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Olga Echeverría
Rosario, 2009
Echeverría, Olga Inés
Las voces del miedo: los intelectuales autoritarios argentinos en las primeras
décadas del siglo XX
1a ed. - Rosario: Prohistoria Ediciones, 2009.
284 p.; 23x16 cm.
ISBN 978-987-1304-35-6
Este libro recibió evaluación académica y su publicación ha sido recomendada por reco-
nocidos especialistas que asesoran a esta editorial en la selección de los materiales.
Impreso en la Argentina
ISBN 978-987-1304-35-6
Índice
Agradecimientos ........................................................................................... 9
Puntos de partida........................................................................................... 11
Primera parte
La experiencia trastocada: la constitución de un pensamiento autoritario
CAPÍTULO I
Leopoldo Lugones. El disruptivo “movimiento” de un hombre
solo y angustiado ......................................................................................... 29
CAPÍTULO II
Carlos Ibarguren. La reacción ante una promesa frustrada ......................... 63
CAPÍTULO III
Los intelectuales católicos hasta 1930.
Entre la apelación moral y las propuestas estético-ideológicas
de base católica ............................................................................................ 95
CAPÍTULO IV
Ante el espejo de la generación del ochenta.
Una generación republicana antidemocrática ............................................... 129
Segunda parte
Anhelos y realidades tras el golpe de Estado de 1930
CAPÍTULO I
Tiempos de intentos y frustración. Leopoldo Lugones y Carlos Ibarguren.
En busca del liderazgo y el proyecto de nación .......................................... 159
CAPÍTULO II
Asumir el fracaso. La ruptura de La Nueva República
con el uriburismo y el “encuentro con el pueblo”.
Entre la decepción y la búsqueda de un espacio político ............................. 193
8 Las voces del miedo
CAPÍTULO III
Asumir el fracaso. La inevitable necesidad de pensar en el pueblo.
Los católicos y Criterio como instrumento cohesionado ............................ 235
Finalmente, quiero expresar que todo este trabajo estuvo custodiado por el recuer-
do permanente y emocionado de Juan Carlos Grosso. Juan Carlos fue el maestro de mis
primeros pasos en la investigación, fue –y es– ejemplo de intelectual tanto como de
hombre de bien. Su partida se vuelve cada día más dolorosa, su ausencia más evidente.
A todos y a todas, sinceramente, ¡gracias!
1 Tesis que fue presentada en el marco del Doctorado Interuniversitario en Historia y aprobada ante un
jurado compuesto por las Doctoras Marta Bonaudo, Dora Barrancos y María Estela Spinelli.
12 Las voces del miedo
que precaria e inestable, los acercaba y les permitía considerarse parte de un colecti-
vo impreciso pero autodesignado portador de “la verdad”. Los unía la certeza de com-
partir una cosmovisión sobre el presente y el futuro del país y de ellos como actores
destacados. El vínculo surgía de una “afinidad ideológica y sentimental”, de una
“estructura del sentir” –según la expresión de Williams5– que con relaciones internas
específicas, entrelazadas y a la vez en tensión, les permitía pensarse como parte de
una experiencia social que todavía se hallaba en proceso. Esa articulación primordial
la obtenían englobando sus intereses (en el sentido más amplio del término) bajo los
abstractos e imprecisos conceptos de nación-nacionalismo, orden y jerarquía (aunque
no significaban lo mismo para todos) que abarcaban idearios complejos con los que
pretendían organizar la política y la sociedad.
El nacionalismo ha tenido un supuesto carácter definitorio en la identidad de la
derecha argentina, no sólo para sus protagonistas sino también para la mayoría de sus
estudiosos. Sin embargo, esta asimilación tan extendida entre derecha y nacionalismo
debe, desde mi perspectiva, ser replanteada ya que el nacionalismo era un elemento,
entre muchos otros, que ayudaba a configurar la identidad de esta tendencia estético-
ideológica, política y cultural en tanto tenía una función importante como denomina-
ción autorreferencial y porque podía ser utilizada como recurso e instrumento senti-
mentalizado destinado a desactivar y deslegitimar conflictos, críticas y acusaciones
provenientes de otras arenas ideológicas y políticas.
De tal modo fue un elemento válido para alcanzar cierta unidad ante la heteroge-
neidad y ante voluntades tan férreamente individualistas. Sirvió como referencia
aglutinante, porque más allá de las diferencias ciertas y notorias, permitía a estos
sujetos pensarse como un nosotros, “los nacionalistas”, que implicaba alusiones
mutuas, contactos públicos y privados e incluso debates que, más allá de las perspec-
tivas muchas veces opuestas y rivales, era legitimante de esa precaria identidad. El
propio concepto “nacionalismo” generó discusiones intensas y ofuscadas, sin embar-
go, claramente se trataba de controversias entre intelectuales que se consideraban
pares hermanados por un parentesco ideológico y político, que formaban parte de un
mismo campo y que establecían combates para alcanzar posiciones dominantes e
imponer sus enfoques individuales al conjunto.
Esto, además, era posible porque compartían una experiencia, en tanto se hallaban
involucrados en un mismo proceso de definición y creación de objetos de interés y
pasión, con deseos similares y necesidades también conllevadas de defenderse de las
angustias presentes. La experiencia, según Peter Gay,6 más que un deseo conciso o
una percepción casual, es una organización de exigencias apasionadas, de modos per-
sistentes de mirar y de realidades objetivas tanto como un encuentro de la mente con
7 RUBIONE, Alfredo En torno al criollismo. Textos y Polémicas, Capítulo, Buenos Aires, 1983, p. 10.
Puntos de partida 15
Arturo Ardao ha ido más allá y sostiene que el modernismo debería encuadrarse en
una problemática mucho mayor, que podría ser pensada como la reacción ante la falta
de respuestas de la ciencia positivista a la situación existencial del hombre.8
En este contexto, en el inicio del siglo XX se publicó un libro señero por su amplia
recepción y por la temprana referencia a cuestiones que más tarde serían puntos cen-
trales del debate político-intelectual. Se trata del Ariel, de José Enrique Rodó que
delineaba y reclamaba una identidad de carácter hispanoamericano y esencialmente
espiritualista, en oposición a la identidad norteamericana entendida como el triunfo
del ánimo práctico. Constituía un llamado a la juventud, suelo generoso para el espi-
ritualismo, para que abrieran sus conciencias a la voluntad de transformación espiri-
tual de un continente que era, en sí mismo, futuro. Sin embargo no se trataba de una
invocación masiva, sino que reclamaba el aislamiento de unos pocos, de aquellos que
se podían ubicar en una “sala de estudio serena” y disponían de un “gusto delicado y
severo”. Pero no se trataba solamente de una demanda al alma individual sino que
también apelaba a la construcción de un ánimo colectivo, un llamado que podría vin-
cularse con el clasicismo, en cuanto compartía la confianza por la capacidad creado-
ra, festiva y civilizadora de la juventud.
La posición intelectual de Rodó, caracterizada por la diversidad de autores y pos-
turas citados con adhesión y sin conflicto, permitía una amplia recepción y ponía en
evidencia el complejo eclecticismo que dominaba en los debates de Latinoamérica,
mientras en Europa el decadentismo se contraponía al vaciamiento espiritual positi-
vista, en la obra de Rodó aparecen mencionados y conviviendo pacíficamente Spen-
cer y Baudelaire. Pero no sólo el modernismo expresaba complejidad. Todo el perío-
do, en términos culturales, implicó, como ha señalado Oscar Terán,9 un compuesto de
teorías y estéticas donde convivía el romanticismo tardío con concepciones católicas
y hasta con algunos presupuestos izquierdistas. Con esto, no se soslayan los matices,
confrontaciones internas y entrecruzamientos externos, pero la delimitación parece
más clara en los centros europeos que en los escritos del uruguayo y de los intelec-
tuales argentinos que se emparentaron estética, intelectual e ideológicamente con él.
Tal vez, el hecho de no estar en el seno de las confrontaciones intelectuales permitía
una ubicación menos restringida a los cánones de una escuela determinada, a lo que
habría que sumar las diferentes circunstancias históricas de ambos continentes: en
Europa se vivía, al menos en ciertos círculos, en el fin de una etapa, mientras en Amé-
rica había una convicción de que todo estaba por hacerse. Quizás por la conciencia de
ello, el esteticismo de Rodó y de otros escritores latinoamericanos no era el de los
10 ROMERO, José Luis El pensamiento político de la derecha latinoamericana, Paidós, Buenos Aires,
1970, p. 120.
11 El regeneracionismo fue un movimiento intelectual de fines del siglo XIX y principios del XX que se
dedicó a analizar las causas de la decadencia española. Costa y otros pensadores que le dieron forma a
esta tendencia entendían que la historia española había sufrido una nefasta desviación hasta construir
una nación frustrada.
Puntos de partida 17
12 Una América que se presentaba como “un mito compensatorio” de las debilidades y de los obstáculos
a superar para lograr la edificación de los distintos proyectos nacionales. TABANERA GARCÍA, Nuria
“El horizonte americano en el imaginario español”, en Estudios Interdisciplinarios de América Latina
y el Caribe, Vol. 8, núm. 2, julio-diciembre de 1992, pp. 69-70.
18 Las voces del miedo
ona de los valores de la tradición y el espíritu del Occidente frente a la amenaza del
Anticristo, encarnado entre otras cosas en el comunismo internacional. La mentalidad
de cruzada inspiró todo este movimiento intelectual y político. Como puede advertir-
se, para estos hispanos-tradicionalistas América no era un estímulo para la moderni-
zación como lo había sido para los liberales regeneracionistas, sino que por el contra-
rio era un objeto de definición nacionalista española, un recuerdo de su grandeza
pasada y un espejo de su propia identidad. América y España, en palabras de Ramiro
de Maeztu, formaban parte de una misma comunidad de hermanos, “…aunque distin-
guía a los hermanos mayores de los menores; porque el español no negó nunca la evi-
dencia de las desigualdades”.
