Sunteți pe pagina 1din 37
Pedro Urdemales, un huaso del campo, pero no de las chacras Cuando yo era nifto, conoci a Pedro Urdemales en mi Libro de Lec- tura, donde era el cartero del otro mundo. A la salida de la escuela me volvia lentamente a casa, deteniéndo- me en cada esquina, sin perder la espe- ranza de verlo entrar al pueblo mon- tado al revés en un burro, mirando hacia atras... jUrde - males...! Con ese apellido le resulta bien dificil negar su fama de pillo. Sin embargo, él asegura que no en- gana a nadie. ;Otra cosa muy distinta es que no se deje enganar! Y yo dirta que junto con algu- nas diabluras suele darles un merecido escarmiento a los avaros, que quisie- ran tener una ollita que caliente sin fuego, 0 un drbol que en vez de frutos dé dinero, 0 un sombrerito que pague SUS gastos... Pedro Urdemales les dice «no, fores: si quieren gastar menos, eco- nomicen combustible, gdnense el dine- ro con el sudor de su frente y paguen sus deudas». Pero la opinion mas importan- te es la que cada uno se forme después de conocer las aventuras y desventuras de este roto suftido y divertido, de este huasito que, segin dicen que dice, vie- ne del campo, pero no de las chacras.. Floridor Pérez Una verdad del porte de un certo Un pueblino de esos que creen saberlo todo, se encontré con Pedro Ur- demales en un polvoriento camino rural. Al verlo de chupalla, pan- talon arremangado y ojotas, se le ocurrié burlarse de ese huasito. A poco de entablar conversa- cién, le dijo: —2Y qué tal es para calcular, amigo? —Me defiendo no mis, sefior -respondié Pedro, con humildad. —Bueno pues, digame en- tonces, ;de cudntas camionadas cal- cula usted que podrfa llevarme a la ciudad aquel cerro? 12 Y le mostraba el cerro més al- to del lugar, en cuya cumbre una enorme cruz parecfa abrazar al valle, Pedro se acomodé la chupalla con aire pensativo: —Eso depende del tamafio de su camién, caballero. Si su camién es de la mitad del cerro, va a necesitar dos camionadas. Pero si se consigue un camién del porte del cerro, ;de una camionada se lo lleva! La apuesta con un campeon Una helada mafiana de invier- no, camino de la ciudad, Pedro Ur- demales encontré un gorrién casi escarchado, que ni podia caminar, mucho menos volar. Compadecido, lo recogié y se lo eché al bolsillo. Entrando a la ciudad pas6 por el estadio, donde se entretuvo mirando a un atleta que se entrenaba en el lanzamiento de la bala. Pedro parecta tan interesado, que el deportista pensé jugarle una broma y lo llamé a la pista. —Pareces un huaso forzudo le dijo a modo de saludo- y si me 15 ganas a lanzar la bala, te invitaré a una parrillada en el restaurante del frente... De una cancha vecina habfa caido una destefida pelota de tenis, y el lanzador la tomé, simulando que pesaba como las balas de fierro con que se estaba entrenando. Luego, to- mando impulso, la lanzé con tal fuerza, que fue a caer debajo de las galerfas de la cancha de fiitbol. —iLejazos la tiré! -comenté Pedro agachdndose a recoger algo-. Alld en el campo sdlo lanzo pefiasca- 20s —explicé-, de modo que lanzaré esta piedra. Y mientras el atleta aprobaba sin preocupatse de lo que lanzara, Urdemales cambié la piedra por el gorrién que Ilevaba en el bolsillo. —iAlla va! -exclamé Pedro lanzando el pajarillo que, repuestas 16 sus energfas y recobrada su libertad, volé, volé y volé en linea recta. E] atleta no salia de su asom- bro, mientras eso que crefa una pie- dra cruzaba sobre la pista, las galerfas y hasta las blancas murallas del