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Lady Macbeth de Mtsensk y otros relatos
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Lady Macbeth de Mtsensk y otros relatos

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Admirado por Tolstói, Gorki y Thomas Mann, entre otros, Nikolái S. Leskov (1831- 1895), además de uno de los maestros de la literatura rusa del XIX, parece encarnar en sí la esencia del narrador. Walter Benjamin valoraba, en un revelador ensayo que se incluye en esta edición, sus dotes para la «comunicabilidad» en una época en que «la cotización de la experiencia ha caído»; y admiraba asimismo su renuncia a las explicaciones y a la psicología, y la íntima compenetración que se da en su obra de las cualidades del narrador viajero, que trae noticias remotas, y del narrador sedentario, que conoce las tradiciones e historias de su lugar natal.

La selección que aquí ofrecemos contiene ocho relatos de diversa extensión y ofrece una muestra representativa de su arte narrativo, desde la crónica de un drama rústico brutal, y nada shakespeareano, en Lady Macbeth de Mtsensk hasta algunos episodios del «ambiente de Petersburgo», picarescos como la historia de una alcahueta con «la inclinación artística a concertar matrimonios de corta duración» en La mujer belicosa, o sombríos como el silencioso calvario de una mujer adúltera en A propósito de «La sonata a Kreutzer».
LanguageEspañol
Release dateMay 8, 2024
ISBN9788411780728
Lady Macbeth de Mtsensk y otros relatos

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    Lady Macbeth de Mtsensk y otros relatos - Nikolai S. Leskov

    INTRODUCCIÓN

    Nunca ha estado la fama de Leskov a la altura de su enorme valía como narrador, no ya en España o en otros países occidentales, sino en la misma Rusia, donde, aun reconociendo su talento, se le ha tenido en general por un autor relativamente fallido, y no se le ha elevado al altar de los maestros indiscutibles del realismo. En su momento, ya lamentaba Maxim Gorki la injusta postergación que había sufrido Leskov entre los suyos: «Este inmenso escritor vivió al margen del público y de los literatos, solo e incomprendido casi hasta el fin de sus días».

    En el origen de esta incomprensión –mantenida en lo esencial hasta la fecha, a pesar de que su obra, reivindicada en Rusia por Gorki, despertó además la admiración de escritores y críticos de la talla de Thomas Mann o Walter Benjamin– está la compleja evolución ideológica del propio Leskov, autor que nunca supo disimular sus contradicciones. Se vio involucrado en algunas sonoras polémicas, y se mostró un tanto vacilante en los debates que sacudieron a la sociedad rusa en la segunda mitad del XIX, lo cual permitió que los críticos lo catalogaran como autor excéntrico y algo superficial, sin la solidez de un clásico.

    En última instancia, la excentricidad de Leskov consistía en no haber surgido de los círculos de la intelligentsia profesional. Tuvo una formación algo peculiar como escritor, y su principal singularidad (que él mismo se encargó de airear) radicaba en que su profundo conocimiento del pueblo ruso no era fruto del estudio, sino del contacto prolongado, de la convivencia cotidiana con las gentes sencillas a lo largo de años de actividad profesional no literaria: «Yo no he estudiado al pueblo conversando con los cocheros de Petersburgo –escribió, polemizando con los intelectuales de la capital–, sino que he crecido en medio del pueblo, [...] en cuya compañía he pasado las noches en los pastos, durmiendo sobre la hierba empapada de rocío, abrigado con una pelliza de oveja. [...] Estando con la gente del pueblo, yo estaba con los míos».

    Nikolái Semiónovich Leskov había nacido en la aldea de Gorójovo, en la provincia de Oriol, en febrero de 1831. Su padre, hijo de un pope, era asesor letrado en el juzgado penal de Oriol, en tanto que su madre procedía de una familia noble de mediana fortuna. En 1848, al morir el padre, el joven Nikolái se vio obligado a abandonar sus estudios en el Liceo de Oriol, ya que el patrimonio familiar había sufrido pérdidas considerables en los incendios que devastaron la región por aquellos años. Siguiendo los pasos de su padre, ingresó como escribiente en el juzgado penal de su ciudad. Poco después, en 1849, se trasladó a Kiev, donde continuó su carrera de funcionario. En esta ciudad pudo completar su formación: a través de su tío materno, profesor en la Facultad de Medicina, entró en contacto con los círculos universitarios y, si bien no realizó estudios formales, asistió con frecuencia a lecciones y conferencias de diversas disciplinas, desde la medicina hasta la agricultura, pasando por la filosofía y las artes plásticas. Al tiempo, se intensificó su afición a la lectura, no solo en ruso, sino también en ucraniano y polaco.

