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Ni soltero, ni estéril, ni sin amor

Colección Abbá

Fernando Torre Medina Mora, MSpS.

Ni soltero, ni estéril, ni sin amor

(Logo de la Editorial La Cruz)

Nada obsta
Carlos Castro Tello, MSpS.
México, D.F., 15 de abril de 2001

Imprímase
Jorge Ortiz González, MSpS.
Superior General
México, D.F., 25 de abril de 2001

Diseño de portada: ALL DESIGN


Formato: María de Lourdes Gómez

© 2001 Fernando Torre Medina Mora


Av. Universidad 1702
Col. Santa Catarina
04010 México, D.F.
Fax 55-54-10-24

Editorial La Cruz, S.A. de C.V.


San Luis Potosí 155
Col. Roma
06700 México, D.F.
2

Tel. 55-74-53-01 Fax 55-74-75-95


E-mail: lacruz@adetel.com.mx

ISBN: 970-92563-3-5
Impreso y hecho en México
Primera edición: Junio de 2001

Jesús:

me has llamado a seguirte viviendo el estilo de vida virginal, pobre y obediente que
Tú viviste. ¡Qué regalo tan grande! Creo que tu Espíritu Santo me da cada día la
capacidad de responderte.

Gracias, Jesús, por el precioso don de la castidad consagrada:


 que ensancha mi corazón para recibir tu amor y me favorece el trato asiduo
contigo;
 que expresa la ofrenda de mi amor como un don total a ti;
 que unifica mi corazón y me lanza a entregarme al Padre y a los hermanos con
tu mismo amor virginal;
 que me permite vivir, ya desde ahora, el género de vida que Tú viviste;
 que me hace libre para trabajar por tu Reino;
 que me deja disponible para las tareas apostólicas;
 que me impulsa a querer agradarte en todo.

¿Y tu necesidad de ser amado?

¡Soy amado! Tú me amas. Me amas más de lo que pienso. Me amas como nunca
soñé ser amado. Tu amor me basta y me sobra.

Jesús, que me abra a tu amor y me deje amar por ti, para que no vaya por allí
mendigando afecto.

Mira que morir en una cruz por amor a mí, sí que es amar hasta el extremo. No
sólo sé que me amas; lo experimento. Me siento muy amado por ti, por el Padre,
por el Espíritu Santo.

Además, muchas otras personas me aman. Tú me has dado la gracia de estar en


un ambiente que me ha llenado de afecto, tanto entre mi familia como en mi
Congregación; lo mismo en mi infancia y en mi juventud, que ahora, a los 44 años
de edad. Me siento privilegiado por los amigos que me has dado. La certeza de su
cariño alegra mi corazón. ¡Cuánta gente buena has puesto a mi alrededor!

Mi servicio, como pastor de tu pueblo, se ha visto ampliamente recompensado por


el cariño de tantas personas. Mil signos de amor y gratitud han tenido hacia mí.
3

Tu creación es un grito de amor para mí. Y me has dado la capacidad de


admirarme ante las obras de tus manos. Trato de disfrutarlo todo: una taza de
café, un chocolate, un cielo estrellado, una cascada, un libro, una película, una
canción, la bondad de las personas… Aún me falta mucha sensibilidad para
percibir la belleza de lo que me rodea, y descubrir allí la huella de tu ser.

¿Y tu deseo de amar?

¡Amo! Amo mucho. Amo a muchos.

Te amo, Jesús, con todo mi corazón, con toda mi mente, con toda mi voluntad (al
menos así quiero amarte). Y le pido al Espíritu Santo que cada día acreciente mi
amor.

Mi voto de castidad es expresión de mi amor a ti y a mis hermanos; es, además,


impulso para entregar mi vida.

Me pides un amor total a ti, pero no exclusivo sino inclusivo. Que ame a todos; que
ame siempre; que ame hasta el extremo.

Mi corazón está lleno de personas; aquellas que Tú has querido que lo ocupen. Tú
me pides que no excluya a nadie de mi amor, y también insistes en que tenga
predilección por tus preferidos: los pobres, los enfermos, los débiles, los
ignorantes, los pecadores.

