Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Me vistieron y me dieron dinero. Yo sabía para qué iba a servir el dinero, iba a
servir para ponerme de patitas en la calle. Cuando lo hubiera gastado debería
procurarme más, si quería continuar. Lo mismo los zapatos, cuando estuvieran
usados debería ocuparme de que los arreglaran, o continuar descalzo, si quería
continuar. Lo mismo la chaqueta y el pantalón, no necesitaban decírmelo, salvo
que yo podría continuar en mangas de camisa, si quería. Las prendas—zapatos,
calcetines, pantalón, camisa, chaqueta y sombrero—no eran nuevas, pero el muerto
debía ser poco más o menos de mi talla. Es decir que él debió ser un poco menos
alto que yo, un poco menos grueso, porque las prendas no me venían tan bien al
principio como al final. Sobre todo la camisa, durante mucho tiempo no podía
cerrarme el cuello, ni por consiguiente alzar el cuello postizo, ni recoger los
faldones, con un imperdible, entre las piernas, como mi madre me había enseñado.
Debió endomingarse para ir a la consulta, por primera vez quizá, no pudiendo
más. Sea como fuere, el sombrero era hongo, en buen estado. Dije, Tengan su
sombrero y devuélvanme el mío. Añadí, Devuélvanme mi abrigo. Respondieron que lo
habían quemado, con mis demás prendas. Comprendí entonces que acabaría pronto,
bueno, bastante pronto. Intenté a continuación cambiar el sombrero por una
gorra, o un fieltro que pudiera doblarse sobre la cara, pero sin mucho éxito.
Pero yo no podía pasearme con la cabeza al aire, en vista del estado de mi
cráneo. El sombrero era en principio demasiado pequeño, pero luego se
acostumbró. Me dieron una corbata, después de largas discusiones. Me parecía
bonita, pero no me gustaba. Cuando llegó por fin estaba demasiado fatigado para
devolverla. Pero acabó por serme útil. Era azul, como con estrillas. Yo no me
sentía bien, pero me dijeron que estaba bastante bien. No dijeron expresamente
que nunca estaría mejor que ahora, pero se sobreentendía. Yacía inerte sobre la
cama e hicieron falta tres mujeres para quitarme los pantalones. No parecían
interesarse mucho por mis partes que a decir verdad nada tenían de particular.
Tampoco yo me interesaba mucho. Pero hubieran podido decir cualquier cosita.
Cuando acabaron me levanté y acabé de vestirme solo. Me dijeron que me sentara
en la cama y esperara. Toda la ropa de cama había desaparecido. Me indignaba el
hecho de que no hubieran permitido esperar en el lecho familiar y no así de pie,
en el frío, en estas ropas que olían a azufre. Dije, Me podían, haber dejado en
mi cama hasta el último momento.
Entraron hombres con batas, con mazos en la mano. Desmontaron la cama y se
llevaron las piezas. Una de las mujeres les siguió y volvió con una silla que
colocó ante mí. Había hecho bien en mostrarme indignado. Pero para demostrarles
hasta qué punto estaba indignado por no haberme dejado en mi cama mandé la silla
a hacer puñetas de una patada. Un hombre entró y me hizo una seña para que le
siguiera. En el vestíbulo me dio un papel para firmar. ¿Qué es esto, dije, un
salvoconducto? Es un recibo, dijo, por la ropa y el dinero que ha recibido
usted. ¿Qué dinero? Dije. Fue entonces cuando recibí el dinero. Pensar que había
estado a punto de marcharme sin un céntimo en el bolsillo. La cantidad no era
grande, comparada con otras cantidades, pero a mí me parecía grande. Veía los
objetos familiares, compañeros de tantas horas soportables. El taburete, por
ejemplo, íntimo como el que más. Las largas tardes juntos, esperando la hora de
irme a la cama. Por un momento sentí que me invadía su vida de madera hasta no
ser yo mismo más que un viejo pedazo de madera. Había incluso un agujero para mi
quiste. Después en el cristal el sitio en donde se había raspado el esmalte y
por donde en las horas de congoja yo deslizara la vista, y rara vez en vano. Se
lo agradezco mucho, dije, ¿hay una ley que le impide echarme a la calle, desnudo
y sin recursos? Eso nos perjudicada, a la larga, respondió él. No hay medio de
que me admitan todavía un poco, dije, yo podía ser útil. Útil, dijo, ¿de verdad
estaría dispuesto a ser útil? Después de un momento continuó, Si le creyeran a
usted realmente dispuesto a ser útil, le admitirían, estoy seguro. Cuántas veces
había dicho que iba a ser útil, no iba a empezar otra vez. ¡Qué débil me sentía!
