentación de contártelo todo a
través de la pluma y quedarme sin argumentos. Ya comprobarás por ti mismo,
y en persona, lo que consideres importante.
Cuídate.
Siempre tuya, Ukyô

Repasó el tacto áspero del papel, dejándolo guardado en un cajón junto a


los informes de su abuelo. Fumó con tranquilidad, decidiendo en el último
instante acudir a la estación. Consultó la hora en su reloj de pulsera; si se daba
algo de prisa llegaría a tiempo, las maravillas del tren bala hacían de la
puntualidad su mejor aliado.

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Se enfundó en su abrigo largo hasta los tobillos, cerrando las puertas
correderas a continuación. La puesta de sol estaba cercana, la inmensa cúpula
del cielo comenzaba a teñirse de naranja, y como todos los días a esa hora en la
época del año en la que se encontraban, los alrededores del templo de Kokakurô
eran un bullicio de actores, atrezo y cuidadas vestimentas tradicionales.
Vio a lo lejos a Mibu mientras se dirigía a la salida. Éste había aceptado el
cargo de la dirección de la obra de teatro ceremonial Nô por la que se rendía
culto a la estación de las hojas. Los kimonos de laboriosos bordados y los
ornamentos abundaban, así como sus nervios. Aquel era el ensayo general y
todavía había parajes que los demás no tenían claros.
—¡Eres un guerrero! —exclamó quitándose su máscara, mirando al actor
protagonista— Tus frases y actitud deben mostrar orgullo. ¡Si no resultas
convincente, arrastrarás a los demás por el peso de tu papel!
Además de hacer de director, Oriya actuaría escenificando a un dios
menor, como había hecho desde niño al estar implicada su familia en aquel acto
tan característico de Kyoto.
Antes de volver a centrarse en el trabajo, clavó la vista en Kazutaka. El
bullicio a su alrededor era ensordecedor, mas él quedó envuelto en un aura de
silencio. Se preguntó a dónde se dirigiría, y qué enigmas ocultaría tras su
semblante divino. Suspiró, observando el interior de su máscara con pesar antes
de volver a enfundársela.

-3-

Ukyô descendió del tren, portando con algo de dificultad la maleta. No es


que hubiera traído consigo demasiadas pertenencias, pero su fortaleza se había
mermado tanto que hasta un esfuerzo que no revertía en trascendencia le
resultaba penoso. Haciendo gala de la eterna sonrisa con la que afrontaba las
contrariedades, se armó de voluntad y echó a andar entre la gente.
La antigua estación de Kyoto estaba a rebosar de pasajeros provenientes
de todas partes del país, desde estudiantes en viajes educativos a hombres de
negocios, o familiares al reencuentro de sus seres queridos. Sintió un atisbo de
añoranza por las pequeñas historias de los anónimos que le rodeaban,

109
empleando algunos segundos en pensar en sí misma y los motivos que la habían
llevado hasta su cuidad natal.
Los suelos de los pasillos estaban tan pulidos que reflejaban a modo de
espejo lo que ante ellos quedaba. Avanzó inmersa en sus cavilaciones, cuando
las baldosas le mostraron la imagen que su mente se empeñaba en recrear.
En las brillantes losas quedó dibujada la silueta de un joven. Vestía de
blanco de cabeza a pies, tonalidad que abarcaba también su suave piel de
porcelana. Su vista ascendió partiendo desde el reflejo, topándose con las suelas
reales de los zapatos, subiendo hasta reparar en el rostro cubierto parcialmente
por mechones de fino cabello platino, recalando en aquella mirada serena
clavada en la suya. El iris plateado le sacó del ensueño, devolviéndola a la
realidad.
—No tendrías que haber venido a recogerme.
—Era la excusa perfecta para escapar de los estudios unas horas —
respondió él.
Muraki le devolvió la sonrisa, tomando su maleta y comenzando la
andadura hacia el viejo restaurante. Pese a lo protocolario del encuentro, Ukyô
se sintió dichosa, pues sabía que Kazutaka sólo mostraba dichas buenas
maneras ante ella. Abandonaron juntos la estación, dejando atrás la caótica
actividad.
—El aire de la capital es asfixiante, cada vez hay más contaminación —
afirmó la chica, aspirando profundamente una bocanada—. Si pudiera pedir que
me trasladasen aquí, regresaría sin pensármelo.
—La abogacía está en manos de unos pocos, ya lo sabes. En la ciudad
tienes más oportunidades de crecerte como profesional. Aunque la población
haya aumentado, esto sigue siendo un pueblo feudal a gran escala.
Ella asintió, deleitada por las calles antiguas, las construcciones en
madera y la abundancia de templos. Los árboles se mecían con el suave y frío
viento, el cual arrancaba hojarasca de los más variados ocres. Las últimas geikos
que todavía ejercían se dirigían a los banquetes portando kimonos y pequeñas
linternas de papel, prolongando la fábula que Kyoto se empeñaba en no
concluir.
Su corazón latió dichoso por haber retornado a casa.

110
Tras unos quince minutos de camino estuvieron ante las puertas de
Kokakurô. Fueron recibidos por la mayor de las trabajadoras, la cual desconocía
que el joven Doctor, como ella llamaba a Muraki, trajese compañía.
—Bienvenidos. ¿Desea que avise al joven Señor? —le preguntó al
inquilino.
Kazutaka respondió negativamente.
—Está muy ocupado con los preparativos. Asígnele a la señorita una
habitación contigua a la mía, y ordene que nadie nos moleste.
La mujer obedeció sin realizar más preguntas inoportunas. Ukyô le siguió
por el laberinto de habitaciones y salas hasta llegar a los aposentos privados que
le habían reservado. A petición de él, dejó sus pertenencias para adentrarse en
la habitación en la que su igual esperaba.
Ya había anochecido, estando el amplio departamento iluminado por
pequeños candeleros de lata, protegiendo de las llamas el material noble en el
que el edificio estaba construido. Ella había crecido en una lujosa vivienda, mas
el encanto añejo de Kokakurô era inigualable. Debían quedar pocos lugares
como aquel en todo Japón.
Mientras Kazutaka disponía sobre una mesita el instrumental necesario
para la exploración, se acercó a unas estanterías disimuladas con más puertas
correderas, a modo de armario de gran fondo. En las mismas estaban
impolutamente ordenadas las niñas inmortales que le recordaban al día en que
se conocieron.
—¿Todavía conservas las muñecas?
Muraki se puso al cuello el fonendoscopio, anotando en el diario médico
de su paciente la nueva entrada.
—Es la única herencia que he querido conservar de mi madre. Decidí
quedarme con mis veinte favoritas, carecía de espacio para más.
Ukyô acarició el tirabuzón de una de ellas, la que tenía un recargado
vestido al más puro estilo victoriano.
—Cuando éramos pequeños me prohibías tocarlas… me dijiste que algún
día serían tuyas, y así ha sido —comentó con nostalgia.
—Sigo prefiriendo que no las cojas. Si nuestro matrimonio llegara a
efectuarse, quizás cambie de opinión.

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Ella rió levemente, incorporándose para situarse detrás de un biombo y
despojarse de sus prendas. Kazutaka aguardó hasta que la joven se sentó a su
lado, cubierta su desnudez por un ligero kimono.
—¿Has notado alguna mejoría? —quiso saber, auscultándole la espalda.
—No, más bien lo contrario. Se han agudizado las crisis respiratorias, y…
hace ya cinco meses que no menstrúo.
Le tomó el pulso, la tensión arterial y demás comprobaciones rutinarias.
—¿Tienes dolores de cabeza? ¿Cambios de humor, trastornos
emocionales?
Ella reconoció los síntomas antes incluso de responderle.
—Menopausia, ¿verdad?
—No será necesario que analice en un laboratorio la actividad hormonal,
el diagnóstico es evidente.
El envejecimiento prematuro avanzaba, a cada año que transcurría los
resultados obtenidos eran desesperanzadores, mas él no estaba dispuesto a tirar
la toalla.
—Vístete. Podemos continuar mañana, no me apetece pasar a las pruebas
agresivas ahora. Llamaré a la sirvienta para que prepare té.
Ukyô aceptó con agrado la propuesta, acondicionándose. Ambos
esperaron en perfecta compostura hasta que la mujer les hubo servido, sentados
cada uno en un lado opuesto de la mesa, sentados de rodillas sobre el tatami.
—¿Desean algo más?
—No, gracias. Quizás más tarde —expuso la invitada.
Una vez de nuevo solos degustaron la bebida, encontrando la abogada el
momento idóneo para iniciar la conversación.
—¿Cuándo te graduarás?
—Previsiblemente el año que viene.
—¿Entonces marcharás a Tokio?
—Sí. Gané una beca de investigación, me gustaría aprovecharla antes de
buscar un puesto en algún hospital —respondió Kazutaka sin querer revelar
demasiados datos.
—Había pensado que tal vez podríamos vivir juntos. Mi apartamento es
amplio dentro de lo que cabe, el bufete para el que trabajo me ofrece una buena
remuneración.

112
Muraki dejó la mirada fija sobre la tetera, sintiendo que el telón de
cordialidad debía bajarse, y ofrecer el auténtico espectáculo de sinceridad que
con ella quería tener.
—Tengo demasiadas cuestiones que atender como para llevar una vida
estable, Ukyô. Consumen la mayor parte de mi tiempo. Agradezco tu oferta,
pero dudo que sea posible, no al menos a corto plazo.
—Lo entiendo. No quería ponerte en un compromiso.
—Tú has elegido esperarme. Puede que te lleve muchos años de soledad,
pero tienes mi palabra: cuando pueda afianzarme, será porque habré concluido
los proyectos que me absorben. Ese momento llegará, y entonces no me veré
obligado a mantenerte al margen de mis asuntos. Espero que tú también puedas
comprenderlo.
Ella tomó un poco más de té. Aunque hubiese rechazado de nuevo otra de
sus proposiciones de convivencia, aquella promesa que Kazutaka le había hecho
valía por todas las especulaciones del mundo.
Acababa de decirle que el día en que aceptara casarse, sería porque podría
entregarse a ella sin reservas.
Mas en el tiempo que llevaba en Tokio había aprendido a separar placer
de sentimientos. Sus pocas amigas no llegaban a comprender cómo era capaz
de, en el sexo, actuar claramente como harían muchos de sus compañeros
masculinos, los cuales frecuentaban aventuras de una noche sin menor
intención de establecer lazos.
Tal y como él había dicho, Ukyô escogió vivir el presente siendo
consciente de lo que eran, y encontrar satisfacción en otros cuerpos a la espera
de la recompensa final. Sin embargo, las pruebas eran concluyentes, y nadie
podía afirmar con certeza que la muerte no le iba a alcanzar por sorpresa en el
momento menos esperado.
Seguiría esperando, pero no por el encuentro postergado desde el primer
reconocimiento al que Muraki le sometió tras petición personal.
Los murmullos lejanos del ensayo eran perfectamente audibles pese a ser
noche cerrada. Con los trabajadores de la casa atentos a sus responsabilidades, y
gran parte del equipo de la obra ultimando los preparativos de la escenificación,
la hermosa hija de la oscuridad quiso sellar su unión con él de la manera más
primitiva al alcance de los mortales.

113
Apartó el juego de té, dejándolo sobre el tatami de caña trenzada y
subiéndose a la mesa, la cual, siguiendo los cánones de belleza nipones, apenas
se separaba del suelo por unos diez centímetros.
Con la más seductora de sus miradas, avanzó hasta Kazutaka sin prevenir
la correcta sujeción de su kimono. Éste le iba algo grande, por lo que al apoyar
las palmas de las manos en la superficie de madera, sus senos quedaron
visiblemente expuestos al carecer de prendas interiores.
—Me da igual cuántas excusas encuentres. No aceptaré una nueva
negativa en lo que resta de noche.
Él sonrió con sarcasmo, observando los atributos que el esbelto cuerpo de
su “hermana” había cosechado con los años, pese al deterioro interno.
—¿Pretendes restarle el encanto de la novedad a nuestra noche de bodas?
—preguntó con malicia.
El futuro médico nunca ponía objeciones, independientemente de si ésta
era causada por uno u otro género. De los hombres le gustaba la combinación de
fortaleza y fragilidad que algunos aunaban. De las mujeres, sus cálidos
contornos, la mezcla de sumisión y perspicaz inteligencia que poseían para
manejar los hilos del entorno con tal de conseguir lo que deseaban.
Y Ukyô, sin duda, era una reina de la maquinación bajo su rostro inocente
y aniñado.
—Nosotros no somos convencionales. Tampoco pretendo que acostarme
contigo lo sea.
Le besó, saboreando el contacto de aquellos labios como una pequeña
victoria que sólo a ella correspondía.
Kazutaka, por vez primera, no trató de impedirlo. La intimidación de
hallarse ante la mujer más especial de cuantas había conocido se volatilizó.
Aunque tuviese secretos que no pudiera revelarle, lo compensaría,
convirtiéndola en la única en el planeta entero a la que le haría
apasionadamente el amor.
La palabra “enamoramiento” le resultaba demasiado vacía como para
definir lo que sentía tanto por ella como por Oriya. Ellos eran sus escudos, sus
armas. Aquéllos en los que podía confiar, los únicos que permanecerían a su
lado pasara lo que pasara.

114
Quería que ellos dos también estuviesen unidos, formándose un triángulo
que, si bien no tendría la misma distancia entre vórtices, resultara sólido y
estable.
Ya encontraría la manera de hacerlo. Lo que en aquel momento
demandaba la totalidad de su predisposición era estar a la altura de las
expectativas. Cerró los ojos, tanto el natural como el biónico, y se acopló a su
boca, asiéndola hacia sí tras depositar una mano sobre la nuca, cayendo el
kimono lentamente hacia la cintura al despejar sus hombros con la otra. Sus
pechos de formas redondeadas quedaron al descubierto, suspirando ella cuando
fueron cubiertos de caricias.
Ukyô se incorporó sobre las rodillas al igual que Kazutaka, siendo
rodeada por los fuertes brazos de éste mientras su cabello azabache se movía al
compás de más besos. Se deslizó por la camisa, desabrochando los botones uno
por uno. A lo largo de sus múltiples escarceos había aprendido una serie de
técnicas útiles, por lo que era una experta en los tiempos y movimientos
necesarios para hacer del desvestir un acto sumamente erótico.
No quería tratarle como un amante más, así que se deleitó con la visión
de su fisonomía a medida que le despojaba de ropas. Una vez le tuvo desnudo
ante ella, besó primero su frente, y luego el párpado bajo el que descansaba el
ojo artificial cuyo funcionamiento le había explicado por correspondencia.
Repasó los contornos de su mentón, las clavículas y el tórax, haciendo lo mismo
a la inversa con las manos, recorriéndole los muslos ascendentemente, hasta
que boca y dedos se encontraron en el epicentro de su deseo.
Antes de que ella pudiera iniciar la práctica oral que hasta entonces sólo
las prostitutas y su amante habían ejecutado, se lo impidió tomándola del rostro
con cuidado, besándola de nuevo e instándola a que se diera la vuelta, quedando
sostenida sobre las rodillas en la mesa, ofreciéndole la hermosa visión de su
sexo humedecido.
Ukyô se contuvo para no delatarse cuando sintió la indescriptible
sensación de aquellos labios sobre la más erógena de sus áreas corporales. Él la
estimuló experimentando con un interés y una entrega nunca antes demostrada
hacia una fémina. Se dejó guiar por los gemidos y temblores, adivinando qué era
lo que más le gustaba. Jugó con uno de sus dedos por la abertura vaginal,
introduciéndolo a velocidad oscilante.

115
La excitación de ella propició que la suya también alcanzara cuotas
insostenibles, así que tras unos segundos más de preparativos, la penetró. Las
carnosas y húmedas paredes de su interior le acogieron, haciendo del vaivén un
deleite para ambos. La sostuvo por las caderas mientras el movimiento
conseguía que los pechos de ella sucumbieran al ritmo.
Entregados al acto sin que nada les descentrara, no fueron conscientes del
término del ensayo, y menos de las intenciones por parte de su director. Mibu
dejó las avituallas en el escenario, acudiendo al encuentro de Muraki; buscaba
relajarse a su lado, distraerle a él de los libros y, por consiguiente, responder a
las muchas preguntas que de seguro quería formularle sobre los espíritus.
Cuando abrió los paneles que delimitaban la habitación, se quedó primeramente
de piedra al ser testigo en primera línea del encuentro sexual.
Su estupor dio paso al deseo. En aquel lugar vivían decenas de chicas bajo
su mandato, por lo que toparse con Kazutaka disfrutando del cuerpo de una de
ellas no debía resultar extraño. Podría haberse marchado por donde vino y
regresar más tarde cuando hubiese acabado, mas unas inmensas ganas de
unirse a ellos le invadieron.
¿Qué mayor fantasía podía haber que mantener una experiencia
simultánea con una mujer curtida, y el hombre que le traía, literalmente, de
cabeza?
Oriya ignoraba la verdadera identidad de la joven; convencido de que se
trataba de una trabajadora, se despojó de sus ropas tras haber cerrado las
puertas.
Miró a los ojos a Muraki cuando se situó en el lado contrario de la mesa,
quedando frente a frente, separados por el cuerpo de la “profesional”. El gesto
lujurioso de éste y su silencio fueron interpretados como una invitación más que
consentida a participar.
Por su parte, Ukyô reconoció a Mibu no sólo por las descripciones físicas
que había recibido, sino por la reacción de Kazutaka. Sabía que él nunca
permitiría semejante confianza a otra persona que no fuera el otro vórtice. Así
que aceptó el miembro todavía semiflácido que se alzaba ante ella, trabajándolo
con devoción mientras las embestidas crecían.
Se sintió atractiva y deseada, viviendo una situación con la que nunca
había soñado pese a su predisposición por probar nuevas variedades; por su

116
parte, era tanto el vigor con el que la lengua recorría la dureza de Oriya que éste
no tardó en depositar las manos delicadamente sobre las mejillas de la joven,
indicándole que no continuara.
Ya con una erección considerable, fue en busca de los complementos que
estaban disponibles en todas las habitaciones: guardados ordenadamente había
un arsenal de productos y juguetes para la expansión de los sentidos y las
sensaciones. Se decantó por un lubricante de calidad, derramando sobre dos de
sus dedos una cantidad generosa.
Se posicionó detrás de Kazutaka, imitando la posición de éste con la
chica. Le rozó los glúteos con el glande, haciéndole abrir ligeramente las
piernas.
Muraki tenía buenos argumentos para a su vez dejarse hacer, y llevar
aquel trío hasta el final. Redujo la intensidad de la intromisión que estaba
ejecutando para centrarse en la que iba a recibir. Mibu le preparó con mayor
rapidez de la habitual, adentrándose en él.
Comenzó a embestirle, y los efectos de dicho movimiento repercutían en
los de Kazutaka, llegando hasta Ukyô como un acompasado efecto dominó.
Extasiado hasta cotas insospechadas y disfrutando del estar penetrando y
siendo penetrado a la misma vez, el casi doctor no desatendía a su preciada
muñeca, masajeando su zona púbica.
Con las mejillas ardiendo y completamente desinhibida, el cuerpo de la
joven tembló y de su garganta manó un gritó de satisfacción al ser la primera en
llegar al orgasmo. Mibu besaba el cuello del centro de su adoración,
mordisqueándole el lóbulo de la oreja y gimiendo en su oído cuando también
alcanzó el suyo, teniendo la destreza suficiente para eyacular sobre el final de la
espalda de Muraki.
Por su parte, éste último les emuló, derramando sobre un útero muerto e
infecundo lo que tendría que haber sido, en circunstancias normales, su legado
para el futuro, el nacimiento de una nueva generación que nunca llegaría.
Exhaustos, tomaron aliento cada uno sobre el perímetro de superficie
correspondiente.
Ukyô sonrió, satisfecha por la mejor experiencia amatoria que había
vivido. Tras ponerse en pie y cubrirse con su kimono, se dispuso a partir hacia
su habitación para darse un baño y dejarles hablar.

117
Mibu le agarró del traje, hablándole como si tuviera ante una divinidad.
—Acude mañana a verme, mereces una retribución especial por esto.
La observó mientras partía, girándose hacia Muraki cuando estuvieron a
solas. Él le escuchó mientras limpiaba los restos de semen de su piel.
—Creo que tengo demasiadas chicas en Kokakurô… por mucho que lo
intente, no consigo recordar su nombre o cuándo la contraté —afirmó con los
ojos centelleantes.
Kazutaka le respondió impasible, dedicado a su particular tarea. Era el
momento idóneo de hacérselo saber.
—No es una prostituta —le dijo—. Se llama Ukyô, y es mi prometida.
La sonrisa de Oriya se esfumó lentamente, convirtiéndose en vergüenza.
Agitó la cabeza tratando de asimilar la información, entrándole ganas de
estrangularle.
—¡¡Por todos los Dioses, Muraki!! ¿En qué estabas pensando? ¿¡Cómo has
permitido que hiciera eso con tu…!? —le gritó con los cabellos erizados y
sudando más si cabía, incapaz de pronunciar la palabra “novia”.
Kazutaka giró el rostro, acercándolo al suyo. Su habitual gesto de
parsimonia terminó de crispar al dueño del local.
—Era el mejor método para que congeniarais desde el principio. Ahora ya
sois “íntimos”.
Mibu elevó las manos al cielo pidiendo paciencia, recogiendo sus ropas
desperdigadas y vistiéndose apresuradamente.
—Eres retorcido. Sí, muy retorcido —le recriminó, abandonando la
habitación.
Muraki le regaló a cambio una encantadora sonrisa. No sólo lo había
pasado estupendamente, sino que estaba al cien por cien seguro del éxito de su
ardiente estrategia.