Sin embargo, estos contactos no deben ser pensados unidireccionalmente. Los víncu-
los fueron el resultado de una búsqueda de identidad, de ámbitos de desarrollo y partici-
pación que se daba en ambos continentes y que sólo puede ser entendido en el marco de
la agitada dinámica cultural y política del período. Asimismo, resulta evidente que los
intelectuales hispanistas, más allá de su lugar de nacimiento, se pensaban mutuamente
como esferas culturales conexas y respetables. El período finisecular fue un momento
especialmente brillante en el reconocimiento de las capacidades y potencialidades de las
culturas periféricas. Así, España comenzó a vivir un proceso bifurcado. Por un lado se
prestó especial atención a las manifestaciones artísticas y del pensamiento de las diferen-
tes regiones de la península al tiempo que, por otro lado, comenzó a repararse en los movi-
mientos culturales americanos y establecer ciertos criterios de paternidad sobre ellos.
En América, y en Argentina en particular, algunos pensadores recuperaron tem-
pranamente la tradición española como garantía de orden y respeto a las jerarquías, al
tiempo que apostaban al catolicismo como garante de ese orden e instrumento de dis-
ciplinamiento social. Asimismo, la herencia hispano-católica era pensada como ins-
trumento para limitar la desnaturalización cultural, lingüística e histórica generada
por la inmigración masiva y por el olvido de los valores tradicionales.
Como puede advertirse, los impulsos a la crítica intelectual de la realidad prove-
nían de frentes diversos y no siempre coincidentes. Pero lograron una delicada arti-
culación en un corpus complejo y no exento de contradicciones, en una experiencia
disconforme, en una identidad dispuesta a dar batalla a las transformaciones impues-
tas por la modernidad o algunos de sus efectos.
Resulta interesante que junto a los jóvenes de la elite que no encontraban el lugar
prometido reaccionaran también los miembros de la vieja elite que se sentían despla-
zados por el nuevo orden, quizás se trate en esos casos de la última ofensiva de los
intelectuales gentleman según la acertada definición de David Viñas.13
Estas preocupaciones intelectuales e ideológicas se vieron plasmadas, al menos en
parte y desde los tiempos del Centenario, en una literatura que daba respuesta a la
13 VIÑAS, David Apogeo de la oligarquía, Ediciones Siglo XX, Buenos Aires, 1975.
Puntos de partida 19
necesidad de afianzar una conciencia “nacional” en momentos en los que las clases
dominantes consideraban que su hegemonía política comenzaba a ser sacudida.14 Se
trataba de fundar una literatura argentina que reconociera una tradición nacional, esta-
blecida por la poesía gauchesca o más específicamente aún, por el poema gauchesco
de José Hernández. De ese modo, la lectura y la interpretación que se realizaba del
Martín Fierro no sólo recuperaba, por parte de la crítica, a la obra de Hernández, sino
que además le asignaba el valor de verdadero monumento de la literatura nacional
argentina. Semejante desplazamiento en las valoraciones críticas del libro, que había
sido denostado por los juicios de su época, no resultaba inocente en términos políti-
cos, puesto que esa recuperación de sentido y de valores nacionales iba de la mano,
en el caso de Lugones, de la necesidad de exorcizar la presencia de las masas inmi-
grantes en la escena de la cultura local. Se tendía a excluir a las multitudes de origen
foráneo de su programa y de su espacio de realización. Para ello apelaba a la idea de
que el espíritu del pueblo y el alma de la raza se expresaban naturalmente a través de
los versos gauchescos y que la poesía gauchesca, al igual que las antiguas poesías épi-
cas de Europa, no hacía más que representar el devenir histórico de nuestra naciona-
lidad. Según esa ecuación, podía admitirse sin demasiadas dudas la existencia de una
Nación Argentina y de una Literatura Nacional (circunscripta por razones no sólo lite-
rarias, a la gauchesca), según un vínculo que establecía un orden de prelaciones, de
determinaciones y de causalidad: porque había un sustrato nacional que funcionaba
como origen y causa del vínculo.
Por su parte, la ya evidente crisis del liberalismo internacional se expresaba en la
crítica de ciertos intelectuales y en los movimientos vanguardistas que se considera-
ban a sí mismos como miembros de una elite cultural llamada a provocar desde el arte
una renovación profunda de la sociedad. Personajes como Strindberg y Nietzsche pre-
dicaban ya desde el ocaso del siglo XIX las virtudes del fuerte frente a los necios y
mezquinos demócratas. La crítica se potenciaba, se transformaba y, en muchos casos,
se volvió desazón cuando estalló la Primera Guerra Mundial que, por otra parte, era
también ella resultante de la crisis política de la Europa imperialista. Han sostenido
muchos autores que la Gran Guerra marcó un quiebre imposible de desconocer en la
historia occidental. Luego de la guerra el mundo fue otro, más escéptico.
En el marco de una crisis global, la crisis política se manifestó con particular viru-
lencia en el período de entreguerras. La profunda puesta en cuestión al orden estableci-
do era muy evidente hacia los años 1920, es decir, en un momento en que Europa había
recobrado estabilidad y prosperidad pero que, como ha escrito Halperin Donghi,15
14 Ese proceso se desarrolló en la época del Centenario y estuvo representado por algunos acontecimien-
tos altamente significativos, como la creación de la primera cátedra universitaria de Literatura Argenti-
na que hubo en el país –en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, a cargo
de Ricardo Rojas– o la serie de conferencias que pronunciara Lugones en el teatro Odeón sobre el Mar-
tín Fierro en 1913, que fueron recogidas, ampliadas y editadas en 1916 bajo el título El Payador.
15 HALPERIN DONGHI, Tulio La Argentina y la tormenta del mundo, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003.
20 Las voces del miedo
había dejado de creer que la democracia era un destino. En definitiva, el largo siglo
XIX fue un siglo de optimismo, crecimiento y confianza absoluta en el poder resolu-
tivo del liberalismo y de sus hombres. Pero con la Gran Guerra surgió un mundo dis-
tinto, fundado en transformaciones que se venían produciendo desde un largo tiempo
atrás y que eran resultado de la competencia entre las naciones y los imperios, las ten-
siones internas de cada uno de ellos, el culto a la guerra, por la exacerbación de los
agravios pendientes y por la pérdida del optimismo en la omnipotencia del liberalis-
mo. En este sentido la primera posguerra fue un período de crisis generalizada, eco-
nómica, social, política, cultural y del equilibrio internacional. Pero, sobre todo, pare-
ce haberse expresado como una crisis de conciencia. Y, a partir de ella, la democra-
cia no fue un valor irrefutable. Los principios que venía sustentando el liberalismo
parlamentario ya habían sido cuestionados desde los años previos al desencadena-
miento de la guerra. Después de la guerra el ataque fue fuerte e involucró dos fren-
tes. Desde la izquierda, y con la euforia provocada por la triunfante revolución de
1917, se puso en debate –e hizo entrar en crisis la socialdemocracia– la democracia
burguesa. Desde la derecha, con sus críticas al corrompido sistema liberal, su nacio-
nalismo extremo y sus propuestas de representación orgánica o corporativa, se tendió
a desestabilizar los modelos de representación pluralista.
Esas críticas, que golpeaban muy duramente al sistema de representación y en
definitiva a la legitimidad del régimen, ganaron posiciones cuanto más ineficaces se
evidenciaron los gobiernos y parlamentos en la resolución de la crisis global.
De tal modo, la confluencia de los efectos de la Gran Guerra y la instauración de
la democracia en Argentina y la incorporación de nuevos actores, nuevos protagonis-
tas, nuevas formas de participación que drenaban la centralidad del parlamento y de
las tradicionales estructuras políticas contribuyeron, desde mi punto de vista, al paso
progresivo de movimientos culturales hacia posturas políticas más concretas y pensa-
das como formas de acción. Es decir, de alguna manera fueron impulsadas por la cri-
sis del liberalismo occidental y en Argentina por la irrupción de las clases medias en
la política, la estructura del Estado, las profesiones liberales y las aulas universitarias.
Por lo tanto, la Gran Guerra, pero no sólo ella, fue percibida como la señal más autén-
tica del quiebre de la civilización occidental y un llamado a volver las cosas a su lugar.
En el mismo sentido, la Revolución Rusa de 1917 implicó extendidas consecuencias
políticas y culturales que redefinieron el escenario mundial. Ambos procesos se hicieron
sentir en las conciencias argentinas y se articularon, en el nivel de los dilemas y temores,
con el arribo de Hipólito Yrigoyen a la presidencia. Todos esos sucesos enlazados signi-
ficaron la percepción del fin de una época, de una etapa política, de una forma de domi-
nio y de una experiencia reconocida. Poco después, la Reforma Universitaria y su rápi-
da expansión aportó un nuevo elemento a la evidente transformación no sólo política
sino también cultural. Además, es necesario recordar que todas esas vivencias se asenta-
ban sobre un fondo ya inestable de crisis de la conciencia de la época.
Puntos de partida 21
16 Sigmund Freud publicó en 1930 El malestar de la Cultura y se preguntaba: “¿Qué es eso que los hombres
esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella?”. Sin vacilación respondía: “La Felicidad” para luego
avanzar en las fuentes del sufrimiento, es decir en la incapacidad humana para alcanzar la felicidad. Para
decirlo brevemente, Freud entendía que las pulsiones personales de vida y de muerte –Eros y Thanatos– eran
pulsiones presentes en las sociedades, que creaban instituciones pero también desencadenaban las guerras.
