Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
de cine argentino
(2000-2009)
FIPRESCI Argentina
Compilación: Diego Batlle y Diego Lerer
A la memoria de Fabián Bielinsky
Introducción
Obra en construcción
WIP. Desde que este libro comenzó a tomar forma, a finales de 2009, cuando
las encuestas sobre el cine de la década arreciaban en todas las publicaciones del
mundo, una idea comenzaba a obsesionarme: la del Work in Progress (WIP).
Dos cosas teníamos claras con esta serie de textos. Una, que no iba a publicarse,
al menos no originalmente, de manera tradicional, sino que iba a ser un objeto
virtual, disponible online y de manera gratuita. Dos, que iba a ser precisamente
eso, un WIP, una Obra en Construcción, un libro mutante, presentado en un
momento determinado de su preparación que no sería necesariamente la
definitiva. Después, empezó a germinar una idea que unía las dos anteriores: si
se trata de un libro electrónico, virtual, ¿cabe siquiera pensar en algo definitivo?
¿No puede ser, como el análisis de la década de cine que intenta hacer, un libro
en permanente construcción, una serie de reflexiones expandibles, modificables,
con sus segundas, terceras, décimas versiones y sin obligación de detenerse
jamás? Eso es, entonces, por ahora, este libro: un objeto en tiempo presente.
Segundas partes. Como entidad que nuclea a un grupo de críticos (28, según
los últimos conteos), Fipresci Argentina también heredó esa atomización. Si
bien algunas cuestiones que los convoca y une se mantuvieron, milagrosamente,
invariables durante toda la década (el BAFICI, la revista El Amante, muchos de
los mismos críticos trabajando aún en los mismos diarios y revistas, además de
una bienvenida renovación generacional), otras cosas se modificaron en un
modo que no es tan diferente al cine que intentamos analizar: las ideas estéticas
ya no son tan compartidas, hay quienes son más o menos radicales, quienes son
más o menos optimistas/pesimistas, quienes tomaron partido por una u otra
estética, por uno u otro autor. Discusiones, peleas, debates que este libro
también intenta reflejar en sus páginas. En 2002 editamos un libro llamado
Nuevo Cine Argentino (no inventamos la temida palabra, pero hoy todos la
odian) y desde entonces veníamos pensando la idea de hacer una continuación,
una actualización de lo que decíamos allí (si lo tienen o encuentran por allí,
revísenlo, es bastante certero en sus “predicciones”). Por diversos motivos, el
proyecto nunca pudo concretarse. Y si bien éste no es ese libro, ya que no es
sobre el cine argentino hoy si no sobre el de la década pasada, al leerlo puede
verse esa multiplicidad de miradas, esa amplitud de registros.
Tres por dos. Hasta tal punto ese Top Ten es reflejo de ese amplio universo
que es el cine argentino de la década que pasó, que los tres cineastas que están
representados allí con dos películas cada uno bien podrían ser (o haber sido, en
el caso de uno de ellos) representativos de esa variedad de tendencias en el cine
argentino y en la mirada de la crítica sobre él. Lucrecia Martel aparece allí con
dos títulos: La ciénaga y La mujer sin cabeza. Fabián Bielinsky, fallecido en
2006, tiene otros dos, sus dos únicos filmes: Nueve reinas y El aura. Y Lisandro
Alonso tiene dos también: La libertad y Los muertos. Poco y nada parece unir al
cine de Alonso, en principio, con el de Bielinsky (aunque yo apostaría que se
merecen un texto que conecte, especialmente, El aura y Los muertos), mientras
que Martel parece pivotear en medio de ambos “extremos”. El cine de Fabián,
como una muestra representativa de un cine comercial de autor, con temáticas y
obsesiones personales pero con una llegada al gran público. El de Alonso, como
un cine de ideas radicales de puesta en escena, pero con filmes de improbable
destino comercial y enorme aceptación entre un número reducido de
espectadores y críticos. El de Martel, en tanto, con sus vaivenes, aparece como
un cine de autor en el formato, si se quiere, más tradicional y “europeo” de la
palabra: una realizadora reconocida mundialmente, con un público
relativamente amplio y fiel, pero con suficientes “particularidades” como para
mantenerse siempre en el enrarecido universo del llamado cine-arte. También
los distingue su exposición comercial: el público de Bielinsky se contaba por
millones y sus filmes aparecían en todas las cadenas multinacionales. El de
Martel recorre un circuito más acotado y sus espectadores, al menos en la
Argentina y dependiendo de cada filme, son alrededor de una décima parte del
promedio de los filmes de Bielinsky. Y el de Alonso, hasta el momento, se ha
mantenido fuera del circuito comercial, con la Sala Lugones como bandera y con
una cantidad de espectadores que podría ser resumida como la décima parte de
los de Martel. O el 1% de los de Bielinsky. También los separan sus formatos de
producción, sus presupuestos (grandes, medianos, chicos) y, en buena medida
la composición de sus elencos (de muy conocidos a no actores, aunque con
excepciones). Pero esos tres realizadores -esas seis películas- son, a su manera,
un reflejo de la amplitud del cine de esta década.
Tiempo presente. Como las películas “de época”, libros como éste son más
reflejo del momento en el que fueron hechos que del tiempo que retratan. Esta
Obra en Construcción, entonces, tratará de ser un libro en un permanente
tiempo presente: corregido (desde la ortografía a la revisación de textos, todo
cabe), aumentado, expandido y remezclado con el paso del tiempo en nuevas
versiones que permitirán recuperar las anteriores, claro, pero que irán
modificando la trama de la historia. Un libro online que es casi una especie de
website/blog sobre cine: la mejor forma de pensar una década en la que, dentro
y fuera del cine, lo digital absorbió a lo analógico. Aquí, entonces, una serie de
ideas en tiempo presente sobre una década que pertenece al pasado.
FIPRESCI Argentina
Mención especial
VIII. Martel dice que así como se habla en sus películas se habla o se habló en
Salta, y lo hace con la convicción y la autenticidad necesarias como para que nos
sumerjamos, convencidos, en ese mundo viscoso de palabras-madre que nos
propone. Ya en él, escucharemos ese hablar de familia –quizá además familiar–
que siempre está ahí para encubrir o rellenar aquellos intersticios por los que
pueda colarse la realidad o, mejor dicho, alguna verdad que sacuda a los
participantes de vidas gregarias tan reiterativas y quietas como las palabras de
las misas. El palabrerío parece confortar, y no hace más que anestesiar. Pocos
pueden hablar de forma certera (y a veces, la certeza llega mediante rodeos
fantásticos) y apuntar alguna verdad. Los niños en La ciénaga cuentan historias
sobre el perro que era en realidad una rata africana, y los más chicos le temen.
