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Relatos del

Dragón y el Dado
Una selección de las mejores obras del
I Concurso de Relatos
Dado de Dragón
Simón Blasco Perales
David Bueno Minguillón
Carlos Cabrero López
Miguel Ángel Fecé Allué
Elena Pilar García García
Iván Gimeno San Pedro
Ismael Guerrero Alonso
Jorge Mir Bel
Ernesto Paño Pinilla
Guillermo Romeo Sánchez
Un proyecto de la Asociación Cultural Dado de Dragón
www.dadodedragon.es

Diseño y maquetación: Miriam Soler


Recursos gráficos: ShakumaxSatoshi, Emerald-Hearts,
MaxDaten AmeliaElvishDream

Versión 1.0. Enero de 2010


Está obra está publicada bajo una licencia Creative Commons
Attribution – Share Alike 3.0 Unported. Se permite el uso (co-
mercial o no) de estos escritos y de las posibles obras derivadas
siempre y cuando la distribución de las mismas se efectúe bajo
una licencia igual a la que regula la obra original y se reconozcan
en todo momento las respectivas autorías.
Índice

Prólogo ........................................................... 9
De Héroes y Monstruos ................................ 13
La Cuarta Vía ............................................... 39
Alfontín y Jomilar......................................... 65
Sombrero de Copa ........................................ 95
El fin de la Horda Quelni............................ 105
Bienvenido al Club ..................................... 117
Destino de Leyenda .................................... 149
Las Aventuras de Guillermo el Valiente .... 163
El joven y el mar......................................... 201
Loa-Ters .....................................................217

7
Antes de empezar…

Si estás leyendo esto, y no es por abu-


rrimiento o por obligación, es porque te
gusta el género fantástico y esas realidades
imaginarias donde todo es posible: extrañas
criaturas, magia, mundos imprevisibles,
actos heroicos…
A nosotros, y hablo en plural porque
considero que se aplica igual a todos los
socios de Dado de Dragón, nos encanta la
fantasía. De una forma u otra, sea como
aficionados a Lovecraft y sus oscuros An-
tiguos o enamorados de Tolkien y la Tierra
Media, disfrutamos de ella y de su prima
hermana la imaginación siempre que po-
demos. Por eso jugamos a rol, o a cartas, o
a tablero, o practicamos softcombat, o dis-
frutamos de ella en todos los ámbitos posi-
bles: cine, música, videojuegos, comic…
Sin embargo, considero que hay un
medio al que hay que rendirle una pleitesía
especial, que es el primordial para com-
prender la fantasía, apreciarla en toda su
magnitud y entender que no es simplemen-
te un juego de niños.
9
Y es la literatura.
La fantasía nace de la imaginación, pe-
ro es mediante las palabras como se ex-
tiende y desarrolla, creando mundos nue-
vos y llenos de vida, y alimentando nues-
tras propias ideas como una película o un
videojuego no podrían llegar a hacer jamás.
Por eso, nuestra asociación decidió or-
ganizar el concurso de relatos que nutre
estas páginas. Para fomentar el género
fantástico y dar alas a la imaginación no
hay nada como la lectura; y con dos ideas
por delante (animar a la gente a escribir y
distribuir esos escritos todo lo posible)
comenzamos a trabajar en el I Concurso de
Relato Fantástico Dado de Dragón.
Y el resultado fue satisfactorio en ex-
tremo.
No esperábamos tantos relatos ni por
asomo, encontrando que los aficionados a
la fantasía somos numerosos en nuestra
región. La gente se animó a participar, va-
ya que sí, y aún más se interesaron por la
evolución del proyecto. Podíamos dar por
totalmente exitoso el primer objetivo mar-
cado: animar a la gente a escribir.
10
Ahora, este texto entre tus manos (o en
tu pantalla) es la forma que tenemos de
intentar cumplir con el segundo objetivo lo
mejor posible. Y hacer que esos textos lle-
guen a cuanta más gente mejor para ali-
mentar la imaginación.
Por lo demás, espero sinceramente que
disfrutes con estas historias como yo he
disfrutado viendo la evolución de este pro-
yecto literario. Es hora de iniciar el cami-
no…

Miriam Soler
Dado de Dragón

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De Héroes y Monstruos
David Bueno Minguillón

No he conocido pueblo que no cante a


sus héroes sean estos cuales sean, hicieran
estos lo que hicieran, tuvieran los triunfos
que tuvieran y cometieran los crímenes que
cometieran. Aun así, a pesar de la exalta-
ción de todos, de nuestro deseo de emular-
los, de nuestra fiebre desatada por sus ac-
ciones, en realidad, todos sabemos que
estos relatos son Fantasía.

El viento ha sacudido las velas de las


embarcaciones que han surcado el mar
Mediterráneo, llevó a los fenicios ante las
imponentes columnas de Hércules, condujo
a Aníbal hasta la fértil tierra de Iberia y
meció las galeras romanas en su expansión
por oriente.
Hoy trae de vuelta a casa muchas de
esas naves. Engalanadas de la victoria en
Creta. Llenas de legionarios valientes har-
tos de bebida, comida y fortuna. Y quizá el
más afortunado por los dioses disfruta de
13
este mismo viento que meció el rostro de
Aquiles, Agamenón y Ulises. Hoy, de re-
greso al hogar, sueña con ser uno de esos
héroes inmortales.

Así son los hombres. Así es el general


Antonio Cares. Fueron los sueños lo que le
impulsaron a dejar sus comodidades patri-
cias para partir por fortuna y fama. Sobre
todo fama. Dejó que sus manos se encalle-
cieran con el uso del gladius y el pilum.
Que su blanca piel se curtiese con el sol y
el mar. Cambió a las nobles damas de piel
tersa por las furcias de puerto y las prisio-
neras de piel morena. Ese era el general
Cares, un hombre que abandonó Roma
para la gloria de Roma.

Al dejar que el sol cegase sus ojos no


vio como su segundo al mando, Casto Llu-
ro, se colocaba con cuidado a su espalda.
Pero poco le importaba, allí, en aquella
galera era más respetado que cualquier
senador de la República.
-General- le llamó Casto- Los hombres
se preguntan que hará cuando llegue a Ro-
14
ma. Quieren que les de ideas de como gas-
tar su parte del botín.
-Casto- le contestó- mi buen amigo- se
me ocurre que lo primero que haré será ir a
casa de mi madre.
-Es verdad, primero la familia- Asintió
Casto.
-Allí deje a una muy joven esclava que
ya me provocaba cuando me marché- con-
tinuó- ¡Ya estará madura! - Rió el general.
Aquello provocó la algarabía de todos.
-Después de eso- prosiguió- veré a mi
mecenas, mi tío, el senador Tulio Tarquino,
y le entregaré mi regalo. Estará tan satisfe-
cho de nuestro trabajo que Roma nos re-
compensará mejor que a ningún otro legio-
nario que haya vuelto a casa. Habrá más
dinero, más gloría y más mujeres de la que
podáis disfrutar en toda vuestra vida. Todo
eso será nuestro por un simple presente de
ganado.
Todos volvieron a reírse y a alabar a su
general. Embriagados de promesas. Aun-
que todos enmudecieron cuando le galera
tembló y del fondo de su bodega surgió un
15
rugido profundo y desafiante. Pasaron los
instantes y el rugido se apagó y las caras de
satisfacción volvieron a todos después de
haber desaparecido por un momento.
Antonio hizo un gesto a Casto y ambos
se dispusieron a descender a las entrañas de
la embarcación. Todos los hombres se afa-
naban en la cubierta. Solo dos legionarios,
escogidos entre los más valientes, vigila-
ban la pesada jaula construida de forma
expresa para custodiar a un único huésped.
Cuando el general y su segundo entra-
ron, este último se tapó la boca con asco.
El ambiente estaba cargado de un penetran-
te hedor a sudor y a excremento. El fuerte
olor a animal hería sus fosas nasales más
que la sangre del campo de batalla.
A una señal del general los dos legio-
narios abandonaron sus puestos dirigiéndo-
se a cubierta para poder respirar aire puro.
No dijeron nada ni miraron atrás, aprove-
charían todo el tiempo posible para alejarse
de aquel servicio.

Antonio oteó en la oscuridad pues sus


ojos tardarían un poco en acostumbrarse.
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En cubierta el abundante sol les iluminaba
en señal inequívoca de que Júpiter guiaba
sus pasos. Allí abajo, Plutón reinaba, y le
parecía que se erguía ante él desafiante. No
era un hombre lo que tenían enjaulado pero
tampoco era un dios.
-El general Antonio Cares viene a
verme- dijo un voz gutural, inhumana, ca-
paz de quebrar al más valiente- y acompa-
ñado por su serpiente.
El aludido miró de reojo a Casto, visi-
blemente molesto, y sonrió.
-Urdes inútiles estratagemas, Aste-
rión.- Le comenzó a contestar.- ¿Que ocu-
rre? ¿No te tratamos bien?
La bestia se arrojó violentamente con-
tra los barrotes de la jaula y toda la embar-
cación tembló de nuevo. Casto cayó de
espaldas y Antonio echó mano al gladius
instintivamente al presentir que la celda de
hierro cedía. Pero no lo hizo. Frente a fren-
te, hombre y bestia se encararon.

Antonio era de mucha menor talla que


Asterión que le sacaba más de tres cabezas.
17
Eso sin contar los gruesos y afilados cuer-
nos que le salía de su testa de toro. Los
ojos de uno eran claros y francos, los del
otro pequeños y oscuros. El cuerpo del
general era proporcionado y atlético y el
del minotauro era hercúleo y velludo. Am-
bos se miraron y ninguno evitó el desafío
hasta que el preso explotó de nuevo.
-¡Sácame de aquí!- le bramó.
-¡No! ¡Eso nunca!- le contestó- Yo te
he derrotado. Te busque en las entrañas de
Creta. Sabía que estabas allí en algún lugar.
Te encontré y te vencí. Eres mío para hacer
contigo lo que desee. Me perteneces, per-
teneces a Roma y Roma sabrá dar un final
merecedor de alguien como tú.
-¡Yo no soy de nadie!-le gritó-¡Y tú no
me venciste, tú y tú serpiente me tendisteis
una trampa! ¡Lucha conmigo y te destro-
zaré con estas manos!
El general Antonio rompió la tensión
permitiéndose reírse de su prisionero.
-Utilizamos los dones que nos dieron
los dioses. -le susurró acercándose- No me
culpes a mí por tenderte una trampa, cúlpa-
te a ti por haber caído en ella.
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"En pocos días desembarcaremos y to-
da la República sabrá de sus héroes que
vuelven a casa. La fama y la gloría nos
están esperando allí y tú nos la vas a otor-
gar. Tu derrota es la derrota de Grecia y su
tan sobrevalorada cultura. Sus dioses ca-
erán ante los nuestros y pronto se olvi-
darán. Solo será recordado como fueron
sometidos ante nuestras tropas para nuestro
regocijo"
-Escúchame bien General Antonio Ca-
res- le amenazó el minotauro- he vivido
tantos años que no puedo contarlos- he
olvidado muchas cosas, pero hasta que no
tenga tu cabeza arrancada de tu cuerpo en
mis manos, no olvidaré tu nombre.
-No te culpo- le dijo con aire de mofa-
dentro de unos días nadie podrá olvidar
nunca mi nombre.

Los romanos se retiraron con aire


triunfante, aunque no faltó que Casto mira-
ra de reojo la jaula con actitud precavida.
Al subir a cubierta el sol volvió a bañar sus
rostros y las preocupaciones desaparecie-
ron. Abajo quedó la oscuridad y la deses-
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peración. Asterión asió con fuerza los ba-
rrotes y tensó sus poderosos músculos para
intentar doblarlos, al ver que no cedían se
afanó con brazos y piernas. Solo consiguió
agotarse. Extenuado, preso y vencido, el
minotauro se arrodilló y elevó sus fuertes
manos al cielo allí donde se encontrase.
-Poderoso Zeus- rezó-. No entiendo tu
venganza. He sido humilde desde que cedí
mis tesoros a Teseo porque creí que era lo
que tú querías. ¿Por qué vienen estos hom-
bres de menor valía a turbar mi descanso?
Teseo era un héroe, estos son solo hom-
bres.
“Haz caer tu furia sobre estos perros de
mar. Yo, Asterión, tu hijo, te prometo sa-
crificios. Si es tu voluntad consagraré lo
que me reste de vida a tu alabanza si los
mil tormentos caen sobre la frente de An-
tonio Cares.”

Los legionarios que guardaban la jaula


descendieron de nuevo portando licor y
comida. La camaradería de sus compañeros
los hizo lo suficientemente descuidados
para que el más joven de ellos se aproxi-
20
mara imprudentemente a la celda. La sor-
presa estuvo de parte de Asterión cuando
consiguió asir a su custodio, primero por
un brazo y después por el otro. En el tiem-
po en que su compañero de armas reac-
cionó y arrojó las viandas para sustituirlas
por los instrumentos de muerte dando fuer-
tes alaridos de alarma, el joven legionario
vio su vida segada y como sus dos brazos
eran arrancados de su cuerpo.
Sintió como la vida se escapaba y ante
él, al mismísimo Plutón, que se llevaba sus
brazos como grotesco trofeo de victoria.

Los días pasaron y la luna cambió de


forma hasta desaparecer dejando las noches
oscuras y las galeras a merced de las estre-
llas. Fue a su luz cuando llegaron cerca de
la costa. El general evitó aproximarse mu-
cho para que con las primeras luces del
alba sus compatriotas de Fiumicino los
avistaran y prepararan una recepción digna
de sus hazañas.

Con el frescor de la mañana las galeras


tocaron tierra y los legionarios victoriosos
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de Creta avanzaron en formación hasta la
población. No hubo vítores, ni canciones,
ni ramos de flores echadas a sus pies. An-
tonio encabezaba la marcha mientras dos
bueyes arrastraban la pesada jaula tapada
con una gruesa manta. El general, inquieto
y encolerizado, miraba en todas direccio-
nes y solo veía ojos inquietos y que le ob-
servaban con desconfianza. Al llegar a la
plaza por fin pudieron encontrar lo estan-
dartes romanos que marcaban la recepción.
La cara de Antonio se iluminó al fin de
júbilo pues anhelaba reunirse con su men-
tor, el senador Tulio Tarquino. Al acercar-
se no pudo evitar una mueca de desilusión
al encontrarse con otra persona.
- Saludos general Antonio Cares- Se
adelantó otro senador que le era totalmente
desconocido.
- Saludos senador.- Le contestó- Creí
que me encontraría aquí con el senador
Tulio Tarquino. Espero que se encuentre
bien y envíe recuerdos a su querido sobri-
no.
- Por supuesto general, mis disculpas.-
Se excusó el senador.- Mi nombre es
22
Rómulo Grato y vengo en lugar de vuestro
tío. No debéis preocuparos, la salud de
vuestro tío no ha variado en semanas.
- Me alegro- se calmó- tengo muchas
ganas de reunirme con él. Tengo grandes
noticias que contarle.
- Es verdad- le interrumpió sibilino- la
última vez que lo vi, Tulio no dejaba de
hablar de aquello que os envió a buscar a
Creta. Lo habéis capturado, espero.
Antonio, el cual sufría de la tradicional
vanidad romana, ordenó destapar la jaula.
Por primera vez en tierra bárbara un mino-
tauro fue visto a la luz del sol. El senador
Rómulo quedó fascinado y se acercó len-
tamente para poder contemplar detenida-
mente cada detalle.
-Es fascinante- interrumpió una voz de
mujer- Es digno de los dioses.
De una de las tiendas había salido sin
ser vista Aurelia, la esposa del senador
Rómulo. La cual se unió a su marido al
contemplarlo.
- Sí que lo es, querida- le contestó
Rómulo- es un titán.
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- Es tan hermoso- continuó Aurelia.
- Lo que es, es peligroso- Apostilló
Antonio- no se acerquen más. Perdimos a
uno de nuestros hombres en un descuido
cuando Asterión le arrancó los brazos.
Ante aquello, ambos patricios se retira-
ron incómodos aunque Aurelia no pudo
más que susurrar su nuevo capricho.
- Asterión...

- He de daros las gracias general- co-


menzó a hablar más animado Rómulo Gra-
to- y también he de recompensaros tal co-
mo os merecéis. Lo primero que haré en
nombre de la República es recompensar a
vuestros subordinados. Declaro la decimo-
tercera legión de Antonio Cares licenciada,
se le dará cada legionario una parte propor-
cional del botín de Creta y se les permitirá
volver a sus hogares.
Aquello arrancó vítores a todos. Anto-
nio sacó pecho a la espera de que llegara su
turno.
"Declaro que vuestro subordinado,
Casto Lluro, ascienda al grado de general y
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la primera orden que deberá cumplir será la
de arrestar a Antonio Cares por conspirar
para traicionar al senado con el finado se-
nador Tulio Tarquino."

Cuando estas palabras llegaron a su


comprensión tenía encima a varios de sus
hombres, incluido Casto, que le habían
desarmado y le dominaban en el suelo a
pesar de su resistencia.
- ¡No!- se resistió a creer- ¿Qué haces
Casto? No es verdad. Maldito seas, me has
traicionado.
- Así es Antonio-. Le contestó su hasta
ahora intimo amigo- La verdad es que el
único que confiaba en mí eras tú. Hasta esa
bestia pudo ver mis intenciones desde un
principio.
- Casto, tú eres el traidor. -Le pudo de-
cir a la cara mientras le incorporaban- Me
has tendido una trampa.
El ahora nuevo general se le acercó pa-
ra que pudiera oírle bien.
- No me culpes a mí por haberte puesto
una trampa. Cúlpate a ti por haber caído en
25
ella.
Cuando golpearon al ahora preso An-
tonio hasta que le abandonó la consciencia
lo único que podía oír una y otra vez en su
mente eran las carcajadas inhumanas que
provenían de una jaula diseñada expresa-
mente para contener a un monstruo.

El mundo, tal como se conocía hasta


aquel entonces cambió por completo. Aste-
rión fue exhibido por toda Roma y de todo
el mundo conocido llegó gente que quería
poder ver a un semidiós. El culto a los dio-
ses griegos aumentó desproporcionada-
mente, la población de la gran ciudad se
duplicó en un año. Tal fue la fiebre que
provocó la llegada del secreto de Creta que
el senado tuvo que tomar una decisión
rápida, sabia y cruel. Por el bien de Roma,
Asterión debía morir.

En los primeros días de primavera,


aproximadamente un año después de la
llegada de Asterión, el general Casto Lluro
recorre los pasillos de una de las peores
prisiones de la República. Al entrar en la
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celda asignada a Antonio Cares tuvo que
taparse la boca con un pañuelo para inten-
tar entrar. Finalmente desistió y ordenó a
los lúgubres carceleros que lo sacaran.
Antonio fue arrojado al patio de la
cárcel y aseado con cubos de agua. Se veri-
ficó que aun tuviera vista y que rigiera
mínimamente. Se le proporcionó ropa lim-
pia y comida abundante. El antiguo general
aceptó todas estas mercedes sin pronunciar
palabra hasta que volvió a sentirse con
fuerzas para ello. Cuando a punto estaba de
llegar el verano Casto Lluro volvió a visi-
tarlo.
- Saludos Antonio- le saludo sincero-
Te veo mejor que la última vez.
Casto lucía ahora túnica de exquisita
manufactura así como joyas y abalorios
extranjeros. Se notaba que su cabeza, ma-
nos y pies disfrutaban ahora de los mejores
cuidados que la casa Grata podría ofrecer.
- ¿Por qué no me has dejado morir?- le
preguntó también muy sincero.
- Curioso- se extrañó Casto- vengo
porque debes hacer un último servicio a
Roma.
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-¿Un último servicio a Roma?- co-
menzó a reírse- ¿Y cual es?
- Precisamente eso, mi querido Anto-
nio. Morir. Pero yo te diré como.

Varias semanas después el coliseo es-


taba abarrotado. Las gradas amenazaban
con venirse abajo. El espectáculo anuncia-
do superaba con creces lo esperado. El
poderoso minotauro de Creta, Asterión,
sería encadenado a su captor, el traidor
Antonio Cares y ambos se enfrentarían a
una docena de los mejores gladiadores lle-
gados de todos los rincones de la república.
Nadie quería perdérselo. Si la llegada de
Asterión había sido anunciada hasta embo-
tar los oídos, su captura y la figura del ge-
neral Antonio seguía siendo un misterio
que atraía la imaginación de los más senci-
llos. Algunos lo tildaban de traidor hábil y
astuto. Otros lo asemejaban a los héroes
griegos que caían en desgracia pese a su
fama y gloria.
En aquel momento, mientras la afición
romana vitoreaba a la docena de gladiado-
res que darían buena cuenta de hombre y
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minotauro, ellos, volvían a encontrarse de
nuevo. Ante la supervisión de Casto Lluro
se encadenó la mano izquierda de Antonio
a la derecha de Asterión. Se le entregó al
hombre un gladius y al monstruo una maza
pesada que esgrimió con ligereza y soltura.
Ellos estaban completamente ausentes
de todo, de Casto, de los cincuenta mil
romanos que aguardaban verlos morir y de
las cadenas que los aprisionaban. Solo pod-
ían mirarse a los ojos y sentir el peso de
sus armas. Solo una breve excusa provo-
caría que la batalla terminara antes de salir
a la arena en un breve y sangriento mo-
mento. Sin embargo no se lo permitieron.
A golpes los hicieron dirigirse hasta las
pesadas puertas. Cuando estas se abrieron
el sol les cegó, una gran ovación les ensor-
deció y con pasos dubitativos salieron a la
arena a la vista de todos.
Los segundos que tardaron en darse
cuenta de donde se encontraban fueron lo
que necesitaron sus oponentes en cercarlos.
A Asterión le cayó encima una pesada red
y a Antonio le arremetió un tridente muy
afilado. Sin embargo parecía que los dioses
les favorecían pues la red no era lo sufi-
29
cientemente grande para una criatura de su
tamaño y el tridente no fue lo suficiente-
mente rápido. A partir de ese momento
aquella extraña pareja comenzó una danza
de muerte que segó las vidas de los gladia-
dores. Uno tras otro, eran cercenados por el
hábil gladius de Antonio o aplastados por
la maza de Asterión. El minotauro arrancó
las cabezas de sus oponentes y las clavó en
sus cuernos. Aquello terminó de amedren-
tar a los restantes oponentes que pasaron de
ser asesinos a simples víctimas.
No se recordará nunca victoria como
aquella ni aclamación tan popular.

Aunque no había salido como se espe-


raba. El senado que manejaba abiertamente
Rómulo Grato decidió sacar más provecho
de aquella nueva situación y presentó al
héroe y al monstruo como la nueva pareja
de moda, al mismo tiempo que les intenta-
ba matar por todos los medios posibles.
Uno tras otro, Antonio y Asterión, iban
superando todos los nuevos retos. Los
muertos se contaban ya por centenares y
aquello dio lugar a una mitificación de

30
aquellos luchadores. En la nueva provincia
romana de Creta se les hacía culto como a
dioses y poco a poco comenzó a extenderse
por todo oriente.

Al llegar el frío, Casto Lluro, acom-


pañó a una embozada figura a otra celda,
esta vez, bien distinta que la que visitara en
primavera. Cuando la puerta se abrió con-
templó a Asterión vestido como un roma-
no, lavándose las manos después de haber
disfrutado de una opulenta comida. Al ver
llegar al general su gesto se contrajo por
una imprevisible furia contenida.
- Saludos Asterión- comenzó dubitati-
vo- veo que ser un héroe de Roma es mejor
que ser un mito de Grecia ¿no te parece?
- Solo he conocido un héroe de Roma-
le respondió- y está tan preso como yo.
Roma es desagradecida con sus vástagos.
- No tan desagradecida- dijo haciendo
que se adelantara la figura embozada- creo
que recordarás a Aurelia. La esposa del
senador Rómulo Grato.
- Ciertos rostros no se olvidan.- Dijo
31
mirándole fijamente a los ojos.
Casto desvió la mirada y dejó paso a
Aurelia. Sin decir más dejó la estancia.
Aurelia se descubrió y se desembarazó
de la túnica. Su fragancia inundó la estan-
cia. Perfumes traídos de todos los lugares
exóticos pugnaban por llegar al olfato de
Asterión. Ella se acercó y puso sus manos
en su pecho. Su respiración, fuerte, domi-
nante, impresionó a aquella mujer ávida de
deseo.
- Eres un secreto para mi Asterión- le
dijo- un secreto codiciado. Quiero saber
cosas de ti Asterión. Responde a mis pre-
guntas y te recompensaré con placeres dig-
nos de los dioses.
- ¿Que podría querer saber de mí al-
guien como vos?- le preguntó mientras se
acercaba para dejar que su olor le inundara
despertando su deseo.
- Dicen que Teseo te había matado, pe-
ro eso no es verdad- afirmó.
- No, no lo es.- Confirmó- Teseo era un
gran héroe pero envidiaba algo que era
mío.
32
- Ariadna- adivinó ella.
- Ella me eligió a mi y después le eli-
gió a él - le explicó- lo que es cierto es, que
en aquel momento, Teseo me mató.
Ella se apiadó de él y reclinó su cuerpo
tímidamente cubierto por suaves sedas jun-
to a la virilidad del minotauro.
- ¿Como consiguió Antonio capturar a
alguien como vos?
- Me desafió a combatir con él y cuan-
do aparecí derrumbo el techo sobre mí car-
gando sobre mis hombros un enorme pe-
ñasco.
- ¿Es verdad que os ofrendaban con
siete doncellas cada siete años?- le pre-
guntó mimosa.
- Es cierto.
- ¿Y yacíais con ellas?
- Con todas.
Asterión la tomó en sus brazos y des-
nudó su cuerpo y fue entonces, cuando la
fantasía se hizo real, cuando a Aurelia le
surgió el temor. Fue entonces cuando vio el
cuerpo desnudo del minotauro cuando se
33
dio cuenta de su inhumanidad. El temor se
convirtió en pánico. Al no tener nada que
hacer para vencer el ímpetu de Asterión
gritó pidiendo auxilio. Los guardianes en-
traron inmediatamente y comenzaron a
golpear tan violentamente como pudieron
al viril minotauro.
Aurelia dejó la estancia semidesnuda
huyendo de la vergüenza y el deseo des-
medido. Los soldados contuvieron a Aste-
rión y Casto se encaró con él.
- Sabía que era una mala idea. Ayudad
a la señora- les ordenó- No eres más que un
monstruo.- Le escupió mientras los solda-
dos salían de la estancia.
Cuando Casto iba a cruzar la puerta
Asterión se arrojó sobre él cruzando la cel-
da con una velocidad antinatural para su
tamaño. Agarró fuertemente al general por
la nuca y cerró la puerta violentamente.
Con sus garras deshizo las vestiduras de
Casto.
- En Creta era adorado como un dios.-
Le susurró al oído mientras este hacia de-
nodados intentos de liberarse- Traían para
mi siete doncellas y siete efebos para satis-
34
facer mis deseos. No soy un monstruo,
pero tampoco soy un hombre.
Casto no pudo evitar sentir como el
minotauro violaba su cuerpo con violencia.
Tal fue el ímpetu del acto que pronto sus
pies se empaparon en la sangre que desli-
zaba por su cuerpo. Los soldados le habían
dejado atrás para alcanzar a Aurelia. Estaba
solo a merced del monstruo. Los instantes
pasaron dramáticamente mientras Asterión
se saciaba de su cuerpo. Un rugido de pla-
cer y victoria dio fin a su suplicio y Casto
cayó al suelo desangrándose por momen-
tos. Y fue así como, por momentos, el ge-
neral Casto Lluro perdió la dignidad, la
consciencia y la vida.

A pesar de la muerte en extrañas cir-


cunstancias del general favorito de Rómulo
Grato no hubo represalias para Asterión, ni
para Antonio, de hecho no le pareció im-
portar a nadie. Y una vez más, héroe y
monstruo, se encontraban de nuevo enca-
denados esperando para salir a la arena. El
clamor no había empezado fuera cuando ya
era ensordecedor dentro. El resto de gla-

35
diadores y siervos que abarrotaban las en-
trañas del coliseo les aclamaban, las muje-
res tiraban flores a sus pies y en alguna
ocasión se acercaban con sus hijos para que
ambos les bendijeran. Era una gloria es-
condida aunque por todos aclamada.

- Gracias Asterión- le habló Antonio


por primera vez desde que les encadenaran
hacía meses- por lo de Casto. Encontró el
final que se merecía.
- Los romanos tienen la lengua rápida
para desafiar pero la piel suave- le con-
testó- fue un verdadero placer.
Antonio no pudo contener la risa aun-
que Asterión no supo en un primer momen-
to de que se reía.
- Quiero decirte que ha sido un honor
combatir contigo- continuó el romano - no
lo hubiera creído si no me hubiera pasado.
Lucharé contigo y moriré contigo o a tus
manos.
- No será necesario.
Asterión levantó su pesada maza lava-
da con la sangre de cientos de hombres y la
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descargó sobre las cadenas que les unían.
Estas se rompieron en mil pedazos.
- ¿Qué haces?
- Te libero Antonio Cares - le dijo el
minotauro- de tu promesa y de mi maldi-
ción. Márchate y forja una nueva vida lejos
de aquí.
Antonio se vio libre y miró a su alre-
dedor. Todos los que allí estaban aclama-
ban la acción del minotauro y los guardias
miraron a otra parte o abrieron distraída-
mente las puertas de las entrañas del Coli-
seo.
- Ven conmigo- le ofreció- volveremos
a Creta de donde nunca debí apartarte.
- No - se negó Asterión.
- ¿Por qué no?- pregunto desesperado.
- Roma es una ciudad sorprendente-
explicó- llena de intrincados pasillos que te
llevan a una muerte segura o a la más ex-
quisita de las glorias. Para mi este nuevo
mundo es un laberinto que desafía toda
imaginación. Y que sería de un laberinto
sin su minotauro.