    A mediados de la década de 1850, dejó su empleo burocrático y entró a trabajar como agente comercial a las órdenes de su tío político, el inglés Scott, quien administraba los enormes patrimonios de dos importantes familias de la nobleza. Ese trabajo le obligó a viajar de forma incesante durante algunos años, atravesando las inmensas extensiones del Imperio Ruso, desde el Báltico hasta el Caspio, desde Pskov hasta Odessa, desde las islas del golfo de Finlandia hasta las inacabables llanuras de la región del Volga. Si ya en los años anteriores –en Oriol, como escribiente en el juzgado, o en Kiev, primero en la hacienda pública, más tarde en la oficina de reclutamiento– había tenido ocasión de tratar con gentes de condición muy diversa, en esta etapa convivió con los campesinos en su medio natural, lo que le permitió acumular un riquísimo tesoro de leyendas, anécdotas, dramas, costumbres, creencias, dichos y expresiones de todo tipo. Probablemente ningún escritor ruso del XIX –con la excepción de Dostoievski, sumergido en las entrañas del pueblo durante sus años de presidio– llegó a conocer tan a fondo al pueblo ruso, integrado por una masa colosal de siervos, ajenos al progreso y sometidos al desprecio, cuando no a la arbitrariedad y el despotismo, de sus señores.

    Muchas de las impresiones y reflexiones de Leskov se trasladaron a las cartas que enviaba regularmente a Scott para tenerle al corriente de sus gestiones. Un vecino de Scott conoció esas cartas, y recomendó a su autor que las difundiera como artículos de prensa. De ese modo nació, en 1860, la vocación literaria de Leskov. Sus primeras publicaciones fueron breves ensayos sociológicos, de notable viveza y fuerte carga crítica, aparecidos en revistas como Medicina moderna, de Kiev, o Guía de economía, de San Petersburgo. Leskov decidió entonces consagrarse a la escritura y en 1861 se trasladó a San Petersburgo, donde empezó a colaborar en diversos medios, al principio con ensayos y artículos de temática muy variada (desde la crítica literaria hasta las condiciones de vida de los trabajadores), y pronto también con relatos y novelas breves. En 1862 aparece la primera obra de ficción de Leskov, el relato El bandido, y a partir de entonces su producción narrativa no cesaría de crecer. Entre las obras de estos primeros años destacan el relato El buey almizcleño y la novela breve Vida de una moza, ambas publicadas en 1863.

    Entretanto, se había producido un suceso que afectó gravemente a la reputación del escritor, y condicionó su propia evolución ideológica. Al instalarse en la capital, Leskov se había alineado con los sectores progresistas, concretamente con el círculo del periodista radical Artur Benni, director por entonces de la publicación La abeja del norte. Pero en el verano de 1862 se desataron en San Petersburgo una serie de incendios, aparentemente provocados, cuya autoría fue atribuida por la policía y los grupos conservadores a los estudiantes revolucionarios, y con aquel motivo Leskov publicó un artículo, precisamente en La abeja del norte, en el que exigía a las autoridades que aclararan la situación, bien acusando formalmente a los presuntos autores de los incendios, bien desmintiendo oficialmente tales acusaciones. Gran parte del público progresista entendió que en su artículo Leskov daba por buena la tesis de la implicación de los estudiantes en los hechos. De la noche a la mañana, el escritor se desacreditó ante sus antiguos amigos, quienes le consideraban ahora un traidor y un confidente de la policía. Leskov se sintió desconcertado por la magnitud de los ataques, a todas luces desmedidos, pues se basaban en una interpretación tergiversada de su postura. Realizó entonces su primer viaje al extranjero, en el curso del cual maduró su decisión de escribir una novela donde se reflejaran sus puntos de vista sobre los protagonistas y perspectivas del movimiento democrático ruso, que tan bien conocía y con el que había tenido un encontronazo tan evidente.

    Fruto de esa decisión fue su primera novela extensa, Sin salida, redactada en 1863 (al tiempo que seguía elaborando y publicando diferentes artículos, ensayos y relatos) y editada en enero de 1864. La novela, muy alterada por la censura, ofrecía una visión poco halagüeña de la juventud revolucionaria rusa, no tanto por las caricaturas de algunos militantes concretos (ciertas observaciones maliciosas sobre determinados aspectos de la conducta privada de los grupos socialistas se deslizan también, ocasionalmente, en Lady Macbeth de Mtsensk y en La mujer belicosa) cuanto por el sentido, muy pesimista, de su tesis principal, anunciada en el título de la obra: aunque el régimen político imperante es injusto y opresivo, la revolución tampoco resolvería los males de Rusia, y los activistas nobles y generosos (que no faltan en la novela) están condenados al fracaso.