Concédeme amar como Tú, con un amor sin egoísmos ni afanes posesivos, sin
celos ni envidias, sin rigidez ni hipocresía. Amar con un amor personal y universal,
fuerte y tierno, exigente y misericordioso, puro y eficaz, prudente y apasionado.

Ayúdame a superar mi tendencia a apegarme a las personas. Dame astucia para


saber sortear el afán posesivo de los demás. No me gusta sentirme “atrapado”.

Enséñame a amar con libertad, pero asumiendo el compromiso que implica el


amor, dispuesto siempre a cualquier sacrificio. Que mi amor no sea ambiguo,
chantajista, turbio o lujurioso. Purifícalo para que pueda manifestarlo sin miedo,
con detalles concretos, en un dialecto comprensible a cada uno. Así, las personas
que amo podrán sentirse amadas por ti.

¿Y tu esposa?

No la tengo, Jesús. Tampoco Tú la tuviste; y mira que la habrías hecho


inmensamente feliz.

Pude haber realizado mi vida de otra manera: pude haberme casado. Pero Tú
apareciste en mi camino y me fascinaste. Me sentí atraído por ti de manera
irresistible. Me hiciste el regalo de llamarme a seguirte y yo, libremente, te
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respondí. Y quise entregarte todo, incluyendo la atractiva posibilidad de tener una


esposa.

Tú bien sabes que en ocasiones me he rebelado contigo por no tener la presencia


física de una compañera; ni la ternura y la caricia de una mujer; ni la entrega y
complementación sexual; ni la «ayuda adecuada» que me gustaría recibir (Gn
2,18); ni el amor de una esposa.

He sido creado —por ti— para complementarme con una mujer y proyectarme en
unos hijos. Sí, ya sé que estás Tú, que están mis hermanos de Congregación, que
están mis amigos y amigas, que están las personas a las que sirvo en mi
apostolado. Pero hay áreas que no se sacian con esto. Entonces me pides la
renuncia; entonces te hago la ofrenda de mi ser.

Jamás me he arrepentido de haberte seguido; pero Tú sabes cuánto me ha


costado.

¿Y tu pareja?

Eres Tú, Dios mío.

A pesar de no tener esposa, ¡no soy soltero! Me sedujiste. Me fascinaste. Y yo me


entregué a ti. Tú eres mi pareja. Estoy enamorado de ti.

Hace 24 años me consagré totalmente a ti mediante la profesión de la castidad, la


pobreza y la obediencia. Hicimos una alianza esponsal. Desde entonces Tú eres
todo mío, y yo, todo tuyo.

Me siento muy amado por ti, con un amor fuerte, tierno, constante, personal,
misericordioso. Tu amor me hace feliz.

El Espíritu Santo me ha dado la gracia de consagrarme a ti de manera total y


perpetua. A nadie amo como te amo a ti. Por eso he dejado a mi padre y a mi
madre y me he unido a ti. Por eso te entregué la posibilidad de encontrar una
mujer para mí y de vivir con ella un amor compartido en matrimonio.

¿Y tu esposa?

Es la Iglesia, tu misma esposa, Jesús.

«No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2,18). ¡No estoy solo! Al igual que Tú,
Jesús, soy esposo de la Iglesia; a ella le pertenezco. Como sacerdote, tengo el
deber de cuidarla, embellecerla y hacerla crecer. Pero la Iglesia, no en abstracto,
sino concretizada en el pueblo al que sirvo y que demanda mis servicios, en las
5

personas con quienes entro en contacto. Eres Tú, Jesús, quien a través de mí,
amas a la Iglesia, la sirves y te entregas por ella.

Pero también pertenezco a mi Congregación de Misioneros del Espíritu Santo. La


amo como es, con sus grandezas y miserias. Me interesa todo lo que le pasa.
Trato de estar presente en los acontecimientos importantes. Trabajo y entrego mi
vida en beneficio de ella. Lucho porque sea mejor (comenzando por mí) y porque
realice fielmente su misión.