Este dinero, dije, quizá quieran recuperarlo y cobijarme todavía un poco. Somos
una institución de caridad, dijo, y el dinero es un regalo que le hacemos cuando
se va. Cuando lo haya gastado debe procurarse más, si quiere continuar. No
vuelva nunca aquí pase lo que pase, porque ya no le admitiríamos. Nuestras
sucursales le rechazarían igualmente. ¡Exelmans! exclamé. Vamos, vamos, dijo,
además no se le entiende ni la décima parte de lo que dice. Soy tan viejo, dije.
No tanto, dijo. ¿Me permite que me quede aquí un momentito, dije, hasta que cese
la lluvia? Puede usted esperar en el claustro, dijo, la lluvia no cesará en todo
el día. Puede usted esperar en el claustro hasta las seis, ya oirá la campana.
Si le preguntan no tiene más que decir que tiene usted permiso para guarecerse
en el claustro. ¿Qué nombre debo decir?, dije. Weir, dijo.
No llevaba mucho tiempo en el claustro cuando la lluvia cesó y el sol apareció.
Estaba bajo y deduje que serían cerca de las seis, teniendo en cuenta la época
del año. Me quedé allí mirando bajo la bóveda el sol que se ponía tras el
claustro. Apareció un hombre y me preguntó qué hacía. ¿Qué desea? eso dijo. Muy
amable. Respondí que tenía permiso del señor Weir para quedarme en el claustro
hasta las seis. Se fue, pero volvió en seguida. Debió hablar con el señor Weir
en el intervalo, porque dijo, No debe usted quedarse en el claustro ahora que ya
no llueve.
Ahora avanzaba a través del jardín. Había esa luz extraña que cierra una jornada
de lluvia persistente, cuando el sol aparece y el cielo se ilumina demasiado
tarde para que sirva ya para algo. La tierra hace un ruido como de suspiros y
las últimas gotas caen del cielo vaciado y sin nubes. Un niño, tendiendo las
manos y levantando la cabeza hacia el cielo azul, preguntó a su madre cómo era
eso posible. Vete a la mierda, dijo ella. Me acordé de pronto que había olvidado
pedir al señor Weir un pedazo de pan. Seguramente me lo hubiera dado. Lo pensé,
durante nuestra conversación, en el vestíbulo. Me decía, Acabemos primero lo que
nos estamos diciendo, luego se lo preguntaré. Yo sabía perfectamente que no me
readmitirían. A gusto hubiera desandado el camino, pero temía que uno de los
guardianes me detuviera diciéndome que nunca volvería a ver al señor Weir. Lo
que hubiera aumentado mi pesar. Por otra parte no me volvía nunca en esos casos.