    Aunque no se trataba exactamente de una obra «retrógrada», y presentaba un cuadro de los revolucionarios mucho más matizado que el que podemos observar en la mayoría de las obras de la llamada corriente antinihilista, tanto del propio Leskov como de otros autores (Los demonios, de Dostoievski, es el ejemplo más conocido), la reacción de la crítica progresista fue fulminante. La obra fue tachada de reaccionaria y su autor fue objeto de furibundos anatemas: se le cerraron las puertas de la prensa progresista y democrática, y tuvo que limitarse en los años siguientes a colaborar en medios marcadamente conservadores.

    En ese ambiente de enfrentamiento, escribió Leskov Enemigos mortales, su segunda novela extensa de signo antinihilista. La obra, publicada entre 1870 y 1871, es la más larga y probablemente la más endeble de todas las suyas. Se trata de una novela claramente tendenciosa, donde los principales protagonistas, militantes políticos radicales, son, casi sin excepción, zafios, cínicos, libertinos y falsos. Sin embargo, con todos sus defectos, la creación de Enemigos mortales tuvo un efecto liberador sobre Leskov, que pudo dar por zanjado su peculiar ajuste de cuentas con el movimiento político de los años 60.

    Felizmente, la actividad literaria de Leskov en esos años no se había limitado a sus alegatos contra los revolucionarios. Al tiempo, había ido publicando relatos de diversa extensión donde se apreciaba la rápida maduración de su estilo. En narraciones como Lady Macbeth de Mtsensk (1865), La mujer belicosa (1866), Los isleños (1866) o Kotin, el ordeñador, y Platonida (1867), por citar tan solo algunos títulos de este periodo, se manifiestan ya claramente sus rasgos más característicos: la inventiva, el colorido, la facilidad para captar los detalles esenciales y recrear a partir de ellos los más variados ambientes y, sobre todo, la extraordinaria viveza y variedad de su lenguaje.

    Con todo, las narraciones más logradas de Leskov no ven la luz hasta la década siguiente. Una tras otra, van apareciendo obras de gran brillantez, entre las que figuran El clero de la catedral (1872), El ángel sellado (1873), El peregrino encantado (1873) –para muchos, su obra más genial– y En el fin del mundo (1876): son fruto, entre otras cosas, del interés de Leskov por las distintas manifestaciones de la religiosidad rusa, tanto las que se inscribían –no siempre con holgura– en el seno de la Iglesia Ortodoxa oficial, como las heréticas y cismáticas, por las que el autor sentía una especial fascinación. Además, en estos relatos Leskov da con la clave temática que le permite resolver artísticamente el dilema ideológico que tantos disgustos le había costado en la década anterior: cómo hacer compatible su rechazo del sistema político y social vigente en Rusia con su desconfianza de la acción política, evitando al mismo tiempo que su escepticismo fuera visto como un sucedáneo de la cobardía, la indiferencia o el conformismo. La solución se encuentra en el protagonismo de «los justos», individuos empeñados en vivir de acuerdo con sus convicciones, sin atender al precio que tengan que pagar por mantener su coherencia. No aspiran «los justos» de Leskov –personajes de lo más variopinto, si atendemos a sus circunstancias y rasgos individuales– a derribar el orden social establecido, pero su determinación de actuar con rectitud pone indirectamente en tela de juicio la legitimidad moral del sistema. Una parte muy importante de la producción de Leskov a partir de 1870 se inscribe en la temática de la búsqueda de «los justos», que no solo encontramos en aquellos títulos que el escritor agrupó explícitamente bajo esa rúbrica (El Obsesionado, El Zurdo, Golován el inmortal o El hombre de guardia, entre otros), sino también en bastantes relatos cuyo autor incluyó en ciclos narrativos diferentes (El artista del tupé y La fiera, recogidos en este volumen, pueden servir como ejemplo).

    No sorprende que en este periodo Leskov se interesara por la figura y la obra de Lev Tolstói, con quien compartía la idea de que el cambio moral, más que las transformaciones políticas y económicas, era el instrumento esencial para el progreso de Rusia. La influencia de Tolstói puede detectarse en una serie de relatos, redactados en la década de 1880, donde Leskov reelabora historias y leyendas de los primeros siglos del cristianismo: El juglar Pantaleón, El bandido de Askalón, etc.