Y también pertenezco a mi comunidad de la Casa General. No estoy solo. Jorge,


Cecilio, Carlos y Eduardo son mi familia.

Por otra parte, sí es bueno estar solo. La soledad me permite encontrarte a ti. Me
lleva a conocerme mejor. La soledad me prepara para el encuentro con los demás.
Ser sacerdote y religioso implica soportar una buena dosis de soledad. No me
asusta estar solo, aunque a veces sí me llega un sentimiento melancólico de
soledad.

¿Y la mujer?

Ha sido una bendición en mi vida.

Tú has querido que María fuera no sólo mi madre, sino también mi amiga y
compañera de camino. Su presencia femenina en mi vida armoniza mi interior y
dulcifica mi exterior.

Te agradezco que me hayas permitido tratar a muchas mujeres; unas, como


compañeras de estudios o colaboradoras en el trabajo; a otras he servido en mi
apostolado; otras más, con las que he tenido un trato fraterno.

Pero sobre todo te doy gracias por mis amigas. Cada una es un regalo de tu amor
para mí. Cuánto he recibido de ellas; cuánto me han ayudado a acercarme a ti;
cuánto me han lanzado a servir a los demás. Creo que también ellas, como fruto
de nuestra amistad, han crecido como personas y como cristianas.

Me alegra saber que algunas mujeres me aprecian, que valoran lo que hago, que
les gustan mis escritos o mis pláticas, que les agrada mi manera de ser. Y me
halaga que me lo digan.

¿Y tus hijos?

No los tengo, Jesús. Tampoco Tú los tuviste.


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Tú sabes que en ocasiones esta renuncia me ha sido dolorosa, y que he sentido


algo así como envidia de los hijos ajenos.

Me hubiera gustado ver continuados, en unos hijos de mis entrañas, mis rasgos y
mi apellido. Me hubiera gustado sentir sobre mis rodillas el peso de su cuerpo, y
escuchar con mis oídos la palabra «papá», y sentir en mi mejilla el beso de sus
labios. Me hubiera gustado verlos jugar y crecer; ayudarlos a ser personas libres;
compartirles mis anhelos. Te lo digo sin rebeldía. No es una lamentación.
Simplemente te expreso lo que me hubiera gustado.

Hoy te renuevo mi ofrenda: te consagro la posibilidad de tener unos hijos “míos”.

¡Ah!, también me hubiera gustado tener nietos y bisnietos.

¿Y tus hijos?

Tengo uno. Ese hijo eres Tú, Jesús.

Desde mi bautismo vives en mí, y tengo que cuidarte como una madre cuida al
hijo que aún lleva en el vientre.

Creo firmemente en tu Palabra: «el que cumple la voluntad de Dios, es mi madre»


(Mc 3,35). Siento hacia ti un afecto que es como un reflejo del amor que María te
tuvo.

Además, yo te he engendrado en muchos corazones. El que engendra es padre; y


el engendrado, hijo. «Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1,11).

¿Y tus hijos?

Los tengo por miles, Jesús. Conozco a unos cuantos. Pero creo en la comunión
de los santos; sé que mi vida vivifica a los demás. A los que sin conocer les he
transmitido la vida, en el cielo los re-conoceré, pues tendrán mi parecido.

Tú lo dijiste: «El que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos
o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno» (Mt 19,25). Sin tener hijos de
mis entrañas, me siento padre. Muchos me llaman “padre”, aunque lo hagan por
costumbre o tradición; y dicen bien, pues lo soy.

