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Una década

de cine argentino
(2000-2009)

FIPRESCI Argentina
Compilación: Diego Batlle y Diego Lerer
A la memoria de Fabián Bielinsky
Introducción

Obra en construcción

Por Diego Lerer

WIP. Desde que este libro comenzó a tomar forma, a finales de 2009, cuando
las encuestas sobre el cine de la década arreciaban en todas las publicaciones del
mundo, una idea comenzaba a obsesionarme: la del Work in Progress (WIP).
Dos cosas teníamos claras con esta serie de textos. Una, que no iba a publicarse,
al menos no originalmente, de manera tradicional, sino que iba a ser un objeto
virtual, disponible online y de manera gratuita. Dos, que iba a ser precisamente
eso, un WIP, una Obra en Construcción, un libro mutante, presentado en un
momento determinado de su preparación que no sería necesariamente la
definitiva. Después, empezó a germinar una idea que unía las dos anteriores: si
se trata de un libro electrónico, virtual, ¿cabe siquiera pensar en algo definitivo?
¿No puede ser, como el análisis de la década de cine que intenta hacer, un libro
en permanente construcción, una serie de reflexiones expandibles, modificables,
con sus segundas, terceras, décimas versiones y sin obligación de detenerse
jamás? Eso es, entonces, por ahora, este libro: un objeto en tiempo presente.

De la naturaleza de las listas. El libro surgió como reflejo tras comenzar a


pensar el tema de las mejores películas de la década. Fue obvio, casi
inmediatamente, que había algo banal, deportivo y gratuito en la idea de hacer
una lista con las diez mejores películas argentinas de un período de tiempo
determinado. Lejos de arrepentirnos del “juego” -no hay porque negarle el
costado lúdico al pensamiento sobre el cine-, el libro nos servía para completar
la tarea, para darle una forma más integral y abarcadora, para combinar deporte
y reflexión, para que los resultados de esa serie de cálculos matemáticos
(puntos, votos, conteos varios) pudieran ser analizados, desmenuzados,
contextualizados. Y más que intentar abarcar la década a partir de una serie de
textos generalistas, apareció como lo mejor (al menos para esta versión Beta, 1.0
del libro) y más sensato, reflexionar sobre las películas en particular, una por
una, más algunos textos llamémoslos “rebeldes”.

El Campeonato de Películas. Apenas anunciamos, a principios de 2010, los


resultados de ese Top Ten, quedó claro que la del libro había sido una gran idea,
ya que no tardaron en aparecer las críticas a la lista, a lo que faltaba y sobraba
allí, al hecho en sí de hacer listas y a lo que eso significaba: reducir un
movimiento cinematográfico, o más bien una serie de complejos movimientos
de idas y vueltas en el cine argentino, a un simplista Top Ten, a un nuevo canon
de películas. El libro, que no surgió como respuesta a esas críticas sino que
formó parte del proyecto desde el comienzo, iba a redondear esta tarea, darle un
cuerpo a este Campeonato de Películas. Y al ser una “obra en construcción”
permanente, también dar cuenta de esas mutaciones, de esos cambios. El cine
que se hizo en la década está cerrado: lo que se piensa sobre él todavía no.
Entre el BAFICI y el Oscar. De hecho, tan mutante es el cine en su relación
con el mundo que, entre el inicio y el “final” del trabajo en este libro, el cine
argentino se llevó un Oscar, algo que muchos consideran clave (en algunos
casos, los mismos que desestimaron la idea de estos rankings) a la hora de
pensar el cine de esta década. Uno podría tomar una foto del inicio de la década
pasada y otra de este presente y algunas ideas sobre el cine argentino (ideas,
jamás conclusiones) podrían aparecer. En aquel momento, principios de 2000,
Mundo grúa, de Pablo Trapero, una película presentada en sociedad en el
primer BAFICI (1999) promediaba su recorrido por festivales y se convertía en
la carta de presentación, en el exterior, de lo que se empezó a llamar Nuevo Cine
Argentino. Lucrecia Martel era una chica salteña con un corto en Historias
breves y en plena preparación de su opera prima, La ciénaga, que recién vería la
luz en Berlín de 2001. Ese “nuevo cine” estaba en pleno crecimiento, todavía sin
techo aparente. La foto de abril de 2010 muestra diferencias. Ese “nuevo cine”
crece, se atomiza, se subdivide. El BAFICI sigue siendo la gran cantera de
realizadores, pero da la sensación de que cada vez son menos los films que
logran trascender las fronteras del propio evento, no por que sean de menor
calidad, sino por una suerte de déficit atencional del mundo del cine. A la vez,
Trapero filma con Ricardo Darín, el protagonista de El secreto de sus ojos,
película que bate récords de espectadores y se lleva el primer Oscar para la
Argentina en 25 años. En tanto, Dos hermanos, de Daniel Burman (otro de los
integrantes de esa camada de Historias breves, de 1995), está a punto de
convertirse en lo que podría engañosamente considerarse como “la película más
taquillera” de la historia de esta nueva generación de cineastas, abriendo la
discusión también a qué queda de ese nuevo cine en este filme.

Segundas partes. Como entidad que nuclea a un grupo de críticos (28, según
los últimos conteos), Fipresci Argentina también heredó esa atomización. Si
bien algunas cuestiones que los convoca y une se mantuvieron, milagrosamente,
invariables durante toda la década (el BAFICI, la revista El Amante, muchos de
los mismos críticos trabajando aún en los mismos diarios y revistas, además de
una bienvenida renovación generacional), otras cosas se modificaron en un
modo que no es tan diferente al cine que intentamos analizar: las ideas estéticas
ya no son tan compartidas, hay quienes son más o menos radicales, quienes son
más o menos optimistas/pesimistas, quienes tomaron partido por una u otra
estética, por uno u otro autor. Discusiones, peleas, debates que este libro
también intenta reflejar en sus páginas. En 2002 editamos un libro llamado
Nuevo Cine Argentino (no inventamos la temida palabra, pero hoy todos la
odian) y desde entonces veníamos pensando la idea de hacer una continuación,
una actualización de lo que decíamos allí (si lo tienen o encuentran por allí,
revísenlo, es bastante certero en sus “predicciones”). Por diversos motivos, el
proyecto nunca pudo concretarse. Y si bien éste no es ese libro, ya que no es
sobre el cine argentino hoy si no sobre el de la década pasada, al leerlo puede
verse esa multiplicidad de miradas, esa amplitud de registros.

Tres por dos. Hasta tal punto ese Top Ten es reflejo de ese amplio universo
que es el cine argentino de la década que pasó, que los tres cineastas que están
representados allí con dos películas cada uno bien podrían ser (o haber sido, en
el caso de uno de ellos) representativos de esa variedad de tendencias en el cine
argentino y en la mirada de la crítica sobre él. Lucrecia Martel aparece allí con
dos títulos: La ciénaga y La mujer sin cabeza. Fabián Bielinsky, fallecido en
2006, tiene otros dos, sus dos únicos filmes: Nueve reinas y El aura. Y Lisandro
Alonso tiene dos también: La libertad y Los muertos. Poco y nada parece unir al
cine de Alonso, en principio, con el de Bielinsky (aunque yo apostaría que se
merecen un texto que conecte, especialmente, El aura y Los muertos), mientras
que Martel parece pivotear en medio de ambos “extremos”. El cine de Fabián,
como una muestra representativa de un cine comercial de autor, con temáticas y
obsesiones personales pero con una llegada al gran público. El de Alonso, como
un cine de ideas radicales de puesta en escena, pero con filmes de improbable
destino comercial y enorme aceptación entre un número reducido de
espectadores y críticos. El de Martel, en tanto, con sus vaivenes, aparece como
un cine de autor en el formato, si se quiere, más tradicional y “europeo” de la
palabra: una realizadora reconocida mundialmente, con un público
relativamente amplio y fiel, pero con suficientes “particularidades” como para
mantenerse siempre en el enrarecido universo del llamado cine-arte. También
los distingue su exposición comercial: el público de Bielinsky se contaba por
millones y sus filmes aparecían en todas las cadenas multinacionales. El de
Martel recorre un circuito más acotado y sus espectadores, al menos en la
Argentina y dependiendo de cada filme, son alrededor de una décima parte del
promedio de los filmes de Bielinsky. Y el de Alonso, hasta el momento, se ha
mantenido fuera del circuito comercial, con la Sala Lugones como bandera y con
una cantidad de espectadores que podría ser resumida como la décima parte de
los de Martel. O el 1% de los de Bielinsky. También los separan sus formatos de
producción, sus presupuestos (grandes, medianos, chicos) y, en buena medida
la composición de sus elencos (de muy conocidos a no actores, aunque con
excepciones). Pero esos tres realizadores -esas seis películas- son, a su manera,
un reflejo de la amplitud del cine de esta década.

Y todo lo demás también… El Top Ten lo completan películas de Pablo


Trapero (El Bonaerense), Martín Rejtman (Los guantes mágicos), Albertina
Carri (Los rubios, único “documental”) y Mariano Llinás (Historias
extraordinarias), también muestras claras de esa diversidad del cine de la
época. Y por debajo de ese limitado número de diez, también con muchos votos,
aparecen otros títulos importantes del cine argentino como Bolivia y Un oso
rojo, de Adrián Caetano; Ana y los otros, de Celina Murga; Leonera, de Pablo
Trapero; La niña santa, de Lucrecia Martel; La antena, de Esteban Sapir; Yo no
sé qué me han hecho sus ojos, de Sergio Wolf y Lorena Muñoz; Nadar solo, de
Ezequiel Acuña; Aniceto, de Leonardo Favio y Como pasan las horas, de Inés de
Oliveira Cézar. Y la lista podría seguir, incluyendo más y más títulos. De la
misma manera en la que podría modificarse, de aquí a dos, tres, cinco años,
cuando se vuelva a poner en perspectiva una década que acaba de terminar.

Tiempo presente. Como las películas “de época”, libros como éste son más
reflejo del momento en el que fueron hechos que del tiempo que retratan. Esta
Obra en Construcción, entonces, tratará de ser un libro en un permanente
tiempo presente: corregido (desde la ortografía a la revisación de textos, todo
cabe), aumentado, expandido y remezclado con el paso del tiempo en nuevas
versiones que permitirán recuperar las anteriores, claro, pero que irán
modificando la trama de la historia. Un libro online que es casi una especie de
website/blog sobre cine: la mejor forma de pensar una década en la que, dentro
y fuera del cine, lo digital absorbió a lo analógico. Aquí, entonces, una serie de
ideas en tiempo presente sobre una década que pertenece al pasado.
FIPRESCI Argentina

Mejor película argentina de la década

“La ciénaga”, de Lucrecia Martel

Mención especial

“El aura”, de Fabián Bielinsky


El Top Ten lo completan, en orden alfabético:

El bonaerense, de Pablo Trapero

Los guantes mágicos, de Martín Rejtman

Historias extraordinarias, de Mariano Llinás

La libertad, de Lisandro Alonso

Los muertos, de Lisandro Alonso

La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel

Nueve reinas, de Fabián Bielinsky

Los rubios, de Albertina Carri


Indice:

1. “La ciénaga”, por Javier Porta Fouz

2. “El aura”, por Diego Trerotola

3. “Historias extraodinarias”, por Diego Batlle

4. “Los muertos”, por Diego Brodersen

5. “El bonaerense”, por Leonardo M. D'esposito

6. “Los guantes mágicos”, por Hugo Salas

7. “Nueve reinas”, por Pablo O. Scholz

8. “La mujer sin cabeza”, por Josefina Sartora

9. “La libertad”, por Eduardo A. Russo

10. “Los rubios”, por Gustavo Noriega

11. “La mecha”, por Quintín

12. “Aniceto”, por Gustavo J. Castagna


13. “Salamandra”, “La sangre brota”, “La León”, por Roger
Alan Koza
“La ciénaga”, de Lucrecia Martel (2001)
La muerte en un mundo de palabras

Por Javier Porta Fouz

0. Estos apuntes sobre una película crucial provienen en buena medida de


combinaciones, reelaboraciones, podas y ampliaciones de dos artículos del
autor: “El arte de los planificadores”, crítica sobre La ciénaga publicada en la
revista El Amante en marzo de 2001 (momento del estreno), y “‘El cine de
Lucrecia Martel y las palabras’ o ‘Las palabras en el cine de Lucrecia Martel’ o,
mejor dicho, ‘El cine de Lucrecia Martel desde las palabras’ (y también ‘las
palabras de Martel sobre las palabras en su cine’)”, artículo sobre la obra de
Martel publicado en El cine sonoro de Lucrecia Martel, libro editado por el
Festival Internacional de Cine de Gijón, España, noviembre de 2008. Es decir,
ésta, de marzo de 2010, es la tercera revisión de La ciénaga con el propósito de
escribir sobre ella (lo que no significa una tercera audiovisión del film sino una
tercera puesta en perspectiva con ánimos de prolongar su misterio por otros
medios).

1. La ciénaga es una película múltiple y que multiplica sus sentidos mientras


sedimenta durante y luego de ser vista (y oída y escuchada), a corta y a larga
distancia. La ciénaga: film enigmático, de fragmentación y ocultamientos
informativos. Al principio de la primera secuencia, los fragmentos de cuerpos
humanos que se muestran bien podrían ser parte de un ex-lujoso geriátrico de
provincia; o también movimientos de zombies, muertos vivos que se arrastran y
arrastran sus sillas y sus miembros y sus alcoholes putrefactos: nada puede
ocurrir allí más que una torpe caída. La película terminará con otra caída, y otra
vez con el aire de la muerte.

2. La fragmentación, el escamoteo, el ocultamiento, la postergación y la


atenuación informativas son centrales en la construcción del relato. Cuando
Momi se tira a la pileta de agua podrida pasan unos segundos en los que se ven
burbujas, hay incertidumbre, y nada más. Corte. El centro de atención de la
escena es Verónica y su cuento de la rata africana. De Momi sólo sabemos que
anda por ahí, ya está afuera de la pileta pero no se nos la mostró salir. Un poco
más tarde, en el monte (precisamente en el sector de La ciénaga), aparece el
chiquito Luciano en el camino de la mira de las escopetas, le dicen que se
mueva, pero no lo vemos hacerlo. Sobre el corte hacia un plano general del
monte se produce el sonido del disparo. No se nos permite saber si a Luciano le
pegaron o no el tiro, y no se hace hincapié en aclararlo. Más tarde aparecerá
Luciano y no se pondrá énfasis en su presencia, como en el caso de la salida de
Momi de la pileta, como si nada hubiera sucedido o, lo que es más inquietante,
como si la suerte de los chicos estuviera regida por la indolencia, la decadencia y
la tensa enfermedad del podrido y dulzón aire familiar y social (y la
comparación con La mujer sin cabeza se vuelve inevitable).
3. El ambiente es, entonces, de peligro siempre latente: el adormecimiento
general no permite prestar atención, actitud básica en el cuidado de los otros.
Luego de la pileta o de la escopeta, Momi y Luciano permanecen vivos, pero
bien podrían haber muerto; o llegar con un ojo menos, como Joaquín. Momi y
Luciano son los personajes más amenazados por el ambiente y por los otros
personajes (y son también los más “acechados” cinematográficamente). Momi y
Luciano son los más frágiles, indefensos, generosos y necesitados de afecto (uno
por sus pocos años, Luciano, y otro porque ama y desea, Momi). La indolencia
de la mayor parte del resto de los personajes, que sólo se lastima sin
consecuencias, opera como contrapunto. Y, por último, no es casual que
Luciano muera y muera la fe, la creencia o la ilusión de Momi, que termina
diciendo “no vi nada”. Antes de morir, Luciano tampoco alcanza a ver qué hay
detrás de la medianera (o, si lo ve, se asusta), casi como una demostración de
que no hay nada –o, si no hay ausencia, hay algo horrible– más allá del encierro
de estas familias.

4. En una primera visión, la muerte de Luciano puede parecer sorpresiva,


azarosa. En posteriores visiones se descubre su prefiguración cinematográfica:
de hecho, Luciano muere –y se lastima– muchas veces en imágenes y sonidos –
en el juego del lenguaje cinematográfico– a lo largo de toda la película (el padre
lo acuesta inerte y lo tapa; el sonido de la escopeta en el monte; su hermana y su
amiguita le gritan ‘estás muerto’ en un juego; aparece ‘encerrado’ detrás del
vidrio del coche, casi un auto de funeraria y, cerca del final, decide jugar a no
respirar).

5. Si la presencia ominosa del peligro que adquiere formas mientras quiebra


vidas y la muerte que atraviesa la película son elementos “estilizados” de
manera cinematográfica y la película es un territorio bien mapeado, no es
extraño que haya marcas claras de obsesión detallista en todos los rincones. La
pintura de la decadencia y el desorden de las casas de Mecha y Tali se hace de
forma sutil y poco enfática, pero con una dosificación constante: el tubo de luz
que no alcanza a prender, las sábanas rasgadas, las pocas bombitas eléctricas
que todavía funcionan, el teléfono manchado, y detalle de detalles, el radio-
reloj-despertador digital con las 12:00 eternamente titilando porque nadie lo
pone en hora, nadie ajusta su funcionamiento.

VI. El cine de Martel es el cine de las palabras. El cine de Martel es el cine de la


conversación. El cine de Martel ha creado un universo reconocible basado en
palabras. El cine de Martel convierte a la conversación en gran arte
cinematográfico: esa “soledad absoluta” (el término es de Martel) de la geografía
de nuestros cuerpos puede ser asediada, aunque nunca conquistada, por la
conversación. Por todo esto es que no puede verse el cine de Martel sin oír y sin
escuchar. El cine de Martel es, al fin y al cabo, la continuación de la guerra (o las
guerras: familiares, de clase, de género) por medios políticos, por medios
dialógicos.

VII. “Carnavalear”, “piletear”, “amiguear”, “zangolotear”: estos verbos se usan


en las películas de Martel, casi siempre dentro de algún reto maternal (la lengua
es la lengua de la madre). Dos de esos verbos no están en el Diccionario de la
Real Academia Española, los otros dos sí. De entre los que sí, uno puede
escucharse o decirse con no tanta extrañeza. Pero si estamos frente al otro, lo
más probable es que no estemos haciendo otra cosa que no sea mirar, ver, oír y
escuchar una película de Martel. ¿Importa cuál de estos verbos es cada cual?
¿Importa si en Salta o en algún –o en ningún– lugar del noroeste argentino ya
no se habla así, o si se sigue hablando así? ¿Importa si todas las palabras son
“falsas”? No importa, pero sí importa. Las palabras peculiares, o el uso peculiar
de las palabras, constituyen una de las zonas más irreductibles y definitorias del
cine de Martel. Por un lado, no importa tanto si ya hoy nadie usa “zangolotear” o
si se sigue usando, o si su uso está en franca e incontenible expansión. Lo que
importa es, entre otras cosas, que con esas palabras, con esos diálogos, Martel se
aleja de la falsedad, de la impostación envarada generada por la pura imitación
de lenguajes normalizados, aceptados como “universales”: en el cine de Martel
el habla es particular. Es un habla, a fin de cuentas, de resistencia frente a la
homogeneización y a favor de los pliegues, de los recovecos. Martel es una
particularista1 de las palabras y también, hasta ahora, lo es desde su lugar de
enunciación, desde su aldea local. El cine de Martel se proyecta
internacionalmente pero desde la afirmación de su voz, desde su pertenencia
regional, particular. Martel es una cineasta que habla “con palabras y voces
concretas, desde un lugar concreto, sobre lugares y personajes concretos.”2

VIII. Martel dice que así como se habla en sus películas se habla o se habló en
Salta, y lo hace con la convicción y la autenticidad necesarias como para que nos
sumerjamos, convencidos, en ese mundo viscoso de palabras-madre que nos
propone. Ya en él, escucharemos ese hablar de familia –quizá además familiar–
que siempre está ahí para encubrir o rellenar aquellos intersticios por los que
pueda colarse la realidad o, mejor dicho, alguna verdad que sacuda a los
participantes de vidas gregarias tan reiterativas y quietas como las palabras de
las misas. El palabrerío parece confortar, y no hace más que anestesiar. Pocos
pueden hablar de forma certera (y a veces, la certeza llega mediante rodeos
fantásticos) y apuntar alguna verdad. Los niños en La ciénaga cuentan historias
sobre el perro que era en realidad una rata africana, y los más chicos le temen.
También liberan momentáneamente lo que está contenido, un tanto obliterado:
“no lo miren, no lo miren, está con el pelo teñido”, dicen sobre Gregorio (Martín
Adjemián). En el sector de la sociedad salteña que retrata Martel la verdad no se
dice, el lenguaje está para otra cosa. Por eso en La mujer sin cabeza no se
tomará en serio a la vieja Tía Lala (María Vaner) que finalmente dirá cosas más
lúcidas que los demás adultos en su supuesto delirio con toques aparentemente
fantásticos. Tampoco se tomará en serio a la adolescente Candita (Inés Efrón),
enferma no solo de hepatitis sino además de calentura por su tía. Las palabras
de los niños, de los viejos, de las clases subordinadas y de los adolescentes
calentones se perderán entre las palabras dominantes, las de los adultos de clase
media de mediana edad. Estas son palabras poderosas, la ley para encubrir las
otras palabras, las desviadas, las que aún resisten.