Esta- dio Municipal. Por un momento temié que el pefiascazo fuera a caer justo en los ventanales del restaurante del frente, donde ahora deberia ir a pagar su apuesta a Pedro Urdemales, que ya lo esperaba con un hambre olimpica. Las tres flores El fundo Las tres flores era la admiracién de todos en la comarca. A los agricultores se les hacfa agua la boca ver sus rubios trigales, y a los huasos jévenes, las rubias trenzas de as tres hermosas hijas de su propie- tario: Rosa, Margarita y Jazmin. Sea porque el padre no se con- solara de su temprana viudez, sea que pensara que en la zona no habia amis- tades dignas de dl, lo cierto es que rata vez salfa de su propiedad. ;Y las nifias? jApenas podia vérselas algunas veces, tras un velo de polvo levantado por su caballo cochero trotando rumbo a la ciudad! Si las nifias se animaban a 19 pedir permiso para paseos o fiestas la respuesta del padre era siempre: jno! Era dificil creer, entonces, que Pedro Urdemales pudiera presentarse con las tres sefioritas en la inaugura- cin de las préximas ramadas de Fies- tas Patrias. Pero asf lo habia asegura- do él en unas carreras a la chilena. Y Jas apuestas no se hicieron esperar. La mas sonada fue la de un conocido agricultor, que le prometié un caballo ensillado si llegaba con las tres nifias... Pero si no lo conseguia, deberia cosecharle a echona, sin ayu- da y gratis, una cuadra de trigo. Como vispera de fiesta, en las casas del fundo Las tres flores ese 17 de septiembre se almorzé cazuela de pava y empanadas de horno. Hasta una jarra de vino de su propia mesa mandé el patron a la cocina, pero aunque todo estaba sabroso y todos 20 gozaban la comida y la bebida, Pedro Urdemales andaba desabrido. ;C6- mo harfa para ganar la apuesta? La inauguracién oficial de las ramadas seria a las siete de la tarde, y alas cinco, metido ya en su pantalén de mezclilla y su camisa a cuadros, Pedro recibié la orden de acompaar al patrén a la loma. Dos lefiadores habfan descubierto alli un derrumbe en un canal de riego, y era urgente remediarlo. Como. para ese caso de nada servian las hachas de los lefia- dores, el patrén le dijo a Pedro: —Te veo demasiado elegante para esto: te puedes ir a esas rama- das, pero antes mandame a Ruperto con las tres palas grandes. «(Las tres...!», pensé feliz Pe- dro y volé cuesta abajo. Ya en la casa, se planté frente a las tres hermanas: 21 —El patrén se ha arrepentido de negarles permiso, sefioritas, y me manda que las Heve a las tres a la inauguracién de las ramadas. Y como a las bellas nifias, con toda razén, les costaba creer lo que oian, les dijo: __Asémense a esa puerta y lo veran. ‘Acto seguido se pard en me- dio del patio y, haciendo bocina con las manos, grité hacia la loma: —sPatréooon...! Me dijo que Heve las treeees...? Y el patrén, impaciente, res- pondis: —Sfiii... las trees... y pron- t000..! Ya ven -les dijo Pedro-, ya al no le gusta repetir las 6rdenes. Y eso si lo sabian muy bien sus hijas. 22 Y mientras Ruperto subja la loma cargando las tres palas, por la puerta del fondo Pedro subfa su pre- ciosa carga al coche. Y no paré el trote hasta ver las banderas de las ra- madas ondeando al viento. Los cerdos empantanados Aburrido de su fama de hom- bre poco serio, Pedro Urdemales se de- cidié a buscar trabajo, y lo encontré en tuna granja. Y sucedié que el granjero, des- contento con su crianza de cerdos, se decidié a vender el tiltimo pifto. —Dan poca ganancia -dijo él —¥ imuy imal olor —agreg6 su mujer. Como Péiiré te ‘habia ganado