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Vitalidad desbordada:

El índex en el arte sonoro y la fotografía

José Raúl Pérez Fernández


Universidad Politécnica de Valencia
Facultad de Bellas Artes
Doctorado: Artes Visuales e Intermedia

El sonido no-instrumental, ya sea electrónico o acústico, ve atribuirse una


pre-existencia fatal, proliferante e irreprimible, propia para descorazonar por
adelantado la creatividad de los compositores e incitándolos más bien a ser, no
dinámicos fono-creadores, sino severos y temerosos censores de esta vitalidad
desbordada.
Michel Chion (1991: 35)

Introducción

Se cuenta que, en cierta ocasión, Unamuno recibió de la imprenta las pruebas de galera
de uno de sus libros de próxima publicación. El corrector de estilo había señalado la
palabra sustancia y, en una nota al margen, había escrito: “Ojo: substancia.” Bajo esa
nota, Unamuno simplemente agregó: “Oído: sustancia.”

¿Oímos con los oídos? ¿Vemos con los ojos? ¿O acaso los actos de oír y de ver están
sometidos a tales prejuicios y condicionamientos culturales que en esencia hemos perdido
dichas capacidades?

En el caso del sonido, por ejemplo, los programas actuales de edición por ordenador
suelen proporcionar representaciones gráficas de las ondas acústicas, al grado de que en
infinidad de ocasiones el operador de esos programas, dentro de su flujo de trabajo, se
basa fundamentalmente en esos signos visuales, más que en el sonido en sí, para tomar
sus decisiones.

En lo que se refiere a la fotografía, es frecuente que al enfrentar una imagen concreta


nuestra manera de interpretarla sea oyendo mentalmente un discurso expresado en
palabras. Así, nuestra valoración de una imagen particular estará en función de qué tanto
ésta se ajusta o no a una determinada concepción de la fotografía previamente expresada
de forma verbal y, por lo tanto, acústica. (Parto de la concepción del carácter sonoro del
lenguaje verbal, aun en su forma escrita, como una petición de principio, ya que éste no
es el espacio para desarrollarla.)

Siendo la fotografía mi área primordial de interés, la lectura del libro El arte de los
sonidos fijados (1991), de Michel Chion, ha despertado en mí la inquietud de abordar
algunos aspectos del quehacer fotográfico desde sus similitudes con la creación de música
electroacústica. La finalidad de este ensayo es partir de ese paralelismo para intentar

arrojar luz sobre una reflexión teórica que ha provocado la primacía del oído sobre el ojo
en la interpretación fotográfica.

La fiebre del índex

Paradójicamente, el campo de la teoría fotográfica padeció de una notable sequía durante


un periodo sumamente prolongado. Siendo la precursora de la imagen técnica, destaca el
hecho de que durante más de un siglo las contadas disquisiciones teóricas respecto del
medio hayan tenido que entresacarse fundamentalmente de poéticas y declaraciones de
intenciones de los propios fotógrafos. La paradoja crece al considerar, por contraste, el
gran volumen de escritos que teorizan respecto del cine, derivado de la fotografía y surgido
más de medio siglo después de ella; o también al constatar los incontables títulos que
abordan el fenómeno fotográfico, pero sólo desde un punto de vista simple y llanamente
técnico.

En este sentido, la década del año 1980 –¡a finales de la cual, por cierto, el invento de
la fotografía cumplió 150 años!– ha quedado marcada por la sobreabundancia de títulos
publicados en plena efervescencia de los enfoques postestructuralistas. Dentro de esa
línea, para la presente reflexión tomaré en consideración tres obras que se han ganado un
lugar por pleno derecho dentro de la teoría fotográfica y que pueden ser ya consideradas
como clásicas. Me refiero, en primer lugar, a El acto fotográfico (1983), de Philippe
Dubois, que tiene la virtud de sintetizar y explicar los principales enfoques en boga en
ese momento de una manera conciliatoria, no excluyente. De manera secundaria también
aludiré a La cámara lúcida (1980), de Roland Barthes y a Una filosofía de la fotografía
(1983), de Vilém Flusser. Las ideas de estos autores me permitirán hacer un contrapunto
con el libro de Chion.

