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Uno de los más logrados productos del intelecto humano, la creación literaria, reflejó
en múltiples ocasiones estos atropellos a la persona humana. Desde la ficción los
lectores se maravillaron, se horrorizaron, se sorprendieron, de historias apasionantes que
reflejaban todos los aspectos negativos del alma humana, con crímenes develados o
impunes, con víctimas y victimarios de todos los tiempos y lugares. Quizá como
ninguna otra, esta vía literaria –la policial o criminal –sirviera para ponernos en alerta
sobre los desbordes de la ambición o de la ira de nuestra especie. Una ablución que
refresque nuestra mente contra las tentaciones que causen dolor a nuestros hermanos.
Una forma de exorcismo que expulse a ese Mr. Hyde que, en mayor o menor grado,
todos llevamos dentro.
ALBORES DEL GÉNERO. Suele decirse con frecuencia que el relato de investigación
policial tuvo su origen en la célebre tragedia de Sófocles, Edipo Rey. La búsqueda de la
verdad la inicia el propio responsable, el Rey Edipo de Tebas, tras gobernar dicha
ciudad por largos veinte años y al ser sorprendido por una violenta peste que afecta a
todos sus súbditos. El oráculo confirma que ese escarnio sólo sería superado cuando se
descubriese al autor del asesinato del monarca anterior, Layo, muerto en un
enfrentamiento con un desconocido en un cruce de caminos. Edipo va acercándose a la
verdad, uniendo pistas, aún desoyendo a su consejero no vidente Tiresias; pero cuando
más cerca se halla esa verdad, más se aleja su subconsciente de reconocer en sí mismo
el responsable del crimen. El descubrimiento de la verdad en Edipo sigue el camino del
símbolo. Símbolo quiere decir signo, señal, emblema; pero también quiere decir
contraseña, encuentro reunión, articulación. Se trata de una búsqueda de mitades que se
van acoplando hasta constituir un todo en el que surgirá la verdad y se revelará su
relación con el poder. El dios Apolo, a través de su oráculo, le envía una señal, que en
forma de respuesta a la causa de la terrible peste, significa una mitad del rompecabezas
que hay que dilucidar. La otra mitad, la reveladora del verdadero asesino de Layo, la
completa Tiresias, el adivino ciego, impulsando a Edipo a incrementar las indagaciones,
buscar testimonios, llegar hasta el fondo del asunto. (1)
Mucho más reciente, en 1841, el escritor norteamericano Edgar Alan Poe publica en
la revista Graham´s Magazine lo que se consideraría el primer relato de la especie
policial: Los crímenes de la rue Morgue. Simultáneamente, se plantea el primer misterio
de “habitación cerrada” en el que se reta al lector a explicar un enigma aparentemente
insoluble: el doble crimen de dos mujeres, madre e hija, en el piso superior de una
populosa calle parisina. En este relato, que se abre con una larga disertación sobre el
tema, se combinan alternativamente el frío razonamiento inductivo con las dinámicas
escenas, aunque sólo sugeridas, de monstruosa violencia, algunas de las más terroríficas
planteadas por su autor. Hay un nítido contraste en este relato, uno de los más largos
que haya escrito Poe, constituido entre la brutalidad ciega impuesta en los asesinatos, y
su oponente dialéctico, el raciocinio. Esto último encarnado en la figura del detective
Monsieur Dupin, sin lugar a dudas, personaje inspirador en la creación posterior del
investigador privado más célebre de la ficción: Sherlock Holmes. *
Monsieur Dupin aparecerá en dos entregas más. Al año siguiente Poe publica El
misterio de Marie Roget, basado en un crimen real y no resuelto. La carta robada saldrá
en 1844, cumplimentando una trilogía que traza las pautas del relato policial, el mismo
que fuera evolucionando hasta nuestros días con las particularidades de cada época,
puntos de vista y “escuelas”. Casi veinte años más tarde sale a la venta en Francia “L
´affaire Lerouge”, de Emile Gaboriau, la primera verdadera narración larga de ese
género, por lo cual los franceses le atribuyen ser el primer autor del roman policier. En
las novelas de Gaboriau se notará aún el lastre del gusto de la época por el melodrama y
el folletín, pero apuntan al verdadero meollo de la novela detectivesca: el duelo entre el
detective y el criminal, el enfrentamiento entre el caos y la razón.