¡No soy estéril! Me has hecho fecundo con tu fecundidad. Y aunque físicamente
nadie se me parezca, son muchos los que interiormente se parecen a mí. Les he
transmitido tu vida, que es la mía. Mis ideales atraen sus vidas. Mis propios
anhelos palpitan en ellos.
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Cuánto valoro, cuánto agradezco poder transmitir a otros la vida que Tú me das.
Por eso trato de poner el corazón en todo lo que hago. En cada eucaristía que
celebro, mis palabras te hacen presente en el altar, y junto con tu cuerpo y tu
sangre, voy entregando partes de mi alma. En cada homilía o plática que doy, te
presto mi voz para que digas tu Palabra. Cada vez que celebro el bautismo o la
reconciliación transmito tu vida divina. Cada vez que escucho a alguien, cada hora
de dirección espiritual, cada servicio que presto, cada página que escribo, cada
encuentro con una persona, cada reunión en la que participo… es una ocasión
que Tú aprovechas para entregarte a los otros.

El Espíritu Santo y María te van engendrando en los demás a través de mí.

¿Y tu sexualidad?

Es un don que Tú me diste desde que fui concebido. Física, psicológica y


espiritualmente soy varón. Me gustan las mujeres.

Tengo órganos genitales, glándulas, hormonas, zonas erógenas. Siento en mi


carne de hombre el latido instintivo y el deseo de caricia.

Bullen en mí torrentes de vida. Una fuerza interior me impulsa a salir de mí, a


darme, a ser creativo, a transmitir vida, a vincularme con los demás. Un fuego
afectivo calienta mi corazón para amar.

Mi sexualidad es un don que valoro, que te agradezco, que te ofrezco. El Espíritu


Santo me ha permitido vivirla como consagrado.

Para caminar hacia la madurez afectiva necesito aprender a percibir, recibir y


agradecer tu amor y el de los demás. Necesito también aprender a expresar mi
amor y a entregar mi vida por ti y por los otros.

Para relacionarme sana y creativamente con los demás, tengo que mantener
tensas las riendas de mi corazón y ofrecerte el holocausto de muchas renuncias.

Tu encarnación es real. Eres verdadero hombre. Viviste tu sexualidad dentro de un


proyecto de virginidad por el Reino. Y yo quiero seguirte.

¿Y tus miserias?

Son una fiesta para tu misericordia, Dios mío.

Vivo en un mundo hedonista, invadido de pornografía, que promueve la búsqueda


del placer inmediato y sin compromiso. Un mundo por el que me siento tentado. La
llamada que me haces a vivir tu estilo de vida virginal, implica ir contra la corriente.
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No es por el gusto de llevar la contra, que voy en esa dirección; sino porque voy
siguiéndote a ti, que vas en sentido contrario.

Sobre mi tendencia a la lujuria, nunca podré cantar victoria definitiva; he de


mantenerme en lucha permanente. Frente a la tentación, no puedo permitirme el
lujo de ser ingenuo; debo ser astuto para percibir el peligro y huir de él.

Quién mejor que Tú conoces mi fragilidad. Bien sabes de qué barro estoy
formado. Conoces mis tentaciones, luchas y caídas. No se te oculta mi egoísmo,
mi pereza, mi miedo. Sabes que a veces prefiero el aislamiento para eximirme de
un servicio o evadir a alguien. Sabes que a veces busco a los demás para huir de
la soledad o para evitar el encuentro contigo.

Gracias, porque me has hecho muy celoso de que otros pudieran ocupar en mi
corazón el lugar que sólo a ti pertenece. Perdón porque soy poco celoso cuando el
que ocupa ese lugar soy yo. ¡Me descubro a veces tan lleno de mí mismo!

Mi ilusión es seguirte, Jesús; amar como Tú. Sin embargo, muchas veces me he
cerrado al amor. No me asombra mi debilidad; menos aún te asombra a ti. No me
desaniman mis miserias; Tú jamás te has desanimado ni te desanimarás de mí.
Yo sé que tu gracia es infinitamente mayor que mi pecado.

Jesús, gracias…

 por el amor que me tienes;


 porque seguirte ha sido mi delicia;
 porque me consagraste a ti para siempre;
 porque me hiciste todo tuyo;
 por ser Misionero del Espíritu Santo y sacerdote;
 por haberme dado la gracia de vivir, ya desde ahora, el género de vida virginal
que Tú viviste;
 por haberme dado el privilegio de amar —o al menos querer amar— a todos con
tu mismo amor;
 por ser fecundo y transmitir tu vida;
 por ser capaz de engendrarte en los corazones;
 por haberme transformado en un sacramento tuyo.