37
Antonio fue obligado a fugarse por
gladiadores, esclavos y guardias. Aunque
dicen que se resistió seguro que lo último
que contempló de aquel lugar fue a Júpiter
encarnado avanzando con paso decidido
hacia la fama y la gloria en forma de pa-
sión, sangre y piel de toro. Dicen que el
antiguo general romano llegó a Creta y que
encabezó una cruenta revuelta contra la
expansión romana. Aunque esa historia
corresponde ya al mito.

Los héroes surgen y desaparecen como


las etapas de la historia, sin embargo los
monstruos persisten en todos nosotros épo-
ca tras época. Los hermanos se encuentran
en los sitios más inesperados así como la
muerte, el más inflexible de nuestros desti-
nos. A veces nos introducimos sin darnos
cuenta en tenebrosos laberintos que repre-
sentan nuestra vida diaria, de los que no
podemos escapar, los que no podemos ver,
oler ni tocar y es a estos laberintos a los
que nosotros llamamos Realidad.

38
La Cuarta Vía
Iván Gimeno San Pedro

“Según la antigua creencia de los ari-


maspi, Matriîu es el nombre que ellos dan
a Karima, la madre diosa sobre la que
todo el mundo habita. Matriîu yace flotan-
do en el vacío en posición fetal para prote-
gerse de los rayos solares pues aunque su
calor y su contacto le agradan tiene los
ojos muy delicados y podría perder la vista
si mirase directamente a la estrella. Sobre
su espalda se desarrolla la vida que todos
conocemos y en el centro de esta espalda
se encuentra la espina dorsal de la diosa:
unas infranqueables montañas que reco-
rren el continente en dirección Este-Oeste
y que se conocen con el nombre de Cordi-
llera La´Hertba. Su anchura es variable
pero dada la altura de sus nevados picos
es imposible atravesarlas incluso en las
zonas de menor extensión.
Después de haber calculado, con el
método que he inventado, la altura de las
montañas del Este, tal y como he relatado
en este tratado, mis estudios de geografía
39
me llevan ahora a esa región para intentar
medir el pico del mundo y porque no, en-
contrar un paso entre las montañas. Dejo
así todos mis últimos descubrimientos ano-
tados en este texto por si se diera el caso
de que no regresase. Mi edad ya es avan-
zada y la misión que emprendo es arto
peligrosa […]”
De la medición de Karima,
Santur el Físico
Madjene, año MCXXXVIII de la fundación

El frío aire del Este, conocido como


Excelo debido a su procedencia del paso de
Excel, golpeaba impunemente al joven,
pero a este parecía no importarle. Vestido
con un grueso pantalón de lana sardapkana
y una camisa de lino azul cubierta por un
fino chaleco de cuero que en su día sirvió
de piel a un joven becerro parecía no inmu-
tarse ante los embates que el viento le pro-
pinaba. Allí se encontraba Tachiî, el joven
arimaspi, sentado en la roca que remataba
el promontorio que se elevaba casi veinti-
cinco varas por encima de la escena que
estaba contemplando con una tristeza infi-

40
nita, marcada en su rostro casi imberbe
recorrido por las lágrimas. Tras él, la
enorme espina dorsal de Matriîu, la cordi-
llera La´Hertba, se elevaba directamente
hacia el cielo, con unas pendientes pasmo-
sas que en la mayor parte de su geografía
asustarían al más pintado de los escalado-
res.
Un ligero cántico allá abajo escapó de
los azotes del viento llegando a los oídos
de Tachiî. Era la despedida final, el viaje
del espíritu al más allá comenzaba con esa
canción, cuando el cuerpo se unía a la
montaña. Aunque el joven quería unirse a
la despedida no podía porque algo lo des-
garraba por dentro impidiéndole entonar el
cántico, ni siquiera articular unas palabras
de despedida podía. De su boca sólo apare-
ció un llanto quebrado por la amargura y la
tristeza más hondas. Su intento se perdió
entre los sollozos. Había perdido a su me-
jor amigo, un hermano para él. Georgiî era
la última víctima de sus enemigos ancestra-
les, los grifos. Su cuerpo roto había sido
encontrado después de despeñarse casi
cuatrocientas varas desde uno de los inac-
cesibles nidos de esos asquerosos pajarra-

41
cos. Sólo de pensarlo la rabia bullía en el
corazón del joven e inquieto arimaspi. Una
única idea copaba su mente: venganza.
El cántico finalizó, con lo que el alma
de Giorgiî pasaba al interior de las monta-
ñas junto con su cuerpo para, según las
creencias, hacerlas crecer hasta los dioses
del cielo. Tachiî pensó que era curioso, ya
que un viejo, un sabio de Madjene, del cual
no recordaba el nombre llegó cuando él era
pequeño con la extraña intención de medir
las montañas. No le encontraba sentido a
esa tarea pues era sabido por todos los ari-
maspi que estas crecían debido al rito que
Tachiî acababa de presenciar. Eso era una
de las cosas que extrañaban al sabio y lo
quería comprobar.
Tachiî se puso en pie, enfrentándose a
la fuerza del viento. Debajo la gente del
pueblo estaba introduciendo el cadáver de
Giorgiî en la cueva. El joven apretó los
puños con fuerza tratando de contener la
creciente rabia y nuevamente las lágrimas
mojaron sus mejillas. Lo había decidido,
esa misma noche partiría sin que nadie lo
notase y se lo haría pagar al gran enemigo
ancestral. Los grifos, si es que sentían,
42
también llorarían la pérdida de alguno de
los suyos…
Las tres vías de los arimaspi eran co-
nocidas en todo el valle del Midir. Los
hombres arimaspi sólo trabajaban como
guerreros para proteger las aldeas y en es-
pecial a las otras dos vías principalmente
del ataque de los grifos y de cualquier otra
agresión en general. Luego estaban los
recolectores que eran aquellos que se hac-
ían con las esmeraldas en las cumbres de
las montañas y por último, la vía con más
renombre era la de los orfebres que con su
gran habilidad trabajan los metales para
engarzar las esmeraldas en preciosas joyas
de su creación fabricando así el mejor ma-
terial de todo Karima. Con ellas comercian
y a cambio la tribu recibe todo lo necesario
para la supervivencia. Las mujeres tienen
un papel determinante en la sociedad ari-
maspi pero no reconocido en su justa me-
dida. Ellas son el brazo de los dioses en la
unidad familiar y como tal se dedican a
servir realizando las tareas más pesadas y
claves para la supervivencia del pueblo así
como de llevar a cabo los ritos necesarios
del día a día.

43
Tachiî pertenecía a la 2ª vía que tenía
su importancia dado que sin ellos no había
esmeraldas pero era sin dudas la de menor
prestigio. Ahora bien, cuando Tachiî salió
del poblado, amparado por las sombras de
la noche estaba violando una de las más
importantes leyes de los arimaspi ya que
salía de allí con la mentalidad de un miem-
bro de la primera vía siendo que no perte-
necía a ella. Y no sólo con la mentalidad,
ya que además de su cyskajyn, el cuchillo
ritual de la segunda vía, aquel que usan de
utensilio para hacerse con las preciadas
esmeraldas, llevaba también la priuzkiyn, la
lanza típica de los miembros de la primera
vía. Aquella en particular era de su herma-
no Razhiî, siete años mayor que él y uno de
los más reputados guerreros de la aldea.
Cuando se enterasen del robo y de la viola-
ción de la estructura de las vías se iba a
ganar un castigo muy importante pero
Giorgiî lo merecía.
La priuzkiyn de su hermano era pesada
pero muy afilada y de una aerodinámica
perfecta lo que permitía arrojarla con fuer-
za y precisión en distancias cortas, pero
esto era muy peligroso ya que dejaba al

44
guerrero armado sólo con su maza para
enfrentarse a los todopoderosos grifos. En
el caso de Tachiî que no había podido
hacerse con la maza de su hermano lo en-
frentaría al grifo sólo con su ciskajyn lo
que era un suicidio así que tenía claro que
no lanzaría la priuzkiyn por nada del mun-
do.
La primera pared vertical se cernía so-
bre él cuando sólo llevaba cuarenta y cinco
minutos de ascenso. Aseguró la priuzkiyn a
la espalda y se encaló las manos. Los
miembros de la primera vía eran también
afamados escaladores y eran capaces de
combatir con sus lanzas en difíciles pare-
des, e incluso de emplear sus letales arcos,
pero Tachiî no sabía usar un arco, por eso
había dejado el de su hermano y no sabía
tampoco si se podría defender con la lanza
en condiciones de ascenso aunque creía
que se las podría apañar dado que era un
consumado escalador.
El ascenso de esta primera pared no
tuvo complicaciones y lo realizó a buen
ritmo. Casi cuarenta varas era el desnivel
que había salvado y ahora se introducía en

45
el último bosque de alta montaña antes de
afrontar las cimas de los grifos.
La noche protegía su ascenso pero
también lo hacía mucho más peligroso. Los
frondosos pinos negros cubrían la luz de
las estrellas y hacían difícil la ascensión,
además las agujas que cubrían el suelo,
completamente húmedas formando una
fina capa flexible bajo sus ligeros pies no
ayudaban mucho y estuvo a punto de caer-
se por tres veces, aunque por suerte no con
excesivo peligro en ninguna de ellas. Sin
embargo eso no impidió que los primeros
rasguños empezaran a aflorar en su curtido
y fibroso cuerpo de escalador. Además, por
dos ocasiones tuvo que trepar a los árboles,
la primera para dejar pasar a una protectora
hembra de jabalí con sus pequeños jabatos
y la segunda para deshacerse de una mana-
da de lobos que por suerte, escasas dos
horas después de que Tachiî trepara al
árbol, decidieron que se habían cansado de
esperar y que estaban perdiendo el tiempo
de lo que podría ser una próspera noche de
caza.
Un prudencial tiempo después el joven
decidió que ya había descansado suficiente
46
allí arriba y puesto que no quería avanzar
de día para no ser blanco claro de los grifos
intentó ascender todo lo posible para en-
contrar refugio.
Aunque como miembro de la segunda
vía había entrenado su habilidad como es-
calador desde crío y conocía todo lo nece-
sario para sobrevivir en la montaña, a su
temprana edad no había realizado nada más
que tres ascensiones en busca de esmeral-
das y sólo una con resultados positivos. A
pesar de ello ya conocía gran parte de los
refugios que la montaña le podía propor-
cionar pero por desgracia, en esta zona en
particular no se había movido prácticamen-
te nada ya que era mucho más peligrosa.
Giorgiî siempre había sido un valiente
pensó el joven recordando de nuevo a su
amigo muerto.
Cuando subían a recolectar esmeraldas
lo hacían de día ya que iban acompañados,
cada recolector por dos guerreros. Así era
fácil que sufrieran algún ataque pero tam-
bién era más probable que si llegaban a
algún nido de grifo, este estuviera vacío.
Esta vez, Tachiî no quería ataques durante
la ascensión y tampoco quería los nidos
47
vacíos, sólo quería venganza, y por eso
ascendía de noche.
Poco después de abandonar el bosque
encontró una pequeña cueva vacía y aun-
que quedaba casi una hora para el amane-
cer decidió refugiarse allí para no tentar a
la suerte.
Durmió gran parte de las horas del día
y el resto lo dedicó a prepararse una opípa-
ra cena con todo lo comestible que pudo
encontrar, más lo que llevaba.
Una vez bien alimentado, salió de la
cueva. El sol estaba ocultándose ya dado
que se encontraba en la cara norte de la
cordillera La’Hertba y los días bajo esas
enormes montañas eran visiblemente más
cortos. La ascensión esa segunda noche se
hizo más dura dado que la altura a la que se
encontraba el aire estaba más enrarecido la
vegetación escaseaba y la zona era muy
empinada y con pocos asideros de confian-
za. Una de las veces que se detuvo a des-
cansar y a estudiar una mejor ruta de as-
censo, a la escasa luz de las estrellas, creyó
distinguir algo más arriba, allí de donde
parecía haber venido el graznido de uno de

48
sus objetivos. No cabía duda de que sobre
él, quizás un centenar de varas por encima
había un nido de grifo.
Extremó precauciones a partir de ahí,
intentando no tirar ni una piedrecita que
pudiera delatar su presencia allí. La verdad,
es que ahora que lo pensaba, su pueblo no
sabía demasiado de su enemigo ancestral.
No estaba seguro de que los grifos mostra-
ran el más mínimo atisbo de inteligencia,
por lo que no sabía si tendrían centinelas o
ni siquiera si dormían durante las horas
nocturnas. Los arimaspi sí disponían de
centinelas aunque la verdad era que los
grifos no solían atacar los poblados sino
más bien, en alguna ocasión se hacían con
alguna cabeza de ganado aislada o con
algún caballo, que parecían ser su plato
favorito.
Cada pocos metros se detenía, escu-
chaba, olfateaba el ambiente e intentaba
escrutar en la oscuridad para luego seguir
adelante con sumo cuidado. La noche era
estrellada y el brillo proveniente del sureste
que ayudaba a hacer la noche algo más
luminosa provenía sin duda de uno de los
cientos de volcanes activos del continente.
49
La diosa tierra era muy activa y se enfada-
ba fácilmente.
Tachiî se detuvo de nuevo, había algo
frente a él, a escasos veinte pasos. Un pe-
queño afloramiento rocoso se elevaba alre-
dedor de cuatro varas sobre la empinada
ladera cubierta de un recio y resistente
césped. En lo alto de esa roca se distinguía
un nido de grifo pero Tachiî no veía al gri-
fo por ninguna parte así que tras asegurarse
de que el ser alado no se encontraba en las
cercanías se decidió a saquear el nido en
busca de las preciadas esmeraldas que eran
el sustento de su tribu. Bien pensado esto
podría añadirse a su venganza y además le
enriquecería un poco.
Trepó con decisión la veta de granito.
Había muchos asideros y pronto llegó a la
plataforma que se formaba en la cima de la
roca, contemplando el nido. Un huevo del
tamaño de su cabeza reposaba en el nido
rodeado de tres hermosos cristales de es-
meralda de formas irregulares y tamaños
variados. La esmeralda siempre estaba en
los nidos en su forma bruta, natural y eran
los miembros de la tercera vía los que deb-

50
ían darle forma de joya. La más grande era
similar en tamaño al propio huevo.
Tachiî decidió que se haría con las tres
esmeraldas que le proporcionarían dos me-
ses de sustento o incluso más si negociaba
bien y destrozaría el huevo. Esa sería su
venganza particular por la muerte de Gior-
giî ya que cargado como iría sería mejor
que descendiera cuanto antes. Ya habría
tiempo de volver más adelante. No quería
enfrentarse a ningún grifo con tal cantidad
de peso a sus espaldas.
Guardó en el zurrón la esmeralda más
pequeña que era del tamaño de un cuenco
de Zîiria y con el ciskajyn comenzó a tras-
tear con la esmeralda más grande para in-
tentar soltarla. Por fin consiguió que se
desprendiera del fondo del nido y del hue-
vo y no sin esfuerzo la alzó para ver su
brillo a la luz de las estrellas. Entonces
sintió una brisa de aire a sus espaldas
acompañada de un sonido similar al que
produce el Excelo cuando hace ondear con
fuerza los toldos del mercado. Estaba
dándose la vuelta para mirar a sus espaldas,
esperando no corroborar sus peores sospe-
chas cuando una potente voz lo sobresaltó:
51
- Quieto, vuelve a dejar eso donde
estaba por favor.
A pesar de la educación y la petición
que bañaban la frase, la voz no admitía
réplica. Era potente pero no demasiado
grave, de una dicción exquisita cuya única
pega era un ligero seseo.
Tachiî no se atrevió a continuar girán-
dose y decidió que lo mejor era obedecer.
Aunque le parecía imposible, todo parecía
indicar que su interlocutor era lo que él
creía. Un fuerte olor a animal colmaba el
ambiente sobre el nido. Rápidamente Ta-
chiî pensó en sus posibilidades y sabía que
con el simple pincho que llevaba en las
manos no tenía la menor oportunidad pero
la lanza descansaba en el suelo del nido
junto al zurrón. Con lentitud, sin hacer mo-
vimientos bruscos fue descendiendo hasta
depositar nuevamente la esmeralda junto al
huevo, pesaba cerca de dos arrobas. Era
una esmeralda increíblemente grande. La
dejó apoyada en el suelo con suavidad y
entonces se decidió a actuar.
Rápidamente Tachiî empujó la esme-
ralda contra el huevo para que este se ven-

52
ciera por el peso y él se lanzó en dirección
contraria hacia el arma que descansaba en
el suelo. Rodó mientras la cogía para inten-
tar oponerse a su desconocido rival cuanto
antes y poder protegerse así de un posible
ataque. Esperaba que para ello le ayudara
que el huevo se volcase y llamara la aten-
ción de su rival el tiempo suficiente.
- ¡Cuidado! – gritó la voz justo tras él
al ver como el huevo comenzaba a rodar en
el nido.
El nido se estremeció por el movimien-
to de Tachiî y de su rival. El joven cogió la
lanza y en un último giro se colocó acucli-
llado, encarado a su rival y con la lanza
firmemente plantada en el suelo. Lo que
vio le dejó atónito. Frente a él, a menos de
diez palmos de distancia se encontraba un
imponente grifo. El animal estaba majes-
tuoso con las alas desplegadas para realizar
sus movimientos con el mejor equilibrio
posible en el relativamente pequeño espa-
cio del nido. Sus patas delanteras, acabadas
en unas garras similares a las de las águi-
las, estaban situadas dentro del nido y una
de ellas, la derecha sujetaba con una suavi-
dad, que Tachiî podría comparar con la
53
ternura, el huevo. Las patas traseras des-
aparecían en el exterior del nido supuesta-
mente agarradas a la pared rocosa de la
veta en que se encontraban. Las alas exten-
didas le daban al animal una envergadura
de tres veces la del joven recolector con los
brazos extendidos. Aunque de cuerpo era
mayor que un uro el cuello era similar en
tamaño al de uno de estos animales de las
praderas pero la cabeza tenía la apariencia
de la de las majestuosas águilas reales que
eran muy frecuentes en esta misma cordi-
llera. El enorme pico, mucho más grande
que la cabeza de Tachiî, estaba entreabierto
y dejaba escapar una lengua viperina que
se escondió para que el pico comenzara a
moverse.
- Ni lo intentes muchacho, te puedes
lastimar con ese palito…
Eso dejó a Tachiî totalmente paraliza-
do. Era increíble pero cierto. Ese ser que
tenía ante él era inteligente y además co-
nocía nada menos que la lengua de los ari-
maspi. El joven sintió como sus gruesos
pantalones de lana se humedecían por la
incontinencia que provocaba el miedo.
¿Quién le había mandado aventurarse solo
54
hasta allí? Ahora iba a morir y no podría
vengar a su amigo.
Las alas del grifo se replegaron y el
animal agitó la cabeza haciendo que el
viento moviera el precioso pelaje pardo
que cubría su testa. La lanza temblaba en
las manos del joven recolector y cuando el
grifo avanzó un paso hacia él, dejando que
el huevo descansara, de nuevo estable, bajo
su cuerpo, se le calló de las manos. Ahora,
completamente desarmado era presa fácil
para el grifo. Sólo esperaba, por los dioses,
que acabara pronto con él.
- ¿Cuál ha sido el motivo de que vinie-
ras de noche a saquear mi nido? – inquirió
el grifo.
Tachiî no respondió, estaba totalmente
vencido por el miedo y el único sonido que
devolvía era el del castañeteo de sus articu-
laciones.
- Muchacho, no te preocupes que no
voy a comerte, pero tal vez debería despe-
ñarte montaña abajo por intentar destruir a
mi progenie…
- So… so… solo quería venganza… -
acertó a decir Tachiî e inmediatamente se
55
maldijo por su torpeza, ahora seguro que sí
acabaría con él ese enorme grifo.
- ¿Venganza? Si todos quisiéramos
venganza nuestras razas ya se habrían ex-
terminado hace mucho tiempo. ¿No te ha
enseñado tu religión a poner la otra meji-
lla?
- Pero, pero… eres inteligente... – con-
siguió decir sin entrecortarse demasiado.
- Claro que lo soy muchacho. Ese es el
problema… Que tú y los tuyos nos consi-
deráis animales y pensáis que estamos aquí
solamente para proporcionaros vuestro
sustento pero no es así. Mi raza es una de
las más antiguas de Karima.
- Pero eso es imposible, os coméis
nuestros caballos y nuestro ganado…
- Y vosotros también os coméis vues-
tro ganado y no por ello sois animales. El
problema es que nosotros no fuimos crea-
dos por los dioses con el don de pastorear.
Debemos cazar para obtener nuestro sus-
tento y… creo que vosotros los humanos
también lo hacéis…

56
- Bueno pero… - Tachiî no encontraba
nada con que refutar esa afirmación hasta
que se le ocurrió algo y atacó -. Pero los
animales que cazáis en muchas ocasiones
nos pertenecen, ¡son parte de nuestros re-
baños!
- Y vosotros sin embargo nos robáis
nuestras esmeraldas… ¿Nos habéis pregun-
tado acaso por ellas? ¿Quieres saber lo que
son?
- Pues… sí, la verdad es que en alguna
ocasión me había preguntado porque las
esmeraldas sólo las hayamos en vuestros
nidos… - dijo el joven pensativo.
- Me alegra saber que al menos os lo
planteáis, eso es un avance – dijo el grifo -.
Sabes, esos cristales preciosos los creamos
nosotros cuando ponemos un huevo. Es
nuestra forma de asegurar el correcto cre-
cimiento de nuestro pequeñín. Si no me
equivoco vosotros mismos las llamáis tam-
bién Fuego Verde…
- Sí, es porque cuando les da la luz
aumentan de temperatura llegando incluso
a quemar si se iluminan todo el día… - se

57
adelantó a contestar Tachiî que parecía ir
perdiendo el miedo a cada frase.
- Así es – confirmó el grifo -. Eso es
debido a que nosotros usamos las esmeral-
das para que calienten los huevos mientras
no estamos en el nido, por eso las creamos.
Las pocas horas de luz son las únicas en las
que podemos abandonar los nidos para
buscar alimento. Nuestra progenie necesita
de calor para crecer en el interior de sus
huevos. Las esmeraldas, recogen la luz del
Sol y empollan nuestros huevos cuando
nosotros no estamos. ¡Cada vez que robáis
las esmeraldas de un nido, la progenie de
un grifo muere! – grita el grifo avanzando
un pasito al interior del nido haciendo a
Tachiî retroceder al borde totalmente caga-
do de miedo.
- ¡Lo siento, lo siento! ¡No lo sabía-
mos! – grita el arimaspi cerrando los ojos
de miedo.
- Pero ahora ya lo sabes chaval, y pue-
des ponerle remedio… - suaviza su tono el
grifo.
- Sí, sí, estoy seguro que lo podemos
arreglar…
58
- Así es, tal vez en estos momentos
estás creando una cuarta vía muchacho…
la de la diplomacia.
Tachiî piensa por un momento en las
palabras del grifo. Si esos seres son inteli-
gentes, ¿por qué no negociar con ellos co-
mo con cualquier otro pueblo? Puede ser
algo beneficioso para ambas razas y aca-
baría con un conflicto que dura desde
tiempos inmemoriales.
La conversación se prolongó durante
unos minutos más. En ella ambos llegaron
al acuerdo de intentar convencer a sus res-
pectivas razas de un alto en los enfrenta-
mientos. A partir de ahí podrían negociar
por lo que cada uno quería. Los arimaspi
podrían comprar las esmeraldas de los gri-
fos cuando los huevos eclosionaran y ya no
les eran útiles a los grifos. A cambio los
grifos podían recibir carne de caballo, que
para ellos era un preciado manjar, o cual-
quier otro tipo de comida que requiriesen.
Pero esas negociaciones vendrían después
del paro de las hostilidades. Esto era lo
fundamental.

59
- Bueno joven Tachiî – dijo el grifo
una vez acabaron de conversar, ya habién-
dose presentado debidamente -. Si quieres,
como gesto de buena voluntad, y para que
los tuyos te crean, ¿qué te parece si te llevo
a tu poblado?
- Me parece genial Garra Negra, pero
será seguro ¿verdad? – dijo con visible
miedo asomando en sus facciones de nuevo
el joven recolector.
- No te preocupes, descenderemos con
calma, pero deberás de agarrarte bien por-
que el viento es fuerte hoy…
Tachiî se subió al grifo cuando este in-
clinó sus patas delanteras para facilitárselo.
Su lomo era tan ancho que Tachiî no podía
abrir las piernas lo suficiente para ir a hor-
cajadas así que debía pasar las piernas por
delante de las alas, junto al cuello y aga-
rrarse a este para no caer. El grifo abrió las
alas y se encaró hacia el norte para descen-
der la montaña. Salto del saliente y co-
menzó el poderoso batir de alas que man-
tuvo a la pareja sustentándose unas diez
varas sobre la ladera mientras descendían
con calma. A pesar de la tranquilidad del

60
descenso Tachiî se agarraba con fuerza a la
piel del cuello del grifo y no pudo evitar
lanzar más de un grito mezcla del miedo y
de la emoción del momento.
Cuando ya se hizo a la situación en que
se encontraba se atrevió incluso a pregun-
tar algo que le corroía por dentro desde
hacía rato.
- Perdona Garra Negra, pero ¿cómo es
que sabes hablar mi idioma?
Un ruido raro salió del pico del grifo,
algo que más adelante, con el paso de las
conversaciones el joven reconocería como
la risa de los grifos pero en ese momento le
resulto un gorjeo muy extraño.
- Hace ya unos doce años llegó a las
inmediaciones de mi nido un anciano
humano. Estaba claro que no venía a ca-
zarnos ni parecía que fuera a hacer daño a
nuestros huevos así que me posé junto a él
presto a acabar con su vida con un simple
empujón pero el anciano parecía maravi-
llado. Comenzó a hablarme sin hacer aspa-
vientos, intentando mostrar su naturaleza
pacífica con los brazos extendidos y no sé
cómo pasó pero acabé decidiendo perdo-
61
narle la vida. El hombre decidió quedarse
junto a mi nido y pasábamos mucho tiempo
juntos. Poco a poco fui aprendiendo su
idioma que resultó ser el tuyo. Me explicó
que era el idioma más sencillo de aprender
de cuantos él conocía así que pronto lo
dominé y pudimos conversar. Él venía de
un gran asentamiento junto al gran río,
aquel que se divisa a lo lejos los días des-
pejados y que quería medir las montañas.
Me enseñó también todo lo que sabía de la
cultura de tu gente e incluso mi nombre en
tu idioma me lo puso él. Por desgracia era
muy anciano y tras año y medio de estar
conmigo murió en el invierno de una en-
fermedad. Si quieres, la próxima vez que
vengas a mi nido te enseñaré donde lo en-
terré.
- Nada me gustaría más… ¿Sabes? Yo
conocí a ese anciano cuando era niño y me
pareció que estaba loco… - dijo Tachiî
recapacitando -. Que equivocado estaba…
- Mira, ya llegamos a tu poblado - dijo
Garra Negra mientras se posaba suavemen-
te en un claro cercano al poblado arimaspi
ante los incrédulos ojos de los vigías ari-
maspi que comenzaban a congregarse en el
62
claro-. Recuerda que eres el símbolo de un
nuevo comienzo para nuestras razas. ¡Eres
la cuarta vía muchacho…! – gritó el grifo
mientras se alejaba de nuevo dejando con
la boca abierta a los guardias, incapaces de
reaccionar.

