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PODER Y LENGUAJE: ORDENANDO MUNDOS

Como entidad biológica integrante del sistema general de la vida en la Tierra, el


hombre es pues, “creador de lenguajes” y por dicho intermedio, de “ordenes de las
cosas”, los que va contrastando, construyendo y complejizando comunitariamente para
su mejor desempeño y adaptación al entorno a través del habla, asombrosa
combinación creativa entre capacidades filogenéticas, psiconeurobiológicas y sociales
de los individuos. De allí que, en esta tarea, jerarquías y poderes comunitarios sean
pilares de la interpretación de los signos que conforman esa realidad virtual sui generis
intercomunicacional. Tal afirmación puede probarse históricamente, al revisar la
evolución de los diversos paradigmas y visiones del mundo con las cuales las muy
variadas sociedades que han poblado el globo se han mantenido exitosamente en
relación con sus respectivos entornos.

En efecto, desde una perspectiva psicológico-cognitiva, inicialmente los datos del


mundo son captados por el cerebro a través de los sentidos, los que, en términos
generales, perciben indiscriminadamente las señales físicas del entorno según sus
características funcionales y limitaciones filogenéticas, en un proceso que la psicología
conoce como percepción pre-atentiva. Estos millones de datos lumínicos, calóricos,
sonoros, olfativos y gustativos del entorno son luego analizados en una memoria de
trabajo o de corto plazo, fase en la que los datos que resultan útiles para el
funcionamiento del sujeto se envían a la memoria de largo plazo, mientras que el resto
es obviado o reservado.

La información que se va integrando como conocimiento disponible en la memoria de


largo plazo se organiza siguiendo las experiencias directas e indirectas vividas por las
personas y según las pre-condiciones genéticas del sistema nervioso de la especie. Los
sonidos con que su lenguaje materno nomina cosas, hechos y fenómenos, así como las
emociones que dichos sucesos producen en el sujeto cognocente se instalan
neurológicamente a la manera de reflejos condicionados y huellas síquicas. Esta forma
de incorporar lenguaje en función de utilidad para la sobrevivencia, va intencionando la
lengua desde su programación más temprana, de acuerdo a las pautas normativas
instaladas en la sociedad a la que la persona pertenece.

La comunicación desde el lenguaje natural implica “poner en común” deseos o


voluntades de realización en el mundo, de otros o de uno mismo. La lengua en
instalación se va alzando así como una segunda realidad, un segundo sistema de
señales, virtual, mental, aunque sólidamente imbricada con el primer sistema, es
decir, nuestra biología o animalidad. Como señala Echeverría, al hablar declaramos,
afirmamos, pedimos, ofrecemos y prometemos, lo que transforma al lenguaje en un
propulsor de actos. Tal condición implica que la lengua no sólo nos permita hablar
sobre las cosas, sino también hacer que aquellas sucedan.

Pero la materialización de esos actos sólo es posible si los códigos y señales que
intercomunican a los sujetos en relación permiten el acoplamiento de voluntades,
gracias a la comprensión comunicativa. Aquella dependerá tanto de los signos, como
de su intensidad (“irritación” en el sentido usado por Luhman), para conseguir, antes o
sobre otros, el compromiso buscado para la transformación implicada en la común-
acción perseguida. Acción, en tanto, importa hacer algo en el mundo, pero igualmente,
la imposibilidad de hacer otro algo en el mismo tiempo-espacio, obligando a los actores
a permanentes tomas de decisión. Esta característica transforma a las comunicaciones
sociales, en comunicación de decisiones.

Y dado que actos y decisiones humanas se realizan en un entorno cultural y lingüístico


construido por una estructura social pre-existente y que aquella se organiza con
arreglo a los poderes que la sustentan (sean de coacción, recompensa, legítimo,
experto o de referencia), son éstos los que definen las reglas de actuación colectiva,
normas que, en definitiva, no son otra cosa que una forma de ajuste al mundo y, por
consiguiente, una hermenéutica que termina impregnando la estructura cognitiva de
todos quienes se integran a dicha organización social.

Similarmente, en el comportamiento y desarrollo biológico individual del ser humano,


el aprendizaje tiende a reproducir pautas detectadas, tanto de la realidad ostensible
natural y comunitaria, como desde la gramática interna del lenguaje común que el niño
está internalizando. Cuando el infante extiende “lógicamente” su habla desde “tener” a
“tenido”; desde “vivir”, a “vivido” y de “morir” a “morido”, realiza un “error” de norma
que surge de una lógica gramática de su herencia genética que no está consensuada.
Cuando es corregido, va formulando hipótesis que contrasta con la realidad, para su
continuo ajuste, llevando el sistema de signos al que se va adecuando
normativamente, a niveles de autogeneración cada vez más enmarañados, que le
posibilitan tanto las más oscuras metáforas en su lenguaje materno natural, como las
más complejas operaciones matemáticas, geométricas, algebraicas o musicales.
Este fenómeno generativo-normativo, se observa también en la evolución histórica de
los significados de las propias palabras. No es casualidad que en castellano niño e
infante sean sinónimos, e infante, el rango más bajo de una estructura militar (del
latín: infantis, el que no habla). Villano, que habita en la villa, mantiene su
significación despreciativa del uso en la Edad Media, por parte de las aristocracias
“caballerescas” (que usan caballo), aunque caballero ya no es más sinónimo de
“noble”, sino de ciertos modos de conducta. Burgués surge de “burgos” (ciudad, urbe),
un habitante de la ciudad con modos “urbanos”, pero muy luego será resignificado por
las corrientes socialistas ingenuas y marxistas europeas como símbolo de opresión de
trabajadores manuales.