pronto su confianza, no dudé en man- slo a véndée el pinola La TAA iis proxima. Fijé el precio de cada cerdo y dijo a Pedro: —Este serd tu primer negocio, 24 si le sacas mejor precio, tendras una buena comisién. Eso le parecié muy bien a Pe- dro, que ya empezaba a comprender que tenet ganancias era parte de las preocupaciones de todo hombre serio. Arrear media docena de cerdos no era tarea facil, y a Pedro le costaba evitar que se metieran a un gran pan- tano que habfa justo al lado del cami- no. En eso estaba, rabiando con los cerdos, cuando lo alcanzé un jinete que parecia hombre de negocios. —Bonitos sus cerdos, ami- go... {Los lleva a la feria? —Para alld voy. —Si es asi, yo se los compro aqui mismo —propuso el jinete, ofre- ciéndole el mismo precio fijado por el granjero. —Allé pagan més —comenté Pedro, haciéndose el desinteresado. 25 —Seguramente -replicé el comerciante-, peto los compran al peso, zy ha pensado cudntos kilos ba- jaran en el viaje? Pedro no lo habia pensado ni pensaba pensarlo, pero puso cara de pensativo. Lo que en realidad calcu- laba era cudnto més se cansaria él mismo en el resto del viaje. —Yo se los venderia, mi sefior -dijo por fin Urdemales con exage- tada humildad-, pero con una condicién. —Si es por el pago, pienso hacerlo en efectivo... —No es cuestién de dinero ~aclard Pedro—. Es algo més impor- tante.., Es que he criado a estos chan- chitos desde pequefios, y me gustaria guardar sus colitas de recuerdo... El jinete pens6 que era lo mas descabellado que habia oido en su 27 vida, pero el negocio era bueno y como queria el pifio para hacer cecinas, na- die le reclamaria una ridicula cola. Echando pie a tierra y mano al pufal que llevaba en su montura, fue cortando cada cola de cerdo que Pe- dro iba guardando cuidadosamente en un pafiuelo, tal como las sefioras antiguas guardaban las monedas de mas valor. Hecho el negocio, Pedro Urdemales se senté sobre una piedra con cara de hombre que vefa partir algo muy querido. Pero apenas el comprador se perdié tras un monte, se par6 gil- mente y se dedicé a pegar cada colita de cerdo en la zona mas endurecida del pantano. No bien terminé tan cu- riosa labor, aparecié otro jinete en la misma direccién del anterior. Tan pronto lo vio, Pedro se puso a caminat 28 de un lado a otro, con ademanes de hombre desesperado. —;Puedo ayudarle en algo, hombre por Dios? —dijo a manera de saludo el recién Ilegado. —Ya no hay remedio, amigo -exclamé Pedro, mostrandole el pantano-. Un afio engordando me- dia docena de cerdos, y ahora que los Hevo a la feria, un perro me los es- panta y se van de cabeza al panta- no... No més las colitas se ven, como haciéndome burla. Sélo entonces el jinete obser- v6 el pantano, tratando de recompo- ner la escena ocurrida. Entre frases de consuelo fue averiguando el ta- mafio de los cerdos y calculando cuanto producirian convertidos en manteca, jamén y longanizas... —En fin —dijo el jinete, siem- pre con tono de consuelo-, mejor es 29 perder menos que més, y si parados en el camino sus cerdos valian mucho, en el fondo del pantano no valen nada. Por suerte para usted yo iba a comprar cerdos a la feria , y me atrevo a ofrecer- le unos buenos pesos ahi mismo don- de estan, a ver si recupero algo. Pedro no dijo ni si nino, pero cuando el jinete le extendié los bille- tes, se los eché al bolsillo con cara de resignacion, y parti6. El comerciante volvié al galo- pe a buscar gente que le ayudara a sacar del pantano aquellos cerdos que tan barato le habfan