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Introducción
Se cuenta que, en cierta ocasión, Unamuno recibió de la imprenta las pruebas de galera
de uno de sus libros de próxima publicación. El corrector de estilo había señalado la
palabra sustancia y, en una nota al margen, había escrito: “Ojo: substancia.” Bajo esa
nota, Unamuno simplemente agregó: “Oído: sustancia.”
¿Oímos con los oídos? ¿Vemos con los ojos? ¿O acaso los actos de oír y de ver están
sometidos a tales prejuicios y condicionamientos culturales que en esencia hemos perdido
dichas capacidades?
En el caso del sonido, por ejemplo, los programas actuales de edición por ordenador
suelen proporcionar representaciones gráficas de las ondas acústicas, al grado de que en
infinidad de ocasiones el operador de esos programas, dentro de su flujo de trabajo, se
basa fundamentalmente en esos signos visuales, más que en el sonido en sí, para tomar
sus decisiones.
Siendo la fotografía mi área primordial de interés, la lectura del libro El arte de los
sonidos fijados (1991), de Michel Chion, ha despertado en mí la inquietud de abordar
algunos aspectos del quehacer fotográfico desde sus similitudes con la creación de música
electroacústica. La finalidad de este ensayo es partir de ese paralelismo para intentar
arrojar luz sobre una reflexión teórica que ha provocado la primacía del oído sobre el ojo
en la interpretación fotográfica.
En este sentido, la década del año 1980 –¡a finales de la cual, por cierto, el invento de
la fotografía cumplió 150 años!– ha quedado marcada por la sobreabundancia de títulos
publicados en plena efervescencia de los enfoques postestructuralistas. Dentro de esa
línea, para la presente reflexión tomaré en consideración tres obras que se han ganado un
lugar por pleno derecho dentro de la teoría fotográfica y que pueden ser ya consideradas
como clásicas. Me refiero, en primer lugar, a El acto fotográfico (1983), de Philippe
Dubois, que tiene la virtud de sintetizar y explicar los principales enfoques en boga en
ese momento de una manera conciliatoria, no excluyente. De manera secundaria también
aludiré a La cámara lúcida (1980), de Roland Barthes y a Una filosofía de la fotografía
(1983), de Vilém Flusser. Las ideas de estos autores me permitirán hacer un contrapunto
con el libro de Chion.
…los índex (o índices) son signos que mantienen, o han mantenido en un momento dado del
tiempo, con su referente (su causa) una relación de conexión real, de contigüidad física, de
copresencia inmediata, mientras que los iconos se definen más bien por una simple relación
de semejanza atemporal y los símbolos por una relación de convención general. (Dubois,
1983: 56)
Al ser la fotografía un signo indicial, su relación con el objeto referencial será necesariamente
“del orden de la singularidad, del atestiguamiento y de la designación.” (Ídem: 57)
La referencialidad, impulsada fuertemente por las ideas de Roland Barthes, centra todo
su énfasis en el momento de la toma y soslaya, con plena conciencia, el análisis de los
códigos fotográficos. Al respecto, dice Dubois:
…el principio de la huella, por esencial que sea, sólo marca un momento en el conjunto del
proceso fotográfico. En efecto, antes y después de ese momento del registro ‘natural’ del
mundo sobre la superficie sensible hay, de una y otra parte, gestos absolutamente ‘culturales’,
codificados, que dependen por completo de opciones y decisiones humanas… (Ídem: 49)
Llegado este punto conviene hacer un breve paréntesis para señalar un error frecuente
en el que suelen caer los teóricos de la disciplina, consistente en hablar genéricamente
de fotografía y no de fotografías, así, en plural, o al menos de especificar a qué tipo de
práctica o especialidad fotográfica se refieren. Así, por ejemplo, Barthes, Sontag o el
mismo Dubois, suelen pasar inadvertidamente dentro de una misma argumentación de
la foto de recuerdo tomada por un aficionado (enfoque socio-antropológico), a la foto
periodística en la que prima la vocación de objetividad y realismo (enfoque referencial), o
a la foto artística, en la que suele dominar un uso a contrapelo de los códigos fotográficos,
precisamente cuestionándolos, violentándolos e incluso ironizando a partir de ellos
(enfoque estético-semiótico).
