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Para este número nuestro querido Óscar Grillo nos envió postales de su
encuentro con el Conde de Lautréamont, Giorgio Il Barbone amplía su anecdo-
tario, aproximándose peligrosamente al mito, y cuestionamos “afectuosamente”
la relación de Eduardo Galeano con la naturaleza. Llegaron además poemas, artí-
culos y cuentos desde la otra orilla del Atlántico que el cartero, actualmente
recluido en un psiquiátrico, repartió entre Madrid, Bruselas y Alicante, cuidad
que, como decía al principio, se deja lentamente violar por el invierno.
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poesía
Poema de Eugenia Coiro
Cercanía
y el rojo tiñe
con rubores
mariposa incendiaria
Y si yo te tuviera. Y si.
Juguemos a no pestañear
a que me mires todo-seguido
en el universo tresmilcuatrocientosveintiseis
y ahí afuera que sea reflejo
del vacío de adentro
Él se esconde
estopa deseo
atrás de los ojos
enmudecimiento de labios tirantes
tan sólo tal vez quien sabe piensa
Y si yo te tuviera. Y si.
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poesía
Ciego de luz
busqué la distancia
y pronto fui cayendo,
gota sonriente,
manantial de tiempo,
lluvia -y ella-
el rostro posible de tus palabras.
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poesía
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Poemas de Nelo Curti Contemplo un territorio
de arboledas muertas.
Todo ha huido hace tiempo
de las empecinadas siluetas.
No soy más
que una falsa expectativa.
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Terceto para un amanecer
De pronto viola el asfalto
1 y las tristezas de madera
un falo jugoso y palpitante,
La noche nada de su interior surgen
por las veredas sonámbulas, imágenes y seres,
moja árboles, cicatrices, salen mis padres
da con las boleterías cerradas y me traen
y vuelve un juguete de colores,
de mala gana vuelve sonriente
a oscurecer umbrales aquella bicicleta
y apagar mis cigarrillos que olvidé en la cordillera
mientras pienso y una mujer desconocida
que debería comerme las iglesias salta,
y escupir en cada papelera me besa,
un ritual asesinado. y entonces la recuerdo.
De pronto es un buzo No deja de crecer el prodigioso sexo,
derritiéndose en medio del desierto, nocturno, sonámbulo,
salpicando anuncios y semáforos inseminando soledad.
para que la luna baje Cae a gritos,
y ella sepa que la seguiré buscando. chorreando,
En cada bocacalle me asalta, mi profesora de primaria
clavo una palabra en su sien y dice:
y sobrevive, con lo bueno que eras,
cercándome, negrito,
dejando en mi saliva mirá cómo acabaste,
una mujer que no me besa. e intenta añadir algo
pero ¡plaf!,
se estampa en el cartel de un bar.
Corro por la laberíntica vagina
y me detiene
un señor que pasea
tranquilamente a su mascota:
relájese, muchacho,
¿no lo reconoce?,
es el pene de Zeus.
Me giro
y puedo ver
la majestuosa eyaculación de un sol.
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poesía
Despedida
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poesía
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poesía
Poemas de Lucas Barale
“Me molesta mucho parecer curioso, pero ¿querría usted tener la bondad de decirme quién soy?”
Oscar Wilde, La importancia de llamarse Ernesto
regalos perentorios
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poesía
“Cosas que me pasaron durante la infancia me están sucediendo recién ahora.”
Arnaldo Calveyra
cometas
escudos
juguetes
entrar despacio
cuando no estoy
lo repito
extramuros
hablando en jergas
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La mesa de cartílago
La sombra se derramaba poco a poco por la cara manchada de odio; el brillo se hacía con el quejido austero
del niño en el mar; la sala, hueca y sobria multiplicaba en infinito número, la navaja que yacía blanca y amarilla,
sobre la mesita, entre dos espejos gigantes y terribles.
