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Title: El Arroyo
Language: Spanish
ELÍSEO RECLUS
EL ARROYO
#El ARROYO#
Elíseo Reclus
#EL ARROYO#
CAPÍTULO PRIMERO
#La fuente#
No cabe duda que esta agua se enturbiará más lejos; pasará por rocas que
le dejarán materias impuras y arrastrará vegetales en putrefacción; se
escurrirá por sucias tierras y se cargará de inmundancias por los
animales y los hombres; pero aquí, en su balsa de piedra Ó en su cuna de
juncos, es tan pura, tan luminosa, que parece aire condensado: los
reflejos movibles de la superficie, los repentinos borbotones, los
círculos concéntricos de sus rizos, los contornos indecisos y flotantes
de las piedras sumergidas, es lo único que revela que ese fluido tan
claro, es agua lo mismo que los ríos cenagosos. Inclinándonos sobre la
fuente y viendo en ella reflejada nuestra cara fatigada y con frecuencia
nada buena sobre su límpida superficie, no hay nadie que no repita
instintivamente, hasta sin haberlo aprendido, el antiguo canto que los
güebros enseñaban á sus hijos:
La leyenda romana nos dice que Numa Pompilio tenía como consejera á la
ninfa Egeria. Penetraba solo en el interior de los bosques, bajo la
sombra misteriosa de las encinas; se aproximaba confiadamente á la gruta
sagrada y con su sola presencia, al agua pura de la cascada, con su
ropaje bordado de espuma y el flotante velo de vapor, irisado, adquiría
la forma de una mujer hermosa y le sonreía con amor. Numa, el mísero
mortal, la hablaba como á su igual, y la ninfa le contestaba con voz
cristalina, á la que se mezclaban como un coro lejano el murmullo del
follaje y los ruidos del bosque. El legislador aprendió allí su
sabiduría. Ningún anciano con su barba blanca hubiera pronunciado
palabras tan juiciosas como las que salían de los labios de la ninfa,
inmortal y eternamente joven.
¿Qué nos dice esta leyenda, sino que sólo la naturaleza y no la baraúnda
de las multitudes puede iniciarnos en la verdad? ¿qué para iniciarse en
los misterios de la ciencia es preciso retirarse á la soledad y
desarrollar su inteligencia por la reflexión? Numa Pompilio, Egeria, no
son más que nombres simbólicos que resumen todo un período de la
historia del pueblo romano, lo mismo que la de toda sociedad naciente: á
las ninfas, ó, por mejor decir, á las fuentes; á los bosques, á los
montes deben los hombres la inspiración de sus costumbres y sus leyes en
el origen de la civilización. Y aun cuando fuera cierto que la discreta
naturaleza hubiera dado así consejos á los legisladores, transformados
bien pronto en opresores de la humanidad, ¡cuánto bien no ha hecho sobre
ella en favor de los que sufren en la tierra, para darles energía,
consolarlos en las horas de desgracia y fortalecerlos para la gran
batalla de la vida! Si los oprimidos no hubieren tenido donde templar
las energías y crearse un alma fuerte contemplando la tierra y sus
grandes paisajes, la iniciativa y la audacia hubieran muerto ha muchos
siglos. Todas las cabezas se hubieran inclinado ante unos cuantos
déspotas y todas las inteligencias hubieran caído en una indestructible
red de sutilezas y mentiras.
CAPÍTULO II
En las costas del Perú y de Bolivia, donde el agua pura es muy rara,
miran frecuentemente con desesperación la vasta extensión de las ondas
saladas. La tierra árida tiene un color amarillo, el cielo es azul ó de
un color de acero. Sucede á veces que una nube se forma en la atmósfera:
inmediatamente, las gentes se juntan para seguir con la mirada el
hermoso lienzo de vapor que se deshace en el espacio sin resolverse en
lluvia. No obstante, después de meses y años de espera, un feliz
movimiento del aire funde en agua á la nube sobre las arideces de la
costa. ¡Qué alegría, ver caer el chaparrón tanto tiempo esperado! Los
niños salen de la casa para recibir la lluvia sobre sus cuerpos
desnudos y se bañan en las charcas lanzando gritos de alegría; los
adultos esperan impacientes el final de la tormenta para salir al aire
libre y gozar del contacto con las moléculas húmedas que flotan todavía
en la atmósfera. La lluvia que acaba de caer va á renacer por todas
partes, no en fuentes, sino cambiada por la maravillosa química del
suelo, en verdura, en flores y en aromas, para transformar durante
algunos días el desierto árido en hermoso prado. Por desgracia, esas
hierbas se secan en muy pocas semanas, la tierra se calcina de nuevo, y
los habitantes, afligidos, se ven obligados á ir en busca del agua
necesaria, á las llanuras lejanas cubiertas de eflorescencias
salitrosas. El agua se deposita en grandes tinajas, y les gusta mirarse
en ella, lo mismo que en nuestros felices climas podemos hacer en el
mágico espejo de nuestras fuentes.
El extranjero que se aventura por ciertos pueblos del alto Aragón,
construídos sobre las cumbres de los montes que sirven de base á los
Pirineos lo mismo que rocas á punto de rodar hasta el valle, se ve
sorprendido por la tierra roja que cimenta las piedras irregulares de
las miserables casuchas. Supone que la roja argamasa se ha amasado con
arena rojiza, pero no es así; los constructores, avaros de su agua, han
preferido hacer el mortero con vino. La cosecha del año anterior ha sido
buena, sus bodegas están llenas de líquido, y si se quiere colocar la
nueva cosecha, no tiene otro recurso que vaciar una buena parte. Para ir
en busca del agua, muy lejos en el valle, al pie de las colinas, sería
necesario perder días enteros y cargar numerosas caravanas de mulas. En
cuanto á servirse del agua que cae gota á gota por la hendidura de la
roca inmediata, es un sacrilegio en el cual nadie piensa. Esta agua, las
mujeres que van todos los días á recogerla en sus cántaros, la conservan
con un amor religioso.
¡Cuánto más viva todavía debe ser la admiración que por el agua siente
el viajero que atraviesa el desierto de piedras ó de arena, y que ignora
si tendrá la suerte de hallar un poco de humedad en algún pozo, cuyas
paredes están formadas con huesos de camello! Llega al punto indicado,
pero la última gota acaba de ser evaporada por el sol; ahonda el húmedo
suelo con la punta de su lanza; todo inútil, la fuente que buscaba no
volverá á tener agua hasta la próxima temporada de lluvias. ¿Qué tiene,
pues, de extraño que su imaginación, siempre obsesionada por la visión
de las fuentes, dirigida hacia la imagen de las aguas, se las haga
aparecer repentinamente? El espejismo no es sólo, tal como lo dice la
física moderna, una ilusión de la vista producida por la refracción de
los rayos del sol al través de un plano en el que la temperatura no es
en todas partes la misma; es también con frecuencia una alucinación del
fatigado viajero. Para él, el colmo de su felicidad sería ver aparecer
á sus pies mismo un lago de agua fresca, en el cual pudiera al mismo
tiempo que calmar su sed, refrescar su cuerpo, y tal es la intensidad de
su deseo, que transforma su ensueño en una imagen visible. El hermoso
lago que describe en su pensamiento, se le aparece al fin reflejando á
lo lejos la luz del sol y presentando á su vista la orilla dilatada
hasta el horizonte, poblada de tupidas y elegantes palmeras. Dentro de
algunos minutos nadará voluptuosamente en sus aguas, y ya que no puede
gozar de la realidad, disfruta al menos con la ilusión.
Según una leyenda oriental, fué á la orilla de una fuente del desierto
donde los legendarios antepasados de las tres grandes razas del antiguo
mundo cesaron de ser hermanos para convertirse en enemigos. Los tres,
fatigados por la marcha á través de la arena, se sentían morir de calor
y de sed. Llenos de alegría al divisar una fuente, corrieron para
arrojarse en sus aguas. El más joven que llegó primero, salió
transformado; su color, negro como el de sus hermanos antes de
sumergirse en la fuente, había tomado el color de un blanco rosado, y
sobre sus espaldas brillaban rubios cabellos. El agua desaparecía por
momentos, y el segundo hermano no pudo bañarse por entero; no obstante,
se revolcó sobre la arena húmeda, y su piel se tiñó de un color dorado.
A su vez el tercero se arrojó en la balsa, poro no quedaba ya ni una
gota de agua. El desgraciado se agitaba inútilmente queriendo beber y
humedecer su cuerpo; pero sólo las plantas de los pies y las palmas de
sus manos, apretando la arena se humedecieron un poco y adquirieron un
matiz ligeramente blanco.