22 Las voces del miedo
entonces, de una perspectiva que pretende analizar las parcialidades pero sin perder
nunca el marco referencial del colectivo.
El interés de este trabajo por abordar los temas que preocupaban a los intelectua-
les autoritarios y la forma en que se acercaron a ellos, tanto como las respuestas que
ensayaron, implica comprender la lógica subyacente en las perspectivas y representa-
ciones y sus efectos en la construcción de las identidades de la derecha jerárquica.
Exige, por lo tanto, un análisis en donde los discursos ocupen un lugar central, pero
atendiendo a la temporalidad y significado de las palabras y la disonancia en las refle-
xiones y diagnósticos con que se expresaron públicamente. Resulta imprescindible,
entonces, rastrear su génesis y su resignificación en el marco del contexto histórico
abordado,17 indagar sus acuerdos y puntos conflictivos, los debates y cruces discur-
sivos en los que participaron tratando de aproximarse a la influencia ejercida por los
mismos sobre las prácticas.18 Como señala Arlette Farge, se ha tratado de realizar una
búsqueda a través de las palabras, del lenguaje, escrutando las pertinencias.19
Asimismo, siempre ha sido una premisa no ceder ante la tentación de darle abso-
luto protagonismo a las producciones mentales, como han hecho las historias de las
ideas más tradicionales,20 y prestar principal atención a la actividad humana –en su
sentido más completo– en este caso productora de las ideas y de las representaciones.
Como resulta de lo expuesto hasta aquí, mi trabajo aborda desde una perspectiva
diferente un proceso que ya ha sido analizado por otros autores. El contraste reside
no sólo en la perspectiva de análisis sino también en la consideración de los aspectos
que confluían en la conformación de la identidad autoritaria.
Tanto los ensayos políticos y testimonios de época como las investigaciones historio-
gráficas publicadas hasta este momento se centran fundamentalmente en el análisis de lo
que sus autores consideran su elemento determinante y caracterizador: el nacionalismo.21
17 Sobre esta cuestión sugiero remitirse a: SKINNER, Quentin “Language and political change”, en
BALL, Terence y FARR, James –editores– Political innovation and conceptual change, CUP, Cambrid-
ge, 1989; POCOCK, John G. A. The Machiavellian moment, Princenton University Press, New Jersey,
1975 y CLAVERO, Bartolomé Tantas personas como estados. Por una antropología política de la His-
toria europea, Tecnos, Madrid, 1986.
18 Sobre la relación entre normatividad y prácticas puede verse CERUTTI, Simona “Normes et practi-
ques”, en LAPETIT, Bernard Les formes de l’experience. Une autre histoire sociales, Albin Michel,
Paris, 1995, p. 134.
19 FARGE, Arlette Le goût de l’archive, Seuil, Paris, 1989.
20 Al respecto puede verse: COLLINI, Stefan “¿Qué es la Historia Intelectual?”, en Debats, núm. 16,
Alfons el Magnànim, 1986.
21 BARBERO, María Inés y DEVOTO, Fernando Los nacionalistas, CEAL, Buenos Aires, 1983; BUCH-
RUCKER, Cristian Nacionalismo y peronismo. La Argentina en la crisis mundial, 1927-1955, Sudame-
ricana, Buenos Aires, 1987; CÁRDENAS, Eduardo y PAYÁ, Carlos El primer nacionalismo argentino,
Peña Lillo, Buenos Aires, 1978, MC GEE DEUTSCH, Sandra Counterrevolution in Argentina, 1900-
1932: The Argentine Patriotic League, University of Nebraska Press, Lincoln, 1986, NAVARRO
GERASSI, Marysa Los Nacionalistas, Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1969; RAPALO, María Ester “La
Iglesia Católica y el autoritarismo político: la revista Criterio, 1928-1931”, en Anuario IEHS, núm. 5,
Tandil, 1990; ROCK, David “Intellectual Precursors of Conservative Nationalism in Argentina, 1900-
Puntos de partida 23
En la mayoría de los trabajos hay un aspecto sobresaliente que gira en torno a las
posibles vinculaciones del “nacionalismo” argentino con el movimiento fascista o al
menos abordan la discusión de potenciales puntos de contacto de ambos fenómenos.
Dentro de esta perspectiva podemos distinguir dos corrientes, Navarro Gerassi, Devo-
to y Zuleta Álvarez relativizan los puntos de contacto entre ambos fenómenos y pri-
vilegian los componentes originarios del “nacionalismo”. Por su parte, Buchrucker
enfatiza dicha relación a la vez que separa a los dos modelos políticos del peronismo.
Pero no es menos cierto, como señalan Béjar y Barletta, que muchos de los traba-
jos sobre “nacionalismo” “…aparecen vinculados con el afán de explicar los orígenes
y la naturaleza del peronismo y con el interés de comprender la militarización del
escenario político”.22 Lo cual lleva, según mi criterio, a perder de vista la dimensión
específica de esta identidad autoritaria23 y, en un punto, reducir a mero espacio pre-
parativo de lo que vendría a una tendencia que, más allá de las concreciones efecti-
vas, contribuyó a la conformación de un ideario, una concepción política e ideológi-
ca en el imaginario social de la Argentina contemporánea.
Igualmente, y más allá de estos comentarios, reconozco que los autores realizan
un aporte interesante y significativo al estudio de tema. Ahora bien, es innegable que
se debe buscar la especificidad del fenómeno apuntando a la complejidad y heteroge-
neidad de la corriente autoritaria argentina sin descuidar, claro está, sus vínculos con
otros movimientos y con un clima de ideas existente en la época. Una perspectiva
similar es la que evidencia Loris Zanatta.24 No puede negarse el importante trabajo
de fuentes que realiza el autor, pero tampoco puede soslayarse que su intento por
explicar el peronismo desde los sucesos de los años previos lo lleva a perder de vista
la propia dimensión y dinámica de la derecha argentina pre-peronismo.
Por su parte, los trabajos de Barbero-Devoto, Fernando Devoto y Cárdenas-Payá
realizan una profunda labor documental que permite eliminar ambigüedades y gene-
ralizaciones habituales en el análisis de este tema. Estas obras son muy útiles para
conocer los orígenes del nacionalismo argentino y por la información documental que
anexan. Asimismo, aportan una visión más compleja del fenómeno atendiendo no
solo a los vínculos internos y externos sino que también dirigen su mirada hacia las
contradicciones interiores. Considero esencial rescatar este elemento y por ello lo
1927”, en Hispanic American Historical Review, 67-2, mayo de 1987; La Argentina autoritaria. Los
nacionalistas, su historia y su influencia en la vida pública, Ariel, Buenos Aires, 1993. DEVOTO, Fer-
nando Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna, Siglo XXI, Buenos Aires,
2002.
22 BARLETTA, Ana María y BÉJAR, María Dolores “Nacionalismos, nacionalistas... ¿un debate historio-
gráfico?”, en Anuario IEHS, núm. 3, Tandil, 1988, p. 357.
23 Sobre la construcción de la identidad puede verse, entre otros, ARFUCH, Leonor –compiladora– Iden-
tidades, sujetos, subjetividades, Prometeo , Buenos Aires, 2005; HALL, Stuart “Who needs identity”
en HALL, Stuart y DU GAY, Paul Questions of cultural identity, Gage, London, 1996.
24 ZANATTA, Loris Del Estado Liberal a la Nación Católica, Iglesia y ejército en los orígenes del pero-
nismo. 1930-1943, Universidad Nacional de Quilmes, 1996.
24 Las voces del miedo
enfatizo en mi trabajo. Por esta razón, no puedo dejar de mencionar que Fernando
Devoto asume al “nacionalismo” argentino como un movimiento complejo y hetero-
géneo y con amplias y variadas manifestaciones. Sin duda, la larga experiencia del
autor, y su considerable formación intelectual, llevan a que su libro implique un abor-
daje muy sugerente, matizado y disparador de muchas reflexiones.
Me he detenido, también, en los trabajos de David Rock. Este autor, en su artícu-
lo “Intellectual Precursors of conservative nationalism in Argentina, 1900-1927”,
enfatiza el impacto producido por la Primera Guerra Mundial y como esta, vinculada
con la compleja situación argentina (a los conflictos de clase se han sumado los
enfrentamientos surgidos a partir de tan caudaloso movimiento inmigratorio), ayudó
al nacimiento de un pensamiento nacionalista, que tuvo más características intelec-
tuales que políticas. Lamentablemente, su último trabajo, La Argentina autoritaria.