Yo aquel día salí de la habitación oscura y noté que me había crecido entre el pelo, una espiral abierta, y un
bulto, en la base del cráneo. Las cosas, a mi alrededor, estaban muertas, pero detrás de mí, notaba la caricia de los
que vociferaron en el espacio, la herida brava de una lechuza con ojo de buey latiendo firme en el desfiladero, la
mano abierta de una mujer gorda y desnuda, espantada y hermosa, descifrando la mancha que crecía febril de su
odio y un cuchillo, elevando su anguloso perfil oblicuo, en la retina sonámbula de la noche. Fue la galería la que
engulló la muerte hambrienta y no conseguía quebrar aquel cascarón que empezaba a parecerse a una cadena mal-
dita. Me paseaba por el pasillo cotidiano de aquella casa, escuchaba mi música y notaba, veía, los tallos enraizán-
dose verdes por el salón, pero no me penetraban ya, no sé si podéis entenderme, ya las olas se detenían justo
delante de mi pecho, por más furia que viese a los lejos, por más senderos y estatuas, por más caballos azules, el
agua se transfiguraba dócil ante el ondulante ritmo de mi corazón encendido.
Y aquello, tristemente, me dejaba tan marchito como una gaviota que ya no persigue formas de pulmones ni
sábanas crepitantes en la cabina de plata, ni la raíz, ni la sombra, ni la tez oscura del orangután atado.
Es la sensación con la que viajo paralelo, y no me deja fusilar palabras ante nadie.
Por la boca sólo racimos de insectos, no palabras, no abrazos empinados hacia la montaña profusa, no un
dolor fino en la palma de una mano con otra mano y su quejido y voz corta.
Somos como el humo,
nos ponen nombres como a esqueletos, nos van invadiendo uno tras otro. Una mano gruesa y gigante, abe-
rrante, define nuestro contorno de arcilla, a su antojo. Ya no humo. Masa indiferenciada y seca, como esquirlas
por nuestro suelo cotidiano; vamos pisando los restos, con nuestro nuevo y diminuto cuerpo aún mojado en la
superficie, con la sensación aún hosca de la mano escultora.
Entonces nos convertimos en un ejército recorriendo conductos. La ciudad, queda urbanizada con canales de
acero, todos múltiples, todos paralelos, sin la posibilidad de poder confluir jamás. Nos aproximamos con la boca
exhalando insectos, golpeando de vez en cuando nuestro habitáculo redondo y estéril, y a veces escuchamos el
llanto y siempre, nos acompaña la nostalgia de cuando éramos aire entremezclado.
La navaja la guardo en la mesita y yo, por mi conducto multiplicado en los espejos simulo el aire de la ciudad
destartalada, en el dormitorio cerrado. Dibujo una señal, en las arcas metálicas y pinto de rojo la plata fina de la
hoja.
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Poema de Karina Macció
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poesía
que ven pero no
sienten
no
hay
no
son
flores
no
ves?
cuervos
espinas
acá
no crece
verde.
El congelamiento sube
incongruente
más que nada sentir
este calor desde arriba
las estrellas son soles desbordados
llueven chispas
se incendia mi pelo
mi cabeza
arde
Él
ahí
en la lejanía justa para morir
-Ella-
en el intento
para mutar inexorable
al otro lado de este pisito roto
rajado
Atrapada la venda negra de los ojos (Ella) cae haciendo círculos apretando ese cuerpo
anonadado todavía latiente por cuánto? ¿cómo medir el tiempo en este lugar inventado? ¿en
este rincón que se prende de la nuca y sale por los ojos por la boca por la nariz y el
ombligo? ¿cómo -después de tantas vendas vueltas ventosas- sigue ahí? ¿Él-Ella-ese lugar
atestado de palabras peces que se ríen inútiles del otro lado? Pirañas son——-palabras que
muestran los dientes sangrantes y ávidos———-
Veo mis palabras salir
las creo inventar
lavar y peinar tan hermosas
niñitas campestres que se hacen flores en ese campo que pugno remendar
ese otro telón de felicidad
aplastada
contra mí
Ella
yo-mí—mis-ma
voy
contra mí
hacia Él
un Ellos que puedo confiar
no me rescatará cuando
caiga
cuando sin tiempo esa capita que divide
el abajo indefinido
infernal
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poesía
se abra
Él – Ella
los matadores
ya clavaron sus flechas
de Cupido y Sebastián
juntos
sus corazones agujereados
chorreantes
y entre tanta venda y tanta herida abierta
lo mejor es el frío
que detiene la acción
el morir
el no.
No hubo funerales (no puede haberlos cuando la escena queda congelada, en pausa
y los actores mueren así, viviendo)
pero todos –Él, Ella, Yo, Ellos, Nosotros, Ustedes-
puntuales asistieron para ver
el drama mudo
el paso en falso
la pérdida grandiosa
literaria
de todo lo que podría
haber sido
antes del hielo fino
antes de la rajadura en el piso
antes del encuentro accidentado
antes del ellos y el nosotros
antes del otro y los triángulos
antes
cuando todo era un campo
sin van gogh
una floresta de color primario
y unos chicos descubrían sus manos calientes
antes
todo podría haber sido
verano
felicidad.
