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EL ESCÁNDALO DE
LA TEMPORADA
ÍNDICE
Nota histórica........................................................3
Prólogo...............................................................4
Capítulo 1...........................................................7
Capítulo 2.........................................................19
Capítulo 3.........................................................32
Capítulo 4.........................................................44
Capítulo 5.........................................................56
Capítulo 6.........................................................69
Capítulo 7.........................................................82
Capítulo 8.........................................................91
Capítulo 9.......................................................104
Capítulo 10.....................................................117
Capítulo 11.....................................................128
Capítulo 12.....................................................142
Capítulo 13.....................................................154
Capítulo 14.....................................................172
Capítulo 15.....................................................185
Capítulo 16.....................................................198
Capítulo 17.....................................................212
Capítulo 18.....................................................226
Epílogo...........................................................238
Principales personajes históricos.......................242
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....................................244
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SOPHIE GEE EL ESCÁNDALO DE LA TEMPORADA
Nota histórica
Cuando, en el siglo XVI, Enrique VIII disolvió los monasterios y despojó
a la Iglesia católica de sus bienes, Inglaterra dejó de ser un país católico
para convertirse en protestante. Aun así, el catolicismo no llegó a ser del
todo eliminado. A pesar de que la religión oficial de Inglaterra era el
protestantismo, fueron muchos los ingleses que se mantuvieron fieles a la
fe católica. Los católicos sentían celos de los protestantes porque éstos les
habían despojado de sus bienes y privilegios, y los protestantes temían
una sublevación de los católicos que, antes o después, les llevara a
desbancarlos del poder. Durante los dos siglos siguientes, Inglaterra se
vería inmersa en una profunda confusión religiosa.
En 1711 el país por fin empezaba a sentirse seguro. Ocupaba el trono
la reina Ana —protestante, aunque descendiente de los Estuardo— y, por
primera vez en dos siglos, protestantes y católicos se sentían capacitados
para vivir en relativa cordialidad. La persecución que habían padecido los
católicos remitió. Inglaterra estaba a las puertas de conocer una
prosperidad sin precedentes.
Pero aún quedaba una cuestión por resolver. ¿Quién sucedería a la
reina cuando muriera sin dejar descendencia? Se había forjado una alianza
clandestina entre los partidarios del regreso de un monarca Estuardo. Los
aliados se autodenominaron jacobitas. En secreto, conspiraban para
devolver a Inglaterra al rey Jaime III, que en ese entonces vivía exiliado en
Francia. Aunque hasta el momento todos los complots pergeñados por los
jacobitas habían sido descubiertos y abortados, los protestantes, que
estaban en el poder, no podían saber nunca cuándo se produciría la
siguiente rebelión, o si finalmente se saldaría con éxito.
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Prólogo
Londres, 1711
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Carruaje de cuatro ruedas tirado por un caballo de raza hackney. Eran utilizados en las ciudades
británicas como coches de alquiler. (N. del T.)
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Antes de que el cura pudiera volver a hablar sintió el frío filo de una
hoja de acero contra la garganta.
Intentó con todas sus fuerzas ser en todo momento consciente de lo
que ocurría. Abrió la boca una vez más, pero al instante notó el pinchazo
del cuchillo hincándosele en la piel como una aguja. De pronto sintió que
se le relajaba la garganta, tensa de puro terror hasta hacía apenas unos
segundos, y sintió también cómo brotaba la sangre a borbotones, cálida y
suave como la seda, y que la piel y la ropa se le tornaban pegajosas y
calientes a medida que la sangre empapaba la tela. A su lado, los hombres
seguían en silencio, esperando mientras la vida iba abandonándole
lentamente. No pudo seguir forcejeando. Estaba débil y notaba los
miembros pesados; ya apenas podía encadenar las ideas con un mínimo
de claridad. La penumbra se abría paso en su mente. Intentó aferrarse a la
vida, pero la oscuridad se cerró sobre él. Todo había terminado.
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Capítulo 1
embarcarse pueden
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El paraíso perdido.
—Debo admitir que no he sido capaz de leer ese libro —dijo sir
Anthony—. Aunque sé que no está bien reconocerlo —añadió.
Martha recibió encantada una mirada cómplice de Alexander. A
menudo habían hablado de El paraíso perdido. Era el poema más
admirado por ambos.
—No puedo sino estar del todo de acuerdo con la opinión que le
merece Grub Street, señor —le decía Alexander a sir Anthony—, pero
Tonson y los editores de su calibre son mi mayor esperanza para hacer
fortuna.
—Pero sin duda heredarás la casa que tus padres tienen en Binfield —
respondió su anfitrión.
—Por supuesto —se apresuró a decir Alexander. Su padre había
legado la casa a dos primos protestantes que la heredarían en nombre de
Alexander. Eso debía de ser lo que sir Anthony estaba deseando oír; sin
duda estaba al corriente de que Alexander no podía heredar nada
directamente.
En ese preciso instante, Teresa se levantó para abandonar la mesa.
Martha la imitó, aunque se volvió a mirar atrás con aire pesaroso al salir
de la estancia; la conversación de los hombres había despertado su
interés.
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Capítulo 2
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patíbulo, simplemente por decir que el primogénito del rey tenía pleno
derecho a reclamar el trono.
Alexander se sonrojó.
—Temo que me considere usted un impertinente, señor. Vi en una
ocasión arder en llamas a un papa y jamás lo olvidaré. Lamento su
reprimenda.
La escena, que desde hacía tiempo había arrinconado en las
profundidades de la memoria, se hizo de pronto presente. Todo había
ocurrido antes de que su familia huyera de Londres. Alexander había ido
en compañía de su padre al barrio portuario a ver unas telas recién
importadas que el señor Pope quería comprar para la tienda. De regreso a
casa se encontraron con una calle totalmente bloqueada por una multitud
de hombres y mujeres que se empujaban y zarandeaban. Sin saber muy
bien cómo, y en cuestión de segundos, Alexander y su padre se vieron de
pronto inmersos en la muchedumbre, barridos por la estridente marea
humana cuyo impulso sobrepasaba con mucho la frágil corpulencia de su
padre.
El señor Pope había sentado a su pequeño sobre sus hombros. Desde
allí, Alexander vio a un grupo de personas extrañamente disfrazadas al
frente de la manada a las que en un primer momento tomó por un grupo
de frailes, monjes y curas que le resultaban familiares por haberlos visto a
menudo en las imágenes de los libros de su propia religión. Pero entonces
vio que llevaban en la mano bocks de cerveza y que se fundían unos con
otros en lujuriosos abrazos, riéndose y gritando con crueldad. El padre de
Alexander intentó por todos los medios desembarazarse de la multitud,
pero tropezó y se rindió al tirón de la muchedumbre, que les empujó hacia
un pequeño parque comunal donde la gente cantaba y bailaba alrededor
de una hoguera de lacerantes llamas. Una banda de músicos tocaba sus
gigas y los bailarines se retorcían en una nube de ebrio y salvaje
desenfreno.
Entonces Alexander vio un espectáculo absolutamente asombroso.
Delante de él estaba el Papa.
El hombre estaba sentado en una silla y llevaba una sotana escarlata
y una triple corona, igual que en los cuadros. A su lado, de pie, había una
figura que Alexander no reconoció y que supuso debía de ser un rey. Se
preguntó si se trataría del rey de Inglaterra o de Francia. Un tercer hombre
subió al escenario, vestido de negro y con dos cuernos y un largo rabo
negro que le colgaba de la cintura. Alexander contuvo el aliento. Era el
Demonio. La muchedumbre estalló en vítores de entusiasmo.
Alexander siguió sentado inmóvil sobre los hombros de su padre,
cautivado por la luz del fuego y los jubilosos rostros de la gente. De
pronto, dos hombres se abrieron paso hasta el escenario cargando sacos
que botaban de un lado a otro a su paso. La muchedumbre aulló y chilló,
encantada —«Minino, minino», gritaban—, y Alexander cayó entonces en
la cuenta de que los sacos estaban llenos de gatos vivos. Los hombres
desgarraron el pecho del Papa y del rey para meter a los animales dentro,
puesto que las figuras estaban hechas de tela. Alexander apartó la mirada,
horrorizado. ¿Acaso iban a quemar a los gatos? Asesinados a sangre fría.
Incapaz de contenerse, se volvió a mirar y vio al Demonio que empujaba a
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ensimismamiento.
—En casa de lord Petre, en Arlington Street —fue la respuesta de
Caryll.
Lord Petre, se repitió Alexander. El barón Petre de Ingatestone.
Heredero de una de las familias católicas de mayor peso de Inglaterra.
—Creo, señor, que en su día fue usted tutor de lord Petre —dijo
Alexander.
—Hasta hace dos años, cuando cumplió la mayoría de edad —
respondió Caryll.
Alexander había conocido en una ocasión a lord Petre en casa de John
Caryll, en Ladyholt, cuando no tendría más de dieciocho o diecinueve
años. No era fácil olvidarle. Petre iba camino de Londres y Alexander
recordó que le había visto bajar del caballo de un salto, entregar
descuidadamente las riendas a un mozo y acercarse con largas y
confiadas zancadas hasta Caryll y su esposa. Era un joven muy alto.
Alexander se había hecho tímidamente a un lado cuando por fin Petre
reparó en él. Cuán vívidamente recordaba la expresión de su rostro. Había
empezado con sorpresa, y el barón intentó al instante ocultar su
incomodidad valiéndose de su animada charla. Alexander intentó
colocarse de tal modo que su espalda encorvada quedara oculta, aunque
fue tarea imposible. Pese a que en el campo la suya era una figura
conocida, en la ciudad escenas como aquélla no tardarían en dar
comienzo de nuevo. Otros le mirarían como Petre lo había hecho ese día.
—¿Está su señoría en la ciudad? —preguntó Alexander.
—Sigue en el campo, disfrutando de la temporada de caza —
respondió Caryll.
Alexander se alegró de no tener que volver a encontrarse con el
barón. Se preguntó si se habría casado… sin duda debía de ser todo un
partido. Intentó imaginar la clase de mujer de la que el barón se
enamoraría. Un hombre como él podía tener prácticamente a la que
quisiera. Sin duda sería una mujer extraordinaria.
A punto estaba de preguntar a Caryll si lord Petre se había casado
cuando el carruaje se zarandeó bruscamente al adentrarse en las calles de
Londres. Con los ejes crujiendo como si fueran a partirse en dos, rodaron
tambaleándose y zigzagueando sobre los adoquines. Las calles estaban
abarrotadas de hackneys que avanzaban entre repentinas sacudidas,
bamboleándose ligeros de lado a lado sobre sus muelles mal ajustados al
tiempo que los pasajeros se retorcían en su interior, intentando mantener
la compostura. El barro no tardó en salpicar los flancos y la ventanilla del
carruaje. Alexander empezó a marearse.
Aunque era todo un detalle por parte de Caryll poner en peligro su
carruaje al llevarlo a la ciudad, Alexander pensó que no deseaba estar
siempre en deuda con uno u otro de sus amigos. Temía convertirse en esa
clase de hombre que necesitaba favores constantemente; una persona
podía llegar muy lejos siendo tan sólo un objeto de la caridad ajena.
Provocar demasiada pena en los demás impedía que un hombre se
granjeara enemigos y nadie se había hecho famoso jamás sin ser también
profusamente envidiado y denostado.
Cuando por fin el coche se detuvo delante de la casa que Jervas tenía
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de que haya una sola mujer en Londres que nos dedique una mirada.
De modo que Petre no se había casado. Pero todo el mundo estaba
enamorado de él. Alexander frunció el ceño, pensando en Teresa.
Douglass anunció que llegaba tarde a la cita que tenía en Picadilly y
Alexander se quedó en el estudio mientras Jervas bajaba a despedir a su
amigo.
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Capítulo 3
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ser amigas íntimas. Teresa pasaba la mayor parte del tiempo con su
hermana Martha; Arabella era varios años mayor que sus propias
hermanas y no las veía con frecuencia, y tampoco pasaba mucho tiempo
en compañía de sus padres, ocupados como estaban con sus propios
asuntos. Disfrutaba de su libertad y llevaba en Londres una vida
marcadamente independiente de su familia y de las amistades de la
infancia. Hacía tiempo que su deseo era lograr hacer un esplendoroso
matrimonio y convertirse así en la envidia de los cerrados círculos
católicos, que tan castradores le habían resultado siempre. Aun así,
después de dos temporadas en la ciudad, no había conocido a nadie que
inspirara en ella la clase de pasión que anhelaba sentir y se había visto
evitando intimidades románticas que la mayoría de las jóvenes habrían
estado encantadas de poder cultivar. Había conocido a hombres ricos y
también apuestos. Pero no se había enamorado.
Cuando llegó la carta de Teresa, Arabella apenas le prestó atención.
Sin embargo, a medida que fueron pasando los días, se encontró
esperando cada vez más ansiosa la llegada de su prima. A pesar de la
gran variedad de diversiones con las que contaba, y a pesar también de su
envidiable independencia, había terminado por aburrirse. Y aunque no
imaginaba que Teresa traería con ella la variedad y el cambio que tanto
anhelaba, sí se le ocurrió que, mientras le enseñaba la ciudad a su prima,
quizás encontrara nuevos escenarios en los que refrescar su aburrida
mirada.
Y así, un viernes por la mañana, cuando las hermanas Blount llevaban
ya unos días en la ciudad, Arabella se había vestido temprano y subía ya a
su carruaje, dispuesta a recoger a Teresa para disfrutar de un paseo por
las tiendas del Royal Exchange.
El coche se detuvo delante de la casa de King Street donde se
hospedaban las Blount y, tras un par de minutos, Teresa salió del edificio.