    A esas alturas, la vida de Leskov había experimentado un nuevo cambio de rumbo. Desde 1874 ocupaba un puesto de asesor en el Ministerio de Instrucción Pública, situación que le aseguraba cierta estabilidad económica, al tiempo que le permitía seguir con su dedicación a la literatura. En 1877 había acumulado un nuevo cargo, en este caso en el Ministerio de Hacienda. Sin embargo, en 1878 publicó la obra Pequeños detalles de la vida episcopal, que tuvo un notable éxito, pero que, por su tono marcadamente satírico, despertó las iras de los medios clericales. Sobrevino así la ruptura entre Leskov y los sectores conservadores, con los que nunca había llegado a sentirse plenamente identificado, ruptura que dio lugar, entre otras cosas, a que le despojaran de sus cargos oficiales, primero en Hacienda, en 1880, y finalmente en Instrucción Pública, en 1883.

    Consiguió de ese modo Leskov indisponerse con los reaccionarios como se había indispuesto en su momento con los progresistas. Con estos, en cualquier caso, guardó las distancias hasta el fin de sus días, pues nunca dejó de mirar con prevención la actividad política (actitud reflejada, por ejemplo, en el relato A propósito de la «Sonata a Kreutzer»). Es innegable, de todos modos, que en las obras de su última etapa (Los trasnochadores, Los improvisadores, Un día de invierno y otras de los años 90) se adoptan planteamientos más radicales, lo cual se traduce en unas relaciones más tensas entre el medio social y los protagonistas.

    No por casualidad, aumentan en estos años los problemas de Leskov con la censura. Algunas de sus obras fueron objeto de alteraciones y amputaciones; otras fueron rechazadas por la prensa por temor a las posibles consecuencias de su edición. El episodio más grave se dio con motivo de la publicación de sus Obras (en principio, proyectadas en diez tomos, que acabarían por ser doce, el último de ellos póstumo), desde 1888 en adelante. Los primeros tomos se editaron sin problemas y tuvieron una buena acogida, pero el sexto, donde se integraban una serie de obras cuyo contenido giraba en torno a la vida eclesiástica (entre ellas, Pequeños detalles de la vida episcopal, antes citada), fue secuestrado por la censura. El incidente afectó seriamente a la salud de Leskov, y desencadenó la enfermedad que al cabo de unos años, en febrero de 1895, acabaría finalmente con su vida.

    * * *

    Como era habitual entonces, la inmensa mayoría de las obras de Leskov apareció primero en diferentes revistas de la época. Muchas de ellas se publicaron después en volúmenes independientes o en tomos recopilatorios, a menudo sometidas a revisiones más o menos profundas.

    Así, en la recopilación de 1867 titulada Relatos, ensayos y cuentos de M. Stebnitski (Leskov utilizó en los años 60 este seudónimo) se incluyeron tanto Lady Macbeth de Mtsensk como La mujer belicosa, que habían sido publicadas previamente en sendas revistas, en 1865 y 1866 respectivamente. Ambas fueron retocadas al ser editadas en libro, e incluso el autor modificó el título de la primera de ellas: en 1865 la había llamado Lady Macbeth de nuestro distrito, y ahora presentaba el título definitivo: Lady Macbeth de Mtsensk (más literalmente, Lady Macbeth del distrito de Mtsensk).

    Tanto El Obsesionado como Exorcismo aparecieron inicialmente en 1879, en las páginas de la revista Novoie vremia, el primero de ellos en tres entregas semanales. El título del segundo relato era entonces La noche de Navidad de un hipocondríaco y su texto presentaba diferencias sustanciales con respecto al que aquí presentamos. Fue reelaborado en 1881, al ser incluido en el volumen recopilatorio La discordia rusa, donde adoptó el contenido y el título definitivos. También El Zurdo se publicó en tres entregas consecutivas de un semanario, en 1881, y se editó de forma independiente en 1882, con ciertas correcciones del autor. El artista del tupé y La fiera aparecieron igualmente en revistas en 1883.

    Finalmente, aunque el relato A propósito de la «Sonata a Kreutzer» fue escrito probablemente en 1890, no se publicó hasta 1899, en las páginas de la revista Niva.

    Cuando en 1888 emprendió la publicación de sus Obras, Leskov procedió a reordenar su producción, combinando criterios genéricos (aunque entendía los géneros literarios de forma muy personal), cronológicos y temáticos. La muerte sorprendió a Leskov antes de que éste pudiera culminar su labor, de modo que diversos ensayos y relatos permanecieron inéditos en vida de su autor (caso, como hemos visto, de A propósito de la «Sonata a Kreutzer») o quedaron excluidos, por distintos motivos, de las Obras en doce tomos. Con todo, estas han constituido la referencia textual fundamental para las distintas recopilaciones, selecciones y volúmenes sueltos de Leskov publicados en Rusia a lo largo del siglo XX.