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poesía
poemas de Missael Acosta Hernández
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Ducasse-Grillo
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Ducasse-Grillo
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Ducasse-Grillo
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Ducasse-Grillo
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Ducasse-Grillo
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Ducasse-Grillo
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cuento
¡A escena, actores!
Rolando Revagliatti
Helia Pérez Murillo, mi compañerita en las clases de friega entusiasta que me propinaras con linimento
interpretación, así como en las de expresión corporal, ense- Sloan, antes de irnos a comer Traviatas al barcito de la
ñaba literatura inglesa en un colegio religioso. Religiosa galería de la Sala Planeta. Ese calambre fue de lo más
ella, rara avis, buen humor y mal aliento, no respondía genuino, y por mí la pantorrilla hubiera podido quedar-
a los cánones usuales de quien se prepara para ejercer se agarrotada. Me dulcificaste. De qué buen grado te
de actor. Se anexaba a los grupúsculos más laburadores habría ofrecido todo mi territorio recontracontractura-
sin desestimar a los que apuntaban hacia un do. Te deseé con continuidad. Me enfebrecita-
destino de reviente. No todos la querían bas al cerrarte el sacón de vizcacha o
(nunca ocurre) y menos aún, la comprendí- cuando te instilabas el colirio.
an. Detalles simpáticos la adornaban: en Virginidad agazapada, Helia, vos, transi-
substancioso revoltijo portabas tijerita, da y amagante con tus treinta y cuatro
carreteles de hilo blanco e hilo negro, años en ristra, mientras yo, con ocho
dedal, aguja, alfileres de gancho. menos, te alcanzaba mis versos esotéricos,
Costurera ambulante, un botón me mis silvas a la metalurgia y a la agricultura,
cosiste apenas nos conocimos. Por años mi única lectora, siempre una palabra amable,
trazamos un mismo derrotero estudian- como una novia. También siempre tuviste her-
til. Realizamos, a propuesta mía, los semi- manos mayores, todos machitos, y siempre
narios de maquillaje y de foniatría. Hicimos confundía yo la voz de tu mamá con la
“de pueblo” (categoría “figurante”), bajo tuya, por teléfono. Tu padre, siempre,
contrato, en la tragedia campestre además, fue un anciano delicado de
“Donde la muerte clava sus banderas” de salud. Vivías en una mansión de ésas
Omar del Carlo, en el Cervantes. Vos, que emputecen a un pequeño burgués
como “mujer ribereña”; yo, detrás de una que como yo la otearía desde afuera y de
decena de ursos también disfrazados de noche, a bordo de su Ami a dos tonos de
montoneros, en un cuadro secundába- colorado, bien de chapa, con vos sin
mos a Venancio Soria (Alfredo Duarte) terminar de despedirse ni de
peleando a facón con su padre, el general nada, en una callejuela de
Dalmiro Soria (Fernando Labat), en el Adrogué, mucho árbol y
segundo acto. Se te veía en el escena- parejo empedrado, mucho,
rio. A mí, en cambio, como dije, muchísimo parque alrededor
cubriendo las espaldas del pelo- de la casona. Yo te dejaba,
tón, con barba y gorro, el Helia, precisamente en el portón
más bajo, sólo se me que se abría a toda esa manzana
hubiera distinguido lóbrega y rodeada por ligustro.
con la perspicacia de
la que mi padre y su Estuve casado durante los dos
primo Boche carecie- primeros años de tratarnos. La cono-
ron cuando recibíamos ciste a Viviana. Te amedrentaba su
los aplausos. De ese saludo independientismo enérgico, y su des-
en la función del estreno, con- concertante labilidad. Por entonces,
servo una foto: allí estamos: con Antonieta y Alejandro concurría-
vos, sobre la derecha, empolle- mos a los café-concert, previa presenta-
rada y con pañuelo en la cabe- ción de nuestros modestos carnés de la
za; yo, en el otro lateral, incli- Asociación de
nado, con poncho y lanza, Estudiantes de
respetuosamente. Teatro. Sucesos que
acontecían cuando
Nunca olvidaré aquella te mandaste con
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cuento
Samuel Gomara esa atrevida improvisación en clase, taste de popularidad, pero tus remilgos, opiniones y
incorporando los diálogos de Ionesco en “Delirio a falta de swing te remitieron a tu primitiva ubicación.
