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Luis Alberto Romero (1976)

LA FELIZ EXPERIENCIA 1820-1824

Capítulo II

El interior: una lenta decadencia

El interior era una zona profundamente heterogénea, tanto por su geografía como por su economía compleja y
su variada sociedad. Sin embargo, considerado en bloque y contrapuesto al Litoral, el Interior presentaba una
serie de rasgos comunes. Uno de esos rasgos era la decadencia, lenta y matizada, pero inexorable, de su
economía, iniciada a fines del siglo XVIII. Próximo al Potosí, el Interior se convirtió en abastecedor de todo
tipo de productos destinados al consumo del universo creado en torno al Cerro Rico. El crecimiento del puerto
de Buenos Aires a lo largo del siglo XVIII, consagrado con la sanción del Reglamento de Libre Comercio y la
creación del virreinato comenzó a modificar la situación. En primer lugar, la estructuración del nuevo
Virreinato en torno de sus dos polos -el Alto Perú y Buenos Aires- dio nueva vida a la ruta comercial que los
unía, el viejo Camino Real. También creció mucho el comercio de Tucumán y el de Córdoba. Efectivamente,
era la plata altoperuana la que daba vida al comercio de la ruta. La activa ruta comercial dio nuevo impulso a
muchas actividades ligadas con el comercio altoperuano y porteño, como la construcción de carretas y la cría
de mulas para el transporte.
La apertura del puerto de Buenos aires estimuló tanto al comercio como a las actividades ligadas con el
transporte y a aquellas producciones que encontraban consumidores tanto en Buenos Aires como en el Potosí;
trajo, en cambio, competidores para otras artesanías. La apertura del puerto de Buenos Aires, que anticipaba
la liberación total del comercio luego de 1809, tuvo de ese modo efectos contradictorios sobre el Interior.

Una economía en crisis

La primera novedad que la Revolución de Mayo deparó al Interior fue la pérdida del Alto Perú. Los primeros
afectados fueron naturalmente los comerciantes. Todo el gran comercio de la ruta al Alto Perú se vio
resentido por la guerra y la desaparición de un intercambio que tenía en las monedas de plata potosinas su
savia vital. Si la Revolución trajo l pérdida del Alto Perú, el comercio libre trajo los productos ingleses y muy
a menudo, los comerciantes. Fueron sobre todo los productos textiles de algodón, baratos y de vistosos
colores, los que abarrotaron un mercado que conoció por primera vez el fenómeno de la moda. La suerte de
las tejedurías de lana fue más matizada pues sus productos no competían directamente con los algodones
británicos, que ocuparon el lugar de los tocuyos peruanos y cuyo uso fue masivo. El gran problema de toda la
economía del Interior era la tremenda escasez de dinero. En momentos en que la presencia del comercio
británico ejercía una fuerte presión para ampliar el consumo de mercados tradicionalmente estáticos y
restringidos, el Interior se veía separado de su fuente habitual de numerario, el Potosí. Fue este
empobrecimiento general, más que el impacto específico sobre la artesanía textil, la más dramática
consecuencia de la coyuntura iniciada en 1810. Un testimonio de esta escasez de moneda lo constituyen las
numerosas falsificaciones, a las que pronto siguieron las acuñaciones provinciales. Estas monedas eran
resistidas por su baja calidad y los gobiernos debieron apelar sistemáticamente al curso forzoso para que
fueran aceptadas al menos dentro de los límites de la provincia.
A los problemas específicamente económicos se agregaron los efectos de las guerras de la Independencia,
primero, y civiles después. Faltos de abastecimiento regulares, los ejércitos debían proveerse mediante las
confiscaciones a las que seguía, sin transición, el saqueo de los bienes de los vencidos, único modo de pagar y
mantener las tropas. Las ciudades, botín predilecto de los triunfadores, se veían sometidas a las visitas de uno
u otro bando, teniendo que pagar en cada caso forzosa contribución. Si bien las ciudades fueron las víctimas
preferidas, todo el sistema de comunicaciones se tornó inseguro y peligroso. Las necesidades de la guerra
civil obligaron a distraer tropas de la frontera que vigilaban a los indios, y un nuevo peligro se sumó entonces
al de los montoneros. El deterioro de los caminos y postas y la inseguridad general incrementaron
considerablemente unos costos de transporte que ya en la época colonial eran sensiblemente elevados. A los
costos de la guerra se sumó para los pueblos del Interior la pesada tarea de sostener los nuevos estados
provinciales, que surgieron allí donde antes sólo existía un Cabildo o una tenencia de gobernación. Los

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presupuestos provinciales eran por cierto, escuálidos. Aún así, las provincias casi nunca conseguían equilibrar
sus gastos y sus ingresos regulares. El rubro más importante de aquéllos era la guerra. Los fondos para hacer
frente a tan exiguo presupuesto provenían fundamentalmente de los impuestos de aduana. El Estado
completaba sus recursos con las contribuciones, voluntarias o forzosas. Los saqueos, las contribuciones
forzosas, los derechos de tránsito, contribuyeron a agravar la crisis del comercio y la producción iniciada en
1810. Sólo el acceso a mercados más cercanos, como Chile o Bolivia luego de 1825, permitió una lenta
reorientación de la economía hacia la ganadería. El mercado chileno siempre estuvo abierto para las
provincias cuyanas. Poco a poco, a medida que la minería creaba en Chile un mercado consumidor de cierta
importancia, fue desarrollándose una nueva actividad: el engorde en potreros de ganado de las provincias
vecinas, destinado a ser transportado en pie a través de los pasos cordilleranos. Algo similar ocurrió entre las
provincias del Norte y Bolivia, adonde se llevaba, sobre todo, ganado vacuno o mular.
La quiebra del sistema económico que se produjo a partir de 1810 tuvo dos consecuencias principales. Por
una parte, las provincias se orientaron hacia una actividad que se adaptaba mejor a las nuevas circunstancias:
la ganadería. Por otra y en virtud del nuevo ordenamiento económico el Interior se fue apartando
progresivamente de Buenos Aires y se relacionó cada vez más intensamente con centros periféricos.