-4-

Oriya ordenó en cocina que se preparara un banquete de rigor para tres, y


que fuera servido con lujo de detalles en el comedor principal pese a ser casi
medianoche. Tras haberle puesto remedio a su ajetreado aspecto y haberse

118
vestido con un precioso kimono de gala, tocó en los paneles que delimitaban la
estancia de su nueva invitada.
Ella dio permiso, permaneciendo sentado en posición de respeto una vez
resguardados en la soledad del cubículo.
El rubor tímido en sus mejillas hizo que la joven terminara de
considerarle un hombre encantador, con el que tenía más de un aspecto en
común.
—Lamento lo ocurrido. Por favor, le ruego que acepte mi invitación para
cenar, este restaurante está considerado como uno de los mejores de la ciudad.
La prometida sonrió dulcemente al amante formal de Kazutaka,
queriendo imprimirle calma.
—No hay nada que lamentar, seguro que disfrutaste tanto como yo.
Él elevó la mirada, sonrojándose incluso más.
—Si ese condenado nos hubiera presentado antes… —murmuró.
Ella rió, accediendo Mibu a hacerlo también tras haberse roto el hielo
inicial.
—Entonces hagámoslo nosotros. Yo soy Ukyô, encantada de conocerte.
He oído hablar mucho de ti.
—Yo soy Mibu. También sabía de tu existencia, aunque desconocía que él
te tuviera por su…
Calló. Aunque nunca había albergado esperanza para el amor que sentía,
aquella evidencia suponía una frontera indestructible. Nunca se interpondría en
una relación encaminada al matrimonio entre dos personas que compartían
mismo origen, y que estaban destinadas la una a la otra por razones que
escapaban a las explicaciones lógicas.
Ukyô percibió el matiz de tristeza que ensombreció el semblante de Oriya.
Era consciente de que ese hombre era muy especial para Kazutaka, y que él
había querido hacerla parte de ese pequeño universo que juntos habían creado.
Así que le colocó uno de los tantos mechones de cabello que se desperdigaban
por su rostro, hablándole.
—Sé que tú también le amas, por eso comprendo cómo te sientes. Él nos
necesita a los dos, jamás sería tan egoísta como para exigir que desaparezcas.
Tranquilizado por la sinceridad, el monje aceptó aquel acuerdo de
amistad.

119
—Aunque sea extraño afirmarlo, me alegra tener a alguien con quién
compartir la carga.
Ambos respiraron profundamente, procediendo el anfitrión a insistir con
tal de no hacer esperar al tercer comensal que de seguro ya estaba en la sala
habilitada.
—Acudamos a la cena, debe haber empezado sin nosotros.
Ukyô se calzó sus zuecos, agradeciendo la caballerosidad de Mibu cuando
éste le abrió. Juntos pusieron rumbo hacia el lugar donde transcurriría la
velada.
—Me gustaría que acudieras mañana a la obra, es lo menos que puedo
hacer si vas a marcharte de la ciudad tan pronto.
—¿Qué obra?
—“La caza de las hojas de otoño”. Soy el responsable del festival de Teatro
Nô.
—¡Adoro el Nô! Cuando era niña solía acudir con mi padre, el fue quien
me inculcó su pasión.
—Entonces, posiblemente no será la primera vez en que me ves actuar…
Llevo haciéndolo desde pequeño.
Se sentaron a la mesa junto a Muraki, el cual efectivamente aguardaba.
Ocupando él el centro de la mesa, sus dos seres de confianza se sentaron por
instinto en los lados derecho e izquierdo respectivamente, conformándose el
triángulo que iría reforzándose desde aquel momento con el paso de los años.

-5-

La representación se inició a la hora estipulada, envolviendo a los


asistentes con su atmósfera mágica, capaz de trasladar al espectador a épocas
remotas. Las antorchas iluminaban la escenografía, compuesta por actores que
lucían colorido en trajes y máscaras, encarrilando el argumento de la leyenda
que Ukyô conocía a la perfección.
Dado que Kazutaka nunca había acudido a un espectáculo del estilo, la
chica iba relatándole la historia, mientras ambos no se perdían detalle de lo que
ocurría sobre el escenario.

120
—Moniji-Gari cuenta cómo Taira-no-Koremochi recibió la orden del
emperador para salvar a su pueblo. Tras sobrepasar las vicisitudes del camino,
se convirtió en el quinto humano que exterminó al demonio hechicero en la
reunión de otoño. Es estupenda.
Él asintió, compartiendo el hipnotismo de ella. Pudo entrever que tras los
abanicos, los peinados y las coreografías se escondían rituales auténticos como
los que él trataba de ejecutar gracias a sus facultades.
Oriya, desde su hacer en el papel de dios, les observaba con orgullo. A
través de los pequeños agujeros de la máscara podía detectar sus rostros, y
también los del resto de la audiencia. Cuando se retiró al fondo para que otro
actor tomara el peso de la acción, su atención quedo fija en alguien al que hasta
el momento no había avistado.
Era un hombre maduro, de cabellos cortos y mirada penetrante, clavada
en la suya. Nadie pareció reparar en él cuando como arte de brujería,
desapareció. Se preguntó si estaba soñando, mas la sensación recogida por su
fina percepción le puso en alerta.
Trató de no hacerle mayor caso a la corazonada, aplicándose en el
transcurso de la obra. Cuando ésta se dio por finalizada, el equipo fue
recompensado con contundentes aplausos. Las horas de trabajo invertidas
dieron fruto, en especial cuando Muraki y Ukyô se reunieron con él en la
trastienda, felicitándole por el resultado.
Sin embargo, Kazutaka se fijó en cómo alguien le observaba desde la
lejanía. Sus miradas permanecieron atadas unos segundos, tras los cuales el
implicado pareció ser tragado por la nada.
No era el único que se había dado cuenta del extraño suceso. Alarmado,
Mibu le habló en confidencia.
—¿Has visto a ese tipo?
—Sí. Creo que me estaba acechando.
Ukyô frunció el ceño.
—¿De qué estáis hablando?
El que ella no lo hubiera hecho confirmó las sospechas de Oriya.
—Tenemos que andarnos con cuidado. Es posible que hayas despertado el
interés de aquéllos que menos te convienen.
—¿A qué te refieres?

121
El espadachín miró con gesto serio el fulgor de la luna, ambarina sin
sangre que la cubriera. Sus palabras fueron contundentes y tremendistas.
—No te sigue un hombre corriente, Muraki. Estoy seguro de que has oído
hablar de los suyos. Hay muy pocas personas capaces de detectarles, y tú eres
una de ellas, mas no deberías considerarte afortunado… Acabas de ver a un
Shinigami.

122
Capítulo 12: Límites

Me lo voy a tomar con calma,


tengo todo el tiempo del mundo
para hacerte mío,
está escrito en las estrellas.
Los Dioses decretaron
que permanecerías a mi lado,
siempre junto a mí,
puedes correr, pero no esconderte.
No digas que me deseas,
no digas que me necesitas,
ni que me quieres,
se sobrentiende.
No digas que eres feliz sin mí,
sé que es imposible,
pues no estaría bien.

Depeche Mode, “It’s no good”

Ukyô terminó de guardar sus pertenencias en la maleta para coger el


primer tren con destino a Tokio. Aún no había amanecido, y la madrugada era
demasiado fresca como para combatirla cubriendo su desnudez sólo con la
camisa blanca de Kazutaka que había tomado del suelo.
Éste se incorporó en el futón, observando la forma redondeada de sus
muslos, tapados a duras penas por los masculinos contornos de algodón y
poliéster.
—¿Desde cuándo estás despierto?
Muraki alargó el brazo, tomando el mechero y un paquete de tabaco que
había dejado sobre la mesita. Prendió el primer cigarrillo del día con
tranquilidad, apoyando la espalda en la pared de madera.
—El suficiente para comprobar que te irás antes de que salga el sol.

123
Ella se giró. Aquel viaje había sido satisfactorio en la medida de haber
conseguido una mayor implicación por su parte en la compleja relación de
ambos. Aunque el sexo fuese sustituto de otras muestras evidentes de aprecio,
se sentía como si hubiera conquistado un territorio inexplorado y prohibido.
—Cuando te vi en la estación decidí no darte lo que te compré en la
ciudad, pero… he cambiado de opinión —susurró.
Extrajo del bolsón un pequeño paquete, mostrando a continuación su
contenido: un aparato de perforaciones y dos sencillos pendientes, consistentes
en unas esferas de tamaño discreto.
La joven se arrodilló entre sus piernas, tocándole el lóbulo derecho.
—Las alianzas son demasiado comunes, no me sentiría cómoda llevando
una ni viendo otra en tu dedo, pero quiero marcarte, que lleves en tu cuerpo
algo que yo he hecho, y que te hace mío.
Él la miró a los ojos. Le fascinaba lo visceral de aquella, aparentemente,
dulce e inocente mujer.
—¿Por qué rojas?
—Pensé que te sentaría bien el contraste. Un toque tan informal en un
científico siempre desconcierta, y además… A mí no me engañas, por mucho que
quieras inmacularte de blanco, sé que el sangre es tu color.
Muraki esbozó una media sonrisa, girando la piedra del mechero y
ofreciéndole la llama mientras aspiraba otra bocanada de humo. Ukyô esterilizó
la aguja del aparato y, una vez ardiendo el metal, dispuso su punta sobre el sitio
adecuado, disparándola.
Con un sonido seco la oreja fue atravesada. Un hilillo carmesí brotó de la
misma sin que el dueño mostrase seña alguna de dolor. La operación se repitió
en el lóbulo izquierdo, siendo alojados en los agujeros los pendientes tras haber
pasado también por el fuego depurativo.
La autora de la hazaña le sujetó de la barbilla, haciéndole girar el rostro
hacia ambas direcciones para observar el resultado, encontrándole incluso más
atractivo.
—Muévelos todas las mañanas hasta que las heridas cicatricen.
Él dedicó los siguientes minutos a vestirse con el uniforme de la facultad y
limpiarse la sangre que había resbalado por su cuello. Para cuando estuvo listo,
Ukyô ya sostenía el asa de la maleta junto a la puerta interior de la habitación.

124
—¿Seguro que quieres ir sola?
—Sí, me vendrá bien algo de tranquilidad tras estos días tan… intensos —
respondió con picardía—. Por favor, despídete de Mibu de mi parte.
Asintió. Se miraron a los ojos unos segundos más, tras los cuales la joven
se adentró en los pasillos, abandonando el mágico lugar en el que había pasado
las mejores veladas de su vida.
Kazutaka salió de los aposentos por las puertas que daban a los jardines.
Revisó que llevaba lo necesario en su cartera y puso dirección al templo privado
de la familia Oriya.
Le encontró orando allí como cada mañana. Su cuerpo, brillante por una
pátina de sudor fruto de las horas de entrenamiento matutino, estaba
arrodillado ante el altar, recitando cuantas plegarias conocía.
Su agudo oído le detectó, haciéndole concluir los rezos antes de lo
previsto. Se incorporó, dirigiéndole a Muraki una mirada grave a medida que se
acercaba, cubriéndose el torso con la parte superior del kimono y ahuecándose
la melena.
—¿Ya se ha marchado Ukyô? —quiso saber, sentándose en las escalerillas
del exterior del templo, contemplando la quietud de sus dominios.
La luz empezaba a teñir el cielo, y Kokakurô despertaba poco a poco al
nuevo día, aislándoles la melodía del viento al mecer los árboles del complejo y
artificial mundo contemporáneo.
—Sí. Me pidió que te mandara sus mejores deseos.
Mibu guardó silencio, reflexionando. Pese a haber estado solo tres días
con ellos y su mensaje conciliador, no conseguía quitarse de la cabeza las
implicaciones de la existencia de esa mujer y la suya propia.
Siempre tendente a buscar el lado positivo de las cosas, se dijo que quizás
no era demasiado tarde para obviar la estela de muerte dejada por Kazutaka,
disimulada gracias a sus artimañas.
—Mi abuela trató de concertarme en matrimonio poco antes de morir, a
lo que me negué rotundamente. No soy quién para envidiar bienes ajenos, pero
ojalá me hubieran propuesto una candidata como tu prometida. ¿Tan
importante es esa venganza que deseas? ¿Por qué no miras hacia delante y lo
olvidas? Es una gran mujer, te iría bien junto a ella, seríais una pareja… normal.

125
Al pronunciar dicho adjetivo, se preguntó hasta que punto su corazón
sería capaz de resistir el acopio de sacrificios al que siempre estaba dispuesto.
Tras haber acogido a Muraki en su casa, convertirse en su amante sin importarle
los dantescos secretos que ocultaba, y ahora alentarte a establecerse con ella
dejándole a él atrás, ¿qué sería lo siguiente?
Porque pese a todo, Oriya seguía sintiendo por él mismo que el primer
día.
Kazutaka consultó la hora, abrochándose los botones de la gabardina.
—Ukyô y tú os parecéis bastante, pero la única diferencia que os separa es
la más vital de todas. Mientras tú sigues lanzándome anzuelos para llevarme a
tus orillas, ella ha comprendido que hasta que no lo haya efectuado, mi plan está
incluso por encima de vosotros en mis prioridades.
—¿Cómo puede ser tan profundo tu odio? —insistió.
El estudiante le encaró, haciendo que Mibu se fijara en los adornos
incrustados en su carne.
—Tan profundo es que ha calado hasta la última de mis células. Pero la
venganza no es lo único que mueve mi maquinaria. Tengo otro motivo de igual
peso para continuar la investigación.
Como si le hubiese adivinado el pensamiento, el espadachín recordó las
esporádicas charlas que sobre el origen clónico de ambos “hermanos” habían
tenido. Se dejó llevar por el instinto, apuntando directamente al centro de la
diana.
—Quieres reconstruir los órganos de Ukyô y sustituirlos por unos de
crecimiento regulado.
Kazutaka asintió. Apesadumbrado por esa revelación, Oriya le hizo la
inevitable pregunta.
—¿Cuánto tiempo le queda?
Él le dio la espalda, dispuesto a poner rumbo al campus.
—Es imposible determinarlo. Pero según mis cálculos en base a la
progresión aritmética de su envejecimiento, no más de siete años.
Mibu sintió cómo se le clavaba una astilla en el corazón, sintiéndose
culpable por no haber comprendido antes que la obsesión desmedida de Muraki
era, en el fondo, una cuenta atrás.

126
Y éste, con la mirada perdida en el horizonte, obvió el tema en el que se
habían adentrado para obtener más datos de su interés.
—Todavía no me has explicado que es exactamente un Shinigami.
Dado que había preferido retrasar dichos comentarios hasta estar de
nuevo solos, se lo hizo saber para que pudiera marcharse cuanto antes a las
aulas.
—Son humanos que, pese a la muerte, conservan un fuerte vínculo con el
mundo de los vivos. Entes del más allá que sirven a los Jueces conduciendo a las
almas que se niegan a pasar a la otra dimensión.
—Un vínculo especial con la vida, ¿eh? —repitió, ensimismado.
Muraki se marchó de Kokakurô, dejándole inmerso en sus cavilaciones.
Mientras recorría las avenidas que daban a la entrada de la Universidad Shion,
una imagen se alojó en su mente, sin posibilidad alguna de ser eliminada.
Había visto a un Shinigami; un responsable de la muerte se había
interesado en sus actos, lo cual pondría en alerta al más pintado. Y sin embargo,
él sólo podía pensar en la definición revelada por Oriya.
Esa estampa de la fotografía del paciente de su abuelo quedó impresa en
sus retinas, y aunque era una completa pérdida de energías hacer una relación
hipotética entre ambos conceptos, Kazutaka se preguntó si habría mejor
candidato para “pastor de almas” que una criatura tercamente anclada a la
vida… alguien que durante años no durmió, ni ingirió alimento o líquido alguno.

-2-

Para un alumno de último curso de Medicina, toda clase recibida era


fundamental, y todo el tiempo que se pudiera pasar junto a un ya licenciado,
enriquecedor.
Los compañeros de Kazutaka vivían entre libros, saliendo de la facultad
exclusivamente para lo imprescindible en vistas a los próximos exámenes
finales. Las calificaciones obtenidas delimitarían el futuro de muchos,
destinados los más brillantes a salir al extranjero y los mediocres a permanecer
en las fronteras nacionales, incluso dentro de la misma ciudad imperial.
Pero para él no había prueba que le quitara horas de sueño, ni necesidad
de ahogarse en páginas y páginas de manuales. Nadie en el círculo docente

127
dudaba de su inminente graduación en los próximos meses con unas notas
excelentes. Tan brillante era su expediente que las principales universidades de
los Estados Unidos lucharían por tenerle entre sus filas para desarrollar algún
fructífero proyecto, aumentando sus arcas tras la venta de la patente a la
poderosa industria farmacéutica.
Pero todo era armonía entre los académicos, puesto que uno de ellos
aguardaba nervioso en su despacho. Al escuchar cómo tocaban a la puerta
pidiendo permiso para entrar, se le formó un nudo en el estómago.
—Adelante.
Su todavía alumno cerró, diluyéndose la imagen de joven impoluto que
daba ante los demás, mostrándose como el monstruo despiadado a cuya
creación había contribuido casi dos décadas y media atrás.
—¿Me requería, profesor Satomi?
El hombre apretó los puños sudorosos, esforzándose por defender la
salida del túnel en el que estaba metido.
—Hoy se han aprobado los presupuestos. No podré conseguir otra
subvención de tan elevada cantidad, Muraki.
Éste comenzó a reír por lo bajo, encolerizándole.
—¡Tus amenazas me son indiferentes! Pronto te doctorarás, ya no estaré
ligado a ti. ¡Déjame en paz ahora que ya no te soy de ayuda! —gritó.
Kazutaka sentía desprecio por aquél cuarentón demacrado y acosado por
todos los frentes sociales en los que se movía, mas no estaba dispuesto a zanjar
la deuda.
—Es cierto, mi investigación genera costes desorbitados, seguir ocultando
el destino de sus fondos sería insensato…
Suspiró, adoptando un tono de voz cruelmente teatral.
—Me decepciona, profesor. ¿Cree que lo único que me importa es el
dinero? Usted mismo lo ha dicho, pronto seremos colegas de profesión, buscaré
trabajo en Tokio y costearé yo mismo las deudas. Pero sería una verdadera
molestia tener que trasladar mi laboratorio de ubicación, dudo que pueda
encontrar a alguien tan discreto y precavido como usted para guardarme el
secreto.
Satomi palideció.
—¿Qué es lo que quieres ahora?

128
—Nada que le suponga problema. Simplemente, respáldeme. Guarde
silencio, que nadie conozca mis movimientos en los subsuelos.
Kazutaka observó los tubos de ensayo dispuestos por la habitación,
repletos de muestras que a nada llegarían.
—¿Cómo contactaré contigo si te marchas de Kyoto? ¿Y si surgieran
complicaciones?
—No debe preocuparse por ello. Vendré todos los meses… ¿quién
sospecharía de las visitas de un brillante ex alumno a su admirado profesor? —
inquirió con sorna.
Él bajó la mirada, resignado. Al menos la liberación económica superaba
a la reclusión moral.
—Ya que cuentas con mi apoyo, podrías dejarme ver tus avances aunque
fuese una vez.
El cuerpo del joven se tensó. El único al que había permitido conocer su
centro de operaciones era Oriya, y jamás dejaría que otro se inmiscuyera en el
mismo.
—No es necesario. Ya le he dicho que cuando logre el objetivo, usted
saldrá beneficiado. Es todo cuanto necesita saber. Con su permiso, debo
marcharme.
Salió por la misma puerta por la que entró, quedando el profesor a solas
maldiciéndose por ser tan débil y dejarse modelar mientras él descendía a los
sótanos, amparado en la ausencia de los alumnos reclutados en las bibliotecas.
Activó el código de seguridad y atravesó las compuestas. El olor a
componentes químicos y humedad, pese a intenso, le reconfortaba tanto como
la visión de la mirada vacía de su hermanastro.
—Hace mucho que no veía a hacerte una visita, Saki. ¿Me has echado de
menos? Seguro que sí —preguntó retóricamente.
Extrajo una gráfica con sus constantes, comprobando que eran normales.
Tomó asiento en la camilla sobre la que le habían implantado aquel ojo
artificial, reflejando su palidez extrema el verde que nacía del tanque de
suspensión.
—¿Estás tan impaciente como yo por un nuevo cuerpo? ¿O ya no
recuerdas lo que se siente al tener piernas y brazos, o un corazón que lata en tu

129
pecho? Disculpa, olvidaba que tú nunca has tenido corazón, puesto que su lugar
lo ocupó la codicia.
Masculló la sarta de acusaciones entre dientes, en tono lo suficientemente
alto para ser percibido por la cabeza si ésta estuviera en facultades de hacerlo. A
solas y aislado por una cámara de hormigón de varios metros de espesor,
Kazutaka daba rienda suelta a sus macabras fantasías.
—Te imagino de nuevo en pie, con esa envergadura envidiable que
siempre has tenido… te ataría aquí, y te cubriría de rosas rojas. Las detestas,
¿verdad? No soportabas mis habilidades para su cultivo, pero claro, ¿había algo
en mí que llegara a agradarte? Es una lástima que no quisieras conocerme, te
habrías llevado gratas sorpresas. Por ejemplo, ignoras lo mucho que me interesa
la cultura occidental. ¿Nunca estudiaste la historia de la Edad Media en la vieja
Europa?
Hizo recuento mental mientras seguía hablándole a la nada.
—Es fascinante el repertorio de torturas de los que se valía la Inquisición.
¿Sabes qué? Si pudiera moverme a través del tiempo, me trasladaría a esas
épocas y mi nombre quedaría inmortalizado por ser un Inquisidor envidiable.
En vistas a que no va a ser posible, tengo derecho a aliviar la frustración contigo.
¿No quieres jugar a las torturas? Será divertido.
Buscó entre los frasquitos que tenía dispuestos dentro de un refrigerador,
analizando el aspecto de los líquidos que contenían.
—Figúrate lo generoso que soy: te concederé el honor de elegir tortura.
¿Cuál sería la más adecuada para ti? ¿Quizás cortarte la lengua por mentir? ¿O
meterte en un sarcófago revestido de afilados salientes? Tal vez mi preferida… te
encerraría en una jaula a varios metros de altura y te dejaría morir lentamente
de inanición.
Le quitó el tapón a una de las botellas, alzándola en lo alto a su salud.
—No malgastes tu tiempo tomando la decisión, Saki. Al fin y al cabo, sea
cual sea la tortura por la que finalmente me decante, tu final será el mismo.
Sus ojos refulgieron con hastío y rencor, preparándose para una larga
jornada de trabajo.
—Vas a sufrir lo indecible, porque buscaré la manera de retrasar tu
muerte hasta el límite.