dúo”. No te notamos más que ligeramente turbada
cuando tu ducho partenaire te lamía a través de la malla María Palacini me informó de tu presencia en una
amarronada y te besuqueaba en la nuca y se entrete- velada de gala en el Teatro Colón con un joven britá-
nía en tus nalgas y hasta en el perineo con los avispa- nico, alto y rubio, con el que platicabas en su idioma.
dos dedos de su pie derecho, el mocoso. Nos queda- Al salir, con levedad, él te había tomado del brazo,
mos boquiabiertos, y encima el texto no molestaba, según la chismosa que los siguiera hasta una parada
abstrusas líneas que habían logrado justificar, ustedes, de taxis.
el adolescente aventurado y la ex-catequista. El
recuerdo de tus desmandadas acrobacias me impulsó Nos extasiabas recitando en inglés los sonetos de
a la paja, admito, las nítidas imágenes de aquel recí- Shakespeare. Y no te hacías rogar. Ya más nacionales
proco adobe juguetón. Durante un tiempillo disfru- (Dragún, Gambaro, Monti), nos divertíamos memori-
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zando escenas, tirándonos almohadones, para automa- una ropa fantástica, calzabas zapatos acordes y todo
tizar la incorporación de la letra. así.
No me gustaba ni medio que te trataras con un psi- Remanida en expresión corporal, tus progresos fueron
quiatra, que fueras a recibir consejos y medicación de magros al principio. Allí se expuso ejemplarmente tu
ese vetusto chanta catolicón, amigo de tu padre. Te confusión. El profesor soslayó la calentura larvada que
costaba dormirte, tenías sacudidas en la cama, súbita resumabas. No por tus pies planos y jirones de pinto-
sudoración, lipotimia y taquicardia de origen emocio- resquismo, menos eras un volcán. Gocé cuando me
nal. Circulabas también con la farmacia a cuestas, y el embadurnabas y desembadurnabas mientras realizabas
kiosco: pastillas de menta y mandarina, Genioles por las las prácticas cosmetológicas y de caracterización: Ratón
dudas, Efortil, antiespasmódico, Curitas, terrones de Mickey, villano, mariquita; cíclope, linyera, marciano,
azúcar, saquitos de té. ¿Qué no he visto salir de tus car- bucanero. Jamás desprovista de ahínco deslizabas tus
terones? ¡Ah, y el asma! El asma que habías superado algodones por mi cara.
tratándote con ese doctor, lo que hacía que sintieras
por él una gratitud incondicional. Eras, en cierto modo, Cuando en pleno auge grotowskiano, Guido y
su cautiva. ¿Nunca de una pasión descontrolada?... En Jorge se desnudaron recreando las circunstancias de un
tus jornadas de retiro espiritual te imaginaba incandes- cuento originariamente infantil, vos eras observada al
cente, aunque fuera por el divino Jesús, y después retor- menos por mí: impávida, simulando, negándote al
nando a mí, aún sin el alivio procurado. Retornando, impacto visual. Retaceaste, luego, el imprescindible
digo, vos, la no siempre macilenta. Cada tanto algo comentario.
ocurría y tu cabellera lucía limpia y alborotada, vestías
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Arder de su mano
tud que horroriza tu paisaje. Detenida, como lo estás,
en medio de una casa que huele a silencio, que se aban-
dona a la fría regularidad de la mesa limpia y las sillas,
Diego L. Monachelli
los libros ordenados por alturas.
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No puedo afirmar que sucedió, pero sí que estuve allí, entredormido en una de las butacas del autocar 477,
acercándome a Madrid.
Me pesaba en los ojos un día de oficina y a veces se mezclaban las imágenes de la ciudad que abandonábamos,
desintegrándose de a poco, con datos de contabilidad o muecas de compañeros de escritorio.
De pronto, la voz de una señora rompió mi somnolencia.
-Disculpe, ¿el asiento 38?
-Hacia atrás, supongo.
Contesté con indiferencia, aunque enseguida me extrañó la presencia de esa mujer que parecía acabar de subir-
se al autobús en medio de la carretera.
-¿El suyo cuál es?
-El 29, creo.
La mujer, usando de escritorio su enorme maleta, tomó nota.
-¿Tiene amigos? ¿Familia?
-Lo que tengo es sueño, de manera que si me disculpa.