En la calle me encontraba perdido. Hacía mucho tiempo que no había puesto los
pies en esta parte de la ciudad y la encontré muy cambiada. Edificios enteros
habían desaparecido, las empalizadas habían cambiado de sitio y por todas partes
veía en grandes letras nombres de comerciantes que no había visto en ninguna
parte y que incluso me hubiera costado pronunciar. Había calles que no recordaba
haber visto en su actual emplazamiento, entre las que recordaba varias habían
desaparecido y por último otras habían cambiado completamente de nombre. La
impresión general era la misma de antaño. Es verdad que conocía muy mal la
ciudad. Era quizás una ciudad completamente distinta. No sabía dónde se suponía
que debía ir lógicamente. Tuve la enorme suerte, varias veces, de evitar que me
aplastaran. Estaba siempre dispuesto a reír, con esa risa sólida y sin malicia
que tan buena es para la salud. A fuerza de conservar el lado rojo del cielo lo
más posible a mi derecha llegué por fin al río. Allí todo parecía, a primera
vista, más o menos tal y como lo había dejado. Pero mirando con más atención
hubiera descubierto muchos cambios sin duda. Eso hice más tarde. Pero el aspecto
general del río, fluyendo entre sus muelles y bajo sus puentes, no había
cambiado. El río en particular me daba la impresión, como siempre, de correr en
el mal sentido. Todo esto son mentiras, me doy perfecta cuenta. Mi banco estaba
aún en su sitio. Se le había excavado según la forma del cuerpo sentado. Se
encontraba junto a un abrevadero, regalo de una tal señora Maxwell a los
caballos de la ciudad, conforme la inscripción. Durante el tiempo que me quedé
allí varios caballos sacaron provecho del regalo. Oía los hierros y el clic clac
del arnés. Después el silencio. Era el caballo quien me miraba. Después el ruido
de guijarros arrastrados en el barro que hacen los caballos al beber. Después
otra vez el silencio. Era el caballo quien me miraba otra vez. Después otra vez
los guijarros. Después otra vez el silencio. Hasta que el caballo hubo acabado
de beber o el carretero consideró que había bebido suficiente. Los caballos no
estaban tranquilos. Una vez, cuando cesó el ruido, me volví y vi el caballo que
me miraba. El carretero también me miraba. La señora Maxwell se hubiera puesto
muy contenta si hubiera podido ver a su abrevadero prestar tales servicios a los
caballos de la ciudad. Llegada la noche, después de un crepúsculo muy largo, me
quité el sombrero que me hacía daño. Deseaba estar otra vez encerrado, en un
sitio hermético, vacío y caliente, con luz artificial una lámpara de petróleo a
ser posible, cubierta con una pantalla rosa preferentemente. Vendría alguien de
vez en cuando a asegurarse que me encontraba bien y no necesitaba nada. Hacía
mucho tiempo que no había tenido verdaderas ganas de algo y el efecto sobre mí
fue horrible.
En los días siguientes visité varios inmuebles, sin mucho éxito. Normalmente me
cerraban la puerta en las narices, incluso cuando enseñaba mi dinero, diciendo
que pagaría una semana por adelantado, o incluso dos. Ya podía yo exhibir mis
mejores maneras, sonreír y hablar con toda precisión, no había acabado aún con
mis cumplidos cuando me cerraban la puerta en las narices. Perfeccioné en esta
época una forma de descubrirme a la vez digna y cortés, sin bajeza ni
insolencia. Hacía deslizar ágilmente mi sombrero hacia delante, lo mantenía un
momento colocado de tal forma que no se podía ver mi cráneo, después con el
mismo deslizamiento lo volvía a poner en su sitio. Hacer esto con naturalidad,
sin provocar una impresión desagradable, no es fácil. Cuando consideraba que
bastaría con tocarme el sombrero, naturalmente me limitaba a tocarme el
sombrero. Pero tocarse el sombrero no es fácil tampoco. Más tarde resolví el
mucho más tarde. Dispuse hojas bajo mi sombrero en círculo, para procurarme
sombra. Acabé por encontrar un montón de estiércol. Al día siguiente reemprendí
el camino de la ciudad. Me obligaron a bajarme de tres autobuses. Me senté al
borde de la carretera, al sol, y me sequé la ropa. Me gustaba. Me decía, Nada,
nada que hacer ahora hasta que esté seca. Cuando estuvo seca la cepillé con un
cepillo, una especie de almohaza me parece, que encontré en un establo. Los
establos me han resultado siempre acogedores. Después me llegué hasta la casa en
donde mendigué un vaso de leche y pan con mantequilla. ¿Puedo descansar en el
establo? dije. No, dijeron. Yo apestaba aún, pero con una fetidez que me
agradaba. La prefería con mucho a la mía, que se ocultaba ahora bajo la nueva
hediondez, sintiéndola sólo a vaharadas. En los días siguientes traté de
recuperar mi dinero. No sé exactamente cómo sucedió, si es que no pude encontrar
la dirección, o si la dirección no existía, o si la griega ya no estaba allí.