La decadencia de la “gente decente”

A diferencia del Litoral, en el Interior la sociedad conservaba al comenzar la etapa independiente, firmemente
marcadas, las líneas de casta. La suerte de nobleza urbana acostumbraba designarse a sí misma como la gente
decente y se definía según criterios diversos, no siempre coincidentes. Pese a las apasionadas manifestaciones
de fe igualitaria de sus primeros dirigentes, los gobiernos centrales no hostilizaron a la gente decente. Por el
contrario, procuraron ganarla para su causa y le delegaron importantes atribuciones políticas. Sin embargo,
una serie de factores propios de la nueva situación conspiró contra su solidez y estabilidad. No sólo se
arruinaron los ricos; también los que subsistían gracias a los gajes o rentas de oficios públicos o eclesiásticos
vieron gravemente comprometida su posición. La falta de los recursos habituales, el clima de desorden y
agitación general que envolvía a la sociedad, haciendo poco atractiva la vida contemplativa, y la falta de
vigilancia y controles provocaron incluso un desorden total en la vida monacal. Numerosos problemas
complicaban la situación de los eclesiásticos en el agitado clima político posterior a 1820.
Además, las mismas fuentes de sustento de la gente decente estaban amenazadas. La decadencia de la gente
decente estuvo indisolublemente unida a la de la vida urbana, sobre cuya declinación abundan los testimonios
de la época. La progresiva ruralización aún no había avanzado demasiado a comienzos de la década del 20.
Aunque algunas ciudades habían adquirido algo del barniz europeo propio de Buenos Aires, la mayoría
conservaba el ritmo de vida criollo. Los grupos que iniciaron la lenta reorientación hacia la ganadería salieron
en general de la vieja elite. En Salta o en Córdoba los sectores comerciales poseían además las mejores
tierras, igual que en Tucumán, de modo que apenas hubo un leve cambio de acento dentro de los sectores
tradicionales. La ruralización de la economía y la declinación de la gente decente sólo provocaron, en
definitiva, quiebras parciales en un orden social que, en lo fundamental, permaneció inalterado.

Un nuevo estilo político

La crisis y disolución del Estado nacional significó para el Interior la aparición de un conjunto de poderes
regionales, algunos asentados sobre las antiguas intendencias y otros surgidos de su fragmentación. Junto con
las provincias surgieron los nuevos dirigentes políticos. Su peculiar estilo de gobierno ha merecido numerosos
calificativos, algunos contemporáneos y otros retrospectivos. Sarmiento popularizó una expresión que, en su
pluma, era profundamente crítica: los caudillos. La expresión tuvo éxito, al punto que todos los gobernantes
de las provincias en el lapso que va de 1820 a las últimas décadas del siglo han quedado incluidos en ella. La
mayoría de estos nuevos gobernantes aparecieron en el Interior luego de 1820, cuando ya había sucumbido el
Estado nacional. Martín Miguel de Güemes, el caudillo salteño, fue en ese sentido un precursor. Desde los
años virreinales Salta había sido la llave del comercio altoperuano y su rica oligarquía había prosperado con el
engorde y la venta de mulas para las minas norteñas y con el trafico de productos ultramarinos. Las fuertes
tensiones sociales surgidas de una estructura tan polarizada, se manifestaron ya en los albores de la
Revolución, que aflojó en todas partes el control de las elites. Si el temor a la plebe unía a toda la elite
salteña, la política la dividió profundamente en realistas y patriotas. Lo que se llamó el sistema de Güemes
consistió en hacer al guerra a los españoles empleando solamente recursos locales, lo que explica el
entusiasmo del gobierno central por un hombre que se apartaba tanto de las tradicionales normas políticas. La

