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Colección Abbá
Nada obsta
Carlos Castro Tello, MSpS.
México, D.F., 15 de abril de 2001
Imprímase
Jorge Ortiz González, MSpS.
Superior General
México, D.F., 25 de abril de 2001
ISBN: 970-92563-3-5
Impreso y hecho en México
Primera edición: Junio de 2001
Jesús:
me has llamado a seguirte viviendo el estilo de vida virginal, pobre y obediente que
Tú viviste. ¡Qué regalo tan grande! Creo que tu Espíritu Santo me da cada día la
capacidad de responderte.
¡Soy amado! Tú me amas. Me amas más de lo que pienso. Me amas como nunca
soñé ser amado. Tu amor me basta y me sobra.
Jesús, que me abra a tu amor y me deje amar por ti, para que no vaya por allí
mendigando afecto.
Mira que morir en una cruz por amor a mí, sí que es amar hasta el extremo. No
sólo sé que me amas; lo experimento. Me siento muy amado por ti, por el Padre,
por el Espíritu Santo.
¿Y tu deseo de amar?
Te amo, Jesús, con todo mi corazón, con toda mi mente, con toda mi voluntad (al
menos así quiero amarte). Y le pido al Espíritu Santo que cada día acreciente mi
amor.
Me pides un amor total a ti, pero no exclusivo sino inclusivo. Que ame a todos; que
ame siempre; que ame hasta el extremo.
Mi corazón está lleno de personas; aquellas que Tú has querido que lo ocupen. Tú
me pides que no excluya a nadie de mi amor, y también insistes en que tenga
predilección por tus preferidos: los pobres, los enfermos, los débiles, los
ignorantes, los pecadores.
Concédeme amar como Tú, con un amor sin egoísmos ni afanes posesivos, sin
celos ni envidias, sin rigidez ni hipocresía. Amar con un amor personal y universal,
fuerte y tierno, exigente y misericordioso, puro y eficaz, prudente y apasionado.
¿Y tu esposa?
Pude haber realizado mi vida de otra manera: pude haberme casado. Pero Tú
apareciste en mi camino y me fascinaste. Me sentí atraído por ti de manera
irresistible. Me hiciste el regalo de llamarme a seguirte y yo, libremente, te
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He sido creado —por ti— para complementarme con una mujer y proyectarme en
unos hijos. Sí, ya sé que estás Tú, que están mis hermanos de Congregación, que
están mis amigos y amigas, que están las personas a las que sirvo en mi
apostolado. Pero hay áreas que no se sacian con esto. Entonces me pides la
renuncia; entonces te hago la ofrenda de mi ser.
¿Y tu pareja?
Me siento muy amado por ti, con un amor fuerte, tierno, constante, personal,
misericordioso. Tu amor me hace feliz.
¿Y tu esposa?
«No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2,18). ¡No estoy solo! Al igual que Tú,
Jesús, soy esposo de la Iglesia; a ella le pertenezco. Como sacerdote, tengo el
deber de cuidarla, embellecerla y hacerla crecer. Pero la Iglesia, no en abstracto,
sino concretizada en el pueblo al que sirvo y que demanda mis servicios, en las
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personas con quienes entro en contacto. Eres Tú, Jesús, quien a través de mí,
amas a la Iglesia, la sirves y te entregas por ella.
Por otra parte, sí es bueno estar solo. La soledad me permite encontrarte a ti. Me
lleva a conocerme mejor. La soledad me prepara para el encuentro con los demás.
Ser sacerdote y religioso implica soportar una buena dosis de soledad. No me
asusta estar solo, aunque a veces sí me llega un sentimiento melancólico de
soledad.
¿Y la mujer?
Tú has querido que María fuera no sólo mi madre, sino también mi amiga y
compañera de camino. Su presencia femenina en mi vida armoniza mi interior y
dulcifica mi exterior.