Busqué el recibo en mis bolsillos, para intentar descifrar el nombre. No estaba.
Ella lo había recuperado quizá mientras yo dormía. No sé durante cuánto tiempo
circulé así, descansando unas veces en un sitio, otras en otro, en la ciudad y
en el campo. La ciudad había sufrido cambios. El campo tampoco era ya como lo
recordaba. El efecto general era el mismo. Un día vi a mi hijo. Con una cartera
bajo el brazo apresuraba el paso. Se quitó el sombrero y se inclinó y vi que era
calvo como un huevo. Estaba casi seguro de que era él. Me volví para seguirle
con la mirada. Avanzaba a toda marcha, con sus andares de pato, ofreciendo a
derecha y a izquierda saludos con el sombrero y otras muestras de servilismo. El
insoportable hijo de puta.
Un día encontré a un hombre que conociera en época anterior. Vivía en una
caverna al borde del mar. Tenía un burro que trotaba por el acantilado, o en los
minúsculos senderos agrietados que descienden hacia el mar. Cuando hacía muy mal
tiempo el burro entraba con su amo en la caverna y allí se abrigaba, mientras
duraba la tempestad. Habían pasado muchas noches juntos, apretados el uno contra
el otro, mientras el viento bramaba y el mar azotaba la playa. Gracias al burro
podía abastecer de arena, de algas y de conchas a los habitantes de la ciudad,
para sus jardincillos. No podía transportar mucha cantidad de una vez, porque el
burro era viejo, pequeño también, y la ciudad estaba lejos. Pero ganaba así un
poco de dinero, lo suficiente para comprar tabaco y cerillas y de vez en cuando
una libra de pan. Fue en una de sus salidas cuando me encontró, en los
suburbios. Estaba encantado de volver a verme, el pobre. Me suplicó que le
acompañara a su casa y pasara allí la noche. Quédate todo el tiempo que quieras,
dijo. ¿Qué le pasa a tu burro? dije. No le hagas caso, dijo, es que no te
conoce. Le recordé que no tenía costumbre de quedarme con nadie más de dos o
tres minutos seguidos y que me horrorizaba el mar. Parecía abrumado. Entonces no
vienes, dijo. Pero ante mi propia extrañeza me monté en el burro y arre, a la
sombra de los castaños que brotaban con furia de la acera. Me agarré a las
vértebras de la cerviz, una mano luego otra. Los niños nos abucheaban y nos
tiraban piedras, pero apuntaban mal porque sólo me alcanzaron una vez, en el
sombrero. Un guardia nos detuvo, y nos acusó de turbar el orden público. Mi
amigo le recordó que éramos tal y como la naturaleza había acabado por hacernos
y que los niños estaban en el mismo caso. Era inevitable, en esas condiciones,
que el orden público resultara turbado de vez en cuando. Déjenos continuar
Aguijoneada por la niebla glacial venía a cobijarse. No era sin duda la primera
vez. No debía verme. Traté de mamarla, sin mucho éxito. Sus tetas estaban
cubiertas de excrementos. Me quité el sombrero y me puse a ordeñarla dentro,
acudiendo a mis últimas fuerzas. La leche se derramaba por el suelo, pero me
dije, No importa, es gratis. La vaca me arrastró por la tierra, deteniéndose tan
sólo de vez en cuando para propinarme una coz. No sabía que nuestras vacas
podían también portarse mal. Debieron ordeñarla recientemente. Agarrándome con
una mano a la teta, con la otra mantenía el sombrero en su sitio. Pero acabó por
hartarse. Porque me arrastró atravesando el umbral hasta los helechos gigantes y
chorreantes, donde me vi obligado a soltar la presa.