    En cuanto a las presentes traducciones, se han realizado a partir de los textos contenidos en las Obras en cinco tomos (Moscú, 1981), basadas, a su vez, en las Obras en once tomos (Moscú, 1956-1958). Únicamente dos de los relatos, Exorcismo y A propósito de la «Sonata a Kreutzer», ausentes de dichas Obras en cinco tomos, se han traducido directamente de los textos de las Obras en once tomos.

    FERNANDO OTERO MACÍAS

    LADY MACBETH DE MTSENSK

    (1865)

    Con la primera canción nos ruborizamos.

    Refrán

    I

    A veces aparecen en nuestra tierra tales caracteres que, por muchos años que hayan transcurrido desde que los vimos por primera vez, no es posible evocar algunos de ellos sin experimentar cierto temblor en el alma. Uno de esos caracteres fue el de Katerina Lvovna Izmailova, mujer de un comerciante, la cual protagonizó en cierta ocasión un terrible drama, a raíz del cual los nobles de nuestra región dieron en llamarla, un tanto a la ligera, la lady Macbeth del distrito de Mtsensk.

    Katerina Lvovna, sin ser lo que se dice una belleza, era una mujer de aspecto muy agradable. Aún no había cumplido los veinticuatro años; no era alta, pero sí bien proporcionada: el cuello parecía enteramente esculpido en mármol, tenía los hombros bien torneados, el pecho firme, la naricilla recta y fina, los ojos negros y vivaces, la frente blanca y despejada y los cabellos negros, tan negros que parecían azules. La casaron con uno de los comerciantes de aquí: Izmailov, originario de Tuskar, en la provincia de Kursk; no se casó por amor o movida por inclinación alguna, sino sencillamente porque Izmailov la pidió en matrimonio y ella era una muchacha pobre que no estaba en condiciones de elegir novio. La familia de los Izmailov no era precisamente la última de nuestra ciudad: comerciaban con harina de primera calidad, tenían arrendado un gran molino en el distrito, poseían un rentable huerto a las afueras y una buena casa en el centro. En definitiva, eran unos comerciantes prósperos. Además, no era una familia nada numerosa: el suegro, Borís Timofeich Izmailov, que andaba ya cerca de los ochenta años y estaba viudo desde hacía tiempo; su hijo Zinovi Borísich, marido de Katerina Lvovna, hombre también de cincuenta y tantos años; la propia Katerina Lvovna, y nadie más. Estando ya en su quinto año de matrimonio con Zinovi Borísich, Katerina Lvovna no tenía hijos. Tampoco tenía Zinovi Borísich hijos de su primera mujer, con la que había vivido unos veinte años, antes de enviudar y casarse con Katerina Lvovna. Creía y confiaba en que Dios le daría con ese segundo matrimonio un heredero de sus propiedades y de su capital; pero tampoco con Katerina Lvovna le había cabido esa dicha.

    Esa esterilidad afligía enormemente a Zinovi Borísich, y no solo a él, sino también al anciano Borís Timofeich, e incluso a la propia Katerina Lvovna era algo que la apenaba mucho. Por una parte, porque con cierta frecuencia el tedio desmedido que dominaba en aquella casa de comerciantes, cerrada siempre a cal y canto, con su alta cerca y con los perros sueltos, producía en la joven ama tal tristeza que la dejaba aturdida, y en esas situaciones ella habría sido enormemente feliz, solo Dios sabe cuánto, si hubiera tenido un pequeño del que ocuparse. Por otra, porque estaba cansada de oír siempre los mismos reproches: «Pero ¿para qué te habrás casado? ¿Cómo has unido tu destino al de un hombre, siendo estéril como eres?»; como si, en efecto, hubiera cometido algún delito a ojos de su marido, de su suegro y de toda su estirpe de comerciantes.

    A pesar de tanta abundancia y bienestar, la vida de Katerina Lvovna en casa de su suegro era de lo más aburrida. Raras veces salía de visita, y si alguna vez viajaba con su marido por asuntos de negocios, tampoco eso le suponía ninguna alegría. Toda aquella gente era muy estricta: vigilaban su forma de sentarse, de caminar, de levantarse; en cambio, el carácter de Katerina Lvovna era fogoso y, como había sido pobre de chiquilla, estaba acostumbrada a la vida sencilla y en libertad: podía ir corriendo hasta el río con unos cubos, o bañarse en camisa en el embarcadero, o arrojarle cáscaras de pipas, por encima del portillo, a algún mozo que pasara por allí. Pero en aquella casa era todo lo contrario. El suegro y el marido se levantaban muy temprano, tomaban el té a las seis de la mañana y se marchaban a ocuparse de sus asuntos, mientras ella empezaba a deambular de cuarto en cuarto. En todos encontraba la misma limpieza, el mismo silencio, el mismo vacío: las lamparillas brillaban junto a las imágenes, pero en toda la casa no se sentía ni un solo sonido procedente de un ser vivo, ni una sola voz humana.