63
Alfontín y Jomilar
Ismael Guerrero Alonso

La encorvada y encapuchada figura


avanzaba a duras penas entre las sórdidas
columnas de mármol blanco, centenarias
observadoras del tiempo que vigilaban im-
pasibles la sala del trono desde hacía nu-
merosas generaciones. El rey Zoctor ob-
servaba al tambaleante personaje desde su
trono de oro macizo y rubíes rojos, no muy
agradado de que un harapiento caminante
manchara de tierra la alfombra de terciope-
lo de Taribú, el mejor terciopelo del reino,
que se extendía desde el enorme portón de
oscuro roble hasta los pies del monarca.
Uno de los guardias armados que escolta-
ban al viajero se adelantó.
-¡Su majestad!- exclamó -El monje de
nombre Emicio del Monasterio del Acanti-
lado pide audiencia.
-¿Audiencia dices?- preguntó el mo-
narca -¿Para que quiere éste religioso au-
diencia?- Las regias palabras hacían que el
soldado titubeara como la llama de una

65
vela expuesta al viento -Dice traer un im-
portante mensaje para su majestad.- El su-
mo gobernante, harto disgustado murmuró
entre dientes inaudibles palabras, el prínci-
pe Etos, hijo de la tercera esposa del rey,
miró perspicaz a su padre. Etos era ya sa-
bedor de la mala sangre que corría por las
venas de su poco amado progenitor, ya que
en numerosas y públicas ocasiones, el rey,
alardeaba el hecho de haber mandado a sus
dos primeras esposas a la horca, culpadas
de no engendrar un hijo varón.
-Tenéis derecho para hablar, monje.-
Con dos palmadas del rey los soldados
marcharon a paso ligero.
El monje Emicio avanzó varios pasos
mientras bajaba su polvorienta capucha, se
hincó de rodillas en la roja alfombra y ex-
tendió los brazos hacia el cielo. Cuando
por su propio peso se bajaron las holgadas
mangas de la sotana quedó al descubierto
un rosario de cortes y cardenales.
-¡Gracias por otorgarme privilegio tal,
mi señor!- Zoctor, complacido por la servi-
dumbre se levantó del ostentoso trono para
posar las yema de sus dedos sobre la pela-

66
da coronilla del monje. -Está bien, dime,
súbdito mío y del Gran Señor, cual es la
importante noticia que ante mi presencia te
trae.- Apartó su enjoyada mano con una
leve caricia para volver a sentarse en el
deslumbrante asiento. El monje levantó la
testa lentamente para mirar a su rey a los
ojos. –Señor mío, vengo corriendo desde el
Monasterio del Acantilado, ayer, cuando se
ponía el sol, ¡Fuimos atacados! ¡Atacados
mi señor!
-Baja la voz, Emicio, ¿no querrás que
lo oigan hasta en los reinos vecinos?- co-
mentó jocoso el rey.
-Disculpad mi señor, es gran excitación
la que traigo.
-Pero, explícame lo ocurrido, monje,
prosigue con tu historia.
-Como os decía mi señor, la jornada de
ayer, cuando el fin del día se cernía sobre
nosotros, no era la única oscuridad la no-
che que ennegrece el cielo, sino que una
sombra mucho peor se ocultaba entre ba-
rrancos y matorrales, invisibles a nuestros
ojos, que rezábamos al Gran Señor para

67
despedirlo mientras desaparecía entre las
brumas del horizonte.
-Pero... ¿Cómo? ¿Quienes os ataca-
ron?- Preguntó el rey Zoctor impaciente.
-Del barranco norte salieron, desde el
río, subieron por el sendero que de éste
nace, guarecidos por la altura de los muros,
pero delatados por el gran estrépito que
armaron poco antes de entrar, nos asaltaron
durante nuestros rezos, herejes mi señor,
¡herejes armados con espadas!-.
El rey desquiciado se rascaba el
mentón. –Esquiváis mis preguntas, monje,
¡¿Quien os atacó?!-
El religioso ignoró la pregunta del rey
mientras hurgaba entre sus propios recuer-
dos.
-Irrumpieron en el claustro, mi señor,
¡irrumpieron en el claustro con filos en alto
y promesas de muerte!
-¡¿Que pasó?! ¡¿Como huiste cuando
murieron todos?! ¡¿Quienes eran los ata-
cantes?! ¡¡¡Contestad!!!- El rugido de Zoc-
tor, casi presa de la demencia, retumbó en
la enorme sala de mármol, Emicio y el
68
príncipe Etos se tambalearon del repentino
exaltamiento; el heredero al trono carras-
peó mientras retomaba la compostura; el
monje Emicio, después de casi perder el
poco equilibrio que conservaba por la falta
de fuerzas, tomó aliento lentamente para
calmar su asustado espíritu.
-Dais muchas cosas por supuestas, mi
amado señor, sobrevivimos todos los her-
manos...
-¿Que todos sobrevivisteis? ¡¿Como
que todos sobrevivisteis?! Monjes indefen-
sos, ineptos en el arte de blandir la espada
¡más os vale poner fin a esta farsa o sufrir-
éis mi ira!
-No mi señor, apelo a vuestra piedad,
escuchad el resto de mi relato antes de juz-
garme erróneamente.- El aterrorizado mon-
je juntó sus manos para rogar al bravo rey.
-¡Proseguid! y espero por tu bien que
todo esto sea cierto o morirás en la horca a
medio día.
-Gracias mi noble rey por otorgar a tu
humilde siervo la oportunidad de conservar
su vida una segunda vez, pues cuando nos
hallábamos sobresaltados por los despiada-
69
dos asaltantes... ¡Un ángel bajó del cielo,
mi señor! ¡Un ángel de luz enviado por el
mismo Dios!
-¡¿Un ángel?!- Exclamaron rey y
príncipe por igual.
-Si mi señor, un ángel, un ángel del
cielo.- Las palabras del devoto monje se
llenaban de gozo y fervor en partes iguales.
Zoctor dejó de dudar sobre la veracidad de
la historia, pero con mayor asombro miraba
boquiabierto al jubiloso monje.
-El salvador era de luz, pura como la
inocencia de un niño recién nacido, fuerte
como el vigor de un hombre adulto, cálida
como los rayos de nuestro señor que en el
cielo brilla...
-¡Explica ya como acontecieron los
hechos, monje! ¡Estoy empezando a can-
sarme de tu retórica!- El rey, enfadado,
golpeó uno de los brazos del trono con
gran fuerza haciendo dar otro respingo a
los presentes.
-Mi señor, el ángel se abalanzó sobre
los intrusos.
-¿Que pasó con ellos? ¡¿Qué?!
70
-¡Desaparecieron! mi señor, uno por
uno conforme el ángel los tocaba con su
bendita luz, ¡Como si nunca hubieran exis-
tido!
-¡Como que desaparecieron! ¡Eso es
imposible!- Zoctor se aferraba con ambas
manos a los brazos del trono, una gota de
roja sangre azul se deslizó hasta el suelo
por el dorado metal, desde uno de los rub-
íes que se clavaba en la palma de la mano
del monarca.
-Desaparecieron señor mío, dejaron de
estar donde estaban, como si nunca hubie-
ran estado allí.
-¿No quedó ni una espada, una insig-
nia, un miserable mechón de pelo?- Pre-
guntó inquisitorio el rey.
-No mi señor, nada, ni una mota de in-
significante polvo, mi corazón dice que
vuestra grandeza entenderá el milagro de
una intervención divina.
-Ni polvo dices... ¡Mientes con vileza!
-¡No mi señor, piedad!- dijo el monje
mientras se derrumbaba sobre sus rodillas.

71
-Veríais al menos sus caras, algún dis-
tintivo, seña o estandarte que hablaran de
sus procedencias.- Zoctor cogió la mandí-
bula del atemorizado Emicio.
-Nada vimos más que oscuridad y pe-
numbra, luz y resplandor cuando el sagrado
ángel apareció para salvarnos, señor mío,
tened piedad de éste religioso...- Las pala-
bras del monje tornaban en incoherentes
balbuceos.
-Marcha ahora pues, antes que mi deci-
sión torne grotesca.- El monje, desconcer-
tado, levantó sus sotanas y salió corriendo
como criatura que los inframundos llevan.
Con el estruendo de la gruesa puerta al
cerrarse se hizo el silencio en la enorme
sala de mármol. El príncipe Etos se volvió
hacia su colérico padre.
-Harto sabéis que no mentía, lo veo en
vuestros ojos, pero no alcanzo a compren-
der tal desproporcionada ira...- Zoctor se
levantó recolocándose la capa. –Ven con-
migo, hijo mío, pues hoy vas a aprender
una de las dos lecciones mas importantes
para ser rey.- Padre e hijo caminaron hacia
una pequeña puerta en el lateral sur de la
72
sala, un soldado la abrió para permitir el
paso a ambas eminencias.
El ostentoso jardín se extendía hasta
una lejana tapia cubierta de hiedra, nume-
rosos pavos reales correteaban plácidamen-
te entre frondosos rosales, estilizados lirios
e inmaculadas calas, Zoctor continuó
guiando a su hijo a través de ancianos ar-
cos de piedra adornados por hierbas trepa-
doras como guirnaldas, hasta una jaula de
herrumbrosos barrotes.
-Ya hemos llegado, hijo.
-¿Las perreras? ¿Para qué me traéis a
las perreras, padre?
-Te pierde la impaciencia, Etos, siem-
pre te ha perdido, acércate a los barrotes,
hijo, acércate hasta poder tocarlos.- Etos
miró confuso a su padre, pero obedeció
sumisamente la orden. Zoctor era severo
con las insurrecciones, en cierta ocasión
condenó a un batallón entero a pudrirse en
las mazmorras del castillo tras un fracasado
intento de sublevación; no estaban dispues-
tos a luchar en una batalla que se sabía
perdida tiempo antes de librarla, una ma-
niobra estratégica que poco le importaba al
73
rey las vidas de esos miserables hombres,
combatieran o no, pero el ejemplar castigo
sirvió para infundir en las tropas una disci-
plina inigualable por ningún reino cercano;
el propio rey Zoctor se sentía orgulloso de
la rectitud de sus soldados después de la
atroz decisión de torturar a sus propios
hombres. Etos, pese a ser el príncipe pre-
fería no tentar a su suerte.
El futuro gobernante se acercó cautelo-
so al oscuro rincón del patio, nada que ver
con el vivo y primaveral jardín que había
dejado atrás, aquí centenarios y altos pinos
dejaban filtrar contados rayos de sol sobre
el suelo, cubierto de secas hojas puntiagu-
das como alfileres, que crujían bajo los
pies de Etos, estremecidas por el recuerdo
de su perdida juventud mecida al viento. El
príncipe llegó hasta los ásperos barrotes, a
penas se definían dos borrosas siluetas bajo
un tosco cobertizo para animales, unos
blancos colmillos se dibujaron en la oscu-
ridad, y antes de que el futuro monarca
pudiera a penas reaccionar, dos enormes
cánidos negros como el carbón, de ojos
llameantes en rabia como hogueras en una
noche sin luna, saltaron sobre el joven Etos

74
con la única intención de destrozarlo a
mordiscos. Afortunadamente los gruesos
barrotes se interponían entre el príncipe y
su horroroso final, éste, sobresaltado por el
semejante susto cayó de espaldas al suelo,
y de milagro no desfalleció al instante.
Zoctor se acercó hasta su hijo riéndose a
carcajada suelta mientras el príncipe per-
manecía sentado en el suelo. –Cuidado
Etos, que te comen.- Dijo el rey entre car-
cajadas.
-Muy gracioso padre...- Respondió
Etos claramente enojado.
-Cuida tus modos, niño, y levántate.-
Increpó el gobernante. Etos se levantó aún
tembloroso mientras se limpiaba babas de
perro de la cara con el reverso de una de
las mangas de la camisa. Zoctor se acercó
hasta los barrotes para comprobar que se
habían doblado tras la acometida de las
enormes bestias, que comenzaron a ladrad
presas en una locura descabellada al adver-
tir la presencia del rey. –Te habrían devo-
rado vivo de no ser por éstas duras barras
de hierro, llevo días sin alimentarlos.- Etos,
blanco como el hueso, guardó silencio. El
soberano chasqueó los dedos y rápidamen-
75
te varios siervos, utilizando palos y cuerdas
sujetaron a los perros mientras otro con una
enorme plancha metálica dividía la jaula en
dos partes, quedando así un perro en cada
uno de los nuevos habitáculos.
-Coge uno de esos palos largos que hay
ahí apoyados, hijo.
-¿Que pretendéis padre?
-No me discutas y obedece.- Respon-
dió ceñudo el rey, Etos obedeció al instan-
te, se acercó hasta las largas varas y agarró
una con ambas manos.
-¿Y ahora qué? padre.- Dijo Etos desa-
fiante.
-Ahora, hijo, pincha a uno de los ca-
nes.- Respondió Zoctor imperativo.
Etos apretó con fuerza el palo y se
acercó al perro que había quedado a la de-
recha de la improvisada separación. Intro-
dujo la pica de madera entre los barrotes y
tomó unos segundos para apuntar al can,
que daba vueltas en su reducido habitáculo,
tomó aire y lanzó la primera punzada que
se clavó sobre la lomera del animal; la po-
bre bestia profirió un desagradable gemido
76
de dolor, el príncipe enlazó varias estoca-
das más, ninguna mortal, por lo menos a
corto plazo, el perro se enfurecía con cada
nuevo ataque, sus ojos, inyectados en san-
gre, parecía estar a punto de saltar de las
órbitas.
-Es suficiente Etos.- Interrumpió el rey
divertido con el espectáculo, Etos retiró el
palo.
-Ahora acércate más a los barrotes,
hijo mío.- El príncipe miró confuso a su
padre, Etos dio una zancada hacia delante
mientras con una señal del rey el fornido
sirviente retiró la pesada plancha de hierro.
En el mismo instante que ambos canes es-
tablecieron contacto visual, el animal que
Etos había enfurecido se lanzó brutalmente
sobre el cuello de su compañero de celda.
La sangre caliente de la miserable criatura
bañó el suelo, los barrotes y al príncipe,
que dio un salto hacia atrás y comenzó a
experimentar unas horrorosas nauseas.
Zoctor al ver a su hijo cubierto por la san-
gre del can y presa de las convulsiones
previas a expulsar violentamente el al-
muerzo, cayó al suelo doblado de la risa.

77
Cuando rey y príncipe se recuperaron
de sus respectivas indisposiciones, Zoctor
aún entre sonrisas se acercó a su horroriza-
do hijo. –Descuida Etos, tarde o temprano
te acostumbrarás al sabor de la sangre re-
cién derramada.- El príncipe se limpiaba
los ojos manchados por el rojo fluido vital
–No ha tenido gracia, padre.- Zoctor hizo
caso omiso del comentario de su hijo.
-Espero Etos que hayas aprendido la
valiosa lección.
-Tratáis el odio que os tiene el pueblo
hacia si mismo, ¿me equivoco, padre?
-Dos ejemplos has tenido para apren-
derlo.
-¿Insinuáis, padre, que vos mandasteis
atacar el monasterio del acantilado?
-Volvamos a palacio, Etos.- Ambos
comenzaron a andar pausadamente bajo los
arcaicos arcos de piedra de vuelta hacia la
sala real.
-Deduzco pues- rompió el silencio Etos
volviéndose hacia su padre –que habíais
premeditado detenidamente el ataque para
enemistar a los pueblos del reino.
78
-Deducís bien, hijo, proseguid.
-Es de buen saber,- El príncipe tomó
unos segundos para elegir sus palabras
antes de hablar –que los venerables monjes
intercambian sus bebidas espirituosas por
provisiones y otros bienes varios con los
aldeanos del pueblo cercano, Jomilar.
-Vais bien encaminado, Etos.
-Un licor exquisito si me consentís el
comentario, padre.- El rey asintió. -
Jomilar- prosiguió Etos –se encuentra hacia
el este del monasterio, cruzando el rió Irum
por el vado de la arboleda de San Pictos.
-Bien conoces las tierras que en un fu-
turo te deberían pertenecer.
-¿Que insinuáis padre? ¿Ponéis en en-
tredicho mi futuro reinado?
-Solo es una forma de expresión, hijo
mío, nunca se sabe a ciencia cierta el por-
venir, ni los adivinos mas experimentados
pueden predecir el futuro con precisión,
cito a tu tío abuelo Étimio, quien iba a ser
el heredero del trono, pero de vuelta a pa-
lacio resultó asaltado por unos odiosos
bandidos, y su padre, una semana después
79
saltó desde la torre del homenaje, víctima
de la pena que sufría por la pérdida de su
primogénito, así tomó la corona tu abuelo,
Jiromo II, aunque fue una lástima que su
reinado fuera tan breve...- La retórica del
rey tornaba siniestra cuanto más decía,
Etos miró de soslayo a Zoctor para descu-
brir una media sonrisa en su cara.
-Mil gracias sean por la lección de his-
toria, padre, ha sido... iluminadora.- El
príncipe tomó aire y continuó hablando. –
El otro pueblo más cercano al monasterio
es Alfontín, al oeste del sacro edificio, si-
guiendo el pié del propio acantilado, lin-
dante con los vastos campos de cereales
que se extienden amarillos y ondulantes
por el viento en ésta época del año; los
aldeanos de Alfontín no comercian con los
monjes, ya que fabrican su propio licor y
orgullosos de ello se niegan probar otro
que no sea el que sus alambiques destilan,
aunque después de haber bebido el burdo
brebaje, puedo afirmar que sólo se trata de
orgullosa envidia; concluyendo ya, padre,
¿habéis sido capaz de pagar mercenarios de
Alfontín para que atacaran el monasterio?

80
-Mercenarios no, hijo, miserables cam-
pesinos, pobres como ratas, ruidosos cuales
urracas, torpes y sucios como asquerosos
cerdos, como de costumbre envié a Fates
para contratarlos, con suficiente dinero
como para comprar hasta sus lenguas.
Pero padre, vuestro plan no es preciso,
una vez muertos los monjes, los atacantes
habrían quedado en el más oscuro anoni-
mato, ¿de que hubiera servido la matanza?
-Todavía no cavilas como habrías de
hacerlo, hijo.- Dijo el rey dando golpecitos
con los nudillos en la cabeza de Etos.- Dos
días después, mis espías habrían hecho
correr el rumor de que fueron campesinos,
aprovechando el revuelo levantado, el si-
guiente movimiento habría sido enviar al
ejercito para la ocupación de los tres po-
blados principales de Antacón.
-Alfontín, Jomilar y Zemirie.- Inte-
rrumpió el príncipe.
-Si, tras la ocupación militar, mis ajus-
ticiadores habrían encontrado milagrosa-
mente a los culpables, y acusados por el
horroroso asesinato de hombres de paz
habrían sido ahorcados a medio día en la
81
puerta de palacio, para que plebeyos de
todos los rincones del reino pudieran venir
a ver su espantosa muerte.
-Sois maquiavélico y retorcido, padre.
-Gracias hijo, pero evita los halagos.-
Dijo el rey sonriente. –El rumor se habría
extendido rápidamente por todo Antacón, y
poco hubieran tardado en suscitarse los
odios entre Alfontín y Jomilar.
-¿Y si hubiera estallado la guerra, pa-
dre?
-Ello no hubiera ocurrido así, un rey
debe conocer a la perfección los límites de
sus súbditos, aunque admito que con dicha
excusa habría mantenido a mis soldados
tomando el control de las urbes, matando
así dos aves con la misma flecha, y tenien-
do a los aldeanos ocupados en odiarse entre
ellos, mi integridad personal dejaría de ser
un problema.
-No puedo admitir que no sea un buen
plan, padre.
-Lo es, lo he ideado yo, el rey.
-Estáis emborrachado con vuestro pro-
pio veneno, padre.
82
-Ata tu lengua Etos, o algún día la per-
derás, ya me canso de avisártelo.
Con esas palabras flotando en el aire,
príncipe y rey guardaron silencio tras cru-
zar la pequeña puerta que comunicaba el
verde jardín con la blanca sala real.
-¿Que vais a hacer ahora padre?
-Cállate niño.- Increpó Zoctor disgus-
tado.
El rey se acercó a Fates, que permanec-
ía sentado tras el pequeño escritorio al fon-
do de la sala, rodeado de papiros y polvo-
rientos libros como era lo convencional.
-Fates, mi más fiel sirviente.- Dijo
Zoctor.
-Su majestad, me honra tan ilustre fi-
gura.- Dijo el anciano sobresaltado por la
inesperada presencia del rey.
-Tranquilo, viejo escriba, hiciste bien
tu trabajo, no fue culpa tuya tan odioso
contratiempo.
-Gracias su majestad, sois benevolente.

83
-Te voy a encargar otro trabajo Fates,
volverás a Alfontín, antes de ésta noche,
llevarás el doble de oro que la pasada vez.
-Es mucho oro para unos miserables
campesinos, su majestad.
-No discutas mis decisiones y simple-
mente acátalas.- Respondió furioso el rey.
–Pero antes, mi querido amigo Fates, me
organizarás un encuentro con los hechice-
ros que viven bajo el Lago de los Muertos,
ahora.- Sin mediar palabra, Fates se le-
vantó y salió presuroso en dirección a los
establos, Zoctor sabía de antemano que
cualquier tarea ordenada a Fates sería bien
llevada a cabo.
Fates era el comodín en la baraja del
rey, la vida del anciano escriba dejaría sin
palabras a los aventureros más duchos.
Durante sus tiempos mozos vivió como
escolta de un importante noble, éste, un
viejo huraño y apático, se encariñó con
Fates ya que le recordaba al hijo perdido en
la guerra de Lurda. Enseñó a Fates como
leer y escribir, y lo instruyó en filosofía,
literatura, danza, geometría y, en los susu-
rros de palacio se habla que en artes mági-

84
cas por igual. Cuando el adinerado anciano
murió, fue él el heredero de toda su fortu-
na, ya que el viejo no tenía descendencia ni
familia. Fates guardó la herencia a buen
recaudo y marchó a conocer reinos lejanos,
muy lejanos, mas allá del mar de Sirem,
tras las montañas de Piavis, donde muchos
creían que acababa el mundo, y el dragón
del destino devoraba a los que osan aso-
marse al borde, nada más lejos de la reali-
dad. Diez años más tarde volvió a Antacón,
su tierra madre, para recuperar la fortuna
que había dejado escondida, los pocos que
lo recordaban advirtieron los numerosos
cambios que el viaje había producido sobre
él; su carácter se había endurecido conside-
rablemente, una cicatriz cruzaba su cara de
arriba a abajo pasando por el párpado iz-
quierdo, que nunca terminaba de abrirse, la
marca llegaba hasta el labio superior, el
cual había perdido movilidad cuando
hablaba; aunque fuera hombre de muy es-
casas palabras. Sus brazos, fuertes y mus-
culosos ahora lucían numerosos tatuajes,
extrañas letras que nadie entendía o pudie-
ra intentar leer. Colgado del cuello llevaba
siempre un adorno en forma de minúscula
daga curva, de un extraño metal iridiscente;
85
algunos aldeanos afirmaban que brillaba en
la oscuridad. Siempre llevaba colgada del
cinturón una labrada pipa de hueso que
usaba para fumar una exótica hierva del
color sangre, completamente desconocida
para sus compatriotas botánicos; quien
había olido el humo del extraño vegetal,
decía no relacionarlo con nada conocido, y
algunos incluso afirmaban que despertaba
los recuerdos. Con su reclamado oro se
embarcó en la empresa de la contratación
de mercenarios y escoltas, en la que poseía
cierta experiencia; un prolífero negocio que
hizo aumentar tanto su estatus social como
su bolsa. Entabló amistad con Zoctor años
antes de su nombramiento como rey, y las
malas lenguas dicen con esquivos susurros
que fue Fates el artífice de que Jiromo II
heredara el trono destinado a su hermano
Étimio.
Escasas horas más tarde de la partida
de Fates, llegaron a palacio los hechiceros;
excéntricos individuos ataviados con ex-
trañas túnicas y exóticos adornos arcanos.
El rey se levantó de su dorado trono para
recibir a los oscuros maestros de la magia.

86
-Bienvenidos a mi morada, dueños de
mágicos secretos.- Los cinco hechiceros no
mentaron palabra alguna. Zoctor vedó a su
hijo que lo siguiera, monarca y hechiceros
desaparecieron bajo el negro umbral que
conducía a una sala adyacente al habitáculo
del trono. Etos, disgustado por la prohibi-
ción de presenciar la reunión esperó junto a
la puerta. El tiempo se sucedió en silencio,
la incertidumbre devoraba al joven prínci-
pe. Harto de esperar se acercó cuidadosa-
mente a la puerta, una curiosidad felina
había apoderado de él y osadamente co-
menzó a girar el pomo con sumo cuidado
para no proferir sonido alguno; pero antes
de que pudiera terminar de girarlo, una
brutal sacudida le penetró hasta el hueso,
Etos se separó de la puerta de un respingo,
a penas podía mover la mano y apretó los
dientes para no gritar del horroroso dolor
que le zigzagueaba hasta el cuello. Se sentó
frente a la puerta observando como varios
hilos de humo blanco salían de la enrojeci-
da e hinchada mano.
Durante largo rato todo permaneció en
silencio, pero el mortuorio ambiente cesó
en cuestión de segundos. Empezó como un

87
leve susurro que progresivamente se trans-
formó en un cántico profano y monótono al
que contestaban un coro de voces al uníso-
no, cuando éstas lo hacían el suelo parecía
vibrar. Un extraño olor comenzó a brotar
del otro lado de la puerta, el ritmo del si-
niestro canto empezaba a acelerarse cada
vez más hasta que se convirtió en un verti-
ginosos desenfreno; las exóticas palabras
penetraban en la cabeza de Etos que parec-
ía estar a punto de estallar en una masa
sanguinolenta. El enfermizo canto paró de
golpe, y durante unos segundos se produjo
un sepulcral silencio, pero rápido como el
silbido de una flecha, se escuchó un enor-
me estruendo, como si de montañas res-
quebrajándose se tratara; el ensordecedor
ruido parecía que iba a tirar abajo el pala-
cio entero. Cuando el desproporcionado
estrépito cesó, Etos pudo observar por la
ranura que quedaba debajo de la puerta un
resplandor anaranjado como si de las lla-
mas del mismo infierno se tratara, acompa-
ñado por un coro de atroces lamentos de
ultratumba, volvió a temblar el suelo algo
menos escandaloso y la ranura de debajo
de la puerta dejó de brillar.

88
Una nueva voz resonó dentro de la sa-
la, una voz profunda, oscura, retumbaba
como si hablara desde el foso más hondo y
húmedo del reino. Etos temblaba de puro
pavor, y rezaba al Misericordioso Dios
para que su padre no hubiera hecho lo que
ya era obvio e inevitable. La siniestra voz
hacía preguntas, inaudibles desde donde
Etos escuchaba, y Zoctor contestada con
gran respeto, poco después se abrió la
puerta súbitamente.
No hubo palabras. Encabezando el
grupo salió el rey, portando una desagrada-
ble y siniestra expresión de victoria en su
rostro, tras él, uno por uno salieron los cin-
co hechiceros, sus labios estaban cosidos y
sus ojos, rojos como el cielo del atardecer,
carecían de pupila u otra cosa que no fuera
rojo bermellón. Por último, del umbral
surgió el ser más abominable que una cria-
tura terrenal haya podido observar, una
criatura de auténtica oscuridad, la maldad
pura de los corazones que arden eterna-
mente en el inframundo donde la Diosa
Muerta De Una Sola Cara reina. La simple
presencia del engendro demoníaco hacía
que Etos careciera de fuerzas para mover-

89
se, paralizado no podía más que mirar ató-
nito, inundado por el terror más antiguo y
visceral que conoce el ser humano. La ne-
gra criatura carecía de cara, brazos, piernas
e incluso forma definida, solo una masa
difusa y fluctuante sobre si misma que flo-
taba a un par de palmos del suelo. Pura
oscuridad, pura maldad concentrada. La
grave y cavernosa voz emergió de entras
las cambiantes sombras
–Recuerda tu promesa, Zoctor.
-Si Azebak, que así sean mis deseos.-
Contestó solemne el rey. La etérea negrura
se deslizó suavemente por el suelo como si
de una neblina mortal se tratara y se filtró
por las ranuras del portón principal.
El atardecer se cernía cada vez más so-
bre el reino de Antacón, pero la noche
amenazaba con algo más que los comunes
peligros nocturnos. Aquella noche todos
los bebés del reino lloraron inusualmente,
la leche se cortó dentro de sus tinajas, nu-
merosas cabezas de ganado murieron inex-
plicablemente, cosechas enteras se echaron
a perder, fallecieron más ancianos que en
el resto del año y todos, absolutamente

90
todos los perros del reino ladraron al uní-
sono presas de una locura descabellada.
Pero lo más extraño sin duda fueron las
numerosas explosiones como rayos, segui-
das por grotescos truenos, algo nada con-
vencional en una noche estrellada.
Zoctor y Etos pasaron toda la noche en
vela, la tensión era demasiada como para ni
siquiera intentar dormir. Fates se hallaba
desaparecido, pues no había vuelto a pala-
cio como era lo convencional después de
los recados del rey. Comenzó a amanecer,
lentamente. El Dios Sol parecía ligeramen-
te apagado aquella mañana, como si estu-
viera triste o falto de algo importante. Sus
rayos, que engendraban la vida sobre su
esposa Tierra, habían perdido fuerza.
No tardó en llegar al enorme portón
una figura encapuchada. Gritaba desespe-
radamente, sus túnicas lucían desgarros y
manchas de sangre. A torpes zancadas
llegó hasta el trono y justo unos metros
antes de alcanzar el regio asiento tropezó
consigo mismo y cayó de morros junto al
monarca. El monje se aferró a los pies de
éste con sus ensangrentadas manos, oscu-
recidas por el polvo del camino mezclado
91
con el rojo y reseco fluido. Levantó la mi-
rada, el rey lo observó impasible y con un
grotesco tono burlón dijo –Vaya... Emicio,
¿que te ha ocurrido? Parece que hayas visto
un demonio.
El monje, con los ojos hinchados in-
tentó vanamente articular algunas palabras.
-Cálmate Emicio, me es imposible en-
tenderte.- Dijo el rey al moribundo monje.
Los sonidos brotaron de la garganta de
Emicio. Un llanto, rasgado y borboteante
que se grabó a fuego en el recuerdo de los
presentes.
-¡Muertos! ¡Todos! ¡El Demonio! ¡Al-
fontín!- Emicio llevado por su último sus-
piro apretó con fuerza los pies de Zoctor,
clavándole una última y desesperada mira-
da. El rey, enormemente repulsado apartó
el cadáver del monje con una brutal patada.
Se levantó para hablarle a la corte.
-¡Todos lo habéis oído antes de que
éste buen hombre muriera, ciudadanos de
Alfontín han atacado el monasterio del
acantilado! ¡Ahora todos fuera de la sala
del trono!- Todos obedecieron al instante
quedando solos Zoctor y Etos.
92
-Sígueme hijo.- Dijo Zoctor. Etos asin-
tió con la cabeza. Entraron a la sala de la
invocación, situándose de espaldas a la
puerta. Un círculo con desconcertantes
símbolos arcanos brillaba en el suelo, dibu-
jado con sangre. Los cinco hechiceros
permanecían de pié rodeando el sello, con
las bocas cosidas como la última vez que
los había visto Etos. Una bruma negra co-
menzó a formarse dentro del círculo; pa-
recía brotar de las delgadas líneas rojas y
entre las ranuras de las planchas de mármol
del suelo, poco a poco se fue formando la
figura informe de Azebak. Zoctor sonrió
complacido, la negra y maliciosa voz sur-
gió del difuso ser.
-Paga tu promesa, Zoctor.
-Sí Azebak.- Contestó Zoctor volvién-
dose hacia su hijo. Portando en la cara una
maquiavélica sonrisa propia del loco que se
ha salido con la suya cogió a su hijo del
brazo, éste lo miró asustado.
-¿Que pretendéis padre?
-Hoy, hijo mío, aprenderás la segunda
enseñanza para ser un buen rey.

93
-Me asustáis.- Dijo el joven príncipe
completamente desolado.
-Recuerda éstas palabras Etos, no te
fíes ni de tu padre.- Y le dio un empujón a
su hijo. Automáticamente dos serpentinas
extremidades, procedentes del demoníaco
ser, envolvieron al príncipe que gritaba
agonizante mientras era devorado por el
eterno y oscuro olvido.
El soberano rió a carcajadas, pero su
diversión no duró mucho. Los cinco hechi-
ceros se derrumbaron sobre si mismos y
una daga curva, de un extraño metal iridis-
cente apareció delante del cuello de Zoctor;
el rey, antes de morir degollado pudo reco-
nocer en aquellas últimas palabras la voz
del que otrora fue su hombre de confianza
-Vos no aprendisteis esa lección, Ma-
jestad.