Los nacionalistas, su historia y su influencia en la vida pública, aparecido en 1993,
por sus excesivas generalizaciones y su escaso trabajo documental no logra superar
un título ambicioso y provocativo que, en buena medida, constituye una sistematiza-
ción de cuestiones ya trabajadas
Por otro lado, Sandra Mcgee Deustch realiza un muy interesante análisis sobre la orga-
nización y actividades de la Liga Patriótica Argentina que, a criterio de la autora, fue el pri-
mer grupo contrarrevolucionario de la Argentina del siglo XX. Desde su perspectiva, la
Liga Patriótica era una respuesta radical burguesa a los desafíos de una izquierda conside-
rada extranjera, más que como un arma de las clases altas frentes a las clases medias. Este
trabajo resulta interesante porque, por un lado, logra establecer las formas de organización
y los valores de una organización concreta y, por otro, porque indaga en las coincidencias
y divergencias con otros grupos políticos “nacionalistas”. También he trabajado sobre su
libro The Argentine Right. Its History and intellectual Origins, 1910 to the present,25 com-
pilado conjuntamente con Ronald H. Dolkart, donde se presenta una serie de trabajos espe-
cíficos sobre el tema. Si bien el libro pone mucho énfasis en tratar de comprender las cir-
cunstancias que hicieron posible una derecha fuerte en la segunda mitad del siglo XX, hay
un conjunto de artículos que trata el período en cuestión. Así, “Antecedents of the Argen-
tine Right” por David Rock, a través de un artículo con fuertes delimitaciones temáticas,
analiza los orígenes intelectuales de la derecha argentina a la que caracteriza como dogmá-
ticamente contrarrevolucionaria y marcada por un fuerte contenido de clase. Al igual que
en sus trabajos anteriores, el autor remarca el sentido más intelectual que político de esta
tendencia. Por su parte, Mcgee Deutsch, en “The Right under Radicalism, 1916-30”, busca
explicar el accionar de la Liga Patriótica Argentina en términos similares a los de su libro
anterior y sus puntos de contacto y disidencias con otras organizaciones como la Legión de
25 MCGEE DEUTSCH, Sandra y DOLKART, Ronald The Argentine Right, Scholarly Resources Inc.,
Delaware, 1993. Una edición en español, parcialmente diferente, incorpora artículos interesantes como el
de Daniel Lvovich sobre el antisemitismo y el de María Ester Rapalo sobre los vínculos entre empresaria-
do y catolicismo. MC GEE DEUTSCH, Sandra et ál. La derecha Argentina, Vergara, Buenos Aires, 2001.
Puntos de partida 25
Mayo. Dolkart en “The right in the Década Infame” estudia la tensión entre los viejos con-
servadores y la nueva derecha encarnada por los “nacionalistas”, analizando la década de
1930 a partir de la dinámica y debates generados por la derecha, teniendo en cuenta el clima
de ideas generado por los movimientos nazi-fascistas.
Por mi parte, pretendo analizar a cada figura social atendiendo a sus elementos
estructurantes, las identidades construidas, sus discursos y sus propuestas, tanto como su
historicidad, pero sin perder nunca de vista al conjunto. En ese sentido, he realizado un
segundo nivel de análisis que busca poner en evidencia los acuerdos, pero también los
puntos de conflicto y las diferentes posiciones con los que cada uno de ellos fue asumien-
do las transformaciones que mostraba la realidad política, social y cultural de la Argen-
tina y del mundo occidental. Se trata, entonces, de una perspectiva que pretende analizar
las parcialidades pero sin perder nunca el marco referencial del colectivo. Pero, induda-
blemente, mi trabajo se diferencia de todos los anteriormente citados por la importancia
dada a la cuestión intelectual, entendida en un sentido amplio y no sólo por el carácter
profesional de los fundadores de la derecha autoritaria argentina. Todo ello me ha lleva-
do, a la hora de pensar en algunas definiciones, a interpretar a esta tendencia como a una
manifestación plural y multiforme que buscaba fundar propuestas estético ideológicas
organizativas de toda la vida social.
La estructura del libro esta constituida por dos partes y un epílogo. En la primera
parte, que llega hasta las vísperas del golpe de Estado, he presentado a los actores (Leo-
poldo Lugones, Carlos Ibarguren, los hermanos Irazusta y sus colaboradores en la expe-
riencia de La Nueva República y el sector católico autoritario26) haciendo hincapié en las
instancias (públicas, personales y políticas) de definición, las problemáticas abordadas y
las definiciones políticas, estéticas e ideológicas.
La segunda parte aborda las redefiniciones, el “descubrimiento” del pueblo y los
debates internos de esta tendencia emergente, fundamentalmente a partir de la frustra-
ción provocada por el rumbo tomado por el gobierno tras el golpe de Estado y, especial-
mente, por el reconocimiento forzoso de una situación de debilidad en relación con las
otras fuerzas políticas participantes en la asonada cívico-militar. Este período marca la
frustración de estos intelectuales con pretensiones políticas. Pero, al mismo tiempo, y
producto de la urgencia por lograr una inserción efectiva, es una instancia de mayor defi-
nición y de elaboración de representaciones más acabadas. Además, entiendo que pro-
longar el período de análisis más allá de 1932 (fecha límite de muchas de las investiga-
ciones previas) permite comprender, a través del recorrido seguido, la forma de hacer y
entender la política que ellos asumieron, tanto como la autopercepción de sus fuerzas y
capitales políticos. Es decir, que la dinámica de la década de 1930 nos permite aproxi-
marnos a las identidades construidas por estos intelectuales, sus anhelos, sus frustracio-
nes, sus incertidumbres y sus temores.
26 Este último actor ha sido analizado a través de dos tendencias que reflejan una particular vinculación con
la estructura eclesiástica. Por un lado, la revista Criterio, un actor orgánico colectivo de la institución y, por
otro lado, un escritor, Manuel Gálvez, definido por su catolicismo pero con una perspectiva más autónoma
26 Las voces del miedo
E
n 1927 escritores que rondaban los treinta años, encabezados por los hermanos
Julio y Rodolfo Irazusta, Ernesto Palacio y Juan E. Carulla, pusieron en circu-
lación una publicación política que surgía, al parecer, después de una serie de
reuniones entre personas de diferente procedencia que se hallaban conmovidos por la
efervescencia despertada por la segunda elección presidencial de Yrigoyen. Así, el
periódico La Nueva República, cuyo subtítulo era Semanario Nacionalista1 fue la pri-
mera respuesta de esos jóvenes que en el caudillo radical encontraban el enemigo y
el impulso que los aglutinaba y los convocaba a la acción. Según declaraban, el grupo
era heterogéneo y “…los propósitos de unos y otros dispares…”, tanto como que reu-
nía a católicos tradicionales y otros recién llegados a la fe, maurrasianos conservado-
res, radicales antipersonalistas, nacionalistas de actuación flamante y empíricos
puros.2 Entre los nombres que conformaban la variada comunidad figuraban César
Pico, Tomás D. Casares, Lisardo Zía, Mario Lassaga y Alberto Ezcurra Medrano. Ini-
cialmente, fue de la partida un periodista de más edad y reconocida trayectoria,
Roberto de Laferrere, quien sin embargo abandonó el proyecto por disidencias polí-
ticas que quedaban reflejadas en el título del periódico, que un “maurrasiano” orto-
doxo como él no podía aceptar.
Sin duda, Rodolfo Irazusta era el cabecilla principal de la agrupación. Había
nacido en la provincia de Entre Ríos en 1897, en una familia terrateniente. Su
padre, Cándido Irazusta, se había volcado a la actividad política y era un activo
militante –y fundador– de la Unión Cívica Radical de aquella provincia, llegando a
ocupar diversos cargos secundarios: intendente de Gualeguaychú, representante
provincial en las instancias nacionales del radicalismo y jefe de policía de Concep-
ción del Uruguay. Los primeros pasos políticos del primogénito se vincularon con
la actividad política del padre y por ende se desarrollaron en el ámbito de la UCR
entrerriana. Una vez instalado Yrigoyen en el poder, padre e hijo se sumaron a las
filas del radicalismo antiyrigoyenista.
Estuvo vinculado con los ámbitos políticos y literarios porteños desde adolescen-
te ya que buena parte de sus estudios los realizó en la ciudad de Buenos Aires sin lle-
gar a completar una educación superior formal.3 Asumió la militancia con mayor
vehemencia y dedicación que buena parte de sus compañeros de acción y de pensa-
miento. Conrado Nalé Roxlo lo recordaba como un personaje muy serio, adusto, de
figura y palabra impostada que parecía mayor al resto de sus amigos políticos y lite-
rarios contemporáneos. Por esa razón, su entorno lo denominaba “el coronel” en clara
referencia a su sobriedad, pero también a su voluntad de mando.4 Su iniciativa y acti-
tud directiva se reflejaron claramente en la publicación y en la búsqueda de contac-
tos políticos que superaban al estrecho universo de los autodenominados nacionalis-
tas. El liderazgo, al menos en los primeros tiempos de La Nueva República, le corres-
pondió y sólo un poco más tarde lo acompañó en la tarea –y quizás, en parte, se la
disputó– Ernesto Palacio.
Como la mayoría de los jóvenes intelectuales de su entorno socio-económico, rea-
lizó en 1923 un prolongado viaje iniciático a Europa (permaneció allí hasta 1927) y
entabló contactos políticos e intelectuales con escritores franceses, españoles e italia-
nos. Los contactos con el pensamiento de Charles Maurras (y con el propio escritor
según señala Zuleta Álvarez) le dieron cohesión ideológica a su concepción antide-
mocrática que, seguramente, había comenzado a gestarse tímidamente cuando adhi-
rió al antipersonalismo. No se trataba, claro, de una asimilación mecánica de los ide-
arios de la Acción Francesa sino que, como siempre sucede, seleccionó, recortó y rea-
daptó aquellas propuestas que, desde su perspectiva, eran coherentes con su propia
ideología y con la realidad en la que planeaba actuar. De allí que sus especulaciones
se orientaron hacia una versión republicana del “nacionalismo integral” de Maurras.
Su concepción política articulaba contenidos de la Acción Francesa con elementos del
pensamiento clásico y de autores latinos contemporáneos, sobre todo españoles. Es
decir que, como muchos otros, organizó un corpus complejo donde se entrelazaban
varias de las perspectivas analíticas que emergían a partir de la llamada crisis de las
democracias liberales.
