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Jueves. Noche.
El silencio era mi compañía, y los libros, claro; siempre los libros.
Mi felicidad adquiere muy pocas formas, y una de ellas es la lectura. Supongo
que en un mundo como el nuestro, cada vez menos gente siente ese cariño
por los libros, y no hablo de la lectura en su totalidad; generalidad
inconcebible que abarca hasta las indicaciones de un prosaico jabón en
polvo, sino de la lectura de libros, del libro como rostro de la felicidad.
Esperaré al fin de semana para estudiarlo, no quiero que nada importune ese
momento de profunda intimidad que es la lectura. El sólo pensar en devanar
sus páginas me produce un vértigo casi patológico; casi me atrevo a afirmar
que la aguda puntada que siento en el estómago, es producto del placer
anticipado de su lectura.
Viernes. Crepúsculo.
Me senté frente al libro, con una taza de café y un bloc de notas para ir
desgranando mis observaciones, tarea en la que suelo dar algunos atisbos de
astucia mal encauzada. Nada, ni siquiera la lectura de los más abominables
grimorios medievales, iban a prepararme para los horrores que contemplé en
sus páginas.
Domingo. Noche.
La verdad me ha iluminado con un resplandor cegador. Las últimas páginas
hablan de pasión, de sangre; hablan del despertar a una nueva realidad.
Tiene que ser cierto. Todo es demasiado coherente para enmascarar un
fraude. El abuelo bien lo sabía, y la abuela...bueno, la abuela ha sido un
elemento necesario, vital, de la Gran Obra.
Dejo un breve fragmento para que entiendas, Sebastián, que las palabras no
son frías expresiones de la mente humana, sino de algo más:
El cementerio está cerca...la piel que envuelve este cuerpo humano pronto
será un velo para la otra naturaleza, aquella que palpita en mis venas con
una pulsión irrefrenable.
Tu Amigo, Franco.
El resto pertenece a las noticias policiales, las cuales han dedicado algunas
líneas a esta pequeña tragedia, y nada más. El mundo jamás se sacia de
horrores.
Para completar algunos detalles oscuros del relato, diré que Franco violentó
la bóveda donde descansaban los restos familiares y practicó allí sus rituales,
los cuales, por prudencia, prefiero omitir.
Los forenses, quienes debieron primero probar que los restos que aún se
conservaban pertenecían a los abuelos de mi amigo, han logrado abrir un
nuevo sumario sobre el que nada se sabía antes de esta pesadilla. Al parecer,
en el cadáver de la abuela de Franco, Martina Chialvino, se han encontrado
restos de algo que bien pueden ser las secuelas de un cáncer óseo (del que
nunca tuvimos conocimiento), o los residuos de la ingesta prolongada de
ciertas sustancias tóxicas.
Por estos días me estoy hospedando en la casa de Franco, hasta terminar con
las tediosas e interminables tareas burocráticas que suelen rodear a la
muerte de un hombre joven. Reconozco que durante las noches tengo miedo,
imagino que en cualquier momento oiré sus pasos acercándose a mi
habitación; pero a decir verdad, lo que más me preocupa no son los pasos de
mi amigo, ni El Libro de los Vampiros, ni las profanaciones ni los
espectros, sino este curioso y punzante dolor de estómago, que coincidió con
el inicio de estos horrores, y que cada día comienza a duplicar su violencia