94
Sombrero de Copa
Carlos Cabrero López

Hace un calor insoportable, menos mal


que tengo la piscina. He decidido saltar
desde el trampolín. Subo los dos escalones
y me acerco al borde. Cuando me asomo,
veo que la piscina parece estar a centenares
de metros. Es un cuadrado azul rodeado del
gris del cemento. Aterrada, intento retroce-
der pero mi cuerpo se niega a obedecer. Un
aire fuerte empieza a soplar y literalmente
me empuja fuera del trampolín. Pero no en
dirección a la piscina. Y veo como el suelo
se acerca a mí. Y caigo. Caigo, y alguien
me llama.
—Julia, hija, despierta; que tienes una
carta. Julia, despierta.
Abro los ojos. Mi madre.
—Luego la leeré, susurro. Y vuelvo a
la cama. Dejo caer la cabeza en la almo-
hada.
Cierro los ojos.
Y sueño.
95
Estoy en clase mirando por la ventana.
La clase es aburrida como de costumbre.
Me desperezo, pero no me consigo espabi-
lar. Miro embobada la pizarra y voy dando
cabezazos de arriba abajo hasta que mí
barbilla toca con el pecho.
Y sueño.
—Así que al final has venido, suena
una voz.
Levanto la cabeza, sobresaltada. ¡El
profesor! Pero no, veo a un hombre altísi-
mo y delgado, que me hace señas con las
manos. Sus dedos son largos y están desco-
loridos, blancos. Viste un frac negro, una
camisa blanca y una pajarita, también blan-
ca. Sobre la cabeza lleva un sombrero de
copa. Extiende dos dedos de la mano iz-
quierda y los dobla hacia sí. Quiere que le
siga. No sé qué hacer, voy hacía él.
Abro los ojos. Un ruido me molesta. El
teléfono. Espero unos segundos para que lo
coja mi hermana o mi madre. Un timbrazo,
dos, al décimo timbrazo me levanto. Parece
que no hay nadie en casa. Qué raro. Des-
cuelgo el teléfono.
— ¿Quién es?
96
Se escucha una respiración al otro la-
do. Una risa breve. Niños, seguramente.
Cuelgo el teléfono irritada. Quiero dormir.
Vuelvo a la cama y me arropo con el
edredón. Me quedo tendida durante un
momento mirando el techo, disfrutando de
la perspectiva.
Cierro los ojos.
Sueño.
En el patio hace frío, pero no es acon-
sejable quedarse en las clases a fumar. No
es que nos importe lo que digan los profe-
sores, pero tampoco quiero perder el tiem-
po en discusiones. Las nubes de vapor de
mi aliento se mezclan con el humo del ci-
garrillo, uniéndose en una espiral que se
aleja. La observo y mis ojos se quedan fijos
en ella. Veo como se unen formando una
hélice que se eleva. Y me voy con ella.
—Ya pensábamos que no vendrías. Y
eso que es tu cumpleaños. ¿O lo habías
olvidado?
No, supongo que no. —el hombre de la
chistera sonríe y pasa su brazo sobre mis
hombros, creo conocerle pero no estoy
segura.
97
Una mano blanca aparta unas cortinas
rojas dejando ver una sala iluminada con
candelabros. Estoy tras el respaldo de una
silla. La rodeo y veo una enorme mesa
frente a ella que se extiende al menos diez
metros hacia delante. A ambos lados de la
mesa descubro sin sorpresa otras sillas más
pequeñas. Las criaturas sentadas en ellas
me deberían asustar, pero no lo hacen. Me
siento en mi silla (presido la mesa) y cruzo
los brazos. Miro.
Y veo un espejo hablando con una co-
torra de color amarillo.
Y veo un tapón llorando sin su botella.
Y veo a la actriz de la serie Blossom
sin perder ojo a un sombrero taciturno.
Y veo una nube de tormenta que des-
carga rayos sobre una porra de policía.
Y veo un gorila con las manos en la ca-
ra mientras el espíritu de una vaca le habla.
Y veo a un esclavo sin cadenas brin-
dando con un bebé con perilla.
Abro los ojos sorprendida. ¡Qué sueño
más raro! Subo las persianas de la habita-
ción para que entre el sol. Pero es de no-
98
che. Imposible, pienso. Salgo a la terraza.
Es noche cerrada. Miro el reloj y son las
ocho. Pero el teléfono ha sonado hace po-
co, imposible.
Me siento en la cama, asustada. Suena
el teléfono. Voy corriendo a cogerlo. ¿Di-
ga?
Escucho voces. Mis compañeras de
clase. Me dicen que vaya, que el recreo va
a terminarse. Cuelgo el teléfono con fuer-
za. ¿Qué está pasando? Vuelvo a la habita-
ción.
Estoy aterrada, me cuesta respirar. No-
to el sudor caer por mi frente. Caigo sobre
la cama, llorando. Cierro los ojos.
Y sueño.
Estoy en clase de nuevo. El profesor
sigue con su lección. Miro a todas partes,
esperando. Estaba en casa. Ahora estoy en
clase. ¿Estoy soñando? No lo sé. Es tan
real, miro a mi compañero. Él levanta la
vista, se queda mirándome, y sonríe. Hace
un gesto de burla al profesor. Abre la mo-
chila. Miro dentro y veo una bola, una de
esas bolas de regalo con un pueblo nevado
dentro. Sólo que no es un pueblo. Casi lo-
99
gro ver lo que hay dentro, pero el profesor
se vuelve hacia nosotros, y miro hacia el
frente aparentando que no ha pasado nada.
Se escucha un suspiro (el profesor) y sigue
la clase. ¿Qué está pasando?
La clase es real. Muy real. Estoy can-
sada de oír hablar del tiro parabólico y la
ecuación del movimiento. Hago dibujos en
el cuaderno, caricaturas, garabatos, como
cuando iba al colegio. La clase es intermi-
nable y me siento flotar. No sé qué ha pa-
sado antes, tal vez no haya sido más que un
sueño, y he estado caminando sonámbula.
No lo sé.
Al fin suena la sirena. Recojo los libros
a toda prisa y me voy a la puerta. Noto una
mano en mi espalda. Es mi compañero. Me
ofrece la bola. Miro en su interior. Y veo
una sala con una mesa larga. Y me veo
sentada, presidiendo la mesa. Y…
El gorila ha desaparecido. No sé por
qué, pero me enfado y me pongo triste. El
espíritu de la vaca se acerca a mí, me dice
algo, una excusa. Algo de la hora. O tal vez
de la anestesia. No le entiendo, se marcha.
La nube está apartada mirando fijamente

100
algo que tiene entre lo que parecen ser ma-
nos. Eso me cabrea. El tapón está cerca de
la actriz y el sombrero, pero mira de un
lado a otro como buscando algo. O a al-
guien. El bebé, el esclavo y la porra están
bebiendo por su cuenta. Y el espejo y la
cotorra siguen a su aire.
— ¿Te diviertes? —Escucho la voz del
hombre de la chistera a mi derecha.
— ¿Quién eres? —Le pregunto. Su ca-
ra es blanca, blanquísima.
— ¿No lo sabes? Bueno, supongo que
no tienes porque saberlo. En verdad no
deberías saberlo, ahora que lo pienso. En
fin, te he hecho una pregunta.
—No, no me divierto. No sé qué pasa.
Esto es un sueño. Quiero despertar… ¡Ya!
Grito, y los invitados se quedan quie-
tos, mirándome.
—Pero no podemos hacer esto, contes-
ta, no podemos permitir que despiertes. ¿Es
qué no lo entiendes? Si despiertas nosotros
desaparecemos. Otra vez. Ya estamos can-
sados.

101
Morimos al despertar. Dejamos de ser
para que tú seas. No queremos que despier-
tes.
Empiezo a comprender.
— ¡Déjame salir! ¡Ahora!. No tenéis
derecho. ¡No existís! No sois nada.
Los invitados retroceden. El hombre de
la chistera grita algo, pero no le escucho.
Yo grito más fuerte.
— ¡Nada! ¡Puedo destruiros! ¡Dejaré
de soñaros!
Ahora el hombre de la chistera también
retrocede, tiene la cara crispada. Veo odio
en sus ojos. Odio y locura.
— ¡Dejadme ir! ¡Dejadme…
—…Ir!
— ¡Hija! ¿Te pasa algo? ¿Qué ocurre?
Mi madre. Vuelvo a estar en casa. Mi-
ro por la ventana. Es de día. Estoy despier-
ta.
— ¡He tenido un sueño espantoso! ¡No
Lograba despertarme! ¡Ha sido horrible!
Mi madre sonríe.
102
—No es nada, tonta. Anda levántate.
Tienes que prepararte. ¿No es hoy cuando
celebrabas tu cumpleaños? Ah, abre la car-
ta. Te la he dejado en la mesa del comedor
para que no la arrugaras en la cama.
Sonrío un poco. Que sueño más raro.
Me doy una ducha y se va perdiendo en la
memoria. Parece como si estuviera flotan-
do. Cuando llego al comedor prácticamente
lo he olvidado.
¿Qué decía mi madre? Ah, sí una carta.
Está en la mesa. No tiene remite, ni está
sellada. Sólo pone:
“Para Julia”
Debe ser algo de mis amigas. La abro
con los dedos, rompiendo el sobre. Desdo-
blo la carta. No hay nada escrito. Sólo un
dibujo.
Un sombrero de copa.
Comienzo a gritar.

103
El fin de la horda Quelni
Miguel Ángel Fecé Allué

Puede que lo que sigue no resulte ade-


cuado. Es una vieja leyenda del mundo de
Löshdrowl, en el continente de Solmin,
trasmitida de padres a hijos bajo la noche
del desierto en las Ardientes Arenas.
Transcurre muy al norte. Sobre una
inmensidad de arenas doradas, entre las
dunas bajo un sol de justicia. El protago-
nista es un cofre de madera. Madera, juntu-
ras de hierro, y un increíble montón de
riquezas en su interior.
Todas ellas habían sido prometidas a
un señor de la guerra, un temible mercena-
rio. Todo lo que tenía que hacer para con-
seguirlas era destruir a la horda de Quelni,
algo que ningún hombre había conseguido.
La horda, casi veinte mil soldados hab-
ían cruzado la mitad del desierto como una
tempestad, dejando tras de sí las ascenden-
tes columnas de humo de tres ciudades
arrasadas. Siete batallas en total, una en
cada ciudad y cuatro más a campo descu-
105
bierto y no habían sido derrotados, ni si-
quiera desviados del camino a Ka-
lem´toonai, la joya de las Ardientes Are-
nas, la ciudad que rivalizaba en comercio
con la propia Quelni y la gran Teehjas la
mayor de todas las ciudades de Falso Oro
del desierto del Rahara.
Ahora estos soldados avanzaban inexo-
rablemente. Ya casi tenían el premio al
alcance de la mano, solo una prueba les
quedaba por superar. Un señor de la guerra,
un mercenario y su exiguo ejército, apenas
veinte guerreros.
El que los desafiaba aguardaba gallar-
damente sobre una de aquellas extrañas
bestias jorobadas.
Iba envuelto en las oscuras telas de los
habitantes de esas tierras y su mirada era
igual de penetrante.
Ninguno de la veintena dijo nada, solo
se limitaron a permanecer totalmente per-
trechados pero con las armas enfundadas,
observando como las filas de soldados
avanzaban hacia ellos.
Era algo sobrecogedor, una marea ne-
gra que cubría las dunas dejando tras de sí
106
un rastro de sangre y destrucción que avan-
zaba confiada, pues sus exploradores les
habían informado que el camino a su pre-
mio estaba despejado, que las pequeñas
colinas que formaban el valle por el que
ahora marchaban estaban despejadas, que
ningún ejército les esperaba emboscado.
Por unos instantes el jinete que se re-
cortaba sobre la duna bajo el sol de medio
día, el señor de la guerra cuya bandera
mostraba la figura de un zorro, pareció
evaluar las fuerzas enemigas.
Después golpeó con el talón el costado
de su abominable montura y la dirigió
hacia el frente, dejando atrás su hilera de
guardaespaldas.
En ese momento, bajo su atenta mirada
ocurrió algo increíble.
El suelo desapareció bajo la horda
Quelni, la arena se deslizaba bajo los pies
de los soldados, cayendo a las profundida-
des de un enorme pozo con un enorme chi-
llido procedente del la más terrible de las
abominaciones, los hombres, una centuria
entera, cayeron aullando de sorpresa por
las traicioneras pendientes de arena hacia
107
unas enormes fauces babeantes, tan gran-
des que podrían devorar un edificio entero.
El suelo se abrió en otros sitios, más bocas
aullaron con satisfacción bestial, más hom-
bres se precipitaron a la muerte. Torres de
gelatinosa carne viviente lanzaron tonela-
das de arena al cielo al despertar y aplasta-
ron a los hombres al volver a caer o los
empujaban con avidez hacia la boca llena
de cadáveres. Más y más tentáculos surgie-
ron del suelo mientras remolinos de arena
se abrían rodeando enormes fauces al des-
pertar a la consciencia el resto de bestias
enterradas. Las ardientes arenas se tiñeron
de la oscura sangre de los soldados del
desierto. Los líderes de la horda compren-
dieron por qué nadie había intentado dete-
nerlos a solo unas jornadas de Ka-
lem´toonai, habían sido engañados, condu-
cidos a una madriguera de los hijos de Si-
biost, los reyes de la destrucción, los temi-
dos kraken de la arena. Muchos de los in-
vasores, demasiado aterrados para luchar o
escapar volvieron sus armas hacia sí mis-
mos y se dieron muerte.
Otros intentaron luchar como lucharían
contra otros hombres, con lanzas y espadas

108
pero el gigantesco cuerpo de las bestias
estaba a salvo, enterrado a muchos pies
bajo tierra llevando la cosecha a sus
mandíbulas con los tentáculos.
En apenas unos minutos aquel pan-
demóniun redujo la horda a apenas un pu-
ñado de individuos que consiguieron esca-
par de la voracidad de las bestias mante-
niéndose como pudieron sobre sus aterrori-
zadas monturas que huían al galope sin
mirar atrás.
El mercenario hizo dar media vuelta a
su montura con una última mirada a los
muertos y se alejó seguido de los suyos.
Tras él quedaron los despojos de la horda
Quelni, mientras cuervos y chacales se
preparaban para el banquete ahora que los
principales predadores estaban ya saciados.
Un día más tarde los exploradores de
Kalem´toonai habían retornado a la ciudad
portando la noticia de que los miles de
enemigos yacían a media jornada totalmen-
te aniquilados. Dieron el informe de lo que
habían visto con ojos incrédulos por el
horror y cuando terminaron el Senado que

109
regía la ciudad hizo pasar al mercenario
que ostentaba el nombre de Raposo.
Entró envuelto en las ropas del desier-
to. La estancia era oscura y sombría por lo
que ninguno de los senadores-profetas pu-
do discernir nada sobre su persona. Todos
ellos habían visto los suyo en cuestión de
las más oscuras nigromancias, pero ningu-
no había esperado que aquel afamado mer-
cenario tuviese el poder suficiente como
para abatir a la horda de un plumazo.
El profeta del Pasado y el ardiente
Amanecer se incorporó en deferencia al
extraño hombre que aguardaba en la oscu-
ridad. Había algo raro en él, algo que no
estaba bien, pero el señor de Kalem´toonai
no conseguía descifrar ese enigma.
Iba a abrir la boca para felicitarle
cuando este anunció:
- La horda invasora ha sido destruida.
Los hijos de Quelni yacen muertos en
vuestro desierto.
A pesar de las penumbras de la sala los
otros seis líderes pudieron ver como los
colores ascendían a las mejillas de su com-
pañero. Aquello acababa de suponer un
110
insulto, la milenaria tradición dictaba que
el señor del ardiente Amanecer debía ser el
primero en hablar.
- ¿Cómo habéis dicho?- masculló entre
sus rechinantes dientes.
- He destruido la horda Quelni. Chaca-
les y buitres gozan de un gran banquete en
las dunas.
Había algo extraño en la voz de aquel
desconocido, los senadores intentaban di-
lucidar qué era, pero las vestiduras que le
tapaban la cara conferían a sus palabras un
toque fantasmal que encubría lo que quiera
que fuese que estaba mal.
El mercenario permaneció de pie, en el
centro del hemiciclo, ante los tres podero-
sos señores y su corte.
- ¡Por la Montaña de Hierro Negro!-
rugió el señor del Presente y el largo Día
rompiendo el tenso silencio – seréis re-
compensado como se prometió – y dando
una palmada cuatro hombres desnudos con
la cabeza rasurada excepto por el mechón
que los delataba como esclavos surgieron
de una puerta lateral portando un gigantes-
co cofre cargado de riquezas.
111
A un gesto de Raposo dos de sus guar-
daespaldas avanzaron hacia el tesoro y lo
levantaron como si nada ante la incrédula
mirada de los esforzados esclavos. Con un
taconazo y una leve reverencia dio media
vuelta y caminó hacia el exterior de la sala.
- Esperad – ordenó el profeta del Pasa-
do – como nos habéis informado gracias a
vuestros esfuerzos la ciudad de Quelni ha
quedado desguarnecida.
El mercenario se detuvo, aunque no se
volvió.
- Escucharé vuestra propuesta.
Los profetas del Presente y del Futuro
se miraron entre ellos, en ese momento les
asaltaban las dudas, pero era el portavoz
del Pasado quien tenía la palabra y él no las
compartía.
- No se que demonios abisales os pa-
trocinan y luchan por vos en el campo de
batalla, pero estoy seguro de que nos podr-
ían ser muy útiles en la represalia que va-
mos a realizar contra los invasores, con vos
a vuestro lado no deberíamos preocuparnos
de que Teehjas quisiese aprovechar la si-
tuación y terminar lo que Quelni no ha
112
podido hacer.- El profeta se había levanta-
do, buscando alguna reacción en el merce-
nario, pero este no se movió ni un ápice,
seguía dándole la espalda.
Realmente ofendido tomó asiento mas-
cullando improperios. A su lado el profeta
del Presente le puso la mano en el antebra-
zo recomendándole paciencia.
La profunda voz del Señor del Futuro y
el helado Ocaso retumbó haciendo aun más
patente la tensión de la sala.
- Diez cofres como el que tus hombres
llevan si lideras nuestros ejércitos en la
invasión a Quelni, un trabajo fácil y muy
bien pagado.
Por unos instantes el mercenario con-
sideró la propuesta. Sin duda con él al
mando la ciudad estaría condenada, Ante
sus ojos los Profetas se hincharían como
sapos regocijándose en la destrucción de
una nación indefensa.
- No.
El profeta del Pasado explotó de rabia.
- ¡Estoy harto de vuestros desplantes e
insultos! Estáis en Kalem´toonai, “mi”
113
ciudad (se oyeron dos carraspeos ofendi-
dos) y vais a pagar por vuestras ofensas.
Llamó a la guardia a gritos y veinte
hombres armados con lanzas y pesadas
lorigas de bronce se precipitaron por una
puerta oculta.
Raposo dio media vuelta sobre sus
pies, ofreciéndoles el perfil, todos los pro-
fetas sintieron los ojos relucientes como
dos joyas en las profundidades de la capu-
cha. De repente pareció como si la tempe-
ratura de la sala hubiese bajado hasta equi-
pararse con la de una tumba mientras las
antorchas se oscurecían una a una como si
un gélido viento las apagase. Los soldados
retrocedieron hasta la puerta de la que hab-
ían surgido. Las armas cayeron al suelo y
los hombres cayeron en posición fetal, gi-
miendo de un miedo cerval que había pene-
trado en sus corazones. Era el viejo temor a
la oscuridad que todo hombre aprendía a
ocultar al hacerse adulto, pero en ese mo-
mento, ante aquel mercenario todas las
barreras y mentiras habían caído y el hom-
bre enfrentaba su alma desnuda a todos sus
temores.

114
El mercenario salió de la sala, escolta-
dos por sus dos hombres que portaban el
cofre que en ningún momento habían sol-
tado.
Cuando se recobraron los hombres del
senado descubrieron al señor del ardiente
Amanecer inmóvil con los ojos espantosa-
mente abiertos y una mueca de miedo cer-
val en su desencajado rostro. Muerto.
- ¿Lo perseguimos?- preguntó uno de
los oficiales sin mucha convicción.
- No.- dijeron al unísono los dos profe-
tas que restaban incapaces de retener un
castañeo de terror irracional.- dejad que se
vaya.
Y nadie discutió la orden.

115
Bienvenido al Club
Simón Blasco Perales

Amanece. Los últimos borrachos de-


jan la libertad de la noche para volver a la
monotonía de sus vidas mientras las palo-
mas comienzan a desplegar las alas ca-
lentándose bajo un tímido sol otoñal.

Como cada mañana de domingo,


Víctor Hooker se enfundó su traje amarillo
y sus flamantes mocasines blancos. Tenía
una entrevista con Julius Verniel, el dueño
del teatro Gulliver, una de las principales
salas de la ciudad. Una llamada telefónica
de Julius y todo había quedado solucionado
para que se conociesen en persona. La cita
sería en el teatro de Verniel, temprano,
para que les diese tiempo de charlar sobre
la obra antes del almuerzo.
Mientras Víctor terminaba de peinarse
el fino bigote que tímidamente sombreaba
su labio superior, le pareció ver reflejada
en el espejo a su tía Amelia cuando él to-
davía era un mocoso y ella, entre risas, le
117
decía a su madre: “Este chico llegará lejos
en el mundo del arte, no hay más que verlo
bailar”. La tía Amelia era la hermana ma-
yor de la madre de Víctor y había sido la
bailarina principal del “Chiqui-dancing”,
un club de bailes latinos que estuvo muy de
moda en los años cuarenta en la calle 42 de
Broadway.
- Bueno - pensó – de momento voy a
llegar al teatro Gulliver – y sonrió mos-
trando una blanca y artificial dentadura
ante el espejo.

El hombre del tiempo había pronosti-


cado una ligera tormenta. Hooker salió a la
calle y se acercó andando hasta la estación
de metro más cercana. Le extrañó no ver a
nadie paseando a las ocho de la mañana,
pero lo achacó al hecho de ser domingo y
al pronóstico de mal tiempo que el mete-
orólogo había anunciado. Las lluvias en
aquella zona del país solían ser bastante
comunes en esa época del año.
El tren llegó a la hora exacta. Las puer-
tas del vagón se abrieron y subió orgulloso
el escalón que separaba el vehículo del
118
andén. Estaba vacío. Como era habitual
desde hacía unos años, los graffiti y pinta-
das “adornaban” los asientos del transporte
público, por lo que escudriño la mirada
buscando un lugar medianamente en con-
diciones donde poder sentarse sin ensuciar
su traje. Quería dar una buena impresión a
Julius.
Cuando alargó la mirada hasta el fondo
del vagón, apreció la figura de un hombre
que antes le había pasado desapercibida.
Hubiese jurado que hacía unos segundos se
encontraba solo. Estaba de espaldas a él y
por lo que pudo apreciar le pareció que era
un vagabundo, sentado en el extremo
opuesto a la puerta de acceso por la que él
había entrado. Hooker se sentó tres filas de
asientos por detrás del individuo. Hacía
años que disfrutaba observando a la gente
de clase social baja, dejando volar su ima-
ginación y sumergiéndose en peleas noc-
turnas y trifulcas de bar inspiradas por
aquellos seres sumergidos en un infierno
sin haber pecado. La mayoría de sus cono-
cidos disfrutaban los ratos de ocio sentados
en un bar de la avenida principal, acompa-
ñados por una cerveza o un café mientras

119
charlaban con amistades y dejaban pasar el
día pausadamente. Él era feliz sentándose
en esa misma avenida, cuando el sol co-
menzaba a bostezar, observando a los va-
gabundos, a los borrachos y a las prostitu-
tas luchar por subsistir, para más tarde po-
der plasmar en escritos todas las fantasías y
dramas que podía leer en los ojos de los
protagonistas de la noche, todos aquellos
seres que ahora le recordaban a aquel pobre
individuo…
El vagabundo volvió su rostro hacia él
despacio, mirándole con cara de aburri-
miento. Si no hubiese sido por un leve bri-
llo que tenía en las cuencas de los ojos,
hubiese jurado que se trataba de un cuerpo
vacío de vida, tal como había visto alguna
vez en los funerales a los que, de vez en
cuando y por desgracia, no tenía más re-
medio que acudir… le vino a la memoria el
rostro de tía Amelia el día que la encontró
muerta en uno de los aseos del Chiqui-
dancing, con una aguja clavada en su blan-
co brazo. Fue la primera vez que vio una
persona muerta, y también la primera vez
que había salido una noche de juerga con
sus amigos… aquella imagen de tía Amelia

120
se le quedó registrada en lo más profundo
de la mente y cuando alguna vez salía de
fiesta con amigos o conocidos no podía
evitar recordar el triste recuerdo del rostro
de su tía.
El vagón comenzó a avanzar al tiempo
que ambos hombres cruzaban sus miradas.
Los ojos del vagabundo comenzaron a mo-
verse de forma rápida mirando al vacío,
como si de repente hubiesen recobrado la
vida que hacía un momento no tenían. Las
pupilas del hombre terminaron depositán-
dose sobre el hombro izquierdo de Hooker.
Una pequeña mosca había detenido su vue-
lo sobre la chaqueta amarilla del escritor.
Ante la mirara incrédula de Víctor, el ex-
traño individuo abrió su boca dejando ver,
al tiempo que se extendía, una lengua que
creció rápidamente como si de una serpien-
te se tratase. En cuestión de segundos el
apéndice del vagabundo había alcanzado el
hombro de Hooker quedando la mosca
pegada en la punta, envuelta en un amasijo
de saliva de color verdoso. Al instante el
insecto desapareció en la boca del extraño
tan rápidamente como había hecho su apa-
rición en escena. Un pequeño rastro de

121
baba verdosa oscureció el amarillo de su
americana. Hooker se encontraba todavía
asustado e incrédulo ante la escena que
acababa de ver. Miró hacia la puerta del
vagón pero estaba cerrada. Pulsó el botón
de emergencia, para intentar salir de allí lo
más rápido posible, pero el botón de alar-
ma no funcionó. Tras unos segundos que a
Víctor le parecieron eternos, se armó de
valor y se levantó acercándose al extraño
que hacía un instante le había lamido lite-
ralmente la solapa de la chaqueta. El vaga-
bundo, sin decir nada, se relamía de su
asqueroso bocado, sin levantarse de su
asiento.
-¿Como ha hecho eso?- le preguntó
Víctor entre sorprendido y asustado – ¿es
usted un bicho raro, un extraterrestre o algo
así?
El rostro de Hooker estaba descom-
puesto solo de pensar en la escena tan des-
agradable que le acababa de ofrecer el ex-
traño.
– Se equivoca amigo – respondió el
vagabundo sonriendo – soy un tipo nor-
mal… todo depende del lugar en que se

122
viva… si usted supiera como come la gente
en otros países no hablaría así. Hay países
cuyos habitantes alargan sus brazos hasta
un metro para alcanzar los frutos más altos
de algunos árboles – una pata de mosca
sobresalía entre sus labios. En ese instante
resbaló una pequeña gota de baba verdosa
por su barbilla.
- Disculpe – respondió Víctor. Estaba a
punto de vomitar pero se contuvo haciendo
un gran esfuerzo – no me mal interprete…
¿no insinuará que lo que he visto ocurre en
otros sitios?
- El rostro del extraño volvió a relajar-
se, al tiempo que su tono de voz se calma-
ba. La voz artificial de una mujer anunció
la inminente llegada a la plaza de Ramonet
Stanley.
Hooker continuó:
- Usted se ha comido una mosca que
yo tenía en el hombro como quien se come
una gamba rebozada a la hora del aperitivo.
– balbuceó Hooker.
-Mire – exclamó – yo no soy nadie pa-
ra usted y usted no sería nadie para mí de
no haber estado esa mosca sobre su cha-
123
queta y yo hubiese podido desayunar mi
ración de cucarachas alemanas esta mañana
– una arcada con sabor amargo acudió a la
boca de Hooker al escuchar las últimas
palabras y esta vez sí creyó vomitar.
Apartó la mirada y cerró los ojos con el
único fin de que el extraño no advirtiese el
asco, el miedo y el temor que seguramente
reflejaban su rostro.
- Usted ha visto lo que puedo hacer y
eso le convierte en alguien peligroso para
mí – añadió el extraño hombre.
Hooker comenzó a notar un sudor frío
por la parte baja de su espalda al tiempo
que su estomago comenzaba a excretar
jugos gástricos provocándole cierto males-
tar. El vagón continuó su camino sin dete-
nerse en la estación. El hombre siguió
hablando:
– Así que puede elegir entre unirse a
mi o, digámoslo de buena manera… des-
aparecer ahora mismo – el tono del vaga-
bundo se tornó más serio, hasta el punto de
que Hooker pensó que aquello era una
broma pesada de alguna cadena de televi-
sión y el hombre un actor que estaba lle-

124
vando su papel hasta un punto demasiado
lejos. Víctor sonrió ante la idea mientras
giraba la cabeza en todas direcciones bus-
cando la cámara oculta. Le vino a la mente
la noticia que habían dado en televisión
sobre la aparición en India de unos extra-
ños individuos a los que denominaron
“mutantes”. Aquella noticia en su momen-
to le pareció una pesada broma de esas que
hacen a veces las cadenas televisivas.
Pensó entonces que se trataría de un chala-
do disfrazado que se creía un mutante de
aquellos. La idea relajó su estomago por
unos instantes.
- Está bien – continuó el extraño – está
usted pensando que se trata de una broma
¿verdad? A todos nos pasa la primera
vez…
- La primera vez – repitió Hooker ex-
trañado mientras palpaba debajo de un
asiento lleno de pintadas - ¿qué quiere de-
cir con eso de la primera vez?
- Siempre hay una primera vez para to-
do, incluso para los deseos – el hombre
tragó por fin la mosca, acercó su mano
derecha hacia los labios y extrajo entre los

125
dedos una de las alas, tirándola al suelo – y
cuando alguien nos conoce por primera vez
siempre se le pasan por la cabeza las ideas
más absurdas… siempre hay una primera
vez y si he de ser sincero, todos se lo to-
man a risa – exclamo sonriendo.
- No le entiendo – exclamó Hooker –
no le conozco de nada y la verdad es que
no tengo ni la menor idea de cómo ha
hecho eso, aunque yo creo que es una bro-
ma de mal gusto – Víctor señaló con el
dedo la solapa de su chaqueta – pero sé que
tiene que haber algún truco por aquí… - y
volvió a palpar con su mano izquierda por
debajo de los asientos- no creo en esa noti-
cia de los mutantes…
-Tiene usted las manos muy largas
amigo – exclamó el extraño observando los
brazos de Víctor. En ese instante el vagón
se detuvo y la voz encorsetada de la mujer
anunció que habían llegado a la estación de
San Martinetx. El vagabundo se levantó
rápidamente – nos volveremos a ver pronto
señor Hooker – exclamó – y tenga cuidado
con esas manos porque las tiene demasiado
largas - añadió saliendo por la puerta antes
de que Víctor pudiese reaccionar. Varias
126
personas entraron en el vagón impidiendo a
Hooker observar la dirección que tomaba
el hombre y para cuando quiso darse cuen-
ta este había desaparecido sin dejar el me-
nor rastro.