Dubois retoma la clasificación peirceana de los signos, según la cual…

…los índex (o índices) son signos que mantienen, o han mantenido en un momento dado del
tiempo, con su referente (su causa) una relación de conexión real, de contigüidad física, de
copresencia inmediata, mientras que los iconos se definen más bien por una simple relación
de semejanza atemporal y los símbolos por una relación de convención general. (Dubois,
1983: 56)

Al ser la fotografía un signo indicial, su relación con el objeto referencial será necesariamente
“del orden de la singularidad, del atestiguamiento y de la designación.” (Ídem: 57)

Este énfasis en el carácter indicial de la fotografía subyace en algunas de sus definiciones


mínimas, las cuales privilegian el aspecto de la huella luminosa, esto es, el aspecto químico
del dispositivo fotográfico, sobre el óptico y representacional del mismo, más vinculado
al concepto de semejanza o iconicidad y en la misma línea desde el punto de vista teórico
con el concepto de mímesis en el arte occidental.

La referencialidad, impulsada fuertemente por las ideas de Roland Barthes, centra todo
su énfasis en el momento de la toma y soslaya, con plena conciencia, el análisis de los
códigos fotográficos. Al respecto, dice Dubois:


…el principio de la huella, por esencial que sea, sólo marca un momento en el conjunto del
proceso fotográfico. En efecto, antes y después de ese momento del registro ‘natural’ del
mundo sobre la superficie sensible hay, de una y otra parte, gestos absolutamente ‘culturales’,
codificados, que dependen por completo de opciones y decisiones humanas… (Ídem: 49)

El carácter conciliador de Dubois será esencial al proponer un equilibrio entre las


concepciones mimética y realista –o icónica e indicial, o semiótica y referencial–, las
cuales más que excluyentes, son –o deberían ser– complementarias. Subrayará, además,
el hecho de que el fotográfico es un signo mixto: icónico-indicial.

Respecto de las “concepciones ‘ontológicas’ sobre el estatuto de la fotografía como


pura huella física de una realidad”, Dubois subraya algo fundamental para nuestra
argumentación: “que todos esos trabajos insisten sobre la ‘génesis’ del dispositivo en
detrimento del ‘resultado’.” (Ídem: 61)

Llegado este punto conviene hacer un breve paréntesis para señalar un error frecuente
en el que suelen caer los teóricos de la disciplina, consistente en hablar genéricamente
de fotografía y no de fotografías, así, en plural, o al menos de especificar a qué tipo de
práctica o especialidad fotográfica se refieren. Así, por ejemplo, Barthes, Sontag o el
mismo Dubois, suelen pasar inadvertidamente dentro de una misma argumentación de
la foto de recuerdo tomada por un aficionado (enfoque socio-antropológico), a la foto
periodística en la que prima la vocación de objetividad y realismo (enfoque referencial), o
a la foto artística, en la que suele dominar un uso a contrapelo de los códigos fotográficos,
precisamente cuestionándolos, violentándolos e incluso ironizando a partir de ellos
(enfoque estético-semiótico).

Cuando Barthes afirma que “percibir el significante fotográfico no es imposible (hay


profesionales que lo hacen), pero exige un acto secundario de saber o de reflexión” (1980:
30), ¿no habría que responderle que precisamente nuestra función como productores y
estudiosos de imágenes, como profesionales, es plasmar esa reflexión? ¿No habría que
decirle, también, que su frase entre paréntesis es terrible porque rebaja a la persona común
al grado de un analfabeto visual? Más aún, en un momento como el actual, en el que
priman los Estudios de Cultura Visual, ¿no habría que destacar que ese acto secundario
de saber o de reflexión no puede ser considerado en absoluto secundario ni privativo del
profesional, sino que ya forma parte de la doxa?