Arabella la saludó con sendos besos en las mejillas.
—Hola, Bell —respondió Teresa—. Qué alegría verte —miró a su prima
de arriba abajo y le disgustó tener que reconocer que Arabella estaba tan
hermosa como siempre.
Arabella percibió el brillo de envidia en la mirada de Teresa y lamentó
sentirse tan gratificada por ella.
—¿Dónde está Martha? —preguntó.
—Ha salido con mamá y con la tía. Han ido a visitar a la señora
Chesterton, justo esa actividad cansina que tanto le gusta a Martha.
Llevas un vestido precioso, Bell —añadió—. ¿Es el mismo que llevabas en
Mapledurham la última vez que nos vimos?
Arabella ya había comprobado en ocasiones anteriores que su prima
se volvía competitiva siempre que se sentía incómoda.
—Hace tiempo que me deshice de ese vestido —fue su respuesta—.
Este es otro, con un corte más novedoso. Sin volantes —se alisó el borde
de encaje de la manga. Mejor devolverle un cumplido a Teresa—. Tu pelo
tiene buen aspecto. Supongo que la criada de tu tía te habrá ayudado a
peinarlo.
—En absoluto —dijo Teresa—. Martha y yo hemos viajado
acompañadas de nuestra criada.
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—He estado la mayor parte del tiempo en el campo desde que murió
mi padre —dijo lord Petre pensativo, como intentando entender por qué no
se habían visto antes.
Teresa se mantuvo incómodamente a un lado mientras lord Petre y
Arabella hablaban, empujada a retirarse cada vez más hasta que sintió el
puesto de la frutera contra el aro del vestido. Se sentía estúpida y deseosa
de marcharse, e intentó rodear a Arabella para alejarse de la pareja, de
modo que al menos pudiera esperar en compañía del amigo de lord Petre.
Pero el caballero se había esfumado y en su lugar había un menudo
acróbata gitano con un mono en el hombro que observaba al grupo con
una imborrable sonrisa en los labios. Teresa retrocedió violentamente de
un salto, golpeándose contra el puesto de manzanas.
—¡Un poco más de cuidado! —gritó la frutera, y una docena de damas
y caballeros se volvieron a mirar a Teresa, cuyo rostro se tiñó en el acto
de escarlata al tiempo que señalaba en silencio al mono. Lord Petre alejó
al hombre con un simple gesto de la mano mientras mantenía la otra
cerrada sobre la empuñadura de su espada.
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Teresa, por su parte, sintió que por fin había llegado su momento.
Se rió animadamente, pero, como llevaba tanto tiempo callada, su
risa sonó mucho más fuerte de lo que hubiera deseado.
—Pero usted se crió en Ingatestone, mi señor —dijo—, un lugar del
que el mundo entero ha oído hablar sobradamente. Qué parque tan
hermoso tienen ustedes allí.
Lord Petre asintió ante el comentario y dijo:
—Su hermano ha venido a visitar a mi familia a Ingatestone, ¿no es
cierto? ¿Me equivoco o es un gran deportista?
—¡Oh, ya lo creo! Un jinete maravilloso.
—Ya veo que es usted una hermana afectuosa —respondió Robert con
amabilidad—. ¿Y a usted? ¿Le gusta montar?
—Solía hacerlo a menudo con Michael en Mapledurham.
—Teresa es demasiado modesta —intervino Arabella, interrumpiendo
la conversación—. Es una amazona excelente. Espero que podamos verte
montar en la ciudad, Teresa.
La intervención había sido claramente premeditada, pues Arabella
sabía muy bien que Teresa no disponía de caballo en Londres.
—¿Monta usted, señorita Fermor? —preguntó por fin lord Petre.
—Cuando estoy en el campo, pero en la ciudad me limito a ocupar el
asiento trasero del caballo —dijo—. Si una mujer monta sola en Londres,
está declarando al mundo que desea, o bien un carruaje, o bien un
caballero. Pero ocupar el asiento trasero es algo muy distinto. Es una
auténtica delicia salir a montar bajo la verde sombra del parque al
atardecer, cómodamente sentada tras nuestro acompañante, como si
estuviéramos a punto de tomar una taza de té chino en el sofá de casa.
Petre asintió.
—Describe usted una escena tentadora, la misma que me tienta a
ofrecerme a ser su caballero. Aunque, puesto que dudo mucho que
admirara usted a un hombre que cayera en la trampa que le ha visto
tenderle, me batiré en retirada, dejándola lista y preparada para otro
caballero.
El ánimo de Arabella se elevó gloriosamente una vez más.
—Si el mundo alguna vez llega a verle caer víctima de una trampa, mi
señor, yo, al menos, sabré que el mecanismo de la misma deberá haber
sido perfectamente disimulado —respondió, mordiéndose el labio para
disimular una sonrisa—. Aunque sospecho que Teresa tiene prisa por
marcharse —añadió, volviéndose hacia su prima—. Sólo hemos venido a
comprar unos guantes. ¿Quieres que subamos a Fowler's, Teresa?
—No tenemos ninguna necesidad de quedarnos en el Exchange —
respondió Teresa maliciosamente, molesta con ella al ver que la convertía
en el complemento de su flirteo con lord Petre—. ¿Por qué no vamos a esa
tienda de Cheapside donde mi madre se compra los guantes?
Pero Teresa no era contrincante de altura para su prima.
—Oh, me gusta mucho más Fowler's —dijo—. Los guantes son más
elegantes, y tienen modelos más novedosos. La otra tienda me parece
muy anticuada, ¿no crees?
Lord Petre dijo que las acompañaría y ofreció un brazo a cada una de
las muchachas, pero miró distraídamente a su alrededor mientras subían
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que consiga sentarse sobre una mujer. Tendría que hacerlo a horcajadas
sobre una furcia como si fuera su yegua… con un escabel para ayudarse a
subir desde el suelo.
Petre soltó una risotada y, al ver que Douglass no tenía intención de
pedir el Ho Bryan, indicó al camarero con un gesto que les sirviera más
vino.
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Capítulo 5
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contradictorias.
La noche del martes en que iba a celebrarse el baile de máscaras,
Arabella estaba sentada delante de su ventana mirando a la calle. Hacía
varias horas que había oscurecido y las farolas que habían iluminado
anteriormente las aceras y los escaparates de las tiendas ardían ya con
menor intensidad. Cuando se marchara, casi se habrían extinguido por
completo. Delante de la puerta principal James le preparaba el carruaje y
un lacayo le hizo entrega de la manta de piel que la familia llevaba en el
coche las noches de invierno. Un leve temblor sacudió la ventana de
Arabella bajo el embate del viento, recordándole que debía decirle a Betty
que la ajustara un poco más en la jamba. Se hacía tarde y volvió a
adentrarse en la habitación para tirar de la campanilla.
En cuanto lo hizo, vislumbró su rostro reflejado en la nítida luz del
espejo del tocador. Su mirada estuvo del todo desprovista de cualquier
sombra de timidez y volvió a mirarse sobresaltada, sorprendida ante su
belleza, como si durante un instante el rostro que tenía ante sí no fuera el
suyo. No obstante, recuperó de nuevo la conciencia y empezó a tomar
nota de las particularidades que la hacían parecer tan encantadora.
Llevaba tan sólo un blusón, pues hacía poco que se había quitado el
vestido que había llevado durante el día. Se había desprendido de las
horquillas que le sujetaban el pelo y que le pinzaban la piel de la cabeza y
sus rizos ligeramente desordenados caían con naturalidad sobre sus
hombros. Su único adorno, además de las perlas que colgaban de sus
orejas, era una única compresa embellecedora que se había aplicado en la
mejilla.
Arabella pensaba que ésa era exactamente la actitud con la que le
gustaría que la viera lord Petre cuando Betty entró a la habitación con el
disfraz que su señora se pondría para la velada de esa noche. Había
decidido disfrazarse de cisne. Se había hecho un vestido gris bordado con
cientos de plumas de un blanco luminoso y un tocado dispuesto a modo
de capucha de plumón, suave como un cuello de cisne, con un pequeño
torreón de plumas grises tras la coronilla. La máscara, de estilo veneciano,
estaba lacada en negro azabache y amarillo yema de huevo para sugerir
con ella el pico de un cisne.
En la elección de su disfraz Arabella había pretendido mostrarse
imperiosa, magnífica. Sin embargo, algo en ella había cambiado y dudó al
contemplar el vestido. Era un disfraz demasiado astuto para el ánimo con
el que se enfrentaba a la noche. Resultaría fría y orgullosa envuelta en esa
nube de inmaculado plumaje; demasiado prístina para el placer
embriagador de la velada. Lo que ella deseaba era un disfraz con el que
capturar la misma agradable confusión y el mismo desconcierto que había
sentido al vislumbrar su rostro en el espejo.
No se permitió ser del todo sincera sobre el cambio de disfraz. En un
primer momento se le ocurrió que haría demasiado calor en el salón de
baile para tanta pluma y que le resultaría imposible bailar. También se le
ocurrió que no quería eclipsar exageradamente a sus primas Teresa y
Martha, para quienes aquél era el primer baile de la temporada. Por fin,
decidió que el disfraz resultaría demasiado espléndido para una
mascarada pública y que sería mejor reservar el vestido hasta que pudiera
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un grito.
—¡No le conozco! —chilló por fin—. ¡Me ha asustado!
Durante un instante el dominó no dijo nada. Luego se quitó la
capucha y también la máscara. Era James Douglass.
—¡Vaya! —exclamó Arabella—. El amigo que acompañaba a lord Petre
en el Exchange.
—Así es, señora —respondió Douglass con una inclinación de cabeza
—. Acabo de oírla hablar sobre el tema del disfraz —Arabella le miró con
atención, a la espera de que siguiera hablando. Había algo en él que le
daba escalofríos, pero estaba intrigada y deseosa de oír lo que el hombre
pudiera contarle sobre su extraña relación con lord Petre.
—Una mujer enmascarada es como un plato cubierto —dijo Douglass
—. Provoca en un hombre curiosidad y apetito, cuando lo más probable es
que, al descubierto, le revuelva el estómago.
Arabella dio un paso atrás. Qué comentario más cruel.
—Tiene usted a la mujer en muy baja estima, señor —fue su
respuesta.
—Al contrario. Soy de la opinión de que la mujer es poseedora de un
valor inestimable —respondió Douglass, y a sus ojos asomó la arruga de
una sonrisa provocadora.
Arabella casi deseó que se marchara, aunque no podía resistirse al
apremiante deseo de saber más sobre el barón.
—Sin embargo, valora usted tan sólo las partes de la persona que
alcanzan la mirada —insistió, decidida a no permitir que Douglass la
desconcertara.
—Y es ahí donde radica precisamente el valor, señora —respondió
Douglass—. El valor del oro no es más que el precio que puede obtenerse
por él. Ocurre lo mismo con las mujeres.
Arabella intentó reírse y decidió darse una última oportunidad.
—No creo que piense usted lo mismo de los hombres —dijo—. Sin
duda, no juzga a sus amigos solamente por su aspecto. Apuesto a que
desea penetrar en la profundidad de sus caracteres.
—La profundidad de los caracteres no me interesa lo más mínimo —
respondió Douglass, mirándola con atención—. Son sus actos los que
definen a un hombre.
—Pero muy a menudo la gente encubre sus verdaderos motivos y sus
auténticas intenciones —replicó Arabella. Miró en derredor, sorprendida
ante la repentina seriedad de Douglass, y deseosa de escapar de su
presencia.
Pero él siguió mirándola fijamente, como apremiándola a que le
escuchara con atención.
—Se equivoca, señora —dijo—. Si un hombre tiene algo que ocultar
jamás cometerá la estupidez de aparecer disfrazado. Las mujeres son
vanidosas y creen poder penetrar en los secretos del hombre valiéndose
únicamente del poder de su intuición. Pero eso es siempre un error.
—¡Bobadas! —exclamó Arabella, apartándose de él—. Cualquier
mujer perspicaz entenderá perfectamente el verdadero carácter de un
hombre.
Douglass se encogió de hombros y señaló con la cabeza a un grupo
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Capítulo 6
su Voluntad…
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que la hiciera reír e inclinar así la cabeza hacia donde estaba lord Petre.
Por lo menos, esperaba que él la mirara con admiración… y así confirmar
ante todos los que en ese momento la estuvieran mirando que Arabella
Fermor resultaba irresistible incluso para el poco avezado sir George
Brown. Sin embargo, y para su desconsuelo, lord Petre se volvió
súbitamente de espaldas desde el bufé de la cena y salió del salón.
Arabella se había descompuesto totalmente al ver a lord Petre
flirteando con Charlotte Bromleigh… convertida ya en lady Castlecomber,
según tuvo a bien recordarse. Conocía a Charlotte, o sabía de su
existencia, desde siempre. Aunque los hombres siempre la habían
encontrado hermosa, según la opinión de Arabella, lady Castlecomber
tenía todo el aspecto de un caballo. Pero lo cierto era que lord Petre había
llegado a tocarle la mano, mientras que no había mostrado el menor
interés por tocar la suya. Ni siquiera le había pedido que bailara con él.
Alexander reparó en la falta de atención de Arabella y adivinó el
motivo que la causaba. De entre todos los detalles en los que había
reparado en el curso de la noche, fue ése el que más despertó su interés.
Se le ocurrió entonces que si Arabella se había propuesto conquistar el
corazón de lord Petre seguramente no precisaría en su cometido del apoyo
de tropas auxiliares, y menos que ninguno del de su hermosa y joven
prima.