También liberan momentáneamente lo que está contenido, un tanto obliterado:
“no lo miren, no lo miren, está con el pelo teñido”, dicen sobre Gregorio (Martín
Adjemián). En el sector de la sociedad salteña que retrata Martel la verdad no se
dice, el lenguaje está para otra cosa. Por eso en La mujer sin cabeza no se
tomará en serio a la vieja Tía Lala (María Vaner) que finalmente dirá cosas más
lúcidas que los demás adultos en su supuesto delirio con toques aparentemente
fantásticos. Tampoco se tomará en serio a la adolescente Candita (Inés Efrón),
enferma no solo de hepatitis sino además de calentura por su tía. Las palabras
de los niños, de los viejos, de las clases subordinadas y de los adolescentes
calentones se perderán entre las palabras dominantes, las de los adultos de clase
media de mediana edad. Estas son palabras poderosas, la ley para encubrir las
otras palabras, las desviadas, las que aún resisten.
1
Ver el trabajo sobre este concepto en el iluminador libro de Doris Sommer Abrazos y rechazos
– Cómo leer en clave menor, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 2005.
2
La cita pertenece a Alexander Horwath, Movie Mutations-Cartas de cine, VI Bafici – Ediciones
Nuevos Tiempos, Buenos Aires, 2002. Horwath no se refiere a Martel (su carta es de 1997),
pero lo que él dice de los Dardenne, su pertenencia a un suburbio industrial belga y la
integración de esos espacios a su lenguaje, se aplica también a Martel, a sus paisajes, sus
palabras y su lenguaje.
9 y IX. La ciénaga perfora la vida de los personajes adultos, mediante desidia y
fastido, resignación, monstruosidad disfrazada de responsabilidad y/o falta de
cualquier tipo de reacción. Mientras tanto, los chicos no atisban el menor
horizonte. Lucrecia Martel eligió narrar y describir este ambiente denso de
manera obsesiva, caligráfica, ensayada y planificada en profundidad. Al hacerlo
reveló –con humor, furia, algo de afecto y un brillante juego cinematográfico-
una de las facetas del monstruo argentino. Todas las representaciones múltiples,
los juegos planteados dentro del juego cinematográfico, todas las palabras
tamizadas y dichas con el tono preciso, se tensan en el momento en que Luciano
muere; es decir, cuando nos golpea la certeza de que este conjunto de palabras y
otros signos que llamamos cine puede tener un efecto devastador.
“El aura”, de Fabián Bielinsky (2005)
Borges reina
En las entrevistas alrededor del momento del estreno, Fabián Bielinsky aclaraba
que la idea para El aura (2005) había surgido en los '80, antes de Nueve reinas
(2000), su primer largometraje. Si bien casi todo el mundo consideró a El aura
como la contraparte de Nueve reinas, como si Bielinsky se desdijese de su
mecanismo narrativo anterior3, nadie vinculó la segunda película con su corto
La espera (1983), que correspondía a la época del surgimiento de la idea
original; probablemente, esta falta de relación tiene que ver con que el corto fue
casi invisible por mucho tiempo, comenzando a circular después de la muerte de
su director. De hecho, el rescate formal del olvido del corto se puede decir que lo
hizo Edgardo Cozarinsky recién en 2008, en el marco del Festival Intenacional
de Cine de Mar del Plata, al programarlo en un corpus de películas “alrededor”
de la literatura de Borges, porque La espera es una adaptación del cuento
homónimo publicado en El Aleph. Y justamente fue Cozarinsky quien a
principio de los '80 reeditó su libro Borges en/y/sobre cine, que ampliaba su
compilación ensayística sobre el vínculo de la obra del escritor con el cine desde
múltiples direcciones.
El hecho de que el corto haya estado oculto, casi como pecado de juventud (se
trataba de la tesis de Bielinsky para el CERC, ahora rebautizado ENERC, escuela
del INCAA), tal vez haya provocado que nadie hubiese podido percibir toda la
dimensión borgeana de El aura, que parece gestada como una prolongación de
los planteos cinematográficos que había en La espera, cuento/corto, donde se
concentraban las claves de la relación del escritor y el cine. También es probable
que, frente a la caracterización, ya casi caricatural, de escritor bibliófico,
bibliotecario que se le adjudica insistentemente a Borges, la importancia
fundamental, fundacional del cine en su obra, especialmente en sus cuentos,
haya quedado algo desdibujada, incluso oculta, entre tanta cultura libresca
citada como referencia por miles de ensayos y notas que tratan de multiplicar y
explicar las visiones borgeanas.
Este texto sobre El aura trata de comenzar a revertir ese error histórico. No se
me escapa que la alucinación borgeana en cualquier obra es un vicio de
periodistas, críticos y ensayistas; incluso ya sé que, a fuerza de clisés, a esta
altura es casi una acusación la de tildar a alguien de borgeano. De todas
maneras, creo que a Bielinsky, el director taquillero, popular, pero también un
poco incomprendido por El aura (por el público y por algunos críticos) no le
3
“El aura es una película casi reactiva con respecto a Nueve reinas, está hecha asumiendo otra clase de
riesgos, entrando en terreno desconocido y trabajando sobre cosas que me producían mucho cagazo,
como clima, luz o atmósfera”, Fabián Bielinsky en una entrevista con Gustavo Noriega y Marcelo
Panozzo, “Cine de autor”, en El Amante N° 160, septiembre 2005: 9.
caería mal que lo acusen de tal cargo; de hecho, creo que incluso estaría
orgulloso de que alguien lo encuentre culpable.
Pero en ese momento los análisis de Borges mezclaban los cuentos de esos
escritores con las películas, en un mismo nivel de igualdad; baste citar el final de
“El arte narrativo y la magia”, ensayo que termina fundiendo la violencia de
Chesterton con la de Von Sternberg, en un gesto de montaje conceptual. “Los
relatos de Historia Universal de la Infamia son literatura de violencia y
aventura, producidas en el encuentro de un escritor de élite con el diario de
masas que había inaugurado las formas ultramodernas del periodismo
sensacionalista”7, enfatiza Sarlo. Y, también, habría que agregar, el encuentro de
Borges con las formas del relato cinematográfico que lo llevarán a definir a ese
libro, en el prólogo de 1954, como “una superficie de imágenes”8. Todas estas
características del germen narrativo borgeano se pueden trasladar directamente
a Bielinsky, porque en toda su obra comparte el gusto por los géneros menores,
por la aventura policial, por los bandidos y estafadores, por el periodismo
4
Jorge Luis Borges, Discusión, Buenos Aires, Emecé, 1991: 9.
5
Jorge Luis Borges, Historia Universal de la Infamia, Buenos Aires, Emecé, 1991: 7.
6
Beatriz Sarlo, Borges, un escritor en las orillas, Seix Barral, Barcelona, 2003: 103.
7
Beatriz Sarlo, op. cit.: 103.
8
Borges, op. cit.: 10.
sensacionalista, y por tener el desprejuicio de ser un director de masas que se
acercó a un escritor elitista.