    Katerina Lvovna va recorriendo los cuartos vacíos, empieza a bostezar de aburrimiento y sube por una escalerilla a la alcoba conyugal, instalada en una pequeña buhardilla. Aquí se vuelve a sentar, y se queda embobada mirando cómo pesan el cáñamo en los graneros, o cómo almacenan la harina. Otra vez le entran ganas de bostezar, y se alegra de poder echarse un par de horas en la cama; pero al despertarse la invade nuevamente el mismo tedio ruso de siempre, el tedio de los hogares de los comerciantes, para escapar del cual, según dicen, dan ganas incluso de colgarse. Katerina Lvovna no era aficionada a leer, pero además en la casa no había libros, salvo un ejemplar del Paterik de Kiev.¹

    Esa clase de vida tediosa, junto a un marido nada cariñoso, arrastró a Katerina Lvovna en la opulenta casa de su suegro durante cinco largos años; pero, como suele ocurrir, nadie le dio a esa situación la menor importancia.

    II

    En la sexta primavera de Katerina Lvovna como casada, se reventó un dique en el molino de los Izmailov. Precisamente en aquellos días había mucho trabajo pendiente en el molino, y el reventón resultó un desastre: el agua se escapó por el boquete, pasando por debajo de la viga transversal, y no dio tiempo de contenerla. Zinovi Borísich convocó a gente de todo el distrito para que acudiera al molino, y él personalmente se instaló allí día y noche; su anciano padre se ocuparía ahora en solitario de los negocios en la ciudad, y entretanto Katerina Lvovna tendría que consumirse en casa, completamente sola, durante días. Al principio, sin el marido, se encontraba aún más aburrida, pero pronto la situación se le hizo más llevadera: ahora disfrutaba de mayor libertad. Nunca había sentido una especial inclinación hacia su marido, pero ahora, al menos, al no estar él, no tendría que obedecer sus órdenes.

    En cierta ocasión, Katerina Lvovna estaba en su alcoba, sentada junto a la ventana, bostezando sin parar y sin pensar en nada de particular, hasta que le dio vergüenza de tanto bostezo. Fuera hacía un tiempo maravilloso: tibio, soleado y alegre, y más allá de la cerca verde de madera del jardín se veían los árboles, donde los diversos pajarillos revoloteaban de rama en rama.

    «¿Cómo puedo estar aquí bostezando de este modo? –pensó Katerina Lvovna–. Lo que necesito es bajar para pasear un rato por el patio o a dar una vuelta por el huerto.»

    Katerina Lvovna se echó por encima de los hombros una vieja pelliza de damasco y salió.

    El día era radiante y se podía respirar a pleno pulmón, y desde la galería del granero llegaban risas alegres.

    –¿Por qué estáis tan contentos? –preguntó Katerina Lvovna a los empleados de su suegro.

    –Pues resulta, mátushka² Katerina Lvovna, que estábamos pesando en vivo a una cerda –le respondió un viejo empleado.

    –¿A qué cerda?

    –Pues mire, a la cerda de Aksinia, que ha tenido un hijo, Vasili, y no nos ha convidado al bautizo –contaba en tono alegre y descarado un mozo de expresión arrogante, cuyo bello rostro estaba rodeado de rizos negros como el betún y de una barba incipiente.

    En aquel momento, de la tina de pesar harina, colgada de un brazo de la balanza, asomó la jeta rolliza de la sonrosada cocinera Aksinia.

    –Sois unos demonios, unos diablos asquerosos –maldecía la cocinera, mientras trataba de asirse del brazo metálico de la balanza para escapar de la tina, que no paraba de oscilar.

    –Antes de comer, ya pesa ocho puds,³ y se va a zampar una canasta de heno, así que no habrá suficientes pesas –volvió a explicar el guapo mozo, quien, volcando la tina, arrojó a la cocinera sobre un gran saco colocado en un rincón.

    La mujerona, mientras seguía maldiciendo en broma, se iba arreglando.

    –Muy bien, y ¿cuánto puedo pesar yo? –bromeó Katerina Lvovna y, sujetándose de una cuerda, se subió a un plato de la balanza.

    –Tres puds y siete libras –respondió el mismo guapo mozo, llamado Serguéi, después de echar unas pesas en el otro plato–. ¡Increíble!

    –¿De qué te asombras?