En el preciso instante en que pensaba en ella, Teresa hizo su entrada
en el salón del brazo de Douglass y ambos avanzaron a paso desigual
mientras ella regalaba a su acompañante una mirada coqueta. Luego se
sentaron juntos y Alexander vio por el rabillo del ojo los presurosos y
animados movimientos de las manos y del rostro de la mayor de las
Blount. Douglass la miraba como si tuviera ante sus ojos una tentadora
exquisitez… un bocado que ansiaba probar, aun a pesar de sospechar que
no le sentaría bien. Al otro lado de Alexander, Martha hablaba con Jervas.
La joven seguía con el rostro encendido a causa de la danza y el pelo
había empezado a caerle alrededor del cuello. Cada pocos minutos, Jervas
cogía una botella de vino de la mesa, se servía un poco de líquido en su
copa y se lo ofrecía a Martha con una mirada interrogante. Y cada vez que
Martha aceptaba otra copa, miraba inconscientemente a Alexander.
Alexander se levantó, impaciente.
De pronto su atención se vio atraída hacia James Douglass, que se
había puesto repentinamente en pie y que, tras dedicar a Teresa una
ligera y apresurada inclinación de cabeza y balbucear una despedida, salió
a toda prisa del salón.
Teresa se concentró entonces en alisar la parte delantera del vestido
con la cabeza gacha para ocultar su rostro, que había palidecido. Sus
dedos se movían agitadamente, intentando deshacer un nudo en el lazo
de la máscara.
Alexander se volvió a mirar a Martha y a Jervas y dijo en voz alta:
—Desde luego, el señor Douglass tenía mucha prisa por marcharse.
Dolida y cohibida, Teresa percibió el tono triunfal en la voz de
Alexander.
—Así es él. Suele hacerlo a menudo —recordó el día en el Exchange,
cuando Douglass había desaparecido sin ninguna explicación de la
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tras las ruedas del coche y subió las escaleras del edificio.
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Capítulo 7
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Blount era distinta. ¿Cómo iba a saber ella que Jervas flirteaba
constantemente con las mujeres sin enamorarse jamás de ninguna? ¿Y si
llegaba a sentir por él algún cariño y descubría después que el sentimiento
no era recíproco?
Alexander se sonó ruidosamente la nariz. La mañana siguiente al
baile se había despertado con un tremendo resfriado que amenazaba con
atenazarle durante varios días. Cuánto se había enojado Jervas cuando
Alexander le había pedido retirarse al término de la mascarada. En el
coche que les llevaba de regreso a casa el pintor se había sentado en un
rincón como un niño malcriado, aun a pesar de que el salón de baile
estaba para entonces prácticamente vacío. Alexander no había hecho el
menor intento para alegrar los ánimos de su anfitrión, sino que se había
dedicado a reflexionar sobre lo que había visto en el patio donde
aguardaban los carruajes. Douglass y lord Petre habían cenado a la vista
de todos en Pontack's hacía menos de una semana; ¿por qué, entonces,
habían decidido encontrarse furtivamente esa noche en la oscuridad? Por
mucho que se empeñó, no logró dar con una respuesta satisfactoria a sus
cavilaciones.
El tintineo de la jarra de chocolate y de las tazas de porcelana en
manos de un sirviente procedente de la habitación contigua sobresaltó a
los dos jóvenes. Con la espalda caldeada por el fuego, Jervas dejó escapar
un suspiro de alegría. Volvió a mirar a su invitado, que seguía encorvado
en su silla y con la mirada en el libro, pero vio que hasta Alexander
vacilaba; su dedo se había encallado en uno de los versos del texto.
—¡Aja! Ya sabía yo que no podías estar tan absorto en tu lectura
como pretendías —exclamó. Y en su rostro asomó al instante una sonrisa
—. Reconócelo, Alexander… a pesar de todas sus virtudes, Homero es
malévolamente pesado.
Alexander alzó la vista y vio a Jervas mirándole con los ojos
entrecerrados como un enorme y hambriento tejón golpeándose con las
pezuñas los costados del batín. No pudo contener la risa y terminó por
dejar el libro a un lado.
—Ah, muy bien. Pues sí, lo es —dijo—. Pero es tanto el placer que me
produce haberlo leído que la lectura no puede ser sino un mal necesario.
Los dos amigos se levantaron y cruzaron el pasillo hacia la estancia
donde les habían servido el desayuno.
—Pero tú no eres un hombre ajeno a los males necesarios, Alexander
—respondió Jervas—. A estas alturas cuentas a tus espaldas con más
práctica en fortaleza que muchos conocidos que te doblan la edad —se
dejó caer en una silla, cogió un panecillo caliente del plato cubierto y lo
empujó por encima de la mesa hacia Alexander—. Hace mucho que
padeces tu enfermedad y aun así la soportas pacientemente —prosiguió—.
¿No temes los efectos de su prolongación?
Alexander le sonrió a su vez.
—Una jaqueca, fiebre, un dolor de espalda —dijo—. A veces terribles,
aunque a menudo ni siquiera los noto. Esos síntomas no son más que la
expresión externa de una larga enfermedad que todos sufrimos
pacientemente… la enfermedad que a menudo responde al nombre de
vida.
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cosquilleo viéndole caminar con los pies hacia fuera y balancear la cabeza
con entusiasmo al andar. Y cuando le entregó la engorrosa capelina de
friso a un lacayo y le ordenó que intentara ver qué podía hacerse con ella,
Arabella decidió que a fin de cuentas estaba encantada con la noticia del
compromiso entre Luxton y Emily Eccles. Si Charles hubiera heredado una
fortuna mayor podría sin duda haber hecho un buen matrimonio. Pero le
reconfortó saber que a pesar de ser más pobre de lo que pudiera parecer,
había encontrado a una mujer con la que creía que sería feliz.
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Capítulo 8
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época.
Alexander le respondió sin ocultar su crispación:
—Me alegro por ti si puedes verlo así, Jervas. Pero la lacra del
papismo sigue también pendiente sobre mí y probablemente jamás llegue
a verme libre de sus cansinos tentáculos.
—Por más que lo intento no logro entender cuáles son los atractivos
de la causa jacobita —fue la respuesta de Jervas—. Convierte en pobres a
los ricos y vuelve locos a los cuerdos. No cabe duda de que Jaime III jamás
accederá al trono, y aun así, año tras año, hay hombres que lanzan sus
fortunas y las de sus familias al Canal, convencidos de que las verán
emerger en la orilla francesa para convencerle de que regrese.
—No es precisamente así como los jacobitas resuelven sus asuntos —
dijo Alexander con cierto tono de censura en la voz—. A tu entender, los
jacobitas no son más que un puñado de lunáticos porque nada tienes que
temer a causa de tus actos. Pero supón que volvieran a empezar las
persecuciones. Quizás nadie accedería a publicar mis poemas.
Jervas estuvo a punto de reírse ante el decidido pesimismo de
Alexander, pero reprimió su sonrisa y se limitó a decir:
—Piensas así porque llueve y todavía no hemos comido nada.
Pero Alexander no iba a dejarse consolar tan fácilmente.
—Cuando estoy en compañía de hombres como Wycherley siento que
mis deseos de dedicarme a la poesía me abandonan por completo. Sus
versos y sus obras de teatro son tan vacuos como la leche de burra. Pero
¿cómo triunfar si no puedo ser como ellos?
Jervas le miró alarmado. Nunca sabía qué decir ante esos arrebatos
de su amigo, y con su silencio no hizo más que alimentar la indignación
que ya embargaba a Alexander.
—La mayoría de los escritores son insufribles y no paran de quejarse
de sus fracasos: que el estilo de sus versos no está de moda; que no
cuentan con el mecenazgo necesario para triunfar; que no son lo bastante
ricos, o lo bastante pobres; que no tienen una voz lo suficientemente
potente como para hacerse oír. En suma, cualquier cosa excepto que su
talento es insignificante y su escritura, de la calaña más innoble.
—Pero tus versos no son innobles, Pope —dijo Jervas con ánimo
consolador—. ¿Acaso no te ha dedicado Jacob Tonson unos cuantos
cumplidos?
—¡No tengo la menor intención de dejarme encandilar por los
cumplidos de nadie! —respondió Alexander furioso, silenciando a tiempo
las palabras «como sueles hacer tú».
Vio a Jervas encogerse a su lado y, aunque sabía que se estaba
comportando mal, la visión del rostro ansioso y conciliador de su
acompañante no hizo sino aumentar su sensación de frustración. No era
culpa suya que no pudiera sentirse cómodo con todo el mundo ni tampoco
que el mundo no le resultara un lugar encantador, como le ocurría a su
amigo.
—¿Acaso no anhelas mostrar al mundo su vanidad y su hipocresía? —
dijo furioso Alexander—. Cuando estás pintando el retrato de alguno de
esos vanidosos y perezosos quejicas, ¿no desearías aplastarlo a
brochazos? ¡No! Claro que no. Jamás te he oído juzgar a quienes posan
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Capítulo 9
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por caballos blancos. Aun así, la escena que tiene lugar en este momento
deja claro que el rey entrará a pie.
Alexander se levantó para mirar al escenario y decidió intentar
abrirse paso hasta donde estaba el doctor Swift con la esperanza de tener
al menos la oportunidad de conocer al famoso clérigo. Estaba deseoso de
decirle cuánto había admirado su El cuento del tonel, pero temía que Swift
le tomara por torpe. Quizás debiera hablarle de ópera. El renombrado
castrato italiano Nicolini cruzaba lentamente el escenario en ese instante
a bordo de un bote hecho de pasta de papel, cantando con todo su
empeño sobre violentas tempestades. Swift miraba desde el lateral del
palco con una inconfundible expresión de desprecio, y Alexander se
acercó hasta quedar de pie a su lado durante unos minutos, fingiendo
seguir con atención la representación. Cuando la música del señor Händel
alcanzó un crescendo, el doctor Swift soltó un grito de irritación, y
Alexander vio llegada su oportunidad.
—¿No disfruta usted del espectáculo? —preguntó.
Swift le respondió sin vacilar y sin parecer importarle —e incluso sin
parecer recordar— que no habían sido presentados.
—Mi deleite queda frustrado al ver a mis colegas de la Iglesia
sentados en primera fila del teatro con la música sobre las rodillas —dijo,
señalando con desdén a un pequeño grupo de clérigos sentados debajo—.
Mírelos, adoptando poses de hombres refinados y de buen juicio.
Contemplan el espectáculo con absoluta seriedad, como asintiendo y
siguiendo el ritmo con los dedos para demostrar que somos capaces de
apreciar la música. Me resultarían divertidos si no mostraran su vanidad
de forma tan espantosa. Tan sólo consiguen provocar en mí la más
encarnizada indignación.
Alexander se sorprendió ante el repentino arrebato de Swift, que
olvidó ser precavido en su respuesta:
—Pero ¿por qué lo indigno de su actitud despierta en usted semejante
arrebato? —preguntó.
Swift se volvió de pronto a mirar atentamente al joven que estaba de
pie a su lado.
—Me parece que no conozco su nombre, señor —dijo.
Alexander vaciló y miró ansioso a su alrededor para cerciorarse de
que nadie le había visto hablar con el doctor Swift sin haber sido invitado a
ello.
—Mi nombre es Alexander Pope, señor —respondió.
—Oí hablar de usted hace algún tiempo, señor Pope —dijo Swift—, y
lo cierto es que sentí curiosidad. Me han dicho que escribe poesía.
Pope se sonrojó y balbuceó:
—¡Casi nada! Apenas unos versos; y sólo tengo un libro de poemas
publicado —bajó los ojos y, maldiciéndose por haber estado a punto de
desaprovechar una oportunidad como la que tenía ante sí, añadió—:
Tengo un nuevo poema a punto de publicarse, señor. El mes que viene,
espero —volvió a vacilar, temeroso de dar la impresión de estar
fanfarroneando o suplicando algún favor del famoso escritor. Supuso que
debía de haber sido Steele quien le había hablado de él a Swift.
Pero Swift retomó la conversación sobre los clérigos que estaban
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sentados abajo.
—Pregunta excelente donde las haya —dijo caviloso—. ¿Por qué me
afectan tanto esos hombres? Supongo que porque lo indigno de su actitud
me recuerda una pérdida aún mayor de dignidad en mi propia persona. Me
rebajo a mezclarme con ellos; igual que esos míseros párrocos con su
música, también yo adulo, me inclino y me comporto de manera servil,
buscando una promoción que en realidad no anhelo. Y, en vez de
apartarme de la Iglesia, me dedico a despreciar a mis colegas. Me ofusca
la ira, señor, cuando veo que no soy capaz de evitar mi perversa
naturaleza.
Alexander escuchó al clérigo con una expresión de asombro e incluso
de deleite. Las palabras de Swift le recordaron su propia ofuscación con
Jervas.
—Creo que le entiendo, doctor Swift —exclamó, mirando al clérigo a
los ojos—. También yo estoy empezando a percibir las consecuencias de
formar parte de una profesión en la que uno se siente totalmente reñido
con sus colegas.
Swift respondió a su confesión con idéntica energía.
—Todos somos un puñado de vanidosos… aunque me gustaría que si
un hombre es orgulloso, fuera por ahí fanfarroneando como si tuviera diez
veces la corpulencia de sus colegas y los mirara con lupa. Al menos eso
representaría justamente sus sentimientos de superioridad. Pero estos
hombres muestran su vanidad en los esfuerzos que invierten en la lectura
y el estudio. Resulta de un pretencioso intolerable.
Con la esperanza de no parecer ridículo, Alexander dijo:
—Debemos recordar a diario, doctor Swift, cuan distinto es nuestro
camino del de nuestros compañeros de viaje. Aunque también así es como
la ortodoxia provoca la herejía.
—Dígame, señor: ¿es usted conformista en lo que concierne a la
religión?
