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Razones para el amor

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 6: Los prismáticos de Juan XXIII

El pastor anglicano Douglas Walstali visitó en cierta ocasión al papa Juan XXIII y esperaba mantener con
él una «profunda» conversación ecuménica. Pero se encontró con que el pontífice de lo que tenía ganas
era simplemente de «charlar», y a los pocos minutos, le confesé que allí, en el Vaticano, «se aburría un
poco», sobre todo por las tardes. Las mañanas se las llenaban las audiencias. Pero muchas tardes no sabía
muy bien qué hacer. «Allá en Venecia -confesaba el papa- siempre tenía bastantes cosas pendientes o me
iba a pasear. Aquí, la mayoría de los asuntos ya me los traen resueltos los cardenales y yo sólo tengo que
firmar. Y en cuanto a pasear, casi no me dejan. 0 tengo que salir con todo un cortejo que pone en vilo a
toda la ciudad. ¿Sabe entonces lo que hago? Tomo estos prismáticos -señaló a los que tenía sobre la mesa-
y me pongo a ver desde la ventana, una por una, las cúpulas de las iglesias de Roma. Pienso que alrededor
de cada iglesia hay gente que es feliz y otra que sufre; ancianos solos y parejas de jóvenes alegres.
También gente amargada o pisoteada. Entonces me pongo a pensar en ellos y pido a Dios que bendiga su
felicidad o consuele su dolor.»

El pastor Walstali salid seguro de haber recibido la mejor lección ecuménica imaginable, porque acababa
de descubrir lo que es una vida dedicada al amor.

Tal vez alguien pensará que las palabras del papa eran una simple boutade, porque sin duda un papa tiene
que tener mil tareas más importantes -¡con toda la Iglesia sobre los hombros!- que mirar cúpulas con unos
prismáticos. Pero, díganme ¿hay para un papa algo más importante que dedicarse a amar, a pensar y rezar
por los queridos desconocidos?

Porque amar a los conocidos es, en definitiva, algo relativamente fácil, a poco buena gente que sean. Se
les ve, se les conoce, se han convivido o compartido sus esperanzas o dolores, podemos esperar de ellos el
contraprecio de otro amor cuando nosotros lo necesitemos. Pero ¿cómo amar a los desconocidos? ¿Cómo
entender la vida como un permanente ejercicio de amor? ¿Cómo descubrir en las cosas más triviales que,
junto a ellas, hay siern- pre alguien necesitado de nuestro amor?

El verdadero amor, como la fe, es amar lo que no vemos, lo que no nos afecta directa y personalmente,
con un amor de ida sin vuelta. Hace falta mucha generosidad y muy poco egoísmo para ello. Hace falta
también un poquito de locura. Porque estamos demasiado acostumbrados a subordinar nuestro corazón a
nuestra cabeza. Y es necesario ir descubriendo que el amor es muy superior a la inteligencia, aunque sólo
sea por el hecho de que en la vida no logramos conocer a Dios, pero sí podemos amarle.

El nos ama así, sin fronteras. No porque lo merezcamos o porque se lo vayamos a agradecer, sino porque
nos ama. Pues -lo dice el Evangelio- si sólo amamos a quienes nos aman, ¿en qué nos diferenciamos de
los que no creen?

Desgraciadamente con frecuencia nuestro amor es una tram- pa: un lazo que lanzamos para que nos lo
agradezcan. Apresarnos un poco -con su deuda- a aquellos a quienes amamos. Lo con- firma la cólera que
sentirnos cuando no se nos agradece nuestro amor. Lo prueba el que ayudemos mucho más fácilmente a
quienes piensan o creen como nosotros. Pensamos que los beneficiarios de nuestro amor deben
«merecerlo» antes. ¡Pobres de los hombres si Dios amase sólo a quienes lo merezcan! «No te pregunto
cuáles son tus opiniones o cuál tu religión, sino sólo cuál es tu dolor», solía decir Pasteur. El ser pobre, el
ser necesitado, ya son de por sí suficiente «mérito» como para merecer amor.

Por eso el verdadero amor es el que sale del alma sin esfuerzo, como la respiración de la boca. El amor
que resulta simplemente «necesario», ya que sin él no podríamos vivir. Aunque sólo sea porque -como
decía Camus- «nos avergoncemos de ser felices nosotros solos».
No es que debamos amar «para» ser felices (eso sería una forma de egoísmo), pero es un hecho que «hay
que crear otras felicidades para ser feliz», como decía Follereau, pues «la felicidad es lo único que
estamos seguros de poseer cuando lo hemos regalado».

Pero todo ello sólo se conseguirá cuando -como hacía el papa Juan XXIII- hagamos cuatro cosas:
- dejar sobre la mesa «nuestras» preocupaciones personales, nuestros importantísimos papeles;
- asomarnos a la ventana del alma, saliendo de nosotros mismos;
- tomando los prismáticos del amor, que ven más allá que los cortos ojos de nuestro egoísmo;
- sabiendo descubrir que en torno a cada cúpula, a cada cosa, hay gente que sufre y que es feliz, y que los
unos y los otros son nuestros hermanos.

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