Sunteți pe pagina 1din 2

… había que seguir elaborando las leyes que servirían como vigas maestras en la

edificación del país. Una de las normas más reclamadas era la que debía regir la
instrucción pública. Era indispensable que el Estado, sin invadir el derecho
constitucional de los particulares a enseñar y aprender, tomara a su cargo el deber de
garantizar la educación primaria a todos los habitantes. Tres meses después de
asumir la presidencia decreté la creación de un Consejo Nacional de Educación que
debía entender todo lo relativo a las escuelas de la Capital Federal, y designé
presidente a Sarmiento. Como era de esperar, a los pocos meses se había peleado
con sus colegas y lo menos que dijo fue que todos eran unos burros… El poeta Guido
y Spano, uno de los agraviados, renunció en una nota cuya despedida era “el más
afectuoso rebuzno”… Tuve que reorganizar el Consejo excluyendo a Sarmiento, que
desde entonces se entretuvo en pegarme feroces garrotazos desde El Censor.

Mientras ocurrían estos dimes y diretes de aldea, nos ocupábamos en preparar un


proyecto de ley sobre educación que sufrió muchas demoras en el Congreso y
empezó a debatirse a mediados de 1883; se sancionó un año después en medio de
una tempestad de ataques lanzados por los sectores católicos más fanáticos.
Mantener este proyecto me costó el alejamiento de Pizarro de la cartera de Instrucción
Pública y su reemplazo por Wilde, que lo defendió como un león hasta lograr su
aprobación. Aunque regía sólo en la Capital Federal y territorios nacionales, el espíritu
de la ley 1420 se extendió a todo el país imprimiendo a la educación primaria un
carácter gratuito, obligatorio y laico. Un año antes se habían reunido en Buenos Aires
un congreso de pedagogos que, aunque bastante caótico en su desarrollo, aprobó
lineamientos similares a los que después vertebraría nuestra ley, y también prenunció
las resistencias que despertaría.

Los alborotos que desencadenó la ley 1420 me obligaron a echar de sus cátedras a
José Manuel Estrada y algunos otros notorios clericales para impedir que las siguieran
utilizando como tribunas de agitación contra el gobierno. Pero además, esos ataques
produjeron una secuela imprevista que me obligó a adoptar medidas
excepcionalmente enérgicas: la separación de dos obispos y la expulsión del país del
internuncio apostólico, monseñor Luis Mattera, el mismo que había mediado tan
felizmente cuando los sucesos de 1880. El representante del Papa, olvidando su
condición diplomática, se había instalado en Córdoba para ayudar al vicario Jerónimo
Clara (el mismo que me casó años atrás) a luchar contra la “diabólica” ley de
educación. Se excedió y tuvimos que darle veinticuatro horas para que abandonara el
país: la dignidad nacional no podía pasar por alto las extralimitaciones de este prelado.
Por un momento pareció que los fuegos del infierno iban a incinerar al presidente y su
gabinete, pero finalmente nada pasó y la Argentina vivió sin nuncio durante dieciséis
años, sin mayores inconvenientes. Yo mismo reanudé relaciones con el vaticano
durante mi segunda presidencia, y la ley 1420, aceptada por todos, siguió rigiendo la
educación popular.

Menos barullo que esta provocó la ley de Registro civil, sancionada pocos meses
después de la anterior; su aprobación fue relativamente pacífica a pesar de que ella
arrebataba a la Iglesia Católica la atribución que detentaba de siglos atrás de dar fe a
los nacimientos, matrimonios y defunciones de las personas. Aunque la ley 1565 regía
sólo en la Capital Federal y territorios nacionales, como su correspondiente sobre
educación, era evidente que su significación bien pronto se extendería a otras
provincias – en Córdoba mi concuñado ya había promulgado una similar – y
prefiguraba la inevitable sustitución del matrimonio religioso del Código de Vélez por
una ceremonia puramente civil.

Estas dos leyes eran tributos indispensables a la afluencia de extranjeros, que debían
encontrar un país neutral en materia religiosa, donde cada uno pudiera adorar a su
dios libremente, casarse y educar a sus hijos según sus convicciones. Finalmente,
para terminar con temas educacionales, tengo que mencionar la ley 1597 promovida
por Avellaneda desde el Senado, que de una manera muy sencilla determinó el
funcionamiento de las universidades nacionales de Córdoba y Buenos Aires. De todas
maneras, uno de los saldos que más me enorgullecen de mi primera presidencia se
reflejan en esta cifra: en 1881 había en el país unos 85.000 alumnos primarios; al dejar
la presidencia ya alcanzaban a casi 200.000.

Extraído de:
Luna, Félix (1989). “Soy Roca”; ed. Sudamericana. Buenos Aires, Argentina; págs. 201-3.

S-ar putea să vă placă și