Diez minutos más tarde el tren se detu-


vo en la estación de Perolat Place. Cuando
Víctor ascendió a la superficie se había
levantado una breve brisa otoñal. Unos
pinchazos en el brazo izquierdo le hicieron
sentirse incómodo, pero pronto pasaron y
los achacó a los cambios de clima y a los
ataques reumáticos que había heredado de
su madre.
Tras cinco minutos más caminando
llegó hasta la fachada del teatro Gulliver.
Se trataba de un edificio pequeño, más de
lo que él había creído - “unas cien butacas”
- pensó y se dispuso a abrir la puerta prin-
cipal del edificio. Estaba cerrada. La pe-
queña ventanilla que hacía las veces de
taquilla estaba tapada por una cortinilla, y a
los lados de la entrada los carteles de la
obra que se estaba representando esos días
no indicaban el horario de apertura. Miró a

127
ambos lados de la acera pero no vio a na-
die, parecía que la humanidad se hubiese
extinguido esa noche y tan solo él y el ex-
traño individuo hubiesen subsistido. Buscó
un timbre o un picaporte donde llamar,
pero no encontró nada. Tras unos segun-
dos en los que dudo que hacer, eligió ca-
minar hacia la derecha buscando alguna
otra entrada. En ese instante recordó que
entró gente en el vagón de metro cuando el
desconocido salió, pero que en su estación
no se apeó nadie ni subió nadie... nadie.
Al doblar la esquina de la calle en-
contró una pequeña puerta con un cartel
que indicaba la entrada de actores. Se
aproximó y esta vez sí se encontraba abier-
ta. Un pasillo estrecho y con olor a hume-
dad se abrió ante él. Aquella mezcla de
olores le recordó su pasado como actor sin
éxito intentando representar los clásicos en
pequeños locales de pueblos olvidados.
Avanzó por aquel pasillo mohoso en silen-
cio, y a los pocos metros se vio obligado a
doblar hacia la derecha. Al fondo un hom-
bre estaba de pie indicándole con la mano
que avanzará…

128
Julius Verniel supo de la existencia de
Víctor Hooker por un amigo de ambos.
Una tarde Verniel y su amigo se cita-
ron para comer y, tras charlar sobre varios
temas la conversación derivó hacia el
mundo del teatro y lo difícil que era conse-
guir una buena obra de vanguardia. El
amigo le comentó a Julius que en una ciu-
dad al norte vivía un conocido suyo del que
decían que escribía muy bien, aunque nun-
ca había leído ninguna obra suya. Verniel
siempre andaba a la búsqueda de autores
noveles, por lo que rápidamente se intereso
por Hooker y tras varios intentos infructuo-
sos consiguió contactar con él. Fue una
conversación rápida, vía telefónica, pero
todo quedó arreglado para que Víctor Hoo-
ker viajase hasta la ciudad para representar
su primera obra.

Ante Víctor apareció un hombre alto,


grueso, de mediana edad, de cara pequeña
y delgada, nariz afilada y ojos hundidos, se
podía percibir que años atrás, cuando fue
más joven, debió tener un cuerpo bastante

129
atlético que ahora había desaparecido bajo
una capa de grasa.
-¿Víctor Hooker?– preguntó el hombre
ofreciéndole la mano – me llamo Julius
Verniel y soy el dueño del teatro Gulli-
ver…
-Sí, soy yo – respondió- es un placer.
- Que le parece, ¿a que es precioso? –
Exclamó altivo Verniel - lo adquirió mi
padre hace diez años y es la niña de mis
ojos. Por aquí han pasado Santiago Gracia-
no, David Saint Bueno y Pascual Perulera
entre otros menos conocidos, ¡ah!- ex-
clamó- y aquí comenzó su carrera teatral el
gran José Luis Poncela Mercastan, el pro-
tagonista de la serie “Aquí se viene a reír”
junto a Mir Daan Donay… ¿supongo que
la habrá visto alguna vez?
- Sí, sí – acertó a contestar Hooker es-
trechando la mano de Julius – la verdad es
que es un edificio muy bonito.
No mentía, aunque a Hooker le hubiese
dado igual el estado del teatro… estaba
demasiado ilusionado con estrenar su obra
que le hubiese contestado cualquier cosa a
Verniel con tal de regalarle los oídos.
130
-¿Cuántas butacas tiene su teatro señor
Verniel? – preguntó Hooker
-Noventa y tres - señaló – en sus co-
mienzos hace ochenta años tenía casi cien-
to cincuenta, pero mi padre lo reformó y
amplió el escenario, y yo hace unos años
también reemplace las butacas originales
por otras más modernas y amplias, con lo
cual tuve que reducir el número de asien-
tos… mejor menos y cómodos que muchos
e incómodos – añadió Verniel sonriendo –
hay que adaptarse a los nuevos tiempos y
la gente quiere apoyar sus traseros en sitios
tan blandos como el sofá de su casa. Bue-
no – añadió – y ahora vayamos al escenario
y hablemos del estreno.
Verniel giró hacia su izquierda diri-
giéndose hacia una puerta de chapa que se
encontraba cerrada. Víctor Hooker le si-
guió.
-Tras esta puerta – añadió mientras in-
troducía la llave – está el corazón del teatro
Gulliver. Abrió la puerta con un giro. –
señor Hooker, bienvenido al corazón del
gran “Teatro Gulliver”.

131
Hooker quedó sorprendido. El aspecto
exterior del edificio no permitía imaginar
la belleza que escondía en su interior. El
teatro era pequeño sí, pero muy coqueto.
Diez filas de butacas rojas de última gene-
ración se desparramaban delante de un
escenario enorme – “por lo menos tiene
diez metros de largo por cinco de fondo” –
pensó Víctor.
-Veo que le gusta – exclamó Verniel al
observar la cara de Hooker – noventa y tres
butacas de una comodidad superior, sesen-
ta metros cuadrados de escenario – Verniel
le exponía orgulloso las ventajas de su tea-
tro – y venga, venga conmigo – Verniel se
dirigió hacia las filas de butacas y Víctor le
siguió como un corderito – mire, entre las
filas de butacas hay un espacio de medio
metro para que la gente pueda caminar sin
problemas, no como en esos teatros del
centro en los que vas pisando a todo el
mundo hasta alcanzar tu asiento.
-Es perfecto para el estreno de mi obra
– murmuró Hooker dejándose caer en uno
de los asientos – no podría haber elegido
un lugar mejor para iniciar mi carrera.

132
-Celebro que esté así de eufórico señor
Hooker – exclamó Verniel sonriendo – y
ahora si es tan amable me voy a sentar en
esta butaca y usted va a salir al escenario
para leerme su obra – dijo mientras le indi-
caba a Víctor con la mano la dirección del
escenario y él se sentaba en una butaca de
la primera fila. -¿Porque la ha traído ver-
dad? – añadió
-Sí, pero ¿Toda? – exclamó Hooker
- Hombre de dios – le dijo Julius son-
riendo – toda no, el primer capítulo para
que yo la escuche de la voz de su autor.
- Ya perdonará señor Verniel, pero no
estoy acostumbrado a esto…
- No se disculpe señor Hooker, es algo
de lo más habitual entre los grandes escri-
tores de teatro recitar parte de su obra antes
del estreno, incluso dicen que da buena
suerte – añadió -.
Víctor se levantó y avanzó despacio
hacia los escalones que separaban la platea
del escenario. Una vez arriba, sacó un pu-
ñado de folios doblados del bolsillo de su
chaqueta y se dispuso a leer.

133
-No señor Hooker – exclamó Julius sin
darle tiempo a comenzar – colóquese un
poco más en el centro, que yo le vea bien –
señaló hacia un lado con el brazo. – Donde
está ahora se le ve demasiado perdido en el
escenario.
Hooker avanzó tímidamente unos pa-
sos hacia la izquierda.
– Ahí, ahí señor Hooker, ahí está usted
perfecto – dijo Verniel – cuando lo desee
puede comenzar a leer.
Un sudor frío le resbalaba por la espal-
da. Nunca antes había leído su obra delante
de nadie y los nervios y el miedo escénico
(aunque su único público fuese el dueño
del teatro) estaban haciendo mella en él.
Comenzó a leer.
-Presentación, dos puntos, acto prime-
ro, dos puntos – Hooker carraspeó tímida-
mente - el protagonista de la obra sale a
escena y dice con voz de ultratumba:

“-Solo en las noches, las noches más


espesas, mi cuerpo vive la magia del oxí-
geno que de día no puede respirar… me
134
presento: soy un vampiro… ¡pero no un
vampiro cualquiera no!, soy un vampiro de
hospital…” –

Hooker leía con voz gutural intentando


crear una atmósfera de misterio. Julius
Verniel levantó las cejas removiéndose en
su butaca…-
-¿Ocurre algo señor Verniel? – pre-
guntó Víctor al observar que este parecía
sentirse incómodo.
- No, no, prosiga por favor - respondió
el dueño del teatro.
Hooker continuó leyendo:

-“Me llaman Aznalarín y soy un vam-


piro muy joven, de hecho solamente tengo
235 años y 6 días… vamos que todavía
tengo los colmillos de leche y mi estomago
soporta bastante bien una horchata aunque
no me de la fuerza y el vigor de la sangre
de los guerreros. Os explico: aunque voso-
tros lo dudéis, los vampiros existimos des-
de hace muchísimo tiempo, aunque no des-
cendemos de Rumania ni existe ningún
135
conde llamado Drácula… Somos origina-
rios de América y ya existíamos antes de
que Colón llegase. “

Víctor Hooker carraspeó y tosió. Le-


vantó la vista para ver la cara de Verniel
mientras le escuchaba. Este tenía la mirada
enfocada en el techo de su teatro. A Hoo-
ker no le pareció correcto y observándole
se dio cuenta de que la cabeza inclinada
hacia atrás no cuadraba sobre el cuerpo:
una cabeza tan pequeña con un cuerpo tan
robusto… resultaba cuando menos grotes-
co observar al dueño del teatro mientras
escuchaba su lectura. A Hooker se le an-
tojó como un gran insecto de cabeza me-
nuda, una asquerosa chinche transmisora
de enfermedades. Además, no le estaba
prestando atención y aquello le disgustaba
enormemente. Estaba dando todo lo que
tenía dentro de sí para que una repugnante
chinche pasase de él y se entretuviese mi-
rando al techo…
Verniel bajó la mirada

136
-¿Le pasa algo señor Hooker? – dijo al
apreciar que Víctor había dejado de leer y
lo miraba fijamente.
- Disculpe señor Verniel, ya continúo-.
Víctor bajó la mirada y continúo leyendo
con voz gutural. Pero no podía quitarse de
la mente la idea de que Verniel parecía una
chinche con mirada de imbécil.

“-Cuando vuestro descubridor llegó a


nuestro continente, descubrimos que la
sangre de los europeos estaba más rica y
tenía más alimento que la de nuestros con-
ciudadanos. Mi abuelo (los vampiros, co-
mo vosotros, nacemos, parimos y morimos,
aunque vivimos muchos más años) partió
en un barco junto a Colón y otros españo-
les. Antes de partir se cebó bien con algu-
nos indígenas para pasar desapercibido
durante el viaje y no pasar hambre. Cuan-
do llegó a España (por cierto antes de que
me lo preguntéis, mi abuelo se llamaba
Falsamet) descubrió un mundo excitante
para él: fiestas, guerras, broncas, ajusti-
ciamientos, poder… sangre y más sangre
de cuerpos blancos y pecaminosos, suaves

137
y abiertos al placer que conseguían que mi
abuelo se extasiada cada vez que se me-
rendaba a uno de los vuestros…

-¿Qué estupidez es esta? – Exclamó


Verniel levantándose de repente de la buta-
ca - ¿No pensará representar una obra de
teatro con un comienzo tan absurdo?
- No-no creo que sea tan mala señor
Verniel – tartamudeó Hooker – los vampi-
ros siempre han sido un reclamo muy bue-
no en las historias de terror. Recuerde a
Nosferatu…
- Pamplinas, es usted un idiota. No se
trata de vampiros o no, sino de su forma de
hablar, esa voz tan ridícula intentando dar
miedo y lo que da es risa, sus gestos e in-
cluso la obra en sí misma – los ojos de
Verniel estaban inyectados en sangre y no
podían contener la rabia y el desprecio que
le transmitía aquel hombrecillo diminuto
vestido de color amarillo y que a la postre
llevaba el cuello de la chaqueta manchado
– El público se reirá cuando descubra que
el “terrorífico” protagonista es un chupa-
sangres de hospital ¿no lo comprende?
138
Hooker agacho la cabeza sin decir na-
da. La asquerosa chinche estaba soltando
todo su veneno en el ambiente y Hooker no
quería contagiarse. Mientras Verniel le
improperaba gritos e insultos, volvió a ob-
servar que la cabeza de Verniel no estaba
bien situada sobre aquel cuerpo, que los
ojos de Verniel eran en realidad ojos com-
puestos que miraban en todas direcciones,
como los ojos de las moscas, que si no hac-
ía algo para evitarlo muy pronto, él, Víctor
Hooker, acabaría contagiado de alguna
enfermedad transmitida por aquella chin-
che con forma humana, y acabaría murien-
do sin poder estrenar su obra…
-Pero señor Verniel – balbuceó al fin –
yo solo intento representar una obra entre-
tenida…
-¡Entretenida dice!, usted sí que es un
entretenido – exclamo Verniel mirando con
desprecio a Hooker. Su rostro estaba rojo
de ira – y que le pasa en ese brazo que lo
lleva escondido bajo la chaqueta, acaso
también es parte de su forma de ver la vida
o es que necesita colocarlo así para que le
salga esa voz tan ridícula que pone cuando
lee.
139
Hooker se miró el brazo izquierdo. In-
conscientemente lo había escondido debajo
de la chaqueta. El dolor que sintiera un rato
antes había pasado ya, pero notó un esca-
lofrío que le recorrió desde la mano hasta
el hombro pasando a la columna vertebral.
Intentó cambiar de conversación.
-Si no le gusta la obra siempre se pue-
de cambiar algo… - exclamó.
-¿Cómo cambiar? – respondió Verniel
– si faltan cuatro días para el estreno…
esto me pasa por confiar en escritores de
pacotilla y sinvergüenzas como usted –
carraspeó y expulsó una flema enviándola
al escenario, a medio metro de los pies de
Hooker - Más le vale a usted tener la obra
terminada y en condiciones para el día del
estreno porque de lo contrario le voy a de-
nunciar por estafador…
Al escuchar las últimas palabras los
ojos de Hooker miraron fijamente a su in-
terlocutor con una mirada que a Verniel le
produjo desazón durante unas décimas de
segundo. Hooker notaba como su corazón
palpitaba a toda velocidad dentro de su
cabeza a la vez que su cerebro no paraba de

140
enviarle mensajes… “esa chinche asquero-
sa no puede seguir haciéndome tanto da-
ño… “–pensaba obsesivamente.
-Sí, y no me mire con esa cara –añadió
Verniel-, es usted un inepto y me está em-
pezando a hartar.
No había nadie más en la sala. Verniel
siempre había tenido aires de grandeza y
procuraba que las obras que se representa-
sen tuviesen al menos un mínimo de cali-
dad, aunque fuesen pocos los espectadores
que se dejaban caer en sus cómodas buta-
cas cada noche. Por eso gustaba de citarse
unos días antes a solas con aquellos autores
que iban a estrenar y así escuchar parte de
su obra.
Hooker bajó la cabeza e introdujo su
mano derecha bajo la chaqueta, acaricián-
dose el brazo izquierdo.
-¿No le irá a dar un infarto ahora ver-
dad?- exclamó Verniel mientras avanzaba
en dirección al escenario – ya lo que me
faltaba, que me cerrasen el local con todos
esos médicos y la policía dando vueltas por
aquí.

141
Hooker comenzó a desabrocharse los
botones, uno por uno, mientras dirigía sus
pasos hacia Verniel. El dueño del teatro
comenzó a subir los escalones que separa-
ban el patio de butacas del escenario, mal-
diciendo la hora en que se había dejado
engañar por aquel mequetrefe, ajeno a lo
que hacía Víctor. Cuando volvió a mirarle
observó horrorizado como Hooker dejaba
caer la chaqueta en el suelo quedando al
descubierto lo que parecía una pata de in-
secto en lugar de su brazo izquierdo. Sin
tiempo a reaccionar, Verniel retrocedió
sobre sus pasos cayendo al foso. El defor-
me brazo izquierdo del escritor se abalanzó
sobre su cuello apretándolo con las pinzas
que tenía en el extremo, impidiendo que
cayese. Hooker levantó el cuerpo del
hombre como un monigote de trapo y co-
menzó a zarandearlo bruscamente. En ese
instante la cabeza cayó hacia atrás cerce-
nada… los ojos de Hooker estaban en
blanco, como si no fuese consciente de sus
actos. La sangre salpicó la chaqueta que el
escritor había dejado caer al suelo, al tiem-
po que el cuerpo sin vida caía como un
saco de patatas sobre las butacas rojas de la
primera fila. El deforme miembro de Hoo-
142
ker se dejó caer a la vez que se abrían las
pinzas asesinas y el escritor se arrodillaba.
La cabeza de Verniel tenía una mueca ex-
traña. El cuerpo sin vida yacía sentado de
mala manera en una butaca de la primera
fila, como si se tratase de un bailarín ago-
tado que se había dejado caer de cualquier
forma sobre su asiento. Así pasó un tiempo
indefinido. Hooker cayó inconsciente. Se
levantó. No recordaba nada. Habían pasado
escasamente cinco minutos desde que Ver-
niel diese su último suspiro…Cuando
Hooker vio el cuerpo sin cabeza en la buta-
ca no pudo evitar una arcada, pero no vo-
mitó.
¡Dios santo! – Murmuró - ¿Qué ha pa-
sado?… “me duele la cabeza como si me la
hubiesen golpeado” - pensó. - Hooker se
palpó para comprobar si tenía alguna heri-
da. Sus brazos, sus piernas, el abdomen…
todo estaba bien y sin rastro de magulladu-
ras. No sabía que hacía allí y menos aún
que hacía un cuerpo sin cabeza sentado
ante él… Se pellizcó en un brazo, tal como
había visto hacer en el cine, para asegurar-
se que no se trataba de una pesadilla. Se
percató de que unas gotas rojas manchaban

143
su camisa. Hooker se asustó, -“tal vez sea
sangre y esté herido”- pensó. Poco a poco
los recuerdos se le vinieron encima como
una jarra de agua fría. Recordó primero al
extraño del vagón de metro, su lengua
atrapando una mosca y como se relamía
mientras el insecto era despedazado dentro
de su boca… recordó las palabras de aquel
tipo:
“Puede elegir entre unirse a nosotros
o desaparecer para siempre…”
Hooker estaba a punto de sufrir un in-
farto. Empezó a pensar que él podía ser el
responsable de la carnicería que tenía ante
sus ojos. Y si era así ¿Cómo lo había
hecho y de quien era el cuerpo que estaba
sentado decapitado en una butaca? Co-
menzaba poco a poco a recordarlo todo,
aunque de forma muy confusa al principio.
Volvió la mirada hacia el pasillo de la sala
y vio allí la cabeza con los ojos abiertos.
Hooker volvió a tener otra arcada y esta
vez sí que su cuerpo expulsó un vómito de
color parduzco. Retrocedió tropezando con
el decorado del escenario. Se echó a llorar
sin comprender que había pasado y se de-
rrumbó cayendo de rodillas con la horrible
144
sensación de que él había sido protagonista
activo de tan terrible escena.
En aquel instante Hooker escuchó pa-
sos en el exterior de la sala. Los pasos se
dirigían hacia donde él estaba. Se asustó.
La puerta se abrió y tras ella apareció el
extraño del metro.
- ¡Vaya! – Exclamó - Veo que no ha
tardado en utilizar sus poderes… - Hooker
agachó la cabeza. Aquello tenía que ser
una pesadilla.
- ¿Mis-mis qué? – Dijo tartamudeando
– no sé de qué me habla – respondió - ¿Us-
ted era el hombre del metro, verdad, el
vagabundo?
- Le dije que nos volveríamos a ver,
pero ha sido más pronto de lo que espera-
ba. Habrá que limpiar toda esta porquería
¿no le parece señor Hooker? Usted recoja
la cabeza y yo me encargaré del cuerpo,
tengo un coche esperando en el callejón
que hay detrás del teatro.
Víctor estaba en un estado de shock del
que no terminaba de salir. Hacía menos de
una hora su vida era tan vulgar que ni si-
quiera era realmente feliz con ella, y en
145
poco tiempo se había convertido en un ase-
sino… y aquel hombre tenía que ser el cul-
pable de toda su desgracia.
Señor Hooker – gritó el hombre con un
tono amenazante que le hizo salir del esta-
do catatónico en el que se encontraba – va
usted a recoger esa cabeza o piensa dejarla
ahí hasta la noche del estreno. Dese prisa y
ya tendrá tiempo para lamentar lo que ha
ocurrido aquí si no quiere pasar toda su
vida entre rejas.

Unas horas más tarde los dos hombres


se encontraban en una zona desértica a las
afueras de la ciudad. No habían visto
ningún vehículo en la carretera desde que
salieron. Solo se cruzaron con un club de
alterne repleto de camiones aparcados en
su puerta.
El hombre bajó del vehículo y mientras
abría el maletero le dijo a Hooker que baja-
se para ayudarle a sacar el cuerpo y la ca-
beza. Ambas partes estaban envueltas en
dos grandes bolsas negras de basura. Hoo-
ker no podía dejar de ver la cabeza de Ver-
niel por todas partes, pero en el fondo se
146
sentía feliz al comprobar que había cum-
plido su misión y ya no escuchaba aquella
voz en su cabeza. La diminuta y ridícula
cabeza de Verniel ya no estaba ligada a su
cuerpo de ninguna de las formas y ya no
podría contagiar ninguna enfermedad a
nadie nunca más.
Finas gotas de lluvia empezaban a mo-
jarlo todo, pero a Hooker ya no le importa-
ba el clima, ni ensuciarse su flamante cha-
queta amarilla. Estaba a salvo de la chin-
che…
-Buen trabajo señor Hooker – señaló el
extraño -. Por cierto, mi nombre es
Aleixandros, aunque todo el mundo me
llama Alex… solo me queda por darle la
bienvenida al club –añadió sonriendo. -A
partir de ahora es usted uno más de la fami-
lia y como tal – el hombre levantó la cabe-
za hacia el cielo sin dejar de mirar a Hoo-
ker al tiempo que le daba unas palmadas en
el hombro y extraía un billete de cien euros
de un bolsillo de la chaqueta - debe com-
portarse. Esto es para que vaya y se desfo-
gue por ahí – añadió enseñándole el billete
-. ¿Recuerda el burdel que pasamos hace
media hora? – Le dijo sonriendo mientras
147
se colocaba el billete en la lengua alargán-
dola hasta alcanzar el bolsillo de la ameri-
cana de Hooker – y si le sobra algo lleve
ese traje a la tintorería por favor –.

-Como le dije señor Hooker, nos vol-


veríamos a ver, y esta vez – el extraño son-
rió – será para siempre… bienvenido al
club señor Hooker... al club de los mutan-
tes…

148
Destino de Leyenda
Guillermo Romeo Sánchez

Toda historia comienza en algún sitio.


En nuestro caso, en un imposible coliseo
de piedra, emplazado en un lugar en el cual
el espacio y el tiempo son cosas sin impor-
tancia. Unos seres de incalculable poder
contemplan lo que aquí ocurre, pues así
está escrito. Comencemos pues...

Extraños rivales
Las dos criaturas se miraban fijamente
mientras describían círculos, estudiándose
mutuamente en busca del punto débil del
contrincante, el que le llevaría a la victoria.
El más alto de los dos poseía unas fac-
ciones estilizadas, orejas puntiagudas y
ojos del color de la sangre. Vestía una ar-
madura de tonalidades oscuras, con apenas
algunos arañazos y de buena manufactura.
En su cinto pendía la vaina de una espada
de considerable longitud, así como una
pequeña daga que perturbaba a aquel que la

149
miraba fijamente. El rival de éste era com-
pletamente diferente; un cuerpo escamado
y una cabeza que recordaba a la de cual-
quier reptil de los muchos que pueblan los
mares eran sus características más llamati-
vas. Apenas vestía con un taparrabos tosco
y un báculo de madera multicolor en torno
al cual el aire parecía más denso. El alto
desenfundó su espada y se lanzó con un
grito desgarrador contra su oponente, que
con un gesto del bastón lo repelió hacia
atrás, como si un puño invisible lo hubiera
golpeado.
-No parecen especialmente fuertes,
Herrero. ¿Seguro que eres capaz de cum-
plir con el encargo?
-Relájate, Sacerdotisa. El de la arma-
dura es un althasiano, una raza de afilado
intelecto y gustos refinados, amén de una
destreza que no tiene igual entre las razas
inferiores. Además éste no es uno cual-
quiera, sino que es el heredero al trono
entre los suyos, Alar o Astar...algo así. Ya
sabes que no se me da bien recordar los
detalles sin importancia.
-¿Y qué hay del otro?

150
-El otro es un maethu, un habitante del
Imperio Submarino. Su especie no es muy
ducha en el combate pero posee un grado
bastante alto de magia para lo que suele
ser propio de razas inferiores. Su único
defecto es que hablan demasiado, incluso
aunque la situación no sea la apropiada.
El Herrero tomó una actitud medita-
bunda, y al poco exclamó:
-Mm… no es muy usual que vengan a
verme con esta clase de encargos, y menos
por parte de los tuyos. Creía que os opon-
íais a cualquier clase de intromisión entre
los seres inferiores.
-No es de tu incumbencia, Herrero. No
intentes escrutar las intenciones de tus
superiores, te puedes buscar problemas.
Tan solo júrame que servirán, puesto que
no disponemos de una segunda oportuni-
dad; o triunfo o muerte.
-Tranquila, Sacerdotisa, estoy seguro
de que son los que buscas; y si no crees en
la veracidad de mis palabras, sigamos ob-
servando la contienda…

151
Las cosas se complican
El althasiano había enfundado la espa-
da y sacado su daga, de hoja oscura y em-
puñadura recargada, y la hacía pasar
hábilmente de mano a mano, mientras sus
ojos rojos escrutaban los labios en continuo
susurro de su contrincante.
El maethu basaba su defensa en la
magia, de forma que necesitaba toda su
concentración para atraer la energía nece-
saria para mantener escudos. En ese mismo
instante éste se mostraba indeciso entre
lanzar un rayo de pura magia o invocar una
criatura abisal menor. No obstante, una
pequeña parte de su mente se mostraba
molesta porque no sabía qué estaba pasan-
do exactamente; aquella lucha demoníaca
solo podía ser fruto de su imaginación.
Recordaba perfectamente estar en la biblio-
teca del palacio submarino apenas unos
minutos atrás, pero cuando trataba de pen-
sar en por qué luchaba contra el habitante
de la superficie o cómo había llegado allí
una neblina roja le oscurecía la conscien-
cia. Sin embargo, no podía arriesgarse a
intentar dialogar con su oponente, puesto
que eso le dejaría indefenso y los althasia-
152
nos no tenían fama de gente pacífica preci-
samente.
Repentinamente el guerrero realizó un
extraño movimiento con la daga y una es-
pesa nube de humo de densa negrura lo
cubrió todo.
-No te muevas, serpientilla, no voy a
matarte todavía. Como supongo que ya te
habrás dado cuenta, cuesta enfocar el moti-
vo de esta lucha y de nuestra presencia
aquí. No sé tú pero yo no estoy dispuesto a
morir o matar en tan extrañas circunstan-
cias.
El maethu asombrado interrumpió su
lento salmodiar y haciendo un gesto limpió
el humo, dejando a la vista al guerrero con
sus armas enfundadas observándole de
brazos cruzados.
-Salgamos de aquí - dijo el althasiano.

Escapando
Mirando en derredor observaron un ar-
co de piedra en el cual unas runas resplan-
decían en un color amarillento que recor-
daba a la enfermedad. El guerrero se diri-
153
gió hacia allí cuando un súbito grito le de-
tuvo:
-¡No las toques! Son unas salvaguardas
bastante potentes; toca una y toda la sala se
llenara de trozos tuyos. Puedo desactivar-
las, pero tardaré unos minutos.
-Pues ponte a ello y menos charla - es-
petó el otro.
Nada más ponerse a susurrar los con-
trahechizos que las desactivarían, un cre-
ciente silbido inundó la sala hasta hacerles
taparse los oídos. Los dos se giraron para
observar como el ruido desaparecía súbi-
tamente para descubrir con sorpresa que,
donde antes había un vacío ahora había una
veintena de orcos de color negruzco, col-
millos grandes y mirada feroz. Portaban
una variopinta selección de armas herrum-
brosas que iban desde hachas hasta espa-
dones de gran tamaño. Dirigieron sus oji-
llos porcinos a los dos seres y el que parec-
ía el jefe emitió un rugido que puso en mo-
vimiento a toda su banda; los orcos se lan-
zaron contra ellos agitando los puños y
escupiendo insultos.