A Alexander le sorprendió la pregunta. No esperaba que Swift tocara
el tema de la religión cuando debía de saber que era católico. Steele sin
duda no habría pasado por alto ese detalle. Pero decidió responder con
franqueza.
—Provengo de una familia piadosa —respondió—, y cuando estoy con
ellos, son tantas sus plegarias que a duras penas puedo escribir unos
pocos poemas. Me considero un conformista ocasional. Del mismo modo
que doy la bienvenida a la bebida y al escándalo a fin de estar a la altura
de las compañías que frecuento en la ciudad, por la misma razón me
muestro serio y reverente en casa —a pesar de sus intentos por no reírse
de su propio chiste, no logró salirse con la suya.
Swift también se reía y no se dio cuenta del desliz.
—Es usted un hombre ingenioso, Pope. Mi señor Petre me dijo que no
es usted humorista, pero me temo que se equivocó.
—No seré yo quien le corrija —respondió Alexander, interesado en
saber qué había podido decir de él lord Petre. Así que no había sido Steele.
Entonces se percató de que alguien más les estaba escuchando. Se
trataba del amigo de Swift, un tipo bajo y rechoncho al que el clérigo
presentó como John Gay.
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—Sé que es usted escritor, señor Pope —dijo Gay—. He leído sus
versos y los admiro profundamente.
—Sería más acertado calificar al señor Pope como poeta que como
escritor —le corrigió Swift—. Es poseedor de un gran saber y algún día
escribirá un poema épico al modo de Virgilio.
Alexander recibió el cumplido con un encogimiento de hombros.
—Su recomendación me convierte en un triste y aburrido erudito —
dijo entre risas—. La clase de hombre cuya única ambición es escribir un
tratado para Las obras de los sabios.
Gay sonrió.
—¡Las obras de los sabios! ¿De verdad es eso un periódico?
—Por supuesto. Ilegible de principio a fin.
—Me encanta el título —apuntó Gay entusiasmado—. Totalmente
absurdo y exagerado. Se me ocurre una propuesta. Propongo que creemos
una sociedad en vehemente oposición a los periódicos y a los hombres
aburridos. Llamaremos a nuestra publicación Las obras de los ignorantes.
Lo publicaremos con la menor frecuencia posible.
—Un plan excelente —dijo Alexander, exaltado por el placer que
provocaba en él su éxito con Swift—. Se nos recordará como los grandes
ingenios ignorantes de nuestro tiempo.
—¡Eso es mucho mejor que pasar al olvido como sus sabios más
eruditos! —intervino Swift.
La música de la ópera irrumpió de pronto con un estallido
particularmente estridente y la atención de los tres hombres se dirigió
momentáneamente a lo que ocurría en el escenario.
Gay, que había estado siguiendo el drama preso de una diversión aún
mayor que la de Steele, exclamó a voz alta:
—Santo cielo. Me temo que los encargados han olvidado cambiar los
decorados laterales. Ahora mismo contamos con una perspectiva del
océano en mitad de una preciosa arboleda. Debo confesar mi perplejidad
ante la aparición del elegante joven de profusa peluca en mitad del mar y
tomando rapé sin el menor reparo.
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Se sumió en un caviloso silencio mientras ella recorría el salón con los ojos
fingiendo una actitud de marcada indiferencia.
La pareja fue rescatada por Richard Steele y Robert Harley, que se
acercaron dispuestos a divertirse más aún a costa de los intérpretes y del
público. Luego Teresa se unió al grupo en compañía de su amiga Margaret
y preguntó a Arabella si conocía el nombre del caballero que estaba de pie
junto a sir George Brown. Con un inmenso esfuerzo Arabella volvió la
mirada hacia la persona que acababan de describirle.
—Sí —respondió brevemente—, es Francis Perkins.
—¿Le conoces, Arabella? —preguntó Teresa, decidida a que Arabella
apartara su atención de lord Petre.
—He coincidido con él en un par de ocasiones —sin embargo, en vez
de oír la voz de Teresa como respuesta, oyó la de lord Petre.
—Bailó usted con el señor Perkins en la mascarada, ¿verdad? —
preguntó bajando la voz. Arabella se contuvo justo a tiempo para no
volverse hacia él.
—Mi señor Petre tiene una memoria excelente —comentó a Teresa
con una risilla.
Hubo más charla y más risas. Si en un momento Arabella creía que
Petre se alejaría con el resto de los hombres, al instante siguiente era él
quien temía que ella regresara al palco en compañía de la señorita Blount
y haber perdido así su oportunidad. Aunque no habría sabido decir
exactamente para qué podía servir esa oportunidad. Ninguno de los dos
oía una sola palabra de la conversación, y tanto Arabella como Robert
buscaban continuamente algún motivo para dirigirse al otro. Ambos
deseaban, en vano, que los demás les dejaran a solas. Por fin, cuando el
público empezó a regresar a sus asientos, se encontraron cara a cara.
Lord Petre se quedó mudo, fijando en Arabella una intensa mirada. Ella
intentó encontrar un cumplido para romper el silencio que se había
instalado entre los dos.
—Ardo en deseos de ver el próximo acto —dijo por fin, quizás alzando
un poco la voz.
Lord Petre siguió observándola y de pronto, cuando ella empezaba a
sentir hacia él una instantánea oleada de ira por no haber pasado a la
acción, Robert dijo, bajando de nuevo la voz:
—Tengo que verla.
Ahora fue Arabella quien guardó silencio.
—¿Me permitirá buscarla?
Arabella bien podría haber contestado: «¿Volvemos a nuestros
asientos? Ha sido una velada maravillosa». Y si así lo hubiera hecho, lord
Petre se habría tranquilizado. Si ella ponía freno a lo que estaba
ocurriendo entre ambos, se dijo Robert, se retiraría al instante. Pero cuál
fue la sorpresa, y en cierto modo también la de Arabella, al ver que ella no
lo hacía.
—No me estoy ocultando, mi señor —respondió la joven antes de dar
media vuelta e ir a reunirse con la señora Blount, que en ese momento
regresaba a su palco.
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Viendo que los hombres estaban atentos al drama que tenía lugar en
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Capítulo 10
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del patio Arabella se echó a temblar, pero por fin Jenkins regresó y la
condujo hacia la parte posterior de la casa. Colgó el farol, sustituyéndolo
por una vela, y se adentró con ella en la oscuridad de las cocinas.
Arabella sintió un gran alivio en cuanto estuvo dentro. La habitación
de techo bajo estaba caldeada por los hornos y sus finos tacones se
movían con mayor seguridad sobre las lisas losas de piedra del suelo.
Jenkins señaló hacia una puerta situada a un lado de la cocina donde se
adivinaba una escalera. Iniciaron el ascenso al tiempo que la vela de
Jenkins dibujaba huecas sombras en las blancas paredes, obligando a
Arabella a mirar atrás continuamente. Debían de encontrarse en unas
escaleras de servicio, cosa harto sorprendente, pues, salvo en las
mansiones construidas en el siglo anterior, no habían vuelto a construirse
desde el gran incendio de Londres. Los Petre eran aún más distinguidos de
lo que ella había creído.
Naturalmente, no encontraron a nadie durante el ascenso, pero al
pasar a la planta baja de la casa oyeron ruido de pasos. Jenkins se tensó y
se pegó contra la pared oscura junto a la puerta. Arabella se quedó
inmóvil, temiendo que el criado decidiera apagar la vela y les dejara a
oscuras. La pequeña llama se le antojaba la única visión conocida en
mitad de aquel lugar extraño. Finalmente, los pasos se desvanecieron y
volvió a reinar el silencio.
Subieron al segundo piso y Jenkins se volvió hacia una puerta situada
a la izquierda que llevaba a una diminuta estancia espartanamente
amueblada. Arabella supuso que se trataba de la habitación del criado y la
cruzó con rapidez. Una puerta visible en el extremo opuesto de la estancia
comunicaba con una habitación mucho más espaciosa y hermosamente
decorada. Perpleja, Arabella cayó en la cuenta de que debía de tratarse
del dormitorio de lord Petre. Miró rápidamente a su alrededor y fijó los ojos
en un alto techo de vigas y en los oscuros paneles de madera que
revestían las paredes —la casa era antigua—, adustos bajo la mortecina
luz que iluminaba la habitación. Había una cama amplia y alta rodeada de
cortinajes —de hecho, era igual que la de Arabella, aunque ésta estaba
cubierta de un oscuro brocado—. Pero apartó rápidamente la mirada pues
no deseaba que Jenkins advirtiera la curiosidad que despertaba en ella.
Aunque en la chimenea ardía un buen fuego, estaba lejos de la cama y
también parecía muy alejado de Arabella. La habitación estaba helada y
corrió tras Jenkins con sus tacones repiqueteando sobre la vieja tarima de
madera.
Jenkins abrió otra puerta y entraron en un salón adyacente. Un soplo
de aire caliente la envolvió entonces y vio arder en la chimenea un gran
fuego luminoso. El fuego despedía intensas llamaradas, chisporroteando
sin duda gracias a una reciente atención. La habitación estaba iluminada
por velas de cera cuyas llamas parpadeaban contra las vetas de nogal de
los muebles: un escritorio delicadamente labrado, un par de mesas, un
largo sofá y dos sillones tapizados siguiendo los dictámenes de la última
moda. Pero allí no había nadie.
El criado se retiró y Arabella tomó asiento en uno de los sillones, tiesa
y demasiado incómoda como para recostarse contra el respaldo. Oyó el
tictac de un reloj y el crepitar del fuego, pero nada más. No sabía qué
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sintió las manos de Robert sobre la piel oculta bajo el corpiño, mientras él
exploraba la curva de su cintura y sus dedos se apretaban contra el
minúsculo espacio que se abría bajo sus costillas—. Dios no permita que
cambies nunca —masculló.
Tiró de ella hacia él y el vestido y la enagua se deslizaron hasta el
suelo alrededor de su cuerpo. Luego la rodeó con sus brazos y volvió a
besarla, y ella sintió, perpleja, el contorno de su pene contra su cuerpo. Lo
notó duro y eso la sobresaltó, pues nunca antes había sentido el miembro
de un hombre. Pero se dio cuenta de que Robert no sentía la menor
vergüenza mientras la empujaba con suavidad hacia atrás en dirección a
su habitación. Arabella sorteó la pequeña barrera levantada por sus
vestiduras.
La habitación de Petre parecía ahora más agradable. El fuego ardía ya
alegremente y una vela parpadeaba junto a la cama. Jenkins debía de
haberla puesto ahí antes de retirarse, pensó Arabella sorprendida. Lord
Petre la tomó en sus brazos para subirla al lecho. La caverna formada por
las cortinas que lo rodeaban era un espacio cálido y confortable. Robert se
quitó los zapatos con los pies y se arrodilló junto a ella, sin apartar las
manos de sus piernas.
—Qué delicada es la seda de tus ligueros, Arabella —dijo tirando de
los lazos que los sujetaban a las medias—. Y qué fácil desabrocharlos —
añadió, mirándola para asegurarse de que ella no deseaba que parara.
Arabella sintió que los lazos se deslizaban por sus muslos y el calor de las
manos de Robert sobre su piel bajándole las medias—. Son deliciosamente
hermosas —dijo él—. Diría que están hilvanadas con hilo de oro —Arabella
sintió un cosquilleo en las piernas a medida que los dedos de él las
tocaban. Con una sonrisa traviesa, Robert dijo entonces—: Será mejor que
te las quitemos. De lo contrario me temo que me veré terriblemente
distraído por ellas.
Arabella pensó que jamás había sentido nada más exquisito, íntimo e
intensamente placentero.
Lord Petre hundió la cara en los pliegues de su blusón.
—Tu camisola resulta muy tentadora —prosiguió—, de modo que por
ahora no la tocaremos —se había arrodillado delante de ella, riéndose al
ver su rostro sonrojado y ansioso—. Y ahora, este condenado, condenado
corpiño —murmuró, fingiendo que lo examinaba—, ¡Santo Dios! ¿Cómo
podéis soportar vivir el día entero atrapadas en él? Déjame ver… pero es
que no puedo desatar los lazos porque estás acostada encima —besó el
espacio entre sus pechos y también el cuello—. Qué hermosura de
camisola. A juego con tu vestido. Eres una criatura preciosa, Bell.
Casi convencida de que Robert no lograría desatarle los lazos del
corsé, Arabella se sentó en la cama y empezó a desatarse las ballenas que
le constreñían el torso. Su rostro adoptó una expresión de profunda
concentración ante la que Robert no pudo evitar una sonrisa. Con un
encantador arqueo de cejas ella alzó la mirada y dijo:
—Bien. Creo que ya puedes terminar tú.
—Sí, creo que podré.
Cuando Arabella se quedó en camisola, una prenda que no llevaba
puesta «encima» en el sentido literal del término, dijo a lord Petre sin
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rodeos:
—¿Me enseñarías a desabrocharte los pantalones? —se sonrojó al
hablar, presa de una timidez repentina. Levantó los ojos y vio por primera
vez en el rostro de Robert una expresión de preocupación. Se preguntó si
sería por ella o por él mismo.
Petre sonrió y preguntó:
—¿Has desnudado alguna vez a un hombre?
Arabella negó con la cabeza, muy seria.
Robert le tomó las manos y se las llevó a la cintura. Ella las introdujo
por debajo de los faldones de su camisa, acariciándole la piel con los
pulgares. Sintió que él se estremecía… le había hecho cosquillas.
—Yo te enseñaré —dijo Robert—. Pero después tendremos que tener
mucho cuidado.
—¿Cuidado con qué?
Él la miró como deseando poder clavarle los colmillos en el cuello y
devorarla. Incapaz ya de seguir empleando el mismo tono cándido que
había utilizado hasta entonces, respondió:
—Cuidado de que no te meta la polla hasta el fondo, que es lo que
desearía hacer, y te deje embarazada.