Libertad en la sociedad teocéntrica es seguir la Ley Divina, mientras que en la


Ilustración, da un vuelco hacia la voluntad del hombre, aunque mediada por el choque
de voluntades con el “otro”, con lo que se distingue de la noción de libertad como libre
albedrío que, aunque pierde la “libertad natural”, gana la “libertad civil”, de la civitas.
Libertad muta nuevamente en el siglo XX en sus interpretaciones existencialistas como
puro “surgimiento”, “angustia”, “desamparo” y “desesperación” en su corriente más
individualista o epicurea, porque desde tal mirada, la acción se elije desde la soledad
subjetiva: no hay Dios, Decálogo dictado por El, ni signos que nos indiquen la conducta
a seguir. El hombre debe inventarse una moral.

Es decir, históricamente, los conceptos-ideas o generalizaciones categóricas


transformadas en palabras, aunque describen una cierta clase de cosas de lo ente en
sí, finalmente no son sobre nada que realmente exista, porque “lo que es”, si bien
responde a regularidades o “accidentes congelados” que pueden ser contrastados
experimental u observacionalmente, es sustantivamente indiferenciado, dinámico,
irrepetible, único y sólo se estabiliza mentalmente como patrón significativo
comunitario en el lenguaje de quienes lo significan. Así, tales signos, sólo nos informan
de posibles relaciones entre sí y mediante significaciones definidas por las estructuras
de poder (o autoridad) de colectividades que las más de las veces, hasta ahora, las
utilizan ideológicamente.

“En Lingüística -dice Marcos-Marín complementando a Saussure1- las relaciones entre


los signos se establecen por los rasgos que los diferencian, en oposiciones, no por lo
que tienen en común. La materia del lenguaje, como la del universo físico, es
1 Francisco Marcos-Marín. 14 Miradas sobre Albert Einstein. Año Mundial de la Física. Madrid. 2005
discontinua, está formada por elementos discretos, por quantos elementales. El
lenguaje es una pura estructura geométrica de matrices, alterada por las limitaciones
materiales de los usuarios”.

Pero aunque podemos vislumbrar las razones epilingüísticas del poder/autoridad en la


significación de palabras, lenguaje y habla, no hemos explicado cómo es que
arbitrarios signos dispuestos según patrones estables de relaciones internas-externas
desarrollados por diversas culturas, pueden responder a complejas descripciones de
realidad, que no sólo nos permiten como especie compartir situaciones, fenómenos y
emociones, sino realizar operaciones de alta abstracción que, como en el caso del
lenguaje matemático, posibilitan una eficaz penetración en el conocimiento del
Universo, la planificación productiva, la previsión, desarrollo y transformación de la
Naturaleza al servicio de los hombres.

En efecto, desde una perspectiva epistemológica, las cualidades filogéneticas de


distinguir, categorizar, discernir, analizar, oponer, sintetizar no bastan para clasificar el
pensamiento humano como diferente al de similares fenómenos neurobiológicos en
otras especies vertebradas, ni menos para explicar su cierta cualidad predictiva. Desde
luego, la habilidad “refleja” de la distinción y discernimiento de las cosas y hechos se
puede comprobar en la conducta animal a través de múltiples experimentos (Pavlov y
otros). También, aquellos tienen emociones complejas que pueden ser nominadas
analógicamente como afecto, envidia o rabia, motores de sus propias intenciones
respecto de objetos de supervivencia y reproducción y varias especies mamíferas
disponen de señales significativas que pudieran entenderse como un “lenguaje”
primitivo. Adicionalmente éstos gozan de grados de agudeza sensorial en varios de sus
sentidos muy superiores a los de nuestra especie, aunque está claro que, con todo, no
han logrado desarrollar un instrumento tan formidable para la adecuación al mundo y
su transformación como el lenguaje humano.

Es decir, la lengua, como puro reflejo condicionado acústico, no explica cómo su


gramática interna está aparentemente tan bien adecuada al comportamiento de la
naturaleza, al grado que es posible describirla y prever su comportamiento con cierto
éxito mediante operaciones mentales, que no sea la general constatación de que la
acción humana es siempre eficaz, en el sentido de realizable, y lo que evaluamos como
válido o reproducible, constituye una cierta reducción cognitiva, en la medida que
confirmamos fenómenos observados con un foco que ha seleccionado la secuencia
causa-efecto lineal sobre la cual operamos en la realidad.

El propio Albert Einstein se preguntaba cómo podía ser que las matemáticas “siendo
después de todo un producto del pensamiento humano, independiente de la
experiencia, estén tan admirablemente adaptadas a los objetos de la realidad”. Otros
investigadores han puesto en duda tal independencia de la experiencia. Como señala
Dehaene2, “los números, como otros objetos matemáticos, son construcciones
mentales cuyas raíces se encuentran en la adaptación del cerebro humano a las
regularidades del universo”.