Hampa bárbara
“Borges, el mejor artesano, tiene el ojo para la forma: de allí su gusto por la
parodia, el pastiche, las leves modificaciones, la superficie doble de la ironía; y
también las formas-matrices de los laberintos, las imágenes en abismo, las
duplicaciones, los reflejos y los falsos reflejos”15, sintetiza Sarlo sobre los
procedimientos del escritor. No hay duda de que ese ojo “plástico para la
literatura”16 que tenía el Borges influido por el cine y los géneros menores, tiene
como único heredero válido en el cine argentino a Fabián Bielinsky, que llegó,
con la inteligencia artesanal del taxidermista, a un nivel donde la imaginación
de su personaje confrontado con la realidad creó un camino circular que, por
medio de esas elipsis por donde se filtra un mundo, ese aleph que se abre con
cada desmayo epiléptico, pone en perspectiva multiplicado, espejo frente a otro
espejo, el genio de un escritor y sus procedimientos narrativos, ese particular
“mundo de pesadilla racional armado según una perturbadora regularidad”17. Y
así se produce esa “primitiva claridad de la magia”18 del relato de la que hablaba
Borges, y a la que Bielinsky saqueó con la personalidad del ladrón que sabe que
lo mejor es dejar huellas en la Historia.
15
Sarlo, op. cit.: 97.
16
Edgardo Cozarinsky, op. cit.: 19-21.
17
Sarlo, op. cit.: 114. Las itálicas le pertenecen.
18
Borges, Discusión, op. cit. : 88.
“Historias extraordinarias”, de Mariano Llinás (2008)
“El objetivo era que Historias extraordinarias fuese algo así como una
avanzada final, una suerte de gran movimiento que diera por tierra con todos
los prejuicios de una clase cinematográfica vieja y falaz que insistía en negar
que aquellos que nosotros hacíamos como algo corriente desde hacía años
fuese no ya algo recomendable sino siquiera posible”. Ese fue el manifiesto, la
carta de intención, la cuestión de principios, el desafío, la gran apuesta que los
integrantes y socios de la productora El Pampero Cine, con Mariano Llinás
como principal ideólogo, se plantearon a la hora de concebir, desarrollar,
concretar y exponer su obra magna, una película en muchos sentidos
revolucionaria y que, más allá de la polémica que despertó y de los enojos que
generó, descubrió un nuevo umbral y un paradigma por entonces desconocido
para el (ya no tan nuevo) Nuevo Cine Argentino (NCA).
Así, con los 30.000 dólares obtenidos por una preventa a la señal de cable I-Sat
y con un subsidio por 3.000 dólares que les otorgó el Instituto Cultural de la
Provincia de Buenos Aires como todo aporte en efectivo (hubo otras múltiples
colaboraciones en “especies” y “horas-hombre”), se desarrolló una filmación que
derivaría en una obra maestra de cuatro horas y media de duración, con escenas
de la Segunda Guerra Mundial que se terminaron en un solo día y con el brindis
de final de rodaje de semejante épica… ¡en un restaurante de Mozambique!
274 minutos (con dos intervalos incluídos), tres grandes historias divididas en
18 episodios, varias decenas de personajes y de locaciones, tres omnipresentes
narradores en off (Daniel Hendler, Juan Minujín y Verónica Llinás) y -lo más
importante de todo- miles de pequeñas y grandes ideas. Todo eso (y mucho
más) es lo que propone Historias extraordinarias, un título megalómano -el
reverso de las Historias mínimas, de Carlos Sorín- pero que, por una vez,
suena justo y apropiado.
Hay una excelente banda sonora compuesta por Gabriel Chwojnik que no deja
género por incursionar (se destacan los acordes que remedan a los spaghetti
westerns de Sergio Leone), hay una masacre con víctimas que van desde jeques
árabes hasta agentes de Scotland Yard narrada sólo con fotos, hay una escena
ambientada en Guyana con nazis de la Segunda Guerra Mundial, hay momentos
sublimes con música lenta de una FM pueblerina, hay reconstrucciones de casos
policiales con recortes de periódicos, cartas y mapas, hay gente que fotografía
monolitos y otros que los hacen explotar por los aires, hay personajes que viven
meses encerrados en un hotel mientras practican el voyeurismo y otros que no
paran de viajar, hay narradores que se escuchan todo el tiempo mientras los
protagonistas casi no hablan, hay delirios de grandeza (y la película tiene mucha
grandeza) y hay una liviandad propia de la novela popular por entregas y una
belleza sofisticada propia de la literatura del siglo XIX. Hay en estas historias
extraordinarias mucho humor, amor y pasión por el cine.
Sucesos argentinos
Todo lo que siguió a su estreno en el 10º BAFICI fue una compensación justa y
un complemento perfecto para aquella odisea artística: Historias
extraordinarias ganó el Gran Premio del Jurado de la Competencia Argentina
y el Premio del Público de aquella edición, estuvo más de un año a sala llena en
el circuito alternativo (MALBA, Teatro 25 de Mayo, etc.), se vio varias veces por
televisión, tuvo su guión publicado y, a pesar de la resistencia de muchos
programadores de festivales, finalmente recorrió el mundo y fascinó también a
mucho público extranjero.
Llinas, esa suerte de “millonario cheto y garca” (frase con que lo suelen
estigmatizar sus envidiosos cuestionadores), esa especie de “patriarca y artista
visionario” (idea con que lo endiosan sus incondicionales seguidores), demolió
con Historias extraordinarias los prejuicios, lugares comunes, facilismos y
quejas que imperan, abundan y abaten a diario la industria del cine argentino.
Aunque a él no le gusten los “tibios” como quien esto escribe, no propongo que
su “modelo” sea el único, que deba imponerse y “exportarse” fuera del ámbito de
El Pampero Cine. Ahí está para que él lo siga profundizando y otros lo tomen, lo
recreen y, por qué no, lo perfeccionen. Espero equivocarme, pero es muy
probable que ni Llinás ni sus compañeros de aventura nunca más consigan esa
mezcla perfecta de originalidad, audacia, extravagancia y genialidad que
alcanzaron con Historias extraordinarias. Es muy posible, también, que yo
nunca más llegue a sentir esa sensación de euforia que tuve mientras veía la
película durante la maratónica (como todas) función de prensa de aquella
mañana del 17 de abril de 2008 en el Hoyts de Abasto. Pero no importa:
Historias extraordinarias es de esas películas que justifican y realimentan el
amor, la pasión por el cine, por el arte. Que los sueños sueños son, pero a veces
también se convierten en realidad.
“Los muertos”, de Lisandro Alonso (2004)
El cineasta libre
El cine de Lisandro Alonso puede ser muchas cosas pero es, ante todo, un cine
frágil. No se trata de un defecto de fábrica, más bien todo lo contrario. Como
esas vasijas de exquisita manufactura que deben manipularse con cuidados
extremados si se desea mantener su integridad, las imágenes y sonidos de
Alonso no deberían experimentarse de manera automática, pasiva, corriendo así
el riesgo de obviar y destruir toda su belleza y profundidad. Casi como un signo
contrario al de estos tiempos de constante bombardeo audiovisual, el de este
joven realizador mimado por Cannes y atacado con enjundia por anquilosados
críticos culturales de cabotaje se revela como un universo fílmico de enorme
complejidad en su aparente sencillez. Y es precisamente esa fragilidad, esa
construcción minuciosa de detalles, gestos y acciones mínimas, esa retracción
ante lo grandilocuente y lo evidente, esa fascinación por la realidad y su
interacción con la cámara cinematográfica; es todo aquello lo que termina
conformando una de las singularidades más atrevidas del cine argentino e
internacional contemporáneos. No es poca cosa.