¡Cuán célebres son los nombres de los pequeños arroyuelos del Hélada y
del Asia Menor así transfigurados por los escultores y los poetas!
¡Cuando el viajero desembarca en el Helesponto, sobre las mismas playas
donde Ulises y Aquiles sacaron sus embarcaciones sobre la arena; cuando
apercibe el llano que en otro tiempo sostenía las murallas de Troya y ve
su propia imagen reflejarse, bien en los famosos manantiales del
Escamandro, ó en el agua cristalina del pequeño río Simois, donde estuvo
á punto de perecer el valiente Ajax, bien pobre es su imaginación y bien
rebelde su corazón si no se siente profundamente conmovido en presencia
de esas aguas que el viejo Homero ha cantado! ¿Quién no se sentirá
conmovido al visitar esas fuentes de Grecia, con sus hombres armoniosos
de Caliroe, Mnemosina, Hipocrene, Castalia?... El agua que entonces
manaba y que continúa naciendo todavía, es la que los poetas miraban con
amor como si la inspiración hubiera salido del suelo al mismo tiempo que
las fuentes; á esos hilillos transparentes iban á beber, pensando en la
inmortalidad y queriendo leer el destino de sus obras en los rizos de la
pequeña laguna y en las pequeñas ondulaciones de la cascadita.
En los países del Norte, regados casi todos con abundancia por fuentes,
arroyos y ríos, los manantiales no han atraído hacia ellos, como las
fuentes del Mediodía, la poesía de las leyendas y la atención de la
historia. Como bárbaros que miramos sólo las ventajas del tráfico,
admiramos el río caudaloso en proporción al número de sacos ó toneladas
que transportan durante el año, y apenas si nos ocupamos de los ríos
secundarios que lo forman y de las fuentes que los alimentan. Entre los
muchos millones de hombres que habitan en las orillas de los grandes
ríos de la Europa occidental, sólo algunos millares, en sus paseos ó
viajes, se dignan desviarse un poco de su camino para ir á contemplar
las fuentes principales del río que riega sus ricas tierras de la vega
donde nacieron, pone en movimiento sus fábricas y mantiene á flote las
embarcaciones. Algunas fuentes, admirables por la transparencia de sus
aguas y por el encanto del paisaje que las rodea, permanecen
completamente ignoradas para los burgueses de la ciudad vecina, que,
fieles á las rutinas en boga, van todos los años á llenarse de polvo por
las calles y caminos de las ciudades en moda. Como viven una existencia
artificial, han olvidado completamente á la naturaleza y no saben
siquiera abrir los ojos para contemplar el horizonte, ni mirar lo que
existe en donde ponen sus pies. ¡Poco nos importa! ¿Es acaso la
naturaleza menos hermosa porque ellos la miren con indiferencia? ¿Porque
jamás se hayan dignado mirarlas, son menos encantadoras las pequeñas
fuentes que nacen susurrantes en medio de las flores y el poderoso
manantial que se escapa á borbotones de las concavidades de la roca?
CAPÍTULO III
Los montes de donde nacen aguas del arroyuelo son de una mediana
elevación: verdes hasta la cima, aparecen afelpados por los prados de
sus hondonadas; las pequeñas colinas que le rodean están pobladas de
bosque, y los terrenos para el pastoreo, medio cubiertos por los
azulados vapores del aire, tapizan las altas pendientes. Una cima de
ancho lomo domina las demás cumbres, que, alineándose en larga fila,
forman una prolongada cadena de colinas entre los valles laterales. Las
bruscas escarpaduras y los promontorios avanzados, no permiten encerrar
el paisaje en una mirada: al pronto sólo se ve una especie de laberinto
donde depresiones y alturas alternan sin orden; pero si voláramos como
los pájaros, ó si nos balanceáramos en la barquilla de un globo, se
vería que los límites de las vertientes se redondean alrededor de todas
las fuentes del arroyo como un anfiteatro, y que los barrancos abiertos
en la vasta redondez se inclinan y convergen para reunirse en un valle
común. La cadena principal de las alturas forma el borde más elevado del
circo; otros dos lados los forman cadenas laterales que, bajando
gradualmente, se alejan de la grande arista, y algunas pequeñas colinas
se aproximan para cerrar el circo paralelamente á los grandes montes;
dejan, sin embargo, una abertura por la cual se escapa el arroyo.
La fuente que nace á mayor altura es la que brota del pico más elevado y
la que por consecuencia recorre más espacio hasta llegar al valle. Con
frecuencia, en los días lluviosos, y hasta en los que están los campos
alumbrados por un sol hermoso, hemos visto, á una distancia de varias
leguas, formarse la fuente en las alturas del aire.
Una nube blanca se levanta como una humareda de la cima lejana, crece
poco á poco ó rápidamente y cubre los prados, dividiéndose en jirones
impelida por el viento. «El monte se pone el sombrero», dice el
campesino, y ese sombrero de nubes no es otra cosa que la fuente bajo
diferente forma: después de haber sido nube, niebla y lluvia, reaparece
ya fuente algunos cientos de metros más abajo de la cima por una
hendidura de la roca ó por un ligero repliegue del terreno.
La fuente más alta y el césped que la rodea son el paraje más delicioso
de todas las montañas. Allí se está en el límite de dos mundos; de un
lado, por encima de los promontorios poblados de vegetación exuberante,
aparece el valle frondoso con sus cultivos, sus casas, sus aguas
tranquilas, y la bruma indistinta que allá lejos pesa sobre la ciudad;
por el otro lado, se extienden las laderas solitarias y el pico bañado
en el profundo azul del cielo. El aire es fortificante y suave: se
sienten deseos de lanzarse al espacio, y cuando se divisa el águila
volando á lo lejos sostenida por sus fuertes alas, llegamos casi á
preguntarnos por qué nosotros no volamos también, como ella, sobre los
montes y los llanos, mirando desde arriba las pequeñas obras de los
hombres. ¡Cuántas veces, más por la voluptuosidad de ver que por las
dulzuras del reposo, me he sentado cerca del alto manantial del monte,
apartando mis miradas de la discreta fuente para dirigirlas hacia ese
mundo que se difuminaba á lo lejos dentro del gran círculo del
horizonte!
CAPÍTULO IV
#La gruta#
Hasta las grutas dejan de existir por la acción del tiempo. La lluvia
que cae sobre el monte y penetra en las fisuras de la piedra, se carga
constantemente de moléculas calcáreas. Cuando después de un recorrido
más ó menos largo, viene á caer temblando por la bóveda de la caverna,
una parte de líquido se evapora en el aire, y una pequeña partícula de
piedra, prolongada como la gota que la tenía en suspensión, queda
suspendida de la roca; una nueva gota deposita otra partícula sobre la
primera, luego se deposita una tercera y millares de millones hasta el
infinito. Lo mismo que árboles de piedra, los estalactitas crecen por
capas concéntricas endureciéndose poco á poco. Bajo ellas, en el suelo
de la gruta, el agua caída se evapora igualmente y deja en su puesto
otras concreciones calcáreas, que, de hoja en hoja, se levantan por
grados hacia la bóveda. Con el tiempo, las irregularidades de arriba y
los conos de abajo, llegan á encontrarse; primero se convierten en
pilares y luego acaban por convertirse en paredes que se extienden á lo
largo de la galería, y la gruta así obstruida, se encuentra dividida en
una serie de salas distintas. En el interior del monte, los
rezumamientos y los hilos de agua que se asocian para formar el arroyo,
realizan así dos trabajos inversos: de un lado, ensanchan las fisuras,
agujeran las rocas y forman anchos cauces; y de otro, cierran las
hendiduras del monte, apoyan la bóveda con columnas y llenan de piedra
los enormes agujeros que ellas mismas practicaron miles de años antes.
CAPÍTULO V
#La sima#
Inclinado sobre el agua que centellea por los rayos del sol, medito
mirando la sombra por donde sale, y envidio la pequeña araña acuática
que corre patinando sobre la superficie líquida y va á refugiarse en un
agujero de la roca. En la entrada distingo todavía algunas sinuosidades
del fondo; piedras blancas, un poco de arena que se mueve lentamente,
empujada por el agua que sale, produciendo ruidos de hervor; un poco
hacia dentro se distinguen aún los rizos de las pequeñitas ondulaciones,
y las diminutas columnas que soportan la bóveda; alumbradas vagamente
por reflejos de luz, parecen temblar en la sombra: diríase que una
redecilla de seda flota sobre ella con ligeras ondulaciones. Más allá
todo está negro; la corriente subterránea no se revela ya, más que á
veces, por el ahogado susurro. ¿Qué sinuosidades son las del agua más
adentro del punto á donde alcanzan los últimos reflejos de luz? Esas
curvas del arroyo son las que yo intenté buscar con la imaginación. En
mis ensueños de hombre curioso, me convierto en un ser pequeñísimo, de
algunas pulgadas de alto, como el gnomo de las leyendas, y saltando de
piedra en piedra, insinuándome por debajo de las protuberancias de la
bóveda, observo todos los confluentes de los arroyuelos en miniatura, y
remonto los imperceptibles hilos de agua, hasta que convertido en átomo,
llego por fin al punto donde la primera gota de agua rezuma en la
piedra.