1
Ver el trabajo sobre este concepto en el iluminador libro de Doris Sommer Abrazos y rechazos
– Cómo leer en clave menor, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 2005.
2
La cita pertenece a Alexander Horwath, Movie Mutations-Cartas de cine, VI Bafici – Ediciones
Nuevos Tiempos, Buenos Aires, 2002. Horwath no se refiere a Martel (su carta es de 1997),
pero lo que él dice de los Dardenne, su pertenencia a un suburbio industrial belga y la
integración de esos espacios a su lenguaje, se aplica también a Martel, a sus paisajes, sus
palabras y su lenguaje.
9 y IX. La ciénaga perfora la vida de los personajes adultos, mediante desidia y
fastido, resignación, monstruosidad disfrazada de responsabilidad y/o falta de
cualquier tipo de reacción. Mientras tanto, los chicos no atisban el menor
horizonte. Lucrecia Martel eligió narrar y describir este ambiente denso de
manera obsesiva, caligráfica, ensayada y planificada en profundidad. Al hacerlo
reveló –con humor, furia, algo de afecto y un brillante juego cinematográfico-
una de las facetas del monstruo argentino. Todas las representaciones múltiples,
los juegos planteados dentro del juego cinematográfico, todas las palabras
tamizadas y dichas con el tono preciso, se tensan en el momento en que Luciano
muere; es decir, cuando nos golpea la certeza de que este conjunto de palabras y
otros signos que llamamos cine puede tener un efecto devastador.
“El aura”, de Fabián Bielinsky (2005)

Los ojos de la forma

Por Diego Trerotola

Borges reina

En las entrevistas alrededor del momento del estreno, Fabián Bielinsky aclaraba
que la idea para El aura (2005) había surgido en los '80, antes de Nueve reinas
(2000), su primer largometraje. Si bien casi todo el mundo consideró a El aura
como la contraparte de Nueve reinas, como si Bielinsky se desdijese de su
mecanismo narrativo anterior3, nadie vinculó la segunda película con su corto
La espera (1983), que correspondía a la época del surgimiento de la idea
original; probablemente, esta falta de relación tiene que ver con que el corto fue
casi invisible por mucho tiempo, comenzando a circular después de la muerte de
su director. De hecho, el rescate formal del olvido del corto se puede decir que lo
hizo Edgardo Cozarinsky recién en 2008, en el marco del Festival Intenacional
de Cine de Mar del Plata, al programarlo en un corpus de películas “alrededor”
de la literatura de Borges, porque La espera es una adaptación del cuento
homónimo publicado en El Aleph. Y justamente fue Cozarinsky quien a
principio de los '80 reeditó su libro Borges en/y/sobre cine, que ampliaba su
compilación ensayística sobre el vínculo de la obra del escritor con el cine desde
múltiples direcciones.

El hecho de que el corto haya estado oculto, casi como pecado de juventud (se
trataba de la tesis de Bielinsky para el CERC, ahora rebautizado ENERC, escuela
del INCAA), tal vez haya provocado que nadie hubiese podido percibir toda la
dimensión borgeana de El aura, que parece gestada como una prolongación de
los planteos cinematográficos que había en La espera, cuento/corto, donde se
concentraban las claves de la relación del escritor y el cine. También es probable
que, frente a la caracterización, ya casi caricatural, de escritor bibliófico,
bibliotecario que se le adjudica insistentemente a Borges, la importancia
fundamental, fundacional del cine en su obra, especialmente en sus cuentos,
haya quedado algo desdibujada, incluso oculta, entre tanta cultura libresca
citada como referencia por miles de ensayos y notas que tratan de multiplicar y
explicar las visiones borgeanas.

Este texto sobre El aura trata de comenzar a revertir ese error histórico. No se
me escapa que la alucinación borgeana en cualquier obra es un vicio de
periodistas, críticos y ensayistas; incluso ya sé que, a fuerza de clisés, a esta
altura es casi una acusación la de tildar a alguien de borgeano. De todas
maneras, creo que a Bielinsky, el director taquillero, popular, pero también un
poco incomprendido por El aura (por el público y por algunos críticos) no le

3
“El aura es una película casi reactiva con respecto a Nueve reinas, está hecha asumiendo otra clase de
riesgos, entrando en terreno desconocido y trabajando sobre cosas que me producían mucho cagazo,
como clima, luz o atmósfera”, Fabián Bielinsky en una entrevista con Gustavo Noriega y Marcelo
Panozzo, “Cine de autor”, en El Amante N° 160, septiembre 2005: 9.
caería mal que lo acusen de tal cargo; de hecho, creo que incluso estaría
orgulloso de que alguien lo encuentre culpable.

Las influencias infames

El relato de la influencia del cine en Borges fue patentado por él mismo, a


principios de la década del 30, en una serie de tres ensayos breves de Discusión
que “llegan a ponerse de acuerdo”4: “El arte narrativo y la magia”, “Films” y “La
postulación de la realidad”. En esas pocas páginas se repite el mismo leve
desvío: Borges comienza a elaborar una teoría del relato literario y termina
poniendo, sobreimprimiendo como modelo al cine. O, más específicamente, a
un cine, al de Josef von Sternberg de La ley del hampa (Underworld, 1927) y
Muelles de Nueva York (The Docks of New York, 1928), pioneras películas de
gangsters. El cambio de literatura por cine se da guiado por ciertos
“procedimientos” que Borges encuentra entre las últimas películas mudas de
von Sternberg: “la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida de un
hombre a dos o tres escenas”5, que corresponderían en términos de narración
cinematográfica, al montaje y la elipsis, pero también a la síntesis visual de la
puesta en escena general. Y, con ese “propósito visual” heredado por el
cinematógrafo, Borges escribe su primer “cuento directo”, “Hombre de la
Esquina Rosada”, publicado en Historia Universal de la Infamia (1935), el libro
inmediatamente posterior a Discusión que lo convierte en narrador. Ese inicio
en la narración, según Beatriz Sarlo, también se tiene que entender por su
calidad de colaborador del diario Crítica, que fue el lugar donde se publicaron
originalmente los cuentos recopilados en el libro: “La literatura de Borges y el
diario Crítica eran lo más nuevo que podía leerse en Buenos Aires. El diario de
masas y el escritor de vanguardia tenían en común algo más que el gusto por las
historias de bandidos y estafadores: compartían el desprejuicio”6. Y Borges
ejercía ese desprejuicio a partir de una valoración múltiple de los géneros
“menores”, “la aventura y el policial”, según Sarlo, con un gusto por los textos de
Stevenson, Chesterton, Kipling y Wells.

Pero en ese momento los análisis de Borges mezclaban los cuentos de esos
escritores con las películas, en un mismo nivel de igualdad; baste citar el final de
“El arte narrativo y la magia”, ensayo que termina fundiendo la violencia de
Chesterton con la de Von Sternberg, en un gesto de montaje conceptual. “Los
relatos de Historia Universal de la Infamia son literatura de violencia y
aventura, producidas en el encuentro de un escritor de élite con el diario de
masas que había inaugurado las formas ultramodernas del periodismo
sensacionalista”7, enfatiza Sarlo. Y, también, habría que agregar, el encuentro de
Borges con las formas del relato cinematográfico que lo llevarán a definir a ese
libro, en el prólogo de 1954, como “una superficie de imágenes”8. Todas estas
características del germen narrativo borgeano se pueden trasladar directamente
a Bielinsky, porque en toda su obra comparte el gusto por los géneros menores,
por la aventura policial, por los bandidos y estafadores, por el periodismo

4
Jorge Luis Borges, Discusión, Buenos Aires, Emecé, 1991: 9.
5
Jorge Luis Borges, Historia Universal de la Infamia, Buenos Aires, Emecé, 1991: 7.
6
Beatriz Sarlo, Borges, un escritor en las orillas, Seix Barral, Barcelona, 2003: 103.
7
Beatriz Sarlo, op. cit.: 103.
8
Borges, op. cit.: 10.
sensacionalista, y por tener el desprejuicio de ser un director de masas que se
acercó a un escritor elitista.

Al inicio de El aura, el taxidermista (Ricardo Darín) está concentrado en


terminar una de sus creaciones, un zorrito embalsamado. Cuando toma un
escalpelo que lo ayuda en su faena, la cámara se desliza para mostrar una serie
de recortes de prensa amarilla, un patchwork de papel de diario a modo de
mantel donde se leen titulares como “Un delincuente muerto”, “Atrapan a
ladrones de joyas”, “Asalto fallido”. Antes del inicio narrativo, Bielinsky pone las
cartas sobre la mesa, literalmente, casi como un gesto metadiscursivo,
explicando la amarillista base imaginativa del personaje, del relato. Y también
para dejar en claro que, si seguimos a Sarlo, podemos comprobar que la saga
inspiradora de Borges y Bielinsky está cortada por el mismo cuchillo. Pero antes
de seguir con El aura, pasemos por la antesala de La espera.

Hampa bárbara

La elección de La espera para ser adaptado al cine es muy inteligente,


especialmente porque se trata del más acabado cuento cinematográfico de
Borges, poco estudiado en este sentido, y que es el que lleva a sus últimas
consecuencias las valores que le atribuía al cine como motor del relato en sus
ensayos: muchas de las palabras claves de esos textos, como magia, hampa y
tantas otras más, encuentran ecos en esa narración. Más que ningún otro
cuento, este va a ser elíptico, breve, el tiempo de la espera le va a permitir a
Borges ensayar un relato de descripciones nítidas de la fantasía y la realidad del
personaje protagonista. “El cuento, en realidad, es una hermosa sucesión
cinematográfica de figuras y sombras”, escribe John Updike sobre La espera,
“opone la ambigüedad de la realidad a la relativa claridad y simplicidad de lo
que nuestra inteligencia concibe.”9

El protagonista del cuento es un bandido perseguido que se esconde en una


pensión; no sabemos su nombre, se hace llamar Villari, como su enemigo, y
aunque sale poco para no ser visto, visita un cine cercano: “Alguna noche entró
en el cinematógrafo que había a tres cuadras. No pasó nunca de la última fila;
siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias
del hampa; estas, sin duda, incluían errores, estas, sin duda, incluían imágenes
de su vida anterior; Villari no los advirtió porque la idea de una coincidencia
entre el arte y la realidad era ajena a él.”10

Como un comentario metadiscursivo sobre la propia construcción del cuento, la


idea central de La espera es desplegar los sueños cinematográficos de Von
Sternberg, con variaciones, al Río de la Plata, poniendo en juego las diferencias
entre las fantasías de su propio extermino y la realidad circundante que tiene
Villari, al mismo tiempo que se patentan las fascinación alucinatoria de Borges
por los cruces del cine en sus letras. Y tal como sucede con el cine, en el cuento
hay puro presente, apenas se adivina algún dato del pasado del personaje. La
adaptación de Bielinsky sigue fiel ese juego entre fantasía y realidad, construye
un espacio onírico, pero elimina la visita al cine del personaje. Al mismo tiempo,
9
John Updike, “El autor bibliotecario”, en AA.VV., Borges y la crítica, Buenos Aires, Centro Editor de
América Latina, 1992: 82.
10
Jorge Luis Borges, El Aleph, Madrid, Alianza Emecé, 1971: 143,
monta una estructura circular, que comienza con un travelling hasta alguien
interpretando un contrabajo, y termina con ese mismo plano, casi especular
pero levemente distinto, encerrando en una forma musical, rítmica y estilizada a
todo el corto. Updike sostiene la posibilidad de que La espera sea una
reescritura de Los asesinos, el célebre cuento de Hemingway; lo que es probable
considerando las formas de escritura de Historia Universal de la Infamia, en el
que Borges admitía el proceso de “falsear y tergiversar”11 historias ajenas. Con
toda la “connotación delictiva”12 que tiene confesar ser un falsificador literario,
Borges, entonces, refuerza su cercanía al crimen. Y tiene en Bielinsky a su mejor
secuaz.

Antes del fin

El aura sustrae muchos elementos de La espera y del universo borgeano donde


posiblemente germinó el guión, y los amplifica, los distorsiona, los somete a una
nueva combinatoria. Es una suerte de código delictivo que crea la complicidad
entre pares para llevar a cabo el crimen más imperfecto, ese perpetrado por el
relato en la encrucijada del cine y la literatura. De La espera no sólo está el
anonimato del protagonista, de quien nunca sabemos su nombre y que aparece
referido en los títulos por su profesión: taxidermista. Además de no tener
nombre como en el cuento, al protagonista se lo homologa a otro personaje,
llamado Dietrich13, a quien el fusiló involuntariamente. Entre otras cosas, el
taxidermista usa la corbata, el celular y el plan criminal de Dietrich, y los
rufianes que lo ayudan lo confunden con él: una forma de sustitución de
personalidad, casi como si fuera un doble desfigurado. Pero también el
ocultamiento de datos narrativo básicos, como el nombre del personaje,
funciona como parte de la reducción de la información que Borges planteaba
como importante para la postulación de la realidad clásica del relato: “imaginar
una realidad más compleja que la declarada al lector y referir solamente sus
derivaciones y efectos”14.

El aura lleva extrema esta estrategia, no hay ninguna información accesoria de


la vida del protagonista, exceptuando su profesión y el hecho de ser abandonado
por su mujer, aunque el rostro de la esposa no se vea y tampoco se tenga acceso
a la carta del adiós. Sin embargo, la película es toda una consecuencia de eso,
aunque nunca accedemos a la totalidad de esa información. Por eso, en El aura
hay un juego que va del dato narrativo concreto a una atmósfera de misteriosa
abstracción general que se mantiene como vaivén enigmático toda la película y
que está en el cuento La espera desde la primera línea: “El coche lo dejó al
cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste”; la combinación de la precisión
exacta de la altura con la incierta referencia cardinal hacen de las coordenadas
una mezcla entre nitidez y vaguedad. También se puede decir que el cuento
11
Borges, op. cit.: 10.
12
Edgardo Cozarinsky, Borges en/y/sobre cine, Madrid, Editorial Fundamentos, 1981: 18.
13
Borges le da el apellido Dietrich al protagonista de “Deutsches Requiem”, también incluido de El Aleph,
narrador de este cuento que es un relato biográfico antes de un fusilamiento. En la crítica publicada en la
revista El Amante (N° 106, septiembre de 2005), Eduardo Rojas relaciona el nombre de Espinoza con un
texto de Borges sobre Spinoza, única mención que encontre a Borges en una crítica de El aura. Sin
embargo, el apellido Espinoza, atribuido por la información periférica de la película al personaje de
Darín, no aparece en la película, es un dato extracinematográfico. La comparación de Rojas es igualmente
válida.
14
Borges, Discusión, op. cit. : 71.
original es a la violencia de las películas de gangsters lo que El aura a las
películas policiales: una forma de desarmar, fragmentar la violencia por medio
de la magia del choque de un tiempo dilatado y otro elíptico (“El truco está en el
tiempo”, dice el taxidermista en El aura).

La epilepsia que padece el taxidermista hace que se desmaye en dos de las


secuencias más violentas del relato (el asesinato de Dietrich y el robo al camión
de caudales) y, como se mantiene su punto de vista, se atempera el efecto de la
representación de la brutalidad; efecto también anulado por la contemplativa
existencia del protagonista, un dilatado recorrido por un lugar extraño, incierto
del sur argentino. Del mismo modo, los sueños de Villar en el cuento borgeano
son una forma de irse “antes del fin de la función”, una manera de evitar,
estilizar el clímax explosivo de la violencia, mezclados por una existencia
pedestre, descriptiva y poco estimulante en su estadía en la pensión. Es que la
clausura del relato, la muerte de la historia, no son formas propias de Borges ni
de Bielinsky, prefieren pasearse por la narración para multiplicar los
procedimientos internos como si fuesen mantras repetidos que propician un
estado hipnótico ensoñador.

Huellas de crímenes circulares

Como La espera, la película de Bielinsky está acotada a unos pocos momentos


de un tiempo reducido, de un miércoles al otro, y tiene una misma estructura
circular que remite directamente al corto: luego de un breve prólogo enigmático
(el taxidermista se despierta inconsciente en un cajero automático donde estaba
sacando dinero), la música encierra la película a partir de repetir al comienzo y
al final la “Sinfonía alla rústica presto” de Vivaldi para mostrar sendas
situaciones donde el protagonista, encerrado, ensimismado en su taller,
embalsama animales. Estas dos situaciones duplicadas, que inician y culminan
el relato, ambas en miércoles, también marcan la estrategia de juegos de espejos
deformantes, de dobles ambiguos, que recorre toda la película y que es una
evidente estrategia borgeana de entramado narrativo.

El aura establece un ritual especular falseado, como un reflejo en el agua


distorsionado por el movimiento: hay un diorama de un bosque y luego un
bosque, hay dos robos de transportes de caudales (uno imaginado por el
protagonista al principio en un banco, otro verdadero al final, ambos con un
mismo nivel de “realidad”), hay dos cartas de mujeres que abandonan su hogar,
hay dos mujeres golpeadas y, como un chiste paradójicamente matemático, hay
dos “tercer hombre” muertos en un robo, etc. Hay muchas más duplicidades,
privilegiadas por la puesta en escena, como la idea de que la película empieza
con la acción de ponerle un ojo falso a un zorro embalsamado y termina con el
ojo verdadero de un perro-lobo. Las falsas simetrías, la relectura con variaciones
de un mismo hecho narrativo, la circularidad abierta son el colmo del programa
que la Babel-Borges cimentó a lo largo de sus juegos literarios-cinematográficos.

“Borges, el mejor artesano, tiene el ojo para la forma: de allí su gusto por la
parodia, el pastiche, las leves modificaciones, la superficie doble de la ironía; y
también las formas-matrices de los laberintos, las imágenes en abismo, las
duplicaciones, los reflejos y los falsos reflejos”15, sintetiza Sarlo sobre los
procedimientos del escritor. No hay duda de que ese ojo “plástico para la
literatura”16 que tenía el Borges influido por el cine y los géneros menores, tiene
como único heredero válido en el cine argentino a Fabián Bielinsky, que llegó,
con la inteligencia artesanal del taxidermista, a un nivel donde la imaginación
de su personaje confrontado con la realidad creó un camino circular que, por
medio de esas elipsis por donde se filtra un mundo, ese aleph que se abre con
cada desmayo epiléptico, pone en perspectiva multiplicado, espejo frente a otro
espejo, el genio de un escritor y sus procedimientos narrativos, ese particular
“mundo de pesadilla racional armado según una perturbadora regularidad”17. Y
así se produce esa “primitiva claridad de la magia”18 del relato de la que hablaba
Borges, y a la que Bielinsky saqueó con la personalidad del ladrón que sabe que
lo mejor es dejar huellas en la Historia.