19
“Siempre es difícil volver a casa”, por Diego Lerer. Entrevista con Lisandro Alonso publicada en el
diario Clarín, Jueves 9 de septiembre de 2004.
Pero el film nunca utiliza esos argumentos para potenciar determinados
aspectos de la historia; por el contrario, los minimiza al casi al punto de la
extinción, destacando en todo momento el viaje –el viaje físico, literal, pero
también el interno, del cual apenas conoceremos ciertas expresiones
secundarias- emprendido por Vargas para reencontrarse con su hija. Alonso
busca y halla en los planos de ese tránsito, primero acuático, luego terrestre,
algunas de las imágenes más bellas y enigmáticas de su filmografía, cargadas de
posibles resonancias pero nunca de significados claros o simbologías a descifrar.
Y así llegamos a la médula del éxito artístico del cine de Lisandro Alonso. Lejos
de cualquier impronta dictatorial, sus películas se abren para ser penetradas por
un espectador activo, casi un co-realizador que las completa durante su
proyección. Esa es la mayor potencia y el más importante legado de Alonso al
cine argentino de la última década: haber comprendido que el cine puede ser
mucho más que contar bien una buena historia. Aunque suene excesivamente
ambicioso, una película puede hacernos vibrar, emocionarnos, reflexionar,
incluso producir algunos cambios en nuestro espíritu, a partir de elementos que
se encuentran en un nivel más profundo que el de la simple exposición
narrativa. Quizás la característica más rica, estimulante y generosa del cine de
Alonso sea que sus virtudes no pueden explicarse sencillamente con palabras.
“El bonaerense”, de Pablo Trapero (2002)
El bonaerense no es sólo importante por lo que es como film, como vemos, sino
también por lo que implica como síntoma. La primera década del siglo muestra
que el cine argentino está vivo, aun si los grandes debates –en realidad uno solo:
cómo se utilizan los recursos del Estado para hacer cine, para que el cine
nacional exista- no se han resuelto. Muestra, también, que hay otro debate
larval que se pregunta y responde entre films: el del estatuto de la narración. En
efecto: desde el preciso momento en que se habla del cine moderno –como si el
cine no lo fuera por sí mismo- se instaló la idea de que narrar una historia no es
la obligación sino una alternativa. En cierto sentido es verdad: el cine puede sólo
registrar lo que sucede a su alrededor. Pero siempre, en la percepción del
espectador, ese fragmento temporal, la propia correlación de imágenes en la
sala implica un relato, una conexión y búsqueda de causas y efectos en el
tiempo. Incluso un film como La libertad es narrativo, como lo es también La
ciénaga o lo es –en modo tan ejemplar que hasta satura la propia idea de
narrar- Historias extraordinarias. Sólo que en estas películas se pone en
cuestión si esa rémora que es el relato entendido de modo canónico es
realmente sustancial, si el cine puede relegarlo a un lugar secundario aunque
presente.
Abandonadas las personas, este título similar al de los cuentos de hadas alienta
un horizonte de expectativas que roza lo mágico, lo maravilloso (en un
movimiento que, con disímil sentido, repetirá Martel en La mujer sin cabeza).
Impiadoso, Rejtman se encarga de sepultar ese coqueteo bajo un balde de agua
fría, el de esos tristes guantes de fabricación china, que cuestan/valen unos
pocos centavos. En el mundo reducido a mercado, se impone la lógica de lo
equivalente: no hay ya lugar para lo único, lo asombroso, lo singular, sea un
objeto, una mascota, una pareja o yo. De allí la intercambiabilidad constante de
situaciones y sobre todo palabras, que sólo resulta gracioso a un espectador que,
repitiendo el movimiento de Rejtman, lo mire desde afuera, como si no tratase
de sí.
Rapado es, desde este punto de vista, una película de aprendizaje, donde
paradójicamente lo que el protagonista llega a aprender es que la “verdad”, o al
menos eso que se busca, no está en ningún lado (ni en el robo entendido como
acto reparatorio, ni en la huida, ni en los amigos, ni siquiera en el sexo). Silvia
Prieto, por el contrario, es una comedia del absurdo, y sin duda la más
algebraica de las tres, en su construcción del vacío de sentido. Por último,
atravesada por las preguntas “¿qué es el bien?” (en este caso, “¿qué es ser un
buen tipo?” o “¿cómo ser un buen tipo y que no te jodan?”), “¿qué es vivir bien?”
y la más acuciante “¿se puede vivir bien en un mundo así?”, Los guantes
mágicos puede leerse como una comedia moral.
De allí esa contagiosa angustia que acosa a sus personajes sin que puedan
ponerle otro nombre que “depresión” (cuando en realidad es malestar del
mundo), y que se corporiza, en el proceso espectatorial, en esa extraña
solidaridad con Alejandro, en un humor que al mismo tiempo que hace reír,
duele. De allí la antipatía que despiertan personajes como Piraña o Valeria, que
ya no son simplemente estúpidos, sino también nocivos. De allí la desolación
ante un personaje como Alejandro que, arrojado a un mundo de pirañas, no
sabe reconocer ni resguardar el lugar de lo afectivo y el deseo aún en su
expresión más mínima, su viejo Renault 12, y se somete pasivo a las más
diversas vejaciones, sin siquiera reconocerlas como tal. A fin de cuentas, las tres
edades de esta generación marcan también la juventud, la “madurez” y la
senectus (por algo desesperada por el afuera y el viaje) del sistema cultural y la
experiencia de vida generados en torno a la instauración del neoliberalismo en
Argentina, eso que para sacarnos rápido de encima, como si no nos hubiera
involucrado a todos, llamamos hoy –sin aún haberlo abandonado del todo, pero
queriendo hacer de cuentas que ya fue– “menemismo”.
“Nueve reinas”, de Fabián Bielinsky (2000)
Si no lo vemos...
Por Pablo O.Scholz
Nueve reinas retrata algo más que un día de la relación -no de la vida- de dos
estafadores, Marcos (Ricardo Darín) y Juan (Gastón Pauls), que se asocian casi
por casualidad. Tienen ante sí un golpe maestro: si venden unas estampillas
falsas de la República de Weimar (las “Nueve reinas” del título), se harán de
medio millón de dólares.