Además, puede descenderse al pozo, y yo soy uno de los que han tenido
ese placer. La aventura produce una agradable sorpresa, puesto que es un
viaje de exploración; pero en sí misma no tiene nada de seductora, y
ninguno de los que han hecho estos descensos al abismo quedan en
disposición de repetirlo. Una cuerda, prestada por un campesino de las
inmediaciones, se ata fuertemente al tronco de una encina, y dejándola
caer al fondo del abismo, oscila dulcemente por la impulsión de la
pequeña corriente de agua, en la cual se moja la extremidad libre. El
viajero aéreo se coge fuertemente á la cuerda, al mismo tiempo que con
las manos, con las rodillas y los pies, y desciende con lentitud por la
boca tenebrosa. El descenso no es siempre fácil, desgraciadamente; se da
vueltas con la cuerda alrededor de sí mismo, se enreda en las matas de
helecho, que el peso del cuerpo rompen, se choca varias veces contra la
roca llena de asperezas, y con la ropa se enjuga el agua fría que las
paredes rezuman. Por fin se aborda una cornisa, se descansa un poco en
ella para tomar aliento y equilibrio, y luego se lanza nuevamente en el
vacío para descansar más tarde sobre el fondo de tierra firme.
CAPÍTULO VI
#El barranco#
Un pequeño sendero que los surcos del labrador destruye cada otoño, y
que el tránsito de los caminantes marca de nuevo muy pronto, serpentea
sobre la ribera del barranco. Es verdad que las ramas de espino,
plantadas por el campesino avariento, prohiben el paso; pero el humilde
obstáculo, simulacro del temible dios Término, no tiene nada de
terrorífico para los agricultores vecinos, y el camino, practicado tal
vez por los hombres desde la edad de piedra, no cesa de reformarse de
año en año. Sería, pues, fácil remontar el barranco en su largo curso
sin tener necesidad de servirse de las manos para salvar los
accidentados obstáculos de su cauce, pero quien ama la naturaleza y la
quiere gozar de cerca, abandona el pequeño sendero y se lanza con
entusiasmo por el estrecho espacio abierto entre sus bordes. Desde los
primeros pasos se halla como separado del mundo. Por detrás, una curva
de la desembocadura le oculta el arroyo y los verdes prados que riega;
por delante, el horizonte se limita bruscamente por una serie de gradas
que el agua salta en pequeñas cascadas después de la lluvia; por encima,
las branchas de árboles que bordean las riberas se curvan y entrelazan
formando bóveda, y los ruidos de fuera no penetran en este salvaje cauce
casi subterráneo.
Lo mismo que el arroyo del valle y los grandes ríos del llano, el
pequeño barranco tiene sus orillas sombreadas por árboles. El álamo
blanco se levanta al lado del haya y el abedul; las hojas finamente
cortadas del fresno, aparecen por entre dos altos olmos con su ramaje
como arreglado por la mano del hombre; el tronco blanco del abedul
resalta al lado de la rugosa y sombría corteza de la encina. En lo más
alto de la ladera, donde el barranco no es más que un repliegue del
terreno, los pinos, en actitud grave y de hojas casi negras, se ven
reunidos como en un concilio. Alrededor de ellos, la tierra sin
vegetación ha desaparecido bajo una espesa capa de agujas color de
hierro oxidado mientras que no lejos de allí, un alegre alerce color
verde claro, levanta su cima, hermosamente adornada por clemátides,
sobre un grupo de arbustos y plantas. A causa de la extrema variedad de
las condiciones del suelo, el estrecho barranco es bastante más rico en
especies diversas que los grandes bosques que cubren vastos territorios.
En algunos parajes, los troncos están tan juntos que de una á otra
ribera no se ve penetrar ni un rayo de sol; del fondo de las
hondanadas, los árboles suben como columnas amontonadas para un
edificio; luego, al nivel de los bordes, las ramas se extienden
ampliamente, cubren la madera con su verdura y se prolongan sobre las
tierras cultivadas buscando ávidamente su alimento de aire y de luz.
Sin embargo, hay algo que me encanta y admira. Este arroyuelo es pobre é
intermitente, pero su acción geológica no es menos grande; es tanto más
poderosa relativamente cuanto más insignificante es el agua que por él
corre. Una pequeñita corriente ha cavado el enorme foso, ha abierto esas
profundas hendiduras á través de la arcilla y la dura roca, ha esculpido
las gradas de sus pequeñas cascadas, y por los hundimientos de tierra ha
formado esos amplios círculos en sus orillas. Él es también quien da
vida á la rica vegetación de musgo, hierbas, arbustos y grandes árboles.
¿Es que el Misisipi, ó el Amazonas proporcionalmente á su caudal de
agua, realizan en la superficie de la tierra la milésima parte del
trabajo de éste? Si los caudalosos ríos tuvieran igual fuerza relativa
que el pequeño arroyuelo intermitente, arrasarían las cordilleras,
serían sus cauces abismos de algunos millares de metros de profundidad,
alimentarían bosques con árboles cuyas cimas irían á balancearse en las
más elevadas capas atmosféricas. Precisamente, en estos pequeños retiros
es donde la naturaleza se nos muestra en todo su esplendor. Acostado
sobre un tapiz de musgo, entre dos raíces que me sirven de apoyo,
contemplo con admiración estas altas riberas, sus desfiladeros, sus
circos, sus gradas y la bóveda de follaje, que me cuentan con tanta
elocuencia la grandiosa obra de la pequeña gota de agua.
CAPÍTULO VII
Desiguales por su caudal y por el paisaje que las rodea, no lo son menos
por la gran diversidad de substancias minerales que llevan en
suspensión. Por muy pura que el agua del manantial parezca á nuestra
vista, no es esta, como la química dice, una combinación de dos cuerpos
simples, el hidrógeno, que forma, según dicen, los inmensos torbellinos
de las más lejanas nebulosas, y el oxígeno, que para todos los seres es
el gran alimento de la vida; contiene además muchas otras substancias,
ya rodando por su cauce en estado de arena, ya disueltas en su masa
líquida y transparentes como ella. Entre las fuentes tributarias del
arroyo, hay algunas que, surgiendo de la dura peña, arrastran pepitas de
oro en sus aluviones. Si arrastraran grandes cantidades como ciertos
manantiales de California, Colombia, el Brasil ó los Urales,
inmediatamente una multitud de hombres se precipitaría con avidez hacia
las fuentes bienhechoras, y las arenas depositadas en sus orillas,
serían muy pronto tamizadas, y hasta la roca sería atacada por los picos
y azadones y sus fragmentos serían sometidos á los martillos de la
fundición; poco tiempo después, á las cabañas de un villorrio, habitadas
por mineros, reemplazarían los grandes árboles de los prados y los
valles. Tal vez el país al ser más rico, más populoso y próspero, sería
también, á la larga, más instruído y feliz; no obstante, nos paseamos
llenos de noble alegría por las vírgenes orillas de nuestro Pactolo,
desconocido de la multitud, en el que hallamos la soledad y el silencio,
como en los días que vimos brillar por vez primera las pepitas de oro.
En sus alrededores sólo existe, afortunadamente, un solo buscador de
pepitas, viejo geólogo que enseña con orgullo algunos granos brillantes
contenidos dentro de una caja de cartón, donde posee todo el fruto de
sus largos trabajos.
Las aguas tibias ó termales, mucho más que las frías, contribuyen á
disolver las piedras en el interior de los montes, para depositarla bajo
otra forma á su salida. En muchos parajes, el agua caliente que corre á
unirse con el arroyo, se extiende primero en un gran lago que ella misma
ha formado molécula tras molécula; al lado se encuentran otras lagunas
secas, y á uno y otro lado las fisuras abiertas en la piedra están
bordadas por hermosas concreciones parecidas á los adornos de mármol que
vemos ornamentando las fachadas de nuestros edificios. ¡Pero cuán
insignificantes son esos depósitos silíceos ó calcáreos comparados con
las enormes construcciones erigidas en diversos países del mundo por
esos ríos termales, como por ejemplo los de Holly-Springs, en los
Estados Unidos! Los viajeros nos cuentan que esas aguas calientes
edifican verdaderos palacios, ciudadelas y murallas de algunos
kilómetros de longitud. Blancos como el alabastro, los pilares y
basamentos crecen incesantemente por el depósito de las cascadas
susurrantes que poco á poco ocupan la llanura. El agua, construyendo sin
cesar, se cierra el paso, y, buscando continuamente un nuevo cauce, deja
detrás grandes balsas, puentes no terminados y bosquejos de admirables
columnatas. Montes enteros que el geólogo explora con admiración, han
sido formados por los torrentes de agua caliente al salir de las
profundidades.