Pero Lee Smolin rechaza esta apreciación afirmando que “a pesar de la obvia
efectividad de las matemáticas en física, nunca he oído un buen argumento a priori
que diga que el mundo deba estar organizado de acuerdo a principios matemáticos.”. Y
aclara: “(...) Las verdades matemáticas y lógicas pueden ser verdad para cualquier
tiempo, porque en realidad no son sobre nada que exista. Solo hablan de posibles
relaciones”. Esta es una constatación clave para comenzar a entender el mecanismo
mediante el cual los signos logran “explicarnos” ciertos ámbitos lineales de realidad vía
inferencias o inducciones.

Es decir, son tales posibles relaciones las que constituyen un orden que, aunque no
cubra el conjunto de información necesaria para entender el fenómeno (de hecho,
metodológicamente la ciencia busca reducir tal complejidad), sino sólo la disponible,
permite conformar una estructura mental comprensible y comunicable, que estabiliza
el mundo exterior en nuestra subjetividad, mediante la organización interna de los
signos que lo describen. Desde luego, Rafael Núñez3 muestra que desde una
perspectiva cognitiva, las matemáticas, vgr., tienen al menos dos nociones metafóricas
inconsistentes de conjunto, una que permite tener elementos miembros de sí mismos y
otra que no lo permite. Sin embargo, aclara que lo que subyace en dicha inconsistencia
son diferentes metáforas conceptuales que actúan en forma diversa (en el caso de los
conjuntos que permiten miembros de sí mismos la metáfora es un grafo4, mientras que

2 Stanislas Dehaene. El Sentido Numérico. Cómo la Mente Crea las Matemáticas. Oxford University Pres.
1997
3 “El Paradigma de la Mente Corporizada” en “Nuevos Paradigmas al Comienzo del Tercer Milenio”. Editor
Alvaro Fisher. Ed. El Mercurio Aguilar. 2004
4 En matemáticas y ciencias de la computación, un grafo (del griego grafos: dibujo, imagen) o gráfica es un
conjunto de objetos llamados nodos, unidos por enlaces llamados aristas o arcos, que permiten representar
relaciones binarias entre elementos de un conjunto
los que no lo permiten son metonimias de cajas-contenedores), añadiendo que Barwise
y Moss han señalado explícitamente que “están cansados de la idea de conjunto como
una caja” y que requieren de una idea distinta.

En definitiva, explica Núñez, esta situación generada desde metáforas conceptuales


diferentes, es “similar a la que vemos en una lámina donde Garfield está hablando con
su amigo Oddie y le dice: “¡Oye, la Navidad está aquí, está que llega, está a la vuelta
de la esquina”. Oddie perplejo mira si está la Navidad. ¿Qué es lo que pasa? Lo que
pasa es que cuando habla Garfield, lo hace operando con el mapeo conceptual que dice
que los eventos en el tiempo son lugares en el espacio (ser/estar)5. Oddie, por el
contrario, opera solo con el dominio fuente, sin mapeo, por lo tanto, no es que uno
esté equivocado, simplemente operan con mecanismos conceptuales diversos”.

El sicólogo chileno indica que con su equipo de investigación ha hecho análisis


similares para diversas áreas de las matemáticas (geometría analítica, álgebra
abstracta, conjuntos, hiperconjuntos, cálculo infinitesimal, etc), concluyendo que las
distintas conceptualizaciones son históricas y en proceso de complejización y que la
naturaleza de las matemáticas es a propósito de “ideas”, no las de un mundo
platónico, sino relacionadas con hechos anclados en una cognición humana
condicionada por las limitaciones biológicas y filogenéticas de la especie.

Y si las matemáticas “no son acerca de nada real” que esté dentro del tiempo y
espacio, sino “ideas” o “generalizaciones” ancladas en una cognición humana
condicionada por sus limitaciones, tampoco el lenguaje natural, lo es. Las palabras no
“son” el mundo exterior, sino patrones, clases u ordenes de las cosas, hechos y
fenómenos cambiantes. Sin embargo, el cerebro los maneja mediante operaciones que
hacen posible la eventual resolución apriorística de problemas reales e intercomunica
comprensivamente a otros que terminan compartiendo el paradigma edificado con la
información del mundo disponible que ha almacenado el individuo y el colectivo.

Psicológicamente, el lenguaje está conformado de signos arbitrarios/significados


consensuados, transformadas en “objetos mentales”, organizados psicofísicamente,
con reglas propias y cierto orden-interpretación cultural del entorno, gracias a la
capacidad filogenética y neurobiológica del cerebro que permite, a contar de
percepciones sensoriales y emocionales, sintetizar una imagen externa con una huella
5 Las itálicas son del autor
psíquica; un significante o símbolo, con dicha imagen externa; y su significado
conceptual, con el significante fonético o escrito consensuado, instalado como reflejo,
en la forma de un nodo mental significativo dinámico y complejo, que, tal como un
árbol, se relaciona con otros nodos mediante copas y raíces, aunque de modo atópico,
organizando el lenguaje como un sistema de relaciones normadas según reglas del
colectivo, pero con infinitas potencialidades semánticas individuales.