Bebiendo la leche me reproché lo que acababa de hacer. Ya no podría contar con
la vaca y ella pondría a las demás al corriente. Con más control sobre mí mismo
hubiera podido hacerme amigo de ella. Hubiera venido todos los días seguida
quizás de otras vacas. Hubiera aprendido a hacer mantequilla, queso. Pero me
dije, No, todo se andará.
Una vez en la carretera no tenía más que seguir la pendiente. Carretas pronto,
pero todas me rechazaron. Si hubiera tenido otras ropas, otra cara, se me
hubiera admitido quizá. Debí cambiar desde mi expulsión del sótano. La cara en
especial había debido alcanzar un aspecto decididamente climatérico. La sonrisa
humilde e ingenua ya no me aparecía, ni la expresión de miseria cándida,
penetrada de estrellas y cohetes. Las llamaba, pero ya no venían. Máscara de
viejo cuero sucio y peludo, no quería ya decir por favor y gracias y perdón. Era
una lástima. ¿Con qué iba yo a bandearme, en el futuro? Tumbado al borde de la
carretera me dedicaba a contorsionarme cada vez que oía venir una carreta. Para
que no imaginaran que dormía, o descansaba. Trataba de gemir, ¡Socorro! Pero el
tono que brotaba era el de la conversación corriente. Ya no podía gemir. La
última vez que había necesitado gemir lo había hecho, bien, como siempre, y eso
en la ausencia de cualquier corazón susceptible de ser partido. ¿En qué iba a
convertirme? Me dije. Volveré a aprender. Me tumbé de un lado a otro del camino,
en un sitio donde se estrechaba, de forma que las carretas no podían pasar sin
pasarme por encima, con una rueda al menos, o con dos si tenía cuatro. Al
urbanista de la barba roja, le habían quitado la vesícula biliar, una falta
grave, y tres días después moría, en la flor de la edad. Pero llegó el día en
que, mirando a mi alrededor, me encontré en los suburbios, y de aquí a los
viejos ámbitos no había más que un paso, más allá de la estúpida esperanza de
calma o de dolor más tenue.
Me tapé pues la parte baja de la cara con un trapo y fui a pedir limosna en un
rincón soleado. Porque me parecía que mis ojos no se habían apagado del todo,
gracias quizás a las gafas negras que mi preceptor me diera. Me había dado la
Ética de Geulincz. Eran gafas de hombre, yo era un niño. Le encontraron muerto,
desplomado en el W. C., con las ropas en un desorden terrible, fulminado por un
infarto. Ah qué calma. La Ética llevaba su nombre (Ward) en primera página, las
gafas le habían pertenecido. El puente, en aquella época, era de hilo de latón,
de la clase que se emplea para sujetar los cuadros y los grandes espejos, y dos
largas cintas negras servían de baranda. Las enroscaba alrededor de las orejas y
las abatía bajo la barbilla, donde las ataba. Los cristales habían sufrido, a
fuerza de frotarse en el bolsillo uno contra otro y contra los demás objetos que
allí se encontraran. Yo creía que el señor Weir me lo había cogido todo. Pero yo
ya no necesitaba esas gafas y no me las ponía más que para suavizar el
resplandor del sol. No debería haber hablado de ello. El trapo me hizo mucho
daño. Acabé cortándolo del forro de mi abrigo, no, ya no tenía abrigo, de mi
chaqueta entonces. Era un trapo más bien gris, o incluso escocés, pero me daba
por satisfecho. Hasta la tarde mantenía la cara levantada hacia el cielo del
mediodía, después hacia el de poniente hasta la noche. El platillo de madera me
hizo mucho daño. No podía utilizar el sombrero, por mi cráneo. En cuanto a
tender la mano, ni pensarlo. Me procuré pues una lata de hierro blanco y la
sujeté a un botón de mi abrigo, pero qué me pasa, de mi chaqueta, al nivel del
pubis. No se mantenía derecha, se inclinaba respetuosamente hacia el transeúnte,
no había más que dejar caer la moneda. Pero esto le obligaba a aproximarse
mucho, se arriesgaba a tocarme. Acabé procurándome una lata más grande, una
especie de gran lata, y la coloqué sobre la acera, a mis pies. Pero las gentes
que dan una limosna no les agrada tirarla, ese gesto tiene algo de desprecio que
repugna a los sensibles. Sin contar con que deben apuntar. Quieren dar, pero no
les gusta que la moneda se escape dando vueltas bajo los pies de los
transeúntes, o bajo las ruedas de los vehículos, donde cualquiera puede cogerla.