Así las cosas, Bielinsky plantea cómo son sus personajes y cómo llegan a ese
encuentro “casual” en un mercadito. Marcos decide engañar a la gente (se
autodefine como un estafador, no un ladrón) por… necesidad. Es un tipo
entrador, que puede convencer con su labia a cualquiera. Parece una buena
persona, hasta que descubramos que es un egoísta sin escrúpulos. El caso de
Juan es diferente. Sí tiene escrúpulos, le pesa la conciencia por lo que hace y
viene de una familia de estafadores. Su padre está preso precisamente por
estafa. A diferencia de Marcos, Bielinsky lo muestra romántico, en el sentido
más profundo de la expresión, nostálgico –cuando intenta recordar la canción
que le gustaba a su madre cuando él era pequeño-. Aparentemente –como todo
en esta opera prima de un por entonces debutante en la dirección, pero un
veterano en la industria del cine: había escrito guiones, dirigido cortometrajes
basándose en relatos de Borges y Cortázar, pero más que nada su labor radicaba
en la asistencia de dirección, en largos y más de 400 cortos publicitarios-, a
Juan no le que da otra opción que delinquir.
Igual, los motivos que mueven las acciones de un estafador y otro son distintos.
Al final, o desde un principio, sabemos que Marcos desea obtener un beneficio
económico, mientras que para Juan estafar a su socio implica recuperar el
dinero que Marcos le burló a quien es su hermana (la novia de Juan).
Defraudar, engañar, aprovechar: tres verbos que conjugan con el personaje más
entrador de la película.
Cómo transgredir la norma, pero que nadie se entere. Como Juan necesita el
dinero para sacar a su padre de la cárcel, le creemos. La primera vez que vemos
a Marcos ser descubierto, lo tildamos de chanta. La empatía que en un comienzo
era compartida, se traslada al aprendiz, no al maestro, más aún cuando Marcos
le pida a su hermana que se acueste con el comprador de las estampillas.
Tal vez sea esa idea de riqueza repentina, al alcance de la mano, que muchos no
vieron (observaron, ya que no estaba en ellos realizarlo) en la Argentina de los
años ’90, con Carlos Menem en el poder. Así es como Marcos le revela a Juan
una realidad que él no había advertido. Es la famosa escena del microcentro, la
que la adaptación de Gregory Jacobs y Steven Soderbergh no supo entender e
incluir como correspondía.
“La consigna inicial era contar todo a lo largo de una jornada”, decía el
realizador. Y lo logra en poco más de un día, de tensión constante. Es muy
interesante analizar quién es el que está contando la película, ya que Nueve
reinas no se narra desde el punto de vista de ninguno de los dos protagonistas
(aunque cuando Marcos hable de los punguistas, etc…, se esté dirigiendo de
forma más que directa al espectador). Esta es una diferencia tangencial con El
aura, segundo largo de Bielinsky, donde el espectador toda la información que
recibe, le proviene del taxidermista epiléptico que compone Ricardo Darín. Uno
de los tantos trucos de Nueve reinas era hacer creerle al público que quien le
cuenta todo es Marcos. También, quien tiene los parlamentos más extensos
siempre es Marcos. De esa manera, uno confía en ese personaje, para luego
llegar a la sorpresa del final, cuando descubría que era el de Juan el punto de
vista rector. De hecho, cuando se separaban, la cámara lo seguía a él.
El final de la película, ¿sería posible en otro país, por el año 2000? Hoy que la
crisis se ha globalizado, esto puede suceder en alguna ciudad estadounidense,
española o griega. Pero ese galón de fábrica abandonada donde se festeja el
engaño también nos hablaba de una sociedad viviendo un presente de horror.
Los unos -Vero, su marido, sus primos- parecen no registrar a los otros. Si en La
ciénaga se desarrollaba una relación de atracción y rechazo entre unos y otros,
aquí ella -y todo su entorno- está desconectada de una realidad social que le
resulta ajena. Aunque compartan espacios y tiempos, incluso el plano –y hasta
un vaso con agua, en un elaborado plano secuencia- permanecen disociados,
como si circularan en ondas diferentes. Aunque se da una excepción: como
ocurría en La ciénaga, es la sobrina lesbiana quien tiende puentes con las clases
inferiores, “machoneando” con una chinita. En este film se ejerce una vuelta de
tuerca sobre el tema, porque la joven también pretende seducir a su tía Vero.
Pero en todo caso, lo que hacen unos es darles a los otros una orden, o alguna
ropa de descarte. Los señores a veces parecen no ver a los criados. Por ello se ha
dicho que se trata de una película de fantasmas. Y sin embargo, no estamos
frente a un cine fantástico, en el cual lo irreal irrumpe en lo cotidiano. Lo que ha
ocurrido es un accidente ambiguo, que por momentos parece bordear lo
fantástico, pero ocurre dentro del más absoluto realismo.
O acaso Vero no haya matado al chico. Sólo vimos un perro. Todo acumula
sugerencias difusas, ambigüedades. Rige un estado de incertidumbre, la película
se niega a dar certezas en uno u otro sentido, aunque las pistas apunten hacia el
lado de la culpabilidad. Como en el cine de Michael Haneke, siempre
relacionado con la violencia, hay una evidente voluntad de eludir las
explicaciones. Lo que pasa a tener relevancia es lo que sucede con Verónica y
cómo es su percepción del hecho: ella siente que ha matado al chico, y actúa en
consecuencia a ese registro. Si es cierto, eso ya casi no importa. La realidad está
vista desde su percepción, la cámara se ubica junto a ella, acompaña su punto de
vista sin jamás explicitar su interioridad, sin planos subjetivos ni explicaciones
psicológicas. Esa transmisión de su subjetividad es mérito de la puesta en
escena y de la intensa expresividad de María Onetto: introspectiva, íntima,
sugerente. De hecho, ella casi no habla, son pocas sus líneas de diálogo en toda
la película: casi sin palabras pasa del hieratismo fruto de la confusión, a la
angustia, y de ésta a la determinación de quien no sabe ni quiere conocer la
verdad.
Martel siempre logra lo mejor de cada una de sus actrices. Vero sostiene una
máscara fijada en una sonrisa elusiva, una mueca rígida que intenta ocultar su
infierno interior, disimular su miedo, negar su culpa, y escuda su fragilidad tras
los anteojos oscuros. Si bien la narración parece sostener su punto de vista, ella
está en blanco, enajenada, no sabemos con certeza qué pasa por su cabeza. ¿O
ha quedado sin cabeza? En todo caso, el borde superior del cuadro siempre le
corta la coronilla. Probablemente tampoco la tuviera antes, presa ya entonces de
su círculo asfixiante, y esta muerte posible podría ser la oportunidad para sentir
otra cosa. Se ha relacionado este film con el cine de Michelangelo Antonioni por
su pintura del vacío existencial en que vive la burguesía, similar en todos lados.
Por momento, podemos pensar que Vero tendrá una reacción, el episodio le ha
dado la posibilidad de ver el otro lado a través de las grietas de su cápsula social,
atravesar el umbral hacia otra conciencia. Pero no: mientras los hombres borran
sus pasos, Vero se tiñe el pelo, cambia de rubia a morocha. A no engañarse:
cuando alguien le pregunta si ha recuperado su color natural, se limita a decir
que ya no lo recuerda. Vero está resuelta a dar vuelta la página, como se ha
dicho, en un tributo a Vértigo de Hitchcock, e ignorar lo ocurrido. Cabello falso,
como tantas otras falsedades: las pestañas de la prima, el jardín de la casa de
Vero -o simulacro de jardín- donde se ha cubierto con tierra una pileta, y hay
que disimularla. En ese ambiente, todo se maquilla.