costado. Pedro Urdemales _regresé donde el granjero, y rindié detallada cuenta de la venta de la media doce- na de cerdos que Ilevé a la feria. Pero nada més... porque ne- gocios de colitas de cerdo nadie le habia encomendado. El charqui pa’ Julio Se cuenta de una viejecita que siempre andaba guardando un mon- tén de cosas, como hacen todos los ancianos. Vivia con su nieta, una ni- fiita que todo lo trajinaba y todo lo preguntaba, como hacen todas las nifitas. Entre los muchos objetos guardados de la abuela se contaba una bolsa de charqui, que cuidaba como hueso de santo. La nifia solfa preguntarle: —Y pa qué guarda esa bolsa, abuelita? —La guardo pa’ julio —res- pondia la anciana. 32 Y en verdad la guardaba para comer charqui tomando mate en las lluviosas noches de julio... pero la nieta entendia otra cosa. Yo no sé cémo Ilegé a ofdos de Pedro Urdemales la historia de es- ta bolsa, pero el caso es que un dia que vio salir a la anciana, llamo a la puerta de calle. —Cémo le va, sefiorita —salu- dé muy atento a la nifia que vino a abrirle. —;Qué se le oftece, joven? —pregunté timidamente ella. —Sélo paso a ver a su abue- lita. —Lo siento pero acaba de salir. —Bueno, pues, qué le voy a hacer. Digale que le dejé muchos sa- ludos, y que después vendré. —Muy bien dijo la nifa-, pero ;quién es usted, para decirle? 33 —iYo soy Julio... pa’ servir a su mercé! - —Entonces espere un poco —dijo la inocente nifia, que no tardé en volver con la famosa bolsa de la abuela. —Adiéds, buena sefiorita —di- jo Pedro, tomando la bolsa-, jy mu- chas gracias! Y en verdad harto agradecié su pobre estémago, siempre medio vacio, aquella sabrosa porcién de charqui. El cartero del otro mundo Al llegar a las primeras casas de un poblado, Pedro Urdemales vio jun- to al camino un burro flaco mordis- queando el pasto de un potrero. Pensando en cémo ganarse el sustento ese dia, se aceroé al animal y se mont6 al revés, mirando para atrés, cosa que no preocupé al borrico. Le hincé los talones y el burro comenz6 a caminar. Al pasar frente a las primeras casas, Pedro se lanz6 a pregonar: —jEl cartero del otro mundo! jAqui va el cartero del otro mundo! Los aldeanos estaban acos- tumbrados a esos forasteros que pa- saban comprando lana o charqui y 36 vendiendo sal 0 cochayuyo, pero ja- mas habfan visto a un cartero del otro mundo, ni tampoco de este mundo, por la simple razon de que allf no habia correo. {Qué raro este pregén y qué raros ese jinete y burro! A pesar de ir juntos parecian avanzar en distintas direcciones, ir y venir, alejarse y re- gresar al mismo tiempo. —iQuién tiene cartas para el mis alld? -voceaba Pedro Urdemales-, jSe va el cartero del otro mundo! Hombres, mujeres y nifios le dedicaban un momento de atencién, y una vez satisfecha su curiosidad, volvian a sus trabajos y sus juegos. Cuando Pedro comenzaba a perder toda esperanza, una anciana ves- tida de riguroso luto le salié al camino: —Es verdad que viene del otro mundo, sefior? 37 — Para alla voy, sefiora! —dijo Pedro, sin mentir casi nada, pues ya se sentia morir de hambre. —jLastima no haberlo sabido antes para escribirle unas letras a mi Juancho -se lamenté la anciana-, pero al menos espere un minuto pa- ra enviarle algunas cositas...! Pedro esperé gustoso y con més gusto atin recibié un gran pa- quete y dos billetes de los mas gran- des, con el encargo de entregarselo todo personalmente a Juancho, sin olvidar decirle que ella lo tenfa muy presente en sus oraciones. Urdemales le aseguré que asi lo