En resumen: no dan. Los hay evidentemente que se agachan, pero en general a la
gente que da una limonsa no le agrada que ello le obligue a agacharse. Lo que
realmente prefieren es ver al mendigo de lejos, preparar el penique, soltarlo en
plena marcha y oír el Dios se lo pague debilitado por el alejamiento. Yo no
decía eso, yo no he sido nunca muy creyente, ni nada que se le parezca, pero
lanzaba de todos modos un ruido, con la boca. Acabé procurándome una especie de
tablilla que me sujetaba con cordel al cuello y a la cintura. Sobresalía
precisamente a la altura justa, la del bolsillo, y su borde estaba lo
suficientemente apartado de mi persona para poder depositar el óbolo sin
peligro. Podía verse a veces en ella flores, pétalos, espigas, y briznas de esa
hierba que se aplica a las hemorroides, en fin lo que encontraba. No las
buscaba, pero todas las cosas bonitas de este tipo que me caían a la mano, las
guardaba para la tablilla. Se podía creer que yo amaba la naturaleza. Miraba al
cielo, la mayor parte del tiempo, pero sin fijarlo. Era una mezcla normalmente
de blanco, azul y gris, y por la tarde venían a añadirse otros colores. Lo
sentía pesando con suavidad sobre mi cara, frotaba la cara balanceándola de un
lado a otro. Pero a menudo dejaba caer la cabeza sobre el pecho. Entonces
entreveía la tablilla a lo lejos, borrosa y abigarrada. Me apoyaba en la pared,
pero sin el menor relajo, equilibraba mi peso de un pie al otro y me agarraba
con las manos las solapas de la chaqueta. Mendigar con las manos en los
bolsillos, da mal efecto, indispone a los trabajadores, sobre todo en invierno.