Apoyado en la ventanilla fingí dormir.
-¿El asiento 38?
Me volví furioso, pero la mujer se dirigía ahora al matrimonio que viajaba detrás mío.
Contestaron que sí, y agregaron una frase inquietante.
-Esperemos que hoy nos tenga en cuenta. Un protagónico, al menos.
Culpé al cansancio y rebajé a malentendido las incoherencias que acababa de escuchar. En adelante dormí una,
dos horas, no puedo precisarlo, pero soñé una larga discusión sobre beneficios y aranceles con el gerente de una
extraña empresa, que tenía sus oficinas junto a un pantano al que rodeaban multitud de pescadores. La función
de la empresa era precisamente abastecer de peces las aguas de aquel charco maloliente. Para esto disponíamos de
kilométricas tuberías que conectaban con el río más cercano, “succionadoras”, las llamábamos, y menudo recibí-
amos denuncias por atraer junto a los cardúmenes alguna que otra embarcación.
El gerente cuestionaba mis balances y justo cuando sacaba del portafolios la carta de despido entró un petro-
lero enorme en el pantano y una jovencita comenzó a hacer palmas, entonando una copla por el pasillo del auto-
car.
Tardé en comprender. Contemplé mis manos, palpé una cicatriz de escuela, y entonces lo vi sobre mis pier-
nas. Un sobre amarillo, desgastado. En su interior, un mandato:
“A USTED LE TOCA CRÍTICO DE ARTE. EL ESPECTÁCULO NO LE GUSTA. PONGA MALA
CARA, NO SONRÍA A LOS ARTISTAS. SI LE RESULTA COMPLICADO, HÁGASE EL DORMIDO”.
Entre el comunicado y los gritos de la muchachita lo más fácil fue pensar que seguía dormido y esquivar el
malhumor y las ganas de suplicarle al conductor que detuviese la marcha y me permitiese bajar.
La copla se fue apagando y a mis espaldas se incorporó el matrimonio pidiendo que fuese más fuerte el aplau-
so para la improvisada cantante.
Una ovación brotó de los asientos y creo haber oído dos o tres bocinazos a cargo del conductor.
Cuando el marido se disponía a presentar a un afamado futbolista la mujer del 38 se acercó y murmuró una
orden, que éste trasladó a su esposa para que se encargara de gritarla.
Al parecer Sebastián Miras no era futbolista, si no tenista, y se negaba a conceder cualquier tipo de entrevista
si antes no le proporcionaban un trago de whisky o de cerveza. Se pedía al auditorio colaboración y modificaban
el programa, adelantando el número de Míster Luis, el gran equilibrista.
Me dieron ganas de fumar y fue una desgracia comprender así que estaba despierto, ya que si algo tengo claro
de mis sueños es que en ellos, pase lo que pase, nunca fumo ni siento deseos de hacerlo.
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Un anciano se levantó como pudo de las primeras butacas y la voz chillona de la esposa informó a los pasa-
jeros que se trataba del mismísimo Míster Luis. “El gran equilibrista” avanzó unos pasos y cuando presintió que
el autobús encaraba una recta prolongada abrió los brazos como si fuese a emprender vuelo y se sostuvo milési-
mas de segundo sobre una de sus piernas.
-¡Realmente pavoroso!
Gritó el marido, y exigió los consabidos aplausos.
Míster Luis se tambaleó, sin duda emocionado, y algunos espontáneos lo sujetaron por los brazos y lo devol-
vieron a su puesto.
La mujer del 38 corrió por el pasillo, dando saltitos y aplaudiendo, aplastó a Míster Luis, lo abrazó, y tras un
breve forcejeo retrocedió esgrimiendo una botella de ginebra. Al pasar junto a los presentadores dio una directi-
va y estos a dúo, como si hubieran ensayado durante meses, anunciaron la esperada entrevista al popular tenista
Sebastián Miras.
La curiosidad general se trasladó hacia el fondo del vehículo, e imité este impulso para no sentirme observa-
do.
Un cuerpo torpe y pesado llegó, pendulando entre las hileras de asientos, hasta el entusiasmado matrimonio.
La expectación era absoluta, en una maniobra el conductor dio un bocinazo y varios pasajeros le chistaron,
como si viajasen en un iglesia.
El deportista se apoyó en los dos, dividiendo la pareja, y olvidó en el suelo la mirada. Fue la esposa quien des-
embalsamó la escena inquiriendo sobre el próximo torneo en el calendario del “astro de la raqueta”, acercando,
para glorificación de la respuesta, el tubo de desodorante que hacía las veces de micrófono.