Como se sabe, neurobiológicamente, las percepciones preatentivas se procesan


primero en los órganos sensoriales como datos físicos a seleccionar según intereses,
focos, deseos, emociones e intenciones, siendo procesados en la memoria de corto
plazo. Luego y según los filtros citados, si se consideran útiles para la vida y con
sentido respecto del resto de la información almacenada, se incorporan en la de largo
plazo, como partes del sistema cognitivo general del sujeto, organizado en categorías y
clasificaciones establecidas por analogías, contraposiciones, coordinaciones,
subordinaciones y yuxtaposiciones.

Una vez instaladas en el “tesoro de la lengua”, estos nodos de información instalados


responderán refleja e independientemente -sin requerir necesariamente de la
presencia de la cosa o fenómeno que les dio origen mental-, cuando la imagen
conceptual acústica o lumínica que forma parte de ese “segundo sistema de señales”
sea detonada por la percepción del significante material recepcionado,
desencadenando los significados almacenados en la memoria, según su contexto.

Esta capacidad de almacenamiento indizado o categorizado es uno de los factores


biológicos relevantes en el proceso de formación del lenguaje y el ordenamiento
mental del medio en el que el individuo se desenvuelve y opera, mediante un orden de
posiciones dentro de múltiples clases en las que el cerebro ordena la información.
Experimentos behavioristas de los años 60 permiten probar la afirmación, al tiempo
que en comunicaciones, marketing y publicidad el concepto de “posicionamiento”,
elaborado por Al Ries y Jack Trout6, ha posibilitado el desarrollo de exitosas campañas
de promoción de bienes y servicios fundadas en esta cualidad filogenética de la
especie.

La capacidad de conocer, empero, se enfrenta constantemente a los límites propios del


hombre. Desde luego, el autorreferenciar el lenguaje y su funcionamiento, a través
6 Al Ries y Jack Trout. Posicionamiento. La Batalla por la Mente. McGraw-Hill Inc. Nueva York. 1981
del propio lenguaje (meta-lenguaje) nos lleva, en algún momento, a paradojas o
sinsentidos como “¿la tolerancia debe tolerar a la intolerancia? o “ellos son iguales que
nosotros”, porque como señala Wittgenstein, el orden lógico del lenguaje no es el
orden del mundo; o lo que es peor, al hablar y privilegiar lo que “es” –y no por
ejemplo lo que “somos”- inevitablemente hemos pre-escogido una forma de ver el
mundo, sin que aquella sea un modo absoluto de percepción de realidad “objetiva”,
dinámica y cambiante. En efecto, Derrida aclara que en el proceso de integración del
lenguaje, inconcientemente incorporamos categorías que sustentan una “ideología”.

La cualidad filogenética que hace que el cerebro opere de modo binario (por
oposiciones) da lugar a un especial modo de discernimiento de la realidad a través del
lenguaje, el que dado su componente de intencionalidad emocional, carga de
valoraciones positivas o negativas dichos opuestos. Tales representaciones mentales
terminan explicando tanto la instalación de determinados sistemas de jerarquías
sociales, como su mantención. Este fenómeno psicológico tiene una energía que
permite entender la estabilidad de las estructuras lingüísticas con que operamos, en la
medida que, como explica Barthes, “la imagen acústica (significante) no es
propiamente el sonido material, cosa puramente física, sino –como hemos visto- su
huella psíquica, la representación que de él (el sonido) nos da testimonio a nuestro
sentido”7.

Esta “huella psíquica” que deja la imagen acústica en las memorias de corto y/o largo
plazo, logra sentido -tanto en sí, como en relación con el resto de aquellas- y se instala
sólo en un marco lógico de cierta consistencia respecto del conjunto de conocimientos
e información anteriores almacenados. Esta característica obliga a un “efecto dominó”
de proporciones cuando algunas de dichas “huellas psíquicas” es resignificada por
modificaciones en el entorno, hecho que implica un costo de energía que la mayor de
las veces es rechazado por los sujetos enfrentados a la decisión de cambio de las
estructuras mentales incorporadas.

Es decir, dado que este marco general será el que, junto a las emociones-valoraciones
implícitas en el aprendizaje del fenómeno conceptualizado, le otorgará al concepto su
sentido de utilidad y/o coherencia comunicacional, los cambios en el conocimiento y el
lenguaje para una mejor adaptación al medio suelen ser resistidos hasta cuando los
desajustes con el entorno hacen imposible mantener la anterior significación.
7 Roland Barthes. Elementos de la Semiología. Alberto Corazón. Madrid. 1971
Pero para que la operación de re-conocimiento se produzca, es indispensable que el
concepto, como definición textual unida a la imagen (imagen conceptual), se incorpore
significativamente al corpus general del habla, hecho que ocurre siempre con arreglo a
consideraciones que están tanto dentro, como fuera del lenguaje. Entonces, significado
y significante cumplen un papel político (de adaptación) cuyas consecuencias para la
organización social son relevantes, aunque no evidentes.