154
-Encárgate de las runas, yo los entre-
tendré - dijo el althasiano mientras desen-
fundaba su espada. Alzando el arma su
cabeza soltó una gran carcajada:
-¡Venid aquí bastardos! Vais a conocer
el filo de Araknos, la espada maldita.
-¿Araknos? Entonces supongo que
serás el príncipe Alair; los relatos sobre tus
hazañas con esa espada han llegado incluso
a oídos de mi gente - dijo el mago mientras
continuaba apagando runas.
-Así es serpientilla, estás hablando con
un digno hijo de la casa real de Althasia.
-¡Deja de llamarme así! Tengo un
nombre ¿sabes? Soy el mago de guerra
Krabus, del Imperio Submarino de Maet-
hia.
Mientras tanto, los orcos casi habían
llegado a su altura. Alair se lanzó adelante
y ululando comenzó a ejecutar una danza
mortal entre los enemigos. Saltaba y gira-
ba, y allá donde caía su espada un brazo o
una cabeza eran cercenados. Los orcos
intentaban alcanzarlo, pero para cuando
redirigían su golpe Alair ya había cambia-
do de posición. En apenas unos instantes
155
diez orcos yacían muertos o malheridos, y
los otros se retiraban lentamente.
-Esto ya está-parloteó Krebos - Lar-
guémonos antes de que estos muchachos
quieran más gresca.
Los dos cruzaron de un salto el arco.
Nada más cruzar Krebos hizo un gesto y
las runas se volvieron a encender. Un orco
que había intentado lanzarse hacia ellos
exploto en cuanto atravesó la pantalla invi-
sible creada por las runas.
-Eso no debió de ser agradable - dijo el
mago.
-Bah, cállate y continuemos - le res-
pondió Alair.

Se acerca el final
Ante ellos se abría un largo túnel de
piedra, iluminado a intervalos regulares por
unos hongos de color pálido y tenue fosfo-
rescencia. El suelo estaba cubierto por una
pesada capa de polvo, que parecía llevar
allí mucho tiempo. Comenzaron a andar.

156
-Este sitio es bastante tétrico ¿no cre-
es? - dijo Krebos
-Cállate.
-No deberías ser tan maleducado. En
serio, con ese humor no llegarás muy lejos
en tus relaciones interraciales…
-Que te calles. ¿No lo oyes?
-¿El qué…? - Y entonces él también lo
oyó. Un sordo palpitar que parecía crecer
conforme avanzaban, y que traía la mente
un ser vivo realmente grande.
-Esto es lo que intentaba oír…- dijo
Alair
-¿Qué crees que es?- susurro súbita-
mente asustado su compañero
-Ni idea, pero pronto lo averiguaremos.
El túnel desemboca ahí delante.
Dando los pasos que restaban hasta el
final del túnel, salieron a una enorme sala.
Columnas tan altas como varios hombres
juntos y de una anchura mayor que muchos
edificios sostenían un techo que apenas se
alcanzaba a ver. Pero lo que verdaderamen-
te llamó la atención de los dos aventureros

157
fue la amorfa criatura que dormitaba en el
centro de todo esto. Encima de un trono
formado por los cráneos de muchas presas
diferentes descansaba un gigante de las
montañas. De varios metros de altura, los
gigantes de las montañas son las criaturas
más irascibles y peligrosas que se pueden
encontrar en cualquier mundo. Se alimen-
tan de casi cualquier ser vivo, y suelen es-
tar permanentemente hambrientos. No obs-
tante, no son criaturas muy inteligentes,
cosa que puede ayudar a sus posibles pre-
sas a escapar.
Al fondo de la monumental sala se en-
treveía una puerta de carácter ciclópeo en-
treabierta por la que entraban los rayos de
los soles gemelos. Los dos aventureros
comenzaron a cruzar en silencio la sala. Si
el gigante se despertaba tendrían muchos
problemas, probablemente más de los que
podrían solucionar.
-Date prisa - susurró Alair.
-Voy todo lo rápido que puedo. No to-
dos somos tan ágiles como los althasianos -
refunfuñó Krebos.

158
Ya llevaban cruzada media sala cuando
lo peor que podía pasar, pasó. Un penetran-
te alarido recorrió la sala cuando los orcos
que habían sobrevivido a la espada de Alair
entraron en la estancia. Esto despertó al
gigante, que de forma torpe tanteó a su
alrededor en busca de su maza, que parecía
estar hecha de un árbol arrancado de cuajo.
- Parece que su jefe también sabía algo
de magia - dijo el maethu señalando a los
orcos
-Como si con el gigante no fuera bas-
tante - le respondió Alair - ¡Corre!
Y los dos echaron a correr en dirección
a la tentadora luz que prometía salvación.
Sin embargo, el gigante parecía tener otros
planes para ellos, puesto que levantándose
más rápidamente de lo que parecía posible
para un ser de su tamaño se colocó entre
ellos y la puerta.
-¡Mierda! Parece que tendremos que
morir aquí después de todo…
-No se puede ser tan negativo, Alair.
Lo único que conseguirás es deprimirme;
simplemente enfrentémonos a las cosas tal
y como vengan.
159
Juntos se puede conseguir
Alair desenvainó su espada y sacó la
daga del cinto mientras Krebos comenzaba
a reunir energía mágica en la punta de su
báculo. Detrás de ellos los orcos, ya recu-
perados de la sorpresa inicial de ver al gi-
gante, avanzaban hacia ellos seguros de su
victoria.
-Me parece que tendremos que jugár-
noslo a todo o nada, compañero. Lanzaré
un hechizo que le dejará ciego apenas unos
segundos; tú mientras atácale el talón para
que no pueda alcanzarnos. Después solo
podremos correr y rezar porque no nos
alcance…
-En fin, es todo lo que tenemos. La
suerte proveerá… ¡Por Althasia!
Y así se lanzó adelante, confiando
completamente en que su compañero con-
seguiría lanzar su hechizo. Por suerte ¿o
quizás destino? el relámpago cegó al gi-
gante, de forma que no pudo ver las dos
figuras que se escabullían entre sus piernas,
una de las cuales le provocó un intenso
dolor en el tobillo que le hizo caer de rodi-
160
llas. Los orcos que venían detrás se queda-
ron estupefactos al ver como el gigante
arremetía hacia delante en su ceguera, aca-
bando con un par de orcos y provocando la
desbandada del resto. Corriendo los dos
héroes como perseguidos por los mismísi-
mos infiernos, alcanzaron la salida y se
detuvieron, momentáneamente cegados por
la luz de los soles.
-Lo hemos conseguido…- dijo Krebos
-Sí, compañero, y creo que te debo una
- replicó con una sonrisa Alair.
-Me conformaré si me presentas a al-
guna hermosa cortesana…
Y ambos estallaron en carcajadas.
Y ambos se abrazaron como amigos de
la infancia, celebrando la alegría de estar
vivos.
Y ambos se desmayaron súbitamente
cuando poderes que no alcanzaban a com-
prender les robaron los recuerdos de las
últimas horas… hasta que los recuperaran
en el momento adecuado.

161
El enigma queda en el aire
-Debo admitir que todas mis dudas
eran fundadas. Solo ellos podrán desem-
peñar la tarea que el destino ha depositado
en sus hombros, y si aún así fallaran no
habríamos podido encontrar a mejores
representantes que a estos dos. Mis discul-
pas Herrero, recibirás tu justo pago.
-No ha sido nada Sacerdotisa, es mi
profesión desde hace siglos, y algo se
aprende durante tanto tiempo. Así pues, el
ciclo llega a su fin…
-No te equivocas, pues los presagios
que anuncian su Renacimiento han ido
aumentando en los últimos meses. Esta
tierra está inquieta por lo que se avecina, y
las profecías dicen que solo dos campeo-
nes podrán detenerlo. Eso significa que
ellos son los Elegidos de los dioses…

162
Las Aventuras de Guillermo el
Valiente
Elena Pilar García García

- ¿Lo habéis oído? –las luces tembloro-


sas de las velas que iluminaban tenuemente
la taberna proyectaban largas y oscuras
sombras sobre las paredes de piedra fría y
gris.
- No se habla de otra cosa –voces susu-
rrantes, unas graves y otras más agudas,
formaban murmullos caóticos que choca-
ban con las esquinas en penumbra.
Desde uno de aquellos lóbregos rinco-
nes escuchaba atentamente y en silencio un
joven espadachín. Sus largos y lisos cabe-
llos de color chocolate caían sobre su ros-
tro y sus decididos ojos azabaches obser-
vaban con curiosidad desde el anónimo
refugio que le proporcionaba aquel lugar.
- ¿De verdad que la princesa ha sido
secuestrada? –preguntó una vocecilla me-
lodiosa que se notaba trastornada.

163
- Sí, la Bruja Danyanela ha logrado por
fin su ansiada venganza…
- Todavía no. Exigirá a los Soberanos
del Reino un alto precio por la vida de su
amada hija –afirmó una voz que parecía
confiar en su visión-. Y los hundirá.
- No si alguien lo impide. Alguien va-
liente y fuerte… El mismo Rey Helhenno
es un experto hechicero.
- Eso es cierto, pero la Bruja ha lanza-
do una Maldición sobre el Castillo. Si al-
guien sale de la barrera mágica que ha
creado, ella lo sabrá y matará a la princesa.
- ¿Cómo sabes eso? –alguien descon-
fiaba de aquel hombre que parecía saber
tanto.
- Mi hermana trabaja dentro del Casti-
llo, ayer por la noche me acerqué a buscar-
la como todas las noches y la encontré al
otro lado de una especie de jaula etérea
índigo. Me lo ha explicado todo…
- Entonces no están incomunicados…
el Rey habrá mandado algún mensaje.
- Es posible, pero por la zona no hay
nadie capaz de ayudar… todos los guerre-
164
ros se encuentran muy lejos de aquí. Cuan-
do lleguen será demasiado tarde…
- Ciertamente… aunque mi hermana
dice que van a dar una jugosa recompensa
a la persona que salve a la Princesa Arlette.
El joven escondido en las tinieblas se
levantó sigilosamente, acaba de decidir
algo: el rescataría a la princesa y cobraría
la recompensa. Era un maestro de la espada
y estaba acostumbrado a luchar contra se-
res peligrosos. Además necesitaba la re-
compensa, su plateada armadura hacía mu-
cho que había dejado de ser plateada y deb-
ía repararla o comprar una nueva en las
Ferias de Armaduras anuales en el Prado
del Caballero Errante. Había intentado tra-
bajar para conseguir oro… pero después de
perder 10 ovejas, quemarse cuatro veces en
la herrería y envenenar a toda una clientela
de una taberna por servir comida en mal
estado, había decidido que trabajar de esa
forma no era algo hecho a su medida.
Salió discretamente, sin apenas llamar
la atención más que de algún par de ojos
que se dirigían aleatoriamente a distintos
lugares del recinto.

165
La noche era gélida y cerrada, el joven
agradeció ir abrigado con un jersey de la-
na… fue todo lo que consiguió en su pri-
mer trabajo como pastor.
El Castillo no quedaba muy lejos, si
emprendía la marcha inmediatamente lle-
garía antes de media noche. Sacó a su ca-
ballo del establo, el animal adormilado le
reprochó con la mirada que le hiciera mo-
verse a aquellas horas de oscuridad en las
que apenas podía ver el camino por el que
le hacía cabalgar. El corcel de pardo color
era rápido y fuerte, su nombre era Migue-
lonte.
La ruta estaba bien marcada pasados
los primeros kilómetros en los que la male-
za en ocasiones ocultaba el maltrecho sen-
dero.
Cuando el cansancio comenzaba a
apoderarse de ellos, aquella noche se su-
ponía que iban a descansar después de una
dura jornada de viaje, el Castillo se perfiló
en la colina donde había sido construido.
Tal como había dicho el hombre de la
taberna rodeando al magnífico edificio se

166
vislumbraba una enorme jaula formada por
barrotes de humos de índigo color.
Una fila de Guardias recorría el mismo
camino que su improvisada muralla, su
misión era evitar que nadie la cruzara.
- Buenas noches –el joven detuvo su
montura a unos metros del límite y se bajó
de un salto-. Ruego se me permita ver a los
Reyes… para hablar del rescate de la prin-
cesa.
Los uniformados hombres se miraron
entre ellos, uno le dio la espalda y desapa-
reció de su campo de visión, apenas unos
metros que permitía la luna creciente que
decoraba lo alto del nocturno cielo acom-
pañada por miles de resplandecientes estre-
llas.
Tuvo que esperar un rato hasta que su
petición se cumplió, los perfiles de los re-
yes se fueron haciendo más nítidos a medi-
da que se acercaban.
Ambos eran jóvenes, pero sus hermo-
sos rostros estaban ensombrecidos por la
preocupación y el sentimiento de impoten-
cia que los corroía por dentro como un
gusano albergado en una manzana. No obs-
167
tante algo en sus miradas hacía que desde
el interior de aquellos que los observaban
surgiera un fuerte respeto y admiración.
- Tienes ante ti a sus majestades el Rey
Helhenno y la Reina Hallexandra –informó
el Guardia que había ido en su búsqueda.
- Mi nombre es Guillermo –se presentó
el joven-. He oído su problema y me gus-
taría ir al rescate de su hija. Pero antes de
ello quiero saber todo cuanto haya que sa-
ber.
- La Bruja que ha secuestrado a nuestra
pequeña vive en el Castillo de Ónix, en lo
más profundo y encantado de los Bosques
Encantados –respondió el Rey con los azu-
les ojos brillantes de renovada esperanza.
- Nuestra hija Arlette es una niña pe-
queña de diez años, castaña y ojos azules.
La Bruja Danyanela es experta en el uso de
hechizos, encantamientos y pociones –la
Reina era una mujer bella y en sus ágiles
movimientos se reflejaba la experiencia de
una hábil guerrera.
- Los Bosques Encantados se hayan al
norte del Reino. El camino hasta ellos es
fácil, pero una vez en su interior no son
168
muchos los que han logrado salir… En
ellos moran Brujas, Hadas, Duendes, Trolls
y otras muchas criaturas mágicas.
- Algunas son benévolas y otras malig-
nas. Deberás poseer gran astucia, fuerza y
valentía.
- Si consigues rescatar a nuestra hija te
daremos 10.000 monedas de oro, te nom-
braremos Guerrero Honorable del Reino y
recibirás una armadura y una espada forja-
das con los mejores materiales y por el
mejor herrero que tenemos.
Guillermo sonrió, aquello era mucho
más de lo que se había podido imaginar,
aunque enseguida se le ensombreció la
sonrisa. Dado lo generoso de la recompen-
sa se podía intuir lo peligroso de la misión.
Pero su apodo era “el valiente” y no se iba
a dejar amedrentar fácilmente.
- Dejadlo en mis manos, traeré a la
princesa sana y salva –se golpeó con la
mano el pecho como parte de la promesa
que les acababa de hacer.
El joven mantuvo un rato más la con-
versación con los reyes, y una vez consi-
deró no podría sacar más información se
169
despidió respetuosamente de ellos para
partir hacia los Bosques Encantados.
Miguelonte no se mostró especialmen-
te entusiasmado cuando su jinete le ordenó
emprender la marcha; pero como fiel rocín
que era, obedeció el mandato.
Aquella noche fue tranquila, pero ago-
tadora. Cuando el sol despuntaba por el
horizonte los dos compañeros de viaje ren-
didos al sueño pararon su travesía para
hacer un alto y descansar. Tumbados en un
prado dejaron que el profundo mundo del
inconsciente los atrajera hasta su seno.
El joven se despertó entrada la tarde,
notaba el cuerpo entumecido y los ojos
pesados. Se levantó y estiró pensando en lo
que haría con las 10.000 monedas de oro
que le iban a entregar… Lo mejor era que
no necesitaría gastarlas en una armadura
nueva porque los reyes le darían una y sin
duda, una magnífica.
Despertó a su montura para poder pro-
seguir con su viaje, el animal le resopló y
miró con glotonería la verde y fresca hierba
que parecía pedir a gritos que alguien se la
comiera.
170
- ¿Tienes hambre, mi buen amigo? –Le
dio un par de cariñosas palmaditas en el
cuello- Buscaremos una posada donde po-
der llenar el estómago.
Mientras se subía sobre el caballo este
no pudo evitar mirarlo reprochadoramente.
Él podía llenarse la tripa con aquel exquisi-
to manjar, suave y natural, mucho mejor
que la bazofia que servían los humanos en
sus quejumbrosos edificios.
Guillermo miraba un mapa que llevaba
en su bolsa preguntándose cual sería el
camino más corto, parecía que el relieve
hasta el bosque era de grandes praderas
regadas por caudalosos y cristalinos ríos.
No era una ruta dura para ninguno de ellos,
pero se preguntaba que pasaría a partir del
bosque… Miguelonte era un animal cobar-
de, gracias a lo cual había desarrollado su
gran velocidad, que si bien era una gran
virtud no lo era tanto lo primero.
Media hora después llegaron a una ta-
berna que se alzaba al lado del pisado ca-
mino, el joven desmontó y llevó a su corcel
hasta el establo, donde otros muchos de su
especie descansaban y comían a disgusto la

171
paja y cebada que les servían en aquel lu-
gar.
Aquello continuó durante varios días,
sin que pasara nada digno de mención has-
ta que la cuarta jornada de viaje se toparon
con lo que a partir de ese momento sería el
fin de su solitaria tranquilidad.
Un enorme Ratón de las Praderas per-
seguía a dos féminas adolescentes atavia-
das con túnicas en sus buenos tiempos
blancas y limpias, pero que en esos se
hallaban manchadas y rotas, la vestimenta
de las Brujas Blancas.
Aquellos ratones se caracterizaban por
su gran tamaño, similar al de un caballo
adulto, y sus duras y gruesas pieles que
conseguían rechazar toda clase de conjuros
mágicos. Eran animales muy temidos por
ello, pero que por lo general no aparecían
ante los humanos debido a su carácter tran-
quilo. Solo atacaban cuando eran enfada-
dos o heridos, y en esas ocasiones se hab-
ían ganado el respeto que les profesaban
las demás criaturas de las praderas. Aquel
espécimen estaba claramente enfadado.

172
Miguelonte se encabritó e intentó dar
la vuelta para huir, pero Guillermo, a quien
la sorpresa le duró poco, le obligó a enca-
rarse al ratón, interponiéndose entre las
muchachas y el roedor.
El animal les dirigió sus furiosos ojos
rojos y decidió que aquellos que acaban de
aparecer eran los causantes de su furia y
que debían ser eliminados.
Guillermo quiso hacer honor de su fa-
ma en el arte de la espada y con un rápido
y limpio movimiento desenvainó su arma.
Pero nadie le aplaudió, las dos chiquillas
estaban demasiado ocupadas en alejarse de
la bestia que las perseguía y la bestia que
las perseguía, en acercarse a ellos.
Pero aquella idea resultaría nefasta pa-
ra la criatura, porque si bien su piel podía
repeler la magia no era así con las armas
blancas, especialmente si el arma blanca
era blandida por un experto espadachín con
mucha fuerza en los brazos.
La hoja de la espada golpeó en medio
de la cabeza del animal, quien inmediata-
mente profirió un agudo y horripilante chi-
llido. El joven volvió a arremeter contra su
173
peludo enemigo y le clavó la espada en la
pata delantera derecha. Al retirar la hoja, la
herida que había estado tapada dejó de te-
ner nada que contuviera el fluido escarlata
que se desparramó rápidamente por toda la
piel del animal al haberse roto los finos
tubos sanguíneos por los que circulaba
anteriormente.
El gran roedor comenzó a temblar
mientras continuaba con sus chillidos agó-
nicos. Su instinto de supervivencia superó
el anterior enfado y dando media vuelta se
alejó cojeando todo lo rápido que pudo.
- Muchas gracias extraño totalmente
desconocido para nosotras –dijo una voce-
cilla suave y serena a la espalda de Gui-
llermo.
Las dos Brujas adolescentes lo miraban
con agradecimiento desde varios metros
prudentes de distancia.
- No hay de qué –contestó él guardan-
do la espada-. ¿Por qué os perseguía?
- ¿Lo has herido de muerte? –preguntó
la misma voz de nuevo con un deje de pre-
ocupación.

174
- No, esos animales tienen una capaci-
dad regenerativa muy alta…
- ¡Menos mal! ¡No me hubiera gustado
que por nuestra culpa hubiera muerto una
criatura inocente!
La que hablaba era la más pequeña de
las dos, de corta y lisa melena castaña y
grandes ojos esmeralda que miraban al
joven con mucha intensidad. La otra mu-
chacha parecía ser un par de años mayor,
con una enfurruñada mueca y labios frun-
cidos, tenía el cabello naranja en una rizada
melena que le llegaba por los hombros, sus
ojos a diferencia de los de la otra bruja eran
alargados y de un fuerte morado.
- ¡Somos dos Brujas Blancas! –se pre-
sentó la castaña señalando sus ropajes- Ella
es Thais y yo, Lisseth. Somos hermanas.
¿Y tú como te llamas, joven y guapo Espa-
dachín?
- Guillermo –contestó el apelado mi-
rando con recelo a la adolescente, ¿cuántos
años tendría? ¿13 ó 14?
- Si nos lo permites nos gustaría com-
pensarte por ayudarnos. ¿Hay algo que
podamos hacer por ti?
175
La pelirroja le lanzó una mirada furi-
bunda a su hermana, a ella no le apetecía
devolver el favor; aún más, si su hermana
le hubiera hecho caso no hubiera habido
ningún problema con ninguna bestia asesi-
na.
- Pues… no… Bueno, tal vez… Al ser
brujas algo deberéis saber… ¿En que parte
exacta de los Bosques Encantados se en-
cuentra el Castillo de Ónix de la Bruja
Danyanela?
Las dos hermanas Bruja abrieron la
boca y los ojos y se miraron entre ellas.
- ¿Para qué quieres saber eso? -
interrogó la mayor cruzando los brazos y
lanzándole una mirada inquisitorial.
Guillermo se rascó la cabeza pensati-
vamente. No entendía aquella reacción.
Sería cosas de Brujas… o de mujeres… Un
pequeño escalofrío le recorrió la espalda,
sería mejor no entrometerse mucho… a no
ser que no le quedara más remedio, porque
si se quiere rescatar a alguien secuestrado
no queda otra que meterse en la vida del
inmoral secuestrador.

176
- Tengo una Princesa que rescatar –
respondió escuetamente.
- ¡Te lo dije! ¡Te dije que esa Bruja no
tramaba nada bueno! –exclamó la hermana
menor moviendo los brazos bruscamente-
¡Te ayudaremos a rescatar a la princesa!
- ¿¡Qué!? –gritaron dos voces a la vez.
- ¡No necesito ayuda!
- ¡No pienso ayudar a este tipo que no
conozco de nada!
- ¡Sí que lo harás, Thais! ¡Sin nosotras
esa Bruja te hará picadillo, Guille!
- ¡No me llames Guille! ¡Y sé cuidar-
me solo!
- Si no nos dejas acompañarte te lan-
zaré una Maldición –gruñó Lisseth frun-
ciendo el labio.
El joven que había ordenado al caballo
que emprendiera la marcha se lo pensó
mejor y se giró hacia la muchacha que le
acababa de amenazar. La experiencia le
había enseñado que las Maldiciones de
esas mujeres era mejor no tomárselas a
broma. ¿Qué había hecho él para merecerse

177
eso? Salvarlas… podrían haberle lanzado
la maldición al ratón… En esos momentos
comenzaba a dudar de que su intervención
hubiera sido necesaria.
- Nosotras nunca hemos congeniado
con Danyanela –murmuró Thais mirándole
por el rabillo del ojo-. Acepto a ayudarte si
compartes con nosotras la recompensa que
te den. ¿Por qué te darán una recompensa,
verdad?
- Pero yo no quiero vuestra ayuda –
protestó Guillermo que veía que no iba a
conseguir quitarse a esas dos adolescentes
de encima.
Ambas comenzaron a reírse al escu-
char aquello.
- No la quieres, pero la necesitarás.
Nadie mejor que una Bruja para conocer a
una Bruja.
- Pero vosotras sois Brujas Blancas…
- Blancas… Negras… que más da. No
somos tan diferentes…
- En realidad sí -Lisseth le guiñó el ojo
al joven.

178
- Está bien –accedió Guillermo que
prefería no hacerles enfadar-. Subid a Mi-
guelonte.
- No hace falta –la menor sacó pecho
haciéndose la importante-. Podemos ir en
nuestra escoba.
Thais la fulminó con la mirada mien-
tras sacaba algo de su túnica, era un palo
de color caoba roto por la mitad, en un
extremo llevaba un montón de pequeños y
finos palitos más claros.
- ¿Te refieres a esta?
- ¡Ah! Bueno… sí –la chica se dio
cuenta de que Guillermo las miraba sin
entender lo que ocurría-. Solo tenemos una
escoba… nuestro presupuesto no nos per-
mitió comprar otra… Estábamos volando
cuando pasó a nuestro lado una bandada de
patos… a mí me ponen nerviosa y comencé
a moverme más de la cuenta… La escoba
la llevaba yo… y caímos en picado.
- Sí, contra un ratón de las praderas. La
escoba se rompió y ese bicho comenzó a
perseguirnos… ¡Te dije que me dejaras
tomar el control! ¡Pero no! ¡La señorita

179
estaba demasiado preocupada por si algún
pato la hubiera rozado!
- ¡Ya te dije que lo sentía!
- ¡Sí! ¡Mientras un monstruo nos inten-
taba comer!
- Chicas –interrumpió el joven con un
suspiro de resignación-. Dejad de discutir y
subid a Miguelonte.
Ellas asintieron al ver que no les que-
daba otra alternativa. Thais se subió con un
ágil movimiento al caballo y le tendió la
mano a su hermana para ayudarla.
La menor de las hermanas apenas calló
durante todo el trayecto, de vez en cuando
era interrumpida por la mayor que se que-
jaba del constante parloteo que hacía que
su cabeza peligrara con estallar.
Miguelonte coincidía con ella, aunque
no podía dar su opinión de forma inteligi-
ble para su jinete y compañeras. Se pregun-
taba porque no las llevaba Guillermo en la
espalda en vez de cargarle a él… No le
compensaba aquel trabajo: duras camina-
tas, pesadas cargas, peligros peligrosos y
comida asquerosa…
180
Mientras su amo se decía a sí mismo
que es lo que había hecho para merecer
aquello. Puede que no siempre hubiera sido
un buen tipo, tampoco había sido malo,
solo un niño travieso… Era cierto que una
vez le escondió a su hermano la espada en
el bosque y que nunca la encontraron
cuando fueron a buscarla… pero ya le hab-
ía hecho pagar por ello… nunca mejor di-
cho; porque el pequeño Guillermo le tuvo
que comprar una nueva espada, trabajando
muy duro para ello en el huerto… Se pasó
la mano por la barbilla, su primer trabajo…
no se acordaba de aquello desde hacía mu-
cho… ya por aquel entonces era igual de
metepatas con los trabajos honrados de
cualquier persona normal…
Y así continuaron, cada uno metido en
la profundidad de sus pensamientos y sin
prestar atención a lo que decía la pequeña
Bruja durante varios largos días.
Hasta que por fin, una tarde, llegaron a
la entrada de los Bosques Encantados.
Los cuatro pares de ojos se quedaron
mirando fijamente los altos y retorcidos
árboles de troncos oscuros y rugosos y

181
hojas verdes que crecían ante ellos for-
mando un laberinto natural. Una trampa de
la cual pocos habían logrado volver, y los
que lo habían logrado era porque estaban
en sintonía con aquel lugar: Duendes,
Hadas, Trolls y por supuesto, Brujas.
- ¿Vosotras os sabéis orientar ahí de-
ntro?
- ¡Pues claro! ¿Quiénes te crees que
somos? ¡Somos uno con el Bosque! ¡So-
mos uno con…!
- ¡Calla, Lisseth! –gritó la hermana
mayor desesperada- Eres insoportable, y
sobre el Bosque… será mejor que espere-
mos a que amanezca mañana. Cuantas más
horas de luz podamos aprovechar, mejor.
- Sí, eso tiene lógica –aceptó el joven
bajando de su montura-. Venga, Miguelon-
te, compañero… Descansa un rato.
El caballo lo miró con ironía y resopló,
desde luego que iba a descansar, se lo hab-
ía ganado. Y esperaba no tener que aden-
trarse en aquel tétrico y espantoso Bosque,
las hojas silbaban de forma extraña y el
viento se notaba mucho más frío. A él no le

182
gustaba el frío, y sabía que a su amo tam-
poco.
Esa noche acamparon al raso, como
casi todas las noches anteriores ya que las
posadas por aquella zona escaseaban, bri-
llando cada vez más por su ausencia a me-
dida que se acercaban a los Bosques En-
cantados. Sin embargo fue una noche tran-
quila, nada les molestó ni inquietó. Lo que
no sabían ni Guillermo ni Miguelonte es
que las dos Brujas habían lanzado un
Hechizo de Protección, de modo que si
alguna criatura quisiera atacarles saldría
repelida inmediatamente.
El alba llegó mucho antes de lo que
cualquiera de ellos hubieran deseado, espe-
cialmente Miguelonte al que la idea de
caminar por aquel lugar le daba dolor de
crines…
- Escucha, Guillermo –avisó Thais
mirándole con severidad-. Yo os guiaré ahí
dentro, estuve una vez en el Castillo de
Ónix y recuerdo el camino.
- ¿Has estado en el Castillo de Ónix? –
se asombró el joven con cierto recelo.