-Tengo que orinar, lo siento.
Fue todo lo que balbuceó el alcoholizado tenista, y desanduvo el camino para internarse definitivamente en
el aseo.
Semejante desatino indignó a la mujer del 38, que destronó de un maletazo al matrimonio y advirtió que sin
un poco de seriedad ella dimitía.
-¿Y usted de qué se ríe?
Me increpó.
-¡Su papel qué cuernos dice!
Necesité su reprimenda para descubrir que me estaba riendo y enseguida, por preservar la farsa, presenté mis
formales disculpas y mentí que la supuesta risa era en realidad un tic que me aquejaba desde las dos hasta las seis
de la mañana, lo que me obligó a sostener durante el resto del trayecto una sonrisa intermitente.
La mujer del 38 me compadeció, empuñó el tubo de desodorante y anunció que en solidaridad con mi pro-
blema sacaría a escena a “Los controladores del
tiempo”.
Al oír esto los pasajeros hicieron silencio y
se pusieron de pie, exceptuando a un bebé que
comenzó a llorar y por razones lógicas no logró
erguirse como los demás.
La maleta fue trasladada por dos enlutados
caballeros hacia la parte delantera del autobús y
depositada junto al conductor, quien sacó una
trompetilla y entonó el simulacro de himno que
precedía al espectáculo.
El maletón comenzó a temblar misteriosa-
mente. El público se mantuvo impávido, aún de
pie, y el bebé interrumpió su llanto.
Al cabo de unos segundos sospeché que
algo andaba mal, ya que el conductor comenzó
a hacer gestos al espejo retrovisor.
Afortunadamente los desesperados ejercicios de
mímica de nuestro piloto no tardaron en ser
interrumpidos por un grito.
-¡Quite la traba, inoperante!
El conductor obedeció y vimos aparecer a
dos enanos sudorosos, cargando un reloj y una
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pizarra.
Aplaudimos, por supuesto, pero no estaban de humor para celebraciones y comenzaron su trabajo.
Repartieron papelitos numerados y simularon un sorteo del que salió favorecido el 24, correspondiente a un señor
gordo, de unos cincuenta años, que vestía traje de comunión.
-¿Qué va a querer el caballero?
Preguntaron al unísono.
-Quince de abril. La hora me da igual... cuatro o cinco de la tarde.
Uno hizo girar las agujas y otro escribió la fecha en la pizarra.
Sin demoras la mujer del 38 desafinó un “cumpleaños feliz” y avanzó hacia el agraciado con tarta y cotillón,
mientras algunos pasajeros hinchaban globos y colaboraban con el canto.
Fue un festejo por lo alto, con música bailable, regalos, y copiosas botellas de cava.
Cuando llegamos a la Estación Sur de Madrid los turistas nos miraban con evidente envidia. Recogí mi por-
tafolios, me dirigí hacia la puerta delantera, y abracé al conductor.
-¿Y, le gusto?
Antes de contestar recordé las pautas de mi personaje.
-Una porquería. Se nota la falta de ensayo y la inexperiencia general. Pero hágame un favor, no se desanime.
A mi lado la mujer del 38 guardaba a los enanos, que exigían desayuno o amenazaban con envejecerla veinte
años.
Me alejé unas calles y pedí café en el primer bar que encontré abierto. En el momento de pagar saqué del bol-
sillo, junto a un puñado de monedas, el papelito del sorteo: NÚMERO 24.
Regresé corriendo a la Estación.
El autobús ya no estaba, unos guardias se rieron cuando intenté explicarles que un señor gordo, de unos cin-
cuenta años, acababa de robarme mi cumpleaños.
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diccionario
BREVE DICCIONARIO
DE NOVEDOSOS TÉRMINOS
Buenrollismo
Ser un buenrollista consiste —grosso modo— en ser una persona empalagosamente agradable, que se espeluzna
ante el conflicto siquiera verbal. Alguien que suele disfrutar con el fluir apacible de las cosas y que conjura, con
una admonición, cualquier conato de discordia.
A un buenrollista le interesa, sobre todo, pasárselo bien en armonía y concordia. Tiene un aire hippie de los
sesenta y algo de aquella espiritualidad infantiloide de la New Age. Escucha Chill Out a orillas del Mediterráneo,
luce abalorios de semillas y trencitas brasileñas, y toca un tamborcito sin ninguna noción del ritmo. Si usted, incau-
to, pregunta «¿qué estás haciendo?», invariablemente contestará «aquí, de buen rollo», y se quedará tan pancho.