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movilización popular en defensa de la frontera y la constante guerra de guerrillas con que enfrentó a las
sucesivas invasiones españolas tuvieron un alto precio: la sistemática destrucción y el consumo de la riqueza
de la vieja elite. Mientras el gobierno porteño respaldó al caudillo, ese apoyo y la movilización de las masas
rurales permitieron a Güemes equilibrar la fría hostilidad de buena parte de la oligarquía salteña. Luego de
1820 ese apoyo desapareció. Tras el asesinato del caudillo, el partido oligárquico se organizó rápidamente.
Poco después, sin embrago, una revolución de elementos adictos al extinto caudillo depuso al gobierno y
colocó al frente de la provincia a José Ignacio Gorriti. Con el nuevo gobernante se restauraba la unidad de la
oligarquía salteña en momentos en que el fin de la guerra con los españoles, que se avecinaba, eliminaba el
principal factor de división.
En las restantes provincias, que había conocido etapas más tranquilas en la primera década, tan agitada en
Salta, los conflictos comenzaron luego de 1820. Tucumán era una ciudad eminentemente comercial, cuya
posición se fortaleció ante la declinación de Salta; las familias tradicionales no sólo controlaban el tráfico
altoperuano sino que obtenían ganancias con la venta de las artesanías locales. En las familias tradicionales se
apoyaron los gobiernos centrales, que nombraron a uno de sus miembros más prominentes, el coronel
Bernabé Aráoz gobernador intendente entre 1814 y 1817. Caído el Directorio, un congreso reunido el 22 de
marzo de 1820 proclamó la República Federal de Tucumán y nombre presidente supremo a Aráoz. Las
rivalidades interprovinciales se complicaron con las violentas disputas de facciones dentro de Tucumán, que
quedo convertida en campo de batalla de Bernabé Aráoz, su sobrino Diego Aráoz y Javier López. Estos,
unidos y apoyados por Ibarra, gobernador santiagueño, en agosto de 1823 pudieron derrotar definitivamente a
Bernabé Aráoz, quien huyó a Salta. El confuso ciclo tucumano terminaba así del mismo modo que el salteño,
con la restauración de la antigua oligarquía y el fusilamiento de la plebe alzada.
Vecina a Tucumán, pero mucho más pobre, estaba la provincia de Santiago del Estero. Sus comerciantes
participaban muy modestamente del comercio altoperuano y obtenían sus mayores lucros de la
comercialización de los productos de los pequeños valles vecinos a la ciudad, y de las artesanías textiles de
los alrededores. La creación de la República de Tucumán suscitó fuertes oposiciones en Santiago,
especialmente entre los comerciantes, sometidos a la tutela de los mercaderes tucumanos. Los ganaderos del
oeste, en cambio, tenían menos que temer de al tutela tucumana; de entre ellos sobresalía Felipe Ibarra, jefe
de milicias en Matará, que rápidamente alcanzó los primeros planos de la vida política santiagueña. Llegó al
gobierno de Santiago del Estero, para conservarlo por treinta años; su triunfo era el de las tropas milicianas
sobre los cuerpos cívicos y el de la zona ganadera de Santiago sobre los sectores comerciales urbanos. La
fatiga de la guerra fue una de las bases del poder de quien consagró los escasos recursos de la provincia a la
defensa de la frontera indígena.
Más al sur de Santiago, la provincia de Córdoba, que participaba activamente de los beneficios del comercio
altoperuano, sufrió mucho con su interrupción. Pero Córdoba era también capital política y eclesiástica y sede
universitaria. Los puestos públicos, las cátedras y las sillas capitulares eran otras fuentes de ingresos, poder y
prestigio para una elite que, aunque dividida por profundos enfrentamientos de familias y de facciones, se
mantuvo cerrada y homogénea. El ejército del norte, llamado por el Directorio para combatir a los caudillos
litorales, se desangraba en luchas inútiles contra un enemigo al que no podía obligar a un enfrentamiento
decisivo. Esta situación y el visible colapso del Directorio, movieron a un grupo de oficiales a encabezar el 9
de enero de 1820 el levantamiento de Arequito: mandados por el jefe del estado mayor, el general Juan
Bautista Bustos. Mientras un Cabildo deponía en Córdoba al gobernador intendente y designaba en su lugar a
José Javier Díaz, las tropas sublevadas entraban en la ciudad. El triunfo de éste fue efímero, Bustos se
indispuso con el partido federal por haber proclamado a Díaz y desde el momento empezó a plegarse al
partido directorial, hasta resultar elegido gobernador. El ejército nacional, cuya fuerza le había permitido
llegar al gobierno, se fue disolviendo rápidamente en parte porque el Estado nacional había dejado de
sostenerlo; pero las milicias rurales a cuyos jefes designaba el gobernador, dieron una nueva base de apoyo a
Bustos, que poco a poco pudo adquirir una cierta autonomía frente a aquellos que lo habían llevado al poder.
Mediador entre Buenos Aires y Santa Fe en 1820, se convirtió en el polo de la oposición a Buenos Aires en
los años siguientes y, poco después, en uno de los principales protagonistas de la crisis de 1826.
La Rioja presentaba una geografía variada, cuyas diferencias se traducían en una estructura socioeconómica
compleja. La zona de los valles del oeste era apta para la agricultura de regadío: aguardientes y vinos para la
exportación, cereales para el consumo local, agregándose el cerro de Famatina, con sus yacimientos de plata.
En la zona de Los Llanos se estaba produciendo en cambio un pujante crecimiento de la explotación
ganadera, con constantes aportes de población de las zonas vecinas. En 1820, el Cabildo de la ciudad de La
Rioja apresuró su separación de la intendencia de Córdoba, frente a la cual los riojanos tuvieron una actitud
recelosa. Las viejas familias riojanas, agrupadas en facciones enfrentadas, se disputaban con violencia el

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poder. En setiembre de 1820, La Rioja fue invadida por los restos de un destacamento huido de San Juan. Un
par de semanas después, el comandante de campaña Juan Facundo Quiroga reunió sus milicias, derrotó a
los invasores y restableció el orden. No quedaban ya dudas sobre donde residía el poder en la provincia.
Debiendo buscarse nuevo gobernador, Quiroga designó a Nicolás Dávila, reservándose él tan sólo el poder
real, que lo seguía en Los Llanos. En 1823, finalmente expulsó a Dávila, aunque sin hacerse cargo del
gobierno personalmente; en realidad nunca quiso hacerlo, como señala Sarmiento. Al igual que en Santiago,
un hombre de la campaña desplazaba a los antiguos grupos urbanos.
En la zona cuyana, los cambios socioeconómicos fueron menos marcados. Mendoza era una provincia con
una próspera agricultura de riego. La reapertura del tráfico con Chile había devuelto a los comerciantes su
antigua prosperidad. La existencia de una frontera indígena en el sur, y la inevitable creación de milicias,
armadas y dirigidas por los hacendados de la zona, crearon las condiciones para futuras tensiones políticas.
Durante los años siguientes, un próspero comerciante local, Pedro Molina, ejerció un gobierno pacífico y
progresista. Aquí también creció la influencia de las tropas de frontera, a cuyo frente se encontraba el general
Aldao, hermano de quien a la postre se alzaría con el poder; pero su triunfo será más tardío.
La prosperidad de Mendoza contrastaba con la miseria de San Juan. Menos vinculada al tráfico con Chile, los
productos de su agricultura sufrieron la competencia ruinosa de los ultramarinos, que desalojaron al vino, al
aguardiente y al aceite sanjuaninos de los mercados porteños. Tras la deposición en enero de 1820 del teniente
gobernador, primero con el general Pérez de Urdininea, y luego con Salvador María del Carril, el gobierno
de San Juan entró en los cauces normales, conservando el predominio de la clase ilustrada. Su gobierno
correspondía a lo que en la época se denominaba ilustrado o progresista. Hubo mejoras urbanas, se
rectificaron las calles y se abrieron avenidas, se mejoró el sistema de regadío, se creó el registro oficial y se
estableció una imprenta. También, a imitación de Buenos Aires, se suprimieron los conventos y se estableció
la libertad de cultos. En 1825, un movimiento promovido por el clero local lo depuso.
Luego de repasarse los distintos procesos políticos provinciales, pueden señalarse algunos rasgos comunes de
estos gobernantes que responden a situaciones socioeconómicas distintas. Todos ellos, a excepción de
Güemes, surgieron a la vida política después de 1820 y no conocieron, como sus similares del Litoral, una
etapa inicial de enfrentamiento con el gobierno central; por el contrario, el derrumbe de éste fue el que los
colocó súbitamente en el primer plano. Tampoco fueron hombres totalmente nuevos, pues la mayoría inició su
carrera política en puestos de segunda línea de un Estado nacional que en sus últimos años de existencia fue
delegando más y más su autoridad en ellos. El prestigio del poder central, trasmitido a sus ejecutores directos,
contribuyó en no poca medida a encumbrarlos. De algún modo, el poder de los nuevos gobernantes se
vinculaba con la existencia de la gran propiedad rural. En todos los casos las organizaciones de milicias
rurales, indisolublemente unidas a las grandes propiedades -que suministraban los hombres y las posibilidades
materiales de armarlos y organizarlos- fueron las bases del nuevo poder. Si los nuevos gobernantes no eran
hombres nuevos, su estilo político era totalmente original. Luego de 1820, gobiernos más sencillos, con
cuerpos colegiados disminuidos, restaron campo a las peleas facciosas. Los nuevos poderes debieron buscar
sustentos diferentes a la tradicional autoridad moral de las elites y los hallaron únicamente en la fuerza
militar, que provino al principio de algún cuerpo del ejército nacional y luego, sin excepciones, de las milicias
rurales. Este nuevo estilo político debía tener importantes consecuencias. Aún cuando la mayoría de los
gobernantes eran hombres de ciudad, las bases fundamentales del nuevo poder estaban en el campo, en las
estancias que suministraban hombres para las milicias. Pero, además, los nuevos instrumentos de poder
implicaban la participación activa de los sectores populares, que contribuían a integrar las milicias y cuya
fidelidad al jefe era un elemento importante de su poder. Los caudillos del Interior fueron, casi sin excepción,
hombres de orden, que conocían el valor que tenía para la prosperidad la paz social. ¿Cuál fue la actitud de la
vieja elite política desplazada y mediatizada por los nuevos gobernantes? En general, la elite necesitaba de
esos caudillos, únicos capaces de asegurar un gobierno estable y ordenado. En un plano más concreto,
indudablemente los miraban con hostilidad. Esta hostilidad entre el caudillo y la elite no era una guerra total.
Ni ésta podía vivir sin el Estado, ni los caudillos podían prescindir de un mínimo de personal ducho en las
tareas administrativas. Aparecieron entonces los consejeros o secretarios de unos gobernantes poco capaces
de afrontar las tareas cotidianas del gobierno.
Una economía que había sufrido una crisis violenta y que lentamente encontraba cauces alternativos; una
viaje oligarquía urbana, duramente golpeada, que se adaptaba con dificultad a la nueva situación: tales son las
raíces profundas de los nuevos poderes que, sin embargo, debieron adoptar un estilo político profundamente
renovado. La suma de estos poderes, ninguno de los cuales era lo suficientemente fuerte como para practicar
una sostenida política de hegemonía, produjo un equilibrio interprovincial inestable, cuidadosamente
cultivado por Buenos Aires.

