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Razones para el amor

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 11: Tiempo de inquisidores

Un lector amigo se ha escandalizado de que yo citara en mis “Razones para la alegría” la vieja frase
latina «veritas odium parit» (La verdad engendra odio). «Pero ¿cómo? -me escribe-. ¿No dice la Escritura
que la verdad es Dios?» He tenido que explicarle que -detrás de la paradoja- la frase tiene más sentido del
que él se imagina.

Y tengo que empezar por decir que no sé quién es el autor original de la frase. En algún libro la he visto
atribuida al latino Ausonio; otro autor la presenta como una máxima de Terencio; otras veces la he visto
citada como de San Agustín o de San Antonio de Padua. Pero, sea de quien sea, así ha llegado hasta
nosotros.

Los latinos le daban un sentido vulgar: es peligroso decir la verdad, porque cantárselas al prójimo le irrita.
Así, habría que traducir no tanto «la verdad engendra odio» cuanto «decir la verdad provoca odio».

Pero yo prefiero tomarla en su literalidad porque creo que, si no todas las verdades, hay algunas formas
de decir la verdad que llevan el odio en sus entrañas.

No toda verdad, claro. San Juan recordaba en su evangelio que el que es de la verdad escucha la voz de
Dios. Y San Pablo aseguraba que la verdad nos hará libres.
Pero la verdad engendra odio cuando se endurece, cuando se petrifica, cuando se convierte en fanatismo.
Es la verdad lanza en ristre la que es asesina. La verdad usada como arma de combate la que puede
producir tantos muertos como una espada. La verdad dicha sin caridad e impuesta por la violencia. Esa
verdad de la que dice la Biblia que «también los demonios creen y tiemblan».

Desgraciadamente, es demasiado frecuente el que el desmesurado amor a la verdad convierta al que la


predica en un inquisidor y a la verdad que dice en un fanatismo.

Karl Jaspers definía así este estilo de pensar: «La fanática pasión por la verdad tiene carácter de
acusación, de reprobación, de aniquilación, de desprestigio y de escarnio, de pretensiones morales, de
superioridad ostentosa; esta pasión satisface los instintos de hacerse valer y de rebajar a los otros.
Distintivo de esa verdad es convertirse inmediatamente en partido. Pregunta más por el adversario que
por la verdad. La postura del vencedor es la forma de tal verdad. La negación y la polémica son meras
consecuencias.»

Y Dietrich Bonhijffer recordaba que «el cínico, con pretensión de decir la verdad en todas partes, en todo
tiempo y a cualquier persona en la misma forma, no hace sino exhibir un ídolo muerto de la verdad.
Porque no hay que olvidar que existe una sabiduría de Satanás. La verdad de Dios juzga lo creado por
amor, mientras que la verdad de Satanás lo juzga por envidia y odio».

Pienso que es bueno establecer estas distinciones, porque parece que estamos en tiempo de inquisidores.
Inquisidores de diversos colores, pero inquisidores. Inquisidores de derechas o progresistas, pero
inquisidores. Gentes que se han congelado en «su» verdad y tratan de meterla a tornillo en las cabezas de
los demás como si fuera «la» verdad.

Pero todos ellos olvidan que «el fanatismo -la frase es nada menos que de Voltaire- es la única cosa que
ha producido más males que el ateísmo» y que el fanatismo seria la religión de las fieras si éstas pudieran
practicar un culto.

¿Es ésa la verdad cristiana? Juan XXIII no se cansó de repe- tir eso de «veritas in caritate» (la verdad
dicha con amor) ni de recordar que los modos de decir la verdad cuentan tanto como la verdad misma que
se dice.
El inquisidor es algo espúreo dentro del mundo de la fe. La mejor tradición cristiana es la del respeto al
hombre tanto como a la verdad. San Gregorio Nacianceno recordaba que «la salud consiste en el
equilibrio». San Agustín aseguraba que «non ideo quia durum aliquid, ideo rectum», es decir, que no por
ser dura una posición debe deducirse que sea la recta. El espíritu católico es, a la vez, riguroso y
comprensivo y «más caritativo que querelloso». El cardenal Berulle recordaba que «lo mismo que en los
antiguos sacrificios que se ofrecían por la paz se despojaba a las ofrendas de la hiel, así también en los
trabajos que se encaminan y consagran a la paz y la concordia de la Esposa de Dios hay que arrancar la
hiel y la amargura de las contiendas».

Allí donde hay polémicas, heridas, amarguras, insultos, imposiciones, allí no se busca la verdad. Y esto
por dos razones.

La primera, porque -como escribe Romain Rolland- «hay que amar a la verdad más que a si mismo, pero
hay que amar al prójimo más que a la verdad». Toda verdad usada como una api- sonadora de hombres se
convierte sin más en una mentira.

Y la segunda razón porque todo hombre inteligente -y más todo creyente- sabe que «toda verdad es el
centro de un circulo y hay para llegar a ese centro tantos caminos como radios». «Los que son semejantes
a Cristo -decía Claudel-, son semejantes entre sí con una diversidad magníficas Y corno dice Newman,
«basta un momento de reflexión para convencernos de que siempre ha habido posturas diferentes en la
Iglesia y siempre las habrá y que, si se terminaran para siempre, sería porque habría cesado toda vida
espiritual e intelectual».
Pero parece que eso no está de moda. Nunca se habló tanto de pluralismo y nunca fueron los creyentes tan
intolerantes los unos con los otros. Tanto abominar de la Inquisición y ahora tenemos una en cada
parroquia y en cada corazón. «Parece -ha escrito el padre Congar- que el demonio ha inspirado al hombre
moderno un cierto espíritu de cisma, en el sentido genuino de la palabra, porque, en vez de comulgar en
lo esencial respetando las diferencias, se dedica a distinguirse, a oponerse al máximo y a transformar en
motivo de oposición aquello mismo que podría tener con los demás en espíritu de comunión.»

Mas la discordia no es cristiana. «Es imposible -decía San Cipriano- que la discordia tenga acceso al reino
de los cielos.» Y es que la pasión fanática por la verdad, que brota del egoísmo, es dura, agresiva,
impositiva, divisora. Mientras que -lo dice la epístola de Santiago- «la sabiduría que viene de arriba es
pura, pacífica, indulgente, dócil, llena de misericordia y el fruto de la justicia se siembra en la paz».

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