Ernesto Palacio había nacido en Buenos Aires en 1900, poseía una profunda for-
mación literaria y un talento especial para la escritura. Había iniciado su trayectoria
intelectual en la revista Martín Fierro, donde la búsqueda de un espacio de desarro-
llo estuvo marcada por una fuerte opción estetizante y antiplebeya. Si bien había obte-
nido el título de abogado, su interés por las cuestiones literarias lo llevaron a mante-
ner un permanente contacto con el círculo de la facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires. Hacia 1925 su participación en la revista citada se hizo
más esporádica, al tiempo que se produjo su murmurada conversión al catolicismo.
Si bien siempre mantuvo una inquietud estética que lo llevó por caminos de cierta
3 Ingresó en la Facultad de Derecho, pero abandonó muy pronto los estudios para dedicarse de lleno a la
actividad política
4 NALÉ ROXLO, Conrado “Borrador de Memorias: un banquete histórico”, en El Mundo, Buenos Aires, 6
de septiembre de 1959, citado por ZULETA ÁLVAREZ, Enrique El nacionalismo argentino, cit., p. 206.
Ante el espejo de la generación del ochenta 131
5 PALACIO, Ernesto “Carta a un poeta joven”, en La inspiración y la gracia, Gleizer, Buenos Aires,
1929, pp. 143-144.
6 En este aspecto Devoto disiente con Zuleta Álvarez por cuanto encuentra que Palacio era coincidente en
algunos aspectos con el pensamiento del fundador de la Acción Francesa, en tanto que Zuleta Álvarez
lo considera un enemigo acérrimo de Maurras.
7 IRAZUSTA, Julio “De la crítica literaria a la historia, a través de la política”, en Boletín de la Acade-
mia Nacional de la Historia, Vol. XLIV, Buenos Aires, 1971, p. 9.
132 Las voces del miedo
Pues bien, estos fueron los principales referentes de este naciente identidad polí-
tica –laxa, multiforme y muchas veces contradictoria– que dio sus primeros pasos a
partir de una publicación, cuyo número inicial apareció el 1º de diciembre de 1927.
Sin embargo, La Nueva República significó mucho más que una revista política, fue
también un intento de articular una experiencia antidemocrática dispuesta a asumir la
forma de una organización.
La identificación generacional del grupo es un aspecto que merece ser subrayado,
ya que ellos mismos calificaron al periódico como “…un órgano generacional…”8 y
resulta evidente que fue la expresión de un grupo de intelectuales que, marcando la
potencialidad de su juventud, buscaban un espacio de inserción no sólo política sino
también intelectual. De tal modo, a lo largo de las páginas de La Nueva República se
encuentran numerosas referencias sobre la cohesión etaria de los integrantes del
grupo, sobre la misión de la juventud argentina “llamada” a superar los errores polí-
ticos de las generaciones pasadas y sobre el papel que les cabía a los “mejores jóve-
nes del país” en la renovación estética-intelectual.
La Nueva República se presentaba a la sociedad como una propuesta generacio-
nal que aseguraba tener un diagnóstico claro sobre la situación del país y los instru-
mentos ideológicos que hicieran posible esa transformación que juzgaban “…urgen-
te y necesaria…”. Así, y no sin ambigüedades y contradicciones, se pararon frente al
espejo de la “generación organizadora” reconociendo el “…genio político y el buen
sentido superior de quienes realizaron la organización del país, no obstante los erro-
res intelectuales que profesaban…”.9
¿Cuáles eran esos errores que achacaban a la generación del ochenta? Sin dema-
siado énfasis señalaban los inconvenientes producidos por las políticas secularizado-
ras. Con más contundencia subrayaban la incapacidad de los gobiernos liberales pre-
existentes en advertir que muchos elementos “no controlados” derivaban fatalmente
en el caos. Así, lejos de ser originales, achacaban al liberalismo el surgimiento de
movimientos revolucionarios, la excesiva tolerancia hacia las manifestaciones “vio-
lentas” del proletariado –fuertemente influenciada por aquellas ideologías de izquier-
da– y la sanción de la reforma electoral en 1912 que había abierto las puertas a la par-
ticipación desmedida de las masas. Pero las críticas al liberalismo argentino en tanto
sistema político no iban más allá. Ya que, como puede verse a lo largo de las páginas
de la publicación, no pretendían ni impulsaban un cambio de las instituciones o la
invalidación completa de la Constitución. Muy por el contrario, insistían en la nece-
sidad de volver a la vida republicana y en la necesidad de consolidar el orden políti-
co y jurídico que establecía la Carta de 1853. Las instituciones prescriptas por los
organizadores de la nación gozaban, según el programa neorrepublicano, de una “rara
13 MCGEE DEUTSCH, Sandra Counterrevolution in Argentina, 1900-1932. The Argentine Patriotic Lea-
gue, University of Nebraska, Lincoln, 1986, p. 190.
14 En las críticas que realizaban a Hipólito Yrigoyen no se diferenciaban en esencia, aunque sí en estilo, con
las injurias y afrentas que publicaba insistentemente La Fronda. Sin embargo, entre ambas publicaciones se
encontraba, al menos hasta 1929, una diferencia concreta, ya que el periódico de Pancho Uriburu no rene-
gaba aún de la democracia misma, pero sostenía que la Ley Sáenz Peña había sido apresurada dada la incul-
tura política de los votantes. Sin duda, los neorrepublicanos encarnaban, en este sentido, una postura más
radicalizada –al tiempo que argumentada con mayor precisión– que otros grupos “reaccionarios”. Para un
análisis más profundo del diario La Fronda, puede verse TATO, María Inés Viento de Fronda, Siglo XXI,
Buenos Aires, 2004.
15 Esta postura era coincidente con las bases “maurrasianas” que admitían que ciertas formas democráti-
cas podían ser viables en espacios menores, con dimensiones más reducidas.
16 Por este período, los neorrepublicanos se mostraban seducidos por una dictadura como régimen excep-
cional y de transición que reorganizara el sistema político y ordenara a la sociedad. La rehabilitación de
la democracia sería, según entiendo, un resultado de la frustración del “proyecto revolucionario” del
treinta. Me explayaré sobre esto en el capítulo correspondiente de la segunda parte.
17 Cuestión que evidenciaba la pluralidad de esta naciente identidad autoritaria “neorrepublicana”.
18 PICO, César “Inteligencia y Revolución”, en La Nueva República, 28 de diciembre de 1927, p. 1.
Ante el espejo de la generación del ochenta 135
19 PICO, César “El problema de Oriente y Occidente”, en La Nación, domingo 25 de diciembre de 1927.
20 PICO, César “Inteligencia y revolución”, en La Nueva República, 1º de enero de 1928, p. 1.
21 PICO, César “El problema de Oriente y Occidente”, en La Nación, 25 de diciembre de 1927. Reflexio-
nes del mismo orden publicó en la revista Criterio.
136 Las voces del miedo
que atendían a las que llamadas obras de arte, sino también en las concepciones más
generales de la vida y el pensamiento. La filosofía estética del liberalismo y, aun más,
la concepción estética de la izquierda fueron juzgadas como contradictorias y vacilan-
tes. Por el contrario, su propia filosofía se asentaba en la certeza acrítica de la estabi-
lidad de la categoría de lo estético en tanto era considerado como el resultado “…del
orden y la primacía de valores espirituales…” inmutables y trascendentes. La retórica
estética de los neorrepublicanos operaba entonces como una verdad absoluta, ideolo-
gizada y defensiva, una estética de la “purificación”, que debía hacer frente a una cos-
mología fundada en lo instintivo, lo sentimental, que relegaba “…los elementos reales
de la belleza…” y que, insisto sobre todo para Pico y Casares, era desenlace obligado
de la ruptura religiosa que había iniciado Lutero y del quebrantamiento metafísico de
Descartes.
El universo filosófico de la modernidad se sustentaba, según señalaban, en un
vacío intelectual que apostaba a lo material y al poder de una sugestión sentimental y
colectiva. Así concebida, su ideología estética asumía una concepción objetivista, que
subrayaba sus componentes representativos y objetivos (al tiempo que subordinaba,
o quizás más claramente descalificaba, lo subjetivo), capaces de apelar al conjunto
social poniendo como criterio de valor el carácter supuestamente universal y superior
de su filosofía realista, greco-latina y católica. Lo bello se identificaba con lo consi-
derado bueno; la belleza se asentaba entonces no tanto en la ética, como en los rigo-
res de la moral católica, como resultado de un orden social, político y, por supuesto,
compositivo y simbólico. En definitiva la estética, en tanto perfección, sólo era inhe-
rente a Dios. Para los hermanos Irazusta, cuyo catolicismo era más laxo, la belleza
era también pragmatismo y reflejo de la superioridad de algunos sobre las mayorías.
Sin embargo, también ellos adherían a esa concepción estética de raíz católica. Tal
vez podría pensarse que la densidad y solidez del pensamiento filosófico del catoli-
cismo brindaba un argumento seguro, estable y consolidado a un pensamiento aun
inmaduro y víctima de una profunda perturbación e incertidumbre.