Pero sobre todo te doy gracias por mis amigas. Cada una es un regalo de tu amor
para mí. Cuánto he recibido de ellas; cuánto me han ayudado a acercarme a ti;
cuánto me han lanzado a servir a los demás. Creo que también ellas, como fruto
de nuestra amistad, han crecido como personas y como cristianas.
Me alegra saber que algunas mujeres me aprecian, que valoran lo que hago, que
les gustan mis escritos o mis pláticas, que les agrada mi manera de ser. Y me
halaga que me lo digan.
¿Y tus hijos?
Me hubiera gustado ver continuados, en unos hijos de mis entrañas, mis rasgos y
mi apellido. Me hubiera gustado sentir sobre mis rodillas el peso de su cuerpo, y
escuchar con mis oídos la palabra «papá», y sentir en mi mejilla el beso de sus
labios. Me hubiera gustado verlos jugar y crecer; ayudarlos a ser personas libres;
compartirles mis anhelos. Te lo digo sin rebeldía. No es una lamentación.
Simplemente te expreso lo que me hubiera gustado.
¿Y tus hijos?
Desde mi bautismo vives en mí, y tengo que cuidarte como una madre cuida al
hijo que aún lleva en el vientre.
¿Y tus hijos?
Los tengo por miles, Jesús. Conozco a unos cuantos. Pero creo en la comunión
de los santos; sé que mi vida vivifica a los demás. A los que sin conocer les he
transmitido la vida, en el cielo los re-conoceré, pues tendrán mi parecido.
Tú lo dijiste: «El que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos
o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno» (Mt 19,25). Sin tener hijos de
mis entrañas, me siento padre. Muchos me llaman “padre”, aunque lo hagan por
costumbre o tradición; y dicen bien, pues lo soy.
¡No soy estéril! Me has hecho fecundo con tu fecundidad. Y aunque físicamente
nadie se me parezca, son muchos los que interiormente se parecen a mí. Les he
transmitido tu vida, que es la mía. Mis ideales atraen sus vidas. Mis propios
anhelos palpitan en ellos.
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Cuánto valoro, cuánto agradezco poder transmitir a otros la vida que Tú me das.
Por eso trato de poner el corazón en todo lo que hago. En cada eucaristía que
celebro, mis palabras te hacen presente en el altar, y junto con tu cuerpo y tu
sangre, voy entregando partes de mi alma. En cada homilía o plática que doy, te
presto mi voz para que digas tu Palabra. Cada vez que celebro el bautismo o la
reconciliación transmito tu vida divina. Cada vez que escucho a alguien, cada hora
de dirección espiritual, cada servicio que presto, cada página que escribo, cada
encuentro con una persona, cada reunión en la que participo… es una ocasión
que Tú aprovechas para entregarte a los otros.
¿Y tu sexualidad?
Para relacionarme sana y creativamente con los demás, tengo que mantener
tensas las riendas de mi corazón y ofrecerte el holocausto de muchas renuncias.
¿Y tus miserias?
No es por el gusto de llevar la contra, que voy en esa dirección; sino porque voy
siguiéndote a ti, que vas en sentido contrario.
Quién mejor que Tú conoces mi fragilidad. Bien sabes de qué barro estoy
formado. Conoces mis tentaciones, luchas y caídas. No se te oculta mi egoísmo,
mi pereza, mi miedo. Sabes que a veces prefiero el aislamiento para eximirme de
un servicio o evadir a alguien. Sabes que a veces busco a los demás para huir de
la soledad o para evitar el encuentro contigo.
Gracias, porque me has hecho muy celoso de que otros pudieran ocupar en mi
corazón el lugar que sólo a ti pertenece. Perdón porque soy poco celoso cuando el
que ocupa ese lugar soy yo. ¡Me descubro a veces tan lleno de mí mismo!
Mi ilusión es seguirte, Jesús; amar como Tú. Sin embargo, muchas veces me he
cerrado al amor. No me asombra mi debilidad; menos aún te asombra a ti. No me
desaniman mis miserias; Tú jamás te has desanimado ni te desanimarás de mí.