Hoy, Jesús, al igual que cada noche al apagar la luz, al igual que en cada
celebración de la eucaristía, te renuevo mi promesa de seguirte, imitando tu vida
virginal, pobre y obediente.

Virgen María, alcánzame la gracia de la fidelidad. Amén.

II
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Cómo hablar hoy sobre la castidad


El 18 de junio, dos días antes del “Día del Padre”, recibí un e-mail de una amiga.
Me decía: «Disfruta tu fin de semana de día del padre». Y firmaba: «Una de tus
chorrocientas hijas».

Al día siguiente le respondí: «Gracias por aquello de “una de tus chorrocientas


hijas”. Viene muy a cuento con el artículo que ahora estoy escribiendo; es sobre la
castidad. Tratar este delicado tema no me ha sido fácil. Allí digo algo sobre “los
hijos”».

El día 23, ella me escribió: «¡Qué valiente eres!, mira que escribir defendiendo la
castidad. Es el amor en tiempos de cólera, ¿o no?»

No sé si sea valor o no, pero sus palabras me hicieron pensar en lo que había
sucedido en mí al escribir sobre la castidad consagrada.

Cuando vemos un texto en la pantalla de la computadora, es posible saber (en


algunos programas como Word, WordPerfect, etc.) cuáles son los códigos con que
ese texto fue escrito: hay un tabulador a 3 cms. del margen, ese párrafo tiene
estilo “Título 2”, la letra es Arial de 12 puntos, etc. Pues este artículo quiere ser
una especie de “revelación de códigos” con que escribí el artículo anterior.

Escribe sobre la castidad

En enero de 1999, el P. Juan Molina me pidió que escribiera un artículo para los
folletos de formación permanente que la Provincia de México iba a editar. El
primer tema que quedaba libre era «La castidad». Inmediatamente le pedí que me
asignara otro. Pero rápido me arrepentí y le dije que me dejara ese tema. Era una
buena ocasión para reflexionar sobre la castidad.

Pero luego se suscitaron en mí muchos interrogantes:

 ¿Cómo hablar sobre la castidad?

 ¿Cómo hablar hoy sobre ese tema, tan poco valorado en nuestro mundo?

 ¿Qué digo, sin caer en una confesión o en una fría teoría?

 ¿Cómo presentar a otros este valor evangélico, que para mí es un ideal de


vida, mientras que para otros es una imposición eclesiástica o un signo de una
moral retrógrada?

Y me puse a buscar qué decir. Muchas ideas bullían en mi mente. Se reavivaban


en mi memoria varias experiencias.

No una reflexión sino una oración


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No me fue fácil hablar de la castidad; por eso escribí este segundo artículo. Al ir
redactando el anterior, experimentaba muchas resistencias. Sabía que ese texto
iba a ser publicado y lo iban a leer hermanos de Congregación, que me conocen
bien.

Tengo el compromiso de escribir cada mes un artículo para la revista La Cruz. Al


escribir el artículo para los folletos de formación permanente, no me quedaba
tiempo —ni cabeza— para escribir ese mes otro artículo para la revista. Entonces
decidí que el escrito sobre la castidad lo enviaría también a La Cruz. Por tanto,
sería leído por personas que jamás me han visto. Aparecieron entonces nuevas
resistencias.

Pensé que una manera de comprometerme lo menos posible era hacer una
selección de textos del Concilio, de escritos del Papa o de otros documentos del
Magisterio, y agregar un comentario mío. Pero esto se me hizo muy frío y hasta
cobarde. Todos conocen la doctrina eclesiástica sobre la castidad, y un
comentario no añade mucho. «¡No! —me decía una voz interior—; ¿para qué
escribir algo que ya está escrito? Tienes que escribir sobre tu experiencia.
Comparte lo que para ti ha significado vivir la castidad consagrada».