Se ve pues que si el índex fotográfico, más que cualquier otro medio de representación,
implica en algún punto una fuerza, un poder, una plenitud de real, éste opera sólo en el orden
de la existencia y en ningún caso en el orden del sentido. El índex se detiene con el ‘esto
ha sido’. No llena el lugar de ‘esto quiere decir’. La fuerza referencial no se confunde con
ningún potencial de verdad. La contingencia ontológica no se duplica con una hermenéutica.
(Dubois, 1980: 81)
producción de la imagen, tanto en las etapas previas al momento de la toma como en las
posteriores, está marcada por la intencionalidad en el uso –y abuso– de los códigos que
intervienen en el proceso comunicativo fotográfico, en el esto quiero decir. De esta forma,
dejamos fuera de nuestro horizonte los usos ingenuos de fotografía (el aficionado) y en
general la fotografía directa (periodística, documental). Lo hacemos con plena conciencia
de los riesgos que esto implica dada la permeabilidad de los géneros fotográficos y de los
usos sociales que se hacen de fotografías concretas.
La palabra ‘concreto’ no designaba una fuente. Quería decir que se tomaba el sonido en
la totalidad de sus caracteres. Así un sonido concreto, es por ejemplo un sonido de violín,
pero considerado en todas sus cualidades sensibles, y no solamente en sus cualidades
abstractas, que están anotadas en la partitura. Reconozco que el término ‘concreto’ ha sido
rápidamente asociado a la idea de ‘sonidos de cacerola’, pero en mi espíritu, este término
quería decir en primer lugar que se consideraban todos los sonidos, no refiriéndose a las
notas de la partitura, sino en relación con todas las cualidades que contenían. (Ídem: 15)
Chion busca eliminar los “malentendidos, que hacen de la música concreta un arte de
objetos encontrados.” (Ídem: 18) Por ello, enfatiza:
No hay aquí lugar para la idealización de los sonidos naturales. En el flujo de trabajo
del compositor, cada sonido es válido, ya sea producto de la toma directa a través del
micrófono o de la generación de nuevos sonidos en el estudio, a partir de los primeros.
El carácter indicial de los sonidos es, simple y llanamente, irrelevante. Al quedar así
soslayado el valor de verdad de un sonido, la noción de trucaje resulta inoperante:
“Dado que no hay sonidos naturales en música de sonidos fijados, no hay tampoco
trucaje acerca de lo que sería la verdad de un sonido, su autenticidad original: todo es
creación.” (Ídem: 25)
Para esta música, (…) la fabricación del material sonoro no se termina más que en el
momento en el que se ha dado la última mano a la realización de la obra. El material no
está dado en el inicio; como para el pintor su material visual, no es un punto de partida,
sino el punto de llegada, el término. Mientras que simétricamente, la composición se
inaugura con el primer sonido fijado. (Ídem: 38)
De esta forma, al primar la reflexión en torno al resultado final, esto es, la obra
terminada en sí, se relativiza y pone en segundo plano la importancia de otro tipo de
argumentaciones –principalmente ontológicas– las cuales, si bien son perfectamente
válidas en el campo de los estudios artísticos y proveen aportaciones específicas, corren
el riesgo de desviar la atención desde la obra hacia su proceso de producción y, por lo
tanto, de anclar la interpretación en ciertas particularidades del dispositivo generador.
Es común, sin embargo, que al margen de la significatividad del resultado –la obra en sí–,
el proceso de su producción suponga una intensa experiencia de vida. Esta experiencia
vivida tiene particulares implicaciones en las artes indiciales como las que aquí nos
ocupan, ya que éstas exigen como parte de su proceso de producción la copresencia
del autor con los sujetos referenciales, copresencia que en muchos casos representa
indudablemente momentos intensos de vida.
El fotógrafo y crítico Robert Adams habla a este respecto de tres niveles en la fotografía,
a saber: geografía, autobiografía y metáfora. El primero se refiere al aspecto referencial y
representacional de la foto; el segundo, a esa copresencia con el sujeto, la cual convierte
a cada fotografía, indirectamente, en un documento autobiográfico de su autor; el tercer
estadio, el carácter metafórico, sería alcanzado solamente por aquellas imágenes que
logran un nivel significativo.
La retórica que envuelve a los medios es representativa. Mientras que Chion deplora
la concepción del compositor de música electroacústica como un cazador de sonidos,
acaso en el ámbito de la fotografía no hay tópico más extendido que el del fotógrafo
como cazador de momentos. Si bien esto suele referirse a la fotografía directa, también
incluye al campo artístico con poéticas como la cartier-bressoniana sobre el momento
decisivo y su analogía del fotógrafo con el arquero zen. ¿Fetichización del referente?