En efecto, el sonido o escritura “perro” o “dog” o “chien” evoca en nosotros –según


nuestra lengua madre- la imagen-concepto de un tipo específico de mamífero
cuadrúpedo, del orden cánidos. Las palabras y categorías utilizadas en este proceso de
nominación y clasificación del fenómeno son indiciarias de cómo se efectúa este
complejo tránsito síquico. Desde luego, al remontarnos al latín, “perro” es canis (canis
lupus familiaris), es decir, se le categoriza mediante un sinécdoque (subjetivo, por
cierto) de lo que se considera lo más significativo o el atributo diferenciador de dicho
ser biológico: sus colmillos o caninos, dientes puntiagudos situado tras los incisivos,
usado para desgarrar alimentos, arma para defenderse y/o morder en la caza. Es,
asimismo, un “lobo familiaris”, para distinguirlo del “lobo salvaje”. Finalmente, es un
mamífero, es decir del orden de quienes se alimentan mediante leche materna. Las
analogías con las características humanas de las particularidades señaladas como
diferenciadoras para la clasificación hacen innecesarias explicaciones, pero es obvio
que hay arbitrariedad en la selección de los factores que permiten la creación de la
tipología.

Sin pretender zaherir el proceso de clasificación científica u otros, que por cierto
consideran patrones de identidad que pueden hacer de la categorización y sus
definiciones un conjunto consistente, menos discrecional y más “real” (como lo
demuestra, v.gr. la enorme capacidad predictiva de la Tabla Periódica de Elementos);
el hecho es que el uso del lenguaje en la comunicación nos obliga a definir mediante
analogías y contraposiciones. Es decir, como señala Saussure “el mecanismo lingüístico
gira todo él sobre identidades y diferencias, siendo éstas la contraparte de aquéllas”.
Pero estos factores intra-lingüísticos no bastan para explicar la compleja operación
mental de clasificar. Por eso, para el investigador suizo, la semiología termina siendo
una ciencia que “estudia la vida de los signos (aunque8) en el seno de la vida social”.

8 El paréntesis y cursivas son del autor


En efecto, en el lenguaje natural, analizado en el seno de la vida social, las normas
lógicas de la distinción categórica aristotélica apuntan hacia tipos de definición que se
entienden como “modos del pensamiento” (clasificados por la Lógica en esenciales o
reales; nominales, convencionales, ostensivos y operacionales; por comprensión o por
extensión). La más tradicional clasificación opone la definición “nominal”, a la
“esencial”. Los realistas afirman que las definiciones genuinas son esenciales, puesto
que expresan la naturaleza de algo real, que “es” y nos entregan un esquema
constitutivo de lo definido.

Quienes se oponen, dicen que, dado el carácter abstractamente universal de la


definición (que es general, no específica, que incumbe a un patrón inexistente en las
individualidades de los fenómenos categorizados), quienes la consideran “esencia” se
ven obligados a sostener una concepción absurda de la realidad, según la cual ésta se
compone de cosas que son diferentes e idénticas a la vez, contraviniendo el principio
de identidad, porque o se trata de la expresión de algo real y, por tanto, del hecho o
fenómeno específico que designa en tiempo y espacio, con lo cual su extensión es nula
y no puede definir, o es abstracta y universal, con lo cual define una clase de hechos o
fenómenos, pero no lo que “es”.

El nominalismo, por su parte, sostiene que las definiciones son nominales y no reales.
Un término general no será más que un signo al cual damos significado mediante una
definición nominal (v. gr. El “hombre” es un “animal racional”), pero, en su
discrecionalidad definitoria, aquella no es operativa, pues al circunscribir el hecho o
fenómeno a una de sus eventualmente múltiples características, por más que para el
nominador sea “el” atributo que distingue a la cosa, la subjetividad de aquel hace
imposible su operación comunicacional, sin previo consenso con el otro.

Es decir, el lenguaje “ordena” nominalmente hechos o fenómenos que aceptamos


como tales –las más de las veces por autoridad o potestas-, pero, en realidad, no son
más que categorías mentales “estabilizadoras” de un entorno complejo, como medio
de ajuste al mundo. Lo incognoscible, por lógica, no está presente en la operación
mental que acompaña a la praxis, sino como “develamiento” ex post.

R. Robinson, citado por Rivano (Lógica Elemental p. 41) dice que “la definición real se
ocupa de las cosas en general (expresan la naturaleza de algo real, aunque
abstractamente universal); pero la definición nominal tiene por asunto una especie
peculiar de cosas, es decir, los símbolos”. Sin embargo, tanto las cosas como los
símbolos, mirados a través del lenguaje, son entidades mentales de igual cualidad en
tanto se integran neurobiológica (habla) y culturalmente (lenguaje), como
abstracciones-generalizaciones categóricas significativas, compartidas por grupos
humanos en un lenguaje común, que se expresa fonético, escritural o gestual, para la
necesaria intercomunicación y colaboración, en todos aquellos ámbitos de necesidad
maslowianos (fisiológicas, seguridad, afiliación, reconocimiento y autorrealización), no
siendo nada de aquello, la realidad en sí, sino una metarrealidad psicofísica continua,
interno-externa, que sólo se manifiesta como transformación del medio, cuando la
coordinación lingüística se consuma en la acción predefinida.

La definición “real” de cada uno de los miles de conceptos-imágenes que podemos


discriminar textual y contextualmente gracias al lenguaje, sería, desde tal perspectiva,
una definición por “esencia” (es decir, el atributo diferenciador de la cosa, por lo
demás también subjetivo, arbitrario, cultural), expresada en el significado del
significante fonético, escritural o gestual socialmente convenido. Sin embargo, la
definición requiere de otros signos o entidades mentales preexistentes como condición
previa a su extensión, comparación o contraposición comunicacional comprensible para
el otro.