La ideología estética era, entonces, “adecuada” al rol que el sistema filosófico e
ideológico propuesto le reclamaba. Éste se sustentaba en un principio trascendental,
sublime e inapelable. En cambio, como queda dicho, la estética democratizadora
implicaba una “apoteosis de la improvisación y la incultura”,22 denotaba un abando-
no del culto a lo bello y su sustitución por una apología de la civilización técnica y
aplicada, lo cual obedecía a una inversión del predominio del espíritu sobre la mate-
ria. De este modo, el desorden contemporáneo no era otra cosa que una desviación en
el orden gnoseológico y criteriológico: “…el subjetivismo reemplazando al objetivis-
mo, el parecer predominando sobre el ser…”.23
24 En los primeros años de la publicación, hasta 1930, gustaban definirse como “reaccionarios”.
25 PALACIO, Ernesto “Nacionalismo y democracia”, en La Nueva República, 5 de mayo de 1928, p. 1.
138 Las voces del miedo
De tal manera, la nación era entendida como una construcción o una recreación
que debía realizarse de acuerdo con intereses “superiores” y a partir de un colectivo
definido ideológicamente (y esto incluía los enunciados étnicos, culturales y religio-
sos) con existencia “objetiva” y legitimación histórica. El nacionalismo, así entendi-
do, implicaba una propuesta de identidad colectiva férreamente jerarquizada en lo
social y por lo tanto minoritaria en los niveles dirigenciales. Se tendía a la cimenta-
ción de un gobierno excluyente y, en algún sentido, asentado en discursos e identida-
des políticas pre-modernas o incluso pre-políticas. La prosecución de ese proyecto,
llamado nacionalista, se realizaba mediante métodos de agitación y propaganda
socio-política y cultural, que pretendían difundir –quizás sea más pertinente decir
imponer– la conciencia “nacional”, es decir su proyecto político. Pero se trataba de
una propuesta amplia y por lo mismo fundante, es decir, que no se reducía exclusiva-
mente a la dimensión política más estricta o evidente, sino que buscaba extenderse a
otras esferas sociales, a través de organizaciones e iniciativas culturales que pudieran
hacer frente –iluminar– a la “…desorientación espiritual que no permite ver el des-
quiciamiento del estado…”.30
Considero que buena parte de este exhorto nacionalista pudo haber estado moti-
vado por una frustración relativa. Es decir, desarrollada a partir de la conciencia de
un grupo de intelectuales, con orígenes y trayectorias comunes, que experimentaba
la insatisfacción de sus expectativas (no sólo en términos personales e inmediatas,
sino también sociales, ideológicas y políticas). De tal manera, la proclama neorre-
publicana partió de un uso instrumental del concepto de nación: una demanda al
conjunto de la sociedad para mejor defender y tratar de imponer sus proyectos y rei-
vindicaciones. En este sentido, este movimiento podría encuadrarse –adscripción
que debe realizarse en términos muy laxos– en el modelo teórico desarrollado por
A. D. Smith que se asienta en la valoración de la intelectualidad (usando el térmi-
no en un sentido amplio y abarcativo) como promotora de movimientos nacionalis-
tas y así constituir un resguardo ante las formas que asumía el desarrollo del cien-
tificismo moderno y el temor a la pérdida de sus privilegios, pero también como
medio para situarse como clase dirigente.31
Asimismo, como sostiene Xosé M. Núñez Seixas, un contexto de cambio y
disolución de un orden social y político contribuía favorablemente al surgimiento
de este tipo de movimientos autodenominados nacionalistas. Para su desarrollo era
condición necesaria –aunque no suficiente– que las posiciones de algunos grupos
se vieran amenazadas o marginadas o que al menos así fueran percibidaa.32 Es
decir, que se trataba de realizar una operación por la cual un núcleo de intereses
comunes, pero restringidos a un grupo, se aceptaran como intereses colectivos.
33 HROCH, Miroslav Social preconditions for national revival in Europe, Cambridge, UK, 1985.
34 Sobre este tema puede verse el sugerente libro de KERTZER, David I. Riti e simboli del potere, Later-
za, Roma-Bari, 1989 [Ritual, Politics, and Power, Yale University Press, New Haven and London,
1988].
Ante el espejo de la generación del ochenta 141
ración de que tal como estaban funcionando la sociedad y la política no podría desarro-
llarse como pretendía y como la experiencia de las generaciones pasadas le había pro-
metido. Quizás, por eso mismo, lo que desde una perspectiva política podría pensarse
como un fracaso, desde una representación intelectual puede ser considerado como un
éxito. Si en algún campo Julio Irazusta alcanzó reconocimiento y alguna influencia, ese
fue el intelectual. Y a diferencia de lo que han supuesto otros estudios, conjeturo que
ese era el plano en el que Julio Irazusta ambicionó realizarse. Lo cual no implicaba un
desinterés por la política. Por el contrario, para él la actividad intelectual era esencial,
aunque subordinada, a la acción de gobierno.
Por otro lado, su pragmatismo manifiesto lo llevó a atender las circunstancias par-
ticulares y a sostener que las formas de gobierno debían ser respuesta a dichas even-
tualidades y que, por lo tanto, no podían establecerse con modelos prefijados de ante-
mano. Un buen gobierno, según Irazusta, podía durar cinco o seis años o décadas,
siempre y cuando se apartara del “totalitarismo democrático” y purgara los excesos
del liberalismo. En este sentido, las páginas de La Nueva República mostraban la con-
fianza expresada en torno a las ventajas de un gobierno personalista, que además con-
sideraban fuertemente arraigado en la tradición nacional.40 Para Irazusta, el gobierno
era mando y este era más eficiente si era unitario, concentrado en una sola persona.
Su preocupación por las formas de gobierno y su convencimiento de que estas debí-
an ser resultado de un análisis detallado y preciso de las circunstancias específicas de
cada nación, lo llevó a decir que las mismas debían ser producto de la experiencia his-
tórica de las naciones. Así, por ejemplo, la historia demostraba que la mayoría de los
pueblos no estaban capacitados para el autogobierno, por lo tanto, la democracia no
podía ser pensada como una solución política de validez universal, sino muy restringi-
da. De tal modo, salió a buscar enseñanzas en cuanto a modos de gobierno a través del
estudio de la historia. La historiografía se volvió entonces el instrumento primario de su
acción política. Y en este sentido entiendo que él observaba su práctica política y lo
hacía distanciarse de la definición de ideólogo que había elaborado. La historia era para
Julio Irazusta una vocación forzada por el presente (recuérdese el subtítulo de sus
memorias: “historia de un historiador a la fuerza”). Pensaba a la historia como presen-
te. Por lo tanto, el estudio de la historia era una forma de hacer política, una práctica
indispensable para el ejercicio político. La historia no era percibida como simple espe-
culación, era análisis, elaboración y sostén de la decisión política.
ra defensiva y más tarde a conformar, según expresé en el capítulo anterior, una polí-
tica ofensiva. Pero más allá de las propuestas institucionales, la religión entendida
como instrumento de obediencia ocupó un importante espacio en las definiciones y
en los rasgos identitarios de los nacientes grupos antidemocráticos. En este orden, los
jóvenes neorrepublicanos, con vínculos ciertos, aunque no exentos de tensiones, con
la jerarquía eclesiástica, apostaron al catolicismo por su costado disciplinador y
defensor de las jerarquías naturales.
Ante el estado de las cosas, que calificaban como caótica y generadora de perver-
siones tales como la pornografía,41 sostenían que solo quedaba “reaccionar”. La cri-
sis era entendida fundamentalmente como espiritual, por lo tanto la solución también
debía buscarse desde el plano de la moral. Los referentes más claramente vinculados
con la Iglesia como Tomás Casares afirmaban que: “La solución política no puede ser
distinta de la solución moral; más aún deberá subordinársele…”.42
Sin duda, tanto Casares como Pico se encontraban cercanos a las posturas del inte-
grismo católico, es decir, concebían que todos los aspectos de la vida política y social
debían ser planteados y concretados sobre la base de principios inmutables de la doc-
trina católica. Esta tendencia había alcanzado posiciones de mayor poder durante el
papado de Pío X y era una respuesta a la creciente influencia política e intelectual de
las ideologías de izquierda. Ante las “debilidades” del Papa Pío XI los integristas se
habían acercado en Francia a la Action Française43 y repudiaban las manifestaciones
del “modernismo religioso”44 que en lo político se expresaba a través de la Democra-
cia Cristiana. El integrismo y sus aliados proponían una vuelta al rigor moral y reli-
gioso contra toda debilidad y laxitud del pensamiento católico.
Sin embargo, “maurrasianos” al fin, la mayoría de los miembros del grupo que
comandaba Rodolfo Irazusta sostenía que la política era lo primero y con esa lógica
asumieron a la religión como un criterio utilitario. De allí, el importante papel asig-
nado a la religión y a la Iglesia en la imposición y sostenimiento de un modelo social
jerárquico y autoritario.45 Los editores de La Nueva República, como la mayor parte
41 Al respecto, en el segundo número del periódico, Juan E Carulla, confeso admirador de la Acción Fran-
cesa de Charles Maurras, advertía sobre la relación de la democracia y la pornografía diciendo que:
“…sería un adelanto más de para el haber de la democracia de este comienzo de siglo [...] tal fenóme-
no es en gran parte una consecuencia de las doctrinas naturalistas y de los ideales de democracia abso-
luta del ‘siglo estúpido’. [...] conviene hacer notar que este proceso de degeneración intelectual fue
simultáneo con la consagración del sufragio universal y demás pamplinas finiseculares”. La Nueva
República, 15 de diciembre de 1927, p. 1.
42 CASARES, Tomás La Nueva República, 15 de enero de 1928, p. 2.
43 El distanciamiento entre estos grupos se produjo con la condena a la Acción Francesa y la excomunión
de Maurras en 1926. Sin embargo, más allá de las rupturas políticas, los continuó uniendo una concep-
ción ideológica común.
44 El modernismo religioso se desarrolló desde fines del siglo XIX y en los primeros tiempos del siglo XX
e involucró tanto a religiosos como a laicos que aspiraban a reformar el fondo doctrinario del catolicis-
mo y asimilar los avances de la ciencia moderna y las nacientes manifestaciones sociales de masas.