Luego me vino otra tentación: sí hablar de mi experiencia, pero no la actual sino la


pasada. Bastaba con copiar algunos párrafos de escritos anteriores en los que
hago referencia a la castidad: un texto que escribí el día de los 25 años de mi
vocación,1 o las reflexiones que hice con ocasión de mis votos perpetuos,2 o una
carta que dirigí a mis papás, en noviembre de 1996. Pero otra vez la voz interior
me confrontó: «Lo que importa no es cómo viviste la castidad, o qué dificultades
tuviste para hacer las renuncias que implica. Comparte cómo la estás viviendo
hoy».

Si antes era tabú hablar de sexo, hoy lo es hablar de virginidad. Los primeros
escritores cristianos, llamados “Padres de la Iglesia”, hablaron maravillas sobre la
virginidad. ¿Por qué ahora nos resistimos tanto a hablar de ese valor cristiano?

Tuve también la tentación de ponerme a leer algunos libros para sacar ideas o
tener textos “impactantes” para citar. Sólo leí algunos textos bíblicos y lo que las
Constituciones de mi Congregación dicen sobre la castidad. De allí tomé algunas
ideas.

No fue algo deliberado, pero el artículo resultó con un tono de defensa de la


castidad, frente a quienes sienten una especie de lástima al ver a un sacerdote o a
una religiosa: «¡Pobres!; tienen que soportar el peso de una ley eclesiástica que
les impide casarse y tener hijos». No; nada de lástimas. A mí nadie me ha quitado
nada. Yo lo he entregado libremente. Y he sido muy feliz.

1
Encarnar el Evangelio 3. Tlaquepaque (México), Editorial Alba, 1999, pp 97-112.
2
La Cruz 1998; 918: 36-42.
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Además, en días anteriores a redactarlo, había leído un artículo de Clodovis Boff,


titulado: La formación en la vida religiosa, hoy. Consideraciones “indignadas”. Ese
texto me encendió para hablar con fuego y sin falsa humildad.

Me sentí impulsado a escribir ese artículo no como una reflexión, sino como una
oración dirigida a Jesucristo. «Lo que voy a decir de la castidad consagrada,
quiero y necesito decírtelo a ti, Jesús». De ordinario, la primera redacción de mis
artículos la hago directamente en la computadora: me llevo las hojas en las que he
ido anotando los puntos que quiero tocar, y empiezo a teclear. Luego corrijo y
vuelvo a corregir. Pero con este artículo fue distinto. Era una oración lo que quería
escribir; sentí la necesidad de escribirla en la capilla, ante Jesucristo. Luego pasé
mi manuscrito a la computadora.

Dos maravillosos textos sobre la castidad

Al escribir el artículo anterior superé la tentación de citar un soneto de don Pedro


Casaldáliga. Me encanta el realismo y la fuerza que tiene ese texto. Me ha
ayudado en momentos de crisis. Lo cito ahora, pues quiero compartir esta joya.

Aviso previo a unos muchachos que aspiran a ser célibes

Será una paz armada, compañeros,


será toda la vida esta batalla;
que el cráter de la carne sólo calla,
cuando la muerte acalla sus braseros.

Sin lumbre en el hogar y el sueño mudo,


sin hijos las rodillas y la boca,
a veces sentiréis que el hielo os toca,
la soledad os besará a menudo.

No es que dejéis el corazón sin bodas.


Habréis de amarlo todo, todos, todas,
discípulos de Aquel que amó primero.

Perdida por el Reino y conquistada,


será una paz tan libre como armada,
será el Amor amado a cuerpo entero.

Al ir a buscar entre mis papeles el texto de Casaldáliga, encontré otro, del que no
me acordaba. Ahora no tengo por qué resistir a la tentación de publicarlo. Me lo
compartió el P. Javier Prado, en octubre del 81. En la parte superior de la hoja,
escribió: «Te copio un texto que hallé, no sé dónde». Es el siguiente:

«Mucho se ha hablado de la virginidad, intacta o reencontrada, de la mujer.