Retomando nuestro discurso, el mismo Dubois reconoce la limitación del enfoque


referencial a un nivel de interpretación e incluso su peligro como obstáculo epistemológico
para la teoría fotográfica:

Se ve pues que si el índex fotográfico, más que cualquier otro medio de representación,
implica en algún punto una fuerza, un poder, una plenitud de real, éste opera sólo en el orden
de la existencia y en ningún caso en el orden del sentido. El índex se detiene con el ‘esto
ha sido’. No llena el lugar de ‘esto quiere decir’. La fuerza referencial no se confunde con
ningún potencial de verdad. La contingencia ontológica no se duplica con una hermenéutica.
(Dubois, 1980: 81)

Dejemos bien claro, entonces, que nuestro enfoque de la fotografía se dirigirá


específicamente a la práctica fotográfica artística, en la cual la producción de sentido no
puede ser soslayada y, por lo tanto, la intervención del autor en todo el proceso del acto de


producción de la imagen, tanto en las etapas previas al momento de la toma como en las
posteriores, está marcada por la intencionalidad en el uso –y abuso– de los códigos que
intervienen en el proceso comunicativo fotográfico, en el esto quiero decir. De esta forma,
dejamos fuera de nuestro horizonte los usos ingenuos de fotografía (el aficionado) y en
general la fotografía directa (periodística, documental). Lo hacemos con plena conciencia
de los riesgos que esto implica dada la permeabilidad de los géneros fotográficos y de los
usos sociales que se hacen de fotografías concretas.

El arte de fijar sonidos

Al contrario de lo que hemos planteado anteriormente respecto de la teoría fotográfica,


Chion acota perfectamente desde el inicio de su reflexión su ámbito específico de
interés dentro del universo de los sonidos fijados. Éste se centra en una forma artística
específica, la música electroacústica, por lo que de entrada todo uso utilitario de la
fijación sonora –documental, científico, etcétera– queda excluido de su campo.

La música electroacúsctica o concreta no tiene como objetivo la fijación sonora de


una interpretación en vivo, sino que utiliza las grabaciones como su material. Cabe en
principio señalar que los sonidos concretos son todos aquellos que se pueden captar con
un micrófono, incluidas las voces humanas y el sonido de los instrumentos musicales.
Esta distinción es necesaria ya que hay un malentendido histórico “que definió esta
música por unas fuentes sonoras, y no por su naturaleza misma: la de un arte de los
sonidos fijados.” (Chion, 1991: 14) En este sentido, el autor cita a Pierre Schaeffer
(entrevista radiofónica de 1975), uno de los fundadores de la música concreta a fines de
la década de 1940:

La palabra ‘concreto’ no designaba una fuente. Quería decir que se tomaba el sonido en
la totalidad de sus caracteres. Así un sonido concreto, es por ejemplo un sonido de violín,
pero considerado en todas sus cualidades sensibles, y no solamente en sus cualidades
abstractas, que están anotadas en la partitura. Reconozco que el término ‘concreto’ ha sido
rápidamente asociado a la idea de ‘sonidos de cacerola’, pero en mi espíritu, este término
quería decir en primer lugar que se consideraban todos los sonidos, no refiriéndose a las
notas de la partitura, sino en relación con todas las cualidades que contenían. (Ídem: 15)

El compositor de música electroacústica (término preferido por Chion sobre concreta)


abstrae los sonidos de su referencia causal. Si bien el acto de fijación sonora –así como
el acto fotográfico– es indicial e implica la presencia de la fuente sonora, del dispositivo
de grabación y de su operador en un mismo momento y espacio, los sonidos obtenidos
en la toma sonora pierden su carácter figurativo dentro del flujo creativo del autor,
quien no es un cazador de sonidos, sino un compositor.