Yo sé que tu gracia es infinitamente mayor que mi pecado.
Jesús, gracias…
Hoy, Jesús, al igual que cada noche al apagar la luz, al igual que en cada
celebración de la eucaristía, te renuevo mi promesa de seguirte, imitando tu vida
virginal, pobre y obediente.
II
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El día 23, ella me escribió: «¡Qué valiente eres!, mira que escribir defendiendo la
castidad. Es el amor en tiempos de cólera, ¿o no?»
No sé si sea valor o no, pero sus palabras me hicieron pensar en lo que había
sucedido en mí al escribir sobre la castidad consagrada.
En enero de 1999, el P. Juan Molina me pidió que escribiera un artículo para los
folletos de formación permanente que la Provincia de México iba a editar. El
primer tema que quedaba libre era «La castidad». Inmediatamente le pedí que me
asignara otro. Pero rápido me arrepentí y le dije que me dejara ese tema. Era una
buena ocasión para reflexionar sobre la castidad.
¿Cómo hablar hoy sobre ese tema, tan poco valorado en nuestro mundo?
No me fue fácil hablar de la castidad; por eso escribí este segundo artículo. Al ir
redactando el anterior, experimentaba muchas resistencias. Sabía que ese texto
iba a ser publicado y lo iban a leer hermanos de Congregación, que me conocen
bien.
Pensé que una manera de comprometerme lo menos posible era hacer una
selección de textos del Concilio, de escritos del Papa o de otros documentos del
Magisterio, y agregar un comentario mío. Pero esto se me hizo muy frío y hasta
cobarde. Todos conocen la doctrina eclesiástica sobre la castidad, y un
comentario no añade mucho. «¡No! —me decía una voz interior—; ¿para qué
escribir algo que ya está escrito? Tienes que escribir sobre tu experiencia.
Comparte lo que para ti ha significado vivir la castidad consagrada».
Si antes era tabú hablar de sexo, hoy lo es hablar de virginidad. Los primeros
escritores cristianos, llamados “Padres de la Iglesia”, hablaron maravillas sobre la
virginidad. ¿Por qué ahora nos resistimos tanto a hablar de ese valor cristiano?
Tuve también la tentación de ponerme a leer algunos libros para sacar ideas o
tener textos “impactantes” para citar. Sólo leí algunos textos bíblicos y lo que las
Constituciones de mi Congregación dicen sobre la castidad. De allí tomé algunas
ideas.
1
Encarnar el Evangelio 3. Tlaquepaque (México), Editorial Alba, 1999, pp 97-112.
2
La Cruz 1998; 918: 36-42.
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Me sentí impulsado a escribir ese artículo no como una reflexión, sino como una
oración dirigida a Jesucristo. «Lo que voy a decir de la castidad consagrada,
quiero y necesito decírtelo a ti, Jesús». De ordinario, la primera redacción de mis
artículos la hago directamente en la computadora: me llevo las hojas en las que he
ido anotando los puntos que quiero tocar, y empiezo a teclear. Luego corrijo y
vuelvo a corregir. Pero con este artículo fue distinto. Era una oración lo que quería
escribir; sentí la necesidad de escribirla en la capilla, ante Jesucristo. Luego pasé
mi manuscrito a la computadora.
Al ir a buscar entre mis papeles el texto de Casaldáliga, encontré otro, del que no
me acordaba. Ahora no tengo por qué resistir a la tentación de publicarlo. Me lo
compartió el P. Javier Prado, en octubre del 81. En la parte superior de la hoja,
escribió: «Te copio un texto que hallé, no sé dónde». Es el siguiente:
Como sabía que ese texto iba a ser publicado, tuve que ser cuidadoso en las
expresiones y preciso en los términos. No quise dejar sombra de pesimismo sobre
la sexualidad ni sobre la castidad consagrada. Tampoco quise evadir temas
difíciles ni menospreciar las exigencias que implica vivir la virginidad de Jesús.