15
Sarlo, op. cit.: 97.
16
Edgardo Cozarinsky, op. cit.: 19-21.
17
Sarlo, op. cit.: 114. Las itálicas le pertenecen.
18
Borges, Discusión, op. cit. : 88.
“Historias extraordinarias”, de Mariano Llinás (2008)

Todo por un sueño

Por Diego Batlle

“El objetivo era que Historias extraordinarias fuese algo así como una
avanzada final, una suerte de gran movimiento que diera por tierra con todos
los prejuicios de una clase cinematográfica vieja y falaz que insistía en negar
que aquellos que nosotros hacíamos como algo corriente desde hacía años
fuese no ya algo recomendable sino siquiera posible”. Ese fue el manifiesto, la
carta de intención, la cuestión de principios, el desafío, la gran apuesta que los
integrantes y socios de la productora El Pampero Cine, con Mariano Llinás
como principal ideólogo, se plantearon a la hora de concebir, desarrollar,
concretar y exponer su obra magna, una película en muchos sentidos
revolucionaria y que, más allá de la polémica que despertó y de los enojos que
generó, descubrió un nuevo umbral y un paradigma por entonces desconocido
para el (ya no tan nuevo) Nuevo Cine Argentino (NCA).

“El objetivo con Historias extraordinarias fue producir un objeto que


superara cualquier expectativa y cualquier horizonte. Que hiciera que los
comentarios condescendientes fueran imposibles, extemporáneos. Un film
infinitamente más complicado que los que suele perpetrar la industria (y con
los que suele justificar sus millones), que costara una décima parte del más
simple de todos ellos. Esa era nuestra meta: contrariar a todos, demostrar que
todo era mentira, ejecutar una hazaña que recuperase (aunque fuera para
nosotros) el lejano sabor de la aventura, de la épica”, explicaron sus hacedores
en el capitulo La madre de todas las batallas del libro Cine argentino:
Estéticas de la producción, que se publicó para el 11º BAFICI.

Llinás es, además de un gran cineasta y escritor, un consumado polemista con


ínfulas y ganas de provocar e inquietar. Sus detractores se han cansado de
denostarlo por su arrogancia, por su egocentrismo, por sus exabruptos, pero él -
más allá de la mayor o menor lucidez de los argumentos esgrimidos en sus
distintas apariciones públicas- ha respondido con una obra propia y grupal (de
sus colegas y amigos ligados a El Pampero Cine) de una audacia artística y de
una solvencia técnica incuestionables, y entre la que Historias
extraordinarias irrumpió como la gran joya y el ejemplo más contundente de
sus dimensiones y alcances.

Muchos se ha escrito (y he escrito en mi sitio web OtrosCines.com) tanto


sobre la película como sobre una producción que logró la proeza de concretar
una historia con 70 actores, 60 locaciones, 10 semanas de filmación, 100 viajes
(incluido uno al Africa), leones, largas secuencias en barco, una inundación y
dos incendios con aportes en dinero y en equipos que no superaron los 50.000
dólares.
Contra todos los dogmas y los manuales del “buen” productor, Llinás y
compañía apostaron por un equipo muy reducido (generalmente cuatro
personas y nunca más de diez) y por rodar de manera aislada, irregular: “No se
podía filmar de corrido. Había que hacer pausas y rearmarse. Esa, sin dudas,
fue una de las claves para que la producción llegara a buen puerto: el rodaje
disperso y pausado, con tiempo para reflexionar sobre lo hecho y comprender
los errores. Varios de los mejores films argentinos de la última década (desde
Mundo grúa hasta El hombre robado) fueron hechos de esta forma”.

Así, con los 30.000 dólares obtenidos por una preventa a la señal de cable I-Sat
y con un subsidio por 3.000 dólares que les otorgó el Instituto Cultural de la
Provincia de Buenos Aires como todo aporte en efectivo (hubo otras múltiples
colaboraciones en “especies” y “horas-hombre”), se desarrolló una filmación que
derivaría en una obra maestra de cuatro horas y media de duración, con escenas
de la Segunda Guerra Mundial que se terminaron en un solo día y con el brindis
de final de rodaje de semejante épica… ¡en un restaurante de Mozambique!

“Historias extraordinarias nos ha devuelto la fe en el cine como un campo


infinito”, argumentaron sus realizadores y algo de ese espíritu herzogiano (del
de Fitzcarraldo) hay en esta empresa loca y genial.

Un film megalómano y genial

274 minutos (con dos intervalos incluídos), tres grandes historias divididas en
18 episodios, varias decenas de personajes y de locaciones, tres omnipresentes
narradores en off (Daniel Hendler, Juan Minujín y Verónica Llinás) y -lo más
importante de todo- miles de pequeñas y grandes ideas. Todo eso (y mucho
más) es lo que propone Historias extraordinarias, un título megalómano -el
reverso de las Historias mínimas, de Carlos Sorín- pero que, por una vez,
suena justo y apropiado.

Si Balnearios (2002) fue una película muy influyente con su ironía y su


apuesta juguetona con el (falso) documental que convirtió a Llinás en una suerte
de patriarca de un grupo de técnicos y directores que lo ayudaron en ese y otros
emprendimientos (y que luego él apoyó en los proyectos personales de cada
uno), Historias extraordinarias es una proeza cinematográfica concretada
en formato digital y un trabajo consagratorio.

La primera secuencia (genial) del film incluye un asesinato narrado a distancia y


en único plano fijo, un pasaje que nada tiene que envidiarle, por ejemplo, a Sin
lugar para los débiles, de los hermanos Coen. Luego, la película salta del
thriller a la comedia, al melodrama romántico (hay un tríangulo amoroso), al
falso documental, al género de aventuras, al costumbrismo pueblerino, a la
épica, al cine bélico y, claro, a la road y river-movie (hay tantas escenas en ruta
como en lancha).

Hay una excelente banda sonora compuesta por Gabriel Chwojnik que no deja
género por incursionar (se destacan los acordes que remedan a los spaghetti
westerns de Sergio Leone), hay una masacre con víctimas que van desde jeques
árabes hasta agentes de Scotland Yard narrada sólo con fotos, hay una escena
ambientada en Guyana con nazis de la Segunda Guerra Mundial, hay momentos
sublimes con música lenta de una FM pueblerina, hay reconstrucciones de casos
policiales con recortes de periódicos, cartas y mapas, hay gente que fotografía
monolitos y otros que los hacen explotar por los aires, hay personajes que viven
meses encerrados en un hotel mientras practican el voyeurismo y otros que no
paran de viajar, hay narradores que se escuchan todo el tiempo mientras los
protagonistas casi no hablan, hay delirios de grandeza (y la película tiene mucha
grandeza) y hay una liviandad propia de la novela popular por entregas y una
belleza sofisticada propia de la literatura del siglo XIX. Hay en estas historias
extraordinarias mucho humor, amor y pasión por el cine.

Sucesos argentinos

Todo lo que siguió a su estreno en el 10º BAFICI fue una compensación justa y
un complemento perfecto para aquella odisea artística: Historias
extraordinarias ganó el Gran Premio del Jurado de la Competencia Argentina
y el Premio del Público de aquella edición, estuvo más de un año a sala llena en
el circuito alternativo (MALBA, Teatro 25 de Mayo, etc.), se vio varias veces por
televisión, tuvo su guión publicado y, a pesar de la resistencia de muchos
programadores de festivales, finalmente recorrió el mundo y fascinó también a
mucho público extranjero.

Llinas, esa suerte de “millonario cheto y garca” (frase con que lo suelen
estigmatizar sus envidiosos cuestionadores), esa especie de “patriarca y artista
visionario” (idea con que lo endiosan sus incondicionales seguidores), demolió
con Historias extraordinarias los prejuicios, lugares comunes, facilismos y
quejas que imperan, abundan y abaten a diario la industria del cine argentino.

Aunque a él no le gusten los “tibios” como quien esto escribe, no propongo que
su “modelo” sea el único, que deba imponerse y “exportarse” fuera del ámbito de
El Pampero Cine. Ahí está para que él lo siga profundizando y otros lo tomen, lo
recreen y, por qué no, lo perfeccionen. Espero equivocarme, pero es muy
probable que ni Llinás ni sus compañeros de aventura nunca más consigan esa
mezcla perfecta de originalidad, audacia, extravagancia y genialidad que
alcanzaron con Historias extraordinarias. Es muy posible, también, que yo
nunca más llegue a sentir esa sensación de euforia que tuve mientras veía la
película durante la maratónica (como todas) función de prensa de aquella
mañana del 17 de abril de 2008 en el Hoyts de Abasto. Pero no importa:
Historias extraordinarias es de esas películas que justifican y realimentan el
amor, la pasión por el cine, por el arte. Que los sueños sueños son, pero a veces
también se convierten en realidad.
“Los muertos”, de Lisandro Alonso (2004)

El cineasta libre

Por Diego Brodersen

El cine de Lisandro Alonso puede ser muchas cosas pero es, ante todo, un cine
frágil. No se trata de un defecto de fábrica, más bien todo lo contrario. Como
esas vasijas de exquisita manufactura que deben manipularse con cuidados
extremados si se desea mantener su integridad, las imágenes y sonidos de
Alonso no deberían experimentarse de manera automática, pasiva, corriendo así
el riesgo de obviar y destruir toda su belleza y profundidad. Casi como un signo
contrario al de estos tiempos de constante bombardeo audiovisual, el de este
joven realizador mimado por Cannes y atacado con enjundia por anquilosados
críticos culturales de cabotaje se revela como un universo fílmico de enorme
complejidad en su aparente sencillez. Y es precisamente esa fragilidad, esa
construcción minuciosa de detalles, gestos y acciones mínimas, esa retracción
ante lo grandilocuente y lo evidente, esa fascinación por la realidad y su
interacción con la cámara cinematográfica; es todo aquello lo que termina
conformando una de las singularidades más atrevidas del cine argentino e
internacional contemporáneos. No es poca cosa.

Los muertos es la continuación lógica de La libertad, prolongación formal pero


también ética, entendida esta última como manifestación de la responsabilidad
del realizador respecto de sus materiales creativos. Pero, si en su primer
largometraje, Alonso hacía de la vida cotidiana de un hachero el centro y la
periferia del relato, en Los muertos es la excepcionalidad la que construye a
priori el epicentro narrativo. Conocemos a su protagonista, Argentino Vargas,
en ocasión de un evento fundamental de su vida, precisamente cuando se
produce una novedad que cambiará su existencia de allí en más. Vargas sale de
la cárcel luego de haber ocupado una celda durante un período que se adivina
extenso. Las razones del castigo –en realidad, algunos de sus pormenores- irán
revelándose de a poco y sin llegar nunca al pleno conocimiento. El film se abre
con una serie de imágenes de terribles inferencias, un plano-secuencia selvático
que súbitamente abandona el verde de la vegetación para enfrentarse al rojo de
la carne abierta, de la sangre derramada. Ese largo recorrido que hace de
objetos y cuerpos un cosmos concreto y abstracto a la vez –recuerdo o sueño o
ambas cosas- delimita al film como no había ocurrido con La libertad. En esta
ocasión, un crimen del pasado marca al protagonista y define su accionar
durante el presente, es decir, durante el resto del film. En Liverpool, última
creación de Alonso a la fecha, ocurrirá algo similar con el personaje de Farrell, el
marinero que vuelve a su pueblo natal en busca de presencias largo tiempo
olvidadas, nuevamente con el marco de una geografía que acerca a sus
protagonistas a la naturaleza, por oposición a lo urbano como ámbito
socializador.
Los roces entre la ficción y el registro documental son una de las marcas
esenciales de mucho cine contemporáneo y, en el caso de Alonso, es uno de los
ejes de su búsqueda estética. Es cierto que todas sus películas están “actuadas”
por actores no profesionales que, en más de un caso, equiparan su nombre real
al de los personajes que interpretan, pero éste sería apenas un apéndice de la
mencionada operación cinematográfica. Lo verdaderamente relevante es la
forma es que las acciones y (mínimos) diálogos se desarrollan delante de
cámara, las decisiones que hacen del movimiento dentro del cuadro una
concatenación de secuencias que respiran vida propia y recrean una realidad al
tiempo que la transforman en un lugar de extrañamiento (es bueno aclarar, sin
embargo, que cuando Alonso requiere un corte por continuidad tradicional, es
capaz de llevarlo a cabo a la perfección).

Los planos largos, extendidos, en los cuales el espacio cinematográfico contiene


como una presencia inexorable el fuera de campo -elemento de radical
importancia en sus films-, forman parte del núcleo estilístico del realizador,
tanto como su obcecación –al menos hasta la fecha- por el rodaje en 35mm o la
no inclusión de música incidental. Y no podría ser de otra forma: sólo así es
posible para él aprehender esa verdad que se presenta en el momento de ser
imaginada y, posteriormente, registrada y organizada. Verdad o verdades que en
sus películas –y particularmente en Los muertos- se insinúan a partir de relatos
que evitan acciones y reacciones vehementes para concentrarse en una
exposición que sólo puede transitarse en estado contemplativo o meditativo.
Esta cualidad de su poética cinematográfica lo acerca indudablemente a otros
realizadores coetáneos, pero quizás la singularidad de Alonso descanse en su
obsesiva búsqueda de historias y personajes periféricos, parias de una sociedad
tan local como universal pero que, al mismo tiempo, evitan la tentación del
arquetipo. Vargas no es un ejemplo modélico del correntino isleño ni un
símbolo de marginación y olvido social; Vargas es Vargas y nadie más que
Vargas.

A pesar de lo antedicho, hay en Los muertos –como antes en La libertad- un


registro de cierto estilo de vida que, a los ojos de un espectador convencido de
su condición citadina, puede antojarse primitivo, salvaje. La famosa escena del
cabrito degollado impacta por su crudeza pero más aún por el choque que
produce al momento de equipararla conscientemente con la secuencia que abre
el film. La muerte es rápida, cruel, trascendente y banal al mismo tiempo. A
partir de ese momento el film habilita la posibilidad del suspenso y esa distante
empatía que se había construido lentamente con el personaje comienza a incluir
la presencia de lo ominoso. La engañosa mirada antropológica que algunas
secuencias parecen transmitir se transforma súbitamente en posible tragedia de
resonancias universales. Tragedia personal, familiar, cósmica. ¿Social? En una
entrevista periodística realizada cerca del estreno comercial de Los muertos,
Alonso declaraba que “hay un montón de gente que vive en estas condiciones de
precariedad: todos juntos en ranchos de barro, tolditos plásticos. Toman agua
del río, no tienen gas ni electricidad. Todos están muertos, de alguna manera.
Cuando van al pueblo, los tratan como si fueran mierda. Y están resignados a
esa clase de vida, a sobrevivir así”19.

19
“Siempre es difícil volver a casa”, por Diego Lerer. Entrevista con Lisandro Alonso publicada en el
diario Clarín, Jueves 9 de septiembre de 2004.
Pero el film nunca utiliza esos argumentos para potenciar determinados
aspectos de la historia; por el contrario, los minimiza al casi al punto de la
extinción, destacando en todo momento el viaje –el viaje físico, literal, pero
también el interno, del cual apenas conoceremos ciertas expresiones
secundarias- emprendido por Vargas para reencontrarse con su hija. Alonso
busca y halla en los planos de ese tránsito, primero acuático, luego terrestre,
algunas de las imágenes más bellas y enigmáticas de su filmografía, cargadas de
posibles resonancias pero nunca de significados claros o simbologías a descifrar.

Y así llegamos a la médula del éxito artístico del cine de Lisandro Alonso. Lejos
de cualquier impronta dictatorial, sus películas se abren para ser penetradas por
un espectador activo, casi un co-realizador que las completa durante su
proyección. Esa es la mayor potencia y el más importante legado de Alonso al
cine argentino de la última década: haber comprendido que el cine puede ser
mucho más que contar bien una buena historia. Aunque suene excesivamente
ambicioso, una película puede hacernos vibrar, emocionarnos, reflexionar,
incluso producir algunos cambios en nuestro espíritu, a partir de elementos que
se encuentran en un nivel más profundo que el de la simple exposición
narrativa. Quizás la característica más rica, estimulante y generosa del cine de
Alonso sea que sus virtudes no pueden explicarse sencillamente con palabras.
“El bonaerense”, de Pablo Trapero (2002)

El cine, el mal y el tiempo

Por Leonardo M. D’Espósito

Es polémico: para muchos críticos –y no solo argentinos-, Pablo Trapero no es


un autor. Es considerado, sí, un buen cineasta, un realizador hábil. Pero no un
autor, quizás por el prestigio excesivo (y por encima de su verdadero sentido)
que ha cobrado el término en las últimas dos décadas. Sin embargo, Trapero es
un autor en el sentido clásico; menos por su estilo (que existe y ha
evolucionado) que por plantear un universo y una mirada sobre el mundo que, a
su vez, guían las elecciones que crean el estilo. Es cierto: se trata de una posición
discutible y, dado que en realidad a los autores se los reconoce con el tiempo,
habría que esperar unas cuántas películas para saber en qué categoría colocar a
Pablo Trapero. Sin embargo, su segunda película fue, en este sentido, más
importante que la primera. Si Mundo grúa puso al director en el mundo (y con
él a todo lo que llamamos Nuevo Cine Argentino), fue El bonaerense el que
permitía tener pistas respecto del derrotero futuro de Trapero. También
implicaba un riesgo grande: de ser el productor de su propio film, Trapero
pasaba a tener como productora a Pol-ka, la empresa de contenidos de Adrián
Suar; de trabajar en blanco y negro, con cámaras fijas o de muy leve
movimiento, a una cámara nerviosa, muchas veces en mano. De un film de
apariencia costumbrista, pasaba a otro de apariencia policial. Del Rulo, a Zapa:
del bonachón ingenuo y melancólico al taciturno en definitiva violento. Sobre
todo: de ser la novedad a que el mundo esperase algo de él.

El resultado sigue siendo impresionante en más de un sentido: El bonaerense es


la prueba de que nos equivocamos en mantener demasiado tiempo la etiqueta
“Nuevo Cine Argentino”, que debería ser, sin más, “Cine Argentino”. Era la
prueba definitiva de que aquellas películas que se vieron como hitos de la
Segunda República de nuestra pantalla sí estaban fundando algo y que el corte
era grande. Paradójicamente, aunque en gran medida se habla de lo real y de la
verdad de los registros para definir cierta modernidad del cine, lo que genera la
fuerza y la actualidad de El bonaerense es su consciente trabajo con la ficción.
Con el correr de las películas, vimos que a Trapero le importa mucho la
narración; que, por otro lado, hace cine de género. A su manera, ha trabajado
con los códigos del drama neorrealista (Mundo grúa), de la comedia familiar
(Familia rodante), de la aventura (Nacido y criado), del film carcelario
(Leonera). El bonaerense es un policial en todo sentido, ya desde el título. Pero
en todas estas películas los elementos del género aparecen enrarecidos, como
herramientas que no se asumen centrales en el film sino como diccionarios de
los que se toman prestadas palabras para ser preciso al hablar. Implica, por
supuesto, un conocimiento grande y muy fino del lenguaje –propio- para saber
qué traer de otros idiomas. O bien ser consciente –y en esto reside una de las
originalidades de Trapero- de que todo el cine posible es parte del propio
lenguaje.
La historia de El bonaerense es casi simple: Zapa, un cerrajero de algún lugar
tranquilo de la Provincia de Buenos Aires, es contratado para abrir una caja
fuerte. Lo hace; el trabajo es ilegal. Zapa no pregunta, pero la consecuencia del
hecho es ser detenido. Como su complicidad en el robo es más bien
inconsciente, alguien le da un salvoconducto: integrarse en un lugar del
conurbano bonaerense a la policía. Zapa debe fingir ser más joven de lo que es
(porque está por encima de la edad de instrucción). Logra entrar al cuerpo. Allí
tiene un amorío con una instructora a quien más tarde hará su pareja. Es,
también y poco a poco, el hombre de confianza de un comisario inescrupuloso y
criminal. Se va convirtiendo en un policía de la Bonaerense, un tipo rudo,
peligroso, violento, muy similar a los criminales, cercano a la locura. Un tipo
que no usa el arma para la justicia sino para la supervivencia; cuyo uniforme no
es el de un agente de orden sino de uno más entre los agentes del caos. De
hecho, Zapa se transforma en gran medida en un mal tipo.