183
- Sí, la madre de la Bruja Danyanela
solía invitar a todas las Brujas que se aca-
baban de iniciar… Luego Danyanela la
relevó y dejó de invitar a las pequeñas Bru-
jas… Era una niña pero el camino se queda
grabado en la mente… es inolvidable. Así
que haréis todo lo que yo os diga –la mu-
chacha enfatizó el “todo”-. Eso te incluye a
ti también, Lisseth.
- Pero sí yo siempre te hago caso –
protestó ella, al ver la mueca de burla que
se dibujó en los labios de su hermana re-
flexionó-. Bueno siempre no…
- Bien, pongámonos en marcha –
Guillermo se subió a Miguelonte y ayudó a
Lisseth a subir, Thais iría delante andando.
Al entrar sintieron como la luz dismi-
nuía notablemente, todo se había vuelto
más oscuro y sombrío. La temperatura iba
disminuyendo poco a poco, y del interior
del bosque se oían extraños ruidos.
- Aquí viven muchas criaturas que es-
tarán encantadas de comernos los sesos si
nos perdemos en las entrañas del Bosque.
Así que no os separéis de mí.

184
- Tranquila, Thais. No dejaremos que
te coman los sesos –bromeó su hermana.
La Bruja se volvió y le dedicó una fea
mueca.
El camino era pedregoso y en muchas
ocasiones se veía invadido por las raíces de
los árboles que saliendo del suelo en algu-
nas zonas por la desertización del mismo u
otros motivos crecían hasta cruzar el cami-
no.
El sendero que seguían fue haciéndose
cada vez más estrecho y difícil de seguir.
Miguelonte apenas tenía espacio para mo-
verse, y eso le incomodaba notablemente.
Las horas pasaron sin que apenas se
dieran cuenta, la luz fue escasa durante
toda la jornada y no fue hasta que anoche-
ció que se dieron cuenta del tiempo que
habían pasado vagando por el bosque.
- ¿Falta mucho para llegar? –preguntó
Guillermo atento a cualquier sonido ame-
nazador.
- No… apenas un par de horas… Nos
hemos internado mucho gracias a que
hemos ido por el camino correcto. Pero no
185
creo que debamos asaltar el Castillo hoy,
las Brujas Negras son más activas de noche
y nosotros estamos cansados.
- Está bien –suspiró el joven espa-
dachín.
- Seguro que tiene muchas trampas
mágicas –exclamó Lisseth haciendo que
Guillermo y su hermana le lanzaran una
mirada de odio, los gritos de la adolescente
atraerían a criaturas no deseadas… y ante
muchas criaturas no deseadas el hechizo
protector no serviría de mucho.
- No grites, idiota –le gruñó Thais-.
Trampas habrá, sobre todo ahora que tiene
un rehén. Pero no hay que preocuparse por
eso, nosotras nos encargamos.
- ¿Y si nos ha detectado? –preguntó
Guillermo cayendo en la cuenta de que una
Bruja poderosa debería tener vigilados sus
alrededores.
- Si nos ha detectado no tardaremos en
saberlo -murmuró Thais mirando a su alre-
dedor-. Pero no creo que nos haga nada,
muchas criaturas usan estos caminos y no
va a ponerse a matar a todas y cada una de
ellas.
186
- Se supone que es una Bruja malvada,
¿no? ¿No es eso lo que hacen las Brujas
malvadas? –interrogó la pequeña consi-
guiendo poner nerviosos a sus dos compa-
ñeros humanos e histérico al caballo, que
aunque ellos no se lo imaginaban, entendía
a la perfección todo lo que decían.
Afortunadamente para ellos nadie les
asaltó, ni quiso matarles, pero la idea de
que en cualquier momento pudiera apare-
cer alguien que no les deseara un buen fi-
nal les intranquilizaba notablemente, y ello
repercutió en su sueño.

Por su parte Danyanela estaba disfru-


tando de lo lindo viendo en su telebola
mágica, la última novedad en cuanto a bo-
las de cristal, la expresión de angustia de
los reyes. Danyanela era una bruja joven y
hermosa. De larga cabellera rizada y dora-
da como los rayos de sol. Motivos por los
cuales desde pequeña sus compañeras de
brujería oscura se habían burlado de ella.
Para una Bruja Negra tener el cabello do-
rado y ser guapa era lo peor que podía pa-
sarle. Todas las demás niñas habían podido

187
presumir de sus verrugas y narices retorci-
das… pero no ella. ¡Y todo por culpa de
sus padres y sus horribles genes! Su madre
era una Bruja Blanca y para ella la belleza
no era algo negativo y no podía entender el
corazón de su adolescente hija. Su padre
tampoco era de mal ver, y debido a su tra-
bajo apenas se pasaba por el Castillo de
Ónix.
Un día descubrió un hechizo de fealdad
que hizo que en ella volviera a nacer la
esperanza, lo cual tampoco era demasiado
bueno para las malas artes a las que se de-
dicaba, y peor para su salud fue ver los
ingredientes necesarios. Lo requerido para
su realización se encontraba en solo unas
pocas y selectas Brujitiendas, en el rincón
más selecto y caro de las mismas. Ella no
contaba con mucho desembolso económico
ya que se había gastado los ahorros de toda
su vida en reformar el Castillo para que
pareciera menos propio de un Hada que de
una Bruja, su madre se empeñó en llenar
todo de lazos y puntillas. Y debía conse-
guir el oro necesario antes de que acabara
la temporada de Cuernos de Unicornio.

188
Y fue entonces cuando se le ocurrió un
malévolo y oscuro plan. Raptaría a la Prin-
cesa Arlette y pediría un importante rescate
por ella. Los Reyes posiblemente no lo
aceptarían, así que esperaría hasta que di-
eran una recompensa por su hija y entonces
ella misma disfrazada la devolvería a su
hogar. Y si no, siempre podía vender sus
órganos en el Mercado Sangriento. Aunque
nunca le había terminado de agradar ese
lugar, ni quitarle órganos a los seres vivos.
Ella prefería dedicarse a las pequeñas Mal-
diciones y bromas pesadas. Nada que pu-
diera afectar demasiado a su conciencia,
crecer con una Bruja Blanca tenía sus con-
secuencias, como desarrollar una concien-
cia.
Sin embargo era consciente de que un
guerrero había decidido rescatar a la prin-
cesa. Era una oportunidad que no podía
dejar escapar, dejaría al susodicho incapa-
citado cuando llegara al Castillo y entonces
se disfrazaría de él y cobraría la recompen-
sa. También era consciente de que se le
había olvidado pedir el rescate cuando la
raptó.

189
Danyanela había preparado una peque-
ña sorpresa para el infeliz héroe. Haciendo
uso de todos sus poderes y magia había
creado a una adorable criatura felina. La
gatita negra de patas blancas a la que había
llamado Mata podía convertirse en una
feroz bestia sedienta de sangre durante las
noches, y esa sería quien esperaría la apari-
ción del valiente.
En caso de que su plan fallara, lo cual
esperaba que no pasara, podía ganarse al
joven y dejar que se fuera con la princesa a
cambio de la mitad de la recompensa, que
por lo que había oído sería más que sufi-
ciente para comprar todos los ingredientes.
Y así llevaba aguardando la aparición
del héroe durante varias semanas, pero
nadie se había dignado a aparecer. La tele-
bola conseguía animarla a ratos y que se
olvidara momentáneamente de la espera.
La Princesa también le hacía compañ-
ía, la pequeña campaba a sus anchas y era
tratada como una invitada, Danyanela esta-
ba contenta de tener a alguien con quien
hablar ya que no solían visitarla muchas
criaturas. Y la Princesa por su parte estaba

190
disfrutando de su estancia en aquel sitio
con tantas cosas curiosas que nunca había
visto. Lo único que echaba en falta era la
presencia de sus padres, y algunas veces
sentía ganas de marcharse, pero algo le
decía que no podía dejar a la Bruja.
Una mañana mientras las tres dormían
plácidamente oyeron unos fuertes ruidos en
la entrada del Castillo. La Bruja se levantó
rápidamente, a su lado echa un ovillo esta-
ba Mata, menuda criatura vigilante que
estaba hecha… Miró en su telebola, eran
tres intrusos… cuatro si se contaba a un
caballo que miraba asustado de un lado a
otro.
- ¡Ah! ¡Han venido de día! –Danyanela
se tiró del pelo asustada.
De día Mata no era más que una ado-
rable gatita, se las tendría que apañar so-
la… y no sabía si su magia sería suficiente
para derrotar a un guerrero, dos Brujas
Blancas y un caballo, debería pasar al plan
B.
- ¿Qué pasa, Dan? –preguntó Arlette
tomándola de la mano.
- Han venido a buscarte.
191
- ¿Me voy a ir ya a casa? ¡Qué bien!
¿Vendrás a verme algún día?
- Te vas a ir a casa pero no creo que
pueda ir a verte…
- ¿Por? ¿Eres muy divertida?
La Bruja intentó pensar en cómo de-
bería actuar, desde luego en camisón con
una gata durmiendo encima de la cama y
una niña agarrada a su mano no causaría
una malvada impresión. Desgraciadamente
para ella así fue como la encontraron antes
de que tuviera tiempo de reaccionar. Tenía
que desconectar el Portal Teletransportador
que comunicaba la entrada con la habita-
ción anterior a sus aposentos cuando espe-
rara la visita de algún enemigo.

A Guillermo no lo habían preparado


para aquello, se había mentalizado para
tratar con bestias, monstruos y otras san-
guinarias criaturas dispuestas a acabar con
su vida; pero no para encontrarse con una
hermosa joven apenas vestida con un corto
camisón que transparentaba más de lo que
ella hubiera deseado, cara de desesperación
y cogida de la mano de una niña castaña de
192
ojos azules cuya mirada firme recordaba a
la de sus progenitores. La Bruja al verlos
irrumpir metió a la niña en su guardarropa
y cerró la puerta.
- ¡Tú! –gritó Lisseth que aunque tam-
poco se esperaba aquello era la más rápida
de parloteo- ¡Tú convertiste a mi querido
murciélago Aueio en una piedra!
- ¡Sí, fui yo! ¡A mucha honra!
- ¡Entréganos a la Princesa Arlette! –
exigió Guillermo con expresión de serie-
dad- Si te opones… -el joven pasó la mano
por el mango de la espada en señal de
amenaza.
- No te preocupes joven Espadachín –
sonrió Danyanela-. No voy a oponerme,
siempre y cuando estéis dispuestos a hacer
un trato.
- ¿¡Pero qué dices!? –gruñó Thais.
- Es muy sencillo, mi intención fue
siempre devolver a la Princesa sana y salva
y cobrar yo misma la recompensa puesto
que necesito oro, estoy sin moneda alguna.

193
Los tres intrusos humanos se miraron
confundidos, aquel estaba siendo un día
raro.
- Os doy a la Princesa Arlette sin opo-
ner resistencia, y creedme que es mejor
para vosotros que una Bruja tan poderosa
como yo no oponga resistencia, si com-
partís la recompensa conmigo.
- Me parece bien –dijo Lisseth ganán-
dose una colleja de su hermana y una mi-
rada de odio de Guillermo.
- Más os vale que a vosotros también
os parezca bien –les susurró Danyanela con
mirada que hizo que los tres sufrieran un
escalofrío-. Mi magia es muy poderosa.
Los tres se miraron entre ellos, el joven
prefería resolver el asunto de forma pacífi-
ca, saldría mucho más rentable… y no se
expondrían a heridas.
- Muy bien –asintió él-. La recompensa
son 10.000 monedas de oro, un título de
Guerrero Honorable y una armadura y es-
pada de magnífica calidad. Yo quiero el
título, la armadura, la espada y 1.000 mo-
nedas, el resto podéis repartirlo entre voso-
tras.
194
- A 3.000 monedas para cada una, me
parece justo –informó Danyanela.
Lisseth y Thais también lo creían, aun-
que a la mayor de ellas le fastidiaba tener
que compartir la recompensa con esa Bru-
ja.
- Ahora mismo desharé el conjuro al
que tengo sometido el Castillo, es posible
que los Reyes salgan hacia aquí inmedia-
tamente, así que será Guillermo quien de-
vuelva a la Princesa. Nosotras esperaremos
aquí, cuando te den la recompensa te tele-
transportaremos hasta nosotras. Para evitar
que alguno rompa el trato vamos a firmar
un documento mágico…
- He oído hablar de ellos –Lisseth inte-
rrumpió a Danyanela que aprovechó para
sacar un pergamino lila y una pluma de
tinta azabache.
- Firmad –les tendió el pergamino des-
pués de firmar ella misma, cada uno escri-
bió su nombre en él-. Haré que la Princesa
se olvide de todo lo que ha vivido aquí con
un Conjuro de Olvido.
Y como prometió la Bruja Danyanela,
durmió a la Princesa e hizo que olvidara su
195
estancia con ella, deshizo en Conjuro de la
Jaula y dejó que Guillermo se fuera con la
pequeña.
La niña era ligera y dormida mantenía
una tierna sonrisa en los labios, Guillermo
la cogió y se montó en Miguelonte.
- Vamos, amigo. Tenemos que volver
al Castillo de los Reyes.
La vuelta fue muy rápida, la Princesa
se despertó después de salir de los Bosques
Encantados. Era una niña muy dulce y tier-
na, y le dio conversación al Espadachín,
pero a diferencia de Lisseth no era molesta,
y se mostró en todo momento educada y
agradable.
Pero no hizo falta que llegaran al Cas-
tillo, tal y como había vaticinado Danyane-
la, cuando habían recorrido la mitad de la
ruta vieron a lo lejos varios caballos. Al
acercarse lo suficiente pudieron ver que se
trataba de los Reyes con todo un séquito de
Guerreros. La porte majestuosa de los Mo-
narcas era inconfundible. La Reina cabal-
gaba en una pequeña yegua blanca y el Rey
en un hermoso y elegante semental negro.

196
- ¡Mamá! ¡Papá! –comenzó a gritar la
niña al ver a sus padres con los ojos inun-
dados en perladas lágrimas.
- ¡Arlette! –llamaron ambos Reyes a la
vez con los ojos llorosos.
Guillermo paró al llegar hasta ellos.
- Vuestra hija, mis Reyes.
- Muchas gracias, Guerrero –
agradecieron ambos cogiendo a su hija,
juntos y dándole un fuerte abrazo.
- Has cumplido tu promesa –alabó
Hallexandra.
- Estamos infinitamente agradecidos –
coincidió el Rey Helhenno-. Tu recompen-
sa la llevan unos caballos custodiados por
dos Guardias al final del séquito.
- Ves a por ella. En cuanto al título
Guerrero Honorable estaremos encantados
de concederte el título, la ceremonia en la
que le damos ese título a quienes se lo me-
recen es dentro de dos meses, el primer día
del mes. Acude al Castillo con dos días de
anticipación.

197
Los Reyes se despidieron del Guerrero,
que fue a recoger su recompensa. En cuan-
to se quedaron a solas miraron a su hija con
gran amor, ambos se sentían tan aliviados
que parecía que estuvieran soñando.
- Tenemos una noticia que darte, Arlet-
te –le sonrió su padre abrazándola de nue-
vo.
- ¿El qué? –preguntó ella confundida,
no sabía muy bien lo que había pasado y
donde había estado los últimos días, pero
sabía que se había divertido.
- Vas a tener un hermanito –informó la
madre acariciándole el cabello a su hija con
gran alegría.
La pequeña sonrió ilusionada.
- ¡Qué bien! ¡Un hermanito!

Dos días después Guillermo paseaba


por el Castillo de Ónix con su armadura y
espada nuevas, completamente ilusionado.
No podía llevarla mucho rato seguido de-
bido a su gran peso, pero pasaba gran parte
del día mirándolas con una sonrisa.

198
Las dos Brujas Blancas se habían ido
al Mercado de las Brujas con Danyanela, a
comprar lo que necesitaban con las recién
adquiridas monedas de oro.
Danyanela había decidido convertirse
en una Bruja Blanca como su madre, ya
que al estar con la pequeña Princesa se
había dado cuenta de que le gustaba más
estar con la gente que en la soledad casi
absoluta que se exigía a las Brujas Negras.
Guillermo, Thais y Lisseth podían
quedarse el tiempo que quisieran en el Cas-
tillo de Ónix, que iba a ser nuevamente
reformado para que disminuyera su aspecto
siniestro, aunque sin volver al estilo ante-
rior de la madre de Danyanela. Y las pe-
queñas Brujas que se iniciaran volverían a
ser recibidas en él con alegría de su anfi-
triona.

199
El Joven y el Mar
Jorge Mir Bel

Nunca había visto el mar hasta aquel


día. La brisa de la mañana que traía ecos de
salitre y los amargos graznidos de las ga-
viotas le abrieron los ojos a él y a sus com-
pañeros. Acostumbrado a despertarse con
los latigazos de sus nuevos amos, este nue-
vo amanecer sirvió de bálsamo a sus mal-
trechos cuerpos. Cuando trabajaba de pas-
tor en su poblado, acostumbraba a compa-
rar los verdes pastos con un océano lleno
de olas azotado por el viento. Le encantaba
escuchar las historias que traían los mari-
neros de vuelta a sus casas y estaba decidi-
do a verlo, al menos una vez antes de mo-
rir…
‐ Venga basura, todo el mundo de pie-
rugió uno de los esclavistas sacándole de
su pequeño momento de ensoñación.
Lo que no entraba en sus planes era
acabar muriendo en él.
El entrechocar metálico de las cadenas
de los primeros hombres que se ponían de
201
pie marcó el inicio de una nueva jornada, la
última en tierra firme. Formaban un grupo
muy heterogéneo con gentes de todos los
rincones del continente del Este. Los que
eran enemigos ancestrales estaban ahora
unidos bajo la presión de la misma soga.
La única división que existía en sus filas
permitía aventurar su futuro una vez llega-
sen a su destino. Ancianos y niños a la iz-
quierda, mujeres a la derecha, y hombres
en el centro; servicio doméstico, prostitu-
ción y trabajos pesados.
El puerto de la ciudad olía a guerra,
cinco galeones de velas negras, con el tri-
dente como emblema, parecían impregnar-
lo todo con el aroma almizcle de la des-
trucción y el caos. Los trámites duraron
poco, en condiciones desesperadas las tran-
sacciones meramente comerciales tienden a
ir rápido. El y otros seis de los varones más
robustos fueron asignados a la nave más
grande. No se atrevió a despedirse con la
mirada de sus hermanas, prefería conservar
el recuerdo de sus risas cuando vivían feli-
ces.
Afortunadamente sus padres habían
muerto en el ataque a la aldea y no habían
202
tenido que pasar el sufrimiento del viaje, ni
ese dolor punzante del terror que le estre-
mecía todo el cuerpo mientras subía al si-
niestro barco. El crujir de la madera con su
peso llenaba sus oídos con un sonido
húmedo y sucio como quejándose. El géli-
do aire sobrenatural que barría la cubierta
hizo que todos los pelos de sus maniatados
brazos se pusieran de punta. Sabía que era
pasar frío, pero este no era de los que se
podía solucionar con una buena manta de
lana o una hoguera. Ese día fue la última
vez que sus dos ojos vieron el cielo.
La vida como remero en una galera de
guerra es uno de los peores destinos que
puede sufrir un esclavo. Hambre, sed, dolor
y esa pérdida de la noción de tiempo que
hace que no te acuerdes de la última vez
que fuiste libre. Durante muchas semanas,
meses o a lo mejor días, pasó por su cabeza
la idea del suicidio. Las cadenas que lo
ataban al banco del remo le dejaban pocas
opciones y no se veía con el valor para
morderse la lengua hasta morir desangrado.
Había visto lo larga que podía ser esa
agonía y además, la idea de servir de ban-
quete a la criatura que les custodiaba tam-

203
poco le daba muchos ánimos. Jamás había
visto a un ser semejante, cabeza de águila,
cuerpo de león y aliento de muerte. Sus
guardianes la solían tener encadenada para
disuadir las ideas de fuga, especialmente
cuando el barco se encontraba en mitad de
un asalto, aunque les gustaba dejarla libre
de vez en cuando para divertirse con la
reacción de los prisioneros cuando se des-
pertaban y veían que se estaba desayunan-
do a su vecino de remo.
Lo único que les sacaba de la rutina era
las veces en los que asaltaban otra nave en
alta mar. Aunque estas maniobras suponían
un sobreesfuerzo físico y un incremento en
los latigazos, la mínima esperanza que su-
ponía que el ataque acabase mal y fuesen
liberados o al menos cambiados de dueño
hacía que no importasen las nuevas heri-
das.
Lamentablemente sus amos parecían
ser unos piratas bastante competentes y, en
la mayoría de los casos, estas acciones sólo
acababan con muertes por agotamiento y
nuevos candidatos a la tortura.

204
El mar está lleno de maldiciones y su-
persticiones y, de haberse encontrado en
otras condiciones, sus propios compañeros
no habrían tardado mucho en tirarlo por la
borda.
Aunque no era el tripulante que más
tiempo llevaba, si era el que más frecuen-
temente cambiaba de compañero. Por su
lado habían pasado desde hercúleos rubios
del continente sur a rudos marinos de piel
oscura de las tierras del Oeste pero, por
algo que no podía ser solo azar, tenían mu-
cha facilidad para acabar muriendo y no
siempre de una forma pacífica.
Era cuestión de tiempo que acabasen
atracando de nuevo, pese a las pérdidas
humanas, las bodegas de remo empezaban
a tener exceso de esclavos, reflejo de lo
productivo de los abordajes. Carga inútil,
más teniendo en cuenta lo pronto que la
vida a bordo degradaba su salud y precio
de venta. La primera señal de la llegada a
puerto fue la orden de parar y alzar los re-
mos mostrando una actitud no hostil que,
nunca que el recordase, había mostrado
antes la nave. El resto de maniobras fueron
ejercidas casi a modo de ritual manipulan-
205
do solo las velas, como si se estuviesen
moviendo por un laberinto siguiendo un
invisible hilo. De vez en cuando el rechinar
de la madera de los mástiles, estremecién-
dose al verse forzados por el tensar de las
cuerdas, marcaba un giro brusco que los
movía ligeramente de sus asientos mareán-
dolos y haciendo vomitar a la mayoría, no
acostumbrados a que el barco se moviese si
no era por la acción de su remar. Cuando la
nave dejo de bambolearse y el bullicio de
las cercanas calles reemplazo el cansino
aullar de las olas todos supieron que habían
llegado a puerto.
Por unos días la pesada monotonía de
su travesía marítima cambio… guardias
más contentos, borrachos y permisivos,
raciones menos podridas de lo normal,
heridas cicatrizando a salvo del salado sal-
picar de las olas… Del exterior llegaban
los sonidos de actividad frenética y vida
propios de una gran ciudad. Ninguno podía
entender ni una palabra del idioma que se
hablaba en el puerto, les sonaba arcaico,
recargado y opresivo pero a la vez extra-
ñamente elegante e hipnotizador. Como a
la mayoría de sus compañeros era algo que

206
le daba igual… esas desconocidas palabras
eran diferentes de las vejatorias e imperati-
vas risotadas a las que estaban acostum-
brados en alta mar y eso era más que sufi-
ciente.
Cuando conocieron a los habitantes de
aquella urbe su efímera alegría se disipo
del todo. A los pocos días de atracar, un
par de hombres bajaron acompañando a
una mujer vestida de calle. Sus órdenes,
pronunciadas en aquel galimatías lingüísti-
co que les había hecho soñar, encajaban
perfectamente con su apariencia. Porte
elegante, estirado. Las palabras fluían li-
bremente casi sin marcar ningún nuevo
gesto en su duro rostro; esto contrastaba
con los guardias que la acompañaban que
parecían escupir con mucho esfuerzo, y
algo de temor, cada nueva palabra que pro-
nunciaban en el lenguaje de la mujer. Sus
grandes ojos rojos se movían meticulosa-
mente entre las hileras de remeros como
buscando algo… Por supuesto estos detu-
vieron su inspección justo a su lado, en los
atemorizados ojos de un infortunado co-
merciante de sedas con muy mala suerte a
la hora de elegir rutas marítimas. Los hue-

207
sudos dedos de la extraña dama le señala-
ron con decisión y los piratas se dispusie-
ron a desencadenar al desafortunado.
Mientras liberaban de las cadenas a su
compañero, él pudo notar como a uno de
ellos le temblaban las piernas. ¿Donde es-
taríamos para que nuestros despiadados
amos pareciesen tener miedo?
En un instante la mujer se situó en la
espalda del infortunado prisionero y, con
un gesto mecánico que estaba claro que no
era la primera vez que hacía, punzó lige-
ramente el cuello de su víctima con uno de
sus anillos. Un tímido hilillo de rojiza san-
gre brotó del agujero y se mezcló pronto
con sudor y miedo hasta crear una densa
mezcla dulzona y de olor desagradable.
Como quien prueba una copa de vino, la
siniestra dama olisqueó la herida aun abier-
ta y, tras un primer gesto de aprobación,
mojó uno de sus dedos para completar el
análisis sensorial. La cata le debió agradar
pues ese día fue el último que vieron a su
compañero.
No fue ese el último personaje grotesco
que vieron en su estancia en ese puerto

208
desconocido. Justo la noche antes de zar-
par, abrigados por la luz de unos candiles
de aceite, un par de esclavistas escoltaron
hasta la zona de remos a dos personas fuer-
temente armadas. Las palabras autoritarias
que empleaban eran en el mismo dialecto
que las de la bebedora de sangre aunque
sonaban amortiguadas por los cascos que
vestían. Sus armaduras estaban elaboradas
con complicadas formas draconianas y
parecían beber directamente de las sombras
restando alcance a la luz titilante de las
llamas.
Como la mayoría de sus compañeros
cerró los ojos con fuerzas buscando no
verse implicado en lo que quiera que pasa-
se esta vez con esta extraña gente. Pero era
imposible no atender a lo que pasaba pues
le afectaba a él muy de cerca. Esta vez no
venían a llevarse a nadie, estaban dejando a
un nuevo remero y el suyo era el sitio más
libre que había en la sala.
Una triple ración de cadenas acabó de
fijar a su lado al sujeto. Cuando se fue la
escolta, una oscuridad cegadora volvió a
llenar la bodega. Con una visión casi nula,
que sólo dejaba adivinar una enorme figura
209
humanoide, el resto de sentidos se pusieron
manos a la obra para identificar a este nue-
vo incauto. Lo primero que destacaba eran
unos ronquidos muy guturales que parecían
más lo de una bestia que los de un ser
humano, el olor que desprendía era intenso
y complejo una mezcla de sangre y flores
que ponía los pelos de punta… no se atre-
vió a probar suerte con el tacto.
Partieron a la mañana siguiente con los
primeros rayos de luz. Nadie, ni siquiera
los guardias querían molestar al ser que
seguía durmiendo encogido sobre si mis-
mo. El amanecer lo cubría tímidamente
como hacía toda la tripulación con miradas
furtivas, con miedo a despertar al monstruo
fuese lo que fuese.
Deshaciendo el camino de entrada,
conforme el bamboleo de la nave aumenta-
ba, la naturaleza quiso hacer lo que na-
die se atrevía y, tras una ola traicionera el
ser despertó con un enorme gruñido ensor-
deciendo el fuerte ruido del mar. Con un
brusco gesto que desestabilizó a todos los
remeros de babor, se incorporó una enorme
masa de músculos llena de tatuajes y cica-
trices, básicamente humana pero desde
210
luego no comparable a nada ni nadie que
jamás se hubiese cruzado ninguno de ellos.
‐ Bajxs masa- grito la criatura en un
lenguaje salvaje, muy parecido al de los
habitantes del puerto que estaban abando-
nando.
Los guardias, tan asustados como el re-
sto tardaron unos segundos en reaccionar,
retraso que el pseudohumano aprovechó
para rodear con las cadenas a un robusto
remero de la fila de delante y, con la ma-
estría y naturalidad que sólo puede tener un
asesino profesional, le rompió el cuello. El
pobre aun estuvo unos segundos escupien-
do vida por la boca con un dolor que nadie
podría imaginar jamás. Los esclavistas
soltaron de sus cadenas y azuzaron al águi-
la-león contra el salvaje encadenado.
Con una agilidad sorprendente, este se
zafó de la criatura y se dispuso a matarla,
estrangulándola mientras tensaba sus des-
mesurados músculos lo que dejaba ver
blasfemos tatuajes que parecían inyectarle
una furia asesina. Lo habría logrado, sin
ninguna duda, de no ser por la media doce-
na de guardias que bajaron a reforzar a sus

211
compañeros con las espadas desenfunda-
das.
Resoplando como un toro, al verse su-
perado tan ampliamente, liberó a su mori-
bunda presa y la lanzó al fondo del barco.
‐ Bajxs masa- volvió a gritar como
dando explicaciones de lo que no tenía
lógica alguna para nadie que estuviese algo
cuerdo.
Una figura, mejor vestida que el resto y
que luego descubriría que era el capitán se
abrió paso entre sus hombres. Sin apartar la
vista de los ojos inyectados en sangre del
sujeto, extrajo una pequeña botellita de los
pliegues de su túnica. El salvaje reaccionó
bajando un poco la guardia y acercándose
como un corderito hacia el hombre que
dejó caer un par de gotas en su garganta y
escondió de nuevo el frasco entre sus ves-
timentas.
Como por arte de magia el ser dejó de
mostrarse hostil y, acompañado por un par
de temblorosos guardias, volvió a su sitio.
Este mostró ser extremadamente dócil
desde aquel momento y aunque era un es-
clavo, estaba claro que no era como los
212
demás. Se esforzaba siempre al máximo
aunque no le diesen latigazos y recibía la
visita periódica del capitán que le seguía
dosificando el extraño brebaje. No se podía
decir que acabasen siendo amigos, el duda-
ba que un ser así pudiese tenerlos alguna
vez, pero si es cierto que compartir asiento
de remo durante mucho tiempo acaba por
crear cierto tipo de vínculo.
‐ Yo llamar Yuus- se presentó un día.
Ojalá no lo hubiera conocido nunca…
Aunque la verdad es que se dormía más
tranquilo sabiendo que algo así esta más de
tu lado que del enemigo.
La monotonía volvió durante muchos
días hasta que arribaron a un nuevo puerto.
Allí dejaron al ser y, para su sorpresa,
nuestro protagonista fue liberado de sus
cadenas.
Su mundo se había visto reducido du-
rante demasiado tiempo a aquella húmeda
bodega por lo que disfruto de cada segundo
que duro el pequeño paseo hasta el camaro-
te de oficiales. En este el capitán estaba
acompañado por un siniestro hombre con
solo un ojo y los labios cosidos que estu-
213
diaba unos viejos pergaminos con dibujos
similares a los tatuajes de Yuus.
‐ Este es su compañero- afirmó el
guardia que lo escoltaba mientras le propi-
naba un porrazo en la cabeza dejándolo
inconsciente.
Y eso es lo último que pudo recordar
plenamente. El resto de hechos quedaron
para siempre inmersos en una nebulosa de
olvido y dolor donde sólo pequeños retazos
de consciencia arrojaban algo de luz, como
cuando estas sumido en un sueño muy pro-
fundo en el que no puedes distinguir la
realidad de la ficción.
Cuerdas, narcóticos, cánticos, dolor,
más cánticos… Se despertó a las horas con
una de sus cuencas oculares ocupada por
“algo”. Esa es la mejor definición que pod-
ía darle, le ayudaba a enfocar como un ojo
pero estaba claro que no era uno de los
suyos pues tenía voluntad independiente y
palpitaba con otro ritmo. Un compás pro-
fundo e hipnotizante que parecía dictar el
movimiento del resto de su cuerpo.
‐ No intentes resistirte.- En su cabeza
escuchaba una voz profunda que parecía
214
venir de la figura con la boca cosida, aun-
que esta no movía los labios.-Tu alma aho-
ra nos pertenece, así que has de cumplir
nuestras órdenes.
Mientras sus entumecidos músculos
recuperaban la movilidad, las palabras se le
clavaban como un hierro al rojo en su ce-
rebro produciendo un dolor indescriptible.
Aun así no se vio capaz de gritar, pues le
faltaba el aire y le costaba hasta respirar.
‐ Sigue al “extranjero entre los extran-
jeros” y no lo pierdas de vista. Un día será
muy importante para los nuestros si la pro-
fecía es cierta y hemos de conocer sus pa-
sos.
Abandonó el barco y se adentró en la
oscura ciudad a la que habían llegado. Du-
rante un instante pensó en arrojarse al mar
y acabar con este grotesco trabajo pero sus
pies giraron en sentido opuesto guiados por
una energía desconocida hasta ahora por él.
Si había cosas peores que servir como es-
clavo en una galera en ese mundo, estaba a
punto de descubrirlas en su nuevo viaje.