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su entrada en la cafetería.
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Capítulo 11
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mirar el paquete.
—No lo sé… diría que es un libro —dijo Teresa—. Probablemente nos
haya enviado a ese francés, el tal Boileau, para que lo leamos. Alexander
bromeó sobre él el otro día, aunque si he de serte sincera ni siquiera me
molesté en fingir que entendía la broma. Dijo que nos regalaría un
ejemplar.
Martha cogió el paquete y lo giró en sus manos.
—¿Boileau? Me parece que no. Creo que es su nuevo libro de poemas.
Dijo que nos lo enviaría, aunque todavía no haya llegado a las librerías.
—¡Vaya, pues bien podría haber esperado a que todo el mundo lo
estuviera leyendo! ¿Qué sentido tiene vérselas y deseárselas con
cincuenta páginas de poesía si no hay nadie más que lo haga?
Martha se rió, exasperada.
—¡Haz el favor de apartarte del espejo, Teresa!
Teresa no lo hizo, sino que se limitó a mirar el reflejo de Martha que
podía ver en el espejo situado delante del suyo.
—Y si tan ansiosa estás por ver lo que es ¿por qué no lo abres? —dijo.
Pero Martha ya se había sentado y había empezado a abrirlo.
Encontró el mismo ejemplar de pequeñas dimensiones que Jacob Tonson
le había mostrado a Alexander un par de semanas antes. Levantó la
cubierta.
—Ensayo sobre la crítica —leyó—. Qué preciosidad. Aunque no
aparece el nombre de Alexander en la portada… qué lástima.
—Probablemente porque sabe lo desesperadamente aburrido que es
—replicó Teresa, volviéndose para mirar a su hermana. En seguida
lamentó sus palabras. Era el tipo de comentario que en otro momento
habría provocado una sonrisa compartida entre ambas, cuando Martha
estaba encantada oyéndola burlarse de Alexander y de sus manías, pero
últimamente, sin embargo, su hermana y ella no compartían ya las
bromas del pasado. De repente miró sorprendida a Martha. ¿No imaginaría
Martha que existía alguna posibilidad de emparejarla con Alexander?
Inconscientemente negó con la cabeza sin dejar de mirarse en el espejo.
Martha frunció el ceño al tiempo que devolvía la mirada a su
hermana.
—Es el primer libro que Alexander publica solo. Las «Pastorales»
aparecieron en la colección de Tonson, pero si el Ensayo logra una buena
acogida, habrá conseguido por fin hacerse un nombre. ¿No te gustaría
verle convertido en un poeta famoso?
Teresa se dio cuenta de que Martha sabía mucho más de Alexander
que ella. Debían de haber pasado juntos más tiempo de lo que creía.
—Alexander lleva años hablando de ese Ensayo sobre la crítica y
estoy más que harta de oírle —dijo—. ¿Por qué nunca escribe ningún
poema ingenioso y divertido?
—El Ensayo es una obra nueva y ambiciosa, y muy seria —respondió
Martha—. Este poema podría ser su consagración. Aun así, si cae en
manos de John Dennis, lo más probable es que intente echar por tierra la
reputación de Alexander. Sé que es un tipo muy aprensivo.
A Teresa no le gustó que Martha saliera en defensa de Pope.
—¿Quién es John Dennis? —preguntó al tiempo que examinaba el
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dobladillo de su vestido.
—¡Teresa! —exclamó Martha—. No pretenderás hacerme creer que no
sabes quién es John Dennis. Es el crítico más famoso de Londres.
Lo cierto es que Teresa no sabía quién era John Dennis, pero no dijo
nada, optando por dejar que Martha creyera que había intentado
provocarla. Hasta esa conversación no había sido consciente de hasta qué
punto se había distanciado de Alexander. Había olvidado que tenía un
nuevo poema a punto de salir… y de pronto lamentó no haberlo
recordado. Guardó silencio, consciente de que su enfado con Martha era
totalmente injusto. Debería haber sabido que Alexander y su hermana
pasarían tiempo juntos mientras ella estaba con Arabella… y aun así
sentía celos de su amistad.
Martha cogió la nota que Alexander había enviado con el libro y la
leyó.
—Alexander nos ha enviado una nota. Es un encanto —dijo con una
sonrisa.
Teresa se acercó a ella sin dudarlo y le arrebató la nota de las manos.
—¡Déjame verla! —exclamó—. Era para mí, Patty. ¡No deberías
haberla leído!
—Pero Alexander nos la ha enviado a las dos, Teresa —respondió
Martha con un hilo de voz.
En ese momento se abrió la puerta y Teresa se distrajo al ver entrar a
un criado con un ramo de flores. Apenas tardó un instante en llegar hasta
él.
—¡Oh! —exclamó en cuanto vio que las flores eran para ella—. ¡Qué
preciosidad! Y de invernadero, pues es demasiado pronto para tener
jacintos de jardín. ¿Venía alguna nota con el ramo, Jones? —preguntó, pero
el criado negó con la cabeza y se retiró, dando un portazo al salir.
Martha se desinfló. Le había dicho a Alexander que a Teresa le
gustaban los jacintos blancos y sospechaba que los había enviado para
acompañar al poema. Naturalmente, Alexander conocía a Teresa lo
suficiente como para esperar que ésta le admirara sólo por sus versos.
Martha sacudió la cabeza, arrepentida. Los afectos de Alexander seguían
intactos.
—¿Quién crees que las envía? —le preguntó a Teresa.
Para su sorpresa, Teresa se mostró evasiva. La vio guardar un
instante de silencio, considerando las posibilidades.
—No lo sé —dijo por fin—. En un primer momento he pensando en
James Douglass. Cuando bailó conmigo en la mascarada le dije que
nuestra casa estaba junto a la de lord Salisbury, en King Street —una
pequeña chispa de excitación asomó a su mirada y añadió—: Aunque
ahora me pregunto si el señor Douglass no se lo habrá mencionado a lord
Petre. Ayer me sonrió dulcemente cuando me marché de la recepción que
dio Arabella y me dijo que lamentaba que me fuera tan pronto.
—Quienquiera que las haya enviado debe de saber la clase de flores
que te gustan, Teresa —dijo Martha. Y tras unos segundos de silencio,
añadió—: Quizás las mande Alexander.
—¿Alexander? Oh, no lo creo —el rostro de Teresa se apagó al tiempo
que desviaba la mirada. Al verla, Martha contuvo el deseo de regañarla
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tener a nadie con quien hablar. Lord Petre… espero que usted y Su
Ilustrísima se queden conmigo unos minutos más.
Aunque el duque de Beaufort pareció a punto de aceptar la invitación,
tras lanzar una temerosa mirada a Henrietta, dijo:
—Lamento tener que irme yo también, señorita Fermor. Tengo una
reunión en el club… Espero que la próxima vez… Lord Petre inclinó la
cabeza.
—No almorzaré en Locket's hasta dentro de una hora, señorita
Fermor. Será un placer quedarme y hacerle compañía —declaró con una
secreta sonrisa cómplice.
Los demás se marcharon y lord Petre cerró tras ellos la puerta de la
habitación de Arabella.
—Betty no volverá hasta por lo menos dentro de veinte minutos —dijo
Arabella—. Me alegro de que te hayas quedado —se sentó delante del
espejo del tocador; llevaba un vestido holgado que permitía que las manos
de lord Petre tuvieran libre acceso a su cuerpo, pero que también le
permitía retirarlas en cuanto Betty abriera la puerta de la habitación.
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Lord Petre se sintió embargado por una oleada de júbilo. ¡No había
asustado a Arabella con su confesión! La vio encendida de pura excitación.
El aliento de Arabella seguía todavía sobre su piel y sintió los latidos
del corazón en el pecho. Aunque deseaba más que nada en el mundo
ceder a la petición de ella, vaciló. Protegerla y mantenerla a salvo. Hasta
entonces había creído que lo que sentía por Arabella era un violento deseo
físico, pero se equivocaba. Estaba empezando a amarla.
Arabella le vio vacilar y pareció retirar sus palabras.
—No me cabe ninguna duda de que has disfrutado de todas las
mujeres casadas con las que te has acostado —dijo.
Robert sintió un estremecimiento al oírla hablar así. ¡Protegerla!
Arabella era una mujer valiente. Sin contener la risa, respondió:
—Las mujeres casadas son distintas. En Londres son muy pocos los
hombres cuyo padre es el mismo hombre con el que su madre se casó.
Nadie espera castidad de una mujer casada.
Pero Arabella no respondió. Se levantó, rodeó a Robert y se dirigió
hacia el dormitorio.
En cualquier otro momento, y de no haber estado tan inflamado por
el espíritu de rebelión y de aventura, quizás podría haberse reprimido, por
mucho que para ello hubiera tenido que hacer acopio de un esfuerzo
colosal. Pero se vio superado por las circunstancias.
Después, se sintió feliz como no recordaba haberlo sido nunca. Fue
enormemente fácil, y se preguntó por qué había tenido tantos
escrúpulos… tantos temores… a la hora de convertir a Arabella en su
amante. Aquello no tenía nada que ver con la relación que mantenía con
Charlotte, un romance en el que ambos se mostraban perfectamente
naturales porque no existía entre ellos una desbocada pasión; ni tampoco
con la que había mantenido con Molly, en la que el deseo había sido
puramente físico. Lo que sentía por Arabella se acercaba más a una
compleja fascinación. A pesar de que acababa de estar con ella todavía la
deseaba; sentía una constante impaciencia que le llevaba a desear
disfrutar siempre de su compañía.
Arabella parecía haberse impregnado de un ánimo pícaro. Sus ojos
destellaban triunfalmente y su sonrisa brillaba más que nunca.
—Aunque me encanta tu cama me apetecería un poco de variedad —
dijo, incorporándose—. Te propongo un cambio de escenario. ¿Adónde
lleva esa puerta de la derecha? No, no la que comunica con la habitación
de Jenkins. La otra.
—Es mi gabinete —respondió Robert con una sonrisa.
—¡Eso me había parecido! ¿Podemos entrar?
—Supongo que sí —y añadió con fingida severidad—: Pero no olvides
que el gabinete de un caballero es su santuario. No debes mover mis
cosas de sitio ni pedirme que lo tenga más ordenado.
—¡Por supuesto! —exclamó Arabella, saltando de la cama.
El despacho de lord Petre tenía una ventana en un extremo y dos
espejos con marcos de madera lacada que dotaban a la estancia de una
alegre luminosidad durante la mañana y de una sensación de acogedor
confort por la tarde. Había dos sillones de respaldo alto, una otomana y un
pequeño escritorio. Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías
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conocidos con los que se habían encontrado mientras paseaban sobre sus
monturas. Mientras todos hablaban alegremente, lord Petre tocó a
Arabella en el codo.
—¿Me disculpas un momento? —preguntó—. He visto a mi amigo
James Douglass en el otro lado del Ring.
Arabella siguió la dirección de su mirada hacia el lugar donde estaba
Douglass y observó que éste les miraba atentamente.
—¡Por supuesto! —dijo, aunque era plenamente consciente de hasta
qué punto le desagradaba la mirada penetrante y firme de aquel hombre.
Supuso que el encuentro debía de guardar alguna relación con el plan al
que se había referido lord Petre durante el memorable día que ambos
habían compartido en las habitaciones del barón, y miró cohibida a los
demás, esperando que le preguntaran por qué se marchaba lord Petre. Sin
embargo, el resto del grupo estaba distraído con los amigos del duque de
Beaufort y no se habían dado cuenta de lo ocurrido.
Lord Petre ya sabía que Douglass estaría en el Ring esa tarde. Habían
acordado encontrarse allí. Siempre que se había vuelto para mirarle
mientras paseaba a caballo con Arabella, Douglass le había devuelto la
mirada, asintiendo discretamente con la cabeza para que sólo lord Petre lo
observara. Por primera vez, el barón sintió que no tenía ganas de verle.
Odiaba tener que separarse de Arabella, y de pronto se había dado cuenta
de que involucrándola en el encuentro secreto la había puesto
inconscientemente en peligro. Aun así, sabía que debía escuchar las
noticias que Douglass tenía para él.
Cuando lord Petre se acercó a lomos de su caballo, Douglass le dijo:
—Hermosa montura la que luce hoy, mi señor.
Lord Petre pasó por alto su jovial tono de voz.
—¿Hace mucho que esperas?
—Desde la hora acordada —fue la respuesta de Douglass—. He
pasado el rato flirteando con lady Sandwich. Como jamás ha recibido más
de diez minutos de atención por parte de un hombre, mucho me temo que
haya dudado de la sinceridad de mis atenciones —se rió. Sus palabras
sonaron crueles—. Pensaba que la señorita Fermor no iba a cansarse
nunca del trasero de su caballo ni de sonreír a la multitud —concluyó.
Pero su humor cambió de forma repentina.
—Hoy he recibido un mensaje de Lancashire —dijo en voz baja.
El barón se puso serio al instante.
—¿Alguna noticia de Francia?
Douglass estaba a punto de responder cuando su rostro se
ensombreció. Había reparado en alguien que apareció de pronto por
encima del hombro de lord Petre.
—Le veré esta noche —se apresuró a decir—. En el Pen and Hand de
Shoreditch. A las nueve —dicho esto, se marchó.
Cuando lord Petre se dio la vuelta vio que lady Castlecomber
esperaba a que le ofreciera su brazo.
—Parecía estar de un humor excelente hace poco, mi señor —dijo.
—Hola, Charlotte —respondió Petre, desconcertado ante su repentina
aparición—. No sabía que estabas aquí —se preguntó si habría oído su
conversación con Douglass.