144 Las voces del miedo
45 Juan de Balmés (1810-1848) sostenía que no es la política la que salva la religión, sino que es la reli-
gión la encargada de salvar a la política. Un análisis de este tema se puede encontrar en HERMES, Guy
Los católicos en la España franquista, Siglo XXI, Madrid, 1985, Tomo 1, p. 87.
46 Ernesto Palacio en su Historia de la Argentina mencionaba los estrechos contactos que existían entre los
editores de La Nueva República, Criterio y La Fronda. Consideraba que se daba por el momento un inte-
resante resurgimiento de la intelectualidad católica y la necesidad que tenían todas estas publicaciones
y grupos de hacerle frente al diario Crítica que, según Palacio, “…estaba siempre en el otro bando…”.
47 CASARES, Tomás “Política y moral”, en La Nueva República, 15 de enero de 1928. p. 2.
48 “Nuestro Programa”, en La Nueva República, 1 de diciembre de 1927, p. 1.
49 La Nueva República, 5 de mayo de 1928, p. 1.
Ante el espejo de la generación del ochenta 145
mo. Por ello era imprescindible inculcar a los jóvenes el respeto por los valores y nor-
mas de la Iglesia “…en problemas como el de la libertad de enseñanza y el divorcio,
para los cuales ella tiene solución conocida.”
Ciertamente el peligro de la desintegración de los valores tradicionales de la fami-
lia cristiana era un tema que preocupaba a estos jóvenes elitistas, pues consideraban
que era el germen de la desintegración social y del irrespeto a las jerarquías. Así, por
ejemplo, muy preocupados por aspectos no sólo espirituales sino también “muy terre-
nales” reaccionaron con fuerza contra el régimen de herencia, que calificaron como
“exageradamente igualitario” y con la política (según ellos demagógica) de aumentar
los impuestos a los sucesores. Aparecía allí, y de manera explícita el carácter conser-
vador de su propuesta.
siva (por influencia del radicalismo y por la paulatina incorporación de los idearios
de izquierda) politización de la vida académica. Las universidades, sostenían, a tra-
vés de los sofismas del romanticismo y la Revolución Francesa, habían emponzoña-
do “…toda la actividad pensante de varias generaciones argentinas…” y obstaculiza-
do el crecimiento político del país. Ello había llevado a la apoteosis de la improvisa-
ción y la incultura y los estragos de la escuela laica y el sectarismo de la enseñanza
universitaria, unido a la prédica disolvente de los partidos avanzados y a la propagan-
da de la prensa populachera, contribuían a temer por el futuro del país. Por lo tanto,
decían, les correspondía iniciar “…la contrarrevolución en los espíritus…” comen-
zando por “…la destrucción paulatina de los sofismas democráticos y liberales con
que se envenena a nuestra juventud desde la cátedra, el periódico y el libro...”.52
En ese orden atacaban duramente a la figura de José Ingenieros, “…una perso-
na indeseable y funesta…”. Sobre todo por lo que llamaban su carácter “agitador”
y por la enorme influencia que había alcanzado en los ámbitos estudiantiles y cul-
turales del país. No hubo mala causa, decían, que no lo hubiera contado en su
defensa. El “apóstol” del desorden, como pensador –continuaban señalando– no
había hecho más que vulgarizar copiosamente los peores sofismas del siglo XIX,
“…poniéndolos al alcance de las más torpes inteligencias…”. Pero, se lamentaban,
lo más peligroso era su permanencia como referente de las nuevas generaciones.53
A través de Ingenieros y de otros escritores vinculados con el socialismo, manifes-
taban una de sus contradicciones más arraigadas: la caracterización del “izquierdis-
mo” como un pensamiento anacrónico, “un dinosaurio” y sin capacidad de movili-
zar a la sociedad pero al que, por otro lado, no podían dejar de temerle y de reco-
nocerle influencia y, en algunos casos, incluso méritos intelectuales. Esto fue par-
ticularmente evidente en las referencias a Juan B. Justo, a quien reconocían el
dominio de la argumentación y dotes intelectuales nada despreciables, aunque
puestas al servicio del error materialista y no al de la verdad, “…así se explican los
estragos de su acción entre universitarios semicultos y plebe analfabeta (tanto da
una cosa como la otra). [...] Algunos estudiantes universitarios, casi todos de origen
judío ceden al contagio que amenaza con hacerse general…”.54
La alusión de Tomás Casares a los estudiantes de origen judío, constituye una de
las no muy abundantes referencias de La Nueva República hacia la colectividad
hebrea. Aunque es reveladora del incipiente antisemitismo que los católicos integris-
tas aportaron a La Nueva República, señalaba, en mi opinión, un prejuicio ideológico
más que una consideración esencialmente racista.55 De un modo u otro, el tema cen-
tral era, en este caso y algunos otros, desprestigiar las ideas socialistas pues represen-
taban una amenaza cierta, aunque se la pretendiera “exorcizar” a través de su negación.
Es decir, que no sólo les inquietaba la masificación de la educación, sino que también
era considerado un problema fundamental las ideas que circulaban por los ámbitos
académicos y la presencia de maestros y profesores socialistas y anarquistas.
Todas estas consideraciones y cosmovisiones estaban enmarcadas en un incipien-
te debate que giraba en torno al lugar que debía ocupar la cultura en un mundo en cri-
sis. Desde las distintas perspectivas surgían interrogantes y respuestas vinculadas con
la incipiente masificación cultural. Obviamente, también se discutía sobre el lugar
que debía ocupar el tradicional portador de la cultura, el intelectual. Todos los secto-
res opinaban, todos tenían propuestas. Así, los sectores que consideraban representar
los valores “superiores”, entre ellos los jóvenes neorrepublicanos, abordaron el tema
de la cultura y la intelectualidad desde un punto de vista esencialmente elitista, opo-
niéndose a la masificación de los estudios universitarios. Sostenían que sólo los socia-
listas podían satisfacerse con la proletarización y democratización de la Universi-
dad,56 al tiempo que remarcaron los efectos perturbadores de la reforma universitaria
de 1918. Carlos Ibarguren desde sus cátedras, los católicos desde Criterio y ciertos
intelectuales y periodistas desde La Nueva República y La Fronda fueron claros y
contundentes, consideraban que buena parte de los problemas que aquejaban a la uni-
versidad era resultado de la Reforma de 1918, en la medida en que la introducción de
las prácticas electivas conducía a la destrucción de las jerarquías y tenían efectos
corruptores entre los jóvenes que se formaban en esos principios, como “…entre per-
sonalidades ya formadas como los que integran las academias y cuerpos colegiados
de toda especie, por selectos que sean…”. Esas prácticas, insistían, sólo podían cau-
sar estragos inevitables y se reproducirían como hongos en la tierra húmeda.
Por un lado, estos intelectuales autoritarios consideraban a los estudiantes-militan-
tes de la FUA como “peligrosos agentes subversivos”;57 y por otro lado, paradójica-
mente, juzgaban a esos mismos jóvenes universitarios como personalidades débiles e
influenciables. Les preocupaban los jóvenes que no descendían de familias privilegia-
das, que no tenían “una buena educación familiar” pero comenzaban a ocupar los espa-
cios que tradicionalmente habían estado en poder de una elite intelectual de apellidos
prestigiosos. Sin embargo, la inquietud era más extendida, porque eran concientes de
55 Por su parte, María Ester Rapalo, analizando la revista Criterio, señala que el término judío –por juego
de equivalencias– pasó a definir el enemigo de clase y una concepción conspirativa de la historia.
RAPALO, María Ester “La Iglesia católica argentina…”, cit., p. 66. Sobre la presencia de la cuestión
judía en la derecha argentina puede verse: LVOVICH, Daniel Nacionalismo y antisemitismo en la
Argentina, Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 2003.
56 Artículo de Julio Irazusta referido a la postura de Alfredo Palacios con respecto a las universidades. La
Nueva República, 14 de abril de 1928, p. 3.
57 CIRIA, Alberto y SANGUINETTI, Horacio La reforma Universitaria, CEAL, Buenos Aires, 1983, p. 81.
148 Las voces del miedo
que la difusión de las ideas socialistas en los ámbitos superiores de la educación impli-
caba un riesgo aun mayor, ya que también podía encontrar cabida en las mentes “débi-
les e influenciables” de jóvenes pertenecientes a las familias acomodadas.
Obviamente, las apreciaciones que realizaron sobre el mundo de la cultura y la edu-
cación estuvieron en un todo de acuerdo con el conservadurismo manifiesto en otros
campos de la vida: “...la cultura implica continuidad [...] la cultura significa tradición
[...] la cultura exige el predominio de la inteligencia [...] inteligencia disciplinada”.58
Como se advierte, disponían de una clara conciencia sobre el lugar que debían ocu-
par los intelectuales en la configuración de un nuevo proyecto de nación. Jorge A. War-
ley afirma que frente al avance de las ideas nacionalistas y de derecha hubo un punto de
intersección básico entre las revistas liberales y las de izquierda que consistía en la pre-
servación del espacio de la inteligencia, ligado a la concepción del nuevo tipo de intelec-
tual que se proclamaba.59 Esto demostraría la importancia que iban ganando estas expre-
siones en la dinámica del campo intelectual argentino y las luchas, que se consideraban
fundamentales, por alcanzar una posición dominante dentro del campo.
Publicaciones como La Nueva República o Criterio se habían convertido en
medios privilegiados de propaganda de los sectores antidemocráticos, pero además
habían alcanzado ya un grado de legitimidad que las empezaba a volver competi-
doras significativas para los que ocupaban las posiciones dominantes en el univer-
so cultural porteño.