Pero esas maravillas lejanas y nada numerosas, pocos de nosotros las han
podido contemplar y ver al mismo tiempo esos ríos de agua caliente cómo
trabajan en la construcción de sus marmóreos edificios. Mucho más
modesta, la fuente de la pequeña laguna no cambia los accidentes del
terreno ni el aspecto del país en algunos años; pero empleando siglos y
siglos en su trabajo, llega por fin á renovar todo el espacio que baña;
cambian poco á poco la piedra y se trazan un cauce diferente al que les
había preparado la naturaleza. El geólogo y el minero que penetran por
la fuerza con su pico y martillo en las entrañas de la roca, descubren
venas de jaspe y otras piedras transparentes ó coloreadas; es el hilillo
de agua termal, arrastrando arcilla en disolución, que lo ha depositado
en la fisura por donde corría, y que luego ha cambiado de curso. Todos
esos filones sinuosos que atraviesan las rocas como arterias de cristal,
deben su origen á modestas corrientes de agua. Es cierto que en la
mayor parte de los casos, el agua sale de las profundidades del suelo,
no en forma de líquido, sino en forma de vapor y á elevada temperatura,
porque de otro modo no podría disolver los materiales que tapizan las
paredes de sus antiguos lechos. Así los minerales de oro y plata han
sido arrancados de las entradas de la roca por los vapores de un Pactolo
subterráneo.
Fuertes por el enorme poder que les da el tiempo, los manantiales que
disuelven las piedras y oxidan los metales, consiguen también alguna vez
hacer temblar los montes. En una hermosa tarde de otoño, un temblor de
tierra se dejó sentir en la pequeña cuenca del arroyo; las casas se
balancearon con gran terror de sus habitantes, y algunas paredes ya
agrietadas se derrumbaron con estrépito. El temblor de tierra no tuvo
otras funestas consecuencias, pero fué el tema que durante algún tiempo
preocupó á los sabios é ignorantes de los pueblos y aldeas. Unos
hablaban de un mar de fuego que llenaría la tierra, y que una tempestad
había agitado sus olas; otros pretendían que un volcán intentaba surgir
en las inmediaciones, y que dentro de poco tiempo, el cráter se abriría;
había quien no sabiendo nada de fuego central, ni habiendo jamás visto
cráteres ni corrientes de lava, pensaba en un grupo de fuentes salinas y
yesosas que nacían en un vallecillo al pie de una ladera pedregosa; al
notar que después del temblor sus aguas se habían enturbiado y
arrastraban lodo, y que algunas de ellas habían cambiado de orificio de
salida, se preguntaban si no serían ellas la verdadera y única causa.
Tal vez, los aldeanos tenían razón. Es verdad que ni en un segundo,
estas fuentes arrastraban una pequeña cantidad de sulfato de cal y otras
substancias sólidas; pero en el transcurso de años y siglos, los hilos
de agua subterráneos han ido destruyendo la base de los montes.
Debilitados los colosales cimientos del gigantesco edificio, ceden al
peso, las bóvedas se hunden, el monte se estremece, y la tierra se agita
algunos cientos de kilómetros alrededor, como si una terrible explosión
hubiera dislocado sus capas. El gigante Encelado que ha hecho temblar
así los montes, las colinas y los llanos, es el tranquilo manantial que
puede ocultar una mata de hierba.
Afortunadamente, las fuentes saben hacer que las perdonemos los momentos
de terror que nos causan á veces haciendo trepidar el suelo. Ellas nos
dan agua para beber nosotros y abrevar nuestros ganados, fertilizan
nuestros campos y hacen germinar las simientes, alimentan nuestros
árboles y nos traen del fondo de la tierra tesoros que sin ellas jamás
hubiéramos conocido; fortifican, en fin, nuestro cuerpo, nos devuelven
la salud perdida y restablecen el equilibrio en nuestro trastornado
espíritu. Tales son al salir de la tierra bienhechora las virtudes
curativas de las fuentes termales y minerales, que en todos los países
civilizados se han construído edificios en los nacimientos de los
manantiales, para aprisionar el agua y medir cuidadosamente el empleo
en los baños y piscinas.
Con objeto de recoger hasta la última gota del precioso líquido, los
ingenieros cavan á lo lejos las rocas para sorprender en su curso el
pequeño hilo de agua que corre por las hendiduras interiores y el escape
de vapor que sube desde las ocultas profundidades. Ávidos de salud, los
enfermos utilizan todo lo que el manantial lleva consigo y todo lo que
bañan sus aguas; respiran el gas que desprenden, se envuelven en el lodo
negro que forman la arcilla y la arena y llegan á cubrirse como tritones
con el verde limo que se extiendo cual tapiz sobre las aguas. Sin
embargo, no llevan la religión hasta acariciar contra sus cuerpos los
animales que nacen y se desarrollan al dulce calor del agua termal.
Existen bonitas culebras, muy numerosas en algunas fuentes. Cuando el
bañista ve al reptil ondulando á su lado sus graciosos anillos, no cree
en la maravillosa aparición de la serpiente de Esculapio, sino que,
lleno de terror, salta sobresaltado prorrumpiendo en grandes gritos.
CAPÍTULO VIII
Mezclándolo todo en su cauce, lo mismo las aguas que bajan del monte que
las fuentes que brotan del suelo, manantiales fríos, tibios y termales,
salinos, calcáreos y ferruginosos, el arroyo crece y crece sin cesar en
cada vuelta del valle, á cada nuevo afluente. Rápido y alegre como joven
que entra en la vida, ruge y salta desordenadamente; ya le llegará la
calma y hará más lenta su corriente al llegar á la llanura horizontal y
monótona; en el momento se resbala con alegría por la pendiente
precipitándose hacia el mar. Es que se encuentra todavía en el período
heroico de su existencia.
Los saltos varían hasta el infinito, según la altura de las piedras que
ha de franquear, la inclinación de la pendiente, la abundancia de las
aguas, el aspecto de sus orillas, la vegetación de sus riberas y el
volumen de las piedras emergidas. Aunque diferentes entre sí, todas son
igualmente hermosas, ya por su graciosa forma, ya por su majestad,
sintiéndose alegre y satisfecho quien se deja mojar los pies.
A poca distancia de esta cascada cubierta por las hojas y las flores,
otro asiento de peñascos atraviesa el arroyo, pero estos son tan duros
que el agua ha hecho muy poca mella en ellos y apenas si está trazado su
lecho. Ha tenido por consecuencia que extenderse á lo ancho y, rodeando
piedras y arrastrando tierras vegetales, se ha dividido en numerosos
hilos de agua, procurándose cada cual un curso favorable para llegar al
punto de caída. Cortado en su paso por una roca pulida que se levanta en
medio de sus cascaditas, los vemos saltar por todas partes; unos
bastante fuertes para arrastrar las piedras y otros tan débiles que
apenas pueden descubrir las raíces del césped. Aquí una pequeña capa de
agua se extiende sobre una roca cubierta de verdoso limo y luego resbala
por un asiento inclinado rodeado de helechos, ocultándose furtivamente
por entre dos ramas de sauce que se inclinan hacia el líquido. Más
lejos un pequeñísimo hilo de agua, contenido en una pequeña hendidura,
corre, centellea y murmura en mi caída. Otro se precipita por una fisura
negra y no se distingue desde fuera más que por centelleos indistintos;
otro aun se lanza por aquí y allá retorciéndose como una serpiente de
círculos alternativamente negros y plateados. A través de las rocas, los
arbustos y las hierbas, todos los arroyuelillos, después de un momento
en reposo, se juntan nuevamente como una porción de niños al grito de la
madre. Y todo esto ríe y canta con alegría. Cada cascadita tiene su voz,
dulce ó grave, argentina ó profunda, produciendo en conjunto un
encantador concierto que adormece el pensamiento, dándole, al igual que
la música, un movimiento acompasado y rítmico. Por fin, todas las
fracciones se han reunido en el cauce común; chocan las corrientes
bordadas de espuma y luego juntas emprenden el camino hacia la llanura.