haria. Puso en marcha al burro y se alejé pregonando: —jSe va el cartero del otro mundo! ;Se fue el cartero del otro mundo...! Tras la ultima casa del poblado 38 se mont como es debido, y mas alla se detuvo junto a un arroyo. Las «cositas» enviadas resulta- ron ser un traje y un par de zapatos del finado, que le quedaron a la me- dida, ademas de una tortilla al rescol- do, jamon ahumado y huevos duros. Pedro Urdemales se puso tra- je y calzado y, muy contento, se eché lo demas al cuerpo. La ollita de virtud Vagando por esos mundos, a Pedro Urdemales le Ilegé la hora del mediodfa. Encendié un pequefio fuego entre unas piedras, y puso a calentar una ollita con su modesto almuerzo. Cuando éste hervia que daba gusto, vio a la distancia venir a un ji- nete. Pronto reconocié en él a un se- fior famoso en la comarca por lo ava- ro y negociante. Tapé con tierra el fuego, y se trasladé con su ollita jun- to al camino, dando la espalda al ji- nete, como si no lo hubiera visto. Tomé dos varillas y se puso a tambo- rilear sobre la tapa, repitiendo: 41 Hierve, hierve, ollita hervidora, que no es para manana, sino para ahora... Muy intrigado, el jinete se detuvo a contemplar la extrafia operacién. —;Qué haces, buen hombre? —Lo que usted ve, patron- cito: cocer mi comida. Sospechando que se tratara de un vagabundo chiflado, comenté: —Y, jno crees que seria bue- no prenderle fuego primero? —No se preocupe, patrén, que esta ollita es de virtud, y basta con pedirle, golpeandola con mucho carifio: Hierve, hierve, ollita hervidora, que no es para mafana, sino para ahora... A todo esto el jinete ya habia echado pie a tierra y estaba junto a la 42 olla. Al destaparla, incrédulo toda via, se quemé los dedos. Tentado por la avaricia, pensé que serfa un des- perdicio dejar tamafio milagro en manos de un vagabundo. —Mira, hombre dijo con ai- re compasivo-, no tienes para qué sacrificarte preparando tu comida. Yo te compraré la olla y podrés co- mer bien por mucho tiempo. —iNi_ pensarlo! —respondié Urdemales, sentandose a comer: mire que esta ollita me alimenta donde sea, sin trabajo de acarrear le- fia ni encender fuego. El jinete pensd entonces que le resultaria ideal para sus largos via- jes de negocio, y metiéndose la mano al bolsillo le ofrecié un billete de los grandes —Ni nunca, patroncito —dijo Pedro. meneando la cabeza 43 Sin decir nada, el jinete mos- tré un segundo billete También en silencio, Pedro meneé la cabeza. El jinete agregé otro billete y Pedro volvié a menear la cabeza. El avaro monté a caballo, si- mulando que partia, pero antes mos- tr6 un billete mas. —Tal vez con otro me tenta- fa -exclamé Urdemales, haciéndose cl distraido. El jinete agregé otro billete y, mientras Pedro guardaba el dinero, metié la olla a las prevenciones y partié al galope, sin despedirse, te- meroso de que el «inocente» vende- dor se arrepintiera de desprenderse de una olla tan prodigiosa. Pero el arrepentido fue dl, cuando al llegar a casa quiso mostrar a todos los presentes las bondades de 44 su ollita de virtud comprada tan barata. Y dicen que estuvo largo rato dzotando la viejfsima cacerola de Pedro: Hierve, hierve, ollita hervidora, que no es para manana, sino para ahora... Pero ni ahora ni mafiana ni nunca, porque la verdadera magia de la ollita fue darle a Pedro Urdemales el dinero suficiente para tener comi- da caliente varios dias. Y hasta un par de zapatos usados se compré pa- ra seguir sus incansables andanzas por esos mundos. Ganar mucho y perderlo todo Una mafiana Pedro Urdema- les atravesé una chacra de porotos. Distrafdamente tomé un capi, lo apreté y se quedé con sus cinco gra- nos en la mano, porque habfa ofdo decir que es malo botar los frutos que Dios nos da. A poco andar Ilegé frente a una‘casa donde una anciana barria el corredor, y se le ocurrié pasar a dejar encargados sus porotos, como una semilla muy especial. —Dejelos sobre la mesa —dijo ella, que por vivir junto al camino estaba acostumbrada a recibir en- cargos. 