Como es evidente, aquellos entes mentales que conforman la definición significativa


tampoco son la “res” en sí, pues ésta es única e irrepetible, no un patrón. Las
regularidades detectadas que conforman una categoría conceptual corresponden a una
habilidad del cerebro como órgano ordenador que las percibe, sintetiza y generaliza en
un objeto mental. “Los seres humanos, como sistemas adaptativos complejos, buscan
patrones o regularidades, y a menudo los encuentran donde en realidad no los hay (…)
Un ejemplo que doy en mi libro El Quark y el Jaguar, proviene de lo que se llama
magia simpática (…): La ictericia se cura mirando al ojo dorado de un alcaraván (…)
Como es sabido, la ictericia (que se manifiesta en un color amarillento de la piel del
enfermo) es un síntoma de una enfermedad hepática, y la probabilidad de que una
mirada al ojo dorado de un zaparito la sane es extremadamente baja. Sin embargo,
hay gente que lo cree, y lo ha escrito, incluso en libros”.9

9 Gell-Mann, Murray. “Simplicidad y Complejidad”. Editor, Alvaro Fisher. En “Nuevos Paradigmas a


Comienzos del Tercer Milenio”. El Mercurio-Aguilar. 2004.
Lo ente en sí, mirado de ese modo, es caótico e incontrolable, moviéndose en una
dialéctica infinita entre azar y necesidad. Los patrones detectados (necesidades-leyes)
habitan estables y exactos solo en nuestra mente y lenguaje y son interpretados según
nuestros respectivos órdenes mentales, consistentes o no. Si bien ciertos fenómenos
recogidos y estabilizados por la ciencia responden a regularidades probables, aquellas
se manifiestan siempre con márgenes de oscilaciones cuantitativas que amenazan su
estabilidad o perfección, porque el azar es indispensable si se quiere entender
realmente la evolución de lo natural.

El misterio de la “correcta” relación entre nuestros lenguajes-símbolos y la realidad


misma comienza pues a develarse. En su origen los lenguaje (natural, matemático y
otros) se edifican sobre los mecanismos filogenéticos propios de la especie, desde lo
ostensivo, a la manera de “reflejos condicionados” que emergen de la correlación
cognitivo-emocional de lo percibido-nominado, según su función de utilidad para el
ajuste al entorno y se van complejizando como representación psiconeurobiológica del
entorno ecocultural, en constructos cada vez más amplios de sustantivos (la cosa),
verbos (la acción), adjetivos (su cualidad), artículos (la persona), relacionados
mediante analogías, oposiciones, coordinaciones, conjunciones, subordinaciones y/o
yuxtaposiciones, según un orden de disposición establecido comunitariamente.

Este vínculo mental entre cosa-fenómeno y término descriptor (significante) que


significa la huella síquica instalada se completa con la observación de las relaciones
causa-efecto que emergen en la cosa en permanente cambio, permitiendo la
construcción de una representación de dichos aspectos de realidad, los que serán
valorados emocionalmente con arreglo al placer o dolor, orexia o anorexia, de la
experiencia perceptivo-sensitiva. El cerebro integrará cosas y fenómenos observados
en complejos nodos de palabras, imágenes y emociones, significaciones y correlaciones
en su memoria de largo plazo, para luego, independiente de la ostensividad de
aquellos, imaginar y pre-figurar realidades posibles en un juego de metarrealidad que
simula apriorísticamente posibilidades de acción en el mundo.

Una misma complejización se observa en números y operaciones; normas, gestos,


modos y comportamientos y otros lenguajes humanos, que evolucionan, generación
tras generación, desde lo evidente hacia lo abstracto, invadiendo significativamente
símbolos enlazados normativa y socialmente, por sobre la voluntad significativa de los
propios individuos “autores”. Estos sistemas se conforman así en modelo de relaciones
internas, únicas y peculiares, que funcionan con objetos mentales clasificados, sin
vínculo necesario con “lo que es”. El lenguaje opera así como una representación que,
según significaciones personales, histórico-sociales, nos otorga certezas y estabilidades
que conforman nuestra visión del entorno que habitamos y que sólo podemos
compartir humana y colectivamente gracias a él.

Entonces, si la significación es social (y no, como hemos visto, parte del significante o
del símbolo arbitrario) y sólo del colectivo deriva la comprensión-comunicación del
concepto lingüísticamente elaborado, ¿con qué propósito debemos distinguir el
significante del significado de las palabras como necesidad operacional para el
desarrollo de una ciencia del lenguaje, cuando el estudio correspondiente debiera ser
más bien sociológico o histórico? La respuesta tiene gran relevancia epistemológica.

En efecto, Derrida10 dice que “si se borra la diferencia radical entre significante y
significado, es la palabra misma “significante” la que habría que abandonar, como
concepto metafísico”. Desde esta perspectiva hay sólo dos maneras de borrar la
distinción entre ambas partes de la dicotomía: una, consistente en reducir o derribar el
significante, es decir, “someter el signo al pensamiento”, con lo cual el signo ya no
muestra, no comunica el concepto y se integra a la interioridad del individuo,
incomunicando; y la otra, poner en cuestión todo el sistema en que funcionaba la
reducción saussuriana: es decir, la distinción entre lo sensible y lo inteligible. Pero
entonces, también lo eventualmente entendible pierde su forma física, desaparece la
señal sensible que opera como “transporte” material del pensamiento, impidiendo la
manifestación de lo inteligible.