130
Y tras haberle hecho tan sutil promesa, ingirió de un trago la dosis de
veneno diaria que desde niño se había acostumbrado a tomar, gracias a las
maquinaciones de Gemmei.

-3-

Oriya buscaba confort en la noche, alejándose de la casa y del bullicio


producido por los clientes. Tras horas enteras de amables sonrisas y un servicio
excelente se disculpó, dejando a las empleadas de confianza al cargo.
Necesitaba paz y poner en orden sus pensamientos bajo el manto
estrellado de la madrugada.
Deambuló por los castaños y arces que poblaban la basta extensión de
Kokakurô, signo de la historia señorial que el lugar encerraba. Sólo los nobles
poseían tantas hectáreas, agradeciendo él con respeto la herencia recibida.
Al llegar a una fuente de piedra erigida en honor de las aguas, recordó que
fue precisamente en ese mismo lugar donde vio por primera vez un ánima a la
edad de tres años. Cuando lo contó con naturalidad, su padre, disgustado, nada
dijo; por el contrario, su madre sintió orgullo por haberle legado su habilidad
innata.
Lustros después, habiéndose convertido en sabio del legado familiar,
supo de la maldición que pesaba sobre su sangre: aquél que postergaba el don
una generación quedaba condenado a morir joven.
Por ello siempre había aceptado su destino, cargando sobre los hombros
el peso tras quedar huérfano siendo un crío. Le gustaba su vida tal y como era,
nada cambiaría de ella.
Sin embargo, la perspectiva de perderla al pasar su cualidad le hacía
plantearse la descendencia con mucho recelo. Todavía no podía abandonar
aquella dimensión, no mientras los interrogantes en los que estaba envuelto se
solucionaran uno a uno.
Hiciera lo que hiciera, su ser entero acababa por girar en torno a Muraki.
—Dichosa seas, luna, por robarme la cordura cada vez que me detengo a
embelesarme con tu belleza —musitó, buscando el astro entre las copas.

131
Un ruido a lo lejos le alertó. Se giró con una velocidad propia de samurai,
buscando aquello que merodeaba por los alrededores. Aunque la lógica le decía
que podía tratarse de un animal, la corazonada indicaba justo lo contrario.
Al distinguir que los contornos de una figura humana se materializaban
en la nada, se relajó.
Si algo de sobra sabía, era que pese a lo peligroso de los espíritus, un
humano estaba capacitado para obrar mucha más destrucción que un no vivo.
—Te ruego que me des un motivo para seguirme no ya solo en mis
jardines, sino en mi mundo, Shinigami.
El enviado del Conde recibió con agrado la capacidad del mortal para
verle, puesto que ni siquiera se había presentado en su forma netamente
humana.
—Un hombre como tú, facultado para advertirme sin más, ya debería ser
una buena razón.
Mibu sonrió, agradeciendo el cumplido. Ante todo, él respetaba a las
ánimas.
—En efecto lo es, pero no suficiente para justificar tanto esta visita como
las pasadas.
—Si tanto deseas una respuesta, te la daré.
El encargado del Ministerio penetró con la mirada al joven de cabellos
azabache y brillante kimono azul, deseando que sus palabras surtieran efecto,
pues alguien tan magnífico no merecía correr la suerte a la que se estaba
encaminando.
—Hechos inexplicables están siendo registrados, fruto del desafío
humano a los dioses y la aceptación de Éstos. Los poderes de aquél a quien
proteges se incrementan, y con ellos las muertes. Si he venido hasta a ti
personalmente, es para pedirte prudencia. Aléjate de él y no le inmiscuyas en los
ritos que conoces, pues las consecuencias serán devastadoras, en especial para
tu alma.
Oriya se cruzó de brazos, confiando al espíritu su decisión.
—Soy plenamente consciente de los riesgos que corro al responder ante
él, mas aunque arriesgado, es el camino que he escogido. Soy maestro en la
espada y las ceremonias, por eso si bien valoro tu advertencia, no estoy

132
dispuesto a permitir que sea un Shinigami el que me guíe. Que sea el gran Enma
quien juzgue mis pecados cuando me llegue la hora.
Respetándole por haberse decantado por el amor en vida y aceptar el
castigo correspondiente en muerte, el ente se dispuso a regresar para dar
informe. Segundos antes de desaparecer, habló.
—Respetada será pues tu decisión, pero por tu bien no olvides que os
estaremos vigilando.
Mibu se apoyó en un tronco cercano, flaqueándole las fuerzas tras haber
hecho acopio de entereza.
Anduvo hasta el refugio compungido, sopesando lo mucho que la
situación se le había ido de las manos. Debía ser grave, pues un Shinigami sólo
se anunciaba para llevarse con él al escogido, nunca para dicho menester de la
advertencia.
Se sobresaltó cuando notó que su kimono quedaba enganchado por algo
en el suelo. Al mirar a lo bajo, comprobó que no era una roca o raíz lo que le
retenía, sino unos dedos de carne y hueso, reales, esbeltos y delicados…
A través de la penumbra visualizó el cuerpo de una de las tantas
muchachas que bajo su mandato trabajaban en Kokakurô. Tenía las ropas
rasgadas, encontrándose perdida en un laberinto de pavor.
El corazón de Oriya quedó pendiente de un hilo al analizarla de cerca. Por
todo su cuerpo y escritos con sangre de la misma prostituta, estaban trazados
los kanjis del conjuro prohibido.
Cerró los ojos tratando de serenarse. Alguien había ejecutado la peor de
las maldiciones, esa que condenaba a la víctima a un marchitar lento y
agonizante.
Únicamente una persona entrenada en la materia podía ser capaz de
semejante proeza. Dado que sólo un hombre aparte de él mismo tenía potestad
para indagar en los antiquísimos manuscritos, resultaba evidente quién estaba
detrás del incidente.
Mibu supo que posiblemente no habría perdón para él en el otro mundo,
y que los ancestros renegarían de su benevolencia… mas lo único que le
importaba era encontrar la manera de proteger a Muraki de sí mismo.

133
Capítulo 13: Rumbos

La joven corrió aterrorizada por el oscuro pasadizo de troncos que


rodeaba la casa, poniendo todas sus fuerzas en escapar del depredador. De sus
labios cuarteados salían murmullos de angustia, trasformados en densas nubes
de vaho gracias a la humedad de la mañana.
Aunque los primeros rayos de sol comenzaran a asomar tímidamente, no
eran suficientes para iluminar cada relieve de la compleja alfombra vegetal que
cubría el perímetro de Kokakurô. Reducida por el miedo y la importante pérdida
de energía vital, tropezó, cayendo al suelo estrepitosamente.
Al verle ante sí trató de gritar, pero de un rápido movimiento la blanca
mano que la había condenado se posó sobre su boca.
—No debes huir de esta forma, mi pequeña muñeca…
Kazutaka siseó las palabras como si fuera una prolongación del conjuro
supremo, oculto por los miembros de la familia Oriya desde tiempos
inmemorables.
Con la invocación, la víctima quedaba destinada a un suplicio en el que
iba perdiendo su alma por espacio de varios años. Recibir la esencia de aquella
chica durante los últimos siete meses se había convertido en una dulce
recompensa a sus esfuerzos, pero lo cierto es que Muraki estaba cansado de ella.
Sentía que era momento idóneo para lanzar al vacío al prototipo.
—Has debido satisfacer a miles de clientes con tus servicios… lástima que
un cuerpo tan hermoso vaya a quedar inutilizado.
Arrancó el kimono que la vestía. Aunque la prostituta intentó cubrirse
con las manos, era imposible tapar los signos de la maldición.
Trazados con su propia sangre, a lo largo de su piel relucían los kanjis que
la ataban a él, ardiendo por la proximidad con el ejecutor. Dos lágrimas
resbalaron cuando Muraki la tomó entre los brazos, repasando con la lengua la
senda de las palabras que atravesaban sus pechos.
—Déjame vivir… —suplicó.
Él, deleitado por el aroma de la muerte, acarició su rostro, teniendo un
gesto de consideración para con aquella mujer.

134
—Los años te harán perder la batalla contra el marchitar. Pero si lo dejas
ahora, conservarás eternamente tu actual apariencia. Esa vida que tanto quieres
es un pequeño precio a pagar…
Cuando ella apostó sus últimas cartas en un intento de seducirle con la
desnudez, le atravesó la garganta.
Los ojos desorbitados e inertes le observaban mientras él se posaba sobre
el cadáver, rasgando la piel a golpe de escarpelo sobre las marcas, analizando la
elasticidad del tejido muerto para extraer algún tipo de información útil.
Pasados los minutos, ebrio de una nueva ganancia matizada por aquel
hechizo, se despojó de las ropas manchadas de sangre, envolviendo el cadáver y
lanzándolo al interior de una fosa excavada hábilmente. Nadie merodeaba por
aquellos parajes privados y remotos, así que el hedor, camuflado con el hacer de
la naturaleza, no delataría el macabro secreto que dichos parajes escondían.
Observó el amanecer mientras ponía rumbo de regreso a las
instalaciones, con la intención de prepararse para el que iba a ser el último día
de la vida que había llevado, y que supondría un inicio para la que siguiera.
Allí, en los bosques de Kyoto, se había cobrado su primera víctima de
niño tras la aparatosa caída en un pozo. A varios kilómetros de distancia dejaba
una nueva, ofreciéndosela a la tierra para que se nutriera de ella.
Y esos bosques se despidieron de él, aunque no de forma definitiva, pues
sabían que aunque el número de sacrificios con los que Muraki les deleitaba iba
a reducirse drásticamente, esa chica caída a sus manos no sería, ni mucho
menos, la última.

-2-

El salón de actos de la Universidad Shion estaba repleto de personas de


variadas condiciones. Algunos eran decanos, otros alumnos de Medicina recién
graduados y, la inmensa mayoría, familiares que asistían con emoción y orgullo
al recibimiento por parte de los jóvenes de su título, el cual les acreditaba como
profesionales de la categoría más prestigiosa.
Padres, madres, hermanos, tíos y demás mostraban sus respetos
mediante reverencias, o tomaban las fotos de protocolo junto a los galardonados
mientras éstos sostenían el ansiado certificado.

135
En dicha sala todos los ya doctores vivían las mismas escenas, menos
uno. En efecto, nadie había acudido a presenciar la graduación de Kazutaka. No
mantenía lazos con la familia que todavía le quedaba, y las dos únicas personas
que realmente tenían motivos para acudir estaban completamente absorbidas
por el trabajo.
Acostumbrado a despertar controversia dondequiera que pasara, los
cuchicheos generados al recoger su diploma de manos del Rector y salir con las
mismas no le afectaron.
Lo que fuera de sus ex - compañeros le traía sin cuidado. Él tenía
demasiados proyectos que desarrollar, todos con un objetivo: financiar la gran
investigación en la que estaba inmerso.
Acudió al despacho en el que había sido citado, recibiéndole uno de los
mejores profesores que había tenido a lo largo de la carrera.
—Enhorabuena por su graduación, Muraki. O quizás debería decir…
Doctor Muraki.
—Gracias —replicó cortésmente, acomodándose en el asiento—.
Agradezco que accediera a recibirme con tanta celeridad.
El hombre sacó de sus archivos unos documentos.
—Los asuntos de importancia tienen completa prioridad, y su porvenir es,
sin duda alguna, prioritario. Veamos, debemos proceder a los trámites para la
beca.
Observó los papeles con frialdad. Había ganado el premio a finales de
tercer año en parte gracias a la ayuda de Oriya. Las cosas habían cambiado
mucho desde entonces, y aunque cuando la ganó pensaba aprovecharla, la
imposibilidad de Satomi para seguir procurándole presupuesto le obligaba a
declinar la oferta.
—Me temo que no será necesario, Profesor. No voy a acogerme a esa
subvención.
—Eso es terrible. Alguien de tanto potencial debería dedicar una etapa a
la investigación.
Trató de convencerle, pero el semblante inexpresivo le dijo que insistir
era inútil.
—Supongo que no le haré cambiar de opinión —suspiró.

136
Kazutaka afirmó desde su silencio, a lo que el docente respondió
rompiendo los documentos en varios pedazos.
—Sólo me queda desearle el mejor de los porvenires. ¿Ha pensado en lo
que va a hacer?
Su antaño pupilo se levantó, dispuesto a irse.
—Sí, marcharé a Tokio. Deseo trabajar en la Medicina privada, he oído
que la remuneración es más elevada que en el campo público.
El hombre asintió. Entonces recordó un caso, y decidió darle a ese
extraordinario científico una oportunidad de estrenarse en el complicado
mundo laboral.
—Acuda a este hospital y pregunte por Kakyôin-san —dijo, escribiendo en
una tarjeta con su pluma—. La última vez que le vi estaba buscando a un médico
personal para su esposa.
Kazutaka la aceptó, despidiéndose antes de marchar. No partiría hacia la
gran ciudad con las manos vacías, pues tenía algo más que sus ambiciones, y la
certeza de tener que luchar contra los elementos todo lo que su desesperada
cuenta atrás dictase.

-3-

El día en que a temprana edad supo que su destino estaba ligado a la


herencia de la tradición familiar, Mibu no pudo intuir cuántas limitaciones ello
traería. Con la llegada de la madurez las fue asimilando una por una,
enterrándose las carencias en su interior como una espina, cubriendo las
cicatrices con el orgullo y la responsabilidad.
Sabía que no podría llevar una vida corriente, pero aunque lo afrontara
con profesionalidad, a veces lamentaba perderse instantes que otros por
siempre recordarían.
Aquella mañana fue de esas ocasiones. La recepción del embajador de
Japón en su restaurante había supuesto una carga de trabajo sobrehumana.
Durante cuarenta y ocho horas se dedicó a coordinar todos y cada uno de los
pequeños detalles en los que tanto insistía la estética nipona. Las salas debían
estar en perfecta armonía, al igual que la colocación de las mesas, los

137
ornamentos, el color de la comida ofrecida y las vestimentas de los empleados,
por no mencionar los servicios complementarios…
Aunque confiara ciegamente en sus empleados, como anfitrión no podía
delegar la totalidad de las tareas. Así que tras haber dormido apenas tres horas
en las últimas jornadas y dar por concluido el trámite político, pudo dejarse caer
pesadamente sobre los escalones de madera del porche. Dentro, un hervidero de
personas se esforzaba por limpiar salones y cocinas con tal de dejarlo impoluto
para los clientes habituales que llegarían al anochecer, mas él necesitaba un
descanso.
Se sentía débil, sensación incrementada por la visión de su propio reflejo
en el estanque de agua próximo, el cual le devolvió la imagen de un hombre de
veintiséis años pálido, ojeroso, de melena desordenada y mirada perdida.
La desdicha arrastrada competía con la rabia. Por mucho que Muraki le
insistió para que dejara de lamentarse, el no haber podido acudir a su
graduación le pesaba. Asistir a la ceremonia no sólo hubiese significado para
Mibu satisfacción por su logro, sino aprovechar la última oportunidad que le
quedaba de reunirse con los que antaño fueron sus compañeros y profesores, e
imaginarse a si mismo recogiendo el diploma al que había renunciado.
Debía acatar la realidad. Él nunca se graduaría y nunca abandonaría
Kokakurô. Pese a todo, lo que más le hería era que el acuerdo llegaba a su fin.
<< Quédate en Kokakurô, puedes vivir allí hasta que termines la
carrera. Cuando te licencies y te den la beca de investigación entonces no
podré retenerte aquí por más, pero hasta entonces...>>
Algo más de tres cursos habían pasado desde aquella proposición en el
entierro de Gemmei.
Se puso en pie, cobijándose en la cálida amplitud de su kimono. Absorto
en el sonido de la caña de bambú de la fuente golpeando contra la piedra, sus
labios musitaron por voluntad propia.
—Ya no puedo retenerte…
Las palabras fueron arrastradas por el viento lo necesario para que
Kazutaka, situado a pocos metros de él, las percibiera. Se había quitado el
uniforme universitario, vistiendo su habitual gabardina, y en la mano izquierda
sostenía una maleta.
—Pensé que estarías ocupado y no podría despedirme de ti.

138
Oriya se giró, preguntándose Muraki por breves segundos dónde se había
quedado el chico vital del pasado, suplantado ahora por esa mirada opaca y
oscura.
—¿Ya te vas?
—Sí. Tengo referencias en Tokio, cuando antes encuentre apartamento,
antes podré concertar una entrevista de trabajo.
Aquella fue la puñalada final para su amante. Estaba cansado de
encubrirle, arriesgando cuando poseía y era, recibiendo como única
compensación esporádicas muestras de deseo. Al principio, las confidencias en
las que le hacía partícipe y las tórridas veladas compartidas eran interpretadas
por signos de positivismo, pero tras demasiadas muertes y sistemática frialdad,
no era suficiente.
—Sabes que haría cualquier cosa por ti, pero la benevolencia también
tiene un límite… y yo no puedo seguir así.
Muraki dejó el equipaje en la hierba. Ante él se encontraba la esbelta
figura que suponía su fortaleza, cubierta por el tejido rojo y un velo de dureza
auto impuesta. Dejó que Oriya se desahogara y dijera de un tirón lo que se había
estado guardando.
—Tú te marcharás, iniciarás una etapa nueva en la capital, pero yo
permaneceré aquí. ¿Y te vas sin más? ¿Pensabas hacerlo incluso sin despedirte
de haberme encontrado atareado?
—Vendré todos los meses.
—¿Qué solucionará eso? —gritó—. ¿Pretendes que te espere como una
damisela, contando los días para tu regreso?
Se obligó a recuperar la compostura, diciéndose que por sus venas corría
sangre noble, propia de guerrero legendario, no de hombre debilitado ante los
influjos de un romance fallido. Así que elevó la cabeza e impuso sus reglas.
—Me debes algo más.
—¿Qué es lo que quieres? —respondió el doctor.
Oriya consiguió que su voz sonara regia y firme, pese a que lo que más
deseaba en esos momentos era dar rienda suelta a las lágrimas.
—Ir contigo a Tokio, y que me dejes ayudarte por una vez en algo que
transcienda más allá de tus maquinaciones. Buscaremos juntos un lugar en el
que puedas vivir, y cuando hayas conseguido ese empleo, me marcharé.

139
En vistas a que el arcángel al que estaba unido no ponía objeción, añadió
un último apunte antes de dejar claras cuáles eran sus voluntades.
—Quiero que durante un mísero día seas sólo para mí. Que me trates
como nunca has hecho, demostrándome que lo que siento es un amor
correspondido.
Se acercó a él, tanto que su fresco aliento le golpeaba en los labios.
—Quiero que durante esas horas me ames todo lo que no podrás, porque
tras eso, se habrá acabado. Siempre serás mi amigo y podrás contar con mi
apoyo, pero después de ese día, aunque vengas a Kokakurô, aunque requieras de
mis conocimientos para tu venganza, no volverás a besarme, ni a desearme. No
quiero seguir sufriendo.
Kazutaka permaneció con la mirada anclada en el horizonte mientras él
ponía rumbo al templo, dispuesto a derramar la opresión que le ahogaba a golpe
de katana. Una vez dentro, se despojó de la parte superior de su traje,
empuñando la espada tras ofrecer sus movimientos a los dioses, y empleó las
siguientes horas en borrar con el sudor del entrenamiento las dudas y congojas
del espíritu.
Por su parte, Muraki regresó a su habitación vacía, deshaciendo la maleta
para coger lo esencial y retrasar la salida. Tendría que posponer los planes que
con antelación había establecido, ordenando su agenda mental
concienzudamente. Aunque detestaba hacerlo, no puso objeción alguna a sus
requerimientos.
Un día a cambio de los años compartidos y los que vendrían era lo menos
que podía entregarle.