    –De que pese usted tres puds, Katerina Ilvovna.⁴ En mi opinión, si tuviera que llevarla en palmitas durante todo un día, no solo no me agotaría, sino que sentiría un gran placer.

    –¿Acaso no soy yo una mujer como otra cualquiera? Seguro que tú también te cansabas –respondió, ruborizándose levemente, Katerina Lvovna, que ya no estaba acostumbrada a esa clase de conversaciones, y que sentía cómo la inundaba un deseo repentino de lanzarse a hablar por los codos y a bromear.

    –¡Bien sabe Dios que no! Hasta la mismísima Arabia feliz estaría yo dispuesto a llevarla –replicó Serguéi a su observación.

    –No te has explicado bien, joven –dijo uno de los aldeanos que estaba almacenando el grano–. Porque ¿qué es lo que pesa en nuestro caso? ¿Acaso es el cuerpo lo que pesa? Nuestro cuerpo, querido amigo, no cuenta para nada en el peso: es nuestra fuerza la que cuenta, ¡no el cuerpo!

    –Sí, yo de niña tenía una fuerza enorme –dijo Katerina Lvovna sin poder contenerse tampoco esta vez–. No todos los hombres podían conmigo.

    –Muy bien, pues deme la mano; vamos a ver si es verdad –le pidió el guapo mozo.

    Katerina Lvovna se turbó, pero le tendió la mano.

    –¡Ay, suéltame, que me haces daño! –exclamó Katerina Lvovna cuando Serguéi le apretó una mano, y con la mano libre le dio un empujón en el pecho.

    El joven soltó la mano de la señora y, a causa del empujón, retrocedió dos pasos.

    –Pues sí, nadie diría que es una mujer –se asombró el aldeano.

    –Nadie; permítame usted ahora cogerla así, por los codos –se dirigió a ella Serguéi, apartándose los rizos de la cara.

    –Bueno, cógeme –respondió Katerina Lvovna, cada vez más animada, y levantó los codos.

    Serguéi abrazó a la joven ama y apretó el firme pecho de esta contra su camisa roja. Katerina Lvovna tan solo podía mover levemente los hombros, mientras Serguéi la alzó del suelo, sosteniéndola en sus manos, y la apretujó, para depositarla después nuevamente sobre un recipiente volcado.

    Katerina Lvovna no tuvo ocasión siquiera de mostrar su elogiada fuerza. Colorada como un tomate, sentada en el recipiente, se volvió a colocar la pelliza, que se le había caído de los hombros, y salió en silencio del granero. Mientras tanto, el joven Serguéi carraspeó y gritó:

    –¡Venga, vosotros, benditos de Dios! ¡No os durmáis, que hay que verter el grano! Aún no hemos colmado el rasero; cuanto más alto, mejor.

    No parecía interesado en lo que acababa de ocurrir.

    –¡Maldito mujeriego este Seriozhka! –comentaba la cocinera Aksinia, que seguía a duras penas a Katerina Lvovna–. Lo tiene todo, el bandido: es alto, guapo de cara, atractivo. A cualquier mujer, sea la que sea, el muy canalla la conquista en un momento, y consigue hacerla pecar. Además, es un inconstante: ¡es el hombre más infiel del mundo!

    –Y tú, Aksinia..., esto... –le dijo la joven ama, que caminaba por delante de ella–; ¿vive ese hijo tuyo?

    –Sí, mátushka, sí vive; ¡el pobre! Siempre viven justo donde no hacen ninguna falta.

    –Y ¿quién es el padre?

    –¡Bueno! A saber, cualquiera... Viviendo entre la gente, como una vive... cualquiera.

    –Ese mozo, ¿lleva aquí mucho tiempo?

    –¿Quién? ¿Serguéi?

    –Sí.

    –Cosa de un mes. Antes trabajaba para los Kopchónov, hasta que el señor lo echó. –Aksinia bajó la voz y añadió–: Dicen que tenía relaciones con la propia señora... Ya lo ve, ¡qué descarado! ¡Tres veces condenada sea su alma!

    III

    Un crepúsculo cálido y lechoso envolvía la ciudad. Zinovi Borísich aún no había vuelto del molino. Tampoco estaba en casa el suegro, Borís Timofeich: había ido a ver a un viejo amigo que celebraba su onomástica, y había dejado dicho que no le esperaran ni siquiera para la cena. Katerina Lvovna, como no tenía nada que hacer, cenó y se recogió temprano, abrió la ventana de su mirador y, apoyada en el marco, se puso a pelar pipas de girasol. Los sirvientes habían terminado de cenar en la cocina y se desperdigaban por el patio para ir a dormir: unos se dirigían a los cobertizos, otros a los graneros, otros a los altos y olorosos heniles. El último en salir de la cocina fue Serguéi. Cruzó el patio, soltó a los perros de las cadenas y se puso a silbar. Al pasar bajo la ventana de Katerina Lvovna, la miró e hizo una profunda reverencia.

