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José Luis Brea acaba de publicar en la revista Letras Libres un artículo titulado
Desmantelando el efecto de verdad del arte. Ése es un tema que me interesa mucho,
sobre todo porque yo mismo me esfuerzo en "desmantelar" (antes hubiera dicho
"deconstruir") el efecto de verdad en la fotografía. Después de leer el artículo de
Brea sigo pensando que ese efecto de verdad ha sido construido como una especie
de moral, de la que la interpretación parece ser lo mismo una herramienta que una
extensión.
Esta lectura me parece oportuna para retomar el tema de los modelos visuales que
supuestamente heredó y modificó el lenguaje fotográfico (modelos que, en
principio, pueden ser localizados en un rango que va desde la pintura renacentista
italiana hasta la pintura holandesa del siglo XVII). En esas asociaciones ya he usado
el concepto de "regímenes visuales", aprovechando la terminología de Jonathan
Crary y Martin Jay específicamente. Me parece muy estimulante el sesgo que
propone José Luis Brea al sugerir que esos regímenes visuales sean entendidos
como "regímenes de creencia".
Esta posición parte de una hipótesis bastante razonable, la de la relación (la
"alianza", dice Brea) entre "el asentamiento de la religión cristiana como relato de
verdad dominante y el de la pintura como práctica dominante de organización y
regulación de los imaginarios públicos..." Esto ayuda a relativizar bastante el
supuesto de que hay una visualidad homogénea y hegemónica correspondiente a la
racionalidad
occidental
y
que
puede
ser
localizada
en
torno
al
paradigma
que
establece
la
perspectiva
lineal
a
principios
del
Renacimiento.
En
consecuencia,
vuelve relativa también la idea de que hay una centralidad de la mirada que
equivale al llamado antropocentrismo renacentista. José Luis Brea lo dice de una
manera tajante, que no por inquietante deja de ser atractiva: "...es el cristianismo ‐
y no la modernidad, como sugiere Martin Jay‐ el que es ocularcéntrico."
Una comparación puede ayudarnos a entender esta hipótesis. Brea contrapone la
tradición hebrea (y yo incluiría la musulmana) a la cristiana, partiendo del hecho
de que la primera es escritural. Por un lado tenemos el libro, por el otro tenemos la
imagen (lo pictorial, dice Brea). Por un lado tenemos el verbo, por el otro tenemos
el ícono. Según Brea el saber que constituye el conocimiento religioso en la
tradición cristiana se formula en un orden visual. Yo extiendo un poco las
implicaciones de ese planteamiento. Si para otras tradiciones religiosas, Dios es
verbo, para el cristianismo Dios es también ícono. Me pregunto si el tránsito del
verbo al ícono no será equiparable a la transición desde una versión de Dios hacia
una per‐versión de Dios. Por un lado tendríamos el verso y por el otro lo perverso.
Yo creo que lo perverso es una manera de lidiar con la fe. Pero también creo que la
fe es uno de los orígenes de lo perverso. La perversión siempre nace de y subvierte
un régimen de creencia. Lo digo suponiendo que lo que los psicoanalistas califican
como un "discurso perverso" es un discurso que niega lo mismo que reconoce; un
discurso que explora el reverso de una verdad cuya consistencia depende
precisamente del discurso mismo. Por eso creo que si la fidelidad al texto pretende
preservar la consistencia de la verdad que el texto enuncia y construye
(consistencia
que,
paradójicamente,
existe
como
inmaterialidad),
la
fidelidad
al
ícono
(de
alguna
manera,
"traición"
al
texto)
esconde
una
desubicación
de
la
verdad, que se resuelve reubicándola en el cuerpo.