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Capítulo III

El Litoral: las consecuencias de la guerra

La segunda mitad del siglo XVIII trajo importantes cambios para la región. La expulsión de la orden jesuita
provocó el derrumbe de las comunidades; los guaraníes las abandonaron, escapando algunos e incorporándose
otros a las haciendas, obrajes o plantaciones vecinos. Pero simultáneamente, la apertura del puerto de Buenos
aires y la creación del Virreinato abrieron otras posibilidades para un nuevo Litoral. Desaparecido el ordenado
litoral jesuítico, aparecía otro, mucho más salvaje y dinámico a la vez. La explotación regular cedía lugar a la
rústica vaquería. Este acelerado crecimiento de la explotación ganadera sobre una tierra despoblada se
produjo sobre todo en Entre Ríos y la Banda Oriental, mientras que en Santa Fe predominaba la explotación,
más tradicional y ordenada, del mular. Esta zona vacía se pobló aceleradamente. El crecimiento vertiginoso
del Litoral escapaba a las pautas de la sociedad colonial, rígidamente estratificada.
La libertad de comercio abría inusitadas perspectivas para esta región, pero el monopolio del puerto de
Buenos aires creó las bases del conflicto con una zona productora que veía que el grueso de los beneficios
quedaba en manos del férreo sistema comercial porteño. Diez años de guerra, con suerte dispar, no pudieron
cambiar la relación de fuerzas, y en 1820 el monopolio del puerto era tanto o más férreo que en 1810. La
guerra, sin embargo, introdujo en ese lapso transformaciones tan profundas en la economía y la sociedad
litoraleñas que, sin duda, puede caracterizarse a la etapa que se inicia en 1820 como de reconstrucción de una
riqueza agotada y de una sociedad desgarrada.

La destrucción de la ganadería

La libertad total de comercio que estableció la revolución debía abrir grandes perspectivas a la ganadería
litoraleña. No todos, sin embargo, habrían de beneficiarse de igual manera. La cría de mulas que se
practicaba en Santa Fe con destino al Alto Perú se resintió profundamente con las perturbaciones en los
circuitos comerciales del norte. Mientras Santa fe iniciaba la difícil reconversión de su ganadería para el resto
del Litoral el problema consistía en encontrar un puerto alternativo al de Buenos Aires, que le permitiera
liberarse de la tutela de los comerciantes porteños. Si la alteración de los circuitos comerciales desplazó un
tanto a la ganadería de la región de la posición privilegiada que ocupaba, la guerra que libró contra los
españoles primero y contra Buenos Aires después minó profundamente las bases mismas de esa riqueza.
El objeto fundamental de la explotación eran los cueros. La guerra que se libró en el Litoral entre 1810 y 1820
afectó profundamente esta riqueza. En Corrientes, como en Entre Ríos y la Banda Oriental, la liquidación de
la riqueza ganadera y la desorganización de la producción eran atribuibles a la movilización militar del
artiguismo; en Santa Fe, donde el fenómeno se dio en forma mucho más atenuada, fueron las tropas porteñas,
que defendieron hasta último momento su control sobre una provincia vital para las comunicaciones con el
Interior, los responsables de los saqueos y depredaciones. No siempre fueron las partidas de provincias
vecinas las responsables del saqueo pues las mismas necesidades de la guerra obligaban a los gobernantes a
imponer pesadas contribuciones a sus gobernados. En ese clima de desorden e inseguridad, las formas
normales de explotación ganadera fueron abandonadas y allí donde algún lote ganado podía ser salvado de
saqueos y requisiciones, era natural que sus dueños procuraran liquidarlo lo más rápidamente posible. En esa
situación pudieron hacer excelentes negocios algunos comerciantes británicos que aprovechando la inmunidad
que les daba su condición de ingleses, transitaban entre las líneas de combate. La presencia de los
comerciantes británicos se agregó a los efectos de la guerra para acelerar la liquidación de la riqueza ganadera
del Litoral. La introducción de la moneda en las transacciones, efectuada por los comerciantes británicos,
aceleró notablemente el intercambio y permitió a los hábiles comerciantes introducir en el consumo local
numerosos productos británicos provistos por las casas comerciales metropolitanas, con los que recuperaban
el capital en giro. Los propios hacendados, que vendían a los británicos los cueros, se convertían en
comerciantes minoristas en sus haciendas. De ese modo, la presencia de los comerciantes, atraídos por una
coyuntura excepcional, provocaba una alteración profunda en el funcionamiento de los circuitos económicos
locales.
Agotada en una década la riqueza ganadera por la acción combinada del comercio libre y la guerra, luego de
1820 la preocupación central de los gobiernos provinciales fue la de reconstruir esa riqueza y asegurar la paz
a sus provincias, pues sólo en paz podía restablecerse el orden rural necesario para la reconstrucción
económica. El fin de la liquidación de ganados trajo también el de ese sistema comercial que, con desenfreno,