*Según Charles Pierce, la obtención de la verdad por medio de la razón puede darse a través de
tres vías: la deducción, la inducción y la abducción. Mientras que la deducción prueba que algo
debe ser, la inducción muestra que algo es realmente operativo; en cambio, la abducción se
limita a sugerir que algo puede ser. La abducción es el paso entre un hecho y su origen. Éste es
el método utilizado por Monsieur Dupin para desentrañar los asesinatos de la rue Morgue.
La novela de detectives en su modalidad clásica alcanzará niveles de ingenio muy
altos. Aunque por desgracia esto se conseguía en numerosos casos por un
empobrecimiento del estilo. Abundaban las pautas rígidas, los estereotipos, en
detrimento de la faceta literaria. Muchas historias acabarán siendo mecánicas
convirtiéndose en triviales y totalmente alejadas de la realidad. Nacido bajo la forma de
folletín, el género policial (más adelante género criminal) fue “una expresión del
conflicto entre irracionalismo y racionalismo, está relacionado con la divulgación
científica y con la evolución de la policía y de la administración de la justicia en las
últimas fases de la revolución industrial” (Alberto del Monte).
Cuando Patricia Highsmith publica su primer novela Extraños en un tren contaba con
jóvenes veintinueve años, y nadie pensó que a partir de que Alfred Hitchcock la llevara
al cine, cobraría tanto vuelo su arte de escritora. Cinco años después, en 1955, al lanzar
El talento de Mr. Ripley, aparece su personaje-emblema, protagonista de una serie de
novelas negras que la llevarían a la cúspide entre los autores de esta modalidad: Tom
Ripley. De falsificador de poca monta a un asesino por obra de las circunstancias, Tom
reemplaza a su víctima y disfruta de un buen pasar usurpando la personalidad y fortuna
de ésta. Admiradora de Guy de Maupassant, Patricia Highsmith ofrece un estilo tan
sincrético como el del autor francés. Pero en sus novelas se muestra polémica y exhibe a
la vista de todos la hipocresía y la ambigüedad moral de la sociedad. En las siguientes
novelas de la saga, La máscara de Ripley, El juego de Ripley, etc., el procedimiento
usual de asesinato y reemplazo de las víctimas será el sello de distinción de Tom. Pero
el público lector, con toda seguridad, se pone del lado del personaje, esperando que
nunca lo alcance el brazo de la justicia. Highsmith prácticamente debió asilarse en
Inglaterra en 1963, incómodo como estaba el público norteamericano de sus relatos. En
ellos los criminales no eran seres marginales, sino comunes, con sus vidas privadas y
relaciones y sus sueños americanos. Patricia Highsmith atacaba en la médula, la parte
más sensible de la sociedad norteamericana, descubriendo el criminal escondido debajo
de cada alma. La autora definió así, en un reportaje, a su criatura: “Tom Ripley es un
hombre tan civilizado que mata cuando tiene necesariamente que hacerlo. Vive a su
manera, no es un criminal, es un arribista obligado a matar”.(5)
A partir de los setenta, el séptimo arte se alimentó con frecuencia de estos caracteres.
La tretralogía de Thomas Harris, Red Dragon, The silent of lambs, Hannibal y Hannibal
the rising, le produjo fama y dinero a su autor a partir del estreno en 1991 de la segunda
de esas obras, traducida al mundo hispanohablante como El silencio de los inocentes.
En ella, la búsqueda de un asesino serial requiere la colaboración de un peligroso
psicópata –quien es un culto profesional psiquiatra –llamado Hannibal Lecter, que
también cuenta en su haber innumerables muertes de pacientes, llevadas a cabo con
frialdad y sin sentido alguno. La infrecuente inteligencia de este personaje impacta en el
lector-espectador, quien de inmediato simpatiza con él, pese a su pasado de crímenes y
su permanente peligrosidad. El cine contribuyó con obras de valor incalculable, que
hicieron revalorizar el policial negro y, en muchos casos, lograr elevar a la categoría de
arte este género. Scripters y screenwriters lograron a través de su contribución a la
cinematografía lo que no habían llegado a conseguir en sus publicaciones de papel.
Robert Burton Towne es un ejemplo de ello. Su guión para Chinatown (1974), film
dirigido por Roman Polanski, le dio un Oscar al mejor libreto en ese año y es
considerada, por los especialistas del medio, como la tercera historia más original
llevada a la pantalla grande (ver epígrafe).