Con el ícono, la verdad se materializa en la carne. Una cultura de íconos es más
secular y más “moderna” en la medida en que dirige la mirada hacia el cuerpo. Hay
que reconocer, con José Luis Brea, que “la tarea de genealogizar la fuerza de
creencia que reside en las imágenes está todavía por hacer.” Pero no confundo “la
fuerza de creencia que reside en las imágenes” con la fuerza de creencia que reside
en los íconos, aunque lo segundo sea, en parte, una manera de administrar lo
primero. En esa confusión advierto una zona de ambigüedad (probablemente la
única) dentro del texto de Brea. Por momentos el texto me permite y me induce a
pensar en un a fe o una teología sostenida en la figura, es decir, en la
materialización gráfica de las representaciones del cuerpo. En otros momentos me
lleva a reflexionar sobre los modos en que esas figuraciones sacan provecho
(básicamente mediante una reelaboración estética) de nuestra predisposición para
intuir lo sagrado en la intangibilidad de las imágenes.
Desde ahí logro entender mejor que Brea plantee como finalidad principal de su
artículo el “situar ese origen de la fuerza de creencia que se asienta en las
imágenes (…) en sus remotos usos religiosos” y que invoque a Walter Benjamin
para calificar esa fuerza como “de un cierto orden teológico, o acaso y como poco
cultural.” Aquí haría yo una disgresión, pues en las traducciones de Walter
Benjamin que he leído siempre me ha llamado la atención el uso que hace del
término cultual en el contexto de su definición del aura de la obra de arte. Tal vez
por eso no puedo evitar leer como “cultual” lo que José Luis Brea escribe como
“cultural”.
De
todas
maneras,
lo
cierto
es
que
apenas
empiezo
a
comprender
mejor
que
detrás
de
esa
noción
de
“aura”
(detrás
de
esa
“lejanía”
que
menciona
Walter
Benjamin) se encuentra la posibilidad y la necesidad de lo sagrado. Creo que esa
idea de lejanía puede conciliarse con la idea de Reiner Schürmann (citado por
Derrida) de que “la noción de sagrado pertenece al contexto de lo original”.
Finalmente, si me permiten vulgarizar un poco el discurso de Walter Benjamin, su
reclamo ante la posibilidad de que el aura se perdiera en las condiciones de la
“reproductibilidad técnica” puede ser leído como un rechazo a la pérdida de la
originalidad, pero no de una originalidad que conduce al autor, sino una
originalidad que más bien conduce al contexto primigenio (y “lejano”) de lo
imaginario.
No me siento en condiciones de rebatir la aprensión de Walter Benjamin ante la
posibilidad de la pérdida del aura en la reproducción fotográfica de la obra de arte.
Pero en la medida que voy acomodando su definición del aura a mi propia
comprensión del tema, me convenzo más de que la fotografía heredó y amplificó
esa capacidad para hacernos sentir (a veces como nostalgia, es cierto) la certeza, a
veces dolorosa, de la lejanía. Esa especie de simulacro de la pérdida, el deseo y la
posesión, que compone nuestra relación estético‐erótica con la fotografía, es la
manera moderna de vivir el aura del objeto fotográfico. Lo cual no sustituye, pero
sí viene asociado a, nuestra confianza en la fotografía, puesto que dicha confianza
es básicamente un acto de fe.
Ahora estoy convencido de que eso era lo que tenía en mente Benjamin Mayer
cuando escribió, en su prólogo al libro Herejías, de Pedro Meyer, que el paso de lo
analógico a lo digital es “el correlato de la ruptura radical de cierto orden teísta”.
Mayer
lo
explica
de
una
manera
más
sofisticada,
pues
para
él
se
trata
de
la
sustitución
de
la
noción
de
centro
por
la
vivencia
reticular,
descentrada
y
desjerarquizada del mundo (lo cual implica aceptar la deslocalización absoluta de
Dios). Pero en el fondo de esas sustituciones yo veo la capacidad que tiene la
manipulación digital para subvertir los regímenes de creencia que durante más de
siglo y medio tuvieron su soporte en la reproducción fotográfica del imaginario
occidental.