No hay nunca tampoco que llevar guantes. Había chicos que, simulando darme una
perra, arramplaban con todo lo que había ganado. Para comprarse caramelos. Me
desabrochaba, discretamente, para rascarme. Me rascaba de abajo arriba, con
cuatro uñas: Me hurgaba en los pelos, para calmarme. Ayudaba a pasar el tiempo,
el tiempo pasaba cuando me rascaba. El verdadero rascado es superior al meneo,
en mi opinión, y puede durar mucho, hasta los cincuenta, e incluso mucho
después, pero acaba por convertirse en una simple costumbre. Para rascarme no
tenía bastante con las dos manos. Tenía en todas partes, en mis partes, en los
lado del río, que marcaba su límite septentrional, sobre una longitud de treinta
pasos más o menos. De frente, sobre la otra orilla, se extendían aún los
muelles, después un apelmazamiento de casas bajas, terrenos baldíos,
empalizadas, chimeneas, flechas y torres. Se veía también una especie de campo
de maniobras donde soldados jugaban al fútbol, todo el año. Sólo las ventanas
—no. La propiedad parecía abandonada. La verja estaba cerrada. La hierba invadía
los senderos. Sólo las ventanas del piso bajo tenían persianas. Las demás se
iluminaban a veces por la noche, débilmente, unas veces una, otras la otra,
tenía esa impresión. Podía ser cualquier reflejo. El día en que adopté la
cochera encontré un bote, la quilla al aire. Le di la vuelta, lo rellené con
piedras y pedazos de madera, quité los bancos y me hice la cama. Las ratas se
las veían negras para llegar hasta mí, por la inclinación de la quilla. Muchas
ganas tenían sin embargo. Fíjate, carne viviente, porque yo era a pesar de todo
carne viviente, hacía demasiado tiempo que vivía entre las ratas, en mis
alojamientos improvisados, para que tuviera una vulgar fobia. Tenía incluso una
especie de simpatía por ellas. Venían con tanta confianza hacia mí, se diría que
sin la menor repugnancia. Se hacían la tualet, con gestos de gato. Los sapos,
sí, por la tarde, inmóviles durante horas, engullen moscas. Se colocan en sitios
en donde lo cubierto pasa al descubierto, les gustan los umbrales. Pero se
trataba de ratas de aguas, de una delgadez y de una ferocidad excepcionales.
Construí pues, con tablas sueltas, una tapadera. Es formidable la de tablas que
he podido encontrar en mi vida, cada vez que tenía necesidad de una tabla allí
estaba, no había más que agacharse. Me gustaba hacer chapuzas, no, no mucho, así
así. Recubrí el bote completamente, hablo ahora otra vez de la tapadera. Lo
empujé un poco hacia atrás, entraba en el bote por delante, gateaba hasta la
parte de atrás, levantaba los pies y empujaba la tapa hacia delante hasta que me
cubría del todo. El empuje se ejercía sobre un travesaño en saliente fijado tras
la tapa a este efecto, me gustaban las chapucillas. Pero era preferible entrar
en el bote por detrás, sacar la tapa sirviéndome de las dos manos hasta que me
cubriera del todo y empujarlo en el mismo sentido cuando quisiera salir. Como
apoyo para mis manos coloqué dos grandes clavos, allí donde hacía falta. Estos
pequeños trabajos de carpintería, si es posible llamarlos así, ejecutados con
instrumentos y materiales improvisados, no me disgustaban. Sabía que acabaría
pronto, y representaba la comedia, verdad, la de—cómo llamarla, no lo sé. Me
encontraba bien en el bote, debo decirlo. Mi tapadera se ajustaba tan bien que
tuve que hacerle un agujero. No hay que cerrar los ojos, dejarlos abiertos en la
oscuridad, esa es mi opinión. No hablo del sueño, hablo de lo que se llama me
parece estado de vigilia. Por otra parte yo dormía muy poco en aquella época, no
tenía ganas, o tenía muchísimas ganas, no lo sé, o tenía miedo, no lo sé.
Tumbado de espaldas no veía nada, apenas vagamente, justo por encima de mi
cabeza, a través de los minúsculos agujeritos, la claridad gris de la cochera.
No ver nada en absoluto, no, es demasiado. Oía solamente los gritos de las
gaviotas que revoloteaban muy cerca, alrededor de la boca de los sumideros. En
un hervor amarillento, si tengo buena memoria, las inmundicias se vertían al
río, los pájaros revoloteaban por encima, chillando de hambre y de cólera. Oía
el chapoteo del agua contra el embarcadero, contra la orilla, y el otro ruido,
tan diferente, de la ondulación libre, lo oía también. Yo, cuando me desplazaba,
era menos barco que onda, por lo que me parecía, y mis parones eran los de los
remolinos. Esto puede parecer imposible. La lluvia también, la oía a menudo. A
veces una gota, atravesando el techo de la cochera, venía a explotar sobre mí.