Y sin embargo, siempre hay algún elemento visual que evoca el accidente: desde
el instante en que sucede, se ven unas huellas de manos infantiles en la
ventanilla del coche, algo subrayadas. No podemos pensar que sean de quien
pudo haber sido atropellado, sabemos que las han dejado allí los chicos de la
escena familiar de la apertura, pero sin embargo sugieren la posible víctima. En
otra toma, las huellas son diferentes: un error de continuidad que no deja de
sugerir la sensación de que ha sido “puesto”, como quien instala una prueba
falsa. En el hospital, Vero se cruza con una mujer que está detenida,
acompañada por una policía. Sabe que esa podría ser ella. De regreso en su casa,
el marido trae un animal que ha cazado, y la presencia de esa otra presa, muerta
en la mesa de su cocina, no hace más que reforzar el sentimiento macabro.
Cuando busca su auto, ve el farol roto a consecuencia del choque. De regreso en
el club, el ladrido de los perros, una rotura de vidrios fuera de campo, un chico
tirado en la cancha de fútbol, la alteran al punto de ponerse a llorar por primera
vez y abrazarse con un obrero que está trabajando en el baño. Visible e
involuntaria manifestación de las tribulaciones de la mujer, al borde del
derrumbe. Llamativo contraste de color de piel, y de actitudes: la patrona, el
sirviente. Una y otra vez Vero regresa al lugar donde trabajaba el chango
desaparecido, al barrio donde vive su familia. Busca la noticia de su muerte en el
diario, pero disimula su interés en el tema, mantiene con tenacidad su
desconexión emocional, siempre con su cabeza escindida.
Desde el accidente, Vero deambula sin rumbo por su casa, por las de sus primas
y por la ciudad, atravesada por el desconcierto. A su alrededor, la gente no
habla, no denuncia, no se hace cargo, oculta lo ocurrido, lo maquilla, así como
reparan el auto en otra ciudad. Obvio paralelo con el proceder de gran parte de
la población, sobre todo de esa clase social, en tiempos de la dictadura. “¿Qué
hago? ¿Qué tengo que hacer?”, pregunta a su hermano, odontólogo como ella.
“Dormite”, le contesta él. Vero se corre del lugar responsable, cede el manejo de
su problema a los hombres. Ahora son ellos quienes circulan por el fondo del
plano, bajo la vigilante mirada de la protagonista. En orden de importancia, la
hipotética muerte del chico ha pasado a un segundo lugar, lo fundamental ahora
es la conducta de quienes reaccionan frente a esa muerte innominada. Todo
pasa a ser una cuestión moral, más allá de las hechos posibles. Como en la
historia política, la laboriosa construcción de una realidad ficticia ya no nos
permite –ni a Vero ni al espectador- saber qué ha pasado realmente. Así se
escribe la historia, así se construye conciencia social. A través de decisiones
individuales, de la falta de responsabilidad por los actos personales, toda la red
actúa en consecuencia, y lo que nació individual, deviene colectivo.
Como gesto, La libertad tenía casi todos los elementos para enardecer a sus
opositores. La opera prima de Alonso era una película sin guión, sin actores,
filmada con unas pocas latas de cine, sin equipo técnico regimentado por las
convenciones laborales de la industria, con un director que se había tomado las
atribuciones para salir con una cámara 35mm (detalle nada menor, ya que
portando un verdadero fetiche de los adalides industrialistas se permitía la
blasfemia de derrochar latas en semejante emprendimiento) a filmar los días de
un hachero solitario. Los miembros de la Patria Cinematográfica Establecida,
justo cuando el término “industria” resonaba más irónicamente en medio de un
país que se descomponía en pedazos, gustaron imaginar a Alonso como una
especie de emisario del Mal (así con mayúsculas) que venía a sabotear todo lo
que el cine debería ser, un travieso defraudador de espectadores con la
complicidad de algunos críticos igualmente snobs o maléficos, o en todo caso,
un malentendido a disolver.
Eso a su vez tiene una significación política. La última frase del dictamen
(“Roberto Carri y Ana María Caruso fueron dos intelectuales comprometidos en
los '70, cuyo destino trágico merece que este trabajo se realice”) tiene en su
pobre construcción algo interesante para analizar. La expresión
“comprometidos en los '70” tiene un problema de significado. Al escribir que
fueron comprometidos en los '70 involuntariamente puede sugerir que no lo
fueron en otras décadas, como la del '60 (lo cual es probablemente falso) o la del
80 (lo cual es lamentablemente obvio). Quizás hubiera sido más correcta la
expresión: “dos intelectuales comprometidos de los '70”. Sin embargo, también
suena mal. Lo que sobra en la frase, lo que hace ruido, es la aclaración temporal.
Si fueron intelectuales comprometidos, lo fueron en el tiempo que les tocó vivir.
La referencia a la década, que hace que la frase quede mal construida, tiene que
ver con una perspectiva política determinada. “Los '70” no es meramente una
referencia de tiempo sino una definición política. Pero esa definición no es
contemporánea a los Carri, nadie actuaba en aquellos años pensando en los '70,
la expresión no puede ser otra cosa que producto de una mirada realizada a
posteriori. Así, “los '70” pasan a ser una construcción mitificada, donde “los
intelectuales se comprometían”, un compromiso que debe ser reivindicado y que
por lo tanto “merece que ese trabajo se realice”. Sin embargo, la perspectiva de
Albertina Carri es otra.
Ituzaingó, Tokio
Por Quintín
Por eso La mecha, esa excepción productiva de Perrone en la que tuvo como
productor a Pablo Trapero y sus asociados, sirvió para demostrar dos cosas
aparentemente contradictorias: que podía terminar una película en 35mm. con
el dinero del Incaa y que, por otro lado, no tenía ningún sentido repetir la
experiencia. En los años posteriores, mientras Perrone seguía con lo de siempre
—aunque mejorando el soporte de sus películas al compás del abaratamiento y
la mejora de las cámaras y los sistemas de edición—, el cine argentino iba
unificando dos corrientes que en 2003 podían entenderse todavía como
divergentes: la de un mainstream de gran presupuesto bajo el paraguas del
Incaa y las pequeñas producciones independientes. Hoy, con distintos matices,
los nombres más importantes de la generación que hizo pensar en una gran
renovación del cine argentino están muy cerca de lo que sus mayores hicieron en
su momento. Lucrecia Martel es hoy una cineasta internacional “de qualité” y
gran presupuesto, Pablo Trapero filma con Ricardo Darín al igual que Juan José
Campanella, quien viene de ganar el Oscar con un producto canónico del
costumbrismo argentino de alta gama (también filma con Darín Walter Salles,
rey del collage pop-latinoamericanista), Daniel Burman y Adrián Caetano
producen cine comercial y hasta Lisandro Alonso, el más radical de entre sus
pares, depende cada vez más de que el Incaa aporte el dinero necesario para
conseguir luego el de los coproductores europeos, doble filtro que condiciona el
cine argentino que se ve en los festivales internacionales. Hay cada vez menos
cine relevante fuera del Incaa, sus subsidios, sus comités y su imagen
institucional cada vez más ligada a la propaganda oficialista. Escapan a duras
penas de esta creciente uniformidad productiva, pero también —cada vez más—
temática e ideológica, algunos cineastas ligados al medio cultural porteño cuyo
soporte último son los lazos sociales. Pero Perrone sigue haciendo cine en
Ituzaingó y, en algún sentido, es como si lo hiciera en Marte.