Este pequeño resumen, adjetivos incluidos, puede implicar un film de denuncia


sobre la policía. En un sentido sutil, lo es: es imprescindible que creamos en la
ilegalidad, la pobreza moral y la peligrosidad de la Bonaerense para que la
ficción funcione. Sin embargo, esto es sólo el requisito previo de la ficción,
aquello que nos permite entrar en ese mundo de modo tal que lo
comprendamos. También es cierto que las imágenes de estilo casi documental –
es central en este sentido el festejo de fin de año en la comisaría, con el alcohol,
la alegría peligrosa y los revólveres disparando al aire- permiten comprender
mucho respecto de ese mundo e ir más allá del simple relato periodístico o la
columna de opinión. La propia naturaleza de Zapa, o la historia de Mabel,
permiten acercarnos a ese universo de desesperados que componen la policía.
Sin embargo, el sentido del film no es justamente hablar de la Bonaerense o
retratar ese mundo, aunque lo haga de modo siempre pertinente y preciso.

El bonaerense es, se dijo, un film de Pablo Trapero y el tema central de las


películas de Trapero es el viaje de una persona al otro lado del espejo, donde
encuentra su verdadera naturaleza, y el regreso nunca pacífico al mundo “real”.
En Mundo grúa, el Rulo viaja a la Patagonia para sentir la verdadera dimensión
del fracaso del mundo donde creía vivir; en Familia rodante, Emilia emprende
un viaje a la raíz de la familia; en Nacido y criado, Santiago termina en la
Patagonia para expurgar la muerte de quienes más quiere y descubre el sentido
de su propia pena; en Leonera, Julia va a la cárcel y se transforma al mismo
tiempo en madre y en animal de presa. Lo interesante de todos estos personajes
es que el viaje (fantástico, siempre fantástico) que realizan no es para
transformarse, sino para sacar a la luz un elemento larval y latente que, en algún
momento –el momento clave en el que el viaje, siempre forzado, se inicia- los
lleva a quebrar algún tipo de orden (por lo general, el orden familiar y
cotidiano).

La clave de este movimiento que lleva la cámara de Trapero a compartir el


descubrimiento de sus personajes en lugar de condicionarlos con una puesta en
escena demasiado visible es Zapa. Al principio, el hombre taciturno no pregunta
por qué tiene que abrir tal caja fuerte. Luego, una vez entrado en la policía, poco
a poco acepta como natural todo lo que el trabajo tiene de perverso y de ilegal.
Tampoco pregunta: simplemente sigue adelante porque hay algo en su
naturaleza que le permite reconocer eso como parte de sí mismo. Es central para
comprender esto la relación con Mabel: la atracción entre Zapa y la mujer es
instantánea, natural. De ella se dice que ha tenido relaciones con varios policías.
El primer encuentro sexual, no erótico, ocurre en un auto: es violento, animal.
Ella dice repetidamente “no” pero toma un lugar activo en la relación. No hay
ironía ni humor allí, sino simplemente un personaje que muestra lo que hay
dentro de sí, algo salvaje, a pesar de no querer asumirlo. Esa relación se
transforma en algo cada vez más violento a medida que Zapa va creciendo como
policía, a medida que ese ser interior sin reglas –alguien que ya estaba allí antes
de comenzar el film- va tomando cuerpo y control del cuerpo: el último
encuentro entre Zapa y Mabel no es sólo intenso sino molesto, con los gritos del
hijo pequeño de ella llegando desde otra habitación y Zapa pasando
directamente del sexo al maltrato. Después de este momento, llega el bautismo
de fuego del personaje en una acción con tiros y muertos. Si Trapero utiliza aquí
un registro prácticamente documental, como un corresponsal de guerra en el
lugar de los hechos –y elige hacerlo, dado que, tratándose de una ficción, podría
haber optado por otro tipo de estilización- es para colocarnos en el lugar de
Zapa y que esa dialéctica del espejo trabaje con nosotros. Como en las escenas
de sexo, en las de violencia también queremos, en principio, estar en el lugar de
Zapa para, luego, rechazarlo. Esa crudeza que lleva las situaciones al límite es
necesaria para que comprendamos al personaje y, también, para que
comprendamos qué es lo que nos sucede a nosotros cuando vemos un film. No
sólo eso: la película en ese sentido nos hace cuestionar la idea del lugar común
del género. ¿Por qué tales elementos funcionan, siquiera en un nivel
inconsciente, cuando los vemos en un film por más “repetidos” que parezcan?

Después de todo, Zapa mismo vive en un universo de lugares comunes, de


noticias que se repiten, de hechos que aparecen diariamente en la televisión y
los periódicos. Sabe aunque no diga saber. Este es el verdadero sentido moderno
de El bonaerense, lo que lo diferencia de un film industrial “común”: Pablo
Trapero es consciente no sólo de sus herramientas sino de su uso a partir del
conocimiento previo que tanto el realizador como el espectador tiene de ella.
Comprende el cine y sabe que nosotros, espectadores, lo comprendemos. No
intenta “otra cosa”, sino que simplemente bucea en las formas establecidas del
cine de género para que comprendamos qué lazo tienen con nuestra experiencia
cotidiana que nos hace conmovernos con ellas y aceptarlas. Y, al hacerlo, vemos
–como ve Zapa- el lado monstruoso tanto de ese mundo que conocemos y
aceptamos como un dato lejano (aquí, el universo del crimen instalado en lo
fronterizo entre la civilización a medias y la barbarie controlada que se
transforma en la metonimia del conurbano bonaerense) como el lado fascinante
y también monstruoso del cine.

El bonaerense no es sólo importante por lo que es como film, como vemos, sino
también por lo que implica como síntoma. La primera década del siglo muestra
que el cine argentino está vivo, aun si los grandes debates –en realidad uno solo:
cómo se utilizan los recursos del Estado para hacer cine, para que el cine
nacional exista- no se han resuelto. Muestra, también, que hay otro debate
larval que se pregunta y responde entre films: el del estatuto de la narración. En
efecto: desde el preciso momento en que se habla del cine moderno –como si el
cine no lo fuera por sí mismo- se instaló la idea de que narrar una historia no es
la obligación sino una alternativa. En cierto sentido es verdad: el cine puede sólo
registrar lo que sucede a su alrededor. Pero siempre, en la percepción del
espectador, ese fragmento temporal, la propia correlación de imágenes en la
sala implica un relato, una conexión y búsqueda de causas y efectos en el
tiempo. Incluso un film como La libertad es narrativo, como lo es también La
ciénaga o lo es –en modo tan ejemplar que hasta satura la propia idea de
narrar- Historias extraordinarias. Sólo que en estas películas se pone en
cuestión si esa rémora que es el relato entendido de modo canónico es
realmente sustancial, si el cine puede relegarlo a un lugar secundario aunque
presente.

Sin embargo, El bonaerense hace otra cosa: muestra que el relato es


imprescindible para comprender el viaje que emprende el protagonista, que no
es más que un trayecto moral que el espectador, de modo infernal, termina
compartiendo. El film es la crónica de una falsa iniciación (porque el “iniciado”
al atravesar diferentes pruebas no es el héroe renuente, sino el villano que
espera la oportunidad para salir en libertad) que requiere de lo narrativo. Hay
personajes que lo saben bien y que deciden excluirse de esa narración: el primer
jefe de Zapa, quien le dice “Bienvenido a la Bonaerense, que Dios lo ayude”, es
uno de esos personajes que se excluye de la narración como se excluye de la
historia. Ese “que Dios lo ayude” es, también, una pequeña clave de que no hay
ayuda posible en este mundo (en este mundo del film) a menos que se lo
abandone. Que el relato lleva forzosamente al mal camino (el tiroteo del final, de
hecho, ocurre en un camino, en un puente que no se termina de cruzar:
ejemplarmente Zapa, tras resolver el último conflicto, regresa a sus pagos).
Trapero descubre esto al mismo tiempo que los espectadores, mostrando lo
indispensable –de allí el parecido con el documental- porque su intención va
más allá de la pedagogía municipal. No es, de ningún modo, el productor de un
programa televisivo sobre el mundo del crimen. Es decir: no es un señor que
muestra para regodeo voyeurista sexo y violencia con la coartada del discurso
moral para que nuestra excitación encuentre un marco utilitario. No, Trapero es
un cineasta, alguien que descubre con cada imagen y cada secuencia que hay un
mundo que se puede compartir y que la moral de la fábula nos pertenece a los
espectadores. En esto, El bonaerense termina de cortar, definitivamente, con el
utilitarismo que se apropió del cine argentino en los setenta y ochenta,
matándolo para sustituirlo por publicidades institucionales contra los males
contemporáneos. Hoy un film sobre violencia y mundo suburbano como No
habrá más penas ni olvido es simplemente viejo. El bonaerense sigue siendo
actual porque sus temas son el cine, el mal y el tiempo, contemporáneos en
todas las épocas.
“Los guantes mágicos”, de Martín Rejtman (2004)

¿Se puede vivir bien en un mundo así?

Por Hugo Salas

Una primera lectura, no necesariamente errónea, ve en Los guantes mágicos la


última entrega de una crónica generacional que se inicia con Rapado y prosigue
en Silvia Prieto. El cambio de género y registro patente en los trabajos
siguientes de Rejtman (Copacabana, Entrenamiento elemental para actores), o
incluso la edición de la caja Malba, parecen abonar esta idea, que se apoya,
además, en la coincidencia entre la edad de los personajes y la del director-
guionista. Tener 20, tener 30, tener 40; de eso, en cierta medida, tratarían las
películas. Curiosamente, con igual insistencia se afirma el desapego del director,
su perspectiva –por así llamarle– olímpica, respecto de los personajes.
Ahora bien, sin dejar de reconocer este tránsito, es posible advertir entre las
películas progresiones y divergencias que apuntan a algo más, otra cosa, que el
mero desarrollo evolutivo de una generación: de la erotización del cuerpo de
Lucio en Rapado a la frialdad entomológica de los especímenes que deambulan
por Silvia Prieto, del chiste por mera reducción al absurdo de Silvia Prieto al
humor doliente de Los guantes mágicos, son también el mundo, y con él la
mirada y la sensibilidad de Rejtman, los que cambian. Su perspectiva fría,
distante, está lejos en realidad de la superioridad y el afuera efectivos que
instaura la sátira, pero funda la ilusión capital de este cine hiperrealista (y por
ello supuestamente reacio a cualquier truco): parece que Rejtman no estuviese
hablando de sí, sino de otros, del mismo modo que sus estructuras
hipercontroladas parecieran querer negar que el tema más acuciante de su
cinematografía es la fisura.

Ocurre que el director descree de la posibilidad de hablar de sí mismo. Desde el


monólogo de Damián en Rapado, cada vez que sus personajes (creen que)
hablan de sí, no hacen otra cosa que caer en lugares comunes, engañarse,
retomar el discurso de otro que los habla. Las reiteraciones, la copia, las frases
hechas, la falta de singularidad, hacen que hasta decir “yo” sea un acto carente
de sinceridad, fallido (lo que pone en entredicho, de paso, el sentido de
cualquier enunciación, incluso la estética). De allí un cambio sutil, que termina
de hacerse efectivo en esta película: mientras que en las anteriores el título
llama la atención sobre sujetos de la trama, Los guantes mágicos lo hace sobre
objetos; despersonalización, sin embargo, que en realidad ya ha comenzado al
final de Silvia Prieto, con la reunión de las Silvia Prieto y la consiguiente
disolución de la subjetividad ligada al nombre “propio”.

Abandonadas las personas, este título similar al de los cuentos de hadas alienta
un horizonte de expectativas que roza lo mágico, lo maravilloso (en un
movimiento que, con disímil sentido, repetirá Martel en La mujer sin cabeza).
Impiadoso, Rejtman se encarga de sepultar ese coqueteo bajo un balde de agua
fría, el de esos tristes guantes de fabricación china, que cuestan/valen unos
pocos centavos. En el mundo reducido a mercado, se impone la lógica de lo
equivalente: no hay ya lugar para lo único, lo asombroso, lo singular, sea un
objeto, una mascota, una pareja o yo. De allí la intercambiabilidad constante de
situaciones y sobre todo palabras, que sólo resulta gracioso a un espectador que,
repitiendo el movimiento de Rejtman, lo mire desde afuera, como si no tratase
de sí.

En su grado de abstracción, las películas nos revelan un mundo algebraico,


plagado de reiteraciones, posiciones conmutables y sometido al imperio de las
leyes de simetría y transitividad. Esto, que en otros tiempos hubiese significado
la perfección de lo real o al menos un triunfo de la capacidad del hombre para
encontrar racionalidad allí donde parecía haber caos, tiene hoy sabor a
empobrecimiento, a definitiva erradicación del misterio y la autenticidad. De allí
que a diferencia de otros directores del llamado “nuevo cine argentino” (de
Alonso a Trapero, e incluso algunos de sus propios discípulos), Rejtman no
comulgue con la idea de imagen-trascendental o imagen-verdad heredada de la
crítica baziniana. En todo caso, en la medida en que ya no hay verdad en el
mundo, la única verdad que puede haber en el cine es la mostración de su
falsedad.

La imagen, así, se convierte en una pieza de información, comienza cuando


comienza una determinada acción de la que debe darse cuenta y con ella
termina. En más de una oportunidad, los actores no respetan la pausa que el
naturalismo indicaría entre una acción y la siguiente dentro de la misma escena
(como en el principio, cuando Piraña, inmediatamente después de decirle por
celular a su mujer que le mandaron “un coche de mierda” pregunta al conductor
si se llama Alejandro, entablando una conversación), y cuando pudiera faltar un
dato para entender la situación, lo proporciona la voz de Alejandro en off, como
dándose prisa por evitar cualquier trascendencia, cualquier “más allá”, por
hacer que cada imagen se muestre inmediatamente legible, a diferencia de lo
que ocurría, por ejemplo, con varias de las escenas de tránsito de Rapado o la
manía de Silvia Prieto por trozar pollos. En un sólo momento, y no es casual,
tarda en entenderse qué está pasando, y es cuando Alejandro decide vender su
Renault 12.

En ese universo vacío, el lenguaje adquiere un estatuto paradójico. Las palabras


se agitan como cascabeles y las frases se descubren absurdas al caer en la boca
menos pensada (por ejemplo cuando Luis, el actor pornográfico, repite el
sonsonete: “Hice todo lo posible para volver a instalarme en el país, pero acá de
lo mío no hay trabajo. No es un país serio”). A pesar de ello, ofician de etiquetas
que sirven a los personajes no sólo para relacionarse con los otros, si no también
(una vez más) para hablar de sí e incluso para dar un poco de sentido –vale
decir, dirección– a sus vidas. Encontrada una formulación que les complace, los
personajes se aferran a ella con uñas y dientes y la repiten insistentemente, ya
sea la “depresión, ¿orgánica o emocional?” o el autoconvincente “me encanta
porque los dos estamos en el transporte de pasajeros” del personaje de Valeria,
la azafata.

Lejos de cualquier efecto placebo, en el transcurso de Los guantes mágicos este


uso que se hace del lenguaje se revela tan tóxico y autodestructivo como los
psicofármacos y la estruendosa música de Piraña. Monocorde, vuelto ruido, es
una cosa más que estorba, que distrae, un elemento que ha sido vaciado del
efecto que alguna vez, suponemos, pueda haber tenido (al igual que ocurre con
la profesión médica y su relación con la salud o el ejercicio físico y el bienestar,
por no hablar del mítico spa de Brasil). De la misma manera sucumben los
vínculos –ya sean relaciones de pareja, de amistad o incluso humano-mascota–
y se vuelven huecos, carentes de toda afectividad, de lo que se sigue un
extraordinario nivel de agresión verbal (como resulta palmario desde la primera
escena), que ni agresores ni agredidos parecen registrar.

No obstante, en este cuadro de desolación, a diferencia de lo que ocurría en


Silvia Prieto, donde esa falta de afectivización se extendía a la falta de empatía
emocional del espectador con cualquiera de los personajes, y aún a destajo de
esa mirada fría o distante que caracteriza el trabajo de Rejtman, Los guantes
mágicos reclama una extraña solidaridad con Alejandro. En esa identificación
(que de algún modo retoma la construcción empática del personaje de Lucio, en
Rapado), se cifra quizá la clave de esta película, y aquello que hace que a pesar
de sus similitudes estilísticas, y del relato generacional, sea posible devolver a
cada una de las tres películas de Rejtman su singularidad.

Rapado es, desde este punto de vista, una película de aprendizaje, donde
paradójicamente lo que el protagonista llega a aprender es que la “verdad”, o al
menos eso que se busca, no está en ningún lado (ni en el robo entendido como
acto reparatorio, ni en la huida, ni en los amigos, ni siquiera en el sexo). Silvia
Prieto, por el contrario, es una comedia del absurdo, y sin duda la más
algebraica de las tres, en su construcción del vacío de sentido. Por último,
atravesada por las preguntas “¿qué es el bien?” (en este caso, “¿qué es ser un
buen tipo?” o “¿cómo ser un buen tipo y que no te jodan?”), “¿qué es vivir bien?”
y la más acuciante “¿se puede vivir bien en un mundo así?”, Los guantes
mágicos puede leerse como una comedia moral.

De allí esa contagiosa angustia que acosa a sus personajes sin que puedan
ponerle otro nombre que “depresión” (cuando en realidad es malestar del
mundo), y que se corporiza, en el proceso espectatorial, en esa extraña
solidaridad con Alejandro, en un humor que al mismo tiempo que hace reír,
duele. De allí la antipatía que despiertan personajes como Piraña o Valeria, que
ya no son simplemente estúpidos, sino también nocivos. De allí la desolación
ante un personaje como Alejandro que, arrojado a un mundo de pirañas, no
sabe reconocer ni resguardar el lugar de lo afectivo y el deseo aún en su
expresión más mínima, su viejo Renault 12, y se somete pasivo a las más
diversas vejaciones, sin siquiera reconocerlas como tal. A fin de cuentas, las tres
edades de esta generación marcan también la juventud, la “madurez” y la
senectus (por algo desesperada por el afuera y el viaje) del sistema cultural y la
experiencia de vida generados en torno a la instauración del neoliberalismo en
Argentina, eso que para sacarnos rápido de encima, como si no nos hubiera
involucrado a todos, llamamos hoy –sin aún haberlo abandonado del todo, pero
queriendo hacer de cuentas que ya fue– “menemismo”.
“Nueve reinas”, de Fabián Bielinsky (2000)

Si no lo vemos...
Por Pablo O.Scholz

Oportunamente, en el momento del estreno y fechas posteriores, se realizaron


infinidad de críticas y comentarios sobre Nueve reinas, deFabián Bielinsky, uno
de los mejores thrillers realizados en la historia del cine en la Argentina, pero a
casi diez años de su presentación, a fines de agosto de 2000, bien vale una
nueva mirada. Nueve reinas no sólo no envejeció, sino que en nuestro país, tras
la crisis de 2001, es posible verla hasta como premonitoria en más de un
aspecto.

