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Joaquín Sabina, al otro lado del espejo

Miguel Huezo Mixco

Conocí a Joaquín Sabina en un baño de señores. Fue una noche con bar hace
cinco, seis años, quizás más. El músico había llegado a Guatemala y sus
admiradores hicimos viaje para oírlo cantar. Después del concierto
terminamos en La bodeguita, luminosa flor en el centro de la ciudad.
Avanzada la noche entré a los urinarios silbando y descubrí al lado mío a ese
tipo bajito con pantalones negros ajustados. “¿Sos Sabina, verdad?”, exclamé,
restregándome los ojos con la mano que me quedaba libre”. “¡Hey, tío, el
mismo!”, respondió, mirándome de reojo.
Eso fue todo. Nos dijimos un adiós de esos de ascensores o de baño de
señores, sin darnos la mano. Eso fue hace tiempos. Casi nada perdura de
aquellos días. Me queda, sí, la música de aquel loco: “A ti te estoy hablando, a
ti, que nunca sigues mis consejos,/ a ti te estoy gritando, a ti, que estás metido
en mi pellejo/ a ti que estás llorando ahí, al otro lado del espejo”.

El otro día, vino a verme Joaquín Sabina. Vino en sueños a echarse una
cantada, un cigarro y unas cervezas al número 13 de una calle a la que esa
noche poco le faltaba para llamarse Melancolía. Yo invocaba: “Vengan santos
milagrosos,/vengan todos en mi ayuda,/ que la lengua se me añuda” (tomado
del Martín Fierro), y, ¿saben quién apareció?: Sabina.

No había vecinos, ni conserje, un libro abierto del príncipe Kropotkin por toda
compañía. Hasta los vigilantes del vecindario gruñían debajo de sus chivas.
Sabina comenzó la velada al otro lado del espejo, cantando: “Yo no quiero un
amor civilizado, con recibos y escena de sofá; yo no quiero que viajes al
pasado y vuelvas del mercado con ganas de llorar...Y morirme contigo si te
matas y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata,
porque amores que matan nunca mueren”.

¿Crees saber de amores y desamores? Todo lo que te ha pasado ya fue escrito,


cantado, y además bien cantado, por Sabina. El tipo se desespera marcando un
teléfono en medio de una fiesta donde están todos “menos tú”, o se ríe de sus
riñones con la inevitable pregunta: “¿Cómo pudo sucederme a mí?”. Si te
roban el corazón en el ordenador, si se confiesan con el siquiatra, si la culpa
las destroza o si te besan en el coche: “amor se llama el juego en el que un par
de ciegos juegan a hacerse daño”, ironiza, el tal Sabina.
Su canción “Pisa el acelerador” podría ser una exhortación a la liberación de
las mojigatas o el grito de batalla de los abusadores. Con enfático ritmo de
rock, canta: “Si en la película de ser mujer estás harta de tu papel... pisa el
acelerador, huye del nido”. Pues esa noche, la cantamos. Y luego, cantamos
también mi favorita: “Cómo te has dejado llevar a un callejón sin salida, el
mejor dotado de los conductores suicidas”. Cantamos a las mentiras piadosas,
al humo verde de las ilusiones y al rojo de las desilusiones.

Al alba yo tenía en el pecho un hueco tan grande como un misil. “Déjame solo
conmigo, con el íntimo enemigo que malvive de pensión en mi corazón”,
cantaba en voz baja. Era la hora de las despedidas. Ya la luz primera se
arrojaba sobre el sofá. El vate se despidió y cantamos el estribillo: “Cada
mañana salto de la cama pisando arenas movedizas, cuesta vivir cuando lo que
se ama se llena de ceniza”.

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