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—¡Él! Cómo osas presumir que sabes lo que él, o cualquier otro
caballero, piensa o siente por mí —estalló de nuevo—. No sabes nada de
los hombres ni del mundo. Eres un tullido, ¡tan pequeño de mente como
de porte! Tan sólo eres capaz de ver y de oír lo que más cerca está del
suelo, Alexander.
Alexander retrocedió con una expresión de incredulidad en el rostro.
—En ese caso, no puede usted culparme, señora, por haber prestado
tan prolongada y devota atención a su persona.
Casi habían alcanzado a Martha y a Jervas, y Alexander no tardó en
ver que habían sido oídos por ambos. La pareja se había levantado ya para
unirse a ellos. Jervas tenía las piernas extrañamente apuntaladas para
enfrentarse a él y Martha estaba pálida de pura ansiedad. Los cuatro
siguieron donde estaban durante varios instantes, envueltos en un silencio
espantoso.
Fue Martha quien por fin habló, poniendo fin a la pausa.
—El sol me ha fatigado y la luz me ha provocado dolor de cabeza —
dijo—. Aunque el señor Jervas ha estado amablemente sentado conmigo,
debo volver a casa.
—Hace ya un rato que deberíamos habernos ido —añadió con
brusquedad Teresa—. Dame tu brazo, Patty… regresemos rápidamente al
coche.
—Las acompañaré —dijo Jervas, antes de que Alexander pudiera decir
nada.
—Preferiríamos ir solas —replicó cortante Teresa, empujando a su
hermana hacia delante sin mediar palabra. Alexander retuvo a Jervas a su
lado, dejando que se marcharan.
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mostrarse frío.
Teresa jamás había imaginado que el dolor figuraría entre la estela de
secuelas dejadas por una declaración de Alexander. Aun así, también ella
sentía sus espinas. El sentimiento la sorprendió. Lamentaba que Alexander
hubiera hablado, provocando con sus palabras una escena como la que le
había tocado vivir. Lamentaba haberse enfadado tanto y también haberse
oído decir cosas que no sentía. Pero no pensaba disculparse y correr el
riesgo de reavivar la conversación. Estaba triste e irritada… pero en
ningún caso cedería al arrepentimiento.
Y aun así, a pesar de todo, se sentía decepcionada por el hecho de
que la declaración de Alexander fuera ya parte del pasado. Llevaba mucho
tiempo planeando que si Alexander se declaraba, le rechazaría. Pero la
certeza de que él la admiraba había sido un precioso consuelo… aunque
fuera un consuelo que ella jamás había reconocido. Ahora que su negativa
por fin había sido formulada, debía enfrentarse al hecho de que la de él
era la única oferta que había recibido. Era pues normal que Alexander, que
la había forzado a una reflexión tan inoportuna sobre sí misma, se
convirtiera aún más en blanco de su resentimiento.
Pasó una semana sin que hubiera ningún contacto entre Alexander y
las hermanas Blount. Durante ese período, Martha, que carecía de
sentimientos de indignación con los que tamizar su desolación, sucumbió
a una desconsolada tristeza. De pronto se vio apartada de sus dos amigos
más queridos, ninguno de los cuales hizo el menor intento por incluirla en
sus confidencias. Puesto que no terminaba de entender lo ocurrido, se
temía lo peor: que Teresa y Alexander se negaran a volver a estar en la
misma habitación y que ella tuviera que decantarse por uno de los dos.
Sola en su habitación, reflexionando sobre el triste estado de las
cosas, Martha suspiró con amargura. Naturalmente, no habría una
auténtica elección. Tendría que ponerse de parte de su hermana. ¿Por qué
tenían que ser las cosas siempre así? ¿No habría en su vida un momento
en que pudiera obrar —o tan sólo hablar— siguiendo realmente los
dictados de su corazón? Aunque estaba enfadada con Teresa por haberle
hablado severamente a Alexander, también era consciente de un secreto
deleite. Alexander no podría ya seguir convenciéndose de que Teresa era
la superior de las dos. Enfrentado a semejante muestra de amargura y de
egoísmo, debía por fin ver a Teresa tal como era. Desgraciada quizás —y
también merecedora de compasión y de cariño—, pero especialmente
cruel con aquellos que más la querían.
Martha se sorprendió analizando el papel que Alexander había
desempeñado en lo ocurrido. Descubrió que también estaba resentida con
él. Si Alexander lo hubiera pensado un poco, habría sabido que una
ruptura entre Teresa y él significaría también el fin de su amistad con
Martha. Y aun así, era obvio que no le había importado. En el pasado, una
situación semejante le habría causado un daño indescriptible. Pero ahora
estaba enfadada. Por muy inteligente que fuera Alexander, se había
comportado como un auténtico idiota.
A las nueve de la noche del día del picnic, lord Petre fue al encuentro
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considerando de pronto que la escena que tenía ante sus ojos sin duda
ofrecía un punto de inicio tan óptimo como cualquier otro.
Para su alivio, observó que los invitados habían retomado sus
conversaciones y que el salón estaba tornándose rápidamente tan ruidoso
como lo había estado antes de que tuviera lugar su interludio con Teresa.
La mayor de las Blount se había visto empujada al borde del círculo al
tiempo que los invitados de Henrietta intentaban abrirse paso para
conocer al hombre al que su anfitriona había halagado y definido como el
ingenio más despierto de todo Londres. Alexander no alcanzó a entender
cómo había podido ocurrir de forma tan repentina, pero al parecer todo el
mundo sabía quién era. Sintió una oleada de gratitud seguida de una
sensación de eufórica seguridad en sí mismo.
Al alzar la mirada, vio que lady Mary Pierrepont estaba de pie a su
lado.
—El señor Steele me ha dicho que se está planteando llevar a término
una traducción de la Ilíada —dijo—. ¡Qué ardua tarea! El poema más
extraordinario jamás escrito. Estoy deseosa de saberlo todo sobre ello: sus
prolegómenos, sus métodos, su forma de proceder. ¿Le da usted vueltas a
cada párrafo o traduce libremente, fiel al espíritu del verso de Homero?
Alexander sintió un estremecimiento de entusiasmo.
—Nada me congratularía más que hacerle justicia a Homero —
respondió—. Aunque lo cierto es que temo no ser capaz de lograrlo.
—¡Bobadas, señor Pope! —respondió ella—. No puedo creer que
albergue usted ningún temor al respecto. Se mide usted con el propio
Homero… ¿y por qué no? ¡Nadie realmente excelente sintió temor de los
grandes hombres que le precedieron!
Alexander estaba encantado. A fin de cuentas, si lady Mary se había
acercado a él durante el picnic no había sido impulsada por un instante de
precipitación. ¡Lady Mary deseaba cultivar su amistad! La ira que sentía
aún hacia Teresa e incluso el pesar causado por Martha empezaron a
desvanecerse. Una mujer de noble cuna, ¡la mujer más inteligente de
Londres!, había buscado su compañía.
—Estoy ansiosa por saber qué fragmentos de Homero son sus
favoritos —dijo lady Mary—. El mío es cuando…
Pero antes de que pudiera concluir la frase fue interrumpida por un
hombre en el que Alexander hasta entonces no había reparado. El recién
llegado se situó directamente delante de lady Mary, apartando a
Alexander con un empujón propinado por su cuerpo fuerte y corpulento y
dirigiéndose a ella perentoriamente.
—Cuando haya terminado de hablar con el caballero, señora, le ruego
que me acompañe un momento —dijo.
Alexander percibió entonces en la voz de lady Mary un temblor que
no encajaba con ella.
—¿No conoce al señor Pope, señor Wortley? —respondió.
Así que aquél era Edward Wortley, el caballero con el que, según se
decía, lady Mary estaba secretamente comprometida. Wortley dedicó a
Alexander una sonrisa sarcástica y maliciosa.
—Le felicito por su Ensayo, señor Pope. Espero que sus lectores lean
el poema antes de consultar los comentarios del señor Dennis sobre sus
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defectos personales.
—El propio Dennis haría bien en seguir su consejo —respondió
Alexander, intentando dar un toque de humor a su réplica—. Su ataque
está tan plagado de comentarios sobre mi persona que prácticamente no
dispone de espacio para censurar mi Ensayo.
Wortley replicó lanzándole una exagerada mirada de desprecio, como
deseoso de mostrarle que era demasiado insignificante como para resultar
apenas visible.
—Dispuso del espacio suficiente como para llamarle jacobita —fue su
grosera réplica.
Su descortesía provocó que Alexander se esforzara más aún por ser
encantador, deseoso como estaba de mostrar al pretendiente de lady
Mary como el petulante bárbaro que era.
—Con ello, el señor Dennis da clara prueba de su talento no sólo
como crítico, sino también como narrador —dijo—. Ni yo ni mis escritos
podemos darle ningún motivo que justifique su inquina.
Pero Wortley estaba decidido a hacer sufrir a Alexander.
—Las acusaciones de Dennis le perjudicarán en el clima que se
respira en estos tiempos —dijo.
—Eso no me asusta, señor —respondió Alexander, deseando poner
punto final a la conversación.
—Me reuniré con usted en el sofá que está junto a la ventana, señor
Wortley —dijo lady Mary. Alexander se quedó perplejo al oír su tono de
voz. Había esperado verla comportarse con su pretendiente como lo había
hecho con él. Wortley dedicó a la dama una mirada glacial, pero ella no
dijo nada más. Tampoco Alexander. Tras una nueva pausa, Wortley se
retiró y tomó asiento en el pequeño sofá, desde donde miró fijamente a
lady Mary.
—Le ruego que disculpe los modales del señor Wortley, señor —dijo
lady Mary en voz baja, temerosa de ser oída—. Hay un asunto… es decir,
habíamos acordado hablar esta noche… y ha creído que lo había olvidado.
Él no es así. Cuando vuelva a verle le aseguro que estará de mucho mejor
humor.
—Debería ir a reunirse con él, señora —respondió Alexander,
confundido ante la inesperada sumisión que había descubierto en ella.
Lady Mary se marchó por fin. Cuando se alejaba se volvió para mirar
a Alexander, que percibió en la dama parte de la chispa que en un primer
momento había observado en ella.
—La próxima vez que hablemos, señor Pope, espero que tenga ya
traducidos algunos pasajes de la Ilíada —dijo sonriente.
—Estaré preparado, señora —respondió él.
En cuanto se dirigió a la mesa del bufé, vio encantado que algunas
personas a las que hasta entonces no había visto se acercaron a felicitarle.
Hasta entonces había esperado que sus escritos le reportaran una fama
invisible para que nadie conociera su deformidad. Sin embargo, de pronto
se dio cuenta de que después de todo disfrutaba de la atención. Y todo
ello gracias al ataque de Dennis. Las palabras que Teresa le había
dedicado esa noche le habían proporcionado la celebridad. El Sapo de
Grub Street. Sería precisamente encarnando a semejante figura como el
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disfrutas.
—Cierto es que no soy cazador —respondió—, pero soy un gran
aficionado al deporte. Por desgracia, mi precaria constitución no me
permite practicarlo… como tampoco me permite disfrutar de la bebida,
naturalmente.
—¡Pero si ésos son los principales placeres que ofrece el campo! Es
una lástima que seas tan enfermizo.
—Y una lástima que todo el mundo goce de tan buena salud.
Martha se rió.
—Al oírte hablar de cacerías me entristece pensar que el verano no
tardará en quedar atrás. Ahora las noches son largas y pronto empezará a
amanecer casi antes de acostarnos. Pero los días pronto volverán a
acortarse.
—En ese caso, debemos alargar el tiempo un poco más —fue la
respuesta de Alexander—. Se me ha ocurrido una idea, Patty. A ver qué te
parece. ¿Has visto alguna vez a los jardineros de Lambeth navegar río
abajo al romper la mañana llevando sus productos al mercado?
—No.
—Dicen que es un espectáculo precioso; el río lleno de barcazas
colmadas de frutas y de flores. Si la mañana está despejada, el agua
estará iluminada por el sol del amanecer cuando aparezcan. ¿Qué te
parecería una pequeña excursión hasta el río al amanecer?
El rostro de Martha se iluminó.
—Oh, hace muchas semanas que sueño con ver las barcazas llegando
al mercado desde Lambeth —dijo, entusiasmada. Luego guardó silencio y
preguntó—: Pero ¿y tu salud? Estás delicado, y te enfriarás. No me parece
una decisión muy prudente.
—Quizás no lo sea, pero estoy reservando toda mi prudencia para
cuando esté tan tullido que ni siquiera pueda salir de casa. ¡No estamos
en edad de ser prudentes! Es medianoche. Pasaré a buscarte a las cinco.
Cuatro horas de sueño son suficientes para cualquier persona menor de
veinticinco años.
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escaleras traseras, que para entonces le resultaban tan familiares que casi
no necesitaba la ayuda de ninguna iluminación para subir por ellas.
Avanzaron en silencio. Arabella había aprendido a apoyar los pies en el
lugar exacto donde los escalones no crujían. Jenkins empujó la puerta de
la habitación de su señor y Arabella vio al barón abalanzarse hacia ella
con una sombra de alarma en el semblante.
—¡Arabella! —exclamó al tiempo que la expresión de su rostro pasaba
al instante de la alarma al entusiasmo.
Encantada con el cambio, Arabella no sintió el menor deseo de
preguntar con demasiado detalle sobre los motivos que habían provocado
la aprensión original.
—¡Estás aquí! Mi querida niña —dijo lord Petre—. Creía que no
vendrías nunca —y casi antes de que el criado se retirara, tomó el rostro
de Arabella en sus manos y la besó apasionadamente.