Nueve reinas retrata algo más que un día de la relación -no de la vida- de dos
estafadores, Marcos (Ricardo Darín) y Juan (Gastón Pauls), que se asocian casi
por casualidad. Tienen ante sí un golpe maestro: si venden unas estampillas
falsas de la República de Weimar (las “Nueve reinas” del título), se harán de
medio millón de dólares.

El guión está estructurado como para convertir al espectador en víctima. Como


para distraerlo, sí, pero sin faltarle el respeto. El libreto de Nueve reinas se basa
en tópicos para satisfacer la necesidad de identificación. Con toques de humor,
con gestos cotidianos. Es una manera de entender que el cine es un arte
productor de subjetividad. Puede darnos pistas falsas, mostrarnos caminos
equivocados, pero el público atento podrá descubrir, intuir la estrategia a partir
de los giros argumentales y conflictos surgidos entre los protagonistas. En
definitiva es la trama la que hace avanzar a la película que, hace una década,
reposicionó al cine argentino a nivel internacional.

Así las cosas, Bielinsky plantea cómo son sus personajes y cómo llegan a ese
encuentro “casual” en un mercadito. Marcos decide engañar a la gente (se
autodefine como un estafador, no un ladrón) por… necesidad. Es un tipo
entrador, que puede convencer con su labia a cualquiera. Parece una buena
persona, hasta que descubramos que es un egoísta sin escrúpulos. El caso de
Juan es diferente. Sí tiene escrúpulos, le pesa la conciencia por lo que hace y
viene de una familia de estafadores. Su padre está preso precisamente por
estafa. A diferencia de Marcos, Bielinsky lo muestra romántico, en el sentido
más profundo de la expresión, nostálgico –cuando intenta recordar la canción
que le gustaba a su madre cuando él era pequeño-. Aparentemente –como todo
en esta opera prima de un por entonces debutante en la dirección, pero un
veterano en la industria del cine: había escrito guiones, dirigido cortometrajes
basándose en relatos de Borges y Cortázar, pero más que nada su labor radicaba
en la asistencia de dirección, en largos y más de 400 cortos publicitarios-, a
Juan no le que da otra opción que delinquir.

Igual, los motivos que mueven las acciones de un estafador y otro son distintos.
Al final, o desde un principio, sabemos que Marcos desea obtener un beneficio
económico, mientras que para Juan estafar a su socio implica recuperar el
dinero que Marcos le burló a quien es su hermana (la novia de Juan).

Al mismo tiempo, Bielinsky sabe capitalizar la ética del argentino. La disyuntiva


de la traición a un desconocido, también pica en el espectador, porque Marcos
puede traicionar a alguien que recién conoce, pero también a un amigo, o
pariente…

Defraudar, engañar, aprovechar: tres verbos que conjugan con el personaje más
entrador de la película.

Cómo transgredir la norma, pero que nadie se entere. Como Juan necesita el
dinero para sacar a su padre de la cárcel, le creemos. La primera vez que vemos
a Marcos ser descubierto, lo tildamos de chanta. La empatía que en un comienzo
era compartida, se traslada al aprendiz, no al maestro, más aún cuando Marcos
le pida a su hermana que se acueste con el comprador de las estampillas.

Bielinsky ordena todo para que el espectador comience a preguntarse, a


desconfiar de Marcos y también de Juan. El guión deja picando, como anzuelos,
suficientes pistas para la desconfianza. ¿Por qué el importe que necesitan para
comprar las Nueve reinas es exactamente el mismo con el que cuentan? ¿Por
qué Juan, cuando advierte que Marcos le juega sucio, no hace nada, no se
rebela?

Tal vez sea esa idea de riqueza repentina, al alcance de la mano, que muchos no
vieron (observaron, ya que no estaba en ellos realizarlo) en la Argentina de los
años ’90, con Carlos Menem en el poder. Así es como Marcos le revela a Juan
una realidad que él no había advertido. Es la famosa escena del microcentro, la
que la adaptación de Gregory Jacobs y Steven Soderbergh no supo entender e
incluir como correspondía.

Mientras Juan ve gente caminando a pasos acelerados por la calle, Marcos le


saca la venda de los ojos. Arrancando con un curioso acto de autoindulgencia
(“Yo no soy chorro”), Marcos señala punguistas y relata: “Están ahí, pero no los
ves. De eso se trata. Están, pero no están. Así que cuidá el maletín, la valija, la
puerta, la ventana, el auto. Cuidá los ahorros, cuidá el culo. Porque están ahí,
van a estar siempre ahí. Chorros. No, no, eso es para la gilada. Son descuidistas,
culateros, abanicadores, gallos ciegos, biromistas, mecheras, garfios, pungas,
boqueteros, escruchantes, arrebatadores, mostaceros, lanzas, bagalleros,
pesqueros, filos.”

Bielinsky, como también lo haría en El aura (2005), logra que el espectador se


sienta partícipe de lo que se está contando. Al fin de cuentas, si uno siente que
descubrió el engaño a medida que la trama va avanzando, entre trampas, guiños
y pistas falsas, se sentirá completo.

El espectador no sabe si creerle a Marcos a medida que se van sucediendo los


hechos. Porque Marcos es el maestro, el que vemos que le enseña a Juan, pero
también el que le abre los ojos al espectador, enseñándole los pungas y demás. Y
el público también participa creyendo o no cada palabra de Marcos. ¿Está
diciendo la verdad, o lo agarramos en una mentira, y entonces…?

La estafa sucede, pero no de Marcos a Juan, sino de Juan a Marcos. El débil


engaña al fuerte; el aprendiz, al maestro.

De nuevo: si no lo vemos, es porque no lo queremos ver.

Nueve reinas es una película eminentemente porteña, aunque no se la pueda


tildar de costumbrista, ya que no es ése el género que pueda jamás conjugarse
con el cine que hacía Bielinsky. Quien engaña, pero con las mejores artes del
cine.

En esa combinación de géneros que es Nueve reinas, Bielinsky habla de la


viveza porteña en tiempos de crisis. Porque amén de ser los protagonistas
delincuentes, no hay un solo personaje que no esté ahogado por la crisis. Y más
que cuestionar moralmente a Marcos y/o a Juan, el director nos mete de cabeza
a dilucidar quién es más vivo. “Lo que sobran son putos, lo que faltan son
financistas”, le espeta Marcos a su nuevo compañero, en la escena en la que
intenta convencerlo de que, para él, todo tiene un precio.

Las películas de Bielinsky, aunque tengan una estructura clásica y de género,


casi obligan al espectador a no perder detalle, a estar siempre atento, a terminar
él mismo el relato en su cabeza. Con el espíritu de El golpe (George Roy Hill,
1973), Casa de juegos (David Mamet, 1987), o la local La parte del león (Adolfo
Aristarain, 1978) y sus finales sorprendentes, Bielinsky sugiere más de lo que
expone.

“La consigna inicial era contar todo a lo largo de una jornada”, decía el
realizador. Y lo logra en poco más de un día, de tensión constante. Es muy
interesante analizar quién es el que está contando la película, ya que Nueve
reinas no se narra desde el punto de vista de ninguno de los dos protagonistas
(aunque cuando Marcos hable de los punguistas, etc…, se esté dirigiendo de
forma más que directa al espectador). Esta es una diferencia tangencial con El
aura, segundo largo de Bielinsky, donde el espectador toda la información que
recibe, le proviene del taxidermista epiléptico que compone Ricardo Darín. Uno
de los tantos trucos de Nueve reinas era hacer creerle al público que quien le
cuenta todo es Marcos. También, quien tiene los parlamentos más extensos
siempre es Marcos. De esa manera, uno confía en ese personaje, para luego
llegar a la sorpresa del final, cuando descubría que era el de Juan el punto de
vista rector. De hecho, cuando se separaban, la cámara lo seguía a él.

El final de la película, ¿sería posible en otro país, por el año 2000? Hoy que la
crisis se ha globalizado, esto puede suceder en alguna ciudad estadounidense,
española o griega. Pero ese galón de fábrica abandonada donde se festeja el
engaño también nos hablaba de una sociedad viviendo un presente de horror.

Y sí, de nuevo, si no se veía…


“La mujer sin cabeza”, de Lucrecia Martel (2008)

Unos y otros en un país desquiciado

Por Josefina Sartora

La tercera película de Lucrecia Martel es en todo coherente con su obra previa:


un film de climas, de sugerencias, muy complejo, que elude toda certeza. Una
vez más, la peripecia constituye un pretexto, aunque en este caso quizá tenga
más peso que en sus películas anteriores. Una excusa para mostrar la psicología
femenina, y para demostrar que Martel es una lúcida observadora de la sociedad
de su provincia en todas sus características: sociales, de tradición, de clase, de
niveles de habla y costumbres. Y a través de ese microcosmos, de todo el país y
su historia.

La anécdota, no por conocida, resulta prescindible: una mujer atropella algo o


alguien en la ruta, después de lo cual entra en un estado alterado de conciencia,
mientras a su alrededor una red cómplice oculta el hecho.

Martel, se ha dicho reiteradamente, es una creadora de atmósferas. Como


sucedía en La ciénaga, desde la primera escena se instala un clima de gestación,
se percibe la inminencia del peligro, la irrupción de lo ominoso: tres chicos
aborígenes y un perro juegan temerariamente en el espacio abierto, a los
costados de una ruta casi desierta; corren, saltan a un canal vacío, se trepan a
los carteles. Corte. En abrupto contraste, un grupo de señoras y chicos de clase
media, terminan una reunión en un lugar cerrado, un club, probablemente, y el
más pequeño juega en el ámbito también cerrado del auto. “Te vas a quedar sin
aire”, dice Verónica a quien se había encerrado en su coche. Ella parte. Este
comienzo discontinuo, no clarificado, sin información, genera una sensación
amenazante, sugiere la inminencia de la catástrofe.

Cuando sucede el accidente en la ruta solitaria, la cámara fija toma a Verónica


desde el asiento vacío del acompañante: en un momento, ella gira para atender
su teléfono, y el coche impacta fuertemente contra algo, se sacude. Vero se
golpea la cabeza, se recompone y frena bruscamente. Mira por el espejo
retrovisor exterior. Comienza a transpirar. Dirige su mano hacia la puerta, pero
se detiene y no la abre. Inicia un giro para mirar hacia atrás, pero lo interrumpe.
Respira con dificultad. Recoge los anteojos oscuros y se los pone. Arregla su
pelo. Su rostro se ha endurecido. Es el cuerpo de Verónica, con su sudor y su
respiración agitada, el que expresa la tensión interior. Es ella la que está
quedándose sin aire (en el cine de Martel los cuerpos siempre tienen una
presencia con carga significativa específica.) Reinicia la marcha, sin mirar atrás.
Se avecina una tormenta. Toda la escena, filmada en un solo plano, es magistral.
Sólo después vemos el auto alejándose del cuerpo de un perro tirado en la ruta.
A partir de entonces, la cámara acompañará persistentemente a la protagonista
manteniendo una estrecha distancia, desde atrás y en cuartos de perfil, en un
primer plano descentrado, y con una profundidad de campo donde se suceden
distintas escenas, con personajes fuera de foco, en fotografía difusa.

Después del accidente, Vero da muestras de haber entrado en un estado de


shock: no registra o registra con sordina, no responde a respuestas muy
sencillas, no puede ejecutar acciones prácticas, está confundida, desorientada
espacial y psicológicamente. Las rupturas narrativas, la falta de información, los
quiebres que se producen en la relación causa-efecto tendrían relación con el
shock que ha sufrido la protagonista. Vero ha devenido un sujeto sin cabeza,
descerebrado, zombie, vulnerable, como si hubiera perdido también el alma. Sin
embargo, tiene la precaución de hacerse una radiografía de cráneo. Tal vez no
todo sea lo que parece: nada a su alrededor tiene mucho sentido, todo resulta
extraño, alterado. Ahora pasan a ser visibles las fisuras de su banalidad
cotidiana, tan maquilladas, fraguadas. Quizás esté atravesando una súbita
lucidez frente al mundo que la rodea.

Vero es una diva rubia admirada en su sociedad provinciana, una sociedad


criolla que conserva mucho de la condición feudal, una estructura matriarcal
donde abunda la endogamia, el incesto -latente o consumado-, la
homosexualidad juvenil, los hombres degradados, la cama como lugar de
reunión familiar, el peso significativo de la corporalidad. Es la sociedad salteña
a la que perteneció Martel, el espacio exclusivo donde ha filmado hasta ahora, y
que pintó en su tríptico. A la directora se la acusa de repetirse, y sin embargo lo
suyo es coherencia autoral: cualquier escena aislada del film manifiesta su
autoría, ella imprime su sello a cada plano, a cada línea de diálogo. Como
ocurría en La ciénaga y en La niña santa, la lengua es uno de los elementos que
mejor retratan ese mundo vernáculo, con diminutivos –agüita, alguito,
chaucito-, y peyorativos –tontona, malcrío, crenchas, chicona, zangoloteo-, que
para un porteño podrían resultar anacrónicos. La lengua otorga a los films de
Martel una coloración propia, de fuerte localismo.

En esa sociedad donde resisten el patriarcado y la religión supersticiosa, rige


hoy un sistema de servidumbre casi feudal, con mujeres indígenas que se hacen
cargo de las tareas incómodas de los señores y que resuelven sus problemas, con
changos siempre a mano para todo tipo de mandados. Estos son los personajes
que circulan alrededor de Verónica, los que la acompañan en la vida, y también
en el plano. Entre unos y otros se establecen relaciones de poder, de
superioridad e inferioridad, pero también de familiaridad. Vero goza de los
privilegios de su clase: tiene dos asistentes en su consultorio odontológico, dos
mucamas que se ocupan de las tareas domésticas en su casa, una masajista que
va a atenderla en su dormitorio, un jardinero, un muchachito que lava su auto,
etc. Y otros tantos circulan por las casas de sus primas. En una elaborada
composición, el plano, siempre de extrema complejidad, muestra una
simultaneidad de escenas o de acciones que ejecutan esos dos grupos: el
Cinemascope permite tomar a Vero en un primer plano y a los otros entrar y
salir gracias a la profundidad de campo; circulan por los bordes, en el fondo y
fuera de foco, con una imagen borrosa, difuminada, como el substrato social
sobre el que ocurren sus hechos. Así como se establece una superposición de
acciones, la hay también en los planos sonoros, con diálogos fragmentados,
conversaciones superpuestas, voces fuera de campo, ruidos y silencios
significativos. El film exhibe un exquisito y muy sutil trabajo con el sonido, que
constituye un aspecto de relevancia y produce pluralidad de sentidos.
La directora trabaja con exhaustivo rigor las posibilidades expresivas del cine,
pero se le ha criticado su minuciosidad, el perfeccionismo con que cada
elemento está premeditadamente calculado, como si esto le quitara mérito, o
distanciara de la emoción. Justamente es lo que hizo de Hitchcock un maestro,
al cual nadie acusa de calculador.

Martel elige el recorte de la realidad, y lo practica en todas las instancias: con la


fragmentación del cuerpo y los permanentes reencuadres en el plano, con el uso
de las elipsis y del fuera de campo, con la carencia de explicaciones, e insiste en
el recorte de la figura de la protagonista, cuya cabeza siempre queda con su
mitad superior fuera del cuadro, su figura siempre colocada en el extremo,
pocas veces en el centro.

Los unos -Vero, su marido, sus primos- parecen no registrar a los otros. Si en La
ciénaga se desarrollaba una relación de atracción y rechazo entre unos y otros,
aquí ella -y todo su entorno- está desconectada de una realidad social que le
resulta ajena. Aunque compartan espacios y tiempos, incluso el plano –y hasta
un vaso con agua, en un elaborado plano secuencia- permanecen disociados,
como si circularan en ondas diferentes. Aunque se da una excepción: como
ocurría en La ciénaga, es la sobrina lesbiana quien tiende puentes con las clases
inferiores, “machoneando” con una chinita. En este film se ejerce una vuelta de
tuerca sobre el tema, porque la joven también pretende seducir a su tía Vero.
Pero en todo caso, lo que hacen unos es darles a los otros una orden, o alguna
ropa de descarte. Los señores a veces parecen no ver a los criados. Por ello se ha
dicho que se trata de una película de fantasmas. Y sin embargo, no estamos
frente a un cine fantástico, en el cual lo irreal irrumpe en lo cotidiano. Lo que ha
ocurrido es un accidente ambiguo, que por momentos parece bordear lo
fantástico, pero ocurre dentro del más absoluto realismo.

Un personaje parece tener el registro más perspicaz: Lala, la matriarca postrada


en la cama –como la Mecha de La ciénaga- que atraviesa una suerte de lúcida
demencia senil. Ella es la que percibe que Vero está distinta, que su voz no es la
misma. Ella le dice “Los espantos. La casa está llena de ellos. No los mires, y se
van”, mientras en el fondo, la figura borrosa de un chango –evocativa de
accidente- atraviesa el plano. Genial culminación artística de María Vaner.
En un instante fundamental, Vero sale de su mutismo autista, y clara y
desapasionadamente le dice a su marido que cree haber matado a alguien en la
ruta. A partir de allí, la red de hombres a su alrededor –marido, hermano,
primo-amante (abogados, médicos, policías)- niega esa posibilidad, todos
procuran liberarla de su carga. Días después, se encuentra en el canal junto a la
ruta –lleno de agua por la tormenta- el cadáver de un chico que había
desaparecido la semana anterior. Se teje una red de complicidad masculina para
cubrir el misterio; sin consultarla, se borran todas las huellas y registros de lo
que hizo Vero la tarde del choque. Todos utilizan la frase, tan frecuente en
Argentina: “No pasa nada”. A esta altura, la parábola política que alude al
pasado reciente de la última dictadura resulta obvia. Como entonces, la víctima
no está, nunca se la ve. Vero no la ha visto, pero todos saben que un chico ha
desaparecido. Como entonces, el cuerpo social se sume en un silencio cómplice,
elude hablar de lo que está sucediendo, o de la gravedad del hecho. Desde el
primer momento, Vero no ha asumido su responsabilidad sobre sus actos, no se
hace cargo lo que ha provocado incluso sin habérselo propuesto. Ni siquiera ha
mirado qué es lo que atropelló.

O acaso Vero no haya matado al chico. Sólo vimos un perro. Todo acumula
sugerencias difusas, ambigüedades. Rige un estado de incertidumbre, la película
se niega a dar certezas en uno u otro sentido, aunque las pistas apunten hacia el
lado de la culpabilidad. Como en el cine de Michael Haneke, siempre
relacionado con la violencia, hay una evidente voluntad de eludir las
explicaciones. Lo que pasa a tener relevancia es lo que sucede con Verónica y
cómo es su percepción del hecho: ella siente que ha matado al chico, y actúa en
consecuencia a ese registro. Si es cierto, eso ya casi no importa. La realidad está
vista desde su percepción, la cámara se ubica junto a ella, acompaña su punto de
vista sin jamás explicitar su interioridad, sin planos subjetivos ni explicaciones
psicológicas. Esa transmisión de su subjetividad es mérito de la puesta en
escena y de la intensa expresividad de María Onetto: introspectiva, íntima,
sugerente. De hecho, ella casi no habla, son pocas sus líneas de diálogo en toda
la película: casi sin palabras pasa del hieratismo fruto de la confusión, a la
angustia, y de ésta a la determinación de quien no sabe ni quiere conocer la
verdad.