Chion busca eliminar los “malentendidos, que hacen de la música concreta un arte de
objetos encontrados.” (Ídem: 18) Por ello, enfatiza:

…el compositor concreto no remite el sonido adonde ha venido, ya que ha renunciado a


la presencia de la causa y sobre todo, sabe que cortar el objeto sonoro de su fuente real
–para hacer oír, si la ocasión se presenta, fuentes imaginarias, incluso ninguna fuente– es
el acto fundador mismo de la música de los sonidos fijados. (Ídem: 22)


No hay aquí lugar para la idealización de los sonidos naturales. En el flujo de trabajo
del compositor, cada sonido es válido, ya sea producto de la toma directa a través del
micrófono o de la generación de nuevos sonidos en el estudio, a partir de los primeros.
El carácter indicial de los sonidos es, simple y llanamente, irrelevante. Al quedar así
soslayado el valor de verdad de un sonido, la noción de trucaje resulta inoperante:
“Dado que no hay sonidos naturales en música de sonidos fijados, no hay tampoco
trucaje acerca de lo que sería la verdad de un sonido, su autenticidad original: todo es
creación.” (Ídem: 25)

Otra consecuencia derivada de esto es que la complejidad tecnológica de los aparatos


utilizados para generar y/o fijar sonidos es también irrelevante: lo único que importa es
el resultado. Así, un debate equiparable al que ha acompañado a la fotografía durante
los últimos tres lustros enfrentando lo analógico y lo digital, tomaría el viso de un falso
debate y solamente distraería la atención de ese resultado.

Para esta música, (…) la fabricación del material sonoro no se termina más que en el
momento en el que se ha dado la última mano a la realización de la obra. El material no
está dado en el inicio; como para el pintor su material visual, no es un punto de partida,
sino el punto de llegada, el término. Mientras que simétricamente, la composición se
inaugura con el primer sonido fijado. (Ídem: 38)

De esta forma, al primar la reflexión en torno al resultado final, esto es, la obra
terminada en sí, se relativiza y pone en segundo plano la importancia de otro tipo de
argumentaciones –principalmente ontológicas– las cuales, si bien son perfectamente
válidas en el campo de los estudios artísticos y proveen aportaciones específicas, corren
el riesgo de desviar la atención desde la obra hacia su proceso de producción y, por lo
tanto, de anclar la interpretación en ciertas particularidades del dispositivo generador.

Desbordar la vitalidad referencial del índex

La producción de sentido es una tarea ardua, máxime en un entorno social en el cual


algunas formas comerciales de dicha producción se han convertido en actividades
ampliamente difundidas y dominantes, además de que se han democratizado, abarcando
en su campo la participación masiva de diletantes. Inmerso en ese alud informativo,
el artista, en su intento de producir sentido significativo, acepta como un a priori la
condición de vivir a contrapelo. Esta aceptación, sin embargo, no le asegura la capacidad
de lograr la significatividad, esto es, que su obra sea informativa en el sentido definido
por Flusser cuando afirma:

Las posibilidades contenidas en el programa del aparato [fotográfico] son prácticamente


inagotables. Es imposible fotografiar realmente todo lo fotografiable. La imaginación de la
cámara abarca más que la de todos los fotógrafos juntos. Y precisamente en esto consiste
el reto del fotógrafo. Ciertamente hay partes del programa fotográfico que ya están muy
exploradas. Si bien en ellas se puede seguir tomando nuevas imágenes, serían imágenes
redundantes, imágenes no informativas, imágenes ya vistas en forma similar. (…) …el
tipo de fotógrafo al que aquí nos referimos indaga las posibilidades aún desconocidas del
programa de la cámara y busca realizar imágenes informativas, jamás vistas e improbables.
(Flusser, 1983: 36)


Es común, sin embargo, que al margen de la significatividad del resultado –la obra en sí–,
el proceso de su producción suponga una intensa experiencia de vida. Esta experiencia
vivida tiene particulares implicaciones en las artes indiciales como las que aquí nos
ocupan, ya que éstas exigen como parte de su proceso de producción la copresencia
del autor con los sujetos referenciales, copresencia que en muchos casos representa
indudablemente momentos intensos de vida.

El fotógrafo y crítico Robert Adams habla a este respecto de tres niveles en la fotografía,
a saber: geografía, autobiografía y metáfora. El primero se refiere al aspecto referencial y
representacional de la foto; el segundo, a esa copresencia con el sujeto, la cual convierte
a cada fotografía, indirectamente, en un documento autobiográfico de su autor; el tercer
estadio, el carácter metafórico, sería alcanzado solamente por aquellas imágenes que
logran un nivel significativo.