    –Buenas noches –le dijo en voz baja Katerina Lvovna desde su mirador, y se hizo el silencio en el patio, como si aquello fuera un desierto.

    Al cabo de un par de minutos, se oyó una voz desde detrás de la puerta cerrada de Katerina Lvovna:

    –¡Señora!

    –¿Quién es? –preguntó Katerina Lvovna asustada.

    –No se asuste usted: soy yo, Serguéi –contestó el empleado.

    –¿Qué quieres, Serguéi?

    –Vengo por un asunto sin importancia, Katerina Ilvovna, desearía pedirle un pequeño favor, si es usted tan amable; permítame entrar un momento.

    Katerina Lvovna le dio la vuelta a la llave y dejó entrar a Serguéi.

    –¿Qué quieres? –le preguntó, mientras volvía a la ventana.

    –He venido a verla, Katerina Ilvovna, para preguntarle si no tendría usted algún librillo que yo pudiera leer. No puedo con este aburrimiento.

    –No tengo ningún libro, Serguéi: yo no suelo leer –respondió Katerina Lvovna.

    –Me aburro tanto –se quejó Serguéi.

    –¡Tú qué te vas a aburrir!

    –Disculpe, pero cómo no me voy a aburrir: soy un hombre joven, aquí parece que estuviéramos en un convento y, si uno mira para adelante, da la impresión de que la misma vida solitaria le vaya a acompañar hasta la tumba. A veces resulta desesperante.

    –¿Por qué no te casas?

    –¡Casarme! Qué fácil es decirlo, señora. ¿Con quién me voy a casar aquí? Soy un hombre insignificante; la hija de un señor no se iba a casar conmigo, y las muchachas modestas, como usted muy bien sabe, Katerina Ilvovna, son todas incultas. ¿Cómo van a entender ellas el amor como es debido? Y fíjese también en la idea que tienen los ricos. Usted, por ejemplo, habría hecho feliz a cualquier otro hombre, siempre que tuviera sensibilidad, pero la tienen aquí encerrada, como un canario en una jaula.

    –Sí, me aburro –se le escapó a Katerina Lvovna.

    –Y ¿cómo no se va a aburrir, señora, llevando esta vida? Aunque tuviera usted, igual que tienen todas, su propio amante, no le sería posible verse con él.

    –Qué cosas tienes... No se trata de eso. Mira, si yo tuviera un hijo, creo que sería feliz con él.

    –Pero permítame recordarle, señora, que los niños también vienen como consecuencia de algo concreto y no aparecen así como así. ¿Cómo no iba yo ahora a darme cuenta de lo que pasa, después de tantos años viviendo en casas de señores y fijándome en la vida que llevan las mujeres de los comerciantes? Ya lo dice la canción: «Sin un amado, la tristeza y la nostalgia nos invaden el alma», y esa nostalgia, permítame que le diga, Katerina Ilvovna, la siento con tanta fuerza en mi corazón que estaría dispuesto a arrancármelo del pecho con un puñal damasquino y arrojárselo a sus pies. Y me sentiría entonces mucho más aliviado, cien veces más aliviado...

    A Serguéi le temblaba la voz.

    –Pero ¿qué me estás contando de tu corazón? Eso no es asunto mío. Vete de aquí...

    –No, señora, permítame –exclamó Serguéi, temblando con todo el cuerpo, mientras avanzaba un paso hacia Katerina Lvovna–. Yo lo sé, yo lo veo y hasta siento y comprendo muy bien que su vida tampoco es mucho más fácil que la mía; pero ahora –dijo rápidamente–, en este preciso instante, todo está en sus manos, todo depende de usted.

    –¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Para qué has venido? ¡Me tiraré por la ventana! –decía Katerina Lvovna, que se sentía dominada por un miedo indescriptible, y se agarró al alféizar de la ventana.

    –¡Vida mía, no hay otra igual que tú! ¿Por qué te vas a tirar? –susurró Serguéi con todo descaro y, tras apartar a la joven ama de la ventana, la estrechó entre sus brazos.

    –¡Ay!, ¡ay! Suéltame –gemía en voz baja Katerina Lvovna, aplacada por los ardientes besos de Serguéi, y ella misma se apretaba sin querer contra su robusto cuerpo.

    Serguéi cogió en brazos a su ama, como a un niño pequeño, y se la llevó a un rincón

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