Aunque el evangelio habla de “eunucos” por el Reino de los cielos (cf Mt 19,12),
no quise poner esta palabra en mi oración. No es un término que me defina. El
célibe, aunque no ejerza su genitalidad, no es un eunuco. El eunuco es un
castrado, un mutilado. ¿Qué sentido tiene la castidad de un eunuco? El seguidor
de Jesús es una persona íntegra, aunque su sexualidad le cause dificultades para
vivir la castidad.
Una vez hecha la redacción de mi texto, con el fin de confrontar mis ideas con las
de otros autores, leí dos artículos. Uno, de AMEDEO CENCINI: ¿Qué itinerario
formativo para la opción virginal? El otro, de JOSÉ GARCÍA-MONGE: ¿Un desvalimiento
también afectivo? Para una espiritualidad de los afectos en el sacerdocio. Me dio
gusto constatar que yo no andaba tan mal, pues encontré sintonía con esos
autores. Yo había escrito: «Te amo, Jesús, con todo mi corazón». El texto de
Cencini me ayudó a completar esta frase con algo muy importante: «con toda mi
mente, con toda mi voluntad».
Antes de publicar mis artículos, de ordinario se los doy a leer a una o dos
personas. Las sugerencias o correcciones que me hacen me ayudan mucho para
completar mis ideas o precisar los términos. Para el artículo sobre la castidad
recurrí a seis personas. Al P. Jorge Ortiz, mi Superior General, para que diera una
especie de aprobación de lo que iba a publicar. Al P. Juan Molina, pues fue él
quien me pidió que lo escribiera. Al P. Vicente Monroy y a la H. Luz Angélica
Arana, buenos amigos míos, que me conocen muy bien y, con su percepción,
podían corregir o completar mi experiencia. A Lilia Granillo, para que me corrigiera
el estilo. A María de Lourdes Gómez, mi secretaria, para que hiciera la última
corrección general. ¡Seis personas! Tanto me importaba lo que iba a decir.
Durante los días que estuve escribiendo el artículo, me acompañó un miedo: «¿Y
si después me preguntan sobre esto que estoy escribiendo?» Creo que este
miedo pone de manifiesto que mi concepción de la castidad tiene aún tintes
negativos. «¿Y si me preguntan sobre la castidad? ¡Pues qué bueno!» Es como si
a un esposo, enamorado de su esposa, le preguntaran sobre la manera como se
llevan o sobre los motivos que tuvo para casarse con ella.
Colección Abbá
1. Ya soy sacerdote. México, Editorial La Cruz, 2001.
2. Hablar con autoridad. México, Editorial La Cruz, 2001.
3. Ni soltero, ni estéril, ni sin amor. México, Editorial La Cruz, 2001.
Libros
Tu nombre en mi carne. México, Editorial La Cruz, 1993.
La Cruz del Apostolado: Una experiencia compartida. México, Editorial La Cruz,
1996.
Encarnar el Evangelio 1. Tlaquepaque, Editorial Alba, 2000 (4ª edición).
Encarnar el Evangelio 2. Tlaquepaque, Editorial Alba, 1999 (3ª edición).
Encarnar el Evangelio 3. Tlaquepaque, Editorial Alba, 2000 (2ª edición).
Grítale a Dios: Cómo orar cuando sufres o sientes rabia. México, Editorial La Cruz,
2000 (2ª edición).
Folletos
Conchita en su tierra potosina. México, Concar, 1992 (3ª edición). En colaboración.
La Cruz del Apostolado: Un símbolo. México, Editorial La Cruz, 1996 (2ª edición).
Religiosas de la Cruz: Cien años en la Iglesia y para la Iglesia. México, Ediciones
Cimiento, 1997.
La Biblia: libro de vida. México, Editorial La Cruz, 1997.
se terminó de imprimir
en junio de 2001
en los talleres de
Encuadernación Técnica Editorial, S.A.
Calz. San Lorenzo 279, local 45
Col. Granjas Estrella
09880 México, D.F.