—No sabes cuánto he deseado vaciarme dentro de ti en la fiesta de
esta noche —murmuró—. Con mis brazos alrededor de tu cuerpo en la
oscura galería, apenas he podido contener mi pasión. Viéndote envuelta
en todas esas plumas…
Arabella retrocedió y tomó entre sus manos el rostro del barón,
apartándole los rizos de los ojos.
—De haberte dejado seguir un instante más —respondió con una
sonrisa—, sir Anthony Vandyke se nos habría caído encima. Tenía el marco
del cuadro directamente contra mi espalda cuando me empujaste contra
la pared. No está bien ir por ahí dando traspiés en la oscuridad en las
casas ajenas.
—No, no está bien, pero no puedo contenerme cuando te tengo
delante.
—Eso no es del todo cierto, mi señor… pues no podías verme.
—Pero puedo verte ahora, de modo que te tomaré por las buenas o
por las malas, cualquiera que sea la opción más rápida —tiró de ella hasta
la cama, intentando mientras tanto quitarle el vestido—. Si debemos hacer
justicia a los personajes de la mitología, yo debería ser el cisne y tú una
doncella desnuda. Zeus se le apareció a Leda disfrazado así antes de
forzarla —la tiró sobre la colcha—. Corrijamos al menos una parte del
cuadro —dijo, mordiéndole el cuello— ¡Besemos pues al cisne!
Entre risas, Arabella se quejó de que lord Petre la estaba desvistiendo
sin poner en ello ningún cuidado.
—Me estás tirando de las plumas —dijo, poniéndose en pie para
ayudar al barón—. No, así —se volvió de espaldas—. Ten cuidado con la
seda o la romperás. Eso es —el vestido por fin cayó al suelo y se quedó
solamente con el blusón.
—Ahora encarnas al personaje que te corresponde —dijo lord Petre
mientras le quitaba también el blusón por encima de la cabeza—. Aunque
estabas tan arrebatadora con el disfraz que Zeus te habría tomado con
plumas y todo.
—¿Quieres que vuelva a ponérmelo? —preguntó Arabella con una
sonrisa al tiempo que él se tumbaba sobre ella.
—Por supuesto que no —masculló, enroscándose las piernas de ella a
la cintura.
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mismísimo Milton pudiera conjurar la escena que tengo ante mis ojos. De
pronto se me ocurre una idea sobre quién podría habitar este lugar. Como
en el poema de Milton, habrá criaturas mortales, pero también seres
divinos. Los ángeles son demasiado excelsos para mis versos… de modo
que contaré con espíritus menores; ninfas que vivan en el aire. Delicadas
y mágicas como la mañana. Ya verás —añadió, presuntuosamente—: Ni
siquiera Milton me superará.
Martha le observó en silencio. Sabía que si Teresa hubiera estado allí
se habría reído de él viéndole tan entusiasmado. Y es que ciertamente
este Alexander de ojos brillantes y nerviosos y exaltados movimientos
tenía algo de cómico. Pero cuando alardeó de que no se vería superado
por Milton, Martha cayó en la cuenta de que hablaba en serio. El mundo
estaba lleno de hombres que ambicionaban escribir un poema tan
magnífico como El paraíso perdido, pero quizás, y sólo quizás, Alexander
llegara a conseguirlo. Era una idea extraordinaria y Martha se estremeció,
como si de pronto hubiera tenido una visión.
Alexander interrumpió sus cavilaciones, inclinándose hacia delante y
hablando apresuradamente:
—¿Qué opinión te merece esto, Patty? Es una descripción de los
espíritus invisibles que moran en el Támesis: «Algunas sus alas de insecto
despliegan bajo el sol; boquean en la brisa o se sumergen en nubes de
oro. Formas transparentes, demasiado excelsas para el ojo humano… sus
cuerpos fluidos semidisueltos en luz. Al viento sus etéreos ropajes ondean;
finas y relumbrantes texturas del delicado rocío, sumergidas en la más
profusa tintura del cielo, donde la luz entreteje un mar de matices.
Mientras los rayos nuevos y fugaces colores lanzan; colores que cambian
en cuanto ellas sus alas en el aire agitan».
Al oírle hablar así, Martha tuvo la sensación de que el aire se llenaba
de sonidos mágicos: la etérea música de la poesía que no es del todo de
este mundo. Miró a Alexander, maravillada. Embargada por un tranquilo
distanciamiento que nada tenía que ver con el hecho de conocerle
personalmente, sabía que el joven sentado delante de ella estaba
destinado a ser un gran poeta. No era simplemente un hombre con
talento; era… —e incluso al pensarlo la recorrió un escalofrío de emoción
—, era un genio. Volvió su mirada a los ojos brillantes y distantes de
Alexander y vio en ellos que también él lo sabía y que era eso lo que le
daba ese aire etéreo que percibía en él.
Intentó poner voz a sus cavilaciones.
—Alexander, siento… no sé qué decir —dijo, impotente—. Siento
como si me hubieras hecho un regalo que anhelo mostrar al mundo, y a la
vez sé que es una preciosa joya que sólo yo veré. Tu genio te hará
famoso; ya nada puede detenerte —algo la empujó a seguir hablando—.
Pero sé que siempre conservaremos el cariño que existe entre nosotros.
La descripción que Alexander había hecho de las hadas le había
soltado la lengua y ahora hablaba con mayor libertad de la que jamás se
había imaginado capaz. Le rebosaba el corazón y acababa de reconocer
sus más secretas esperanzas. Sin embargo, temía que ese encantamiento
no lograra prolongarse en el tiempo.
—¡El cariño que nos profesamos, dices! —exclamó Alexander—. Patty,
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Capítulo 16
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Alexander sonrió.
—No esperaría un encargo de Mackenzie —respondió—. Son una
familia noble, aunque venida a menos. El marqués es jacobita.
—¡Un jacobita! Santo Dios… pero ¿en qué está pensando Caryll? Creía
que por fin acababa de librarse de la lacra de traidor a la que le había
condenado el asunto de su tío.
—Según Caryll, los Mackenzie no son espías ni conspiradores, Jervas,
sino simples simpatizantes de la causa jacobita. Aunque, si quieres que te
sea sincero, tampoco yo lo entiendo. Supongo que pensó que no podría
concertar un matrimonio mejor —terminó de comerse el huevo con la
mirada concentrada en las profundidades del portahuevos—. Espero que
al menos no sean espías ni conspiradores, porque Caryll me ha pedido que
acompañe a la joven pareja desde Londres a Ladyholt a finales de julio. No
desearía que me arrestaran de camino a casa —se rió—. A mi padre no le
haría ninguna gracia.
Jervas también se rió.
—Sí, sus peores miedos se harían realidad y ya no le quedaría nada
que desear.
Alexander pensó entonces en el viaje. A fin de cuentas, quizás fuera
una buena idea volver a pasar una temporada en Binfield. Casi no había
escrito nada desde que estaba en Londres y el poema que había
empezado a componer en el río pedía ser escrito. Se preguntó si debía
sorprender a su padre y a su madre llegando sin avisar.
Jervas, que había empezado a pasearse por el salón del desayuno,
reclamó en ese instante su atención.
—No creo que te estés haciendo ningún favor empeñándote en viajar
por el campo en compañía del joven John Caryll y de su esposa jacobita.
—Los Caryll son viejos amigos de infancia. No puedo abandonarles
simplemente por razones políticas —respondió Alexander, aunque
pensando que quizás Jervas estaba en lo cierto.
—A mí me parece una razón tan válida como cualquier otra para
abandonar a tus amigos —respondió Jervas, acercándose a la mesa—.
Aunque ya ves que me inquieto, Pope, y que empiezo a burlarme de ti.
Vayamos a Will's a enterarnos de las noticias de la ciudad.
No fueron los primeros en llegar a la cafetería. Al entrar por la puerta,
Alexander fue saludado por Tonson, su editor, que tomaba café con
Jonathan Swift y John Gay. En el otro extremo del salón, Tom Breach y
Harry Chambers, ambos amigos de Jervas, se levantaron al instante y le
instaron a que se sentara con ellos. El murmullo de las conversaciones era
más ensordecedor que nunca —la excitación se palpaba en el ambiente—
y Alexander tuvo la certeza de que algo importante había ocurrido.
Mientras veía a Jervas dirigirse hacia el lugar donde estaban sentados Tom
y Harry, reparó en que también Douglass estaba presente. Las miradas de
ambos se cruzaron y Douglass arqueó una ceja, pero Alexander apartó la
vista.
Sin embargo, fue Tonson, que acababa de ponerse en pie, quien
reclamó su atención.
—¿Se ha enterado de la noticia, Pope? —exclamó, poniéndole un
ejemplar del Daily Courant en las manos—. Han arrestado a un grupo de
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empezó a tartamudear.
—¡Mi criado! Entonces es partidario de la reina. ¡No puedo creerlo! Y
ese día en la cafetería White's… —siguió murmurando lord Petre. Debía de
tener relación con lo ocurrido con Molly. Pero ya le había dado dinero a
Jenkins—. Usted sabía lo que le había ocurrido a Francis Gerrard. Lo
entendí como una advertencia a nuestros hombres. ¿Pero usted no es un
conjurado, señor?
La ira encendió la mirada de Caryll.
—¿Un conjurado? ¿Yo? —escupió—. Tú mismo has sido testigo de la
desgracia que cayó sobre mi familia a causa de las sospechas, y digo
sospechas, de traición que recayeron sobre mi tío. Esa circunstancia ha
mancillado l as vidas de mis hijos, por no hablar de la mía. Estaría loco si
decidiera asociarme con ellos. Y, aun así, tú lo has hecho con tu propia
familia. Has expuesto a tu madre y a tu hermana al peor de los peligros.
—Entonces, ¿cómo supo lo de Gerrard?
—Has sido siempre demasiado inocente, Robert. Mis contactos con los
jacobitas son cosa del pasado. Son hombres de la generación de mi tío.
Viejos conocidos… y amigos. No soy ningún traidor.
Lord Petre no dijo nada.
—Has puesto en peligro el patrimonio de los Petre —prosiguió Caryll
—. Y has sido un idiota al confiar en tu hombre, Jenkins.
Lord Petre, todavía demasiado afectado por el reciente
descubrimiento, dijo:
—No termino de entender qué puede haber impulsado a mi criado a
traicionarme —dijo.
—Jenkins es considerablemente más astuto que tú —respondió Caryll
—. Temía que de haberte chantajeado solo a ti fueras capaz de hacer
cualquier cosa para silenciarle. Acudiendo a mí ha apostado no sólo por su
propia seguridad, sino también por la protección de su hermana.
—Pero destruirá nuestras esperanzas de rebelión.
—Jenkins antepone los intereses de la familia a la ambición política —
respondió Caryll—. Supondrás que nos ha contado todo lo relativo a su
hermana.
—¡El niño no es mío! —estalló lord Petre—. ¡Eso es una condenada
mentira!
—Ése es el único aspecto de todo este asunto en el que estoy de tu
parte —dijo Caryll—. Pero, tal como bien lo ha percibido Molly Walker, la
auténtica paternidad de ese niño es lo de menos. Jenkins desvelará el
complot y tu papel en él si no asumes la responsabilidad económica que
supone la crianza del pequeño.
—La misión ya está en marcha, señor —dijo lord Petre—. No pienso
traicionar a mis hombres —tenía la voz ronca de emoción.
Caryll se mostró impasible.
—Lamento decirte que no tienes opción —respondió con sequedad—
No dudaré en denunciarte si con ello salvo el nombre de tu familia.
Lord Petre guardó silencio. Empezaba a darse cuenta de que Caryll le
había superado con su estrategia.
Se produjo entonces una pausa y, como quien recuerda algo en el
último momento, Caryll dijo:
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tercera hija de un marqués. Hacía tiempo que lord Petre y ella habían
dejado atrás el momento de intercambiar una prenda semejante. A esas
alturas esperaba de él un acto mucho más radical. No lo entendió.
Lord Petre no volvió a mencionar el mechón de cabellos y cuando,
pasado un rato, volvió a tomarla en sus brazos, ella no opuso resistencia.
—¡Me tienes hechizado, Arabella! —susurró mientras la besaba, y el
paseo terminó tal como había empezado: en silencio.
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más de lo que Margaret podía suponer, paseaba por el jardín escoltada por
lady Salisbury y Henrietta.
Sabía que había sido blanco de comentarios y deseaba encontrar el
modo de que lady Salisbury dejara de una vez por todas de hablar de lord
Petre.
Lady Salisbury ni siquiera se molestó en bajar la voz al hablar:
—Si lord Petre no puede obtener el permiso de su familia para
concertar el enlace, todavía podéis casaros en secreto. Lo del dinero
siempre se puede arreglar más adelante.
Habría sido inútil hacerla callar, de modo que Arabella respondió con
voz igualmente estridente.
—Jamás daría mi beneplácito a un matrimonio secreto —declaró—.
Esa suerte de enlaces da a entender que la dama tiene algo que ocultar.
Sólo hay una situación en la que es permisible un acuerdo semejante, y es
cuando una mujer desea evitar casarse con un marido que han elegido
para ella casándose antes con otro hombre.
Pero sus amigas no tenían la menor intención de hablar sobre la
cuestión del matrimonio en general. Su interés estaba centrado en los
detalles de la relación entre Arabella y lord Petre, y estaban decididas a
debatir el tema lo menos discretamente posible.
—Lord Petre se muestra hoy prodigiosamente caballeroso —apuntó
Henrietta—. Mirad cómo flirtea con Clarissa Williamson y sus amigas. Las
adula… y cómo se sonroja la señorita Williamson —pero Arabella, que ya
había observado la escena, no se volvió a mirar en esa dirección—. Creía
que sería más galante contigo, Arabella —añadió Henrietta.