46 Y se hubiera olvidado para siempre de aquellos porotos, sia la mafana siguiente no hubiera pasado Pedro a buscar su «encarguito». —Ah, esos porotos -recordé la anciana-, jaquella gallina patoja se los comié!, pero ah tiene un saco lle- no de porotos..., elija los que quiera. —No pues, su mercé —dijo Pedro-, porque mis porotos eran de virtud, y en la gallina ha quedado. Yo a la gallina me la llevo! —jCémo se va a llevar mi ga- lina por unos cuantos porotos! —re- clamé la buena mujer, pero Pedro ya se habfa echado ila gallina bajo el poncho y se alejaba por el sendero. ‘A medio dia pasé frente a otra casa, donde una sefiora tendia ropa en el patio. Sin pensarlo dos veces, Urde- males pasé a encargar su gallina patoja. 47 La sefiora se la recibié y Pedro siguié su camino. Mas tarde la gallina se metié al chiquero y el chancho la maté. Asi se lo explicé la sefiora, cuando al otro dia Pedro pasé a buscar su en- cargo. —Perd no se apene -le dijo, ielija usté mismo otra del gallinero! —Eso s{ que no dijo Urde- males-, porque mi gallina patoja era de virtud, y en el chancho ha queda- do. jYo al chancho me lo Ilevo! Y mientras la sefiora protesta- ba, Pedro ya iba arreando el chancho por el camino. Ms all Pedro pasé con su chancho por las casas de un rico ha- cendado. —Dgalo wi mismo en aquel chiquero —fue la respuesta del caballero cuando Pedro se lo dejé encargado, 49 El hacendado tenia una hija, una joven muy hermosa. Y muy con- sentida, al decir del ama de Ilaves, las cocineras y nanas, pues su padre ja- més le decia «no» en nada. Y ese dia, apenas vio el cerdo a la nifia se le antojé comer sopaipi- las con chicharrones. El padre no lo pensé dos veces, y pronto el cerdo estuvo con- vertido en una lata de manteca, me- tros de longaniza y una pirdmide de chicharrones. Cuando al otro dia Pedro fue a buscar su chancho, el hacendado lo hizo pasar a la cocina y le ofrecié un jarro de café de trigo y sopaipillas con chicharrones, mientras le expli- caba el antojo de la nifia. Pero no te apenes! -lo consolé-, pues si quieres te puedes llevar dos de mis cerdos por el tuye. 50 —Ni dos ni cien -dijo Pedro~ porque mi cerdo era de vir- tud, y en la nifia ha quedado. ;Yo ala nifia me la Hlevo! —jEso si que no! —lo inte- rrumpié el patrén, sorprendido por tamafia ocutrencia. Pero Urdemales parecta tener argumentos muy atendibles: hablé de honradez, de confianza y de honor. El caballero se sentfa indeciso. Llegé la hora de almorzar, y la discusién con- tinué. Vino la tarde y tomaton once. Anochecié y cenaron. Ala hora en que parecia pru- dente irse a dormir, el caballero dio su tiltima palabra: —Mira, Pedro -le dijo— si esa virtud es tuya y en mi hija que- do, hay una sola forma de que la cui- des, y es que te quedes en mi casa, trabajando para mi. 51 A Pedro le parecié un buen arreglo y acepté. Pasé unos dias muy tranqui- Jo; nunca en su vida habia sido me- jor atendido, pero como dice el re- fran, «el que nace chicharra, muere cantando», y pronto Urdemales co- menz6 a «urdit maldades», que asi se habia ganado ese apellido. Se le vela siempre demasiado cerca de la sefiorita, por ver -segun decfa~ que no escapara la virtud de su cerdo, que en ella habia quedado. Una tarde en que ella pidid una limonada desde el estanque que usaba como piscina, Pedro se apuré a evarsela. La joven le dio las gracias y con aire muy inocente, le pidié que probara si estaba tibia el agua. En tanto Pedro se agaché pa- ra tocarla, ella de un empujén lo mandé de cabecita al estanque. 