Es decir, sólo mediante la separación analítica de significante y significado es posible


entender cómo el cerebro realiza la operación de abstraer la, digamos, “esencia”
(polémico concepto) de las percepciones, sus universales, transformando señales
sensibles (fonéticas o visuales) en “generalizaciones conceptuales”, imágenes-ideas
que denominamos términos o palabras. Como hemos dicho, el mecanismo lingüístico
gira todo sobre identidades y diferencias que no podríamos realizar si significado o
definición y significante arbitrario constituyeran un todo inextricable. Si aquello
ocurriera, el significado “perro” sería para el emisor sólo aquel “perro” particular del

10 Jacques Derrida. “La Estructura, El Signo y El Juego en el Discurso de las Ciencias”. Conferencia
pronunciada en el College international de la Universidad Johns Hopkins (Baltimore) sobre «Los lenguajes
críticos y las ciencias del hombre», el 21 de octubre de 1966. Traducción de Patricio Peñalver en La escritura
y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989.
que da cuenta su imagen interna almacenada con ocasión del aprendizaje reflejo en su
habla y no “toda” la categoría incluida en el concepto “perro”. Similar suceso ocurriría
en la mente del receptor haciendo difícil o imposible la comunicación.

Las señales materiales acústicas o lumínicas respectivas –y sus “huellas psíquicas”-,


unidas a su significado de consenso social en la lengua común o definición, se
transforman, gracias a la diferencia “objetiva” entre significante y significado, de lo
evidente particular (el perro concreto observado y nominado como tal, la imagen
almacenada) a una generalización-definición-idea- en la que la palabra “perro” termina
por representar a una “clase” o “conjunto”, haciendo posible la inter-comunicación,
porque tal característica filogenética, psiconeurobiológico-social viabiliza un
ordenamiento mental categórico del mundo, que mediante la clasificación se eleva por
sobre los fenómenos específicos, múltiples, únicos e irrepetibles de la naturaleza. El
mundo real, en su caótico dinamismo, ya no requiere estar todo él en la memoria, sino
sólo representaciones generalizadas que constituyen el lenguaje y habla del individuo y
la comunidad en la que participa.

A mayor abundamiento, Pierón define “concepto”, como la “representación simbólica


(casi siempre verbal, o textual, en este caso) usada en el proceso de pensamiento
abstracto y que posee un significado general correspondiente a un conjunto de
representaciones concretas, respecto de lo que tienen en común”11. En contraste, una
“imagen (mental)” es una representación sensorial de un objeto o fenómeno. Ambas –
representación conceptual-simbólica e imagen sensorial- operan en conjunto en el
proceso comunicacional, incluyendo sensaciones y emociones adheridas a los
conceptos-imágenes desde el momento del aprendizaje de aquellos.

Es decir, siguiendo la definición de Pierón, el concepto “perro” correspondería a un su


definición corriente como cuadrúpedo doméstico, mamífero, de la especie de los
cánidos (lupus familiaris); y la imagen mental, a la del perro “sensorial” específico
archivado en la memoria del sujeto particular, con sus especiales características de
color, tamaño, formas de sus orejas, etc. Ambos aspectos del pensamiento, empero,
están imbricados internamente de modo tal, que cuando el lexema “perro” (o “dog” o
“chien”) es emitido como señal material fonética o visual –escritura- y alcanza el oído o
vista de un receptor que posee igual lengua que el emisor, reaviva la “huella síquica”
dejada por dicha señal anteriormente aprendida y desata en éste un reflejo complejo,
11 Henri Pieron. Vocabulaire de la Psychologie. Presses Universitaires de France. 1963
conceptual abstracto y de imagen interior en ambos hemisferios cerebrales, que
permite la intercomunicación, aún cuando emisor y receptor posean dos imágenes
mentales sensoriales de “perro” distintas, porque la categoría conceptual las unifica en
su significación.

Esta cualidad del lenguaje natural derivada de la capacidad del cerebro de detectar y
asociar “similares” y “opuestos”, da lugar a la creación de categorías de palabras
dinámicas, en un proceso bioevolutivo que se ha perfeccionado según aumenta la
cantidad de información a gestionar por el cerebro. Estos avances en cantidad han
suscitado saltos en cualidad, tanto dentro de los propios métodos con los que opera el
lenguaje, como en los cambios paradigmáticos que sustentan dichos modelos. La
Historia y la historia de las ciencias en Occidente, como veremos, son una buena
muestra de ello.