Arabella hizo acopio de sus más fuertes reservas de autodisciplina.
—Prefiero que mi señor lord Petre haga sonrojarse a la señorita
Williamson que a mí —respondió al tiempo que otro estallido de
carcajadas salía del grupo de lord Petre—. Qué escándalo están armando
esas muchachas. No sabía que el barón pudiera ser tan divertido.
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Unos días más tarde, cuando Bernard Lintot salía por la puerta de su
tienda en dirección a la cafetería Will's, vio llegar el correo de la mañana.
Había recibido una docena de cartas y varios paquetes de mayor tamaño
—supuso que manuscritos—, todos ellos dirigidos al señor Bernard Lintot,
Cross Keys, entre las Temple Gates de Fleet Street. Cogió el montón de
correspondencia y salió a la calle. Mientras tomaba el café en Will's, revisó
el correo y encontró por fin un paquete que contenía quince o veinte
páginas manuscritas y copiadas con meticulosa mano y una carta de
presentación firmada «A. Pope». Se acordó del jorobado cliente de Tonson
al que le había enviado una tarjeta hacía algunas semanas. Cogió
entusiasmado el poema y empezó a leerlo.
Instantes más tarde, saltó de la silla con las páginas en la mano.
«¡Santo Dios! —pensó—. ¡Este poema va a hacerme rico!» Los
clientes de Will's alzaron simultáneamente la mirada, sonriendo y
asintiendo con la cabeza al ver al gran señor Lintot. Imaginaron,
enfervorizados, que el editor habría recalado en sus pobres rimas y había
percibido su brillantez.
—Alexander Pope me ha enviado su nueva sátira —exclamó victorioso
Lintot. Alicaídos, los poetas volvieron a bajar la mirada. «Alexander Pope
—pensaron amargamente—. Ese sapo venenoso y jorobado.» Ya podían
mostrarse corteses la próxima vez que se cruzaran con él.
Charles Jervas estaba esa mañana entre los presentes en la cafetería.
Había estado holgazaneando desde que Alexander había vuelto al campo
y esa mañana había ido a encontrarse con Harry Chambers y con Tom
Breach, que últimamente habían hecho de Will's el lugar donde disfrutar
de su holgazanería matinal. En cuanto fue testigo del entusiasmo de
Lintot, Jervas se acercó a él para comunicarle que Alexander era un viejo y
gran amigo suyo, y Tom y Harry le siguieron poco después.
Lintot estrechó la mano de Jervas como si fuera el propio Alexander.
—Es la primera vez que se escribe un poema como éste —exclamó,
dándole vigorosas palmadas en la espalda y volviéndose también a
saludar a Tom y a Harry—. A Dios gracias que Tonson no le ha puesto aún
la mano encima —dijo—. Hay que felicitar a su amigo Pope por haber
tenido el buen tino de habérmelo enviado a mí. ¡Y el título es espléndido!
El rizo robado. Sólo con ese título venderé mil ejemplares.
Lintot corrió a escribir a Alexander y Jervas se quedó en Will's
charlando con sus viejos compañeros de colegio. Volvieron a sentarse y
Harry inició un nuevo tema de conversación.
—¿Qué opinión te merece el problema de las Barbados, Tom? —
preguntó.
—¿Las Barbados? —repitió Tom, sorprendido—. No sé a qué te
refieres. Bastante tengo con mantenerme al corriente de los chismes que
oí la semana pasada en la recepción que dio lady Sandwich. El día no tiene
tantas horas para tener que pensar encima en los problemas de los
demás.
—Pero esto te divertirá porque afecta a lord Salisbury… quien tanto te
desagrada.
—Qué hombre más espantoso —concedió Tom—. Recuerdo cómo me
aburrió una noche con una brutal historia sobre sus esclavos. Háblame de
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sus desgracias.
—Oh, de hecho tiene que ver con sus esclavos —dijo Harry,
ligeramente molesto por el hecho de que Tom ya hubiera oído hablar de
ellos—. El otro día apareció una noticia en el Daily Courant. Lord Salisbury
ha sido objeto de una desaprensiva intriga.
—Perfecto. ¿De qué tipo? —preguntó Tom con una sonrisa.
—Ha estado comprando esclavos a un tratante conocido de Edward
Fairfaix —empezó Harry.
—Ah, sí —respondió Tom—. Recuerdo haberle oído presumir de ello.
—Pues bien, resulta que el tratante de Fairfax les cobraba por la
carga completa de esclavos que traía de África, aunque de hecho robaba
alrededor de cincuenta cabezas para venderlas a otro tipo. Les decía a
Fairfax y a Salisbury que los esclavos habían muerto durante el viaje.
—A juzgar por la descripción que hacía Salisbury del barco, lo menos
que cabía esperar era que los esclavos murieran como moscas. Me pareció
infernal.
—Por supuesto, algunos morían —respondió Harry—, aunque no
tantos como decía el tratante. Se los vendía a un segundo tratante, que
los sacaba del barco antes de que éste atracara. De modo que Salisbury
ha estado pagando para que otro disfrute de esclavos baratos. Como
imaginaréis, está furioso.
—Me alegro. Pero ¿cómo descubrió el fraude Salisbury? Sabe Dios que
jamás pisa Barbados.
—Ah, el segundo tratante, el hombre que compraba los esclavos
«muertos», tenía un buen negocio montado. Su nombre es Dupont.
Francés. Al parecer, en su día estuvo a cargo de una de las plantaciones,
hasta que le despidieron por robar azúcar.
—Francés —dijo Tom—. Lord Salisbury tendría que haber imaginado
que le traería problemas.
—El plan de Dupont era muy inteligente —dijo Harry tras una breve
pausa—. Tenía un socio en Londres que se encargaba de disponerlo todo,
conseguía el capital para que él lo empleara y encontraba a los dueños de
plantaciones que querían comprar esclavos en las Indias Occidentales.
Pero alguien se enteró del plan y se lo contó a Fairfax.
—Me pregunto cómo habrá salido a la luz —dijo Tom—. Es un plan
demasiado inteligente como para que lord Salisbury lo haya averiguado
solo.
—El tal Dupont es sin duda un hombre con talento —asintió Harry con
una sonrisa—. O al menos lo es el socio que tiene en Londres. A punto he
estado de ponerme en contacto con Dupont para ofrecerle mis servicios.
Lástima que no tenga energía para trabajar. Te aseguro que si la tuviera,
me haría rico.
—Es una pena que James Douglass no esté presente para oír tu
historia —dijo Jervas con voz aflautada—. Nada le divertiría más.
—¡Divertirle, dices! —intervino Harry—. Estaría rabiando por haber
perdido la ocasión de haberlo hecho él. Es la clase de asunto que le va.
¿No estuvo una vez en África?
—¡Quizás Douglass sea el hombre de Dupont en Londres! —dijo Tom
con evidente regocijo—. ¡A fin de cuentas, también él ha desaparecido!
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Epílogo
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para los tiempos que vivimos. Hace veinte años no habría sido
comprendida, pero le hemos allanado el camino —a Alexander no le
sorprendió el mal talante de la respuesta de Wycherley, pero se dio cuenta
de que los otros dos hombres parecían avergonzados. Cuando estaba a
punto de separarse del grupo, un nuevo caballero, de edad similar a la
suya, se le acercó con una amigable sonrisa. Alexander le reconoció: era
Edward Young, un hombre de buen corazón, aunque de temple nervioso.
Había oído decir de él que era proclive a sufrir frenéticos arrebatos de
júbilo seguidos de interludios de impenetrable tristeza. Alexander sabía
que Young deseaba ser poeta más que nada en el mundo. Le estrechó la
mano.
—Ha escrito usted un poema sobradamente alegre y animado —
exclamó Young—. Y de una gran sencillez: una venerable muestra de
ingenio y de mérito. Le admiro y le envidio, señor… en idéntica medida —
se rió tan generosamente que Alexander no pudo sentirse ofendido.
—Le doy las gracias, señor —respondió—. Espero que sus poemas
progresen adecuadamente.
—Hace poco he escrito una obra sobre la muerte de lady Jane Grey —
respondió Young—. Es muy ambiciosa y melancólica, pero me temo que
no gustará. Algo con un poco de humor me haría un mejor servicio. Quizás
lo intente con una sátira. Aunque parezco más dado a composiciones más
sombrías.
—A los lectores les gusta tanto que les entristezcan como que les
hagan reír —respondió Pope—. Si esta semana sonríen, querrán llorar la
que viene. Conserve sus inclinaciones melancólicas, Young. Les llegará su
momento.
Cuando Alexander regresó a su mesa, Swift le invitó a sentarse a su
lado.
—La nueva versión es una obra maestra —dijo, inflamando el corazón
de Alexander—. Como sabrá, soy famoso por sentir una profunda aversión
por la condición humana. Pero en su caso, mi fama jugará en mi favor: si
le digo que es usted un hombre de genio, tengo más posibilidades de que
me crea —hizo una pausa mientras veía a Alexander reírse de su alabanza
y preguntó—: ¿Por qué llamó en el poema Belinda a la señorita Fermor?
—Me pareció oportuno ocultar su identidad —respondió Alexander—,
aunque no me he afanado demasiado en ello, pues los amigos de la
señorita Fermor la llaman Bell. El nombre es invención mía, aunque espero
que se haga popular —dijo, con un gesto de disculpa.
—Sólo he visto en una ocasión a la auténtica señorita Fermor, y no
recuerdo si era tan hermosa como su Belinda.
—Es excepcionalmente hermosa —respondió Alexander—. Aunque
debo confesar que siempre pensé que su cabello, por el que ha sido
envidiada, era demasiado exuberante.
—En ese caso, la posteridad se encargará de darle la razón
corrigiendo con un buen corte de pelo el único defecto que llegó a tener la
señorita Fermor —respondió Swift—. ¿Quién hubiera imaginado que un
mechón de cabellos podía encerrar semejante sátira?
»Hay sólo una objeción que quizás tendrá que oír en algún momento
sobre sus nuevos versos. El público deseará saber cómo se enteró de los
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su día.
Cuando Alexander se levantó para empezar a leer, sintió que una
oleada de entusiasmo recorría la sala. Todos le miraban: algunos con
admiración, otros con envidia; algunos afectuosamente, otros con frialdad.
Pensó de pronto en la gran variedad de hombres que llenaban el local y
también en lo cruel que era el mundo y en la brevedad del instante de
celebridad de que disfrutan los hombres. Y no pudo evitar preguntarse
cuál, de entre todos los hombres que se habían reunido en la variopinta
velada, pasaría a la posteridad.
De pronto fue preso de un estremecimiento de excitación. Por mucho
que despreciara Grub Street, la vio durante un instante como un mundo
nuevo todavía por explorar. La gente que la habitaba —los editores, los
redactores, los impresores— eran hombres nuevos, y las actividades que
les ocupaban también: la compra y venta de libros, la impresión de
periódicos, el ensalzamiento y la denostación de escritores, críticos y
ensayistas. A pesar de que era consciente de que se necesitaba una
cabeza bien amueblada y nervios de acero para triunfar en él, la
perspectiva era cuando menos tentadora.
A su alrededor remitieron las conversaciones y los presentes
guardaron silencio y prestaron atención. Alexander empezó a leer los
primeros versos del poema:
Cántolo así.
Alexander alzó los ojos y encontró todas las miradas fijas en él,
estaban encantados. Aparte de su propia voz, no se oía ni una mosca. Los
asistentes a la lectura estaban hechizados. Sintió un estremecimiento de
regocijo. «Lo he conseguido», pensó. Había escrito un poema que le
convertiría en el poeta más famoso de Inglaterra.
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Jonathan Swift escribió Los viajes de Gulliver, uno de los libros más
famosos —y probablemente la más célebre sátira— jamás escrita. Trabajó
como escritor y consejero político para el gobierno conservador en
Londres hasta 1714, con la esperanza de que su trabajo le asegurara un
alto cargo eclesiástico en el seno de la Iglesia de Inglaterra. Sin embargo,
tras la muerte de la reina Ana, los conservadores fueron reemplazados por
un poderoso gobierno laborista y Swift se vio obligado a regresar a Irlanda,
donde fue nombrado diácono de la iglesia de San Patricio de Dublín. Vivió
allí el resto de sus días convertido en un célebre defensor de Irlanda, un
papel que siempre vivió con marcada ambivalencia. Pope y él siguieron
siendo muy buenos amigos.
John Gay escribió años más tarde La ópera del mendigo, otra de las
obras más importantes e inventivas de la literatura inglesa. La obra
obtuvo un éxito abrumador. Estuvo en cartel más que cualquier otro
drama representado hasta el momento, inspiró un aluvión de
merchandising de objetos relacionados con la representación y reportó a
su autor una considerable fortuna.
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
SOPHIE GEE
Sophie Gee nació en Sidney en 1974 y creció en Paddington. Asistió a la Universidad
de Sidney, donde se graduó en 1995 con matrícula de honor y obtuvo su licenciatura en
inglés. Escribió su tesis sobre Evelyn Waugh, que sigue siendo uno de sus
escritores favoritos.
Sofía vive en Brooklyn y regresa frecuentemente a Australia para pasar tiempo con su
familia.
EL ESCÁNDALO DE LA TEMPORADA
En el glamuroso Londres del siglo XVIII, los bailes de máscaras, las óperas, las
tabernas, los cortejos clandestinos, las maquinaciones políticas y los escándalos eran el
epicentro de la vida social. En este ambiente cosmopolita confluirán los personajes más
famosos del momento, como el escritor Jonathan Swift, el ilustrador Charles Jervas o
Alexander Pope, el gran poeta que supo reflejar como nadie la interesante crónica de la época.
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© Gee, Sophie
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ISBN: 978-84-270-3532-4
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