Martel siempre logra lo mejor de cada una de sus actrices. Vero sostiene una
máscara fijada en una sonrisa elusiva, una mueca rígida que intenta ocultar su
infierno interior, disimular su miedo, negar su culpa, y escuda su fragilidad tras
los anteojos oscuros. Si bien la narración parece sostener su punto de vista, ella
está en blanco, enajenada, no sabemos con certeza qué pasa por su cabeza. ¿O
ha quedado sin cabeza? En todo caso, el borde superior del cuadro siempre le
corta la coronilla. Probablemente tampoco la tuviera antes, presa ya entonces de
su círculo asfixiante, y esta muerte posible podría ser la oportunidad para sentir
otra cosa. Se ha relacionado este film con el cine de Michelangelo Antonioni por
su pintura del vacío existencial en que vive la burguesía, similar en todos lados.
Por momento, podemos pensar que Vero tendrá una reacción, el episodio le ha
dado la posibilidad de ver el otro lado a través de las grietas de su cápsula social,
atravesar el umbral hacia otra conciencia. Pero no: mientras los hombres borran
sus pasos, Vero se tiñe el pelo, cambia de rubia a morocha. A no engañarse:
cuando alguien le pregunta si ha recuperado su color natural, se limita a decir
que ya no lo recuerda. Vero está resuelta a dar vuelta la página, como se ha
dicho, en un tributo a Vértigo de Hitchcock, e ignorar lo ocurrido. Cabello falso,
como tantas otras falsedades: las pestañas de la prima, el jardín de la casa de
Vero -o simulacro de jardín- donde se ha cubierto con tierra una pileta, y hay
que disimularla. En ese ambiente, todo se maquilla.

Y sin embargo, siempre hay algún elemento visual que evoca el accidente: desde
el instante en que sucede, se ven unas huellas de manos infantiles en la
ventanilla del coche, algo subrayadas. No podemos pensar que sean de quien
pudo haber sido atropellado, sabemos que las han dejado allí los chicos de la
escena familiar de la apertura, pero sin embargo sugieren la posible víctima. En
otra toma, las huellas son diferentes: un error de continuidad que no deja de
sugerir la sensación de que ha sido “puesto”, como quien instala una prueba
falsa. En el hospital, Vero se cruza con una mujer que está detenida,
acompañada por una policía. Sabe que esa podría ser ella. De regreso en su casa,
el marido trae un animal que ha cazado, y la presencia de esa otra presa, muerta
en la mesa de su cocina, no hace más que reforzar el sentimiento macabro.
Cuando busca su auto, ve el farol roto a consecuencia del choque. De regreso en
el club, el ladrido de los perros, una rotura de vidrios fuera de campo, un chico
tirado en la cancha de fútbol, la alteran al punto de ponerse a llorar por primera
vez y abrazarse con un obrero que está trabajando en el baño. Visible e
involuntaria manifestación de las tribulaciones de la mujer, al borde del
derrumbe. Llamativo contraste de color de piel, y de actitudes: la patrona, el
sirviente. Una y otra vez Vero regresa al lugar donde trabajaba el chango
desaparecido, al barrio donde vive su familia. Busca la noticia de su muerte en el
diario, pero disimula su interés en el tema, mantiene con tenacidad su
desconexión emocional, siempre con su cabeza escindida.

Desde el accidente, Vero deambula sin rumbo por su casa, por las de sus primas
y por la ciudad, atravesada por el desconcierto. A su alrededor, la gente no
habla, no denuncia, no se hace cargo, oculta lo ocurrido, lo maquilla, así como
reparan el auto en otra ciudad. Obvio paralelo con el proceder de gran parte de
la población, sobre todo de esa clase social, en tiempos de la dictadura. “¿Qué
hago? ¿Qué tengo que hacer?”, pregunta a su hermano, odontólogo como ella.
“Dormite”, le contesta él. Vero se corre del lugar responsable, cede el manejo de
su problema a los hombres. Ahora son ellos quienes circulan por el fondo del
plano, bajo la vigilante mirada de la protagonista. En orden de importancia, la
hipotética muerte del chico ha pasado a un segundo lugar, lo fundamental ahora
es la conducta de quienes reaccionan frente a esa muerte innominada. Todo
pasa a ser una cuestión moral, más allá de las hechos posibles. Como en la
historia política, la laboriosa construcción de una realidad ficticia ya no nos
permite –ni a Vero ni al espectador- saber qué ha pasado realmente. Así se
escribe la historia, así se construye conciencia social. A través de decisiones
individuales, de la falta de responsabilidad por los actos personales, toda la red
actúa en consecuencia, y lo que nació individual, deviene colectivo.

De la política, a la parábola ética: Martel ha declarado reiteradamente que la


película no sólo pretende evocar la historia de la auto-represión que ejerció la
población durante la dictadura, cuando muchos se negaron a reconocer lo que
estaba sucediendo, o eludieron denunciar abusos contra los ciudadanos, sino
que apunta a denunciar la actual situación de abismo y fractura entre las clases
sociales, el sometimiento en el que viven los más pobres de la República, la
negación de las clases superiores a reconocer el hundimiento de los otros. Estos
están pasando a un último plano fuera de foco, y corren el riesgo de quedar
ausentes de una estructura social. El mecanismo para ignorar esta realidad es el
mismo que negó la realidad de los '70. Esta es la razón porque utiliza música de
esos años –siempre diegética-, en una historia actual.

Resulta paradójico que algunos inadvertidamente critiquen el film porque “no


pasa nada”, frente a la numerosa cantidad de hechos y la riqueza de
significados. Martel se aparta de un cine convencional, redundante y
explicativo, y se niega a atar los hilos de la trama; con su ambigüedad abre
enigmas, sugiere mundos, y no aporta respuestas, exigiendo del espectador una
actitud activa e inteligente para realizar las muchas lecturas. Cine climático que
provoca desconcierto, sí, pero cine narrativo al fin. En todo caso, desarrolla un
tratamiento narrativo complejo y poco habitual, de abundantes matices, con
multiplicidad de capas narrativas productoras de diferentes sentidos, que acepta
múltiples lecturas posibles: la psicológica, la social, la literaria y -por supuesto-
la política.

Tal vez el primer rechazo de cierta crítica resida en la dificultad para


identificarse con la protagonista o con cualquiera de los otros personajes, a
pesar de que con la posición de la cámara la directora intentara transmitir al
espectador la sensación de estar metido en la escena, de ser parte de la acción,
como si la cámara fuera un personaje más. Un personaje testigo de la acción,
como un observador siempre objetivo, que no abre juicio moral.

A pesar de lo exiguo de su filmografía, con sólo tres películas Lucrecia Martel se


revela como una maestra en la observación y representación de las jerarquías de
clase de la sociedad argentina así como de la psicología femenina. Tiene su
equivalente en Lisandro Alonso, especialista en el retrato de la psicología
masculina de hombres solitarios y primitivos. La mujer sin cabeza reconfirmó a
Martel como la directora más inteligente, original y sutil del cine argentino
contemporáneo.
“La libertad”, de Lisandro Alonso (2001)

Por un cine emancipado


Por Eduardo A. Russo

Dentro del mapa expansivo que el cine argentino presentaba a comienzos de la


década anterior, el impacto de La libertad fue como el de un aerolito. El suceso
de su presentación en el BAFICI 2001 inició una onda de reconocimiento
crítico; casi de inmediato su performance en la sección Un certain régard del
Festival de Cannes lanzó a su autor a una inusitada consideración global.
Mientras el film era saludado como una presencia a destacar entre la crítica
internacional y el público avisado, la repercusión en un ámbito más cercano era
mixta. Dentro de un contexto signado por la abundancia de novedades y cierto
afán por sistematizar la oleada de nuevas producciones en plena crisis, la
irrupción del cine de Alonso se manifestó como un hecho singular,
especialmente reacio a ser incluido en alguna de las categorizaciones en ciernes.
Se trataba de una película que se parecía poco y nada a sus contemporáneas,
realizada con una extraña mezcla de aplomo y desapego por las pautas usuales
de producción cinematográfica, que a la vez revelaba —dato nada menor en una
opera prima— ciertas opciones fuertes, firmemente asentadas, en cuanto a su
poética cinematográfica.

En el plano local y en un registro inmediato, entre los tiempos de su difusión y


la llegada de Los muertos, la extrema rareza de La libertad la hizo adquirir para
muchos un carácter de emblema ambivalente. Sin dudas, allí había mucho más
que el seguimiento de la jornada de un hachero en la pampa argentina filmado
por un joven talentoso. Si para algunos era la muestra indiscutida de la
posibilidad de un cine nacido a contrapelo de las convenciones, incluso las que
para ese mismo entonces se estaban forjando en términos de la formalización de
un posible (otro más) “Nuevo Cine Argentino” como categoría crítica o de
mercado, para otros la película aparecía más bien como un escollo indigerible,
una agresión redoblada incluso en su desdén por todo espíritu provocativo,
fundada sólo en proponer lo suyo en términos de afirmación. Para algunos fue
algo así como la muestra cabal de lo que el cine argentino no debería ser. Los
mismos sujetos que a fines de la década anterior solían reforzar su identidad de
intérpretes del gusto de un supuesto espectador medio, convirtiéndose en
cuidadosos defensores de las pantallas argentinas para que no fueran invadidas,
por ejemplo, por el “gran engaño” de las películas iraníes, postularon a La
libertad a la condición de cosa infame, una casi-película cuando no una
antipelícula, es decir, la encarnación palmaria de todo lo que estaba en contra
de un-cine-como-corresponde. El cine precedido por un signo negativo.

Como gesto, La libertad tenía casi todos los elementos para enardecer a sus
opositores. La opera prima de Alonso era una película sin guión, sin actores,
filmada con unas pocas latas de cine, sin equipo técnico regimentado por las
convenciones laborales de la industria, con un director que se había tomado las
atribuciones para salir con una cámara 35mm (detalle nada menor, ya que
portando un verdadero fetiche de los adalides industrialistas se permitía la
blasfemia de derrochar latas en semejante emprendimiento) a filmar los días de
un hachero solitario. Los miembros de la Patria Cinematográfica Establecida,
justo cuando el término “industria” resonaba más irónicamente en medio de un
país que se descomponía en pedazos, gustaron imaginar a Alonso como una
especie de emisario del Mal (así con mayúsculas) que venía a sabotear todo lo
que el cine debería ser, un travieso defraudador de espectadores con la
complicidad de algunos críticos igualmente snobs o maléficos, o en todo caso,
un malentendido a disolver.

Frente a las objeciones, desdeñosas o virulentas, de sus detractores, La libertad


se levantaba por sus propios méritos, en su misma condición radicalizada y
ajena a toda provocación calculada. Uno se ve tentado a pensar que su mismo
título se dirige especialmente a la manera en que Alonso se emancipó de los
numerosos preceptos que podrían haberlo integrado tanto a las convenciones de
un cine “correcto” o, como suele decirse, una película “bien hecha”, que podría
haberse encaminado para el costado del documental, o el de una ficción posible
bajo alguna consigna realista o misión narrativa. Para enrarecer más la
discusión, nada había en este film de los rasgos que podrían hacer pensar en lo
inmaduro o cierta desprolijidad de realizador principante. Todo lo contrario, en
su extensión se hacía patente un dominio del tiempo y espacio cinematográfico
que lo hacía un objeto más difícil de reducir. Algo en la estructura circular del
film lo convertía en una obra compacta, entera.

¿Qué clase de cosa era entonces La libertad? Más allá de su impacto en


contexto, el extraño objeto que es por sí misma requiere un poco de análisis, se
hace irreductible al epigrama. Por sus mismas condiciones, lo que ocurre en la
película de Alonso se niega al usual encapsulamiento narrativo de las sinopsis.
Un poco más favorable resulta un intento de descripción, siempre parcial pero
al menos atento a algunos detalles, de esos que en toda síntesis narrativa
quedan para mejor momento. Cierta detención en su misma secuencia de
apertura ya da pauta de su rareza.

Al comienzo del film, en soledad, su protagonista Misael cena una mulita de la


pampa que acaba de asar, en un espacio abierto y que cualquier expectativa
narrativa estimaría vagamente amenazante por estar rondado por una
tormenta. Los restos del animal —un caparazón, algunos huesos— aparecen a
un costado.

En los planos siguientes ya es de día y Misael organiza su trabajo. Es hachero y


el film se dirige a registrar su jornada. Alonso lo sigue paso a paso, registrando
sus tiempos y movimientos, sin proceder al esperable análisis de sus acciones
mediante el montaje. Algo opera distinto a las maniobras de un film narrativo.
La puesta en escena de La libertad no jerarquiza la acción de su protagonista,
instalándolo en el foco de atención y relegando a su entorno como fondo o
atmósfera que lo contiene, sino que ambas dimensiones parecen encontrar, a su
modo, distintos niveles de actividad. Desde los relámpagos de fondo en la
escena del asado nocturno, hasta la luz y el aire de los preparativos de la jornada
del hachero. Alonso se desentiende de todo recurso estandarizado para atrapar
al espectador. No genera el mínimo suspenso por el objetivo del personaje: es
un hachero y va a talar árboles. Pero también, nos enteramos pronto, el film
deja rápidamente de ser postulado a ser un relato audiovisual sobre la faena de
un trabajador. Es algo mucho más inicial lo que allí se juega: alguien va a hachar
unos árboles en el monte, y el cine toma registro de ello para revivirlo ante un
espectador en una sala de cine. En un solo movimiento emancipatorio, Alonso
se quita de encima las convenciones del relato, del género, incluso del tema que
se pretende para su película. A cambio, ofrece un contrato renovado entre el
cine, una mirada sobre lo real y una disposición redescubierta en el espectador.
Lo planteado en ese momento inicial es una apuesta redoblada hasta el mismo
final del film, en el mismo sentido.

Es notable cómo La libertad desaloja desde su inicio toda hipótesis


interpretativa, incluso la más elemental maniobra clasificatoria que consiste en
decidir si estamos ante un documental o una ficción. Misael, conocido por
Alonso antes de realizar este film, hace en la película lo mismo que en la vida
real. Tala los árboles en la llanura, recoge los troncos, negocia el precio de la
madera y la vende, habla por teléfono con su familia y vive solo, en su
campamento de hachero. De allí, y ante la lectura de este escrito, si uno no está
frente a la pantalla viendo la película, podría decidirse que el resultado es algo
así como un documental de observación sobre la jornada de un trabajador
solitario en la pampa. Dando un pequeño paso más, y desde la mirada urbana
de un espectador agobiado por las vicisitudes de alguna metrópolis, también
podría imaginarse que la película podría orientarse hacia la apología de la vida
solitaria en el monte, que La libertad a la que se hace referencia es
precisamente la de esa instalación en una naturaleza bucólica, el refugio en una
vida sencilla. Pero pronto, ni bien, por ejemplo, Misael cambia el hacha por una
sierra mecánica y el talado cambia de ritmo y de sonidos, la película diluye
cualquier aspiración al bucolismo. Tampoco hay el menor intento de situar al
espectador en una percepción cercana a la de su protagonista, hacerlo vivir la
vida del hachero. Menos aún surge una mirada afecta a la instalación en un
registro a la manera antropológica. Todo lo contrario, una esencial extrañeza lo
bordea paso a paso.

El misterio que comienza a desplegarse en cualquier proyección del film coloca


a sus espectadores en una distancia intermedia —que considerando la deriva de
las películas posteriores de Alonso cabría calificar como una de las marcas del
cineasta— que no se ve obligada a elegir entre identificación o distanciamiento,
sino en el cultivo de una posición intermedia, que aquí deja apreciar los
movimientos del hachero tanto como la resistencia del árbol o la vida de su
entorno natural como una fuerza no menos activa. El hecho es que en La
libertad, el asunto no es precisamente el trabajo de Misael, sino el suyo pero en
relación con otro trabajo, el de Alonso como cineasta. Y el hecho insólito que el
film hace posible es que ambas tareas se anudan dejando asomar, en la
estrategia de despeje que es propia del film, el trabajo propio del cine. Hay en
La libertad una opción por lo que puede denominarse como un efecto-Lumière
en el cine contemporáneo, como contrapeso a un cine espectacular, orientado a
su autocontemplación de su propia plenitud totalizadora. Esta tendencia elige
apostar a otra dimensión: la del posible restablecimento de la confianza entre
un dado a ver en un mundo y un sujeto que opta, para mejor percibirlo, por la
ayuda de una cámara. De un extremo, la captura de imagen y sonido; en el otro,
la proyección. La experiencia cinematográfica no es otra cosa, entonces, que la
aventura de una restitución, o si se quiere (quitando a la palabra las resonancias
metafísicas del caso) una resurrección. La vida, vuelta a vivir por la acción de un
dispositivo bastante misterioso a pesar de su larga existencia de más de un siglo.
En este aspecto se centra el poder de films como éste, más allá de considerar a
su preferencia por los planos extensos como algo relacionado a una cuestión de
lenguaje, o su elusión de las formas narrativas convencionales.

El efecto-Lumière se manifiesta en La libertad en la instalación del film y su


espectador en una especie de más acá del lenguaje cinematográfico. Vale la pena
destacar que, de acuerdo a una característica ampliamente reconocida del cine
de Alonso, la abundancia de planos prolongados (sin que se conviertan en una
coartada para el despliegue del virtuosismo) y de encuadre experto es una
constante en sus películas. Se trata de dejar extender el tiempo en cada acción,
que la mirada del espectador decida un acompañamiento de lo dado a ver por la
cámara, pero también del cuidado de un nudo: aquel que sienta las bases de lo
que podemos denominar como el fundamental directo propio del cine: el de la
convergencia de un acontecimiento frente a la cámara del realizador, su registro
en un tiempo determinado, y la proyección en otro tiempo posterior que lo
presenta ante un espectador. Un conjunto de conexiones y correspondencias
que afirman al cine como una experiencia de presentificación, más que
representación. La vieja impresión de realidad de la imagen cinematográfica
devuelta a sus plenos poderes, arrojando de sí todo lastre para dejar al desnudo
la operación del cine. Si no fuera por la misma actitud acotada que es propia del
film y su cineasta, podríamos afirmar que su trabajo, asumido del mismo modo
sucinto que adopta su hachero protagonista, es ni más ni menos que el de
eliminar el follaje propio de las pantallas contemporáneas para dejar a la luz
cierta materia prima del cine y algunas de sus formas fundamentales. El logro
que surge de La libertad no es otro, en definitiva, que el de un cine vuelto con
obstinación y lucidez, en el inicio de un nuevo siglo de su itinerario, hacia los
mismos fundamentos que justifican su supervivencia.
“Los rubios”, de Albertina Carri (2003)

Una escena con un fax

Por Gustavo Noriega (*)

La escena ocurre a la media hora de película. El equipo de filmación de Los


rubios recibe un fax. Se trata de una comunicación del INCAA respondiendo a
un pedido de calificación. El personaje central de la película, una actriz que
interpreta el papel de la directora Albertina Carri, lo lee y lo comenta con sus
compañeros. El texto del fax dice lo siguiente:

“En Buenos Aires, a los 30 días del mes de Octubre de 2002, el


Comité de Preclasificación de Proyectos decide NO
EXPEDIRSE en esta instancia, sobre el proyecto titulado “LOS
RUBIOS”, por considerar insuficiente la presentación del
guión. Las razones son las siguientes:
Creemos que este proyecto es valioso y pide –en este sentido—
ser revisado con un mayor rigor documental. La historia, tal
como está formulada, plantea el conflicto de ficcionalizar la
propia experiencia cuando el dolor puede nublar la
interpretación de hechos lacerantes.
El reclamo de la protagonista por la ausencia de sus padres, si
bien es el eje, requiere una búsqueda más exigente de
testimonios propios, que se concretarían con la participación
de los compañeros de sus padres, con afinidades y
discrepancias. Roberto Carri y Ana María Caruso fueron dos
intelectuales comprometidos en los '70, cuyo destino trágico
merece que este trabajo se realice”.