La psiquis trabaja y “ordena” el medio en el que se desarrolla, tal como ocurre en el


juego infantil de encontrar-reconocer figuras diversas en la caótica y aleatoria
configuración de las nubes, pero que mayormente están en la mente del sujeto y no
necesariamente en el fenómeno observado, por lo que el juego puede continuar
cuando la cosa cambia, con nuevas interpretaciones. La constatación de que el cerebro
requiere de “aprender” ciertas regularidades que puede extraer-observar y/o construir-
ordenar de su entorno durante un determinado período de su proceso de maduración
biológica -y no otro-, parece deducirse de descubrimientos realizados en ciegos de
nacimiento que han logrado “ver” tras cirugías a los ojos realizadas ya adultos y que,
de acuerdo a sus expresiones, una vez superada la deficiencia “mecánica” no logran
“ordenar” las señales lumínicas que impactan su retina, sino que las perciben de modo
caótico y sin sentido “cultural” o “comunicable”.

Sin las cualidades filogenéticas operativas del cerebro, incluidas sus “deficiencias
perceptivas”, ni las capacidades adaptativo-significativas del lenguaje natural, el
sistema-sujeto que lo utiliza no podría adecuarse a un entorno dinámico. Es decir, un
eventual sistema de lenguaje “monosémico” –como lo sería si fuera parte de un
cerebro que no requiriera “aprender a ver o escuchar”- dificultaría severamente la
capacidad del sistema en su ajuste al mundo. Las computadoras, aún las más
poderosas, no pueden adaptarse al entorno. Su programación se conforma de
procedimientos algorítmicos que se repiten indefinidamente, no obstante los cambios
externos. Sólo cambios en el programa le permiten una nueva “conducta”. Excepciones
en proceso de desarrollo son las redes neurales computacionales o los algoritmos
genéticos, que pueden “inventar” nuevas estrategias por haber sido programados
como sistemas adaptativos complejos.12

En el hombre, las cualidades de análisis y síntesis, de aprendizaje social de los


fenómenos que nos empecen respecto del entorno en que habitamos, junto con la
clasificación y detección de correlaciones de causa-efecto que hay de aprehender para
“acomodarse” al medio, constituyen herramientas claves del sistema-individuo para
sobrevivir, porque es un tipo de metaaprendizaje, un sistema que aprende a aprender.
Es decir, somos entidades autopoieticas, utilizando un instrumento de adaptación que
también lo es. Aquellas funciones operativas filogenéticas del sistema nervioso así
como las epilingüisticas, no sólo sostienen la significación y las relaciones significativas
y de orden al interior del lenguaje natural, sino también la de todos los demás
sistemas de signos que usamos, (matemática, geometría, algebra, para sordomudos,
morse, etc.).

En geometría, por ejemplo, ciencia que se ocupa de las propiedades del espacio
expresadas en palabras como punto, recta, plano, polígono, poliedro, curva, superficie,
etc. se opera también con conceptos e imágenes ideales (no existentes en la realidad),
las cuales históricamente surgieron desde la ostensividad, buscando soluciones a
problemas sobre medición-cuantificación. Pero, si bien aquella tiene un origen práctico,
su evolución como ciencia se explica desde las mismas capacidades bioneurológicas del
hombre que permitieron el desarrollo del lenguaje natural. E. Fischbein dice que el
conjunto de fenómenos espaciales que estudia la geometría, corresponde a conceptos
figurales13, es decir, que poseen simultáneamente propiedades conceptuales y
figurativas. Como es obvio, un círculo “es un ideal abstracto, una entidad formalmente
determinable, como todo concepto genuino. Al mismo tiempo posee propiedades
figurales, antes que nada, una cierta forma (espacial). (Pero)… La idealidad, la
perfección absoluta de una forma esférica, no puede ser encontrada en la realidad”.
Los conceptos figurales (como todo concepto) “son figuras cuyas propiedades son
completamente fijas por definiciones en el marco de un cierto sistema axiomático”.

En el proceso de creación o invención geométrica también se experimenta y recurre a


las mismas analogías, procesos de inducción que operan mentalmente, “no con
12 Gell-Mann, Murray. “Simplicidad y Complejidad”. Editor, Alvaro Fisher. En “Nuevos Paradigmas a
Comienzos del Tercer Milenio”. El Mercurio-Aguilar. 2004.
13 Efraim Fischbein. Teoría de los Conceptos Figurales. S/E. 1996.
imágenes crudas o restricciones axiomáticas puras y formales” (lo que haría inviable la
creación), sino con “conceptos figurales, imágenes intrínsecamente controladas por
conceptos”, una distinción que bien puede ser extendida al conjunto de los lenguajes
humanos, en la medida que, como vimos, la lengua natural procede también desde
imágenes-conceptos. Si bien estas son polisémicas –al contrario de las abstracciones
matemáticas que “no son acerca de nada real” en tiempo y espacio- la significación
aquí también se construye mediante imagen-generalización y concepto-definición. Tal
vez, en el caso de la geometría, donde por lo demás se parte desde el axioma de
“punto”, que es adimensional, es decir, no es nada que sea en el espacio o el tiempo,
nos encontremos en un interregno, en donde, no obstante estar ante figuras espaciales
(por tanto reales, al menos en la dimensión espacio) ese “control del concepto sobre la
imagen” del que nos habla Fischbein le otorga a aquella el valor monosémico que no
posee la palabra como abstracción-generalización, aunque, obviamente, siempre
necesariamente dentro de un determinado sistema axiomático, pues, como hemos
visto, las definiciones del sistema euclidiano, no sirven en la geometría de grandes
dimensiones de Lovatschevsky.

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