215
Loa-Ters
Ernesto Paño Pinilla

Es difícil empezar a contar mi vida,


pues esta ha sido larga, tal vez sea mejor
decir que esta siendo demasiado larga.
Hace ya muchos años que mi vida empezó,
y tal vez sea por eso que hay momentos
que había olvidado, o quizás que mi me-
moria había tenido la bondad de borrar,
pues sin duda, son algunos de esos recuer-
dos los que me han atormentado años atrás,
y son los mas difíciles de explicar y de
justificar. Sin embargo hoy todo ha vuelto
a mí, de manera totalmente inesperada y es
para mí lo más doloroso que pudiera ocu-
rrir.
Quiero creer que el renacer de esos re-
cuerdos y de otros, que aún dudo, que sean
míos, es motivado por la cercanía de la
destrucción, eso espero, o por desgracia de
un nuevo renacer, que me obligue a repetir
hechos anteriores que me lleven de nuevo a
la locura y la desesperación.

217
Mi vida comenzó en la antesala de las
grandes alianzas, entre humanos y otras
razas mas antiguas, como algunas de las
casas élficas y de algunas de las familias
más importantes de los enanos, en especial
de los exteriores. Pocos años antes de estos
sucesos, mi padre, así quiero llamarlo, pues
aunque en realidad no lo era, en el mo-
mento de mi nacimiento, él estaba presen-
te, y fue el que inyecto en mi toda su ma-
gia, haciendo que desde mi primer segundo
de vida, ya poseyera, tanto toda la magia
como la sabiduría de siglos de tan noble
raza.
Su nombre era Lirter, un elfo blanco de
la isla de Ters, la llamada por los humanos,
la última isla del Norte. Es realmente la
última isla al norte del continente, donde el
frío, en forma de nieve, hielo y un cortante
viento, es permanente. Los elfos de esta
isla eran llamados blancos, por sus ropas, y
en especial por sus abrigos de pieles teñi-
das, aunque debajo lucían unas vestimentas
de los más variados colores que mostraban
en el interior de sus hogares y salones co-
munes. Los elfos blancos eran algo más
bajos que sus hermanos del continente,

218
pero lo que más les diferenciaba, eran sus
ojos, negros como el azabache, y profun-
dos como una noche sin luna, al contrario
que cualquier otra familia élfica, cuyos
ojos eran invariablemente de colores cla-
ros, y que en el caso de los de Ters, a pesar
de sus nieves casi perpetuas, contrastaban
de manera peculiar. Todos eran diestros
con la espada, y aunque su habilidad con el
arco era mayor que la de cualquier huma-
no, no llegaban a la altura de los elfos par-
dos, los que vivían en el interior del De-
sierto Alto, en el sur del continente.
Había algo, en lo que los elfos blancos
destacaban por encima de sus hermanos, y
era el uso de la magia, que en la soledad de
su isla, habían depurado durante siglos de
minuciosos estudios y practicas. Y Lirter,
era su más alto exponente, por eso es un
gran orgullo que él se fijara en mí, y deci-
diera, exponer todo su poder, y ungirlo a
una criatura como yo. Tuvo sus detracto-
res, pero Lirter estaba decidido a hacerlo,
estaba seguro que algún día me necesitar-
ían y que yo sería sin duda el elemento que
podría decidir la victoria. Tal vez sus de-
tractores se basaban, en que los elfos blan-

219
cos no participaban en ninguna batalla des-
de hacia cinco siglos, y que por tanto otor-
garme tanto poder era un riesgo, que podría
llevar a los elfos blancos al borde del
abismo.
Lirter, desoyó esta y otras muchas ob-
jeciones, y aun más, vaticinó que la paz
que durante cinco siglos habían saboreado,
estaba a punto de caer, pues al sur los tam-
bores de guerra, ya llevaban años sonando.
Y esto era cierto, pues durante mas de una
década, sus hermanos elfos, que ocasio-
nalmente les visitaban, traían noticias cada
vez mas lúgubres, y aunque todavía no se
había declarado ningún enfrentamiento
abierto, ya empezaban a tener algún que
otro encontronazo con orcos, trolls e inclu-
so humanos de mas allá de los Montes
Orientales, y lo mas preocupantes es que
en ocasiones estas razas habían sido vistas
unas en compañía de las otras, cosa impen-
sable años atrás.

El día de mi nacimiento, como ya he


dicho, Lirter estaba presente, e hizo lo que
tenia pensado, puso sus manos sobre mí,

220
traspasando de esta manera toda su magia,
poder y sabiduría. Aún recuerdo, como un
fuerte temblor recorrió mi, hasta entonces,
débil cuerpo, fue tan tremendo el momen-
to, que el propio Lirter, tuvo que hacer un
enorme acopio de energía para poder se-
guir manteniendo sus manos sobre mí. Tal
desgaste, provoco en él una profunda debi-
lidad que estuvo a punto de ser su fin, pero
a pesar del terrible dolor, que recorría su
cuerpo, y la creciente disminución de
energía, que yo notaba como a mí me iba
fortaleciendo, consiguió acabar su tarea,
cayendo extenuado al suelo. Para mí fue un
despertar a la vida de una forma radiante y
espléndida, pero una extraña sensación se
acomodó en mi ser, que en ese momento
no acababa de entender. Cuando Lirter
sufría por no apartar sus manos de mí, par-
te de ese sufrimiento era también traspasa-
do a mí, pero quedaba casi difuminado por
la sensación de luz que me estaba llenando.
Tarde años en comprender que era esa sen-
sación, que hoy en día es la que más perdu-
ra en mí, y la que más dolor y ofuscación
me produce.

221
Después de aquello, Lirter, necesito
varias semanas de intenso reposo, y aun
cuando ya parecía estar completamente en
forma, cuando me miraba fijamente, yo
podía adivinar en el fondo de esos oscuros
ojos, una negrura aún mayor, y eso me
atormentaba, pensando que yo era la causa.
No tarde mucho en reconocer el motivo, yo
y todos los elfos blancos de la isla de Ters.
Por cierto aun no os he dicho mi nom-
bre, también fue Lirter el que me lo otorgo.
Me llamo Loa-Ters, que en el dialecto pro-
fundo de la isla, significa, Defensora de
Ters. Supongo, que si alguien tuviera un
poco de sensatez, borraría ese nombre y lo
enterraría en el mas profundo abismo, pero
no soy yo la indicada para eso, y quizás en
este momento se esté preparando la forma,
ya no de enterrar mi nombre, sino de borrar
de este mundo el nombre y a quien lo po-
see. No los culpo, pues les he dado motivos
para eso y mucho mas, tanto a elfos como a
todas las demás razas que habitan este
mundo.
He dicho que consideraba a Lirter, mi
padre, pero en realidad podría decir que era
mi amo, mi señor, como posteriormente lo
222
fueron otros muchos, de los que aprendí
todo lo que ellos podían darme e incluso lo
que nunca quisieron, pues aunque yo obe-
decía y era manejada por ellos a su antojo,
cuanto más me tenían más absorbía de
ellos, hasta que sus fuerzas ya no podían
retenerme, y era entonces cuando un nuevo
amo me poseía. Esa obediencia ciega, que
he mantenido durante años, al amo de tur-
no, es sin duda la que me ha convertido en
lo que soy, por lo que ahora soy temida y
odiada por todos. Es por eso que ahora me
encuentro retenida, y casi abandonada en lo
más profundo de este castillo, que curio-
samente fue el que me vio nacer.

Hoy espero que los señores, allá arriba,


reunidos, decidan que va a ser de mí, sé
que no tengo esperanza alguna, y en reali-
dad no deseo clemencia ni perdón alguno,
empezando por los anfitriones, los actuales
señores de Ters, una variopinta unión de
elfos de casi todas las familias, excepto los
blancos, que hace tiempo, prácticamente
dejaron de existir, y yo fui la única culpa-
ble de que esto pasara.

223
Todo empezó por la necesidad de
hombres, enanos y elfos, del continente, de
crear una alianza contra lo que sabían iba a
ser una amenaza más que cierta. Después
de varias escaramuzas, contra orcos, trolls
y hombres orientales durante algo más de
una década, todos ellos desaparecieron, y
durante mucho tiempo no se dejaron ver a
este lado de los Montes Orientales. Las
sospechas y la incertidumbre, que esto con-
llevó, hizo que una pequeña partida de
hombres del continente, en especial de los
que vivían al borde occidental de estos
montes, se internaran en oriente, y lo que
allá descubrieron les hizo volver tan aprisa,
que cabalgaron, día y noche, sin descanso
pues las noticias de su descubrimiento ten-
ían que ser oídas por todas las naciones
occidentales.
Se convocó a todas las razas, familias y
clanes del continente, en el Bosque Inter-
ior, sede de la familia de los Altos Elfos,
descendientes directos de los primeros el-
fos que poblaron el continente, según las
leyendas, fueron los primeros habitantes de
este mundo. El Bosque Interior, era un pe-
queño, pero extremadamente frondoso

224
bosque de altísimos abetos, que estaba ro-
deado por otro mucho más extenso con
árboles menos imponentes, que estaba
habitado por humanos, los llamados Guar-
dianes del Interior, estrechamente unidos a
los Altos Elfos, compartían con ellos, su
desconfianza a cualquier otra raza del exte-
rior de sus bosques. Sin embargo en esta
ocasión, tal era la preocupación existente,
que aceptaron acoger la convocatoria, con
la única condición de que el Bosque Inter-
ior, quedaba prohibido a cualquiera de los
asistentes, incluidos el resto de los elfos.
Era un bello lugar, lástima que uno de
mis amos se empecinó en ver aquello que
en una ocasión le prohibieron, y para des-
gracia de ellos, entonces, yo lo acompaña-
ba. Hoy día, es un extenso desierto, donde
aun pueden encontrarse tocones de árboles
calcinados, rodeados de blanquecinos hue-
sos de hombres, elfos y bestias.

Yo acudí a la convocatoria, acompa-


ñando a mi señor Lirter, que durante el
viaje hasta allí, se había mostrado más
sombrío que nunca, y cuando me miraba,

225
yo sabía cual era su pensamiento, pues tal
don me lo había concedido en el día de mi
nacimiento, aunque dudo que él supiera en
realidad todo lo que me había dado aquel
día. Él en su casi infinita clarividencia,
sabía que se iba a tratar en esa reunión, y
sabía cual era el final de la historia, y sin
embargo nunca tuvo la intención de des-
hacerse de mí, cuando aun tenía ocasión y
posibilidad de hacerlo. Quizás tenía la es-
peranza de que, yo, no fuera a cambiar,
como más tarde lo hice.
En la convocatoria, primero se expu-
sieron los descubrimientos de la partida
que cruzó los Montes Orientales, que se
resumían, en que orcos, trolls, humanos y
otras razas de bestias casi desconocidas en
esta parte del mundo, se habían reunido,
formando un gran ejercito de miles y miles
de guerreros, pertrechados con un inmenso
arsenal de guerra. No cabía duda de qué era
lo que intentaban hacer, y había que decidir
rápido como organizar la defensa. No sin
luchas por el mando, discusiones de donde
se tenía que parar al enemigo, e incluso
dónde se tenían que abastecer los ejércitos,
al fin de varios días se dejo todo acordado.

226
Mi señor se ofreció a ser la punta de lanza,
e intentar aguantar el primer envite, tal era
la confianza que tenía en mí. Nadie le dis-
cutió tal honor, pues era el lugar donde se
recibiría el golpe más fuerte, y en princi-
pio, solo era para intentar frenar al enemi-
go el mayor tiempo posible, y dar oportu-
nidad al resto de acabar de organizarse.
Solo existía un paso por donde un ejér-
cito de las dimensiones del que se había
organizado en oriente, pudiera atravesar los
Montes Orientales, ese era el Paso de la
Niebla. En realidad era un pequeño valle,
que se abría entre las montañas, partiendo
en dos la cordillera. No era llamado de la
niebla, sin más, ya que cuando no soplaba
el viento que recorría las llanuras orienta-
les, se acomodaba una espesa niebla, que
anulaba cualquier posibilidad de ver mas
allá de unos pocos metros. El día de la ba-
talla, era uno de esos de calma absoluta,
por lo que la niebla bajaba desde las mon-
tañas, espesa, y según decían nuestros gu-
ías, gentes de aquellos lugares, hacía mu-
cho tiempo que no se veía una niebla tan
espesa como la de entonces.

227
Mi señor, vio una pequeña luz, en la
noche que el mundo iba a empezar a vivir,
tal vez a partir de ese día, si no lograba su
propósito. La niebla, sin duda ayudaría a
detener al enemigo, durante más tiempo, y
tal vez con su ayuda el daño que podían
ocasionar, fuera mayor de lo en un princi-
pio pensado. Los elfos blancos se aposta-
ron, a pié, formando una extensa línea de
defensa, que ocupaba casi la totalidad del
valle, dejando grupos mas retrasados que
se ocuparían de evitar la entrada del ene-
migo por los flancos. Se esperaba que el
enemigo, se topara de repente con noso-
tros, y en la sorpresa, cayeran presos del
pánico, y tal vez se pudiera desmantelar la
ofensiva, antes de que empezara, nada mas
lejos de lo que la realidad nos iba a depa-
rar.

Antes de que el alba rompiera, y la os-


curidad, se convirtiera en una difusa clari-
dad, empezamos a oír como un inmenso
ejercito, avanzaba a ritmo de carga hacia
nosotros, tal vez ellos supieran que está-
bamos allí, o simplemente, tuvieron la sos-
pecha de que en aquel lugar, pudiéramos
228
estar esperándolos. El caso es que entraron
en el valle, con las armas en ristre, y aún
sin ver más allá de sus propias narices,
estaban preparados para atacar, o ser ataca-
dos, en cualquier instante. Conforme el
sonido se nos acercaba, los elfos iban
adoptando su posición de ataque, mante-
niéndola como solo un elfo sabe hacer,
hasta el instante preciso.
Vimos de repente aparecer, ante noso-
tros, lo que en un principio, tan solo eran
unas sombras difusas, que rápidamente se
convirtieron en un enjambre de orcos y
trolls.
Los elfos, impasibles, esperaron con
sus espadas en alto, esperaron, y esperaron
hasta que fue el momento, y en el primer
movimiento de espadas, cientos de orcos y
trolls murieron. Un solo movimiento y la
tierra se tiñó de espesa sangre. Fue el mo-
mento, en que mi señor y la segunda línea
de defensa pasamos al ataque, a través de
los espacios que la primera línea nos dejo.
Qué momento, qué excitación recorría
todo mi cuerpo, estaba a punto de mos-
trarme tal y como era, no con sacos relle-

229
nos de paja, sino contra carne y huesos.
Casi sin darme cuenta de lo que realmente
estaba sucediendo, me vi bañada en sangre,
sangre de orco, apestosa y sucia, fue una
sensación realmente repugnante, pero algo
había pasado en mi interior, y con la si-
guiente muerte tome consciencia de qué
era. Con cada vida que segaba, una peque-
ña descarga me atravesaba, y dejaba en mí
parte de esa vida que destruía, sus pensa-
mientos actuales y pasados quedaban gra-
bados en mi mente, y se agolpaban unos
encima de otros, hasta que por fin, de algu-
na manera conseguí que se quedaran alma-
cenados para ser usados con posterioridad,
estaba ebria de poder y cada vida, a parte
de su mente, me dejaba toda su energía,
que yo administraba y repartía entre los
míos. En aquellos momentos los elfos
blancos eran una máquina de muerte, que
mataba y mataba sin descanso ni cansan-
cio, eran imbatibles, y mi señor en esos
momentos era prácticamente inmortal, pues
tal era el poder que yo distribuía sobre
ellos, que las armas enemigas se veían in-
capaces ni siquiera de rozarlos.

230
Tras casi un día con su noche de lucha,
avanzábamos ya hasta casi el extremo
oriental del valle, dejando atrás miles de
muertos enemigos, y tan solo, algo menos
de un centenar de los nuestros. Yo estaba
enloquecida de poder, llena a rebosar de
energía, conocimientos, pensamientos, y de
cualquier cosa que habitara la mente del
que atrás dejaba yaciendo sin vida en un
valle inundado de sangre. Fue entonces,
cuando alcanzábamos el final del valle,
cuando estábamos a punto de entrar en
tierras de oriente, cuando mi señor gritó
por encima del clamor de la batalla, para
alentar a los nuestros, que era el momento
de acabar con eso, que el enemigo empe-
zaba a retirarse, que la paz volvería por
muchos siglos a occidente.
¿Paz? ¿Qué quería de decir con eso?
¿No más muerte, no mas lucha? No en ese
instante, dije no, yo necesitaba más, no
quería la paz, quería más muerte, más po-
der. Me miró y me dijo, que gracias a mí
todo había acabado antes de lo previsto, y
fue entonces cuando se dio cuenta de mis
intenciones, asombrado y mas aun, apesa-
dumbrado, notó como todas sus fuerzas se

231
desvanecían, y con pavor observó a sus
compañeros, que empezaban a caer en ma-
sa bajo las espadas, lanzas y saetas enemi-
gas, yo ante la expectativa de dejar de tener
esas sensaciones de poder, deje de comba-
tir, deje de dar energía a los míos, en defi-
nitiva, los abandoné, los traicioné. Dio la
voz de retirada pero el enemigo se dio
cuenta de que se estaba dando la vuelta a la
batalla, y rápidamente atacaron los flancos
ya descuidados en ese momento, y nos
rodearon con suma facilidad. Aquel día al
alba, miles de elfos blancos yacían sin vida
en el centro de un valle a muchos días de
viaje de sus hogares.
Yo estaba allí abandonada, como lo es-
taría en el futuro otras muchas veces, entre
miles de cadáveres de elfos, a los que horas
antes yo había alimentado, sostenido y
guiado hacia la victoria. Yo no quería una
victoria, ahora quería más muerte, más
guerra, más poder. A mitad mañana, el
viento de oriente, empezó a soplar y des-
pejó el valle de niebla, pero dejó un pano-
rama digno del más terrible averno. Miles
y miles de muertos de ambos bandos cubr-
ían la totalidad del terreno. Fue entonces

232
cuando mi nuevo amo me reconoció, y se
apropió de mí como botín de guerra, ame-
nazando de muerte a quien osara rozarme.
Por fin tenía un nuevo amo, a pesar de ser
un sucio orco, yo me sentía feliz, iba a se-
guir cosechando entre las vidas de los que
se cruzaran entre nosotros. Y algo me de-
cía, que los siguientes no iban a ser tan
poco satisfactorios como los orcos y los
trolls.

Así fue, elfos, enanos y humanos, qué


diferencia, sus mentes estaban más llenas
de conocimientos que las de las bestias, a
las que me había visto obligada a matar en
mi primera batalla, y su energía era para mí
como un resplandor que inundaba mi alma.
Pero aun necesitaba más, y los Altos Elfos,
me darían eso que ansiaba, sabía que iban a
ser para mí, como catar un excelente vino,
pero mi nuevo amo a pesar de que intente
ejercer toda mi fuerza de persuasión, tenía
un pánico tremendo a entrar en el Bosque
Interior, y tan solo se apostó alrededor del
Bosque Exterior, esperando a que los elfos
salieran. Solo consiguió con eso verse ro-
deado por los Guardianes del Interior que
233
salieron en tropel desde el bosque, y por
los humanos del sur que habían estados
ocultos lejos de las tropas invasoras espe-
rando el momento adecuado para actuar.
Ese fue el día que elegí para cambiar de
amo, una vez más.
Un nuevo amo, una nueva época de
muerte, una nueva expectativa de poder. A
éste, fue fácil de convencerlo, de volverlo
en contra de los Altos Elfos, aún se sentía
despechado, por habérsele prohibido la
entrada en su bosque meses atrás. No dudó
en lanzarse a por ellos, y conmigo en su
poder, fue como atravesar una pequeña
aldea. Para mí fue un orgasmo continuo, y
ya estaba más que rebosante de conoci-
mientos, de energía y de todo lo que en su
día poseyeron las almas de tan dignos el-
fos. Mi nuevo señor, sin embargo se sintió
decepcionado, al comprobar que esta raza
vivía, casi como ermitaños, en unas chozas
realmente austeras, por lo que en un ataque
de ira incomprensible, ordenó asolar todo
ese territorio, quemándolo de punta a pun-
ta.

234
Ese fue solo el principio, durante años
estuve eligiendo mis nuevos amos, huma-
nos, elfos, enanos, orcos, en incluso un
troll, de la mano de unos y otros asolamos
todo este mundo, y yo seguía sedienta de
sangre, cada día que pasaba sin derramar
sangre, me desesperaba e intentaba embar-
car al señor de turno en una alocada carrera
de destrucción contra cualquier otra raza o
ser vivo.
Sé que mi locura es la causante de mi
cautiverio, pero también se que un momen-
to de lucidez, o de debilidad, fue en reali-
dad la causa de este. Estuve sirviendo du-
rante muchos años a unos y a otros, mi
poder aumentaba con cada muerte, y mis
nuevos amos apenas si conseguían rete-
nerme en su poder por más de unos pocos
meses, en los cuales acaba siendo la des-
gracia de su pueblo. Mi paso por aquellos
lugares significaba un rápido aumento de
poder para mi amo, y una más rápida des-
aparición, entre el olvido y el odio. Hasta
que llegué a su lado, un elfo solitario, un
superviviente de la matanza del Paso de la
Niebla, él me conocía lo suficiente para
saber cuales eran mis poderes y cual era la

235
fatalidad que yo acarreaba a cualquiera que
me tomara bajo su mando, pero aun así él
se hizo conmigo, y yo como siempre estu-
ve de acuerdo, y en parte tenía la curiosi-
dad de hacia donde me llevaría mi nuevo
amo. Lo supe enseguida, pues entre otros
dones, el de percibir el pensamiento de
quien me toca, es uno de ellos. No fue un
encuentro casual, me había estado persi-
guiendo durante años, esperando su opor-
tunidad, pues sabía que tarde o temprano
caería en sus manos, y que se vengaría de
mí, por la destrucción de su pueblo. Yo,
aun sabiendo lo que podía llegar a pasar,
accedí a seguir con él, pues tal era mi ce-
guera, mi auto confianza, que creía que
llegado el momento me podría deshacer de
él, como ya había hecho en numerosas oca-
siones anteriormente. Me trajo hasta aquí,
bajamos solos hasta este putrefacto lugar
de soledad. La oscuridad era total, pero yo
sabía lo que iba a pasar, y esperaba tranqui-
lamente a que esto ocurriera, lo que tardé
en adivinar fue lo siguiente, el abandono, la
soledad, y quizás el olvido al que me iban a
someter.

236
Me miró fijamente, sus negros ojos,
eran idénticos a los de Lirter, y cuando
empezó a hablar aquel día, enseguida supe
quien era. Era Herte, el hijo mayor de Lir-
ter, el que fuera su segundo en la batalla, el
que quedó tan gravemente herido, que to-
dos supusieron su muerte, amigos y enemi-
gos, también fue uno de los que más se
opuso a que su padre vertiera en mí todo su
poder, y a la postre iba a ser mi verdugo, o
mejor decir mi carcelero. En su voz se
apreciaba un tono cansado, agotado por
una vida llena de amargura y de odio hacia
mí, aquel día empezaron a volver sobre mí
hechos pasados, que había olvidado, y con
ellos volvieron todas aquellas sensaciones
de poder que me inundaban a cada muerte,
y de cómo después de una masacre mi
cuerpo embriagado de sangre, se estremec-
ía de un infinito placer. Pero también vol-
vieron aquellas otras sensaciones, que que-
daban casi difuminadas por las de éxtasis,
unas sensaciones extrañas, que en ocasio-
nes me proporcionaban una tenue sensa-
ción de pesadumbre. Ahora son las sensa-
ciones que más me abordan, y sé qué son y
qué significan. Con cada muerte había algo
más que poder y sabiduría, también exist-
237
ían miles de recuerdos, de vivencias pasa-
das, desde la alegría de los juegos infanti-
les, a los primeros amores, pasando por
aquellos momentos de tristeza por la muer-
te de un hijo, un padre o de aquel pequeño
cachorro que uno de mis más feroces amos,
tuvo cuando era niño. Yo durante años
estuve recopilando miles de vidas, pero sin
darme cuenta, el quedarse con una vida
significaba quedarse con toda ella, no sólo
su energía, sino con todo lo que aquella
vida había ido acumulando durante sus
años de existencia.
Herte, me recordó todo eso y mucho
más, no sé si me hizo un favor o me con-
denó a sentirme como lo que en realidad
era desde el día de la traición a su padre, un
ser miserable, al que ya no le valía el arre-
pentimiento, y al que solo le quedaban
años de la más terrible penitencia, bajo el
tormento de los recuerdos, que uno a uno,
vida a vida pasan a través de mi alma, co-
mo cuchillas ardientes. También dijo, que
decidieran lo que decidieran allá arriba, mi
condena ya estaba escrita, que aun que
volviera a ser libre ya nunca mas podría
volver a ser lo que fui. Ojala tenga razón,

238
pues sería para mí una desagradable sor-
presa que volviera a ver la luz del sol.
Oigo ruidos, alguien baja, tal vez ven-
gan a por mí, aunque dudo que haya al-
guien tan osado como para acercarse, y ni
siquiera mirarme. Si pudiera gritar, le lla-
maría, y les obligaría a que me arrojaran al
más feroz de los fuegos, pero mi señor Lir-
ter, no me concedió esa facultad, y mi si-
lencio es perpetuo. No abren puertas, no se
van a arriesgar, no les culpo, van a hacer lo
que más he temido durante este tiempo de
cautiverio, van a dejarme aquí en soledad
por la eternidad, están tapiando todas las
puertas desde aquí hasta el exterior, si pu-
diera llorar lo haría.
Estoy sola, y mi única compañía du-
rante siglos serán los huesos del cuerpo de
Herte, que ya empieza a descomponerse.
Esta fue mi última muerte, y fue la que más
dolor me causo, no por que significaba mi
condenación a la soledad y el olvido, sino
porque fue el principio del tormento al que
yo misma me iba a someter con el recuerdo
de lo que llegué a ser, de lo que me llegué
a convertir por mi desmesurada obsesión
de poder.
239
Aún tiene sus manos sobre mí, y aún
durante mucho tiempo, mi cuerpo atrave-
sará el suyo, recordándome lo que soy, lo
que quiero gritar y que alguien escuchará,
para que de una vez por todas me destruye-
ra.
¡SOY LOA-TERS, LA DEFENSORA DE TERS,
LA ESPADA MALDITA!

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Estos 10 relatos fueron presentados
por sus respectivos autores al I Concurso
de Relato Fantástico organizado por la
Asociación Cultural Dado de Dragón du-
rante el verano de 2009, siendo finalmente
agraciados los textos “De Héroes y Mons-
truos”, de David Bueno Minguillón, y “La
Cuarta Vía”, de Iván Gimeno San Pedro.
Desde aquí queremos dar gracias Pa-
tricia, Miguel y Michael, que colaboraron
como jueces en la tarea de leerse en tiem-
po record todos los relatos recibidos; y por
supuesto, a todos los autores que han co-
laborado con este proyecto, tanto aquellos
que se incluyen en esta recopilación como
a aquellos que han quedado fuera, sin los
cuales esto no hubiera sido posible.
Recordad: Dejad que la fantasía nazca
de vuestra pluma.

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