En la discusión, la propia Albertina dice refiriéndose a las sugerencias de la


comisión: “Esa es la película que ellos necesitan, como generación. Y yo lo
entiendo, lo que pasa es que esa es una película que tienen que hacer ellos, no
yo. Ellos necesitan esa película y yo entiendo que la necesiten. Pero no es mi
lugar hacerla”. Luego de una breve discusión, matizada con bromas y risas,
Carri da por terminada la charla con un: “Bueno, vamos a trabajar”.

Esa escena es el centro de la película, el nudo gordiano. Lo que allí se representa


tiene la virtud de condensar en unos pocos momentos muchos de los múltiples
sentidos posibles de Los rubios. La película de Albertina Carri juega con una
gran cantidad de enfrentamientos. Muchas de esas polarizaciones pueden
apreciarse en esos pocos minutos de la escena del fax.

Uno de esas tensiones deviene de la distinción entre documental y ficción. La


película dinamita esa dicotomía desde el comienzo, cuando muestra a Analía
Couceyro diciendo que es una actriz y que va a interpretar el papel de Albertina
Carri. A esa altura ya habíamos visto a la verdadera Albertina. Las dos
coexistirán a lo largo de la película definiendo una parte de la película como
“ficción” y otra como “documental”. Si bien hay una zona blanco y negro que
parece remitir al registro del rodaje y otra en colores que crea un universo más
ficcional con la participación de la actriz, es claro que la distinción se va
haciendo más y más irrelevante a medida que la película avanza. En la escena
del fax lo que vemos es real (la verdadera comunicación del INCAA) y al mismo
tiempo hay una deliberada puesta en escena. Los miembros del equipo se
dirigen a la actriz como si fuera Albertina. La cámara registra la llegada del fax
(algo evidentemente imposible) y una discusión que evidentemente es posterior
a los hechos. Sin embargo, tiene un aire fresco, inmediato.

La escena pone de manifiesto también dos formas de hacer cine. La comisión en


su dictamen sugiere, con una sintaxis un poco deficitaria, poner el eje en las
entrevistas a los compañeros de militancia de los Carri “con afinidades y
discrepancias”. Los rubios, la película que se hizo mientras llegaba el fax del
INCAA, utiliza en cambio una enorme batería de recursos cinematográficos que
incluyen el uso de muñequitos, la presencia duplicada de la directora,
fotografías, entrevistas y una disposición particular de las conversaciones con
los viejos militantes. Más allá de la falta de imaginación y de la inatingencia de
la sugerencia de la comisión, hay una concepción estética y política
radicalmente diferente acerca del uso de las entrevistas. Allí donde la comisión
del INCAA quería hacer el eje de la película, Albertina Carri utiliza esas
entrevistas como un elemento subordinado. Los entrevistados aparecen siempre
mediados, en una pantalla, con un sonido nada nítido que proviene de un
monitor que aparece dentro de la imagen. Lo que Carri quiere hacer con los
entrevistados que conocieron a sus padres es exactamente lo contrario de lo que
el INCAA sugiere. Lo que ellos dicen, parece decir, no me sirve.

Eso a su vez tiene una significación política. La última frase del dictamen
(“Roberto Carri y Ana María Caruso fueron dos intelectuales comprometidos en
los '70, cuyo destino trágico merece que este trabajo se realice”) tiene en su
pobre construcción algo interesante para analizar. La expresión
“comprometidos en los '70” tiene un problema de significado. Al escribir que
fueron comprometidos en los '70 involuntariamente puede sugerir que no lo
fueron en otras décadas, como la del '60 (lo cual es probablemente falso) o la del
80 (lo cual es lamentablemente obvio). Quizás hubiera sido más correcta la
expresión: “dos intelectuales comprometidos de los '70”. Sin embargo, también
suena mal. Lo que sobra en la frase, lo que hace ruido, es la aclaración temporal.
Si fueron intelectuales comprometidos, lo fueron en el tiempo que les tocó vivir.
La referencia a la década, que hace que la frase quede mal construida, tiene que
ver con una perspectiva política determinada. “Los '70” no es meramente una
referencia de tiempo sino una definición política. Pero esa definición no es
contemporánea a los Carri, nadie actuaba en aquellos años pensando en los '70,
la expresión no puede ser otra cosa que producto de una mirada realizada a
posteriori. Así, “los '70” pasan a ser una construcción mitificada, donde “los
intelectuales se comprometían”, un compromiso que debe ser reivindicado y que
por lo tanto “merece que ese trabajo se realice”. Sin embargo, la perspectiva de
Albertina Carri es otra.

Y esa es, probablemente, la importancia de Los rubios. Una película realizada


por una hija de desaparecidos que ofrece un discurso totalmente nuevo, una
mirada distinta. El rechazo a la distinción entre documental y ficción, la
presencia de la actriz, el distanciamiento, la intención de no reducir el problema
de la desaparición de sus padres a un problema puramente sentimental, el
choque generacional, todo eso aparece en la escena que comentamos y tiene que
ver con la asunción de un punto de vista novedoso sobre la Dictadura y sus
consecuencias. Ese mirada descree de la continuidad entre el discurso de los
militantes políticos de las organizaciones revolucionarias de hace tres décadas y
la actualidad. Da cuenta de un abismo entre las generaciones, un abismo que la
directora experimentó en forma personal. La desaparición de sus padres es vista
así de una forma más radical que en cualquier otra película relacionada con el
tema.

Particularmente Los rubios se distingue de aquellas películas que se esfuerzan


en reivindicar e intentar reconstruir la memoria de los militantes secuestrados y
asesinados, películas que respetarían la sugerencia de la comisión del INCAA.
Desoyendo las indicaciones de aquel fax, Los rubios da cuenta del vacío, tanto
personal como generacional, que provocó la represión. La inclusión de la escena
logra en pocos minutos mostrar un hiato estético y político infranqueable,
demostrar cómo funciona el otorgamiento de créditos y subsidios en la
Argentina y resumir varias de las contradicciones que le dan vida a la película.
(*) Este texto fue originalmente publicado en el libro BAFICI 10 años – Cine Argentino
99-08
“La mecha”, de Raúl Perrone (2003)

Ituzaingó, Tokio

Por Quintín

Filmada en 2003, ubicada más o menos en la mitad de la carrera de Raúl


Perrone, La mecha es significativa por varias razones. Por un lado, es tal vez su
película más clásica, en el sentido de que con un formato neorrealista se conecta
con la tradición principal del cine. En segundo término, aunque los personajes y
los paisajes de Perrone se han mantenido siempre a poca distancia de su reducto
en Ituzaingó, el protagonista es aquí su suegro, Nicéforo Galván (que aparece en
otras tres películas de Perrone) y aquí interpreta una ficción absorbida por el
inevitable carácter documental que el cuerpo y las circunstancias del
protagonista le prestan. Finalmente, esta es la única película de Perrone que
forma parte de la cinematografía oficial argentina, es decir, que fue ampliada a
35 milímetros y recibió el apoyo financiero del Incaa, mientras que el resto de su
filmografía ha transcurrido al margen de las exigencias, las reglamentaciones y
los beneficios de la producción industrial.

Felizmente, habría que decir, aunque suene un poco anarquista o antipático y la


expresión sea también una catarsis autocrítica de mi parte. Fui de los que, en su
momento, insistió para que Perrone pasara al profesionalismo —por así decirlo
— y enmarcara su carrera en la deriva general del llamado “cine independiente”
de esos años, marcada por una creciente dependencia del dinero del Instituto de
Cine. Antes y después de La mecha, Perrone filmó cuando quiso, sin guión y
muy rápido, con poquísimo dinero y en diversos formatos de video hasta
terminar casi una treintena de medios y largometrajes. Sin el Estado como socio,
Perrone se ha establecido como un cineasta full time, vive hoy de sus cursos y
talleres, y no parece interesado en repetir la experiencia de un cine “más
grande.” Perrone ganó la apuesta que inició en 1992 con el mediometraje
Angeles, cuando contra los estándares productivos y tecnológicos de esa época,
sostuvo que el video era un camino no solo legítimo para el cine sino que tenía
un futuro que pocos le veían entonces fuera del museo y la experimentación. La
revolución digital le empezó a dar la razón y hoy, el sonido y la imagen han
alcanzado una calidad tal que nadie puede seguir sosteniendo que hacer
películas en fílmico sea importante, para no hablar de imprescindible.

Por eso La mecha, esa excepción productiva de Perrone en la que tuvo como
productor a Pablo Trapero y sus asociados, sirvió para demostrar dos cosas
aparentemente contradictorias: que podía terminar una película en 35mm. con
el dinero del Incaa y que, por otro lado, no tenía ningún sentido repetir la
experiencia. En los años posteriores, mientras Perrone seguía con lo de siempre
—aunque mejorando el soporte de sus películas al compás del abaratamiento y
la mejora de las cámaras y los sistemas de edición—, el cine argentino iba
unificando dos corrientes que en 2003 podían entenderse todavía como
divergentes: la de un mainstream de gran presupuesto bajo el paraguas del
Incaa y las pequeñas producciones independientes. Hoy, con distintos matices,
los nombres más importantes de la generación que hizo pensar en una gran
renovación del cine argentino están muy cerca de lo que sus mayores hicieron en
su momento. Lucrecia Martel es hoy una cineasta internacional “de qualité” y
gran presupuesto, Pablo Trapero filma con Ricardo Darín al igual que Juan José
Campanella, quien viene de ganar el Oscar con un producto canónico del
costumbrismo argentino de alta gama (también filma con Darín Walter Salles,
rey del collage pop-latinoamericanista), Daniel Burman y Adrián Caetano
producen cine comercial y hasta Lisandro Alonso, el más radical de entre sus
pares, depende cada vez más de que el Incaa aporte el dinero necesario para
conseguir luego el de los coproductores europeos, doble filtro que condiciona el
cine argentino que se ve en los festivales internacionales. Hay cada vez menos
cine relevante fuera del Incaa, sus subsidios, sus comités y su imagen
institucional cada vez más ligada a la propaganda oficialista. Escapan a duras
penas de esta creciente uniformidad productiva, pero también —cada vez más—
temática e ideológica, algunos cineastas ligados al medio cultural porteño cuyo
soporte último son los lazos sociales. Pero Perrone sigue haciendo cine en
Ituzaingó y, en algún sentido, es como si lo hiciera en Marte.

Vale la pena rever hoy La mecha, cuyo argumento se puede contar en un par de
líneas: Galván, un anciano enfermo, parte en busca de una mecha para hacer
andar su obsoleto calentador. Tras recorrer ferreterías de Morón y Castelar y
encontrarse con parientes y conocidos, vuelve a su casa sin lograr su propósito.
La historia hace pensar, en principio, en miserabilismo y costumbrismo,
mensaje social, cultura del suburbio, en Umberto D y su sensiblería
lacrimógena. Pero Perrone va por otro lado. En primer lugar, no hay un intento
de despertar lástima ni de que los actores no profesionales digan sus líneas con
naturalidad. Si Galván mantiene el tipo, los otros se sacan en general de encima
los parlamentos: lo que importa en la película es su presencia frente a la cámara
y la de las locaciones que ocupan y transitan. Pero esa fidelidad más al entorno
material que a la leve dramaturgia del guión va acompañada de una de las
constantes del cine de Perrone. Su cercanía de primera mano con lo local lo aleja
de la abstracta verosimilitud costumbrista y lo conecta, en cambio, con lo
inesperado, lo extraño, incluso lo exótico. Así es como en las estaciones del
recorrido simbólico de Galván aparecen, en lugar de los consabidos personajes
de nuestro sainete, un dependiente y una masajista japoneses en cuya compañía
Galván termina viendo un programa cómico en japonés mientras la cámara
capta un Buda que contrasta con las imágenes cristianas de las que Galván parte
y a las que llega. Un grado parecido de excentricidad tiene la escena en la que
aparecen tres adolescentes en el bosque dedicados a cazar animales “para
comer” con una escopeta en lugar de los previsibles pibes chorros que tanto
abundaban en el cine de esos años. En todo caso, la comunión de Galván con el
resto de los personajes, el estoicismo compartido incluso ante la vejez y la
pobreza, la implícita nostalgia por un tiempo más vital y más próspero, es la
defensa de un mundo propio, que se agota en la lealtad con sus propios lazos:
Perrone no habla de una clase social ni de un país sino de Galván y de Ituzaingó,
pero allí cabe Japón perfectamente como se verá en las películas posteriores de
Perrone. Y también, cabe una Argentina mucho más verdadera por diversa y
desconcertante que la de nuestras ficciones habituales, que se empeñan en hacer
creíble un país a fuerza de proclamarla eternamente idéntica, siempre ligada a
un par de clichés. En su cercanía con el espacio de sus afectos, Perrone
encuentra el antídoto contra el nacionalismo y se conecta con el mundo sin
pasar por las convenciones nacionales.

Esa contigüidad entre lo doméstico y lo exótico es paralela a uno de los rasgos de


Perrone como cineasta: su diálogo con el cine internacional. Se le ha reprochado
que sus películas copian a diversos cineastas, aunque nadie podría confundir La
mecha con una película de los hermanos Dardenne, a pesar del modo en que la
cámara sigue al protagonista. Perrone, como buen cinéfilo devenido cineasta, ha
hecho películas contagiadas por Jarmusch, Wenders, Tsai, Van Sant o Costa,
pero siempre han sido sus películas. Esa excursión por los dialectos del cine es la
contrapartida de su Ituzaingó privado, un territorio aparentemente opaco y que
a nadie le interesa mirar y que en el cine de Perrone resulta de una sorprendente
originalidad. Galván, su familia y sus vecinos del Oeste tienen una vida muy
simple que no encaja, sin embargo, en los estereotipos suburbanos habituales,
mucho más parecidos a los que se ven en los noticieros televisivos.

En La mecha hay algo de Cuando huye el día y de Historia de Tokio, dos


clásicos centrados en la cercanía con la muerte de sus protagonistas ancianos.
Como en la película de Ozu, hay cierta mansedumbre en Galván unida a la
conciencia de que su tiempo ha pasado. Ese repuesto para el calentador,
inhallable porque ya no se fabrica, es desde ya una metáfora del personaje. Pero
hay algo más en este señor gastado y antiguo que practica una caballerosidad de
otro tiempo. Galván representa un orden del mundo frente a un cierto desorden
del que no se sabe demasiado, cuyos principios se desconocen y solo pueden
observarse sus efectos. En eso, Galván se parece a la película. Entre otras cosas
porque se resiste al conflicto, como casi todo el cine de Perrone. Pero también,
cuando Perrone ordena sus películas inscribiéndolas en el siempre renovado
dialecto que ha elegido para filmarla (y hace una marca autoral de la resistencia
a ser identificado por un estilo), parece declarar como Galván que ahora las
cosas son de otro modo, pero él las conoció distintas. Las imágenes del Cristo o
el Buda que acompañan a sus personajes funcionan un poco como esos modos
cinematográficos a los que el director adhiere mucho menos para seguir una
moda que para rechazar la que el medio cinematográfico —bajo la falacia de la
creatividad—le impone a los directores sin que estos sean conscientes de haber
perdido su personalidad en el camino. Perrone se aferra a sus modelos como un
marino que no quiere naufragar en el mar de la convención circundante. Como
Galván, circula con un viejo objeto en la mano que es el cine entendido como
una relación entre el realizador y su material, pero frente a una situación en la
que la industria se interpone entre las dos partes y fabrica, en cambio, otro tipo
de aparatos que “gastan mucha luz” como la estufa de cuarzo que le ofrecen en
algún momento a Galván en reemplazo del calentador. Es en defensa de cierta
artesanía, de cierta inmediatez, de cierto contacto mano a mano con su objeto
que Perrone construye su cine. Pero como a Galván, no le parece que pueda
reemplazarlo por otro.
“Aniceto”, de Leonardo Favio (2008)

O cómo bailar la tristeza y unas pocas cosas más

Por Gustavo J. Castagna

En una paupérrima edición en DVD de El romance del Aniceto y la Francisca


(1967) los 60 minutos que dura la copia vienen acompañados por un mínimo
material extra donde el crítico e historiador Jorge Miguel Couselo –como
conductor de un programa de televisión de los años 80 – le pregunta a
Leonardo Favio si volvería a realizar una nueva versión de su película. La
respuesta de Favio es lacónica y contundente: “No, imposible” Más allá de que la
entrevista se limita a esa única pregunta y respuesta, se sabe que Favio, un
torrente caótico de ideas cinematográficas, por suerte, no cumplió con su
palabra. Años después, al momento de difundir Aniceto, expresó que el único
personaje de su breve filmografía (8 largometrajes, 1 corto y una miniserie, en
principio, destinada para exhibirse en televisión) al que le correspondería una
resurrección en imágenes era el Aniceto, interpretado por Federico Luppi en la
versión de los años 60.

Una elección fácil y cómoda sería hablar de remake, recurriendo a las


similitudes y diferencias entre dos películas que se basan en un mismo texto
original (El cenizo, cuento de Jorge Zuhair Jury, hermano del director)
estableciendo un ejercicio comparativo que se circunscriba exclusivamente al
argumento de la película. En ese sentido, entre El romance… y Aniceto no se
observan cambios notorios en diálogos, desarrollo de las situaciones y en la
anécdota argumental más que en la historia que se cuenta, que puede sintetizare
en el título completo de la primera versión: “Este es el romance del Aniceto y la
Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más…”
En efecto, son solo necesarias esas 21 palabras para resumir una historia, una
vida, las dos mujeres de Aniceto (Francisca y Lucía), su gallo de riña, su caída
definitiva y su muerte al amanecer.

Por lo tanto, aquel inicial ejercicio resultaría perezoso y se limitaría solo a juzgar
ambas películas desde lo textual, omitiendo las diferencias que entre una y otra
subyacen por su puesta en escena. Más aun, si la ingeniería cinematográfica de
Favio en El romance…, que ya se había expresado en Crónica de un niño solo
(1965) y más tarde se extendería en El dependiente (1969), concreta una trilogía
minimalista, constituída por silencios y un marcada profundización de las
posibilidades de la cámara, la nueva historia de Aniceto, Francisca y Lucía se
dirige a otra clase de planteos formales. Es que, en este punto, resulta más que
improbable hablar de remake o moderna versión al referirse a Aniceto: se trata,
en todo caso, de otra película de Favio, de una nueva formulación sobre su cine,
donde los materiales cinematográficos se expresan de diferente manera. Es
decir, la última película de Favio es Aniceto y nunca la nueva versión de aquella
pequeña y gran tragedia minimalista de la década del 60.
El rostro impasible de aquel Aniceto ahora mutó a otro donde nuevamente el
primer plano sigue teniendo importancia. Sin embargo, el nuevo Aniceto está
interpretado por un bailarín, Hernán Piquín, razón por la cual determinadas
elecciones de puesta en escena son innovadoras en relación a la primera versión.
Favio, en este punto, filma los números de baile en plano general, con la cámara
estática a una distancia importante de su protagonista central y de las dos
actrices, también bailarinas, que encarnan a Lucía y Francisca. Bienvenida, por
un lado, semejante decisión del director, aunque ésta pueda resultar vetusta y
añeja: como espectadores podemos ver cómo bailan los tres personajes, ya que
Favio jamás recurre al montaje, que en el caso del musical o de las películas con
escenas de baile, destruye el verosímil que representa al género, convirtiendo al
espacio cinematográfico en algo imposible de apreciar. Moulin Rouge y
Chicago, dos musicales de diferente óptica comparados con Aniceto,
estrangulan el concepto del espacio en el cine con violentos cortes entre toma y
toma, transmitiendo la imposibilidad de saber quién y cómo baila en el cuadro.
Favio, oponiéndose a cualquier supuesta originalidad que define al género desde
los films de Bob Fosse en adelante (Sweet Charity, All That Jazz) ofrece la
posibilidad de ver a los actores-bailarines haciendo aquello que conocen con
memoria. Por eso, aquella definición de vetusta y añeja que puede ofrecer el
nuevo Aniceto del cineasta: alejada de las modas y tendencias que gobiernan en
el musical (cantado o bailado, o las dos cosas al mismo tiempo), Favio filma las
performances de Piquín y las bailarinas como si estuviera ubicado en la sala de
un teatro, sentado en la butaca y contemplando el espectáculo.