-4-

Dejar el restaurante y club de citas encubierto en manos de sus


subordinados le supuso un auténtico esfuerzo. Repasó con ellos las listas de
acciones y tareas que debían ser realizadas a diario, desde solicitar a los
proveedores lo necesario a hacer el cambio de decoración por el paso de la
primavera al verano.
Sin embargo, ni siquiera la extraña sensación de atravesar las calles de la
ciudad imperial junto a Muraki llevando equipaje podía superar al vestir ropas

140
corrientes. Para alguien habituado a los tradicionales kimonos desde niño,
disfrazarse de persona normal era un juego irresistible.
Durante el trayecto del tren bala nada dijo, embrujado por el cambio de
paisajes conforme ganaban kilómetros. Oriya se limitó a apoyar las palmas de
las manos en los cristales y fijar la mirada en el horizonte, mostrando sus labios
entreabiertos el estupor.
Kazutaka le contemplaba de reojo, como si fuese un niño inquieto por la
aventura de salir de casa. Aunque su hacer en Kyoto fuese fundamental para
sostener las costumbres ancestrales del país, y los mundos espirituales en los
que se desenvolvía pudieran resultar fascinantes y atrayentes, Mibu era un
primerizo en lo que se refería a la realidad de Japón
Una voz por megafonía anunció que la entrada a la estación central de
Tokio se efectuaría en tres minutos. Abrumado por la cantidad de gente que
comenzaba a arremolinarse en torno a las puertas más cercanas, hizo caso a lo
que Muraki le decía, pegándose a él.
—No dejes las maletas desatendidas, y procura no perderme de vista.
Él asintió, pero su confianza se esfumó cuando una ordenada estampida
salió de las entrañas del tren para mezclarse con otra cien veces más densa. Ríos
de personas sincronizadas confluían en una única marea humana, dividiéndose
ésta en diversos afluentes con destinos prefijados.
Anonadado por dicha concentración de hombres, mujeres, jóvenes y
niños, Mibu se agarró con fuerza al brazo de su acompañante, y no lo soltó hasta
que hubieron salido al exterior. El calor sofocante propio de esas fechas en
combinación con el humo de los atascos les golpeó en la cara, recibiendo ambos
una bofetada de urbanidad.
Tomando las maletas mientras buscaba un taxi, Kazutaka le dio el
beneplácito.
—Bienvenido a Tokio, la ciudad que nunca duerme.
Él se apartó la cabellera, admirando los altos edificios coronados por
publicidad de neón. Esos gigantes de acero y cristal resultaban estremecedores
en comparación con las emblemáticas casas de madera en las que se había
criado, muchas de ellas patrimonio nacional.
Algunos transeúntes le miraron. No eran sus ropas, formales y discretas,
lo que llamaba la atención, sino ver a un joven tan atractivo en actitud

141
pueblerina, como un anciano que acudía al monstruoso corazón nipón antes de
la muerte.
Justo en el instante preciso para evitar que unos adolescentes se burlaran
de su asombro, Kazutaka le tiró de la mano, consiguiendo que se metiera con él
en el vehículo recién detenido.
Cerró la puerta, y recitó al conductor el nombre de la zona que su
prometida le había dado. Buscó entre los documentos que llevaba encima el
mapa que ella le había enviado por correo, dibujado con cuidado sobre un papel
con el membrete del despacho en el que trabajaba.
Tras caminar un buen rato una vez dejado atrás el taxi, guiándose entre
manzanas y calles gracias al esquema gráfico, Muraki se detuvo. Oriya miró con
extrañeza el conjunto de bloques simétricos que ante ellos se elevaba.
—¿Qué hacemos aquí?
—Ukyô me pasó varias direcciones de pisos en renta, los buscó en un
periódico local. Vamos a preguntar —afirmó.
Él se encogió de hombros y le siguió. La búsqueda del encargado
finalmente fue fructífera; tras haberle aclarado al mismo que la casa era sólo
para un inquilino, emplearon menos de un minuto en verla.
—Parece una caja de zapatos —masculló Mibu, habituado a tener una
descomunal mansión en la que campar a sus anchas.
—Es la primera vez en mucho tiempo que coincido contigo —sentenció
Kazutaka.
Salieron de allí, tachando el nombre del lugar y pasando al siguiente de la
lista.
Tuvieron que repetir la operación varias veces y emplear de trayectos en
metro y a pie hasta dar con el lugar perfecto. En un barrio tranquilo, cercano a
los distritos comerciales, encontraron un apartamento amplio y minimalista, a
la usanza de los aposentos que el nuevo habitante había tenido mientras vivió
bajo el techo de sus progenitores. Al fin la casera se dio por satisfecha tras
recibir la fianza pactada y ellos pudieron respirar tranquilos mientras cerraban
la puerta, dejando caer las maletas pesadamente sobre el parqué.

142
-5-

Toma mi vida, el tiempo me ha pasado una mala jugada,


ya ni reconozco a las personas por las que me preocupo.
Toma mis sueños de niñez, aparentemente débiles.
Por favor, no los analices, limítate a permanecer a mi lado.
Nadie me ha enseñado todo lo que sé,
aquéllos que me marcaron todavía me dominan.
Un mentiroso habita en mi cabeza, un ladrón duerme en mi cama,
y lo más extraño de todo es que soy incapaz de mantener los ojos abiertos.
Toma mi mano, llévame a ese lugar tranquilo
que no puedo encontrar en mi interior.
Despiértame de buenas maneras, es todo cuanto necesito.
En todo ese tiempo aún no lo he oído…
Si no te lo hubiese preguntando, ¿me lo habrías dicho?
Si a esto lo llamas amor, ¿por qué no me abrazas?
Dame algo a lo que aferrarme, dame algo en lo que creer,
me aterra pensar en lo que le espera a mi alma.
Hazme el amor, entrégame tu aprecio, arrópame en tus crímenes,
pues eres el único que realmente me conoce,
y hemos desperdiciado demasiado tiempo…
Demasiado tiempo.

George Michael, “The strangest thing”

Completamente vacío, las paredes del piso reverberaban hasta el sonido


más delicado. Desde la habitación principal unos grandes ventanales ofrecían
vistas al centro, erigiéndose la Torre de Tokio como un mástil dorado en medio
de un mar de diminutas luces.
La ciudad era fría y despiadada, un espectro de asfalto y hormigón que
invitaba a soñar con paraísos tales como aquél que habían dejado atrás. Oriya
constató que la sabiduría popular volvía a tener razón, puesto que nunca había
echado tanto de menos Kyoto como ahora que carecía de ella. Llevaba un buen

143
rato contemplando a solas el panorama por haber sido el primero en meterse
bajo la ducha, así que nada más oírle entrar al salón, le habló.
—No sé qué es lo que la gente le encuentra de especial a la capital. Sólo
hay ruido, caos, y un montón de extraños que deambulan sin reparar en los
demás.
Kazutaka friccionaba una toalla blanca sobre su cabeza, tratando de
eliminar la humedad. Descalzo y cubierto con un albornoz de igual tono, se situó
junto a los cristales, siendo testigo del paisaje que le acompañaría a partir de ese
momento.
—Quieren brillar unos segundos como una estrella fugaz, antes de
ahogarse en el gris anonimato. Ahí afuera hay millones de almas hacinadas,
buscándose unas a otras desde sus jaulas... ese es el auténtico drama de nuestra
sociedad.
El artista de la espada comprendió las mutuas referencias que, sin
pretender, ambos habían hecho. Las palabras de Oriya dejaban entrever que
quería saber cuál era el motivo que llevaba a Muraki a querer residir ahí, y el
propio Muraki exponía sin despropósitos que deseaba brillar, alcanzar la meta
en el cenit, para luego desaparecer en la homogénea vida a la que
concertadamente estaba entregado.
¿Por qué tenía que ser así? ¿No era injusto que la estrella más hermosa
del firmamento se resignase a desaparecer? ¿No podía otro astro prestarle su luz
para que nunca se eclipsara?
—Y cuando te hayas sumergido en ese “gris anonimato”, olvidarás todo lo
anterior, supongo… incluyéndome a mí —agregó.
Kazutaka se giró lentamente, encarándole.
No le convenía perder el trato con Oriya, necesitaba de sus contactos y del
refugio que le ofrecía. Pero esa razón egoísta y mezquina quedaba relegada a un
segundo plano por el motivo principal que había mantenido a lo largo de ese
cuasi lustro, y que seguiría conservando en el futuro.
No quería perderle.
Aunque no se comportase como haría otro en la misma situación
sentimental. Aunque nunca pronunciara su nombre de pila, ni tuviese con él
muestras evidentes y constantes de aprecio.

144
Seguir las fases habituales de toda relación hacía caer en la mediocridad
de lo habitual. Mas aunque Mibu supo desde el principio que entre ellos no
existiría dicha normalidad, Muraki cumplió su promesa.
—Necio y terco has de ser si todavía piensas que si hago todo esto es por
puro interés —dijo, serio—. Sabes de mí lo necesario como para afirmar que si
me hubiese cansado de ti, ya me habrías perdido de vista hace bastante… Pero
aunque estamos aquí juntos, lejos de todo, aislados en esta maraña de soledad,
sigues interpretándolo como un gesto de compasión.
Oriya se dejó embaucar por el fulgor de su rostro plateado, fijo ahora en el
suyo, y la suavidad de sus dedos rozando trémulamente sus contornos,
apartando con delicadeza los largos cabellos.
—¿Crees que si no sintiera nada por ti habría accedido a revelarte mi
verdad, o a aceptar tu proposición de ampararme bajo tu techo? ¿O que te
habría involucrado en lo mío con Ukyô? —prosiguió— Tal y como deseas, la
próxima vez que nos veamos cuando vaya a visitarte, sólo seremos dos viejos
amigos. Durante las próximas horas seré tuyo, pero a cambio prométeme que en
los sucesivos encuentros que se produzcan, nunca pensarás que lo hago por
lástima.
Le rodeó con un brazo su fornida cintura.
—Guárdalo en tus recuerdos. Te demostraré que hasta un desalmado
como yo puede sentir hasta los límites de lo absurdo.
A Mibu le invadió una sensación que pese a conocida, resultaba extraña
por la escasez con la que se presentaba. Sus labios se curvaron en una sonrisa, y
sus pupilas recuperaron el vigor de antaño, reflejando que, pese a todo, seguía
siendo el mismo joven extrovertido, enérgico y vigoroso de siempre.
—Cállate ya, y bésame.
Le tomó, buscando su boca como aquella tarde en el campus, cuando se
atrevió a profanar la barrera de la coherencia.
En esa ocasión tuvo que contenerse por temor a ser descubiertos. Quizás
la moderación de entonces quiso salir del recoveco donde había permanecido
olvidada, para impregnar cada rincón de aquel salón desierto.
Mientras era desnudado y su melena se desparramaba por los suelos, el
cuerpo de Oriya desplegó cada una de sus habilidades para hacer de ese
encuentro algo inolvidable.

145
No permanecería junto a Kazutaka mientras éste residiera en Tokio, pero
se aseguraría de que cada vez que atravesara la estancia, fuese incapaz de pensar
en otra cosa que no fuese la ardiente inauguración con la que habían estrenado
la vivienda.
—¿Sabes qué fue lo que me atrajo de ti?
Muraki consiguió tenderle en el suelo y abrirle lentamente las piernas,
encajándose entre ellas y haciéndose hueco entre los pedazos de piel que el
kimono de Mibu dejaba entrever. Le mordió levemente las clavículas, subiendo
por el cuello, besándolo con intensidad sin preocuparle los más que posibles
pequeños hematomas que el receptor luciría al cabo de unas horas.
Él suspiró, elevando el mentón con los ojos cerrados, interpretando aquel
silencio como una seña de ansiar la respuesta.
—Eras el vivo retrato… de las criaturas que veo desde niño… un espíritu
celestial, demasiado perfecto para pertenecer a este mundo —gimió, enredando
los dedos en los mechones platino—…pero no eras etéreo, sino de carne y
hueso….
Kazutaka con cesó en su peculiar empeño, disfrutando con aquel torso
musculado que debajo de sí comenzaba a ajetrearse, y de las descripciones
recibidas. Apoyó las manos en el suelo, incorporando la mitad superior del
tronco, permitiendo que Mibu le despojara de la prenda.
Éste se aferró con ambos brazos a su espalda, lamiendo con lascivia la
forma de sus pectorales.
—Supe que no podía dejarte escapar, que tenía que conseguirte a toda
costa… —prosiguió— Me arriesgué a jugar con fuego, y no me quemé, aunque de
sobra conozca que aquél que se codea con lo sobrenatural… sale malparado.
Aquellas palabras entrecortadas por el principio de excitación hicieron
que en Muraki naciera algo que le nublaba. ¿Cuántas veces habían retozado los
dos? ¿Cuántas sesiones de lujuria había vivido en su lecho para luego amanecer
en el suyo propio? Desde la noche agridulce en la que perdió su ojo derecho,
muchas.
Por eso no podía permitir que la última fuese como las demás. Le bastó
un breve segundo para preguntarse qué se sentiría dejando a un lado la
fogosidad y la pasión casi violenta a la que se habían acostumbrado,

146
experimentando el sexo como una mera prolongación de algo intangible, tan
contradictorio como los entes con los que había sido comparado.
Pudo leer en las mejillas enrojecidas de Mibu y el brillo de sus ojos que
éste esperaba ser tomado al uso, pero también una última esperanza, un anhelo
que hasta ese instante no había sido capaz de ver.
Le sujetó de las muñecas para que le soltara, y se reclinó de nuevo sobre
él con suavidad, apartando definitivamente las ropas que les entorpecían,
dejando sumido a su socio y confidente en un estado de turbación cuando los
labios de Kazutaka se posaron sobre su frente.
Aún con el calor de la ternura abrasándole cuando pretendió murmurar
algo, el recién licenciado se lo impidió. Esta vez fueron sus mejillas las besadas,
y luego sus labios, pero no a borbotones, sino en un manar lento y constante,
como un pañuelo de satén que iba deslizándose por sus curvas, haciéndole
merecedor de cuantas sensaciones pudiera acoger.
Apretó los párpados con fuerza, como si estuviese viviendo uno de sus
sueños y se negara a despertar. El beso se prolongó por un espacio de tiempo
que les resultó eterno, teñido de consonancias por ser tan intenso como el
compartido la primera vez que yacieron, y a la par amargo por el significado del
adiós.
Las manos de Oriya buscaron ocupación, asiendo una su rostro para no
romper aquella unión de sus bocas, entrelazándose los dedos de la restante con
aquéllos de Kazutaka que no se encontraban recorriendo su piel.
Éste tampoco sucumbió a la tentación de abrir paulatinamente los ojos,
concentrándose en lo que lo táctil le decía. Conocía de memoria cada milímetro
de aquellos abdominales y piernas, robustas como columnas griegas. Recaló
finalmente en la zona de su anatomía que secretamente había estudiado,
anticipándose y satisfaciendo los reclamos de su suave y firme condición.
Mibu dio un respingo cuando comenzó a ser masturbado, zafándose de
sus labios para no reprimirse. Le cantó al oído un repertorio de jadeos
encadenados, reflejo del goce que estaba recibiendo, el cual, lejos de
incrementarse para desaparecer en un alivio rápido y mecánico, se espació por
los efectos de una cadencia tranquila, que pretendía prolongar la llegada de su
orgasmo todo lo que placenteramente fuera posible.

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El ejecutor de la maniobra imprimía movimiento guiándose por lo que
cada estremecimiento le indicaba, disminuyendo la rapidez cuando el límite era
rozado, preocupándose más de sentir el calor de su piel contra la suya que la
textura untuosa del semen una vez expulsado, sin poder ser retenido por más.
Tembloroso y con los ojos vidriados, Oriya le rodeó las caderas con las
piernas, lamiéndole los dedos que en combinación con su propia sustancia se
encargarían de abrirse paso en su interior.
Kazutaka se alojó en él lentamente; una vez acoplado a su anatomía
hundió el rostro en sus hombros, dejándose abrazar. Mibu también escondió el
suyo en su cuello, respirando acompasadamente con cada embestida.
Fundidos ambos en un solo ser, registraron en sus mentes y corazones
cada detalle, cada reminiscencia del olor presente, la calidez de sus
respiraciones o el sonido del acto mezclado con el que moría en sus gargantas.
Muraki, siempre a la defensiva por su papel innato de mártir despiadado
y ladrón de almas, caminante en la frontera entre el crimen y la expiación, pocas
veces bajaba la guardia. Sólo dos personas anteriormente le habían
contemplado con sus virtudes, defectos, fortalezas y debilidades.
Se había mostrado débil ante su padre ya muerto, y ante aquélla con la
que un mismo origen compartía.
Esa noche, entre sus brazos, le dio la mayor demostración de amor que
podía ofrecerle.
Llegó al clímax, pero a diferencia de lo que solía hacer, no se retiró de sus
entrañas para marchar y dar por concluida la sesión, sino que permaneció unido
a él. Dejó su rostro en suspensión sobre el pecho de Mibu, sin intención alguna
de ocultar la fragilidad que realmente encerraba, pese a considerarle muchos
una criatura abominable.
La madrugada les vio mantener aquella postura. Kazutaka se dejó vencer
por el cansancio entre el cobijo de sus brazos, quedando profundamente
dormido; Oriya no cesó de acariciar sus cabellos quedando suspenso en la nada,
asimilando cada segundo como un bálsamo para sus heridas.
Pero había tomado una decisión; como adepto a la disciplina acataba cada
paso dado como irrefutable. Un samurai jamás retrocedía, sino que continuaba
el avance por doloroso que fuese.

148
Era, ante todo, un guerrero de la vida, un superviviente que todavía tenía
mucho que desempeñar en aquella guerra.
Fue él quién dio inicio a la relación abriendo un paréntesis en la amistad
primigenia, por lo que a él mismo correspondía cerrarlo y permitir que las cosas
volvieran a ser como antes.
Dejó con cuidado a su amigo sobre las maderas, cubriéndole con los
batines que habían quedado desperdigados. Le contempló una última vez antes
de partir, ataviado con las ropas occidentales que había vestido a lo largo del
viaje, poniendo rumbo hacia la estación de trenes.
Los rayos del sol dieron de lleno en la cara de Muraki poco después. Miró
a su alrededor, reconociendo el entorno y el por qué de su estado.
Tokio le esperaba, y con ella nuevas oportunidades de crecerse como
profesional, rindiéndose a sus pretensiones.
Se incorporó, y desnudo dedicó unos minutos a la visión de la torre. Sería
como ella; impasible a los elementos, erigiéndose sobre los demás… clamando a
los cielos sus propósitos, sosteniéndose en la base sólida surgida en ese piso tras
la muerte de lo que podría haber sido, en otras circunstancias, el final perfecto
para su historia.

149
Capítulo 14: Estrategia

Kazutaka pronto destacó en el hospital, no solo por su belleza etérea y


surrealista, sino por su inagotable voluntad para trabajar.
Ninguno de los empleados habituales había contado durante el último
año un solo día en el que el joven doctor no entrara por la puerta central a
primera hora, para abandonar el recinto ya bien entrada la noche.
Independientemente de la fecha, la climatología o cuantas otras razones
pudieran encontrarse, él únicamente se ausentaba para trasladarse a Kyoto un
fin de semana mensual.
Todos le conocían y guardaban un respetuoso silencio a su paso, mas el
mutismo de aquella mañana era notoriamente mayor al usual.
Pudo leer en las miradas de las enfermeras de planta lo que se temía.
Pidió los gráficos correspondientes a la madrugada, y tras hacer las lecturas
pertinentes decidió acudir directamente no a su paciente, sino al marido de la
misma.
Le encontró en una pequeña sala de espera. A dicho hombre dedicaba la
totalidad de sus esfuerzos, pues por ello le retribuía, aunque desde que aceptara
el trabajo supiera que era un caso sin salvación.
—Kakyôin-san —dijo con seriedad para llamar su atención.
Éste le miró a los ojos, conteniendo el dolor.
—Lo sé —respondió—. No le suministres nada más, que al menos ahora
pueda tener algo de paz.
Asintió. Había hecho cuanto estaba en su mano para que el frágil corazón
de su paciente resistiera lo máximo posible, pero la lucha era un mero disfraz
para un pulso lentamente perdido contra la muerte.
Pese a todas las almas que había robado, nunca había asistido a un
número tan elevado de pérdidas como en aquellos doce meses de labor
científica.
La obsesión que desde niño albergara por burlar al destino se
incrementaba a cada fallecido en el centro hospitalario, y con ella su crispación.