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había contribuido a ello. La reconstrucción ganadera fue muy lenta. Después de la restauración del orden
interno y de la tranquilidad pública, por estar mejor gobernada y por la seguridad que se da a la propiedad
pública, Buenos Aires ha recobrado el ganado que otrora poseyó. Córdoba va recuperando su ganado
paulatinamente, pero Santa Fe a causa de la inseguridad que aún prevalece, está desprovista de él.

Una sociedad homogénea

Sobre una campaña salvaje y pujante, las ciudades ejercieron un control mucho más intermitente y atenuado
que en el Interior y la debilidad de la vida urbana fue el primer rasgo distintivo de esta sociedad. Los centros
urbanos del Litoral tenían una envergadura muy inferior a los del Interior y participaban en menor medida de
la actividad económica de sus campañas. Las actividades urbanas eran más intensas en Santa Fe, ciudad que
desde los tiempos de los jesuitas tenía una mayor tradición comercial y eclesiástica. Ambas actividades
habían retrocedido considerablemente luego de 1810, pero no lo suficiente como para borrar totalmente los
vestigios de una sociedad urbana que guardaba cierta semejanza con las del Interior. La misma existencia de
una administración pública rudimentaria explicaba la perduración de un pequeño sector decente. A ellos se
unían, en ese estrato alto, los comerciantes. Corrientes, que había sido un asentamiento relativamente
importante, ubicado en un punto clave para las comunicaciones con el paraguay y con las Misiones, tenía por
entonces una vida propia, al margen de la evolución de la campaña ganadera. El comercio de importación y
exportación se vinculaba con la existencia de una zona agrícola muy poblada y activa en torno de la ciudad.
Esta campaña agrícola vecina a la ciudad constituía un importante mercado consumidor de productos
importados La ciudad de Corrientes y su entorno agrícola constituía una realidad mucho más compleja que la
de las otras ciudades del Litoral. El amplio estrato artesanal, la existencia de un comercio local relativamente
importante y una antigua tradición religiosa, explicaban la existencia de una sociedad similar a la de las
ciudades del Interior, aunque las líneas de casta tendían a borrarse por las mezclas. Las formas de vida del
minúsculo sector decente estaban menos europeizadas, y también menos atadas a convenciones rígidas que las
del Interior. El frecuente uso del guaraní en las damas correntinas testimoniaba también la debilidad de la
europeización de unas elites que, incluso, desdeñaban a veces el uso de calzado. Las formas de convivencia
reflejaban esa rusticidad de la sociedad del Litoral.
Modestia de la vida, rusticidad de las costumbres, libertad en el trato entre los sexos eran testimonio de una
sociedad urbana que no había llegado a elaborar formas de vida absolutamente opuestas a las del contorno
rural; expresaban también la escasa penetración de las costumbres y formas de vida europeas que iban
imponiéndose en la sociedad urbana del Interior o de Buenos Aires. Una frontera abierta, una sociedad poco
estratificada, donde las posiciones heredadas no pesaban, y donde era posible la aventura individual, basada
en las propias aptitudes, en el talento y el coraje: tal era el medio social donde se había conformado ese tipo
de vida libre. La misma ausencia de un sector terrateniente sólidamente arraigado y cerrado contribuía a esa
falta de tensiones internas. La tierra era alcanzable y además, poco deseada; por eso, las tensiones sociales
eran escasas. Allí donde apareció este tipo de tensiones, como en la Banda oriental, los movimientos sociales,
como el artiguismo, las tradujeron en términos políticos; en el resto de los casos, los enfrentamientos se
dieron en bloque contra Buenos Aires y no produjeron fisuras o fracturas internas. En cambio, todo el orden
productivo local fue afectado por la larga guerra que allí se libró. La tarea de los gobiernos que se
constituyeron después de 1820 consistiría en restaurar el orden en una sociedad cuyas bases no habían sufrido
ninguna modificación. La sencillez misma de la tarea aseguraba su éxito.