Chion también señala, en relación al compositor, el peligro de desviar la atención desde


el resultado hacia el proceso de producción:

…exactamente como el escenario relatado en un filme debe distinguirse de las peripecias de


su rodaje, la cuestión de la música concreta narrativa o anecdótica no debe confundirse con
la de las fuentes reales empleadas para hacerla. Una confusión en la que, desgraciadamente,
los compositores son los primeros en caer, más cogidos de la trampa todavía que otros por
el hecho de que han participado en la génesis del sonido, y que tienen dificultades para
romper sus nexos causales, o al menos para situarlos en otro plano. (Chion, 1991:17)

La retórica que envuelve a los medios es representativa. Mientras que Chion deplora
la concepción del compositor de música electroacústica como un cazador de sonidos,
acaso en el ámbito de la fotografía no hay tópico más extendido que el del fotógrafo
como cazador de momentos. Si bien esto suele referirse a la fotografía directa, también
incluye al campo artístico con poéticas como la cartier-bressoniana sobre el momento
decisivo y su analogía del fotógrafo con el arquero zen. ¿Fetichización del referente?
Sigamos con el paralelismo:

Pero nuestro foniurgo afronta, con el soporte, una tentación más sutil: la de fetichizar
el sonido inicial grabado sobre cinta (o sobre otro medio de fijación), del que parte para
multiplicarlo y reunirlo, suponiendo que sobre este fragmento inicial de cinta o de disquete
habitaría su impalpable ‘material’. (Ídem: 36)

Superado este escollo y liberado de la tentación de convertir el sonido indicial en


fetiche, el compositor, entonces, lo somete a una cadena de manipulaciones donde
cada nuevo sonido obtenido es autónomo y tan válido como los precedentes. A mayor
manipulación, tendrá menor indicialidad, lo cual es irrelevante ya que lo que importa
son las cualildades sensibles concretas de cada nuevo sonido. De ahí que, como ya
señalamos, la noción de trucaje sea inoperante en este campo.

En la fotografía, como hemos visto, la fetichización del referente ha bloqueado el estudio


de los códigos fotográficos. Si en el caso de la música electroacústica la invisibilidad de
la fuente confunde al que escucha, en la fotografía la hipervisibilidad de la fuente es, de
manera contradictoria, uno de los aspectos que le impiden al espectador ver realmente.

Paradójicamente, la noción de trucaje ha estado presente desde los mismos orígenes


del medio –el lenguaje delata: alejarse de la referencialidad es un truco, una trampa– y

los discursos de exaltación romántica del referente lo han condenado. Al respecto, es
esclarecedora la distinción que hace Fontcuberta entre las actitudes purista y pictorialista
en fotografía, definiendo la segunda como una actitud que privilegia el fin obtenido
sobre los medios utilizados y en la cual es válido todo tipo de manipulación tanto sobre
el sujeto como sobre los materiales, ya sea previa, simultánea o posterior al acto de
toma. (cfr. Fontcuberta, 1984: Introducción) Así, dentro de nuestro discurso paralelo
con la música, diríamos que en este sentido el fotógrafo también es un compositor.

Tomando en consideración la longevidad de las prácticas pictorialistas, resulta notable


que ese viejo debate siga vivo. El contrasentido ha alcanzado su más absurda expresión
en los años recientes, con el falso debate que enfrenta la fotografía analógica con la
digital en vanas discusiones teñidas de un cariz pretendidamente ontológico. En este
sentido, Flusser es tajante:

Se trata de hacer imágenes. Dejemos la pregunta ‘¿para qué?’ (…) y consideremos


primero el ‘¿cómo?’. Actualmente existen dos métodos. 1. Se toma una superficie sensible
programada a propósito, se la introduce en un aparato programado a propósito, se la ajusta
de un modo programado a propósito sobre los fotones que oscilen dentro del espacio, y
el resultado es una imagen que llamamos ‘copia’. 2. Se toma algoritmos programados a
propósito, se los introduce en aparatos programados a propósito, se los ajusta de un modo
programado a propósito sobre los electrones que pululen dentro de un tubo catódico, y
el resultado es una imagen que llamamos ‘modelo’. A primera vista, las ‘copias’ (fotos)
parecen ser ilustraciones del realismo moderno, y los ‘modelos’ (imágenes de ordenador),
ilustraciones del idealismo moderno. Tenemos que abandonar este modo de ver, pues los
dos métodos pueden combinarse: p. ej., los vídeos pueden acoplarse con ordenadores.
De esta manera, las copias pueden convertirse en modelos, y los modelos, en copias. (Es
posible digitalizar fotos y fotografiar imágenes sintéticas). No nos interesa, pues, (…)
ninguna polémica ideológica, sino las imágenes concretas. (Flusser, 1983: 164)

El propio término fotografía digital es bastante desafortunado ya que en la doxa se ha


identificado con la fotografía manipulada, trucada, cuando éste no tiene por qué ser el
caso. Más aún, actualmente vemos cómo se confunde de manera permanente la fotografía
digital con el fotomontaje hecho con medios digitales. Recordemos que las aplicaciones
informáticas –de las cuales el programa Photoshop es el de uso más extendido– son
herramientas de edición y retoque de imágenes rasterizadas, y que en esencia hacen
lo mismo que se venía haciendo históricamente en la fotografía pictorialista, aunque
de manera más simple, rápida y puesta al alcance de un usuario masivo. De hecho, la
mayoría de las funciones del programa simplemente imitan (toman como referente)
prácticas y posibilidades fotográficas que ya existían –sean ópticas, químicas, lumínicas o
cinéticas– y su uso se basa primordialmente en las acciones de cortar y pegar, las cuales
el fotomontador practica desde los orígenes del medio.

Hagamos otra precisión semántica: recordemos que Fontcuberta (op. cit.) también
distingue entre pictorialismo y pictoricismo, reservando para el segundo la connotación
peyorativa de imitación de la pintura e identificando el primero con la actitud ante el
medio que ya definimos como composición. Consecuentemente, las palabras de Dubois
apoyan el argumento cuando afirma que el

rasgo de sincronismo distingue radicalmente a la fotografía de la pintura. Allí donde el


fotógrafo corta, el pintor compone; allí donde la película fotosensible recibe la imagen
(aunque sea latente) de un solo golpe y en toda su superficie y sin que el operador pueda


cambiar nada en el curso del juego (en el tiempo de la exposición), la tela que se pinta sólo
puede recibir progresivamente la imagen que se construye lentamente, pincelada a pincelada y
línea a línea, con detenciones, movimientos de distanciamiento y acercamiento, en el control
centímetro a centímetro de la superficie, con esquemas, esbozos, correcciones, recomienzos,
retoques, en resumen, con la posibilidad para el pintor de intervenir y modificar a cada
instante el proceso de inscripción de la imagen. Para el fotógrafo sólo hay una elección, una
elección única, global, y que es irremediable. Pues una vez dado el golpe (hecho el corte),
todo está dicho, inscrito, fijado. Es decir, que ya no se puede intervenir sobre la imagen que
se hace. Si son posibles las manipulaciones –como las pictorialistas–, es después del golpe
(corte), y justamente tratando la foto como una pintura. (Dubois, 1983: 147)

Sobra apuntar que cuando se utiliza un equipo de toma digital en lugar del analógico, el
golpe del obturador sigue estando ahí, así como la copresencia en el acto fotográfico del
sujeto fotografiado, el dispositivo y su operador. También sobra apuntar que, aunque no
exista proceso químico y la información sea codificada numéricamente, el proceso sigue
siendo apto para realizar lo que se conoce como fotografía directa y para el espectador no
hay cambio respecto del resultado final.

Por otro lado el fotomontador digital –pictorialista–, lejos de actuar de manera equiparable
al fotógrafo directo, lo hace de manera similar al pintor o al compositor de música
electroacústica, siendo su ámbito principal de intervención el de los códigos que se ponen
en juego posteriormente a la producción de la o las tomas que utilizará como materia
prima. Asimismo, como aquéllos, tiene claro que lo único relevante es el resultado final:
todo lo que atañe al proceso de producción es simple y sencillamente anecdótico.