El buenrollismo es una categoría espiritual a la que hay que acce-
der, pero en la que no se conocen doctrinas, ritos de iniciación,
maestros o libros sagrados: basta con guardar silencio,
mirar a cualquier punto fijamente, suspirar durante dos
segundos y exclamar «qué buen rollo» para entrar en
comunión espiritual con uno mismo.
Ser un buenrollista es tarea ardua. Imagínese:
si a un buenrollista se le frunce el ceño siquiera
un segundo ―y ciertamente en el mundo en que
vivimos hay demasiados estímulos para que
algo así suceda―, puede quedar excluido de su
círculo y ser condenado al ostracismo bajo
acusación de malrollismo, algo que lo puede lle-
var al pozo sin fondo de la depresión, e inclu-
so a optar por cortarse las rastas.
Por eso un buenrrollista debe estar siem-
pre sonriente, no discutir, mantener la com-
postura y, sobre todo, muchas veces, no
pensar.
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el que más de cuatrocientos reactores funcionan actual- «Dogmas no, gracias», era un insidioso desvío del lema
mente― fueron analizados en el artículo «La propagan- «Nuclear, no gracias», presente en las movilizaciones de
da nuclear y su segunda infancia», aparecido en el los años ochenta contra la energía nuclear, y que forzó
número 8 de Los amigos de Ludd. al gobierno socialista de aquellos años a aprobar una
A grandes rasgos, se trata, por parte de los pro- moratoria sobre el desarrollo de las centrales en
nucleares, de proponer un escenario en el que los com- España.
bustibles fósiles desaparecerán paulatinamente para dar A pesar de la gran cantidad de dogmas pro-nuclea-
paso a la energía producida por centrales nucleares que, res contenidos en los artículos de Dinero, la publicación
según su asumida nueva identidad ecologista, «no gene- ―de nombre tan poco engañoso respecto a sus intere-
ran emisiones de CO2 a la atmósfera». Esta supuesta ses― no podía dejar de constatar una verdad un tanto
alternativa a un mundo sojuzgado por la dependencia incómoda: «[…] la energía nuclear supone una inver-
del petróleo es uno de los argumentos más recurrentes sión inicial mucho mayor que las centrales de carbón,
en nuestros días. de gasoil o de gas, aunque los costes de mantenimiento
La falacia de que una central nuclear es totalmente disminuyen durante la explotación. El coste actual de
independiente del uso de combustibles fósiles es tan una central de 1,15 GW se calcula aproximadamente en
evidente que casi no merecería la pena rebatirla. Sólo, 7.000 millones de dólares.» Esto quiere decir que sólo a
para empezar, habría que pensar en el proceso de largo plazo se podría hablar de una energía «rentable»,
extracción del uranio, imprescindible para realizar la en sus términos. Pero, precisamente, los plazos de las
fisión del núcleo. La cantidad de energía no-nuclear que instalaciones nucleares son uno de sus problemas más
requiere el complejo industrial aparejado a la minería y insalvables, dado lo catastrófico que puede resultar un
de todas sus industrias auxiliares haría difícil sostener la accidente provocado por su mala conservación; además
tesis de la independencia. Habría que pensar también de los problemas derivados al afrontar el cese de la acti-
de qué forma se lleva a cabo la construcción del reac- vidad del reactor. Por otro lado, que «los costes de man-
tor y la central, cómo se transportan los materiales tenimiento disminuyen durante la explotación», es algo
necesarios para la producción de la energía y cómo son obvio que también sucede en el resto de centrales gene-
transportados después los residuos generados, etc. radoras de energía respecto a la inversión inicial, por lo
Por lo demás, el argumento sobre la no emisión de que, ni siquiera desde su punto de vista estrictamente
CO2, olvida mencionar aquellos otros molestos resi- económico, queda claro qué ventaja podría tener optar
por centrales nucleares. Más bien al contrario, se nos
duos nucleares para los que no se ha dado una solución
deja ver claramente que el beneficio económico inme-
definitiva (parece bastante improbable que la haya) y
diato no es lo que hace tan «eficientes» este tipo de ins-
que, mucho menos visibles en el corto plazo, generarán
talaciones.