52 Y mientras Urdemales chapo teaba hacia la orilla, la nifia, sin piz- ca de enojo, le decia ~-Mira, Pedro, yo me acabo de baitar, de modo que la virtud de tu cerdo en el agua ha quedado Si quieres, te tomas toda el agua del «- tanque o te largas ahora mismo bien empapado en tu virtud. —Maldita sea mi suerte -se lamentaba Pedro, marchando cabiz- bajo por el camino-. ganar tanto y perderlo todo. Por un pufiado de po- rotos tuve una gallina, por una galli- na tuve un chancho, por un chancho llegué a una nifia, por la nifia tuve casa... Y de la casa, ;qué tuve? ;Sdlo la puerta de calle...! i El Arbol de la plata Yo no sé dénde ni cémo las obtuvo, pero es el caso que Pedro Urdemales tenia un pufiado de monedas de plata, de esas que los artesanos les hacen un hoyito para pasarles un alambre dorado y con- yertirlas en pulseras aretes... Estaban tan pulidas y brillan- tes, que se le ocurridé una idea. Corté una rama de un espi- nudo arbusto, la acomodé en un tarro vacfo a modo de macetero, y fue ensartando en sus espinas cada una de las monedas ahuecadas. Luego Pedro se eché al cami- no con su extrafia carga al hombro. 55 EI sol relumbraba en el metal dando a la pobre rama el aspecto de un arbol de Navidad. No es raro entonces que un co- merciante que volvia del pueblo en ca- brita se asombrara ante aquel prodigio. —Y qué planta tan rara es esa, amigo? —dijo el viajero ajustan- do al paso de Pedro la marcha de su fino caballo cochero. —EI Arbol de la plata le Ila- man en las lejanas tierras donde se cultiva —respondié Urdemales con aire de hombre experimentado. —Bonita se ve la planta ~comenté el viajero-. Y usted se ve muy cansado con ella al hombro. jVéndame- la mejor, y asf tendré plata sin tener que esperar que florezca de nuevo su planta! Como si fuera haciendo célculos, Pedro caminé varios pasos antes de responder: 56 —Majiana me voy pa’l sur, sefior..., s6lo por eso la venderia -y agreg gara lo que vale! Y en verdad no fue facil po- nerse de acuerdo sobre el valor de la planta, pero al final pudo ms la co- dicia del viajero, que ya estaba pen- sando en la posibilidad de un cultivo en gran escala. Por fin, convenido el precio y pagado el dinero, el mismo Pedro Urdemales acomodé la planta en la parte trasera del coche, y el caballero puso a trote largo el caballo, mien- tras Pedro agitaba su mano en sefal de amistosa despedida Pero el viajero ni se dignd a mirarlo, pues toda su mente estaba puesta en la quinta de drboles de la plata que ya se imaginaba plantando. ;claro que si alguien me pa- El huevo de yegua Esto le ocurrié a un gringo que venia de alguna de esas mo- dernas ciudades del mundo, donde sus habitantes no ven vacas més que en el zooldgico, y arvejitas sdlo en conserva. Descendiendo por la falda de tuna loma, se cruzé con Pedro Urde- males, que subia penosamente, con un enorme zapallo al hombro. Muy intrigado, el gringo le dijo: —Yo querer saber qué ser eso, my amigo... —Lo que se ve, pues ~repuso Pedro-: jes un huevo de yegual

S-ar putea să vă placă și