Problema de timing o capricho del destino, la introducción de la tecnología digital


en fotografía coincide con esa década que ya hemos señalado –la de 1980, la del 150
aniversario del invento y también la del boom de producción teórica– y contribuye a
que, para la doxa, la concepción tradicional del medio como objetivo, realista y con
poder de constatación, pierda fuerza progresivamente. Éste, sin embargo, es un factor
extrafotográfico.

Chion también se interroga acerca de la influencia del cambio tecnológico respecto de la


música electroacústica. Dice: “Algunos pueden preguntarse, sin embargo, si los cambios
técnicos del soporte no van a cuestionar la fabricación misma de esta música, y por tanto su
espíritu. Es esta una cuestión que no podemos eludir.” (Chion, 1991: 45) Y a continuación
agrega:

Pero una máquina no es solamente un auxiliar, puede ser también una trampa. (…) se trata
de reafirmar que la técnica de la música concreta no es su tecnología; dicho de otro modo
que un conjunto de aparatos, aún abierto y constantemente enriquecido, no es suficiente
para definir una técnica…
Lo esencial (…) sigue siendo el sonido final, y escoger en el proceso de su creación las
etapas mecánicas y las etapas electrónicas no tiene casi más que un interés anecdótico, y
sobre todo, ninguna pertinencia en cuanto a la apreciación musical y técnica del resultado.
(Ídem: 47-48)

La máquina como trampa. Hemos de constatar que la tentación de utilizar el nuevo


repertorio de opciones es grande: “…en el universo fotográfico, en general, se observa
que los programas tienen cada vez más éxito en desviar las intenciones humanas hacia las
funciones de la cámara.” (Flusser, 1983: 44)


Comentario final

En la cita que utilizamos como epígrafe, Chion exalta la creatividad del compositor y
la necesidad de que éste supere ciertos vicios de su práctica para alcanzar un estadio de
vitalidad desbordada. Esta misma situación la hemos extendido al campo de la práctica
fotográfica, dados los notables paralelismos entre ambas.

Hemos puesto un gran énfasis en la consideración del resultado final sobre el proceso
de producción. “¡Oído: sustancia… vitalildad!”, dirá el compositor. Contra el discurso
referencial que somete a la fotografía a un limitante deber ser, el fotógrafo dirá: “¡Ojo:
veamos el resultado, no el proceso!”

En las últimas décadas, se ha cumplido la premonición:

La fotografía ha evolucionado en diversas direcciones. Las tres más importantes de ellas


parecen ser: a) la tendencia a la digitalización, b) la tendencia a la imagen puramente
electromagnética, y c) la tendencia a las técnicas mixtas. Las tres parecen desembocar en
un nuevo concepto de la imagen fotográfica que la define no ya como la reproducción de
una escena, ya sea ‘dada’ o ‘hecha’, sino como un producto de la fantasía creativa. (Flusser,
1983: 171)

He ahí la vitalidad desbordada, la vitalidad de la fantasía creativa que desborda el escollo


teórico de la referencialidad.

Bibliografía

Adams, Robert [1981]: Beauty in Photography. Essays in Defense of Traditional Values,


Aperture, Nueva York, 1996.

Barthes, Roland [1980]: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós, Barcelona,
2006.

Chion, Michel [1991]: El arte de los sonidos fijados, Taller de Ediciones / Centro
de Creación Experimental, Universidad de Castilla-La Mancha / Diputación de
Cuenca, 2001.

Dubois, Philippe [1983]: El acto fotográfico. De la representación a la recepción,


Paidós, Barcelona, 1986.

Flusser, Vilém [1983]: Una filosofía de la fotografía, Síntesis, Madrid, 2001.

Fontcuberta, Joan (ed.) [1984]: Estética fotográfica: una selección de textos, Gustavo
Gili, Barcelona, 2003.

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