Sigamos con el paralelismo:
Pero nuestro foniurgo afronta, con el soporte, una tentación más sutil: la de fetichizar
el sonido inicial grabado sobre cinta (o sobre otro medio de fijación), del que parte para
multiplicarlo y reunirlo, suponiendo que sobre este fragmento inicial de cinta o de disquete
habitaría su impalpable ‘material’. (Ídem: 36)
Hagamos otra precisión semántica: recordemos que Fontcuberta (op. cit.) también
distingue entre pictorialismo y pictoricismo, reservando para el segundo la connotación
peyorativa de imitación de la pintura e identificando el primero con la actitud ante el
medio que ya definimos como composición. Consecuentemente, las palabras de Dubois
apoyan el argumento cuando afirma que el
cambiar nada en el curso del juego (en el tiempo de la exposición), la tela que se pinta sólo
puede recibir progresivamente la imagen que se construye lentamente, pincelada a pincelada y
línea a línea, con detenciones, movimientos de distanciamiento y acercamiento, en el control
centímetro a centímetro de la superficie, con esquemas, esbozos, correcciones, recomienzos,
retoques, en resumen, con la posibilidad para el pintor de intervenir y modificar a cada
instante el proceso de inscripción de la imagen. Para el fotógrafo sólo hay una elección, una
elección única, global, y que es irremediable. Pues una vez dado el golpe (hecho el corte),
todo está dicho, inscrito, fijado. Es decir, que ya no se puede intervenir sobre la imagen que
se hace. Si son posibles las manipulaciones –como las pictorialistas–, es después del golpe
(corte), y justamente tratando la foto como una pintura. (Dubois, 1983: 147)
Sobra apuntar que cuando se utiliza un equipo de toma digital en lugar del analógico, el
golpe del obturador sigue estando ahí, así como la copresencia en el acto fotográfico del
sujeto fotografiado, el dispositivo y su operador. También sobra apuntar que, aunque no
exista proceso químico y la información sea codificada numéricamente, el proceso sigue
siendo apto para realizar lo que se conoce como fotografía directa y para el espectador no
hay cambio respecto del resultado final.
Por otro lado el fotomontador digital –pictorialista–, lejos de actuar de manera equiparable
al fotógrafo directo, lo hace de manera similar al pintor o al compositor de música
electroacústica, siendo su ámbito principal de intervención el de los códigos que se ponen
en juego posteriormente a la producción de la o las tomas que utilizará como materia
prima. Asimismo, como aquéllos, tiene claro que lo único relevante es el resultado final:
todo lo que atañe al proceso de producción es simple y sencillamente anecdótico.
Pero una máquina no es solamente un auxiliar, puede ser también una trampa. (…) se trata
de reafirmar que la técnica de la música concreta no es su tecnología; dicho de otro modo
que un conjunto de aparatos, aún abierto y constantemente enriquecido, no es suficiente
para definir una técnica…
Lo esencial (…) sigue siendo el sonido final, y escoger en el proceso de su creación las
etapas mecánicas y las etapas electrónicas no tiene casi más que un interés anecdótico, y
sobre todo, ninguna pertinencia en cuanto a la apreciación musical y técnica del resultado.
(Ídem: 47-48)
Comentario final
En la cita que utilizamos como epígrafe, Chion exalta la creatividad del compositor y
la necesidad de que éste supere ciertos vicios de su práctica para alcanzar un estadio de
vitalidad desbordada. Esta misma situación la hemos extendido al campo de la práctica
fotográfica, dados los notables paralelismos entre ambas.
Hemos puesto un gran énfasis en la consideración del resultado final sobre el proceso
de producción. “¡Oído: sustancia… vitalildad!”, dirá el compositor. Contra el discurso
referencial que somete a la fotografía a un limitante deber ser, el fotógrafo dirá: “¡Ojo:
veamos el resultado, no el proceso!”
Bibliografía
Barthes, Roland [1980]: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós, Barcelona,
2006.
Chion, Michel [1991]: El arte de los sonidos fijados, Taller de Ediciones / Centro
de Creación Experimental, Universidad de Castilla-La Mancha / Diputación de
Cuenca, 2001.
Fontcuberta, Joan (ed.) [1984]: Estética fotográfica: una selección de textos, Gustavo
Gili, Barcelona, 2003.