Puesto que desde la cumbre del monte hasta la llanura baja, el suelo
removido por las aguas durante el curso de las edades se inclina en
pendiente regular hacia el océano, el arroyo, empujado por su peso,
debía, al parecer, descender en línea recta; pero, por el contrario, su
curso es una sucesión de curvas. La línea recta es una pura abstracción
del espíritu, otra quimera como el punto matemático, que no existe más
que para los geómetras. En la inmensidad del espacio, el sol y los
cometas ruedan en curvas inmensas; en nuestro globo planetario,
arrastrado como los demás en una espiral de elipses infinitas, los
huracanes, las trombas, los aires, el más insignificante céfiro, se
propagan en líneas curvas; las aguas del mar se pliegan y desarrollan,
en curvadas olas; todas las formas orgánicas, animales y plantas, no
ofrecen en sus células y cavidades más que superficies curvas y
sinuosidades; hasta los duros cristales, mirados con el microscopio, no
tienen esos planos regulares, esas aristas inflexibles que aparecen á
simple vista. Los dientes, las agujas, las estrías de los minerales y de
los organismos infinitamente pequeños, revelan, bajo la mirada del
instrumento que los analiza, las suaves ondulaciones de sus contornos.
Donde se produzca un movimiento, tanto en la piedra como en otro cuerpo
ó en la juntura de los mundos, este movimiento, resultante de diversas
fuerzas, se realiza siguiendo una dirección curvilínea.
Para ver las sinuosidades de los arroyos, no es preciso que nos armemos
de un microscopio. El cauce tortuoso y bajo los árboles que le dan
sombra, se desarrolla en círculos, en remolinos, en espirales; las
hierbas del fondo, cabelleras ondulosas, los rizos de la superficie, las
libélulas que revolotean entre los juncos y que se juntan y se separan
para volverse á reunir; los mosquitos que giran en círculos sin fin, el
viento que pasa matizando de obscuro la brillante capa sobre la que
dibuja sus circulares soplos, en todo, en fin, no veo más que curvas
graciosamente cruzadas, círculos enlazados y figuras de contornos
flotantes. Tal cual lo indican las inmersiones y emersiones sucesivas de
la hoja arrastrada, el agua que baja al fondo remonta en nueva curva
hacia la superficie, aparece á la luz y desaparece otra vez bajo las
curvas líquidas, que, al mismo tiempo, han descendido hasta el fondo
del cauce. Por la Impulsión de la corriente, las moléculas de agua
cambian constantemente su posición respectiva; dirígense unas hacia la
derecha y otras se desvían hacía la izquierda. En el cauce común cada
gota tiene su curso particular, graciosa serie de curvas verticales,
horizontales, oblicuas, comprimidas en las grandes sinuosidades del
arroyo: así es también como el circuito de un planeta se desenvuelve en
la órbita inmensa del sistema solar que lo arrastra.
Lo mismo que nuestro arroyo y todos los riachuelos y ríos del mundo,
igual que el tortuoso Meandro de Asia, que ha dado su nombre á las
sinuosidades de su curso, los arroyuelos de algunos metros de largo que
se determinan en las playas del océano, después de los reflejos de la
marea, tienen también graciosas formas serpentinas. Cada uno de estos
pequeños surcos, con sus afluentes casi imperceptibles que á él
convergen, se dibuja sobre el suelo como la imagen de un arbusto cuyas
ramas sacude el aire. El mar, poderoso, con una sola de sus olas cubre
de arena todos esos pequeños sistemas de ríos en miniatura; pero los
hilillos de agua que descienden luego se practican un nuevo cauce, y
sus lechos, de sólo algunos milímetros de ancho, se determinan otra vez
en una serie de ondulaciones regulares. Si se practica un agujero en la
arena por encima de un cuerpo sólido arrastrado tras la corriente, ó en
el punto ocupado por una concha marina, el pequeño torrente de unas
cuantas gotas, atraído hacia este hoyo, desaparece dando vueltas en
movimiento análogo al de un tornillo. Cuando el microscopio nos revela
los misterios de la simple gota de agua apenas perceptible á primera
vista ¿qué vemos en ella, sino corrientes sinuosas y remolinos
circulares, como en el río y el gran océano? El viaje del agua que baja
desde el monte al mar se verifica por un circuito de curvas que se
suceden constantemente. ¿Es tal vez por esto por lo que la leyenda
germánica nos representa las ondinas de los arroyos volando durante las
noches en vastos círculos, tocando con el pie el agua de las fuentes?
Durante las grandes crecidas del arroyo, cuando sus aguas arrastran
hacia el mar, no solamente bellotas de encina y ramitas de espino, sino
árboles enteros, en el torbellino del pozo es donde termina, al menos
por algún tiempo, la odisea de los troncos viajeros.
CAPÍTULO X
#La inundación#
Durante muchas horas seguimos con la mirada el curso del torrente y con
sorpresa observamos que la superficie del arroyo cambia á nuestra vista.
Al parecer es en el mismo punto donde las hojas entran en el remolino y
se sumergen dando vueltas; en esos sitios el agua se extiende en
lienzos, se pliega en ondulaciones y se precipita por rápidas
pendientes; á la misma altura, al parecer, se mojan las raíces del álamo
y la flor de miosotis se baña en el agua transparente.
En las gargantas de los montes las crecidas y las inundaciones son aún
más rápidas. Allí, el agua que cae de las nubes, chocando en las aristas
de las piedras corre inmediatamente por los declives; de todos los
pequeños regueros de los vallecillos, afluyen los hilos de agua y los
torrentes para reunirse en enorme masa, en el gran receptáculo abierto
al origen de casi todos los valles.
Para ver hoy el humilde arroyo tal cual fué en otra época de nuestro
planeta, nos hemos de transportar con el pensamiento sobre las márgenes
de algún gran río de la América del Sur. ¡Qué cambio de espectáculo tan
repentino! Me encuentro sólo, olvidado, sobre una isla de arena, un
medio del agua. Ni á uno ni á otro lado distingo la tierra; la curva
vaporosa del horizonte une el lienzo gris del río con la bóveda del
cielo. Una de las riberas está tan lejos que ni siquiera distingo las
sinuosidades, y los árboles me parece que se levantan encima de las
aguas como una muralla de verdura. La otra orilla está más próxima, pero
el bosque impide ver los accidentes del suelo; no hay ni un claro entre
las ramas que permita ver prados, campos y rocas; los troncos de los
árboles, tocándose unos con otros, las branchas entrelazadas y las
lianas y los tapices de hojas y plantas parásitas, limitan completamente
el paisaje. La masa verde, uniforme y grandiosa, se presenta como
iluminada: parece que bajo el azul del cielo la tierra está
completamente ocupada por árboles y agua. Ante mi vista corre un río
rápido, imponente. Diferente al arroyo que murmura encantador en sus
cascadas de perlas, el gran río se dirige hacia el mar sin estruendo,
casi sin ruido, pero llevando en su seno un ímpetu furioso; si encuentra
un obstáculo, inmediatamente sus aguas lo salvan formando fuertes
torbellinos donde se sumergen arrastrados para reaparecer á una gran
distancia de allí. Los árboles flotantes y las hierbas arrastradas por
la corriente se suceden en procesión interminable; á veces se oye el
estruendo de un trueno; es el hundimiento de un trozo de bosque que las
aguas habían minado. Trabajando sin cesar, el río destruye y renueva
constantemente sus orillas, sus islas, sus bancos de arena, y como la
tempestad y el huracán, es una fuerza de la naturaleza que modifica
visiblemente la apariencia exterior de la tierra.
Tal vez en el porvenir esta corriente de agua que fué un río y que
actualmente es un arroyuelo, disminuirá su caudal hasta el punto de que
un pájaro pueda secarlo. El cambio de las riberas continentales, el
descenso gradual de las alturas que detenían las nubes de lluvia y de
nieve, la dirección distinta que los vientos húmedos seguirán por el
espacio; la división de su cuenca actual en valles distintos, y en fin,
la apertura de canales subterráneos en los cuales desaparecerán las
aguas, pueden tener por resultado la extinción de manantiales y la
desaparición completa del arroyo. Así es como en los desiertos de Africa
y Arabia muchos ríos, considerables en otras edades, han dejado de
existir: sus cauces se han llenado de arena y los indígenas sólo los
conocen por los inciertos datos de las tradiciones. Según ellos, son los
cristianos quienes con sus operaciones mágicas han hecho desaparecer las
aguas, y si algún nigromántico poderoso no hace aparecer nuevamente las
fuentes, sus valles estarán eternamente secos. De esos ríos malditos del
Sahara, conocemos algunos cuyos valles tienen cientos y miles de
kilómetros de anchura. En los parajes donde en remotas edades corría un
caudaloso río, la caravana duerme tranquilamente en nuestros días
durante las noches, y cuando quiere calmar su sed no le queda otro
remedio que practicar un hoyo en la arena con la punta de su lanza, para
buscar algunas gotas de agua que no siempre halla.