150
Solía pasar las noches en su apartamento en vela, desesperado por encontrar
una vía, una salida para su proyecto de rozar la inmortalidad.
Por ello aceptaba la muerte de esa mujer como un nuevo fracaso, la
evidencia de la inutilidad de la medicina y su deber de romper las barreras
existentes.
Iba a dejarle a solas cuando su jefe volvió a llamarle.
—Muraki, espera… aunque ella vaya a dejarnos, no quisiera tener que
prescindir de tus servicios.
Kazutaka se ajustó las gafas con impecable compostura.
—Estoy a su entera disposición.
Kakyôin suspiró, incorporándose y caminando a paso lento hacia el
pasillo, pidiéndole que le siguiera.
—Mi hija ha heredado la misma enfermedad. He llevado el caso a los
tribunales, pero de nada ha servido, la ley sigue considerando ilegales los
transplantes de corazón en este país.
Volvió a asentir, pues estaba al tanto de la normativa.
—Quisiera que a partir de hoy te encargaras de ella. Es lo único que me
queda —atinó a concluir, conteniendo las lágrimas.
En el mismo pasillo donde se encontraban, una habitación permanecía
cerrada. En su interior yacía la paciente sobre su lecho inmaculado, sosteniendo
una pequeña mano entre las suyas.
—Tsubaki… no tengas miedo —le dijo a la niña—. Cuando más lo
necesites un ángel acudirá en tu ayuda y te envolverá con sus alas.
Ella sonrió, sin comprender el significado metafísico de aquellas palabras.
—Vete a jugar, tesoro.
—Luego vendré a verte, mamá.
La mujer hizo un esfuerzo titánico para ladear la cabeza, contemplándola
mientras salía fuera. Kakyôin entró a continuación, llenando de calor los
últimos minutos que le quedaban de vida.
Y mientras sus padres compartían el trascendental momento, la inocente
Tsubaki observaba las formas de las nubes en el cielo, ajena al acontecimiento
que la marcaría para siempre.
—Alguien me ha dicho que te gustan las camelias…

151
Lo que se encontró al volverse para buscar la profunda voz que la llamaba
quedó guardado en su alma. Ante ella, un ser divino aguardaba. Tenía la piel
fina y pálida como la mejor porcelana, tan blanca como la rigurosa bata que le
vestía. Sus ojos y cabellos compartían el mismo tono plateado, y su porte era tal
que no le quedó duda alguna.
<< Es mi ángel… ha venido a salvarme >>
Sonrojada por la emoción, contestó con voz tímida.
—Sí.
Kazutaka apoyó una rodilla en el suelo y prendió la flor en su pelo
azabache, tras haberla tomado de los tantos ramos que adornaban la recepción.
—Entonces a partir de hoy te llamaré Dama de las Camelias.
La niña sonrió, encandilada por la presencia de su nuevo médico
particular. Pensó en que tenía que contárselo a su madre y a Irene, la cual no
había podido acompañarla esa mañana.
Lo que Tsubaki ignoraba era el verdadero trasfondo del seudónimo por el
que acabaría siendo conocida. Pronto comenzaría a forjar una fábula en la que
ella era la princesa, y él un príncipe resignado a esperarla hasta la edad adulta.
En realidad, a imagen y semejanza de la heroína de Dumas, sería una
prostituta. Una que vendería su amor, sin saberlo, a un precio desorbitado.

-2-

El tiempo parecía estar en suspensión en Kokakurô. Inmerso en una


primavera eterna donde los cerezos siempre estaban en flor, la suntuosa
espiritualidad del reducto de los Oriya permanecía intacta, maravillando a
propios y ajenos con sus secretos.
Mibu fumaba apaciblemente mirando las ondas que el viento formaba en
el agua del estanque. Su empleada de confianza hizo una reverencia, alzándole
un teléfono portátil.
—Joven señor, tiene una llamada. Es una mujer.
—¿Para mí? —preguntó extrañado.
Tomó el aparato, tapando con la mano la zona del micrófono.
—¿Has dispuesto la cena?
—Sí. Espero que el joven doctor llegue pronto o se echará a perder.

152
Le dio las gracias, y justo cuando la encargada desapareció entre los
biombos para continuar con la organización de los eventos rutinarios, contestó.
—¿Diga?
Desde Tokio se manifestó la alegría por escucharle, aunque fuera por
medios tecnológicos.
—Tan formal como siempre.
Él no tardó en reconocerla.
—Hola Ukyô, ¿qué tal estás?
—Estupendamente. ¿Y tú?
—No me puedo quejar… —afirmó, soltando una bocanada de humo y
quitándose la pipa de los labios—. Si querías hablar con él, aún no ha llegado.
—Tranquilo —rió—, no quería hablar con Kazutaka, sino contigo. ¿Te ha
comentado lo del crucero?
—Sí, algo he oído, pero no demasiado. Desde que se encarga de esa niña
apenas le veo el pelo —afirmó, disfrutando de los pocos momentos en los que
podía adquirir su pose más criticona—. ¡Es un desagradecido! Llega sin avisar
cuando le viene en gana, come, se mete en la cama y se vuelve a marchar. Si no
fuera porque ya me he acostumbrado, le echaría a patadas.
—Lo dudo —contraatacó—. Eres incapaz de decirle que no.
—¿Tan débil soy? —inquirió con sorna, sabiendo que su amiga llevaba
toda la razón—. Supongo que sí, pero un día le voy a cantar las cuarenta.
Ukyô tomó aire y fue directa a lo que se traía entre manos.
—He pensado que podríamos ir en ese crucero sin que lo sepa. Tú y yo,
como pasajeros normales. Seguro que se lleva una sorpresa.
Oriya se atragantó con el tabaco, sonando su voz con un leve resquicio de
histerismo.
—¿Los dos? ¿Para qué?
—Porque siempre está tan metido en el trabajo… —suspiró— Quizás un
poco de distracción no le vendría mal, y me apetece estar con vosotros. Desde el
festival de Nô pasado no he vuelto a verte.
Mibu guardó silencio unos segundos, reflexionando.
—Ya sabes que no le gusta que le interrumpan, seguramente estará
ocupado.

153
—¿Crees que esa mocosa va a necesitarle las veinticuatro horas? Decidido,
mañana compro los billetes. ¿Camarote presidencial con vistas?
—P-pero…
—Nada de peros. Te vendrá bien airearte, ver el mar… será apenas una
semana. Además, si el señor Doctor tiene demasiado trabajo, podremos
amortizar la inversión los dos solitos…
Mibu, cuyo rostro había adquirido el mismo color rojizo de su kimono
ante el recuerdo de la noche en que la conoció, no pudo añadir más, pues ella
cortó la comunicación después de regalarle su contagiosa risa.
Refunfuñó por lo bajo y se resguardó del frío en el cálido interior de la
vivienda. Se sentó a la mesa, y esperó.
Esperó, y esperó, y esperó. Los párpados se le cerraban solos tras llevar
casi veinte horas despierto, y la sopa de miso estaba helada. Se desveló cuando
el ruido de la puerta corredera abriéndose rompió la calma.
—Siempre me haces lo mismo. Te juro que es la última vez que trasnocho
por ti.
Kazutaka se despojó de su abrigo, adoptando postura tradicional en el
suelo.
—Nadie te ha pedido que lo hagas.
Mibu apretó los dientes, sintiendo unos infantiles deseos de aporrearle
con la mesita de madera. Se dijo que pese a la falta de delicadeza, el que Muraki
cumpliera su promesa de ir a verle religiosamente cada mes ya era suficiente.
Así que le sirvió sake en un cazo, pidiéndole que lo bebiera antes de que también
se enfriara.
—¿Has estado en la Universidad?
Él asintió con la cabeza, pues tenía la boca ocupada. Tras dar cuenta a la
primera pieza de sushi, procedió a relatarle detalles.
—Tenía que abonarle a Satomi las facturas. Afortunadamente mis
credenciales se han ampliado desde que me encargo de la hija de Kakyôin. El
desembolso de la investigación se está desorbitando.
Oriya sujetó con exquisitos movimientos de palillos su correspondiente
ración de arroz. La pregunta que a continuación le hizo era propia de alguien
que tenía a su cargo a un centenar de personas, y estaba acostumbrado al papel
de patriarca. Sin embargo, aunque no soportara ver a ninguno de sus empleados

154
pasando necesidad, él le importaba infinitamente más que los pobladores de
Kokakurô.
—¿Necesitas dinero para ti?
Kazutaka no contestó, dedicándose a comer.
—No sé, ropa, distracciones… algo harás con tu tiempo libre.
Tan pronto como lo dijo, añadió con resignación la respuesta.
—Tu estudio, claro. No haces otra cosa que pasarte el día pensando en
eso.
El médico terminó sus raciones, y se levantó con la intención de dirigirse
a la habitación que, pese a haber abandonado formalmente hacía casi dos años,
seguía siendo suya, pues nadie más que él la ocupaba.
—Estoy cansado. Buenas noches.
Mibu logró controlarse para no perder los estribos. Se bebió de golpe un
cacito más de sake, hablándole con toda la confianza que entre ambos existía.
—¿Sabes qué? Te voy a dar un consejo. Vivo rodeado de mujeres; las
analizo, sé cómo piensan. Te aseguro que aunque tengas una novia maravillosa
a la que no le importa aguantar tus aires de autismo, será mejor que tengas de
vez en cuando un detalle con ella. Ni siquiera Ukyô tiene tanta paciencia como
yo.
Kazutaka elevó una ceja, y cerró la puerta a su paso. No estaba de humor
para someterse a conversaciones filosóficas sobre su prometida o la nulidad de
su vida fuera de los ámbitos médicos.
Una vez estuvo en sus aposentos, se vistió con el sencillo kimono
guardado en el armario. Le colocó los tirabuzones y le quitó el polvo del vestido
a una de sus muñecas, mirándola con un deje de melancolía.
Se acostó en el futón y trató de conciliar el sueño, aunque éste nunca era
profundo en aquel lugar. La luna, su dueña y señora, hacía de él una criatura
nocturna. Aunque se empeñara en obtener un periodo de inactividad con el que
renovar energías, la materia espiritual que recorría cada centímetro de aquella
casa se sentía atraída por la esencia de Muraki, siempre dispuesto a absorberla.
Formando parte de la mencionada energía, un plantel de entes errantes
sentía curiosidad. Muchos de los denominados fantasmas podían infiltrarse en
los vivos a través de la mente, justo cuando ésta más receptiva se encontraba:
durante las fases REM.

155
Kazutaka rara vez recordaba lo que soñaba, pero las imágenes que su
cerebro recreó aquella noche fueron vívidas, tangibles como sus escarceos con la
Diosa o los ceremoniales a los que era capaz de convocar.
Se vio a sí mismo por la llanura de Sagano, allí donde se había cobrado
una víctima ante su horrorizado padre, y donde éste último rogó a Suzaku que le
cediera parte de su poder creador.
Pequeñas luces doradas le rodeaban cuan lluvia de luciérnagas, la brisa
acariciaba los juncos y la luz sanguinolenta bañaba desde el firmamento todo
cuanto tocaba.
Entonces, en aquel sueño, sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo
entero al cruzarse sus ojos con otros de amatista. Le vio a lo lejos; era un
hombre alto, espigado, de rostro amable y aura sobrenatural. Una persona a la
que muy pocos podían ver, pues no pertenecía a ese mundo. Tampoco al de los
muertos.
Se encontraba entre los dos. Era un mensajero de la muerte. Alguien con
el poder de arrancar vidas, al igual que el propio Muraki.
Alguien que había formado parte de su familia. Alguien cuyos datos
formaban parte de sus archivos históricos, y con el que deliraba cada vez que
contemplaba la vieja fotografía.
Una criatura celestial que durante años ostentó lo que él tanto ansiaba, la
capacidad de burlar el telón final.
Se acercó hasta que las pupilas violetas titilaron, inquietas. Alzó la mano
hasta acariciar su mejilla, confirmando su identidad.
—Al fin te he encontrado, Tsuzuki…
Y los espíritus, queriendo comunicarle su mensaje, consiguieron que las
sensaciones oníricas se tornaran intensamente palpables. Pudo sentir el calor de
su sangre cuando en el imaginario Sagano rebanó su cabeza, obteniendo la
esencia de su secreto, la prodigiosa regeneración de las células que le llevarían a
implantar con éxito la de Saki en su tronco decapitado.
En el sueño abrazaba el cráneo, asiéndolo contra su pecho, y lo miraba
con dulzura, consolándolo.
—Seguiré buscándote, mi hermoso Shinigami… y cuando haya dado
contigo, agradecerás que vuelva a matarte.

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Las ráfagas de viento se hicieron más fuertes, derribándole. Cayó al suelo
y la cabeza rodó, quedando fuera de su alcance. Fue cuando despertó
abruptamente.
No se inmutó, permaneciendo erguido en la tradicional cama con la
mirada fija en el vacío.
Sentía la presencia de los entes a su alrededor, y fue consciente de lo que
había sucedido. Trataban de comunicarle algo. Sabía que los Shinigami se
habían interesado por él, dado que había recibido una primera advertencia, y
que éstos eran espíritus demasiado anclados a la vida como para dejarla
completamente atrás.
El pulso se le aceleró, diciéndose que tenía que encontrarle, pues en ese
ser estaba la solución al dilema.
Apenas había dormido unas horas, mas era suficiente. Cuando la luz del
amanecer inundó la habitación ya había trazado un plan.
Necesitaba más sangre, más víctimas en su haber. Una suma cruel e
inusitada que provocara una nueva visita de los jueces. Y seguiría matando
hasta que Asato, el hombre al que su abuelo tuvo a su cuidado durante ocho
años, diera con él.
En su fuero interno los cabos de la estrategia fueron atándose mientras se
vestía y ponía rumbo a la estación de trenes. Tan temprano era que en Kokakurô
casi nadie estaba despierto, solamente Mibu, al que no quiso importunar
durante su entrenamiento en el templo.
Justo al mediodía ya estaba en la capital. Era domingo, su único día libre
antes de semanas y semanas de agotador trasiego. Podría haberse ido a casa y
sumergirse de nuevo en papeles y dosieres, pero lo que le había dicho Oriya la
noche anterior estaba tan presente como la revelación nocturna.
Sintiéndose torpemente extraño, y sin que sirviera de precedente, le hizo
caso. No sabía si Ukyô estaba en su apartamento, o si ya tenía planes para la
tarde.
Ella se asomó a la ventana para comprobar quién había tocado desde la
calle al portero automático. Sonrió ampliamente cuando le vio debajo apoyado
en el parachoques de un automóvil ajeno, fumando un cigarrillo
distraídamente… y con un ramo de flores entre las manos.

157
-3-

La lujosa embarcación salió de puerto tras haber sido bautizada, pero su


dueño no parecía demasiado convencido sobre la veracidad que podría
obtenerse de la tapadera.
Reunido en su camarote privado con el artífice de la propuesta, Takeshi
Kakyôin repasaba los últimos detalles a poner en práctica durante la travesía de
estreno.
—¿Estás seguro de querer seguir adelante, Muraki?
Él asintió con total convencimiento.
—¿No me dijo que estaba dispuesto a hacer lo que fuera por salvar a su
hija? En Japón es imposible someterla a un transplante, y las listas
internacionales para conseguir un corazón joven son extremadamente largas. La
Dama de las Camelias ha de ser intervenida cuando su cavidad torácica haya
alcanzado dimensiones adultas, y no nos queda demasiado tiempo.

El magnate del grupo empresarial sopesó preocupado los pormenores de


la táctica ilegal que estaba a punto de iniciar.
—¿Pero es necesario recurrir al mercado negro?
Kazutaka le miró, con ese fulgor que lograba hipnotizar a los demás.
—Ella pronto entrará en la adolescencia, podría operarla a los trece o
catorce años como muy tarde. Necesito encontrar el donante adecuado. Píenselo
bien, será perfecto. ¿Quién va a sospechar de este crucero? Hong Kong está
lleno de personas a las que nadie extrañará, y la suma que usted podrá
conseguir con la venta de sus órganos será astronómica.
Ese era su verdadero propósito. Investigar todos los cuerpos posibles,
despojarles de sus vidas, y secundariamente buscar el corazón adecuado para
Tsubaki. A partir de ese día, su biorritmo se mediría en desplazamientos al
lejano epicentro comercial de Asia para buscar víctimas, con el consabido
regreso a Tokio.
Kakyôin no tuvo más remedio que confiar ciegamente en él. Aunque sus
métodos para con los otros pacientes pudieran ser fríos y calculadores, el que
llegara a los extremos con tal de preservar la vida de su princesa le llenaba de
gratitud y admiración.

158
—Mantenme al tanto de los procesos y novedades. Disfruta mientras
tanto de la travesía, hasta que lleguemos al continente no tendrás demasiado
que hacer.
Kazutaka le dio las gracias, marchándose para realizarse a Tsubaki la
revisión pertinente. Sabía jugar a dos bandas, mostrar ambas caras de la
moneda y meterse en el bolsillo a quién le convenía.
En el crucero no sólo aspiraría a ir cumpliendo las fases de su
estratagema, sino que disfrutaría de los lujos propios de un VIP, añadiendo
además la notoria retribución por estar a total disposición de su paciente.
Al entrar en el camarote de la niña, su compañera de juegos sonrió. Irene
era una de esas tantas chiquillas que había mencionado, abandonada por sus
padres en las frías calles de la cosmopolita ciudad china, sin mayores
perspectivas que las de sobrevivir. Había tenido suerte por ser la acogida de una
poderosa familia japonesa.
Tsubaki accedió a desnudarse la espalda para que la auscultase,
intercambiando discretas risas con su amiga por la presencia del doctor. Solían
hablar de él, de sus exquisitos modales y lo guapo que era, ajenas a lo esbirro de
sus auténticas intenciones.
—Descansa, señorita. Vendré a verte por la mañana.
Ella le despidió con una gran sonrisa, regresando a sus charlas cotidianas
en la cama que juntas compartían.
Era de noche, y ya que todos los viajeros de la exclusiva planta superior
iban vestidos de etiqueta, él no podía ser menos. Regresó al cabo de unos
minutos al salón principal ataviado con un impecable smoking, dispuesto a
tomar algo y marcharse sin llamar demasiado la atención de la alta sociedad.
Kakyôin le incitó a compartir la cena con un selecto grupo de invitados,
detalle que no rechazó. Sin embargo, cuando ya estaba a la mesa atendiendo a la
superficial conversación de los comensales, el leal mayordomo del dueño le
habló discretamente.
—Doctor… los señores de la mesa próxima insisten en que le haga llegar
esta botella.
Miró con desconfianza el obsequio, y cuando se giró a la izquierda para
poder “agradecer” el detalle, su estupefacción fue mayúscula.

159
—¡A tu salud! —exclamó Ukyô, llevando un elegante traje rojo a juego con
el tono de labios.
—¿¡Qué estáis haciendo aquí!? —replicó, elevando inconscientemente la
voz con respecto al clima general.
Mibu, sentado a su lado, también elevó la copa repleta de un gran reserva.
Su indumentaria igualmente era diga de cuantos elogios cupieran.
Consternado por una presencia no prevista que podía suponerle algún
que otro contratiempo, su rostro reflejó lo embarazoso de la situación. Su jefe se
percató, procediendo a romper el hielo con afabilidad.
—¿Amigos tuyos, Muraki? Ve con ellos, ya nos obsequiarás con tu
presencia cualquiera de estas noches.
Los demás asintieron, a lo que respondió poniéndose en pie con un par de
pequeñas reverencias.
—Discúlpenme.
Apenas hubo tomado asiento en la mesa intencionadamente preparada
para tres, Ukyô estalló en carcajadas.
—¡He ganado la apuesta! Me debes dos mil yenes.
—Ha sido la única ocasión en la que he deseado que no nos hicieras
ningún caso —añadió Oriya en referencia a Kazutaka—. Me habría salido más
barato.
Él frunció el ceño, endureciéndose ligeramente su expresión.
—Os lo advierto, estoy de servicio. Una broma más y os tiro por la
cubierta.
La joven bebió, tomándose a la ligera el mal humor de su prometido.
—Sólo será esta noche, no te “molestaremos” durante la travesía, estamos
de vacaciones —afirmó, guiñándole un ojo—. Pensamos que te vendría bien un
poco de ocio.
Mibu lo corroboró, divertido. Lo cierto era que tenía sus dudas con
respecto a la escapada, pero una vez con Ukyô le daba igual que Kazutaka
quisiera unirse o no a ellos. Le encantaba poder pasar el tiempo junto a una
mujer cuyo concepto de la amistad no se medía en precio por horas.
—Ya que hemos pagado por todo esto, habrá que aprovecharlo.
Ante el estupor del vértice central del triángulo, los dos pasajeros
devoraron cuantos platos les sirvieron. Posiblemente eran los únicos de toda la

160
planta que estaban centrados en disfrutar en lugar de aparentar, rompiendo las
etiquetas habidas de protocolo. Comieron y bebieron, alternando botellas de
vino con otras de champagne.
Cuando Muraki notó que la gente les miraba por el animado estado en el
que el alcohol les había sumido, decidió que era hora de abandonar el
emplazamiento.
—No hay nada como el sake, pero… Este invento occidental no está nada
mal —afirmó Mibu.
—Estás borracho —le recriminó Kazutaka.
Su antaño amante no hizo más que acentuar la embriaguez que le
dominaba al tratar de desmentirlo. Ukyô tomó las riendas, incorporándose y
despidiéndose de las personalidades próximas tras tomar sus zapatos de tacón
en una mano y la última botella en la otra.
—¡Muy buenas noches!
—Ven aquí —rezongó el único sobrio, situándose en el centro y
llevándoles a ambos apoyados cada uno en un hombro en dirección a su
camarote.
Consiguieron con algo de esfuerzo hacer el trayecto. Una vez en el
habitáculo personal, Muraki pudo afirmar que la situación más bochornosa
jamás vivida finalmente había terminado.
—Me habéis dejado en evidencia —gruñó—. ¿No os da vergüenza?
Parecéis un par de adolescentes que se han saltado el toque de queda.
—Vamos, no te enfades —susurró Ukyô abrazándole.
Oriya, por su parte, no podía contener la risa tonta.
—Sírveme la última, milady —dijo, robándole el envase y bebiendo
directamente del mismo.
Ella se despojó del vestido, luciendo una combinación semitransparente.
Se recostó en el amplio lecho con la espalda apoyada en el respaldo, y dispuso
sobre el colchón una baraja de póker.
—Juguemos unas partidas.
—No tengo mas dinero encima, Ukyô —protestó el espadachín.
Kazutaka la miró, y dedujo por la picardía de su mirada que lo que
pretendía era cobrar en monedas de piel.