Una política de orden

En 1820, luego de diez años de lucha, las provincias del Litoral obtenían un rotundo triunfo sobre el
centralismo porteño. Pero si la lucha contra Buenos Aires había dado homogeneidad y coherencia al frente
federal, no por eso eran menores las diferencias entre las provincias, que, una vez logrado el objetivo político
común, comenzaron a manifestar divergencias. La hora de la victoria final fue precisamente la de la
dispersión.
Luego de la derrota de Tacuarembó, Artigas había cruzado el Uruguay, para instalarse en la costa entrerriana.
Ya se había manifestado reticente ante el proyecto de invasión de Buenos Aires, y el texto del Tratado del
Pilar lo confirmó en sus sospechas: la expulsión de los portugueses de la Banda Oriental había dejado de ser
la preocupación fundamental de Ramírez y López. Desaparecido Artigas, comenzaba la última y más brillante
etapa de la vida de Pancho Ramírez. En setiembre de 1820 había organizado la República de Entre Ríos de
la que se proclamó supremo gobernante. Poseía entonces una poderosa y aguerrida fuerza militar, que

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aterrorizaba a sus enemigos. Para los grupos políticos que comenzaban a imponerse en la ex capital, Ramírez
constituía el principal enemigo y su neutralización se transformó en el objetivo central de las relaciones de
Buenos Aires con las demás provincias. En los primeros meses de 1821 el cerco parecía haberse cerrado, pese
a que Ramírez todavía insistía en reclamar la alianza santafesina. Sus aguerridas tropas seguían obteniendo
victorias, pero sufrían un desgaste creciente. En Río Seco, al norte de Córdoba, se topó con las tropas del
gobernador delegado de Córdoba, Francisco Bedoya, quien lo derrotó definitivamente.
Estanislao López fue el único sobreviviente de la década artiguista. Luego de 1821, Santa Fe concentró sus
esfuerzos en una reconstrucción interna que exigía mantener la paz y las buenas relaciones con Buenos Aires.
La tarea fue lenta y dificultosa. Por otra parte, el problema indígena, en Santa Fe como en el resto de la
frontera, se convirtió en acuciante. La defensa de la frontera se constituyó en la principal preocupación del
gobierno. La política de López correspondía a los intereses de los sectores ganaderos, que predominaban
masivamente en la provincia. Sin embargo, el gobernador poseía una base de poder que le permitía manejarse
con cierta independencia frente a los hacendados: las tropas de frontera. La autoridad del gobernador se
acentuó por su capacidad de mantener vigente el prestigio militar de las tropas santafesinas sin
comprometerse en acciones bélicas, salvo cuando fue estrictamente necesario.
En entre Ríos la República no pudo sobrevivir a la muerte de Ramírez. Ricardo López Jordán, medio
hermano de aquél se hizo cargo del gobierno e intentó mantener la guerra contra Buenos Aires. Unos meses
después, el coronel Lucio Mansilla, que mandaba parte de las tropas, se sublevó, lo depuso y se hizo elegir
gobernador. La base de su programa era la paz con Buenos Aires. Su gobierno se ajustó a la pautas de
administraciones progresistas que, inspirándose en el ejemplo de Buenos Aires, predominaron
contemporáneamente en varias provincias. Se dictó un Estatuto en 1822; se organizaron la administración, la
justicia y el sistema rentístico, y se levantaron algunos edificios públicos. Esta administración progresista se
desenvolvió en medio de la más terrible penuria financiera. Su política consistió en recurrir al auxilio
financiero porteño, que periódicamente otorgó a Entre Ríos empréstitos relativamente importantes. Así se
fueron anudando vínculos cada vez más estrechos con Buenos Aires. La propia impopularidad de Mansilla en
la provincia, que fue creciendo a medida que pasaba el tiempo, lo obligó a apoyarse en sus aliados porteños.
En Corrientes, al fin del artiguismo sucedió la dominación entrerriana. La derrota y muerte de Ramírez
aceleraron la recuperación del poder por la elite correntina y, desde entonces, la vieja oligarquía urbana se
afirmó en el poder. Pero el nuevo poder dejó de apoyarse con exclusividad en el respaldo militar de los
cuerpos cívicos: las milicias rurales prestaron también su apoyo a las autoridades. Estas milicias comenzaban
a tener un peso creciente, pues el problema indígena era grave y se necesitaba consolidar las fronteras. Más
difícil fue la situación de las Misiones, donde el comandante Aguirre aspiraba a heredar la jefatura dejada
vacante por Andresito Artigas primero y por Sitty después. Los conflictos de Corrientes con las Misiones
fueron permanentes. El aparato militar fue adquiriendo así una importancia creciente. La creciente
prosperidad económica de la provincia se apoyaba, no sólo en la reconstrucción ganadera, sino en el
florecimiento de un conjunto de actividades urbanas y agrícolas: el tabaco en primer lugar, las curtiembres y
otras actividades agrícolas menores, que posibilitaban un activo tráfico con Buenos Aires.
Si algo caracterizó al nuevo clima político del Litoral luego de 1820, fue esa tónica general de orden y
reconstrucción. Luego de 1820, fue preocupación de todos los gobiernos salvaguardar a toda costa la tan
preciada paz, y ahí demostró su sabiduría Estanislao López, que logro conservarla por largos años en su
provincia, sin comprometer el prestigio militar ganado duramente. La paz externa estaba unida a una
administración eficaz, ordenada legalmente -todas las provincias tuvieron su Estatuto Constitucional- y en
general al mantenimiento de un orden público largamente extrañado. Todo ese progreso se basaba en una
lenta y difícil reconstrucción de la riqueza ganadera, que obligaba no sólo a una tenaz defensa de las
descuidadas fronteras indígenas, sino al establecimiento de un riguroso orden en el trabajo rural: la papeleta
de conchabo y las disposiciones de la ley de vagos, que tan rápidamente se difundieron por entonces en
Buenos Aires, también tuvieron éxito en el Litoral.
Nadie hubiera previsto, en 1820, el sorpresivo giro que tomaron los acontecimientos en el Litoral. Agotadas
luego de diez años de lucha, enfrentadas entre sí, las provincias recurrieron al apoyo porteño, para iniciar la
dura y difícil reconstrucción. Mientras el Interior se aleja de Buenos Aires, el Litoral vuelve a acercarse a su
vieja capital.