CAPÍTULO XI
Después de las paredes de dura roca, las riberas que mejor resisten la
fuerza de la corriente son las protegidas por una poderosa plantación de
árboles. Los álamos, chopos y alisos, sirven de baluarte contra la
invasión del agua. Sus raíces, que penetran profundamente en la tierra,
hacen el papel de fuertes pilotes, mientras que las raíces pequeñas,
agitándose como extrañas cabelleras y desplegándose en largos haces, se
sumergen hasta el fondo del cauce, y por sus millares de fibras se
convierten en indestructibles tejidos. En las grandes crecidas, cuando
la masa de agua ha disuelto y arrancado la tierra que rodea á esos
tejidos de raíces, éstas contienen la rapidez de la corriente,
conservando entre sus mallas las partículas de limo; las obligan á
depositarse en sus intersticios y forman una capa que reemplaza á la
orilla anterior. Protegidos así, los márgenes, amenazados por la
violencia del líquido elemento, se mantienen durante años y siglos
mientras que, desprovistos de vegetación, cambiarían constantemente.
El viaje aéreo por encima del agua, viéndola correr bajo los pies, no es
más agradable cuando el árbol caído llega á la ribera opuesta que cuando
sólo descansa en un islote del arroyo. Los convencionalismos de la vida
han hecho de la mayor parte de nosotros seres pretenciosos que nos
creemos humillados al sentirnos felices por poca cosa; por eso nos es
necesario remontarnos á nuestra infancia para comprender, en aquella
cándida edad, la alegría que nos producía la excursión, de algunos pasos
solamente, sobre una pequeña isla. Allí adoptábamos actitudes de
Robinsón: los sauces, que nacían en el lodo, alrededor del banco de
arena, eran nuestro bosque; los grupos de juncos eran para nosotros
inmensos prados; teníamos también grandes montes, pequeñas dunas
amontonadas por el aire en el centro del islote, y en ellas
construíamos nuestros palacios con pequeñitas ramas caídas, practicando
agujeros en la arena. Los dos brazos del arroyo nos parecían anchísimos
estrechos, y para convencernos más de nuestra soledad en la inmensidad
de las aguas, hasta les dábamos el nombre de océanos: uno era para
nosotros el Pacífico; el otro, el Atlántico. Una piedra aislada sobre la
que chocaba la corriente, se llamaba la blanca Albión, y más lejos, una
cabellera de limo detenida por la arena, era la verde Erin. Es verdad
que más allá de las islas y los mares, á través del follaje de los
álamos, veíamos sobre la colina el rojizo tejado de la casa paterna;
pero, encantados en el fondo de saber que estaba tan cerca, hacíamos
como que ignorábamos tal cosa, creyendo haberla dejado al otro lado del
globo.
#El paseo#
Para saborear todo cuanto ofrece de delicioso un paseo por la orilla del
arroyo, es preciso que el derecho de la pereza haya sido vencido con el
trabajo y que el espíritu cansado tenga necesidad de adquirir nuevo
aliento contemplando la naturaleza. El trabajo es indispensable para
quien desea gozar del reposo, lo mismo que el recreo cotidiano es
necesario al obrero para renovar sus fuerzas. No habrá tranquilidad en
el mundo, ni equilibrio inestable en la sociedad, mientras los hombres,
condenados en número infinito á la miseria, no tengan todos, después de
la diaria tarea, un momento de descanso para regenerar el vigor y
mantenerse así con la dignidad de seres libres y pensantes.
El efecto de la nieve es admirable, sobre todo durante los días sin sol,
cuando el azul del cielo está enteramente velado por las nubes y hasta
adquiere un tono obscuro por su contraste con la superficie de la
tierra, cubierta de resplandeciente blancura. El arroyo tiene entonces
el color gris del hierro; las hierbas del fondo ondulan tristemente; el
agua, tan alegre y susurrante en la época de las flores, parece que en
su masa lleve algo doloroso y sombrío. Algunos viejos raigones situados
cerca de la orilla aparecen cubiertos con mantos de nieve. En los
márgenes, los grupos de hierba se destacan en negro á pesar de los
copos blancos de que están cargados, si no están situados muy cerca del
agua, donde la humedad ha producido el desprendimiento de pequeñas
avalanchas de nieve. Los arbustos, algunos deshojados ya desde el otoño
y otros cubiertos de hoja todavía, se balancean débilmente sobre el
blanco almohadón de armiño que les rodea, y con los extremos de sus
ramas trazan curvas concéntricas. Un pino solitario sostiene la nieve
sobre sus ramas extendidas como grandes abanicos horizontales, blancos
por encima y verdes por debajo. Otros árboles de corteza rugosa, cuyos
troncos salen de la misma orilla del arroyo, sólo aparecen blancos de
nieve por el lado del viento; el resto del árbol conserva su propio
color y las ramas sólo aparecen salpicadas de algunos copos. Más
hermosos tal vez que en la primavera, porque su fino ramaje no está
cubierto por multitud de hojas, estos árboles se perfilan en el fondo
del cielo con sus grandes y pequeñas ramas matizadas de un ligero y
delicado tono violeta, y sus innumerables ramificaciones parecen tanto
más elegantes cuanto más sepultada aparece la naturaleza bajo la
monótona capa de nieve. En la llanura, los campos están por todas partes
cubiertos por una capa uniforme: sólo suele verse algo de verdura en los
parajes regados recientemente. A lo lejos, en las altas colinas, los
árboles del bosque dejan entrever á través del follaje y de las ramas,
ya rojizas por los capullos y la savia, algo agradable á la vista como
el plumón de las aves: es la nieve tamizada que pudre los brezos y
helechos bajo los grandes árboles.
La belleza del cielo, del agua que corre y la verdura de las plantas nos
extasía. En este renacer del año, nos sentimos como transportados hacia
la juventud del mundo y al nacimiento de la humanidad. A pesar de los
siglos pasados nos sentimos tan jóvenes como los primeros mortales,
despertando á la vida en el seno de la madre bienhechora; hasta somos
más jóvenes que ellos, puesto que tenemos plena conciencia de nuestra
vida. La tierra es hoy tan bella como el día que nutría á los Centauros,
y nosotros, más que esos monstruos, llevamos en nuestro pecho un corazón
de hombre.
Más lejos, los juncos crecen en apretadas líneas en medio del arroyo
sobre un banco que se transformará tarde ó temprano en islote: las
ramitas inclinadas vibran por la presión de la corriente en movimientos
convulsivos, y cada una de ellas se rodea de olitas, donde la sombra y
la luz forman una red que se agita sin cesar. Hasta ciertos árboles de
la orilla contribuyen á la riqueza de la vegetación acuática por
innumerables radículas flotantes que cubren las gruesas raíces de largos
mantos color de rosa.
Entre estos seres que buscan para ellos la mayor parte de cuanto es de
su dominio, existe una guerra implacable; cada uno, en lucha por la
existencia, vive en detrimento de su vecino. En cuanto á mí, quisiera
vivir en paz con todos; procuro respetar, la flor y el insecto; pero sin
apercibirme, ¡cuántos seres destruyo! Aplasto multitudes infinitamente
pequeñas cuando dejo caer mi pesada masa sobre la hierba; arraso y
produzco cataclismos en la historia de un mundo imperceptible cuando
subo á un árbol para balancear mis piernas por encima del agua. Como un
bárbaro, ¡qué de atrocidades he cometido sin querer, cuando en los
primeros años de mi infancia salía á estudiar por el campo y me
instalaba en el tronco cavernoso de un sauce, para leer cómodamente
alguna novela ó declamar versos con retumbante voz...!
CAPÍTULO XIII
#El baño#
Recuerdo todavía con qué extrañeza ví por vez primera una compañía de
soldados tomar el baño en un río. Niño todavía, no podía imaginarme á
los militares de otro modo que con sus vestidos colorados, las hombreras
rojas ó azules, los botones de metal, los diversos adornos de cuero, de
lana y tela; no los comprendía sino marchando á paso acompasado en
columnas regulares con tambores al frente y oficiales á los costados,
como si formaran un inmenso y extraño animal empujado hacia adelante por
no sé qué ciega voluntad. Pero, fenómeno hermoso; aquel ser monstruoso
al llegar á la orilla del agua, se fragmentó en grupos ó individuos
distintos; vestidos rojos y azules se arrojaban en montones como
vulgares ropas, y de todos esos uniformes de sargentos, cabos y simples
soldados, veía salir hombres que se arrojaban al agua lanzando gritos de
alegría. No más obediencia pasiva, no más abdicación de su persona; los
nadadores, con voluntad propia por algunos instantes, se dispersaban
libremente por el agua: nada les distinguía á unos de otros. Pero,
desgraciadamente, al poco rato se oyó un silbido, y la salida se operó
repentinamente. Mientras nosotros continuábamos jugando en el arroyo,
nuestros compañeros desaparecieron en sus trajes encarnados con los
botones numerados, y bien pronto los vimos alejarse marchando en línea
con paso monótono por la polvorienta carretera.