Vale la pena rever hoy La mecha, cuyo argumento se puede contar en un par de
líneas: Galván, un anciano enfermo, parte en busca de una mecha para hacer
andar su obsoleto calentador. Tras recorrer ferreterías de Morón y Castelar y
encontrarse con parientes y conocidos, vuelve a su casa sin lograr su propósito.
La historia hace pensar, en principio, en miserabilismo y costumbrismo,
mensaje social, cultura del suburbio, en Umberto D y su sensiblería
lacrimógena. Pero Perrone va por otro lado. En primer lugar, no hay un intento
de despertar lástima ni de que los actores no profesionales digan sus líneas con
naturalidad. Si Galván mantiene el tipo, los otros se sacan en general de encima
los parlamentos: lo que importa en la película es su presencia frente a la cámara
y la de las locaciones que ocupan y transitan. Pero esa fidelidad más al entorno
material que a la leve dramaturgia del guión va acompañada de una de las
constantes del cine de Perrone. Su cercanía de primera mano con lo local lo aleja
de la abstracta verosimilitud costumbrista y lo conecta, en cambio, con lo
inesperado, lo extraño, incluso lo exótico. Así es como en las estaciones del
recorrido simbólico de Galván aparecen, en lugar de los consabidos personajes
de nuestro sainete, un dependiente y una masajista japoneses en cuya compañía
Galván termina viendo un programa cómico en japonés mientras la cámara
capta un Buda que contrasta con las imágenes cristianas de las que Galván parte
y a las que llega. Un grado parecido de excentricidad tiene la escena en la que
aparecen tres adolescentes en el bosque dedicados a cazar animales “para
comer” con una escopeta en lugar de los previsibles pibes chorros que tanto
abundaban en el cine de esos años. En todo caso, la comunión de Galván con el
resto de los personajes, el estoicismo compartido incluso ante la vejez y la
pobreza, la implícita nostalgia por un tiempo más vital y más próspero, es la
defensa de un mundo propio, que se agota en la lealtad con sus propios lazos:
Perrone no habla de una clase social ni de un país sino de Galván y de Ituzaingó,
pero allí cabe Japón perfectamente como se verá en las películas posteriores de
Perrone. Y también, cabe una Argentina mucho más verdadera por diversa y
desconcertante que la de nuestras ficciones habituales, que se empeñan en hacer
creíble un país a fuerza de proclamarla eternamente idéntica, siempre ligada a
un par de clichés. En su cercanía con el espacio de sus afectos, Perrone
encuentra el antídoto contra el nacionalismo y se conecta con el mundo sin
pasar por las convenciones nacionales.
Por lo tanto, aquel inicial ejercicio resultaría perezoso y se limitaría solo a juzgar
ambas películas desde lo textual, omitiendo las diferencias que entre una y otra
subyacen por su puesta en escena. Más aun, si la ingeniería cinematográfica de
Favio en El romance…, que ya se había expresado en Crónica de un niño solo
(1965) y más tarde se extendería en El dependiente (1969), concreta una trilogía
minimalista, constituída por silencios y un marcada profundización de las
posibilidades de la cámara, la nueva historia de Aniceto, Francisca y Lucía se
dirige a otra clase de planteos formales. Es que, en este punto, resulta más que
improbable hablar de remake o moderna versión al referirse a Aniceto: se trata,
en todo caso, de otra película de Favio, de una nueva formulación sobre su cine,
donde los materiales cinematográficos se expresan de diferente manera. Es
decir, la última película de Favio es Aniceto y nunca la nueva versión de aquella
pequeña y gran tragedia minimalista de la década del 60.
El rostro impasible de aquel Aniceto ahora mutó a otro donde nuevamente el
primer plano sigue teniendo importancia. Sin embargo, el nuevo Aniceto está
interpretado por un bailarín, Hernán Piquín, razón por la cual determinadas
elecciones de puesta en escena son innovadoras en relación a la primera versión.
Favio, en este punto, filma los números de baile en plano general, con la cámara
estática a una distancia importante de su protagonista central y de las dos
actrices, también bailarinas, que encarnan a Lucía y Francisca. Bienvenida, por
un lado, semejante decisión del director, aunque ésta pueda resultar vetusta y
añeja: como espectadores podemos ver cómo bailan los tres personajes, ya que
Favio jamás recurre al montaje, que en el caso del musical o de las películas con
escenas de baile, destruye el verosímil que representa al género, convirtiendo al
espacio cinematográfico en algo imposible de apreciar. Moulin Rouge y
Chicago, dos musicales de diferente óptica comparados con Aniceto,
estrangulan el concepto del espacio en el cine con violentos cortes entre toma y
toma, transmitiendo la imposibilidad de saber quién y cómo baila en el cuadro.
Favio, oponiéndose a cualquier supuesta originalidad que define al género desde
los films de Bob Fosse en adelante (Sweet Charity, All That Jazz) ofrece la
posibilidad de ver a los actores-bailarines haciendo aquello que conocen con
memoria. Por eso, aquella definición de vetusta y añeja que puede ofrecer el
nuevo Aniceto del cineasta: alejada de las modas y tendencias que gobiernan en
el musical (cantado o bailado, o las dos cosas al mismo tiempo), Favio filma las
performances de Piquín y las bailarinas como si estuviera ubicado en la sala de
un teatro, sentado en la butaca y contemplando el espectáculo.
Pero hay otros aspectos que destacan a Aniceto como una película filmada en
oposición al Aniceto en blanco y negro. En ese mismo prólogo, se escucha la voz
en off de Favio presentando su historia y su personaje, rindiéndole homenaje al
radioteatro al que era tan adicto en las tardes mendocinas durante su infancia y
parte de la adolescencia, cuando en la versión de los '60 la presentación le
correspondía al relato de Martín Andrade (amigo y actor de Favio) de manera
descriptiva, como si se tratara de la lectura de un cuento. El off de Favio en
Aniceto, en cambio, articula un discurso diferente: es un relato en primera
persona donde él se presenta como el responsable de la puesta en escena. El
cine como medio de expresión, con el director con la cámara, como el pintor con
el pincel y el escritor con su estilográfica, estallan en este prólogo. “Nacimiento
de una vanguardia: la cámara estilográfica”, el esencial artículo de Alexander
Astruc, escrito en 1947, que serviría de plataforma teórica a la política del autor,
se sintetiza en el inicio de Aniceto.