Capítulo IV

Buenos Aires: la nueva riqueza

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Para Buenos Aires, 2820 representó el momento en que desechadas las ilusiones que había despertado la
Revolución, la provincia encontró en el desarrollo de su ganadería, un rumbo que no habría de abandonar en
las tres décadas siguientes. La revolución provocó la destrucción de aquellos circuitos comerciales que habían
hecho la grandeza de Buenos Aires en las últimas décadas del período virreinal: el Alto Perú, en primer lugar,
y una a una, las otras regiones, se fueron separando de la capital. En momentos en que su actividad y su
riqueza eran duramente golpeadas, los comerciantes porteños debieron soportar la victoriosa instalación de los
primeros contingentes de comerciantes británicos, que dominaron rápidamente la plaza. Con tantas cartas a
favor de los británicos, fueron estériles los intentos locales para limitar su accionar. Quedaron para los
comerciantes locales algunas actividades en las que podían hacer pesar su mejor conocimiento del país o sus
vinculaciones políticas. También era posible otra gran especulación, llena de riesgos, pero con altas
recompensas: el corso. En los años finales de la primera década, la venta de patentes a aventureros extranjeros
se convirtió en una verdadera industria rioplatense.
El comercio libre abrió insospechadas posibilidades para quines fueran ricos en ganados, pero Buenos Aires y
su campaña no lo eran y esta situación ya se había advertido en las últimas décadas del siglo XVIII. Por
entonces fue el Litoral el que aprovechó más intensamente la expansión. Buenos Aires, mientras tanto, era
pobre en tierras: la frontera se mantenía detrás del Salado y sólo era segura la posesión de un estrecho
corredor que permitía las comunicaciones con el Interior. Crisis de la economía mercantil, onerosos
impuestos, presencia de competidores afortunados, falta de alternativas en el campo, fracaso de otras
posibilidades: tal era el clima en que se desenvolvió la burguesía mercantil porteña en la primera década
revolucionaria.

El surgimiento de la clase ganadera

De la crisis política que cubrió la provincia durante el año 20 surgió una solución que aseguró varios años de
estabilidad. Esto se debió a que, simultáneamente, los sectores altos de Buenos Aires comenzaron a encontrar
el camino para superar su propia crisis. El progresivo interés en la ganadería se aceleró notablemente luego de
1820 y desde entonces la explotación pecuaria se convirtió en la gran empresa porteña. Buena parte del viejo
sector mercantil descubrió allí nuevas e insospechadas posibilidades y los miembros de las viejas familias
comerciales aparecieron en pocos años trocados en emprendedores estancieros. Se estaba produciendo el
nacimiento de la oligarquía terrateniente porteña, columna vertebral de la provincia primero y de la Nación
después. No fue, sin embargo, un nacimiento espontáneo: la coyuntura creaba las condiciones favorables;
poro fue el Estado provincial el que puso enteramente los recursos de la provincia al servicio de su
crecimiento. Tras la frontera blanca, la amenazante presencia de los indios pampas, atraídos por el ganado
cimarrón, hacia problemático cualquier intento de expansión. Desde 1815 el lento y casi espontáneo avance
de la frontera fue alterando el equilibrio. La crisis política de 1820 obligó a utilizar los cuerpos de frontera
para la defensa de la ciudad, con lo que todo el sistema quedó desorganizado; y ésta pareció ser la señal para
que los indios iniciaran sus incursiones, cada vez más temerarias. En los últimos días de 1820 inició Martín
Rodríguez, flamante gobernador y experimentado jefe de los cuerpos de frontera, la primera de las campañas
contra los pampas. En 1821 la situación se fue haciendo más crítica. Los indios llegaban incluso a 50
kilómetros de la ciudad, y habían arreado más de 60000 cabezas de ganado: la vieja frontera colonial estaba
permanentemente amenazada. La fundación de Tandil llevó la frontera a los contrafuertes de la sierra de
Tandil y de Balcarce y ganó para los blancos una vasta llanura entre el Salado y las sierras, que en rigor no
estaba habitualmente ocupada por los indios. La abundancia de aguadas naturales la hacía excelente para la
ganadería. La posesión se fue consolidando en los años siguientes: entre 1825 y 1827, el coronel Rauch llevó
vigorosos ataques contra las tolderías indígenas, del otro lado de la sierra de a Ventana. En 1833 combinando
hábilmente la negociación con la intimidación, Rosas llegó a un acuerdo con los principales caciques.
El Estado había ganado la tierra necesaria para la expansión ganadera, y a él le correspondía distribuirla. En
1822, el gobierno prohibió la venta de la tierra fiscal de la provincia, autorizando en cambio su entrega en
arrendamiento por veinte años, según el sistema de enfiteusis. Las entregas se hicieron sin límite de extensión
y los adjudicatarios estaban incluso autorizados para subarrendarla. La ley de enfiteusis consolidaba la
propiedad latifundista en la provincia y regalaba graciosamente la tierra a las personas que poseían alguna
vinculación para obtener la adjudicación de un lote. De hecho, los cánones estipulados resultaron
progresivamente reducidos por la rápida desvalorización del papel moneda y por otra parte, sus pagos se
hicieron cada vez más raros. Incorporar a la actividad productiva una extensión tan vasta debía tropezar con el
problema de la escasez de mano de obra. La llanura litoral era una zona escasamente poblada, y la mayoría de
sus habitantes no tenía interés o necesidad de participar en una actividad productiva sistemática. Ahora bien,

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si esto era grave para los nuevos hacendados, dispuestos a encarar su actividad con criterio empresario, más lo
era la natural indisciplina de la población rural; es decir, la reticencia de los paisanos a acatar las relaciones
autoritarias que según los hacendados, emanaban de las diferencias sociales. El problema de la indisciplina
social, de la práctica normal del cuatrerismo o de la cacería de avestruces, se relacionaba con la existencia de
un vasto circuito comercial que permitía dar salida a los animales robados, a las pieles o a las plumas de
avestruz. El desierto recién conquistado se pobló rápidamente. Los aportes migratorios vinieron en buena
medida del Interior: la pampa se pobló de cordobeses, santiagueños, tucumanos, cuyanos o santafesinos y
también muchos indios se incorporaron al trabajo normal de la estancia. La escasez de población se mantuvo,
sin embargo, como un problema crónico en las décadas siguientes. El apoyo del estado fue decisivo para la
eliminación de los vagos o mal entretenidos. Contra ellos comenzó a aplicarse sistemáticamente la legislación
existente. Sin embargo, la escasez de la población obligaba entonces a aplicar la ley con suma moderación, y
además, a proporcionar a los sancionados un destino que de algún modo cumpliera una función dentro del
proceso expansivo de la ganadería. En la aplicación de esta legislación tuvo una importancia decisiva el nuevo
sistema policial y judicial que, dentro del conjunto de reformas administrativas que se estaban realizando en la
provincia, comenzó a funcionar en la campaña. El gobierno provincial dispuso la centralización del aparato
policial y judicial mediante la creación del departamento de policía, con los comisarios de ciudad y campaña;
a él se agregó el sistema de jueces de primera instancia -dos en la ciudad y tres en la campaña- de los que
dependía un número variable de jueces de paz. El juez de paz no era rentado, pues se consideraba su función
carga pública y lo elegía el gobierno provincial de una terna seleccionada entre las personas más respetables
del lugar. El gobierno se preocupó por asegurar la lealtad política de sus funcionarios, elegidos por su natural
gravitación, entre los hacendados locales. La importancia del cargo creció a medida que el juez fue asumiendo
funciones de policía o de recaudador de impuestos. Todo el control de la vida social y económica pasaba por
las manos de estas autoridades y especialmente la aplicación de la legislación referente a los vagos y al
servicio de frontera. La organización miliciana terminó de completar la autoridad de los hacendados, aunque
aquí la delegación de poderes por parte del gobierno provincial fue menor.