“Organicemos la contrarrevolución”
Quizás impulsados por sus propias necesidades de reafirmación y de legitimación
como propuesta radicalmente opuesta al orden vigente, estos jóvenes escritores ape-
laron, al momento de fundamentar su llamado político, a un discurso mucho más dis-
ruptivo que el que exigía su identidad y las perspectivas de sus propuestas. Así, decí-
an “reaccionar” contra las vacías ideologías democráticas y liberales y con un lengua-
je muy típico de aquellos tiempos modernos, utilizando incluso un discurso biologis-
ta. Ernesto Palacio por ejemplo, denunciaba a la demagogia como el elemento desor-
ganizador de un cuerpo social armónico al que era necesario rescatar, pues:
“La infección demagógica conspira hoy más fuertemente que nunca
contra la salud de nuestro organismo social y se propaga de tal modo
que apenas queda institución en el país completamente libre de conta-
gio. [...] Frente a esta vasta conspiración de fuerzas enemigas debe-
mos emprender sin demora una labor constante y metódica, en nom-
bre de la salvación nacional. [...] La tarea que nos incumbe tiene un
doble aspecto. Uno puramente intelectual, que consistirá en la destruc-
58 PALACIO, Ernesto “La cultura frente a la universidad” (comentario al libro de C. Sánchez Viamonte),
en La Nueva República, 21 de abril de 1928. El destacado es mío.
59 WARLEY, Jorge A. Vida cultural e intelectuales en la década de 1930, CEAL, Buenos Aires, 1986, p. 35.
Ante el espejo de la generación del ochenta 149
sentaba batalla, desde sus mismos inicios, a los sectores dirigentes del liberal-conser-
vadurismo, es decir, se integraba al conflicto interno de las clases dominantes, hacien-
do referencia a la lucha clasista con el proletariado, como un mal relativamente menor
derivado del fracaso del sistema demoliberal. Consideraban, en definitiva, que el
socialismo no era más que “…el partido extremo de la democracia…”, pero el verda-
dero problema, el más urgente, se encontraba en la ideología democrática vigente, ya
que ella implicaba:
“…en el orden especulativo, desconocimiento de las jerarquías espi-
rituales. Significa una defección de la inteligencia ante el sentimien-
to o la experiencia sensible [...] El romanticismo político, a su vez,
significa desconocimiento de las jerarquías naturales. Su expresión
categórica es el dogma de la soberanía del pueblo, frente a casi todos
los errores doctrinarios que hacen del siglo pasado uno de los más
funestos en la historia del pensamiento universal. [...] Negación de
la jerarquía sobrenatural de la Iglesia de Cristo, negación de la jerar-
quía natural del Estado. Predominio del arbitrio individual y de la
sensibilidad revolucionaria.”65
Una vez superada la democracia, el socialismo caería por la falta de un orden que le
permitiera su desarrollo. En el mismo sentido y sin otorgarle ninguna peligrosidad,
Ernesto Palacio también despidió al socialismo,66 considerando que “…muerto el
doctor Juan B. Justo. Ha muerto con él, el socialismo argentino…”. A diferencia de
los sectores católicos orgánicos que paulatinamente iban mostrando mayor preocupa-
ción por el fenómeno izquierdista, para este dirigente neorrepublicano era innegable
el fracaso ruidoso de la ideología socialista, fracaso no solo nacional sino mundial.67
Asimismo, es interesante señalar que en ningún momento expresaron preocupación
ni atendieron a la experiencia anarquista. Todo parecería indicar que no les interesa-
ba o quizás no podían advertir una expresión política que se manejaba más allá de los
juegos del electoralismo. Seguramente, el Estado autoritario que anhelaban dispon-
dría de herramientas que permitiera eliminar a esos movimientos y tendencias verda-
deramente antisistémicas.
La gran preocupación, el objetivo más inmediato, el elemento unificador, era no
permitir una segunda presidencia del viejo caudillo radical. Yrigoyen aún no había
asumido su segunda presidencia, pero los jóvenes de La Nueva República y los
otros escritores afines estaban trabajando para destituirlo. La conspiración estaba
en marcha. Desde 1928, con Yrigoyen nuevamente en el gobierno, se advirtió una
clara intención del grupo de La Nueva República y sus aliados de intervenir más fir-
67 PALACIO, Ernesto “La muerte de Juan B. Justo, mitología”, en La Nueva República, 15 de enero de
1928, p. 3.
68 IRAZUSTA, Julio El pensamiento político…, cit., p. 179.
152 Las voces del miedo
Republicana que, según sus protagonistas desarrollaba una intensa actividad callejera,
elaboró un programa de acción para enfrentar lo que consideraba una corrupción polí-
tica intolerable. Se autodefinieron como una milicia voluntaria para luchar contra los
enemigos interiores del país y “…resistir mediante la prédica oral y escrita, a la acción
directa según los casos, al predominio de la política demagógica…”. Afirmaban que
dicha acción era reclamada por la sociedad e impuesta por la ausencia de todo progra-
ma orgánico de gobierno que consultara las necesidades nacionales; por la subordina-
ción de los gobernantes a las exigencias de los comités; por la complicidad del Poder
Ejecutivo en la promoción de los conflictos obreros y la adulación de las muchedum-
bres, cuya tendencia instintiva al desorden estimulaba al presidente Yrigoyen.74
El espíritu de la proclama fue de denuncia a los males supuestamente inherentes
al sistema democrático. Pero fueron más allá y elaboraron un plan de acción que per-
mitiera ir organizando y extendiendo la conspiración: disposición de un servicio de
inteligencia, comisiones de prensa y propaganda callejera y finalmente la formación
de milicias armadas. Sus líderes eran: Rodolfo Irazusta, Juan Emiliano Carulla y su
fundador Roberto de Laferrere. Sin embargo, la Liga no tuvo larga vida y los avata-
res de las elecciones legislativas de 1930 perturbaron y desacreditaron a la naciente
organización. Según sus propios protagonistas, la importancia alcanzada por la orga-
nización no era menor, lo cual implicó que muchos opositores al gobierno comenza-
ran a disputarse el apoyo de la Liga Republicana. El acercamiento más profundo se
dio con los disidentes socialistas, que ya contaban con el apoyo del Partido Conser-
vador. El sector que lideraba Rodolfo Irazusta propuso integrar conjuntamente las lis-
tas de candidatos o incluso ir más allá y presentar candidatos de gran peso político
como Manuel Carlés y Leopoldo Lugones. Esta propuesta fracasó y el director de La
Nueva República abandonó el triunvirato dirigente y la Liga misma. Los otros “neo-
rrepublicanos” siguieron sus pasos, alejándose definitivamente del juego electoral.
A pesar de la ausencia de La Nueva República, durante estos meses, la campa-
ña de agitación de los Irazusta tuvo un costado periodístico a través de su colabo-
ración con La Fronda, Criterio y El Baluarte.75 Sin embargo, eso implicaba una
perdida de protagonismo y decidieron reeditar su propia y autónoma experiencia
periodístico-política.
El 18 de junio de 1930 y con frecuencia semanal reapareció La Nueva República
(segunda época). La dirección recayó entonces en Ernesto Palacio quien afirmaba al
asumir esa función que ellos habían sido, prácticamente, los únicos que habían per-
manecido incorruptibles. Aun sabedores de que su fuerza y su protagonismo eran
mucho menores de lo que habían supuesto y anhelado, continuaron con su vehemen-
te discurso antidemocrático, defendiendo la idea de un gobierno autoritario y jerár-
quico, a la espera del momento oportuno, en actitud de expectativa militante y con un
perfil ya definidamente crítico hacia la “clase política”: “La salvación de un país solo
puede venir de un movimiento de opinión contra el régimen, y del establecimiento,
en la casa Rosada, de un gobierno nacional no partidario. Arrancar la patria de las
manos rapaces de los profesionales de la política, esto es lo que importa…”.76
Según sus testimonios, fue entonces cuando empezaron a recibir adhesiones desde
distintos lugares del país y a ver crecer paulatinamente sus filas, incluso sin propo-
nérselo. Pero, sin duda, fue en la ciudad de Buenos Aires donde tuvieron una presen-
cia mayor, sumaron a otros jóvenes de similar condición y le dieron a su organización
un contenido, que en palabras de Gálvez tenía una definición clasista:
“Pero la masa revolucionaria, si puede darse ese nombre a una mul-
titud de pequeños grupos, muchos de ellos sin organización [...] está
formada por los jóvenes de las familias distinguidas, muchos de
ellos influidos por las ideas fascistas; en cada casa hay uno o dos
revolucionarios [...] es una revolución de clase la que preparan [...]
la actividad se concreta en los clubes aristocráticos, en los centros
militares y en las casas del barrio norte, en donde vive la sociedad
distinguida…”.77
Queda claro que el reclutamiento estuvo estrictamente limitado a esas minorías selec-
tas, miembros de las familias “decentes” que estaban dispuestos a asumir que el siste-
ma de ideas cuya aplicación había producido el estado social vigente, era necesaria-
mente falso. Ellos eran, “…por consiguiente, miembros naturales de nuestra mili-
cia…”. Orgullosos de ese carácter elitista proclamaron permanentemente, desde un
discurso que subrayaba la valentía viril, ser la reserva moral e inteligente de la patria:
“La Nueva República representa en el país una minoría. No debe-
mos, no podemos, ni queremos ser sino una minoría [...] pero somos
una minoría que representa la voluntad de vivir de la República. En
nosotros se debate la patria misma contra las potencias de muerte,
representadas por la perversión intelectual del liberalismo, por la
corrupción moral de la democracia, por la descomposición de las
instituciones, por la propaganda del periodismo necrófilo, que