Todo abocaba a un ambiente más bien líquido. El viento añadía su voz, no hay que
decirlo, o quizá más bien las tan variadas de sus juguetes. ¿Pero qué es todo
esto? Zumbidos, alaridos, gemidos y suspiros. Yo hubiera preferido otra cosa,
martillazos, pan, pan, pan, asestados en el desierto. Me tiraba pedos, es cosa
sabida, pero difícilmente seco, salían con un ruido de bomba, se fundían en el
gran jamás. No sé cuánto tiempo me quedé allí. Estaba bien en mi caja, debo
decirlo. Me parecía haber adquirido independencia en los últimos años. Que nadie
viniera ya, que nadie pudiera ya venir, a preguntarme si marchaba bien y si no
necesitaba nada, apenas ya me dolía. Me encontraba bien, claro que sí,
perfectamente, y el miedo de encontrarme peor se dejaba apenas sentir. En cuanto
a mis necesidades, se habían en alguna medida reducido a mis dimensiones y, bajo
el punto de vista cualitativo, tan super-refinadas que toda ayuda resultaba
excluida, desde ese ángulo. Saberme existir, por muy débil y falsamente que
fuera, por fuera de mí, tenía en otra época la virtud de conmoverme. Se
convierte uno en un salvaje, forzosamente. A veces se pregunta uno si estamos en
el buen planeta. Incluso las palabras te dejan, con eso está dicho todo. Es el
momento quizá en que los vasos dejan de comunicar, ya sabes, los vasos. Se está
aquí siempre entre los dos rumores, sin duda es siempre el mismo pedazo, pero
cáspita nadie lo diría. Me ocurría a menudo querer correr la tapadera y salir
del bote, sin conseguirlo, tan perezoso y débil estaba, y muy en el fondo donde
me encontraba. Lo sentía todo cerca, las calles glaciales y tumultuosas, las
caras aterradoras, los ruidos que cortan, penetran, desgarran, contusionan.
Esperaba entonces que las ganas de cagar, o de mear al menos, me dieran fuerzas.
¡No quería ensuciar mi nido! Lo que me sucedía sin embargo, e incluso cada vez
más a menudo. Me bajaba los pantalones arqueándome, me volvía un poco de lado,
lo justo para despejar el agujero. Labrarse un reino, en medio de la mierda
universal, para después cagarse encima, era muy mío. Eran yo, mis inmundicias,
es cosa sabida, pero aún así. Basta, basta, las imágenes, aquí estoy abocado a
ver imágenes, yo que nunca las vi, salvo a veces cuando dormía. Creo que no las
había visto nunca, en puridad. De pequeñín quizá. Mi mito lo quiere así. Sabía
que eran imágenes, puesto que era de noche y estaba solo en mi bote. ¿Qué podía
ser aquello si no? Estaba pues en mi bote y me deslizaba sobre las aguas. No
tenía que remar, el reflujo me llevaba. Además no veía remos, habían debido
llevárselos. Yo tenía una tabla, un trozo de banco quizá, que utilizaba cuando
me acercaba demasiado a la orilla o cuando veía acercarse un montón de detritus
o una chalupa. Había estrellas en el cielo, grato. No veía el tiempo que hacía,
no tenía frío ni calor y todo parecía tranquilo. Las orillas se alejaban cada
vez más, lógico, ya no las veía. Raras y débiles luces marcaban la separación
creciente. Los hombres dormían, los cuerpos recuperaban fuerzas para los
trabajos y alegrías del día siguiente. El bote no se deslizaba ya, saltitos,
zarandeado por las olitas del alta mar incipiente. Todo parecía tranquilo y sin
embargo la espuma se colaba por la borda. El aire libre me rodeaba ahora por
todas partes, no tenía más que el abrigo de la tierra, y poca cosa es, el abrigo
de la tierra, en esas condiciones. Veía los faros, hasta un total de cuatro,