161
—Creo que no tendrás que pagar en metálico —indicó Muraki—. Más bien
en prendas.
Mibu les miró a los dos. La rojez de sus ojos y mejillas era directamente
proporcional a la falta de pudor producida por los efluvios etílicos. De haber
estado en facultad de condiciones se hubiera negado rotundamente, máxime
cuando había impuesto la condición tácita de mantener la relación con su
“amigo” alejada de cualquier roce más profundo del necesario.
Pero el propio Muraki acertó, y Ukyô confirmó cuáles eran las
condiciones de la partida.
—Será sencillo —dijo, barajando los naipes a gran velocidad—. El que
gane una mano ordena, y los demás obedecen.
Posiblemente lo que ambos no sabían era que, además de ser una mujer
especialmente única, su destreza para los juegos de azar era envidiable.
Apenas una hora después, la botella rodaba vacía en el suelo por el
movimiento del barco sobre el mar, moviéndose entre un laberinto de ropas.
—¡Esto no es justo! —protestó Oriya tras haber perdido por vigésima vez
consecutiva—. ¡Ya no me queda nada que quitarme!
—No eres el único —replicó el otro, también completamente desnudo.
La potencial ganadora recogió la baraja, y cruzó los brazos sobre el pecho.
Al fin había llegado el momento de reclamar su premio.
—Pues tenéis que pagarme de alguna forma. Veamos, qué se me ocurre…
—dramatizó— Ah, tengo una idea.
Y recostándose boca arriba sobre el colchón con la barbilla apoyada en las
palmas de las manos, dio la orden con una gran sonrisa.
—Besaros. Aquella vez me lo perdí, ver como dos hombres lo hacen debe
ser muy excitante.
Kazutaka encajó el mandato con naturalidad, no esperaba menos de ella.
En cuanto al desinhibido Mibu, miró a la chica en pose tremendista.
—¡Pero si él no quiere!
Unos dedos largos y blanquecinos le apartaron la melena, alborotada y
dispersa.
—Comprobemos si quiero o no —sentenció.

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Ambos se quedaron de rodillas el uno frente al otro, y a un ritmo
intencionadamente lento fue acercando los labios a los suyos. El cuerpo fibroso
del moreno tembló al sentir el húmedo roce de la lengua sobre la suya.
Ukyô jugaba a balancear las piernas en el aire mientras contemplaba los
ojos cerrados de ambos y el sensual contraste entre sus respectivas
personalidades y físicos.
—No os privéis de nada —indicó, dispuesta a disfrutar de otra experiencia
inolvidable.
Oriya creía haber superado con creces aquel largo periodo de abstinencia
desde que decidiera cortar de raíz lo que hasta ese momento les unía, y
posiblemente a la mañana siguiente acabaría por arrepentirse, si es que lo
recordaba, pero en esos momentos sólo tenía predisposición para dejarse llevar
por el luminoso camino del deseo. Gimió con su boca aún prisionera cuando
Muraki hizo la unión más estrecha, rodeándole.
Le dejó una de sus manos en la nuca, recorriendo los mechones plateados
que bajaban por la misma. Su anatomía se empeñaba a desafiar las leyes de la
física y la química con una creciente erección, pese a la dificultad añadida del
alcohol en sangre.
Ella se mordió los labios cuando se percató de ello y se dejó embargar por
la combinación entre rudeza y pasión que ellos rezumaban. Era como si pudiese
detectar la energía que les envolvía unida a la punción sexual, reflejada en el
cuello extendido de Mibu, su gesto ausente abandonado por completo al placer,
y la habilidad del doctor centrada en tratarle a ritmo creciente y constante.
Notó su propia excitación para cuando el sonido ronco emitido por el
afortunado anunció que la noche para él había acabado. Con el resultado del
orgasmo bañando parte de su abdomen, Kazutaka le dejó caer con suavidad en
el lecho.
Sumido en el agradable sopor producto del encuentro y la bebida, no
tardó en quedarse dormido en la porción de lecho que le correspondía.
Ukyô rió, sabiendo que nada sería capaz de resucitarle hasta
transcurridas un buen montón de horas. Kazutaka se tendió sobre ella,
despojándola previamente del delicado tejido de seda.

163
—Si querías que me pusiera a tono para acostarte conmigo, podrías haber
sugerido que nos quedáramos solos —le dijo mirándola a los ojos, con la
erección obtenida gracias a Mibu rozándole los muslos.
—Me gustan los retos. Y tú eres el más difícil con el que me he topado.
Él la besó, primero con suavidad, luego devorándola, haciéndola suya.
No hacía falta que les dijera que, pese a su negativa de involucrarles en
los asuntos secretos que iba a desempeñar, siempre agradecería su mera
presencia aunque fuese así, haciéndole el amor a ella tras haber acabado con él.
Los movimientos resultantes de las penetraciones se repartían por el
colchón, haciendo que el cuerpo de Mibu, próximo a ellos, acusara las
vibraciones.
Estaba completamente aletargado, pero sus oídos recogían los suficientes
jadeos para que sonámbulamente su boca hablara sola, ajena a la desconexión
del cerebro.
—Iros a un motel…
La pareja sonrió por el comentario una vez hubieron terminado. Ukyô se
refugió entre el calor de su pecho, y acompañó en estado al primero en caer
rendido.
Kazutaka volvió a quedarse en medio de los dos, con la mirada fija en el
techo, concentrado en la oscilación pendular del océano.
Ellos eran su fuego, su esencia, pero no era suficiente.
Necesitaba más sangre, más almas. La fuerza negativa de su Shinigami.

164
Capítulo 15: Condenado

El Queen Camelia no tardó en convertirse en uno de los navíos de lujos


más conocidos por la alta sociedad asiática, festejando en sus excelentes
instalaciones cuantas reuniones de categoría fueran posibles.
Cientos de personalidades ilustres desfilaron por sus salones, coronados
de las arañas de cristal más finas y las alfombras más delicadas, a lo largo de los
tres años transcurridos desde su inauguración.
La superficial dicha, gozo y disfrute de los afortunados, así como el
trepidante ritmo de trabajo del personal al cargo, no dejaba demasiadas
oportunidades para detenerse a observar qué había más allá del cascarón.
En efecto, cada vez que se atracaba en Hong Kong, una avalancha de
turistas inundaba las pasarelas, adentrándose en su interior para ser llevados a
tierras niponas. La demanda de billetes era tal que se debían solicitar con varios
meses de antelación.
No era tal vez la razón de mayor peso, pero muchos de los que habían
sucumbido al influjo de la invitación aceptaban por la oportunidad de vivir una
experiencia completamente prohibitiva para sus medios. Con cada escala en los
puertos de la mastodóntica ciudad, dos hombres acudían discretamente a sus
callejuelas comerciales con una misión: hacer de cebo para atrapar lo que el
doctor les imponía.
Era fácil conseguir que una de las tantas jovencitas que deambulaban por
Hong Kong se lanzara sin pensarlo al ofrecimiento de cubrir una vacante
laboral, prometiéndosele una considerable suma de dinero. El aliento de una
mejor existencia, y la perspectiva de acabar envuelta en alguna mafia de
prostitución de continuar allí, eran reclamos suficientes.
Muraki lo sabía. En cada trayecto de vuelta a Tokio solía obtener unas
ocho o nueve personas, todas ellas destinadas a un fin concreto. No eran más
que mercancía; sus órganos cotizarían en el mercado negro por una suma
infinitamente mayor a lo que esas pobres chicas habían imaginado jamás.

165
Sin nadie que reclamara su desaparición en un país híper poblado y de
notoria infravaloración a la feminidad, sus cartas habían sido echadas sin
consentimiento.
Una de éstas tembló cuando las puertas del habitáculo donde había
permanecido encerrada se abrieron, y dos sujetos la tomaron bruscamente por
los brazos, arrastrándola. Se debatió, arañó y luchó por sujetarse a las lisas
paredes, sin demasiado éxito.
La elevaron por los aires, cayendo estrepitosamente en el suelo y
cerrándose otra compuerta a sus espaldas. Cuando alzó lentamente la cabeza,
vio las suelas de unos zapatos impolutos, blanquísimos.
Su mirada ascendió, y a los zapatos siguieron las perneras de unos
pantalones de pinza igualmente inmaculados. Y una bata larga. Luego unas
manos. Finalmente, alcanzó a ver el rostro del que iba a ser su ejecutor.
En la aldea rural donde había pasado su infancia le habían enseñado a
mostrar tanta veneración como desconfianza hacia los espíritus. Cualquier cosa
fuera de lo normal era obra de los dioses, pero éstos podían ser benevolentes, o
bien despiadados.
Al toparse con la mirada plateada de ese hombre, el corazón le dio un
vuelco. Su mágica apariencia invitaba a evadirse en cada pliegue de su piel, pero
el instinto le advirtió del grave peligro que corría.
—¡No me toques!
Kazutaka esbozó una sonrisa. Las mismas pautas de siempre. La misma
mirada de animalillo asustado. Independientemente de su condición, todas sus
víctimas reaccionaban igual.
—¿Sabes dónde estás, querida? —preguntó con sobriedad.
La chica comenzó a respirar angustiada. Cientos de leyendas urbanas
cruzaron su mente.
—No te esfuerces en encontrar una respuesta, yo te la daré… gracias a ti
alguien asquerosamente rico al que nunca conocerás podrá vivir, pero…
El doctor se sentó a su lado, extrayendo de su bata un afilado escarpelo
con el que rozó la mejilla de la muchacha, manando un hilo de sangre. Ella hizo
el ademán de gritar, mas no se lo permitió, tapándole la boca sin delicadeza.
—Me temo que tendrás que pedir el premio por tu generosidad en el más
allá.

166
La joven forcejeó con todas sus fuerzas, mordiéndole. Cuando estuvo libre
de la mano que la impedía, gritó tan alto como pudo. Irritado por el ruido y la
resistencia, Muraki decidió que era momento de comenzar con su labor.
—Cállate. No lo soporto.
La sujetó por el cuello, obligándola a doblarlo hacia atrás, abriéndole la
mandíbula. Una vez la tuvo sometida por su envergadura le agarró la lengua y,
de un corte enérgico y preciso, se la amputó.
Ella cayó en un infierno de pavor, incapaz de expresar otro sonido que no
fuese el de los lastimeros quejidos que sin pretender seguía emitiendo. Kazutaka
la arrastró hacia la mesa de operaciones más próxima, encendiendo las luces y
comprobando que contaba con el instrumental necesario.
—Si supieras lo complicado que es encontrar un donante adecuado…
estoy harto de desconsideradas como tú.
Y para dar paso a la extracción de las vísceras más cotizadas, puso fin al
sufrimiento. La mató con rapidez, sin consideración, como un niño que destroza
el juguete que ha dejado de gustarle.
La sintió dulce en su espíritu, y ardiente al tacto mientras diseccionaba su
anatomía, colocando en los depósitos correspondientes los órganos a medida
que iba obteniéndolos. Los pulmones, el riñón, el hígado… Y el más valorado de
todos, uno que observó entre las manos con cierta frustración.
Ese corazón tampoco era adecuado, demasiado grande para la cavidad
torácica de su paciente. Tsubaki necesitaba ser intervenida cuanto antes,
prolongar la búsqueda sería equivalente a suministrarle una dosis de cianuro.
Una vez hubo terminado, contempló la carcasa vacía e inerte tendida
sobre la fría superficie. Se quitó los guantes de látex ensangrentados,
desechándolos. Salió de la cámara, dando las instrucciones pertinentes para que
el cadáver fuese destruido, y que algunas de las vísceras tuviesen un destino
diferente al habitual.
Llegarían, como cada mes, a la universidad de Kyoto. Satomi las aceptaba
sin hacer preguntas, encantado por contar con más muestras para sus
experimentos de clonación.
En lo que al propio Kazutaka respectaba, le era indiferente quién recibiría
las demás entrañas, o por cuánto acabarían siendo subastadas. Sólo le

167
importaba la remuneración obtenida, porque en el amor, al igual que en la
guerra, todo era válido.
Hasta insistir en burlar a la muerte.

-2-

Irene cerró las ventanas del espacioso camarote, colocando un ramillete


de flores frescas en un jarrón con agua. Las acercó hasta la cama donde Tsubaki
permanecía tendida, descansando de su debilidad congénita. La cuidaba con
esmero y cariño, procurando que cada minuto de su enfermedad fuese lo menos
duro posible.
—Hace un día precioso. Pediré que suban una silla y saldremos a cubierta
a dar un paseo.
—Aún me siento fatigada… además, el doctor pronto vendrá a visitarme.
Su voz y su expresión cambiaban cada vez que hablaba de su ángel. Las
pupilas de la adolescente se dilataban, y su frágil pecho se estremecía al evocar
el semblante divino.
La acompañante sonrió, cortando una flor y poniéndosela en la solapa del
camisón.
—¿No vas a decirle lo que sientes?
Tsubaki se sonrojó, mirando a la confidente con cierta añoranza.
—¿Y qué conseguiré con eso? Él es un adulto, tener a una niña enamorada
a su cargo no sería más que un estorbo.
Irene trató de animarla, cuchicheando.
—Cuando te hayas recuperado y crezcas un poco más, te obligaré a
declararte. Podrías casarte al cumplir los dieciséis. ¡Imagínate! La señora
Muraki. ¿No sería fantástico?
La enferma rió, dejándose llevar despierta por el sueño que únicamente a
ella había confesado.
—De acuerdo, te prometo que lo haré, pero sólo si te quedas a mi lado
para siempre.
Ella asintió, entrelazando los meñiques para dar forma al juramento.
Seguían con los dedos unidos cuando el mencionado pidió permiso para entrar.

168
—Buenos días —dijo con su grave voz—. ¿Cómo te encuentras, Dama de
las Camelias?
Tsubaki respondió, despejándose la espalda para ser auscultada.
—Mejor que anoche, pero me siento muy cansada.
Irene desvió la mirada hacia otro lado, tratando de marcharse. Antes de
conseguirlo, Kazutaka le habló.
—Quisiera hablar contigo en privado. ¿Podrías acudir a mi camarote?
La antaño vendedora ambulante accedió, dejándoles a solas y recorriendo
el pasillo hasta el habitáculo donde el médico residía durante los viajes. Nunca
había estado en los aposentos privados de Muraki, así que la cohibición la
abrumó.
El orden y la penumbra reinaban en la habitación. Se sentó sobre la cama
perfectamente hecha, y sus ojos, tras haberse acostumbrado a la falta de luz,
detectaron las hermosas formas de una muñeca de porcelana.
La tomó entre los brazos, acariciando los tirabuzones rubios y su traje de
terciopelo morado. Se preguntó que significado podría tener para un hombre
como ése semejante objeto. Se entretuvo un buen rato en los detalles que hacían
de Verónica un ejemplar magnífico, como sus pestañas de pelo natural o las
incrustaciones de brillantes en los minúsculos zapatos de charol, hasta que el
inquilino acudió a la cita.
Vestido más informal que de costumbre, sin corbata ni regios uniformes,
Muraki dejó el instrumental médico y tomó asiento a su lado.
—¿Te gusta? —quiso saber.
Ella asintió.
—Es preciosa… pero me preguntaba por qué la tiene.
Analizó a la joven de cerca. Aunque era algo mayor que Tsubaki, su
constitución era semejante. El estado de salud de la chica era óptimo, así como
las circunstancias que la rodeaban.
—Adoro las muñecas —le explicó, tomando a Verónica para dejarla en
lugar seguro—. Son bellas, delicadas, y nunca ponen objeciones. Se limitan a
obedecer con esos fríos ojos de vidrio anclados en mí…
Irene, ajena a las maquinaciones del doctor, fijó su atención en los iris
sobrenaturales que ante si tenía. Kazutaka la sumió lentamente en un trance

169
hipnótico, poniendo en práctica los conocimientos adquiridos en su estudio
sobre los influjos mentales.
Le colocó el cabello como si fuese una enorme niña de porcelana,
susurrándole al oído.
—A mi orden despertarás y nada recordarás. Pero esta noche, cuando la
Dama de las Camelias se halle sumida en profundo sueño, acudirás a mí. Te
estaré esperando.
La muchacha se sobresaltó poco después, encontrándose en esa cama
junto al médico con Verónica de carabina. La pregunta que recibió a
continuación la pilló por sorpresa.
—¿Te encargarás de distraerla entonces?
Suponiendo que el cansancio le había llevado al lapsus, afirmó, pensando
que acababan de zanjar una conversación sobre Tsubaki.
—No se preocupe. Es usted muy amable, doctor.
Hizo una reverencia y regresó junto a su amiga. Tal y como le había
ordenado su titiritero, nada recordaba, limitándose a emplear lo que restaba de
día en peinar a la princesa, permaneciendo a su lado en todo momento.
Cuando al llegar la noche se metieron bajo las sábanas y se dispusieron a
dormir, ninguna de las dos sabía que no volverían a estar juntas.
Los párpados de Irene se abrieron mecánicamente, incorporándose en la
cama y saliendo como una autómata del camarote. Su única guía hacia las zonas
secretas del barco, en las que por supuesto nunca había estado, era el mensaje
que resonaba en el interior de su cabeza.
<< Ven a mí >>
<< Ven a mí >>
Nadie pudo explicar cómo la encantadora chica de compañía de Tsubaki
había desaparecido sin dejar rastro, convirtiéndose la desgracia en un cúmulo
de supersticiones que la tripulación de abordo se encargó de propagar.
Apenado por el suceso, Kakyôin no soltaba la mano de su hija,
terriblemente exhausta de tanto llorar tras un día entero sin saber qué había
sido de ella. Con la nueva llegada de la noche, al fin recibió la noticia que tanto
había esperado.
Kazutaka Muraki, su hombre de confianza, anunció que la intervención
podría ser ejecutada en aguas internacionales.

170
—Señor, hemos conseguido un donante. Vamos a trasladarla a la sala de
operaciones.

-3-

En el moderno hospital de Tokio, la llegada de Tsubaki a la planta de


post-operatorio fue recibida con alegría, pero también con cierto recelo por
haber sido sometida a un tratamiento que en el país estaba considerado ilegal.
Sin embargo, las enfermeras la trataron con amabilidad, y en apenas unas
semanas la mejoría fue notoria. Emocionado por el resultado, Kakyôin no dudó
en cubrir a su empleado de elogios, encajando incluso de buen grado su
propuesta de continuar con la mercadería de órganos, haciendo de ello la
principal fuente de ingresos del grupo comercial.
Lo cierto era que tras perder a su mujer y temer durante años por la
suerte de su hija, sólo le importaba el bienestar de ésta.
Tsubaki sonrío. La habitación del centro sanitario estaba repleta de
camelias y demás regalos llegados de todas partes, pero la desaparición de Irene
seguía pesándole.
—No te pongas triste, pequeña —le dijo su padre, consolándola—. Pronto
te habrás recuperado, y eso es lo importante.
Ella asintió mirando a Muraki, el cual estaba sumido en la lectura de unas
analíticas.
Aunque ansiaba decirle lo mucho que le quería, Irene había roto su
promesa. Ya no estaría para siempre con ella, por lo que no se sentía con fuerzas
como para sincerarse. Así que aceptó la realidad, tomando dos decisiones.
No permitiría que el doctor lo supiera hasta el momento oportuno, y
jamás volvería a creer en la amistad.
—Gracias —respondió.
Kazutaka les oía, haciéndoles caso omiso. Sólo eran dos piezas más en el
planteamiento de su venganza. De pronto, la voz de la enfermera jefe le alertó.
La mujer entró a la habitación, buscándole exclusivamente a él.
—Doctor, acuda a la séptima planta, es urgente.
Se ajustó las gafas, tratando de rechazar la petición con profesionalidad.
—Me temo que no será posible, está fuera de mi jurisdicción.

171
Sabiendo que llevaba razón, la enfermera insistió, hablándole con
respecto y en tono confidencial.
—Considérelo… creo que la paciente es conocida suya. No dejó de repetir
su nombre mientras la trasladaban a la unidad de cuidados intensivos.
Muraki pidió permiso para abandonar sus competencias. Al salir al
pasillo y dar con el nombre de la hospitalizada en el registro, se le formó un
nudo en el estómago.
Ignorando las normas de civismo propias del centro, echó a correr con
toda la velocidad que sus piernas pudieron reunir.

-4-

Pasaron cuatro horas hasta que Ukyô despertó. Kazutaka esperaba con
paciencia, sin haberse movido del espacio delimitado por los biombos
esterilizados.
Lo primero que sintió al volver en sí fue el amargo sabor del oxígeno,
proveniente del tubo que le habían incrustado para provenir fallos respiratorios,
y una dulce alegría por tenerle a su lado. Le dolía el cuerpo, costándole grandes
esfuerzos articular palabras.
—Apenas sé qué ha pasado… —murmuró.
Su prometido estaba serio, callado como una tumba. Su organismo había
sufrido el primero de los colapsos que con efectividad había previsto. Aunque
seguramente con los cuidados pertinentes y descanso no tardaría en salir de allí,
era un aviso irrefutable, la señal del apresurado paso del tiempo y sus
irreversibles consecuencias.
—Te desmayaste en el despacho, tus compañeros fueron los que llamaron
a la ambulancia. Ordené que analizaran algunas muestras en el laboratorio
cuando antes, pero no te preocupes. Tendrás que permanecer aquí una
temporada para mantenerte en observación.
Suspiró, siendo más consecuente de su precario bienestar que el mismo
Muraki.
—Dime la verdad —pidió, posando la mano sobre la suya.
Él se incorporó, molesto e irritado.