nuevos y graves problemas en su interacción con un
En realidad, la proliferación de esta energía en el
medio natural y humano saturado ya por los diversos
seno de una sociedad como la que ha venido tomando
venenos químicos derivados de la actividad industrial.
forma en las últimas décadas, tiene un carácter de estra-
Algunos defensores del proyecto nuclear recalcan
tegia geopolítica respecto al protagonismo de los países
que se han producido en la historia sustituciones de
productores de petróleo. La Razón de Estado es la que
unas fuentes de energía por otras, sin que eso haya
está detrás de la energía nuclear, y llevará inevitable-
supuesto ningún cataclismo. Olvidan, sin embargo, que
mente a un refuerzo de las medidas de control de la
esas sustituciones se encuentran inmersas en un mismo
población, en pos de la férrea seguridad y estabilidad
proceso de industrialización que, aunque cueste reco-
social que su generalización requiere. Los amigos de Ludd
nocerlo, hoy ha eliminado muchas de las condiciones
que lo hacían posible. La locura industrial alentada por en su artículo «Bajo el volcán»iii, desarrollan amplia-
decenios de petróleo barato, no se puede comparar en mente este aspecto, y sostienen: «la industria nuclear
sus consecuencias sociales y ecológicas a las produci- para uso “civil” merece un examen propio y específico
das por las primeras olas industrializadoras que Lewis [respecto a la militar]. Este examen está necesariamen-
te unido a la crítica de los factores que hoy hacen posi-
Mumford denominó «capitalismo carbonífero»ii. No se
ble el aparato industrial de las naciones desarrolladas,
trata, por tanto, de un progreso lineal en el que simple-
donde el empleo de energía se convierte en un instru-
mente «cambiaremos de carril», sino de una espiral cre-
mento ideológico en cuanto oculta una vez más la irra-
ciente de irracionalidad, en la que todo avance supone
cionalidad económica y los métodos de opresión».
traspasar límites irreversibles que nos condenan a un
La cuestión energética es, pues, vital para el mode-
futuro (ya un presente) catastrófico.
lo de desarrollo industrial que, en el final de la era del
La revista Dinero, en su pasado número de julio-
petróleo barato, busca perpetuar sus irracionales condi-
agosto, dedicaba su portada y un dossier especial a la
ciones de vida, reforzando las relaciones de domina-
defensa de la energía nuclear. El título del número,
ción existentes. Vivimos, como sostiene James
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ensayo
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nombres propios
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nombres propios
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reseña
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Ediciones del Tábano
Publicaciones
Dioses Ajenos, Pedro Coiro
Alguien encerrado en su habitación, la habitación encerrada en la ciudad y la ciudad en sus derivas mientras los
pájaros miran desde los cables la razón desconcertada de los hombres. Cada tanto crece algo del asfalto, cada tanto
cae un dios, pero nadie se detiene ante la flor ni limpia el terror del destronado.
Es bueno visitar esa ciudad, rastrear la habitación, llegar al hombre y comprender, con cierto miedo, que se tra-
taba de un espejo.
Aquí hay unas páginas que cuentan y no se quedan quietas. No abandone este libro a una estantería, no se
puede. Una tarde estará sangrando, otra lo verá rozando una cola de gato entre las piernas de su esposa o almor-
zando un suicidio mientras baila en unas manos la distancia del autobús. No se apresure -tampoco-, a proclamar-
lo superior en le género: cuando termine de leer estos cuentos, comprenda que Edgar, Abelardo y James también
merecen unas horas. Sin mas que esta advertencia, lo demás es la ternura y la rabia.
Sería de agradecer que usted se adentrase en este libro con la pasión que requiere todo viaje que merezca ese
nombre. Porque hay un trayecto en sus páginas que le exigirá cierta complicidad, cierta alegría traviesa y un tanto
diabólica.
Recuerde cuando aún podía sonreír malévolamente, ensoñando con la pedrada que abriría la grieta en el cris-
tal, dejando libre la ventana por la que escapar al mundo. Se dará cuenta, sin remedio, de que todos somos ese niño
roto que duerme abrazado a un gato, y, si no le puede el hastío y la rutina -las múltiples formas de la muerte con
sus innumerables nombres-, al volver la última página no podrá dejar de añorar, aunque sea por un segundo, a aquel
pequeño demonio que, algún día -cuando todavía una mañana soleada era promesa de erotismo desbocado-, reven-
tó a pedradas certeras todos los muros.
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