Existe también una virginidad, intacta o reencontrada, del hombre. Quizá
menos entregada y más trabajada, menos sentida y más esforzada, menos
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espontánea y más tensa, menos gentil y más desmañada, menos clara y


más pudorosa —extraño pudor—. Pero tan misteriosa y tierna como la otra;
tan llena de poder. La primera está siempre viva; aun bajo los estragos del
pecado no hay más que hurgar un poco y avivarla. La otra, hay que
rehacerla por entero cada vez que se pierde. Un trabajo de hombre.

La virginidad de la mujer es la fecundidad de los campos; la del


hombre, la fuerza creadora del viento y del agua sobre la tierra».

Ideas claras y palabras adecuadas

Como sabía que ese texto iba a ser publicado, tuve que ser cuidadoso en las
expresiones y preciso en los términos. No quise dejar sombra de pesimismo sobre
la sexualidad ni sobre la castidad consagrada. Tampoco quise evadir temas
difíciles ni menospreciar las exigencias que implica vivir la virginidad de Jesús.

Mucho pedí al Espíritu Santo que me iluminara para mostrar la castidad


consagrada no como una gran renuncia que se me impone, sino como un
maravilloso don que se me ofrece. Don que yo libremente acepté recibir. Don que,
ciertamente, implica renuncias.

Me fue difícil encontrar las palabras adecuadas para hablar de mi relación


esponsal con Jesucristo. «A las mujeres les debe resultar más fácil hablar sobre
esto». Hallé dos maneras de salir del atolladero. No hablé de mi relación esponsal
con Jesús, sino con Dios; lo cual es cierto e incluso más preciso. La segunda fue
no hablar de Dios como “mi esposo” —lo cual me ponía a mí en una situación de
“esposa”; y una fibra machista se revelaba en mi interior— sino de Dios como “mi
pareja”.

Al hablar de que Jesucristo es mi hijo, al mismo tiempo que experimentaba la


verdad de lo que decía, me sentía como usurpando una gracia. Mi voz interior, en
tono burlón, me decía: «Ya estarás; ni que tuvieras la encarnación mística». No;
no tengo esa gracia en plenitud, pero sí tengo, desde mi bautismo, germen de ella.

Aunque el evangelio habla de “eunucos” por el Reino de los cielos (cf Mt 19,12),
no quise poner esta palabra en mi oración. No es un término que me defina. El
célibe, aunque no ejerza su genitalidad, no es un eunuco. El eunuco es un
castrado, un mutilado. ¿Qué sentido tiene la castidad de un eunuco? El seguidor
de Jesús es una persona íntegra, aunque su sexualidad le cause dificultades para
vivir la castidad.

Además, la palabra “eunuco” me trae recuerdos que me suscitan rabia. En un


Postulantado, el Equipo formador vimos la conveniencia de que un postulante
dejara la Congregación. Al despedirse del grupo, y como restregándolo en nuestra
cara, nos dijo: «Me voy, porque descubrí que yo no tengo vocación de eu-nu-co».
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Una vez hecha la redacción de mi texto, con el fin de confrontar mis ideas con las
de otros autores, leí dos artículos. Uno, de AMEDEO CENCINI: ¿Qué itinerario
formativo para la opción virginal? El otro, de JOSÉ GARCÍA-MONGE: ¿Un desvalimiento
también afectivo? Para una espiritualidad de los afectos en el sacerdocio. Me dio
gusto constatar que yo no andaba tan mal, pues encontré sintonía con esos
autores. Yo había escrito: «Te amo, Jesús, con todo mi corazón». El texto de
Cencini me ayudó a completar esta frase con algo muy importante: «con toda mi
mente, con toda mi voluntad».