172
—¿Qué quieres que te diga, Ukyô? ¿Qué es mejor sacarte de este hospital
y tratarte por mi cuenta? Los del gabinete no logran encontrar una explicación
para el deterioro de tus órganos y yo me niego a dársela.
Le vio apretar los puños con rabia, procediendo a tranquilizarle, algo que
sólo ella era capaz de conseguir.
—Vete.
—¿Adónde? ¿A Kyoto?
Asintió.
—Me dijiste que ibas a ir este fin de semana. Estaré bien, no lo retrases
por mí.
La miró tan intensamente que podría haberla devastado en llamas.
—Si tienes otra crisis y no te atienden con rapidez por incoherencia de
diagnósticos, podría ser demasiado tarde.
—No va a pasar nada. ¿Alguna vez te he mentido?
Él, resignado, negó con la cabeza.
—Me prometiste que me salvarías. Haz lo que tengas que hacer, seguiré
esperando porque creo en ti.
Rodeado por infinidad de aparatos y la frialdad del entorno, Kazutaka la
besó en la frente. Era bien entrada la madrugada, si se daba prisa podría coger
el primer tren bala.
No quiso prolongar la despedida más de lo necesario. Mientras tomaba
un taxi hacia la estación central de Tokio, su furia fue incrementándose.
Como una bestia acorralada ante lo que más temía, se vio impulsado a
embestir de frente, haciendo de la crueldad un escudo con el que protegerse de
los golpes.

-5-

Satomi releyó el importe del cheque, estallando en una risa histérica.


—Se trata de una broma, ¿no? ¡Con esto no puedo pagar ni una tercera
parte de las facturas! —inquirió.
Kazutaka se mostró firme. Con cada visita, aquel sujeto responsable
directo de su alumbramiento le resultaba más repulsivo.

173
—Conténtese con el pago en muestras que le hago. Nadie podrá proveerle
de tantas y en buen estado sin trámites.
El académico se secó el sudor, fruto del nerviosismo. No quería volver a
pasar por una auditoría y ver peligrar su puesto, minada la escasa reputación
que como científico conservaba.
—Sigo sin comprender el motivo por el que no puedes realizar tu estudio
en otro laboratorio. ¿El hospital donde trabajas no está lo suficientemente
capac…?
Muraki no le dejó terminar, tomándole de las solapas de la bata y
empujándole contra la mesa.
—Si valora su vida, no vuelva a exigirme justificaciones.
—¿Me estás amenazando? —inquirió entre asombrado y aterrado.
—Tenga paciencia. Cuando obtenga resultados, le haré famoso. Usted
tendrá el reconocimiento que siempre ha deseado. No podemos abandonar
ahora que nos encontramos tan cerca.
Satomi le obligó a soltarle, zafándose de sus poderosos puños.
—¿Cuándo me traerás lo que falta?
—Antes de que el mes acabe. Argumente los gastos si le reclaman,
improvise. Tendrá noticias mías cuando sea oportuno.
El profesor se quedó mirando el campus desierto a través de las ventanas.
Se desahogó tirando al suelo un grupo de probetas, derramándose los líquidos
por doquier. Uno a uno, los órganos que servían de base a su investigación iban
muriendo, haciéndole fracasar en el encuentro de aquella clave que le llevó,
hacía casi treinta años, a crear de la nada.
Varios metros por debajo, Muraki abandonó la Universidad sin pasar por
su laboratorio. Tenía planeado dedicar la totalidad del día contiguo al
mantenimiento artificial de Saki.
La luna llena brillaba en el firmamento, iluminando su avanzar por las
adoquinadas calles de la ciudad imperial. El viento arrastraba las hojas caídas,
formando remolinos a la entrada de Kokakurô, donde las estaciones no existían
y el mundo parecía haber dejado de girar.
Ni siquiera el aura magistral encerrada en el recinto podía apaciguarle. La
encargada mostró alivio al verle entrar, apresurándose a presentarle ante el
dueño legítimo del viejo caserón.

174
—Señor, el joven doctor acaba de llegar.
—Haz que venga.
Siguió fumando, conteniendo a base de humo de tabaco el profundo
disgusto que le invadía. Se había enterado del percance por una llamada
telefónica de Ukyô, pasando la totalidad del día sin conocer cuál era el paradero
de Kazutaka.
Aunque sabía que él siempre estaba en el mismo lugar, y que únicamente
regresaba al que fuese su refugio envuelto en el manto de las estrellas, ello no
restaba intensidad a su enfado.
El recién llegado deslizó las puertas correderas, procurándoles intimidad.
Oriya no se inmutó, permaneciendo de espaldas de cara al jardín. Ante tan
hostil recibimiento, el médico poco hizo por ocultar su creciente crispación.
—Será mejor que me vaya directamente a dormir.
Mibu, dolido, dejó la pipa sobre los escalones y penetró en la instancia.
—¿Crees que eres el único que sufre por ella? ¡Podrías haber venido antes,
o hacerme llegar una nota!
—No quiero hablar de eso.
Desde que se conocieran había tratado de ayudarle y, en cierto modo,
aislarle del dolor alentándole a que se entregara a sus utópicas ambiciones. Pero
en ese instante Mibu no aguantó más, soltando de una tajada todo lo que tenía
condensado en su interior.
—¡Abre los ojos, Muraki! —gritó—. ¡Déjate de jugar a ser Dios y
aprovecha la vida que tienes, y que has gastado inútilmente en vengarte de un
muerto! Tienes que ser realista, Ukyô está grave, tú mismo me has dicho que no
le queda demasiado. ¿Por qué no renuncias a tus delirios de grandeza, y en lugar
de meterte en ese laboratorio pasas junto a ella todos los momentos posibles,
antes de que sea tarde?
Por primera vez en todo lo que la relación de ambos había durado, Mibu
le vio no ya como el hombre por el sentía apego, sino como el ser grotesco que
tantas almas había sesgado.
El aura ficticia de Kazutaka se enervó, envolviéndole una energía densa, y
su rostro dibujó un rictus perfecto de odio.
—Ukyô no va a morir —susurró.

175
Paralizado por el repentino miedo, Oriya le sostuvo la mirada,
dominándose. Permanecieron confrontados por segundos que parecieron
eternos, hasta que el doctor avanzó en dirección a las afueras.
—¿Dónde pretendes ir? —volvió a preguntar.
La respuesta fue tan sincera que se le clavó en el corazón.
—Necesito cobrarme otra víctima. No quiero que tengas que pagar por mi
sed de sangre si pierdo los estribos.
Mibu se dejó caer de rodillas sobre el tatami, desesperado. De los tres
papeles del triángulo, el suyo era el peor, destinado a ser espectador de una
tragedia en la que no podía tener parte activa, tan sólo esperar y callar, guardar
secretos y más secretos.
Muraki se perdió por los laberintos de Kyoto, salpicados de rincones
oscuros en el perímetro inicial de los bosques. Sólo las pocas mujeres de la
noche que no trabajan bajo los techos del local de citas acudían a esos parajes; él
lo sabía perfectamente.
Una joven le distinguió, acercándose para ofrecer sus servicios.
—¿Quieres algo de compañía? —dijo, iniciando la transacción.
—Ignoras hasta qué punto te necesito —respondió él, clavando los labios
en su cuello.
La prostituta, acostumbrada al pasional desahogo de muchos clientes, no
opuso resistencia al ser conducida hacia un cerezo cercano. Correspondió a los
movimientos certeros de él con gemidos sobreactuados, esperando que todo
acabara pronto para, quizás, obtener un pago elevado y dar por terminada la
jornada.
Pero su suerte no era esa. La luna se tiñó de sangre cuando el suelo quedó
mojado de carmesí, derramándose la esencia de la joven a borbotones, siendo
aspirada su alma.
Kazutaka se recreó en la única secuencia capaz de otorgarle paz. No la
había llevado hasta ahí por azar, ese árbol era tan sanguinario como él, un
vampiro que recibía con agrado las ofrendas al enterrar junto a sus raíces los
cuerpos que ya no le servían, regalando a la vista flores eternamente rojas.
Como en cada ocasión anterior, procedió a ocultar a la maltrecha mujer,
pero a diferencia de crímenes anteriores, no estaba solo.

176
A pocos metros, un muchacho presenciaba el macabro espectáculo. Se
había escapado de casa para despejarse en el frescor de la noche, huyendo de la
maldición a la que su familia le había condenado.
Su nombre era Hisoka Kurosaki, mas a Muraki no le importaba. El único
hecho relevante era que había presenciado lo que nunca debió, y debía pagar
por ello.
Contempló su hermoso rostro de facciones femeninas, sus enormes ojos
brillantes, y su esbelto cuerpo de virginal adolescente.
—Eres afortunado, chico… demasiado hermoso para compartir la misma
suerte que esa vulgar ramera. Tú mereces un trato especial.
Le tomó abruptamente, tirándole al suelo y posándose sobre él.
Horrorizado por la mirada demente de aquel sujeto, Hisoka pidió ayuda a pleno
pulmón.
Nadie acudió a socorrerle.
Kazutaka le rasgó la ropa a tirones, dejándole completamente desnudo.
Las lágrimas comenzaron a regar las mejillas del joven cuando le fueron
dictadas más palabras envenenadas.
—Sería una lástima morir virgen, ¿verdad? Tranquilo, yo le pondré
remedio.
—¡No! ¡Déjame!
Sus gritos de pavor se mezclaron con otros de placer, acongojándole la
mezcla de impulsos contrapuestos. La boca del raptor recorría su juvenil
miembro erecto, obligándole a jadear, esforzándose por no asimilar los
estímulos.
—Vamos, dame lo que quiero ver… —continuó Muraki, masturbándole
con celeridad—. El último y desesperado rayo de luz que emite un alma antes de
perecer…
Hisoka gimió, llenándole la mano de la blanquecina sustancia extraída. Al
haberle llevado al orgasmo, su espíritu estaba alterado, condición indispensable
para que el conjuro fuese efectivo.
Se manchó los dedos de la sangre que aún empapaba la corteza del
cerezo, y con esa mezcla de esencias tan representativas, comenzó a dibujar
sobre su cuerpo los kanjis de la maldición.

177
El chico sentía que la piel le abrasaba a cada trazo, dejándose la garganta
en más gritos inútiles, hasta que las cuerdas vocales se rindieron.
Invocando a los entes que bailaban a su alrededor, Kazutaka lanzó el
hechizo.
Le condenó a un morir lento en el que no sería consciente de lo que había
pasado. No recordaría lo ocurrido, pero quedaría ligado a él por un sutil vínculo,
sirviéndole, obedeciéndole.
Contempló satisfecho su obra, escenificada en el tierno cuerpo al que
acababa de masacrar con exquisito gusto.
Y rió, porque esa era la mejor muñeca que había conseguido, por encima
de todas las demás. Una a la que había atado a la muerte, y que le seguiría
incluso después de ésta.

Este juego de pasión se desmorona, soy el origen de tu autodestrucción.


Las venas se te marcan de pavor, la oscuridad te envuelve,
y te conduce hacia tu muerte.
Pruébame y verás que necesitas más.
Dedícate a asimilar la manera en la que te estoy matando.
Arrástrate, más deprisa, obedece a tu amo.
Tu vida se consume, obedece a tu amo.
Soy el amo de las marionetas, manejo tus cuerdas,
controlo tu mente y destrozo tus sueños.
Te he cegado, ya no puedes ver nada, clama mi nombre, que yo te oiré gritar.

Metallica, “Master of puppets”.

178
Capítulo 16: Predestinación (final)

Ukyô terminó de deshacer la maleta que había llevado consigo. Pese a la


insistencia de los demás había llegado a Kokakurô por su propio pie, sin dejar
que nadie acudiera a buscarla y transportara sus pertenencias.
Bastante herida se sentía ya por haber tenido que renunciar a la vida que
había construido. Aquella primera crisis sufrida en medio del despacho no
resultó ser una simple caída debida a la tensión laboral. Las visitas al hospital se
incrementaron, las bajas temporales se convirtieron en frecuentes y, dado que
su inexplicable estado de salud le impedía ejercer como en el pasado, decidió
presentar voluntariamente la dimisión antes de aceptar una carta de despido.
Sin fuerzas ni ánimos para permanecer en la capital, decidió invertir la
herencia recibida de sus padres en comprar una sencilla vivienda a las afueras
de Kyoto. Dicho dinero le permitía dedicar los días al jardín, sin mayor
preocupación que la de preservarse hasta que llegara el momento.
El juramento de Kazutaka flotaba en el aire como el aroma de los cerezos,
alentándole a seguir siendo la mujer que ocultaba con simpatía y coraje lo
deteriorado de su interior. Pero hasta las criaturas más resistentes necesitaban
un paréntesis de apacibilidad.
Ya no le quedaba familia en la que resguardarse, ocupando Oriya y las
magníficas instalaciones que coordinaba ese vacío. Por tercer año consecutivo
desde que renunciara a la abogacía se dispuso a pasar una semana al amparo de
su anfitrión, el cual la trataba con privilegios semejantes a los de la antigua corte
imperial.
Mibu abrió lentamente la puerta corredera, encontrándola de rodillas
guardando su ropa. Se sonrieron cuando sus miradas se encontraron, y procedió
a recibirla como era costumbre. Aunque vivían de nuevo en la misma ciudad,
Ukyô gustaba de total independencia. Sólo sabía de ella en sus cortas vacaciones
anuales, o en anecdóticas llamadas telefónicas.
Muchos se preguntaban quién era realmente, incluso especulaban sobre
si sería la candidata a contraer matrimonio con el joven señor, o se trataba de
una concubina más. A él poco le importaba la palabrería de sus empleados. Se
limitó a estrechar entre los brazos a su mejor amiga, demostrándole que el

179
cariño y confianza que hacia ella profesaba no había hecho sino incrementarse
desde la noche en la que la conoció fortuitamente.
—En momentos como este lamento estar prometida.
—Siempre te lo digo. Tengo el equipaje escondido en los arbustos,
esperando a que te decidas para fugarnos.
Siguieron mirándose varios segundos hasta que rompieron a reír.
—Yo seré Thelma, y tú Louise —agregó la invitada.
—Huyendo del mundo, desencantados de los hombres —replicó él.
Mibu espació las carcajadas hasta que estas fueron remitiendo. Suspiró,
relajado del ajetreo cotidiano. Desde que Muraki se marchara a vivir a Tokio,
sólo reía cuando ella estaba presente.
—¿Puedo serte sincera?
—Claro.
—Te noto demasiado apagado.
No hizo ademán de desmentirlo. Se sentía cansado, gris, oxidado. Como
un muñeco que se daba cuerda a sí mismo obligándose a seguir funcionando. La
incertidumbre del paso del tiempo y lo que esto implicaba pesaba en su aura,
afectándole física y anímicamente.
—Estoy bien, necesito desconectar un poco, solamente eso. La recepción
del Embajador acabó anoche, ahora tú eres la protagonista —indicó,
esforzándose por hacer su estancia lo más agradable posible.
Ella se incorporó, vistiéndose con un kimono ligero que le habían dejado
preparado sobre un biombo de bambú.
—¿Sabes qué? Como clienta habitual tengo una queja. Podrías tomarlo
como una sugerencia para mejorar el negocio.
Oriya le tendió la mano para dirigirse juntos a las termas y pasear hasta la
hora de la cena.
—No irás a pedirme que restaure los suelos, ¿verdad? Saldría una fortuna.
—Algo mucho mejor… hay demasiadas mujeres al servicio de tus
comensales, pero… ¿qué pasa con tus invitadas? ¿No tenemos derecho a un
poco de compañía masculina?
Él fingió una pose seductora, ayudándola a bajar los escalones.
—Me ofendes. Creía que con mis encantos te satisfacía.

180
Comprobando que ella volvería a reír en breve, irguió la cabeza e imitó a
Muraki en dicción y tono de voz.
—Le rebanaré el cuello a todo aquel que se atreva a tocarte en mi
presencia.
Logró el efecto buscado, brotando la risa de sus finos labios. Ellos dos
eran los únicos que estaban en posición de convertir en broma los oscuros
secretos que el doctor encerraba, pintando con sangre ajena el escenario donde
deambulaban en ansias de un futuro mejor.
Caminaron entre los setos, admirando la belleza de las flores y el cantar
de las aves silvestres. Ukyô se detuvo a la orilla del lago, contemplando su
reflejo. Se arrodilló para tocar la superficie con los dedos, rompiendo la imagen
en miles de ondas.
—¿Cuándo vendrá?
—No lo sé. Ayer pasó la noche en su habitación, pero no llegué a verle.
Hace mucho tiempo que únicamente intercambiamos las palabras justas.
Terminó por sentarse en la hierba, absorta en la recomposición del reflejo
una vez que la superficie del agua se estabilizó. Por mucho que se esforzara en
aparentar tranquilidad, alojaba una densa pena, y los presagios indicaban que
ésta no desaparecería.
—A veces le detesto por tratarte tan fríamente.
Mibu tomó asiento a su lado, pasándole lentamente un brazo sobre los
hombros.
—No le culpes, es lo que yo quería que ocurriese —le dijo con lentitud.
—Pero no se da cuenta del daño que te hace.
Cortó una brizna de hierba próxima, llevándosela a la boca para
mordisquearla.
—Él sabe perfectamente que lo que más me heriría es que dejase de venir
a Kokakurô. No tienes de qué preocuparte, hace mucho que asimilé que eso es lo
único que puedo obtener de Kazutaka.
La chica reflexionó las palabras, cobijándose en el torso portentoso de su
confidente.
—Ya nada volverá a ser como antes… —murmuró con un nudo en la
garganta— Por mi culpa os habéis distanciado.
El sabor de la hierba se tornó tan amargo como la apreciación hecha.

181
<< Ukyô no va a morir >>
Cerró los ojos, evitando recordar esa noche en la que un atisbo de pánico
se apoderó de él. A cada día que pasaba, Muraki se encerraba más en sí mismo,
ni siquiera Oriya podía hacer demasiado por paliar su conducta violenta y
desenfrenada. Estaba al tanto de muchas de sus maquinaciones, pero imaginar
cuántas otras permanecerían al margen su conocimiento le provocaba vértigo.
La estrechó, apoyando la barbilla sobre su cabeza. La luna ya asomaba a
lo lejos, y cientos de luciérnagas les volaban alrededor, trazando maravillosos
halos dorados.
—Eres la única que puede curar sus heridas —le susurró—. Los Dioses
saben que he hecho todo cuanto está en mi mano, pero su corazón sólo te
pertenece a ti.
—Mibu…
Posó un dedo sobre sus labios para impedir que hablara.
—No digas nada. Cuando todo haya acabado y os caséis tendremos que
separarnos. Tú lo sabes, yo lo sé, por eso entre nosotros no hay hipocresía que
valga. Pase lo que pase, nunca podré agradecerte que no me obligases a
apartarme antes de tiempo.
Ukyô ahogó un sollozo sobre su pecho, encontrando consuelo en sus
cálidas caricias.
—Eres una mujer increíble. Ojalá me hubiese enamorado de ti y no de él.
Permanecieron callados varios minutos. Las cigarras canturreaban,
entonando una melodía veraniega asociada al sofocante calor japonés. Divisó
nuevas luces a lo lejos provenientes del caserón, animándola a olvidar lo
sucedido y disfrutar de la velada.
—Ya lo han preparado todo. ¿Quieres cenar en su habitación y esperarle
allí?
—¿No vas a unirte a nosotros?
Negó con la cabeza.
—Tengo todavía muchas cosas que hacer… y he de entrenar, perderé la
forma si dejo pasar otra sesión.
Ukyô se secó las mejillas, aceptando su ayuda para ponerse en pie. Le
acompañó hasta el templo una vez deshecho el camino, y tras dejarle a solas con

182
las katanas y rituales entró a la habitación que pertenecía a su novio formal,
topándose con lo que esperaba encontrar.
La misma pulcritud siniestra y milimétrica que le había rodeado desde
niño. La misma sobriedad en el entorno. Las mismas muñecas macabras
mirándola desde los estantes.
Fue como si se hubiese transportado varias décadas hacia atrás y
estuviese entrando en la mansión que los Muraki por aquel entonces ocupaban.
Habían pasado demasiadas cosas desde el primer encuentro de ambos, y sin
embargo nada había cambiado en realidad.
La comida aguardaba sobre unas esterillas en el tatami, colocada con
esmero por formas y colores, pero no quiso probarla. En lugar de ello, se dijo
que tenía derecho a descubrir qué era lo que se ocultaba tras aquella perfección.
Revolvió cajones, sacando camisas y carpetas de documentos,
esparciéndolos por los suelos de caña y la mesita auxiliar. Los minutos volaron,
sumergiéndose en una entropía de papeles que por su complejidad era incapaz
de comprender. Exasperada por los gráficos y anotaciones, desvió la atención
hacia la niña de porcelana que siempre la había cautivado, precisamente aquélla
que él no le dejaba tocar.
Verónica, con sus rubios tirabuzones, sus inertes ojos de vidrio y sus
ropas de terciopelo exquisitamente colocadas, pareció estremecerse cuando la
tomó entre los brazos. Quiso vencer lo inexpresivo de su gesto a base de
mimarla, como si fuese a cobrar vida de un momento a otro.
Al forzar ligeramente el cuello para colocarlo notó que éste cedía a la
presión. Las pulsaciones se dispararon cuando al extraer la cabeza del tronco vio
que la muñeca era hueca, y que sus entrañas de porcelana custodiaban el más
preciado de los tesoros.
Extrajo un pedazo de cartón viejo, amarillento por los años. Tenía una
fecha apuntada en su reverso con caligrafía anticuada.
—1925… —leyó en alto.
Al mirar el reverso comprobó que se trataba de una fotografía. La imagen
mostraba a un hombre postrado sobre una cama de hospital. Tenía la cara
parcialmente vendada y su extrema delgadez le daba un aire frágil que
conmovía.