La apuesta formal de Aniceto, sin embargo, no se circunscribe únicamente a los


números bailados, que especialmente se dan a conocer en la primera mitad de la
película, o a la utilización del color como fundamento narrativo. Los riesgos de
Favio van más allá de eso y la concepción misma de Aniceto, desde la escena
inicial, contrasta con la versión de los años 60.

Un auto se bambolea de un lado a otro pero está detenido en el cuadro. No


avanza y esto lo percibimos inmediatamente. Se destacan los parlantes que
anuncian un espectáculo, pero más que nada, la forma artificial en que Favio
filma esas primeras tomas. En efecto, Aniceto está construída desde el decorado
y el despliegue artificial de una manera de hacer cine que parecía perdida en el
tiempo, por lo menos en el cine argentino de los últimos años. Y no únicamente
se trata de contrastar la forma en que Favio utilizaba los exteriores de la
provincia de Mendoza en El romance… que, en la nueva versión, dejan lugar a
los telones del fondo del cuadro que muestran una luna llena invadida por
nubes negras de papel maché. Favio elige concebir el nuevo Aniceto desde un
pequeño (y gran) espectáculo visual, que parece montado sobre un escenario,
para transmitir un artificio argumental, un corto sueño que no excede la hora y
veinte, una mentira (o “una mentirita”, recurriendo a los diminutivos que usa el
director con frecuencia) para acercarse de la manera más enfática a sus
personajes. En este punto, Favio construye Aniceto de manera semejante a
Fellini en varias escenas de Amarcord o en el desenlace de Y la nave va…,
mostrando las costuras de un decorado, el gran engaño que representa ver una
película, la ruptura definitiva con cualquier síntoma de “realidad” a los que
apela el cine para significar algo. Elección arriesgada, claro, de parte del
director. Pero válida al fin como cualquier otra. Y monstruosamente artificial.
Sin embargo, ya en escenas diurnas y nocturnas de Juan Moreira o en la
concepción del infierno en Nazareno Cruz y el lobo, Favio mostraba su
inclinación por el artificio en el cine. Por más que registrara esas imágenes en
paisajes realistas, la construcción de esas escenas, de acuerdo al uso
determinista de la luz, transformaba esos exteriores en falsos decorados
compuestos en escenarios naturales. Pero no vayamos tan atrás en el tiempo. El
inicio de Gatica, el Mono, con un tren llegando la estación, que trae al pequeño
monito y su familia proveniente de San Luis, se filmó dentro de un estudio, con
decorados de por medio. Hacia una gran representación de lo real, hacia ese
punto se dirige Aniceto, a comprender que el cine, desde la mirada de Favio, es
la construcción artificial de un director, sus sueños, sus certezas, también sus
incertidumbres estéticas.

Pero hay otros aspectos que destacan a Aniceto como una película filmada en
oposición al Aniceto en blanco y negro. En ese mismo prólogo, se escucha la voz
en off de Favio presentando su historia y su personaje, rindiéndole homenaje al
radioteatro al que era tan adicto en las tardes mendocinas durante su infancia y
parte de la adolescencia, cuando en la versión de los '60 la presentación le
correspondía al relato de Martín Andrade (amigo y actor de Favio) de manera
descriptiva, como si se tratara de la lectura de un cuento. El off de Favio en
Aniceto, en cambio, articula un discurso diferente: es un relato en primera
persona donde él se presenta como el responsable de la puesta en escena. El
cine como medio de expresión, con el director con la cámara, como el pintor con
el pincel y el escritor con su estilográfica, estallan en este prólogo. “Nacimiento
de una vanguardia: la cámara estilográfica”, el esencial artículo de Alexander
Astruc, escrito en 1947, que serviría de plataforma teórica a la política del autor,
se sintetiza en el inicio de Aniceto.

Por una lógica extensión desde sus elecciones formales, también el uso de la
música en Aniceto se dirige a otros propósitos. Mientras en El romance..., la
recurrencia a Vivaldi resultaba imperiosa para narrar el romance trunco y esas
cosas más del personaje central, la banda de sonido de Ivan Wyszogrod y los
temas musicales de Aniceto dialogan con otras películas del director. Más aun,
segmentos de composiciones de Mariano Mores, que se escuchaban en Gatica,
el mono, reaparecen en Aniceto, para describir el ocaso y caída del protagonista,
tal como se presentaba para mostrar la derrota final del boxeador y su posterior
mitificación en los últimos cinco minutos de aquella película. Favio, en ese
punto, muestra la soledad que padece Aniceto, luego de la traición de Lucía, con
Piquín bailando en un decorado con luces opacas, como si el personaje
presintiera el fatal desenlace que le espera. En realidad, toda la película resulta
comprensible a través de la música, levemente alegre y tenue y de tonos
delicados en los momentos del romance entre Aniceto y Francisca, de
características vibrantes y ostentosas cuando aparece Lucía, y sutilmente
fúnebre y premonitoria en la última parte. Favio y Wyszogrod, en ese sentido,
entregan a sus personajes la música que les corresponde.

Además de reinterpretar una obra original para hacer una película diferente,
también Favio descartó de Aniceto una escena completa del film sesentista. Es
aquella donde Aniceto y Francisca concurren a un espectáculo en un teatro de
pueblo donde aparece Lucía por primera vez. Ese momento extraordinario de El
romance… muestra a un guacho junto a una bruja acosando a una vieja, que
será salvada por un angelito que desciende al escenario colgado de una soga.
Favio filma esta vulgar rutina teatral en plano general, con la cámara ubicada a
una importante distancia del escenario, tal como registra los números de ballet
de su nueva película. Es interesante que Favio no haya reconstruído esta escena
para Aniceto, ya que el personaje encarnado por Piquín tiene sutiles
características que lo alejan del interpretado por Luppi. Aniceto (así, a secas, ya
sin el artículo acompañando su nombre) se muestra arrogante, engreído, como
si el mundo le perteneciera solo a él. El Aniceto, en cambio, tenía otro trazado
como personaje: inocente, niño en cuerpo de hombre como otros personajes del
director (el señor Fernández en El dependiente, Gatica y el Ruso en Gatica, el
mono, Mario y Charly en Soñar… soñar). Favio modifica a su personaje: lo
transforma en alguien más seguro de sus acciones, acaso sin arrepentimientos
por traicionar a Francisca. El Aniceto, pura ingenuidad desde el rostro de Luppi,
trastoca en Aniceto, indisimulable altanería en el rostro y el cuerpo de Piquín.

Daría la impresión, con este cambio en la conformación de su personaje central,


que Favio hubiera decidido abandonar la transparente ingenuidad que
caracterizaba a sus criaturas. Es probable que así sea, como también a las tardes
de siesta mendocina, los radioteatros y espectáculos de baja calidad artística y
las riñas de gallo como divertimento imperioso y negocio efímero. Si Favio
recordó esos momentos de su vida adolescente en El romance…, con Aniceto
expresa su vitalidad cinematográfica con una nueva mirada, un nuevo cuento,
narrado a través de escenas de ballet, riñas de gallo que chorrean sangre y
ampulosos decorados para exhibir el artificio. ¿Acaso se trate de madurez
expresiva del director? No creo. En todo caso, cuando Favio hizo El romance…
ya era el genial director que no podía olvidar aquel pasado y presente como
desordenado espectador de cine. Con Aniceto, en cambio, como suele ocurrir
con otros directores en el crepúsculo de su carrera, alcanzó la definitiva
sabiduría como director. Y todo ello en brillantes y lindos colores para el
disfrute y placer del espectador.
“Salamandra”, de Pablo Agüero (2008)
“La sangre brota”, de Pablo Fendrik (2008)
“La León”, de Santiago Otheguy (2008)

Ficciones nacionales
Por Roger Alan Koza

Fue antes de la catástrofe del 2001, y un poco después, cuando el público, o


como se dice ahora, la gente, aceptaba ver películas argentinas de todo tipo y no
solamente, como ocurriría más tarde, las que estaban asociadas al mundo
televisivo. El llamado Nuevo Cine Argentino se pavoneaba, pues era reconocido
en los festivales extranjeros más importantes del mundo y en su propio país
dejaba de estar en los márgenes. Se veía cine argentino porque “estaba bueno”.
Pero pasó un tiempo y el público cerró los ojos. No era que el cine había dejado
de “estar bueno”. Después del 2002, hubo películas importantes, en todos los
géneros, también películas de autor; los directores rutilantes que asomaron a
final del siglo pasado, Lisandro Alonso, Lucrecia Martel, Pablo Trapero, Martín
Rejtman, Albertina Carri demostraron que eran cineastas y no jóvenes con
suerte.

Algunos realizadores de otras generaciones volvieron con películas que


cuestionaban y problematizaban el orden simbólico y económico dominante en
la década del ‘90, orden que una supuesta multitud politizada había derrocado
al golpe de cacerolas. Así, los nuevos documentales de Pino Solanas ya no
invitaban a un levantamiento revolucionario como a fines de la década del ‘60,
sino a una suerte de purga simbólica en función de conjurar lo que él ha
denominado “colonialismo mental”. El disciplinamiento neoliberal
secretamente piensa por nosotros. Quizás Lugares comunes (2002), de Adolfo
Aristarain, condensaba el espíritu de época mejor que ninguna otra película,
una de las pocas películas de ficción que se propuso interrogar el presente
atravesado por la historia.

Y es aquí en donde hay que problematizar la ficción tanto del Nuevo Cine
Argentino como del cine popular e industrial, esta última una categoría bastante
equívoca, si se la examina con cuidado. En efecto, en su reiterada imposibilidad
de proponer narrativas capaces de incorporar lo histórico y lo político, no como
un mero contexto o fondo impreciso aludido a través de algunas imágenes o
iconografía reconocible, sino como aquello que constituye y condiciona tanto la
subjetividad de los personajes y sus vínculos como sus modos de estar en el
mundo, subyace la debilidad de nuestra cinematografía.

Sin duda, los documentales parecieran desmarcarse de este padecimiento


paradigmático. Se supone que, al estar en búsqueda de una representación más
“real”, habría un deber metodológico, de lo que se predica un mayor rigor
sociológico. Pero no siempre es así, y hay ejemplos numerosos de cómo muchos
documentales se agotan en el ejercicio descriptivo; teóricamente pusilánimes y
políticamente pasivos a la hora de desoír el sentido común y hacer hablar
entonces al tenue pero operativo discurso dominante, ese que naturaliza el
status quo, los documentales también padecen de una discreta pereza formal.
Es ostensible: el documental es un género imprescindible, pero en nuestra
sociedad del espectáculo es un género menor, fugitivo, periférico aunque
necesario. Películas como M (2007), de Nicolás Prividera, y Trelew (2004), de
Mariana Arruti, indican que hay madurez estética y bravura política. Pero el
público elige la ficción.

Dado que el mundo se ha convertido en un espectáculo generalizado es en la


ficción en donde hay que combatir la saturación inescrupulosa de imágenes que
nada dicen del mundo porque hacen de él un lugar sin alteridades ni fisuras. Se
trata de una operación paradójica por la que la ficción cinematográfica
desordena y subvierte en sus propios términos los efectos no ficcionales de toda
ficción. Es un poder prodigioso del cine.

Tres películas, tres modalidades de ficción

Salamandra (2008), de Pablo Agüero, es una película que puede irritar pero
también sorprender, y sin duda es un film que patentiza muy bien cómo la
última dictadura atravesó la subjetividad colectiva de los primeros años de la
democracia; es un film en donde se sugiere que el misticismo y neohippismo de
la década de los ‘80, representado por el éxodo juvenil a la localidad de El
Bolsón, fue un modo inconsciente (e ineficiente) de protegerse ante lo
insoportable de una realidad muy dolorosa.

“Krishnamurti dice que vivir sin hogar es como vivir sin cuerpo”, dice una
madre descentrada y desorientada, interpretada por Dolores Fonzi, a un
familiar que cuidó de su hijo mientras estuvo presa en tiempos de militares. Ha
estudiado, está capacitada y quiere empezar de nuevo. Su hijo no la reconoce,
pero sabe que es su madre. Y si bien es un niño entiende casi todo. Restablecer
un vínculo también implica aquí buscar un nuevo lugar en donde vivir.
Los primeros minutos de Salamandra son alborotados y confusos. Hay
urgencia y desorientación, y eso se traduce en la puesta en escena. Todo se
mueve, no hay serenidad, es la percepción de un estado de conciencia, y Agüero
elige un dispositivo formal en consecuencia. Fonzi dispara sus palabras como si
tuviera diarrea y la mierda le saliera de la boca. Es un sujeto sufriente que no
habla para comunicarse sino para sobrevivir.

Película personal y catártica, Salamandra molesta por su esmero en suspender


indeterminadamente toda posibilidad de reconciliación. Es un film gritón, de
puños contenidos, de delirio colectivo y definitivamente sin padres, es decir, sin
ley. En Salamandra los límites son inexistentes. Se anda en pelotas, se coge,
acaso se trate más bien de un striptease ontológico generalizado, además de
anatómico. En un pasaje delicado, Fonzi en pelotas dialoga con su hijo sobre si
debe o no estar con un nuevo amante. Están en la ducha, y, aunque ella hable de
Edipo, la referencia es deconstruida por la desnudez de la madre.

En Salamandra, la generación de sobrevivientes de la dictadura apela a


conformar una suerte de identidad holística y gestáltica en consonancia con un
nuevo orden cosmológico y una sociedad alternativa, más libre, menos
consumista, y, sin saber por qué, menos política. Agüero parece conocer a fondo
la paradoja, y por esto hace de la disyunción del discurso respecto de la práctica
su principal herramienta de denuncia: se podrá hablar de una vida nueva, pero
lo que se ve es pura decadencia. Y esto se muestra, no se dice ni se explica. Se ve
cómo la Historia es lo Otro de ese deseo consciente de fundar un nuevo orden.

La sangre brota (2008), de Pablo Fendrik, es dispersa y abundante en


personajes y recursos. En ningún momento la película consigue disponer sus
materiales en una narración coherente. Hay algunas secuencias logradas en las
que Goetz utilizando la totalidad de su cuerpo expresa la búsqueda sensorial de
Fendrik, quien parece querer filmar la violencia muda de la cotidianidad
urbana, su ubicua distribución materializada en los intercambios mínimos, un
malestar que aquí se comprueba hasta en la elección de subir o no a un taxi. Lo
bueno de La sangre brota se halla en sus momentos físicos, allí cuando la
alienación hace su aparición.

Goetz es un profesor de bridge pero trabaja como taxista. Debe ser uno de los
tantos hombres de clase media que se prepararon para algo y culminaron sus
vidas en taxis o remises. Su mujer también es profesora. Viven en una casa que
sugiere un pasado económico distinto. Uno de sus hijos vive en Houston pero
desea volver. Su otro hijo, interpretado por Nahuel Pérez Biscayart, está a la
deriva. Además hay otros personajes: una adolescente que reparte folletos de un
local de reparación de celulares, la dueña de ese negocio y su bebé, y un
empleado de unos 40 largos, que parece estar enamorado de la teen. Se suman a
este elenco de desorientados dos clientes fijos de Goetz, quienes quizás trafican
droga, o algo por el estilo. Sin duda, la heterogeneidad se reúne bajo un grupo
social específico, devenido a menos, pauperizado. Es la clase media decadente,
diagnóstico que se completa con la precedente denuncia sobre la educación
pública en su primera película, El asaltante.

Pero hay situaciones inverosímiles y gratuitas: un posible abandono de una


criatura, inexplicable respecto de la lógica del mismo personaje; una suerte de
envenenamiento absurdo que sólo está para que el título se justifique; una
paliza excesiva que también parece inapropiada y refuerza el nombre de la
película. En otras palabras, La sangre brota se constituye de fragmentos que no
llegan a vincularse con fluidez y lucidez, pues carece de una articulación política
capaz de resignificar lo que sí describe e intuye como síntoma social.

La León, de Santiago Otheguy, pretende explorar un estilo de vida, el de los


isleños, en ese Tigre que aquí se muestra arcaico y salvaje, detenido en el tiempo
y sin atisbos de progreso alguno. Es un mundo feroz y opresivo, una sociedad
organizada por tareas impuestas por la propia naturaleza, también amenazada
por la llegada de los otros del Norte, los misioneros, que vienen a robar maderas
mientras los originarios apilan juncos y cada tanto festejan las proezas de su
propio equipo de fútbol.

Es éste el escenario elegido por Otheguy para explorar también una experiencia
sobre la homosexualidad que nada tiene que ver con lo gay, figura naturalizada
en nuestro imaginario colectivo. Así, la vida del junquero Álvaro y uno de los
líderes de esta comunidad, el Turu, quien maneja una lancha de pasajeros, El
León, serán los protagonistas casi excluyentes de un drama erótico.
Formalmente ambiciosa y conceptualmente difusa, La León no siempre
consigue equilibrar su voluntad poética con su voluntad narrativa. Hay pasajes
logrados. Otheguy, por ejemplo, compone un único plano en profundidad de
campo, en el que se ve el cuerpo desnudo de Álvaro duchándose tras un partido
de fútbol mientras el Turu espía sutilmente por el espejo. Sin decir nada,
establece el deseo de un personaje por otro, y también indica el estado civil de
uno de ellos. Otra escena muestra poéticamente la muerte de un viejo, y
evidencia el ostensible talento del realizador.

El problema de La León es cómo aproximarse al otro inconmensurable. No se


trata de la dificultad de un director argentino que vive en Francia, sino la de una
generación de cineastas, pertenecientes a una clase específica cuyo
conocimiento sobre la clase trabajadora y la vida en los márgenes no supera el
sentido común. Es que para ahondar en las raíces de la xenofobia, la homofobia
y el racismo hace falta una clarividencia sociológica que no se zanja con buenas
intenciones. Será por eso que el plano general predomina en la película. La
distancia revela tanto respeto como lejanía. Probablemente, el síntoma de una
impotencia para imaginar la vida de los otros.

Salamandra, La sangre brota y La León constituyen tres modelos de ficción


que predominan en el cine argentino contemporáneo. El film de Agüero
patentiza lo histórico y político a través de los comportamientos y los vínculos.
El film de Fendrik presiente lo histórico y lo político como síntoma a través de
las conductas explosivas de sus personajes pero lo que empuja y hace brotar la
sangre no se enuncia. El film de Otheguy, finalmente, describe e imagina un
mundo, pero se aproxima a éste como si la historia estuviese suspendida y
desprovista de un trasfondo político. En otras palabras, la mayoría de las
películas argentinas, y estas tres constituirían tres modelos posibles, oscilan
entre lo analítico genealógico (Salamandra), lo intuitivo crítico (La sangre
brota) y lo descriptivo acrítico (La León).
FIPRESCI Argentina está integrada por:

Diego Batlle, Horacio Bernades, Diego Brodersen, Gustavo J.


Castagna, Flavia de la Fuente, Leonardo M. D'Esposito, Paula
Félix-Didier, Hernán Ferreirós, Mariano Kairuz, Roger Alan Koza,
Diego Lerer, Leandro Listorti, Fernando López, Ezequiel Luka,
Luciano Monteagudo, Gustavo Noriega, Paulo Pécora, Miguel
Peirotti, Martín Pérez, Javier Porta Fouz, Quintín, Eduardo A.
Russo, Hugo Salas, Josefina Sartora, Pablo O. Scholz, Pablo
Suárez, Diego Trerotola y Sergio Wolf.

Buenos Aires, abril de 2010

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