Antes de publicar mis artículos, de ordinario se los doy a leer a una o dos
personas. Las sugerencias o correcciones que me hacen me ayudan mucho para
completar mis ideas o precisar los términos. Para el artículo sobre la castidad
recurrí a seis personas. Al P. Jorge Ortiz, mi Superior General, para que diera una
especie de aprobación de lo que iba a publicar. Al P. Juan Molina, pues fue él
quien me pidió que lo escribiera. Al P. Vicente Monroy y a la H. Luz Angélica
Arana, buenos amigos míos, que me conocen muy bien y, con su percepción,
podían corregir o completar mi experiencia. A Lilia Granillo, para que me corrigiera
el estilo. A María de Lourdes Gómez, mi secretaria, para que hiciera la última
corrección general. ¡Seis personas! Tanto me importaba lo que iba a decir.

¿Y si me preguntan sobre la castidad?

Durante los días que estuve escribiendo el artículo, me acompañó un miedo: «¿Y
si después me preguntan sobre esto que estoy escribiendo?» Creo que este
miedo pone de manifiesto que mi concepción de la castidad tiene aún tintes
negativos. «¿Y si me preguntan sobre la castidad? ¡Pues qué bueno!» Es como si
a un esposo, enamorado de su esposa, le preguntaran sobre la manera como se
llevan o sobre los motivos que tuvo para casarse con ella.

Creo que a sacerdotes y religiosos/as nos harían un gran servicio si nos


preguntaran sobre nuestra manera de vivir el celibato sacerdotal o la castidad
consagrada. Sería una oportunidad maravillosa para dar razón de lo que creemos,
para exponer los motivos que tuvimos para elegir este estilo de vida y para gritar
cuáles son nuestros ideales.

En toda la historia de la Iglesia ha habido mártires que con su sangre


testimoniaron el valor de la virginidad. ¿Por qué los cristianos de ahora no
percibimos el atractivo de entregarnos a Jesucristo en cuerpo y alma?

El 9 de julio le mandé al P. Juan el artículo que me había pedido. Apareció


publicado en el folleto de diciembre. Pude haberlo entregado en noviembre; sin
embargo, había en mí un ansia que me impulsaba a salir de ese compromiso lo
antes posible. Se lo mandé con una carta en la que le decía: «Muchas gracias por
haberme invitado a escribir sobre la castidad, por haberme obligado a reflexionar
sobre ese valor evangélico y por darme la oportunidad de compartir con otros mi
experiencia de seguir a Jesucristo virgen».
OTRAS OBRAS DEL MISMO AUTOR
14

Colección Abbá
1. Ya soy sacerdote. México, Editorial La Cruz, 2001.
2. Hablar con autoridad. México, Editorial La Cruz, 2001.
3. Ni soltero, ni estéril, ni sin amor. México, Editorial La Cruz, 2001.
Libros
Tu nombre en mi carne. México, Editorial La Cruz, 1993.
La Cruz del Apostolado: Una experiencia compartida. México, Editorial La Cruz,
1996.
Encarnar el Evangelio 1. Tlaquepaque, Editorial Alba, 2000 (4ª edición).
Encarnar el Evangelio 2. Tlaquepaque, Editorial Alba, 1999 (3ª edición).
Encarnar el Evangelio 3. Tlaquepaque, Editorial Alba, 2000 (2ª edición).
Grítale a Dios: Cómo orar cuando sufres o sientes rabia. México, Editorial La Cruz,
2000 (2ª edición).
Folletos
Conchita en su tierra potosina. México, Concar, 1992 (3ª edición). En colaboración.
La Cruz del Apostolado: Un símbolo. México, Editorial La Cruz, 1996 (2ª edición).
Religiosas de la Cruz: Cien años en la Iglesia y para la Iglesia. México, Ediciones
Cimiento, 1997.
La Biblia: libro de vida. México, Editorial La Cruz, 1997.

Esta primera edición de la obra

Ni soltero, ni estéril, ni sin amor

se terminó de imprimir
en junio de 2001
en los talleres de
Encuadernación Técnica Editorial, S.A.
Calz. San Lorenzo 279, local 45
Col. Granjas Estrella
09880 México, D.F.

Se imprimieron 3,000 ejemplares.

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