183
¿Por qué guardaba celosamente algo así? ¿Por qué la ocultaba en el
interior de la muñeca?
Kazutaka abrió las puertas correderas, accediendo a la dependencia por el
jardín. Se la encontró de espaldas, viendo desde lo alto el hallazgo que Ukyô
había hecho.
—Creí haberte dicho que no la tocaras —le dijo, en referencia a Verónica.
Ella se giró. Le tomó de la mano y tiró de él para que se sentara a su lado,
sin dejarse persuadir por sus reproches.
—Estoy cansada de querer creerte y no encontrar motivos para hacerlo.
Él se quitó las gafas y la chaqueta, procediendo a aflojarse la corbata para
ponerse cómodo.
—Es mejor que no lo sepas.
Ukyô le miró, sin dejar de sostener la fotografía entre los dedos.
—Yo no soy como Mibu. No voy a callarme y marchitar de pena por tu
indiferencia. Dime quién es él y por qué tanto misterio a su alrededor.
Kazutaka contempló al joven que desde adolescente había constituido su
particular obsesión. Agotados los recursos para persuadirla, cedió.
—Era un antiguo paciente de mi abuelo. Durante tres años subsistió sin
ningún alimento, sobreviviendo a varios intentos de suicidio. Tras haber
analizado la documentación de los archivos, sólo puedo sonsacar una
afirmación… ese hombre poseía un cuerpo perfecto.
Ella frunció el ceño, angustiada.
—¿Qué quieres decir?
—No fue un humano corriente. Aunque logró morir, sus células tenían un
prodigioso poder de regeneración, una sangre sobrenatural… él es la clave,
Ukyô.
—¿La clave de qué?
Le quitó el cartón lentamente, sosteniendo su rostro entre las manos para
acercarlo al suyo.
—Tu salvación y mi paz. Le he estado buscando sin descanso, y presiento
que pronto acudirá a mí. Cuando lo haga podré llevar a cabo el experimento que
he preparado durante toda mi vida… Me vengaré de mi hermano y tú te librarás
de la malformación de tu código.
—Pero si has dicho que… está muerto… —repitió, temblorosa.

184
La besó en los labios para calmarla.
—Por eso vendrá a mí. Le he visto en sueños, los entes me dicen que
continúa ligado a este mundo. Seguiré derramando sangre hasta que el
Shinigami acuda desde el Más Allá.
Ukyô finalmente pareció vislumbrar la luz. Un peso terrible cayó sobre
sus hombros al ser consciente de la cantidad de cadáveres que su cura había
ocasionado.
Pese a ello, se sintió tranquila por conocer la verdad.
—Estaba en lo cierto… el rojo es tu color —susurró, tocando la pulida
superficie de los pendientes de Kazutaka.
—Come algo y descansa. Necesitas reponerte.
Le hizo caso, agotada espiritualmente. Ingirió las pequeñas cantidades
que su estómago pudo asimilar y se dejó arropar por él. Muraki permaneció al
lado del futón hasta que cayó rendida.
Recogió los documentos y los clasificó por tipología, guardando la foto en
una carpeta junto a los informes correspondientes. Una vez estuvo su escritorio
adecentado volvió a besarla en la frente. Dedicó un breve intervalo a
contemplarla mientras sopesaba lo que le había dicho, e improvisó una
alternativa para lo que restaba de noche.
Necesitaba alejarse por unas horas, pero antes había algo que debía
zanjar. Sin hacer ruido la dejó en su habitación, llevando consigo la bandeja con
la cena que había sobrado. Tal y como supuso, las velas del templo seguían
encendidas.
Tomó asiento en las escalinatas que conducían al mismo y se dispuso a
esperarle mientras fumaba un cigarrillo. Oriya no tardó en sentir su presencia,
secándose el sudor y dejando la espada sobre su soporte.
—Deberías ir con ella. Ha venido justo en estas fechas para coincidir
contigo —comentó, admirando el firmamento.
Kazutaka soltó una bocanada de humo, cruzando las piernas.
—Está dormida y yo padezco de insomnio. Si no te apetece mi compañía,
no tienes más que decirlo.
Mibu acabó por sentarse en el peldaño contiguo, reparando en las piezas
y el sake que había traído.

185
—Prefiero que me ayudes a darle cuenta a esto —afirmó, tomando unos
palillos con soltura.
Ambos comieron en silencio, aceptando el mero hecho de estar allí como
el diálogo más trascendente que pudieran emprender. Oriya le sirvió la bebida,
degustando él lo caliente del alcohol de arroz. Se había terminado su dosis
cuando Muraki le hizo una pregunta delicada.
—¿Tú la quieres?
Sorprendido por la cuestión, apoyó las manos sobre las rodillas tras haber
devuelto el cazo a su lugar.
—Querer a alguien es muy subjetivo. La afinidad no tendría que medirse
en grados.
—No te andes con rodeos.
Oriya le miró a los ojos, primero al artificial que él mismo había
implantado, luego al plateado que le fascinase una tarde cualquiera durante sus
años de universitario.
—Si te refieres a que si daría todo lo que tengo por hacerla feliz, la
respuesta es afirmativa. Ahora explícame a que viene tanto interés.
Kazutaka se sirvió otra copa de sake, bebiéndosela de un trago.
—Prométeme que si llegara a ocurrirme algo, cuidarás de ella.
Su antiguo amante esbozó una sonrisa agridulce.
—Con mi sensibilidad a las ánimas tendría que soportar a tu fantasma
reprochándome eternamente que la desposara en tu lugar —bromeó.
El doctor no añadió nada, limitándose a ponerse en pie y alejarse del
templo con dirección indefinida. Mibu interpretó aquella petición como un
bálsamo para sus cicatrices, pues sabía que Muraki acababa de dejar en sus
manos el bien que más preciaba, lo cual sólo podía significar algo…
Que pese a todo, el vínculo forjado entre ellos dos era irrompible.

-2-

No había vuelto a pisar los dominios de su familia desde el asesinato de


Gemmei. La inercia, unida a la curiosidad y al deseo de aislarse durante unas
horas, hizo que caminara entre la oscuridad de las calles hasta la que había sido
su casa.

186
Le habían llegado rumores sobre el abandono de las dependencias. Los
familiares lejanos que ahora la regentaban no residían allí, pues afirmaban que
la mansión estaba maldita. Al asomarse a las vallas que delimitaban los terrenos
observó que los setos y matorrales crecían sin control, y que algunas de las
ventanas habían sido apedreadas.
Siguió el perímetro del jardín, apartando cuantas ramas encontró
taponando su salida secreta. Cuando era mucho más joven solía escapar por ahí
para saciar su sed en los mundanos callejones, y dado que nadie llegó a
sospechar a tiempo, el hueco seguía intacto.
Bordeó el exterior de la vivienda, divisando los desperfectos en la madera
y la urgente necesidad de pulir y barnizar aquellas paredes exteriores. Pero ya
no era asunto suyo, y no sentía ningún tipo de apego por los recuerdos que
todavía conservaba.
Metió las manos en los bolsillos y anduvo hacia los bosques privados, tan
frondosos que tanto él como Ukyô se habían extraviado en sus lindes la noche
de su séptimo cumpleaños. Las hojas crujían al paso, las criaturas salvajes
enmudecían y los espectros que deambulaban por entre las copas aguardaban
expectantes cada uno de sus movimientos.
En lo alto de una colina se apoyó junto a la corteza de un árbol y
contempló la luna. Estaba hermosa, grande y brillante, vigilándole desde lo alto.
Kazutaka apretó los puños y golpeó el tronco del roble, descargando su
impotencia.
—¡Dame más poder, Suzaku! ¡Te entregaré más almas, insúflame tus
facultades! —rugió.
La luz que le bañaba se tornó rojiza, y sintió como si le quemara la
superficie cutánea. Rió satisfecho por el efecto de su plegaria, recibiendo las
atenciones de la Diosa en un nuevo otorgamiento de privilegios. Levitó sobre el
suelo mientras una corriente de energía le atravesaba, afinando sus sentidos
hasta el límite.
Necesitaba arrebatar más vidas, sobrepasar la frontera de lo razonable
hasta desequilibrar los recuentos del Rey Enma. Sólo cuando en la otra
dimensión escucharan los ecos de su gutural risa, habría alcanzado los objetivos.
Cuando la transfusión hubo cesado miró a su alrededor, distinguiendo
que por doquier manaban pequeños fuegos fatuos, residuos de almas que

187
continuaban vagando sin saber a dónde ir. Sobre las gruesas raíces de otro árbol
próximo un remolino de dichas auras se formó, girando en un punto concreto.
Escuchó una voz que le llamaba. Movido por sus instintos sobrenaturales
comenzó a escarbar en la tierra, apartando la capa de hojarasca y humus. Una
forma humanoide no tardó en dibujarse, resurgiendo de la improvisada tumba.
Sus conocimientos forenses le permitieron delimitar, a juzgar por los
signos del cadáver, que aquella muchacha debía llevar muerta cerca de
veinticuatro horas. Era bella y de constitución delgada, con una cabellera lacia
que le caía por la cintura. Su rostro manchado de los efluvios forestales no
reflejaba el tormento que la había llevado al suicidio.
El cúmulo de energía pujaba por retornar a su recipiente original, y él lo
sintió. Ese alma errante reclamaba volver a María, la dueña que había decidido
abandonar una vida que sólo le ocasionaba dolor. La magia de los escenarios no
compensaba la presión a la que su madrastra la sometía, evidenciando aquella
falta de cariño el que la hubiesen enterrado furtivamente en los bosques, con la
intención de permitir que su cuerpo se pudriera sin que nadie supiese qué había
sido de la popular diva.
Kazutaka concentró el halo, haciendo de portavoz de la voluntad de
Suzaku. Devolvió el alma a su cuerpo, liberándola falsamente de esa muerte,
convirtiéndola en una no viva. La luna de sangre la condenó a matar en nombre
de su creador, alimentándose del elixir de las víctimas que afuera esperaban.
Aguardó a que la vampiresa abrió los ojos, doblegándola a su voluntad
como si fuese otra de sus muñecas.
—Mata por mí, María… tráeme más almas.
Lo primero que la joven vio al resucitar fue una estampa que no olvidaría
pese al trance en que se encontraba: aquel enorme astro escarlata en el cielo, y
una silueta negra recortada, guiándola hacia el descenso a los infiernos.

-3-

La rutina laboral del doctor se vio trastocada por algunos cambios


significativos. Dada la mejoría aparente de Tsubaki, consiguió que su jefe le
dejara libertad para poder ejercer de médico particular de otras personas.

188
Además, para un miembro de la alta sociedad como era el caso de
Kakyôin, afirmar que su hombre de confianza se encargaba directamente de
María Wong, la prestigiosa cantante lírica, era un orgullo. Los medios habían
aclamado su regreso al espectáculo y todos parecían encantados, salvo una
persona…
La mujer que se había encargado de ella durante su trayectoria artística
sucumbió al horror de verla con vida, pese a haber descubierto su cadáver hacía
no más de una semana. La hermosa joven y su cuidador se adentraron en la
habitación de hotel donde la madrastra, aterrorizada, tropezaba con las sillas
cercanas en un intento de huída.
—¡Es imposible! —titubeó—. ¡Estabas muerta, yo misma te encontré
desangrada en la alcoba!
María la miraba con ojos vacíos. Algunos metros por detrás, Kazutaka
observaba las reacciones producidas por el encuentro.
—No estaba muerta —afirmó, hechizando a la mujer con su mera
presencia—. La encontré enterrada en los bosques de mi propiedad,
milagrosamente aún respiraba. Tras reanimarla y darle los cuidados necesarios,
su organismo recobró la normalidad.
Esa era la versión oficial, aunque no la auténtica. Manejaría a su antojo a
esa déspota para que le permitiese tomar el control absoluto sobre su ahijada.
Se acercó a María, peinando con los dedos su cabellera de seda.
—Una celebridad necesita que vigilen su salud constantemente. Yo me
haré cargo de ella.
La madrastra iba a protestar, pero la sombría expresión del médico se lo
impidió.
—Si hace esto por dinero, le denunciaré.
—Ejerceré mi labor de forma altruista… su talento supera con creces
cualquier otro tipo de remuneración.
Ladeó la cabeza de la muchacha, dejando su cuello a la vista. Lo rozó con
los labios, deslizando éstos hasta que se posaron sobre su oído.
—La noche te espera, preciosa.
María asintió mecánicamente, sin control alguno sobre sus funciones. Los
puertos de Nagasaki, ciudad en la que ofrecería su próximo recital, fue la
localización elegida para su primera cacería.

189
Un par de marinos charlaban animadamente por las aceras cercanas a los
embarcaderos. La faena en el mar era dura, y tras varios meses sin otra
presencia que la de los integrantes de la tripulación y los especímenes
capturados en los bancos pesqueros, se echaba de menos la esencia femenina.
Ambos repararon en las soberbias curvas de la chica, murmurando por lo
bajo que jamás habían visto algo semejante. Pensaron que iban a tocar el cielo
cuando ésta se les acercó por propia iniciativa, quizás para preguntarles alguna
dirección, o para ofrecerles la tal ansiada compañía.
María les sedujo, sin encontrar impedimentos para hundir sus afilados
incisivos en la carne, perforando arterias y succionando hasta que los corazones
dejaron de palpitar, resecos.
Los cuerpos inertes cayeron con estrépito al suelo, y ella se alejó con sigilo
para buscar al siguiente incauto. Más de una docena caerían en sus garras
durante las siguientes horas.
Desde lo alto de un campanario, Muraki se regocijaba por el éxito de su
plan. Sentía a cada una de las víctimas como si él mismo se las hubiera cobrado.
Tal y como había hecho hasta entonces, esperó. Mas ahora intuía que en
breve ya no sería necesario seguir haciéndolo.

-4-

El encargado del Departamento de Citaciones del Enma resopló sobre su


escritorio, volviendo a revisar las fotografías que Yukata Watari había
recolectado sobre la misteriosa oleada de asesinatos en el distrito sur.
—La Habitación de las Velas está saturada.
—Hemos contabilizado unas cincuenta víctimas, jefe —dijo el rubio y
espontáneo científico—. Todas presentaban exactamente las mismas cicatrices,
dos incisiones paralelas sobre la yugular… Murieron a consecuencia de un
desangramiento, pero no se encontró rastro alguno de sangre por los
alrededores.
—¿Vampirismo?
—Eso parece —replicó Watari.
Tenía que mandar efectivos cuanto antes, ¿pero quiénes? El más eficiente
de sus empleados, Seichiro Tatsumi, se había convertido en su secretario tras

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renunciar al puesto de investigación activa. A Watari ya le correspondía otra
área, y los restantes Shinigamis se encontraban inmersos en sus respectivas
labores.
Sólo quedaba disponible… él.
—Convoca una reunión en la sala de proyección, y avisa especialmente a
Tsuzuki. Voy a asignarle el caso.
—Enseguida —respondió cordialmente.
Nada más hubo salido de la oficina, Yukata se despojó del velo de
seriedad y corrió por los pasillos en su busca. Le encontró, como no, al lado de la
máquina de café con la intención de zamparse un pedazo de pastel.
—¡Tsuzuki! —gritó, achuchándole— ¡Te van a asignar un caso! ¡Es tu
oportunidad de ascender!
El veterano empleado le miró, atragantándose.
—¿En serio? ¿Qué ha pasado?
—Ahora te lo explica el jefe, vete a la 36. Voy a preparar las diapositivas.
El efusivo escándalo llamó la atención de Tatsumi, obseso del orden y la
racionalización. Dado que lo había escuchado todo, puso rumbo junto a Watari
hacia la respectiva sala.
—¿Has oído lo del nuevo? Van a trasladarle a nuestra sección.
—¿El chaval? Dicen que es muy joven.
Una vez en la habitación dispuso las sillas mientras su compañero ponía a
punto el proyector.
—Le van a asignar también este caso, a ver qué tal lo encaja Tsuzuki.
El mencionado apareció alegremente apenas unos segundos después.
Nadie había vuelto a mencionar los anteriores intentos fallidos de encontrarle
una pareja laboral a Asato. Por el aprecio que sentían y el pasado en común de
Seichiro para con él, siempre le trataban con mayor benevolencia de la habitual,
conscientes del atormentado universo que se escondía tras su fachada amable e
ingenua.
—¿Qué tiene para mí, jefe?
El responsable lanzó una mirada asesina a Watari, acusándole sin de
haberse ido de la lengua.
—Vayamos al meollo de la cuestión —propuso con una apurada sonrisa.

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Una a una fue pasando las diapositivas, insistiendo en la similitud de las
marcas y el procedimiento empleado por el asesino.
Tras haberlas visionado y comentado, el mayor de todos los presentes
sentenció.
—Tsuzuki, te marchas ahora mismo a Nagasaki. Encuentra al culpable y
resuelve el caso. Tu nuevo compañero se reunirá contigo allí.
—¿Mi nuevo compañero? —preguntó.
Asato tomó aire y se puso en pie, despidiéndose para preparar el viaje.
Tenía que hacerlo bien esta vez, no podía volver a fallarles. De nada servía ser el
más capacitado en las invocaciones si sus logros no deportaban éxito alguno al
departamento.
Dispuesto a trabajar a conciencia y esforzarse para que su nuevo
complemento no le abandonara a las pocas semanas de servicio conjunto, se
materializó en forma humana una vez hubo atravesado la frontera que separaba
el mundo de los muertos del de los vivos.

-5-

La ciudad se mostraba radiante, compensando el calor veraniego con la


brisa marina que llegaba desde el océano. Nagasaki se había recuperado de la
catástrofe atómica sufrida, y por sus empinadas cuestas cientos de habitantes
disfrutaban de la tarde en los parques, comercios y demás centros de ocio.
La alarma por los homicidios se había disparado entre los vecinos, mas
nadie estaba dispuesto a renunciar a su tiempo libre por el miedo. Las madres
paseaban a sus hijos, las parejas acudían a los miradores tomados de la mano, y
en medio de la ecléctica arquitectura se erigía un templo católico, vestigio de las
comunidades occidentales que tras siglos de persecución se habían asentado en
tierras niponas.
Kazutaka se adentró en la iglesia. Ningún fiel oraba en ella, los bancos
estaban vacíos y la luz penetraba a través de las cristaleras, enmarcando el
enorme crucifijo del altar con rayos de ricos colores.
La contradicción de su ética se debatía entre el escepticismo y la absoluta
devoción. Como científico conocía la fragilidad del cuerpo humano, la compleja

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cadena de reacciones químicas que configuraba la vida. Asimismo, acataba la
existencia de los dioses y espíritus por estar directamente implicado con ellos.
El culto a Cristo le fascinaba. Sus adeptos veneraban la resurrección, la
vida eterna, bebían la sangre del hijo del Creador y aceptaban su agonía como
un ejemplo a seguir.
En cierto modo, ¿qué le diferenciaba a él de esos preceptos?
<< Deja de jugar a ser Dios >>, le había dicho Oriya.
No podía cesar en su empeño de querer resucitar. Era un caballero
designado para emprender esa cruzada, autorizado para cometer pecados que
serían purificados en un glorioso final, ofreciéndose como mártir, dispuesto a
todo con tal de salvar a los que amaba.
Se arrodilló ante la cruz, esperando la señal. Jamás había rezado,
limitándose sus ruegos a los espíritus a cumplir necesidades puntuales.
Cerró los ojos, y habló en silencio con Aquél al que millones de personas
en todo el globo adoraban, ya se llamase Mahoma, Jehovah o cualesquiera otras
denominaciones quisiera la cultura ponerle. Le preguntó si su lucha tenía
sentido, esperando una contestación por simple que fuera.
El sonido de unos pasos concisos rompió la quietud del templo. Una voz
agradable preguntó a sus espaldas en tono cordial y respetuoso.
—Disculpe, ¿ha visto a una chica por aquí?
Muraki se giró, reconociéndole cuando le tuvo ante sí.
Sus facciones delicadas, la envergadura de los hombros, el cabello suave y
castaño… sus ojos, de una tonalidad violeta, irreales, deslumbrantes.
Su aura, impropia de un vulgar humano. Era él, el Shinigami al que había
buscado.
En su mente se atropellaron las frases que por tanto tiempo había
deseado decirle.
<< Eres más hermoso de lo que había imaginado >>
<<Yo aliviaré tu pena. Haré que olvides las muertes que has causado >>
<< Entrégame tu otra vida, revélame el secreto y otórgame la calma >>
Mas sólo una colmaba lo desbordado de su tormento. La respuesta de
Dios, o la casualidad, hizo que por su rostro bajara una lágrima.

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Un simple lloro encarnó el destino al que ambos estaban a punto de
dirigirse, cerrando un ciclo para abrir otro, estrenando la andadura con un
último pensamiento que encabezaría las crónicas del desenlace.
Las palabras que constituían el epicentro de su osadía, de su insistencia,
de su religión.

<< Al fin te he encontrado… Tsuzuki >>

.: Fin :.

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