CAPÍTULO XIV
#La pesca#
Los indios de América, que son todavía salvajes, atraviesan al pez que
pasa con su ayagaza ó el dardo salido de su cerbatana, con una seguridad
admirable.
Además, los arroyos y los ríos estaban en otro tiempo bastante más ricos
de peces que en nuestros días. Después de haber cogido en las aguas lo
necesario para el sustento de la familia, el salvaje, satisfecho, dejaba
los millares y millones de huevos que se desarrollaran en paz, y gracias
á la inmensa fecundidad de las especies animales, las aguas estaban
siempre pobladas y exuberantes de vida. Pero el ingenio del hombre
civilizado ha hallado el medio de destruir esas razas tan prolíficas,
que cada hembra podría en algunas generaciones llenar las aguas de una
masa sólida de carne. Con su imprevisor afán ha llegado á hacer
desaparecer muchas especies que vivían en otros tiempos en nuestros
arroyos. No solamente se ha servido de redes que tamizan la masa líquida
y aprisionan todos los seres que la pueblan, sino que ha recurrido
también al veneno para destruir de una sola vez grandes multitudes y
hacer una última captura más abundante que las anteriores.
Sin embargo, los verdaderos pescadores, los que se honran con tal
título, reprueban esos medios vergonzosos de destrucción que no tienen
el mérito de la sagacidad ni el conocimiento de las costumbres de los
peces. De otra parte, por un contraste que parece extraño á primera
vista, el pescador ama á todas esas pobres bestias de las que es
perseguidor; ha estudiado sus hábitos y género de vida con cierto
entusiasmo y procura descubrir sus virtudes é inteligencia. Como el
cazador que habla de los interesantes hechos del chacal y el jabalí, el
pescador se exalta contando las finezas de la carpa y las astucias de la
trucha, respetándolos casi como adversario, los combate con hábil juego
y se irrita contra los indignos sujetos que destruyen la raza.
Por otra parte, ningún hombre es más fuerte que el pescador contra las
adversidades del destino. El pez puede maliciosamente no dejarse coger,
jugar con el anzuelo sin engancharse; el hombre de la caña, silencioso y
prudente como un airón sobre su pata, no deja por eso de tener su brazo
preparado y su mirada fija; jamás se desespera: al sentarse en la orilla
del agua se halla depositado de las pasiones humanas, de impaciencia é
ira. Consagrado á su ocupación, espera y espera hasta sin esperanza. Yo
conocía un pescador á quien la desgracia le perseguía por todas partes.
Jamás caía en su anzuelo una trucha ni una tenca; sus dolorosas
experiencias negativas le hacían afirmar que la captura de un pez era
cosa imposible y que todas las historias de pesca, prodigiosas ó no,
eran invenciones novelescas. Y, sin embargo, en cuanto disponía de una
hora de tiempo, aquel escéptico, consagrado á la desgracia, cogía su
caña, y sin desilusión, suspendía su anzuelo en medio de los burlones
peces que jugaban dando vueltas alrededor del inofensivo instrumento.
Entre los piscicultores hay algunos que consiguen así salvar de toda
desgracia á la morralla que ha de transformar en pescado de peso. En
presencia de su éxito, ¡qué triste recuerdo de las cosas humanas se
despierta en nosotros pensando en los miles de criaturas, bien
constituidas para llegar á hombres, que perecen todavía en la cuna! Es
cierto que los niños recién nacidos ó ya de algunos años están más
ligados á nuestro corazón que el salmonete y la trucha, pero no por eso
deja la muerte de llevárselos á miles también. Nuestros hospicios para
la infancia, bastante más preciosos que todos los establecimientos de
piscicultura, no son frecuentemente otra cosa que el vestíbulo del
cementerio. Los huevos de la tenca ó del barbo, lo mismo que los de
otros peces más exquisitos, son para nosotros menos preciosos que los
niños confiados á la sociedad por la desgracia y la miseria, y menos
dignos de nuestra defensa contra las asechanzas de la muerte.
CAPÍTULO XV
#El riego#
Después del sol, que lo renueva todo con sus rayos, el aire, que con sus
vientos y la mezcla incesante de gases puede llamarse «hálito del
planeta», el agua del arroyo es el principal agente de renovación. Por
el amor inmenso que hacia todo cambio sentimos, escuchamos con
satisfacción el relato de las metamorfosis, sobre todo, aquellos de
nosotros que son aún niños y que el conocimiento de las inflexibles
leyes no turba todavía su ingenua credulidad. Leyendo las _Mil y una
noches_, se complace nuestro espíritu viendo cómo los genios se
convierten en vapor y los monstruos nacen de un reguero de sangre; nos
gusta contemplar todos los objetos de la naturaleza, bajo los aspectos y
formas que adquieren sucesivamente, lo mismo que en el aire caliente del
desierto distinguimos tan pronto palacios con columnatas como ejércitos
en marcha.
Por otra parte, se lamentará siempre, y con razón, hasta que sepa
asociarse con su vecino para utilizar los recursos que ofrece el agua
corriente. Actualmente la explotación de esas riquezas se hace con el
mayor desorden y casi al azar, según el capricho de los propietarios
ribereños, siendo el resultado de estos disparates, el desastre para
todos, con muchísima frecuencia. Uno seca terrenos pantanosos,
construyendo canales subterráneos que desembocan en el arroyo y aumentan
su caudal; otro lo empobrece, al contrario, haciéndole sangrías á
derecha é izquierda para regar sus campos; otro aun, rebaja su nivel
medio limpiando el fondo, destruyendo las aristas de las piedras en las
corrientes y cascadas, mientras que en otra parte, los industriales,
elevan la superficie del arroyo, construyendo presas para llevar el agua
á sus fábricas. Todo esto son fantasías contradictorias, avideces en
conflicto, que pretenden todas, no obstante, determinar la marcha del
arroyo. ¿Qué sería de un pobre árbol, á cuántas enfermedades monstruosas
no se vería condenado, si, lozano y lleno de vida, fuera repartido entre
varios propietarios, si numerosos dueños pudieran ejercer el derecho de
uso y abuso, uno sobre sus raíces, otro sobre su tronco, sus ramas, sus
hojas y sus flores? El arroyo, en conjunto, puede ser comparado con un
organismo vivo como el de un árbol. También él, desde su nacimiento
hasta su desembocadura, forma un todo armónico con sus manantiales, sus
sinuosidades y las oscilaciones regulares de sus aguas, y es una
desgracia pública el que la serie natural de sus fenómenos sea alterada
por la explotación caprichosa de propietarios ignaros. Gracias á la
ciencia y á los esfuerzos particulares, podemos desde hoy vislumbrar la
época en que el arroyo será útil al interés común de los pueblos. Como
riqueza perteneciente á todos, el trabajo asociado lo transformará en
una verdadera arteria de vida para la producción agrícola.
CAPÍTULO XVI
¿Tendrá fin esta lucha feroz, por la existencia entre los hombres
nacidos para amarnos? ¿Seremos siempre enemigos unos de otros? Los ricos
¿se abrogarán eternamente el derecho de despreciar á los pobres, y éstos
á su vez, condenados á la miseria, no cesarán de contestar al desprecio
con el odio y á la opresión con el furor? No; no será siempre así.
CAPÍTULO XVII
En otro tiempo no sucedía así. El bosque sin límites cubría los montes y
llanuras; las sendas que serpenteaban entre los árboles eran muy raras y
mal trazadas, obstruídas por hierbas y maleza; por eso, los salvajes
utilizaban la superficie del arroyo para ascender ó descender por su
cauce sobre el tronco de árbol vaciado que les servía de embarcación.
Por fin, todos los maderos, más ó menos enteros, se reúnen en el lago
artificial; amontonados unos sobre otros, se mueven débilmente por la
presión del agua. Como animales cansados que el pastor acaba de encerrar
en el parque, descansan los troncos, esperando el momento de ponerse en
marcha. Nada más extraño durante la noche que ver el espectáculo de esos
grandes monstruos tendidos y reflejando luz por los rayos de la luna.