La empresa ganadera

La conquista y distribución gratuita de nuevas tierras y el uso del aparato judicial y policial para compeler la
población rural al trabajo, fueron las contribuciones fundamentales del Estado provincial al surgimiento de la
nueva clase ganadera y a la conformación de un orden social y económico basado en la estancia. Dentro de
los límites de ésta, la producción fue organizada según las pautas de la empresa capitalista. El clima general
de pobreza de capitales hizo que las intervenciones iniciales fueran reducidas: por otra parte, el producto
demandado -un cuero rústico y grueso- no justificaba excesivos refinamientos. En los cálculos relativos al
equipamiento, el único gasto computado era el del ganado, pues la tierra no figuraba como costo. Las mejoras
tecnológicas fueron escasas: ni alambradas, ni refinamiento en la cría; la misma introducción de ovejas se
hizo mucho después. Donde el espíritu empresario se manifestó con más claridad, fue la organización,
disciplina y racionalización de la mano de obra. A los mecanismos coactivos externos se agregó a menudo el
clásico sistema del endeudamiento. También se elaboró un código muy estricto que se complementaba con la
paternal autoridad personal del hacendado. Inexorablemente fueron eliminados todos los marginales al orden
de la estancia. Juntos con estos fueron eliminadas las pulperías volantes, a través de las cuales se realizaban
los frutos del pequeño robo.
El desarrollo de los saladeros vino a completar los beneficios de la explotación pastoril. Los establecimientos
eran sencillos, y exigían escasas inversiones para su instalación. La mano de obra también constituyó un
problema, por su escasez general, agravada por los requerimientos militares. Los mercados consumidores del
tasajo fueron, casi exclusivamente, el Brasil y Cuba.
Cueros y tasajo, junto con otros productos secundarios, como el sebo, las astas, la cerda y otros, se
complementaron adecuadamente. Los cueros constituyeron el rubro fundamental, pues el valor de sus
exportaciones cubrió habitualmente entre el 60 y 70 por ciento del total, mientras que el tasajo apenas se
elevaba algo por encima del 10.

El comercio: ingleses y porteños

La expansión ganadera reforzó, en definitiva, la estructura comercial instalada desde 1810, en la que el sector
británico tenía un indiscutible predominio. Inglaterra fue -por lo menos hasta 1830- el principal y casi
exclusivo comprador de los cueros criollos, y sólo en la década siguiente crecieron las compras de Francia y

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de otros países europeos. El crecimiento de las exportaciones no llegó a compensar al de las importaciones,
que también ascendieron vigorosamente. La venta de cueros posibilitaba la adquisición de las manufacturas
metropolitanas, cuya colocación seguía siendo el principal interés de los ingleses. Se ha señalado también
que el empréstito contratado en Inglaterra en 1823 sirvió en definitiva para financiar las importaciones. El
predominio mercantil se apoyaba en excelentes relaciones con los sectores políticamente dominantes y con
muchos comerciantes locales, que terminaron en definitiva por convertirse en socios del grupo británico. Los
norteamericanos constituían por entonces la única y débil competencia de los británicos. Los mercados
consumidores de productos importados fueron los que sufrieron las transformaciones más sustanciales. La
expansión ganadera creó en la provincia un mercado consumidor que, por su importancia creciente, fue
desplazando al del Interior. Muchas provincias, inclusive, empezaron a encontrar en la campaña porteña un
mercado cada vez más amplio para colocar, por ejemplo, yerba, tabaco, aguardiente, mientras que muchos
mercados del Interior, cada vez en mayor medida abastecidos por el comercio británico de Valparaíso, dejaron
de ser la preocupación fundamental de los comerciantes porteños. Buenos Aires no sólo se bastaba a sí misma
para las exportaciones, que daban vida al poderoso comercio porteño, sino que la propia ciudad y la campaña
se habían transformado en el principal mercado consumidor de los productos importados.

La ciudad: lo criollo y lo porteño

Si el crecimiento demográfico fue grande, la transformación física de la ciudad fue, en cambio, mucho más
lenta, defraudando las ilusiones de sus dirigentes. Tampoco la edificación de la ciudad había experimentado
cambios notables, conservando, en lo esencial, su tranquila fisonomía colonial, algo chata pero agradable. En
esos años, una de las mayores novedades de la ciudad eran las casas de alto. La apertura del puerto, la
frecuente llegada de buques de otros países, la radicación de una numerosa colectividad extranjera, el ansia,
en fin, de los sectores ilustrados de adoptar lo mejor de las sociedades civilizadas, introdujo cambios en las
formas de vida y de convivencia. Estos cambios, no alteraron, en el fondo, las viejas formas de una
sociabilidad criolla que fue conquistando a los extranjeros. Fue entre las clases altas donde más arraigaron las
nuevas costumbres, que en esos años experimentaron avances, debido, en buena medida, a los huéspedes
extranjeros. Donde más visiblemente se manifestaban los cambios era en la religiosidad. El antiguo y algo
aparatoso fervor de raigambre hispana empezaba a ser reemplazado, en los círculos ilustrados, por un fino
escepticismo. Los sectores populares permanecían adheridos a las tradiciones criollas.

[Luis Alberto Romero, La feliz experiencia. 1820-1824, Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1976.]

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