Por una lógica extensión desde sus elecciones formales, también el uso de la
música en Aniceto se dirige a otros propósitos. Mientras en El romance..., la
recurrencia a Vivaldi resultaba imperiosa para narrar el romance trunco y esas
cosas más del personaje central, la banda de sonido de Ivan Wyszogrod y los
temas musicales de Aniceto dialogan con otras películas del director. Más aun,
segmentos de composiciones de Mariano Mores, que se escuchaban en Gatica,
el mono, reaparecen en Aniceto, para describir el ocaso y caída del protagonista,
tal como se presentaba para mostrar la derrota final del boxeador y su posterior
mitificación en los últimos cinco minutos de aquella película. Favio, en ese
punto, muestra la soledad que padece Aniceto, luego de la traición de Lucía, con
Piquín bailando en un decorado con luces opacas, como si el personaje
presintiera el fatal desenlace que le espera. En realidad, toda la película resulta
comprensible a través de la música, levemente alegre y tenue y de tonos
delicados en los momentos del romance entre Aniceto y Francisca, de
características vibrantes y ostentosas cuando aparece Lucía, y sutilmente
fúnebre y premonitoria en la última parte. Favio y Wyszogrod, en ese sentido,
entregan a sus personajes la música que les corresponde.
Además de reinterpretar una obra original para hacer una película diferente,
también Favio descartó de Aniceto una escena completa del film sesentista. Es
aquella donde Aniceto y Francisca concurren a un espectáculo en un teatro de
pueblo donde aparece Lucía por primera vez. Ese momento extraordinario de El
romance… muestra a un guacho junto a una bruja acosando a una vieja, que
será salvada por un angelito que desciende al escenario colgado de una soga.
Favio filma esta vulgar rutina teatral en plano general, con la cámara ubicada a
una importante distancia del escenario, tal como registra los números de ballet
de su nueva película. Es interesante que Favio no haya reconstruído esta escena
para Aniceto, ya que el personaje encarnado por Piquín tiene sutiles
características que lo alejan del interpretado por Luppi. Aniceto (así, a secas, ya
sin el artículo acompañando su nombre) se muestra arrogante, engreído, como
si el mundo le perteneciera solo a él. El Aniceto, en cambio, tenía otro trazado
como personaje: inocente, niño en cuerpo de hombre como otros personajes del
director (el señor Fernández en El dependiente, Gatica y el Ruso en Gatica, el
mono, Mario y Charly en Soñar… soñar). Favio modifica a su personaje: lo
transforma en alguien más seguro de sus acciones, acaso sin arrepentimientos
por traicionar a Francisca. El Aniceto, pura ingenuidad desde el rostro de Luppi,
trastoca en Aniceto, indisimulable altanería en el rostro y el cuerpo de Piquín.
Ficciones nacionales
Por Roger Alan Koza
Y es aquí en donde hay que problematizar la ficción tanto del Nuevo Cine
Argentino como del cine popular e industrial, esta última una categoría bastante
equívoca, si se la examina con cuidado. En efecto, en su reiterada imposibilidad
de proponer narrativas capaces de incorporar lo histórico y lo político, no como
un mero contexto o fondo impreciso aludido a través de algunas imágenes o
iconografía reconocible, sino como aquello que constituye y condiciona tanto la
subjetividad de los personajes y sus vínculos como sus modos de estar en el
mundo, subyace la debilidad de nuestra cinematografía.
Salamandra (2008), de Pablo Agüero, es una película que puede irritar pero
también sorprender, y sin duda es un film que patentiza muy bien cómo la
última dictadura atravesó la subjetividad colectiva de los primeros años de la
democracia; es un film en donde se sugiere que el misticismo y neohippismo de
la década de los ‘80, representado por el éxodo juvenil a la localidad de El
Bolsón, fue un modo inconsciente (e ineficiente) de protegerse ante lo
insoportable de una realidad muy dolorosa.
“Krishnamurti dice que vivir sin hogar es como vivir sin cuerpo”, dice una
madre descentrada y desorientada, interpretada por Dolores Fonzi, a un
familiar que cuidó de su hijo mientras estuvo presa en tiempos de militares. Ha
estudiado, está capacitada y quiere empezar de nuevo. Su hijo no la reconoce,
pero sabe que es su madre. Y si bien es un niño entiende casi todo. Restablecer
un vínculo también implica aquí buscar un nuevo lugar en donde vivir.
Los primeros minutos de Salamandra son alborotados y confusos. Hay
urgencia y desorientación, y eso se traduce en la puesta en escena. Todo se
mueve, no hay serenidad, es la percepción de un estado de conciencia, y Agüero
elige un dispositivo formal en consecuencia. Fonzi dispara sus palabras como si
tuviera diarrea y la mierda le saliera de la boca. Es un sujeto sufriente que no
habla para comunicarse sino para sobrevivir.
Goetz es un profesor de bridge pero trabaja como taxista. Debe ser uno de los
tantos hombres de clase media que se prepararon para algo y culminaron sus
vidas en taxis o remises. Su mujer también es profesora. Viven en una casa que
sugiere un pasado económico distinto. Uno de sus hijos vive en Houston pero
desea volver. Su otro hijo, interpretado por Nahuel Pérez Biscayart, está a la
deriva. Además hay otros personajes: una adolescente que reparte folletos de un
local de reparación de celulares, la dueña de ese negocio y su bebé, y un
empleado de unos 40 largos, que parece estar enamorado de la teen. Se suman a
este elenco de desorientados dos clientes fijos de Goetz, quienes quizás trafican
droga, o algo por el estilo. Sin duda, la heterogeneidad se reúne bajo un grupo
social específico, devenido a menos, pauperizado. Es la clase media decadente,
diagnóstico que se completa con la precedente denuncia sobre la educación
pública en su primera película, El asaltante.
Es éste el escenario elegido por Otheguy para explorar también una experiencia
sobre la homosexualidad que nada tiene que ver con lo gay, figura naturalizada
en nuestro imaginario colectivo. Así, la vida del junquero Álvaro y uno de los
líderes de esta comunidad, el Turu, quien maneja una lancha de pasajeros, El
León, serán los protagonistas casi excluyentes de un drama erótico.
Formalmente ambiciosa y conceptualmente difusa, La León no siempre
consigue equilibrar su voluntad poética con su voluntad narrativa. Hay pasajes
logrados. Otheguy, por ejemplo, compone un único plano en profundidad de
campo, en el que se ve el cuerpo desnudo de Álvaro duchándose tras un partido
de fútbol mientras el Turu espía sutilmente por el espejo. Sin decir nada,
establece el deseo de un personaje por otro, y también indica el estado civil de
uno de ellos. Otra escena muestra poéticamente la muerte de un viejo, y
evidencia el ostensible talento del realizador.