Una mañana, todos los maderos bajados del monte, se han agrupado sobre
la piedra del desfiladero, al lado de la barricada que contiene las
aguas del lago, y sobre la cual cae el agua sobrante en débil cascada.
Los troncos de pino, los pies derechos y contrafuertes que sostienen
sólidamente el dique, se retiran con cuidado; luego, á una señal, la
traviesa que servía de cerrojo á la enorme puerta, es precipitada al
fondo, la compuerta se levanta y la masa impetuosa del agua corre con
furor hacia la salida que le acaban de abrir. Levantada del centro para
salir por el orificio en columna poderosa, se precipita en cataratas
para convertir en río tumultuoso el tranquilo arroyo que corría sin
ruido por las profundidades del desfiladero. Pero el nuevo río no corre
solo; arrastra con él toda la madera amontonada en el depósito lacustre.
Los troncos se dirigen hacia la salida como enormes reptiles; se chocan,
ruedan y saltan; luego, inclinándose por la cascada, se juntan y dan
vueltas, enseñando á través de la espuma las rojas manchas del hacha, y
desaparecen un instante en el abismo para surgir más lejos en el hervor
del agua, y resbalarse oscilando sobre la corriente rápida. Así se
suceden en una serie de inmersiones los troncos que no ha mucho se
balanceaban en el bosque, produciendo murmullos que eran la voz del
monte. Todos los ruidos aislados se pierden en el estruendo de ese lago
y esa selva que desaparecen juntos por el sonoro valle.
Algunas veces sucede que son vanos todos sus esfuerzos para conducir los
pinos á la serrería que los ha de cortar; el agua falta en el arroyo, y
contra todo el ingenio y la fuerza de los trabajadores, no pueden
conseguir que floten las pesadas masas que se detienen en todas partes,
sobre los bancos de arena, sobre las piedras del fondo y sobre las
puntas de las rocas. Tienen que esperar la crecida que ponga en
movimiento los troncos atascados; pero entonces, éstos, arrastrados
demasiado pronto y demasiado rápidos, suelen salvar las márgenes y se
van á lo lejos á correr mundo, á pesar de los obreros que los miran
codiciosos al pasar. En las desembocaduras de los ríos que bajan de los
Apeninos al Mediterráneo, multitud de pinos, sorprendidos de repente por
la inundación, van á perderse en el mar y convertirse en islas flotantes
que los marinos extranjeros toman por escollos. Los barqueros que se
lanzan en busca de los troncos extraviados, van á pescarlos como
cachalotes, y los conducen atados á la popa de sus barcas.
CAPÍTULO XVIII
Al fin la obscura masa penetra bajo una siniestra bóveda. El arroyo que
yo he visto salir á la luz, tan limpio y alegre en el manantial, no es
ahora más que una alcantarilla, en la que toda una ciudad arroja sus
desechos.
En un intervalo de algunos kilómetros el contraste es grande. Allá
arriba, en el libre monte, el agua centellea al sol y transparente, á
pesar de la profundidad, deja ver las blancas piedras, la arena y las
hierbas estremecidas de su lecho; murmura dulcemente entre las cañas;
los peces surcan la corriente, rápidos, como flechas de plata, y los
pájaros hacen temblar la superficie al choque de sus alas. En sus
orillas surgen mazos de flores; árboles llenos de savia extienden sus
largos brazos, y el que se pasea á lo largo de su orilla puede
tranquilamente descansar á su sombra, contemplando el espléndido cuadro
que se desarrolla entre dos sinuosidades.
CAPÍTULO XIX
#El río#
El caudal entero del río no es otra cosa que el conjunto de todos los
arroyos, visibles ó invisibles, sucesivamente absorbidos: es un arroyo
aumentado miles de veces, y no obstante, difiere singularmente por su
aspecto del pequeño curso de agua que serpentea por los valles
laterales. Como el débil tributario que mezcla su humilde corriente á su
poderoso raudal, puede tener también sus saltos y sus corrientes, sus
desfiladeros y sus gargantas, bancos de grava, escollos é islas, playas
y rocas; pero, con todo, es mucho menos variado que el arroyo, y los
contrastes que ofrece en su curso son menos sorprendentes. Como más
grande, llama la atención por el volumen de su cauce, por la fuerza de
su corriente, pero su majestuoso aspecto es casi siempre uniforme. El
arroyo, mucho más pintoresco, aparece y desaparece alternativamente: se
le ve correr bajo la sombra, ensancharse como un lago y después caer en
cascada como manojo de rayos luminosos, para ocultarse de nuevo en una
obscura caverna. Y el arroyo no sólo es superior al río por lo incierto
de su marcha y la belleza de sus orillas; lo es también por el ímpetu de
sus aguas: relativamente es más fuerte que el río Amazonas para
modificar sus orillas, variar sus sinuosidades, depositar bancos de
arena y emerger islas. La naturaleza revela su fuerza por sus agentes
mas débiles. Vista con el microscopio, la gota que se ha formado bajo la
roca, realiza una obra geológica relativamente más grande que la del
océano infinito.
Llegado á estos parajes que fueron antes dominios del mar, el río,
gradualmente contenido, se extiende cada vez más y se hace menos
profundo. Por fin, se aproxima al mar, y sus aguas dulces, resbalando
tranquilas, van á chocar contra las ondas espumosas de agua salada que
se agitan con estruendo continuo. En el choque de los masas líquidas,
el agua del río se mezcla pronto con las olas del inmenso abismo, pero,
aun después de confundida, trabaja todavía. Todas las nubes de barro,
que había arrancado de sus orillas superiores y que tenía aun en
suspensión, son rechazadas por las olas hacia el lecho fluvial; no
pudiendo ir más lejos, se depositan en el fondo y forman así una especie
de baluarte móvil sirviendo de límite temporal entre los dos elementos
en lucha. Aunque depositándose molécula sobre molécula, el banco, que
obstruye la boca del río, no cesa de trasladarse para formarse más
lejos. Empujado por la corriente fluvial, incesantemente aumentado por
nuevos arrastres, el barro es llevado hacia dentro del mar, y poco á
poco la masa entera ha ido progresando.
De siglo en siglo, de año en año, de día en día, ese río que parece
débil ante el poderoso mar, consigue penetrar en él, y hasta se puede
calcular cuánto avanzará en un período dado por la uniformidad de su
marcha. Pues bien, esta victoria del río sobre el océano, es debida á
los mil pequeños arroyuelos y arroyos de las laderas y los montes. Ellos
son los que han roído las paredes de los desfiladeros, los que arrastran
los fragmentos de roca, los que muelen y trituran las piedras, y los que
arrastran la arena y diluyen la arcilla. Ellos son también los que poco
á poco rebajan los continentes para engancharlos hacia el mar en vastas
llanuras en donde tarde ó temprano construirá ciudades y practicará
puertos.
CAPÍTULO XX
Para cada gota marina que corrió en otro tiempo por el arroyo, difiere
la duración del viaje; una, apenas entrada en el océano, es absorbida
por las frondas de una alga marina y sirve para hinchar sus tejidos;
otra es absorbida por un organismo animal; una tercera, retenida por un
cristal de sal, se deposita en una playa arenosa y otra aun se cambia en
vapor y vuela invisible por el espacio. Este es el camino que toma más ó
menos pronto toda molécula acuosa. Libertada por su expansión repentina,
escapa de los lazos que la detenían en la superficie horizontal de los
mares y se levanta en la atmósfera, por donde viaja como viajaba por el
océano, bajo otra forma. El vapor de agua asciende así por toda la masa
aérea, hasta por encima de los ardientes desiertos, donde en cientos de
leguas no corre ni un sólo hilo de agua; sube á los límites extremos
del océano atmosférico, á sesenta kilómetros de altura sobre la
superficie del mar, y, sin duda, una parte de este vapor halla también
camino hacia otros sistemas planetarios porque los bólidos que
atraviesan los cielos estrellados formando flechas luminosas y arrojan
sus chispas sobre el suelo, deben, en cambio, llevarse consigo un poco
de aire húmedo que oxide su superficie.
Capítulos
I.--La fuente
II.--El agua del desierto
III.--El torrente de la montaña
IV.--La gruta
V.--La sima
VI.--El barranco
VII.--Los manantiales del valle
VIII.--Las corrientes y las cascadas
IX.--Las sinuosidades y los remolinos
X.--La inundación
XI.--Las riberas y los islotes
XII.--El paseo
XIII.--El baño
XIV.--La pesca
XV.--El riego
XVI.--El molino y la fábrica
XVII.--La navegación y la armadía
XVIII.--El agua de la ciudad
XIX.--El río
XX.--El ciclo de las aguas
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