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El pellizcón y la dolorosa

(Ideas a partir de la primera exposición de Rodrigo Miranda)

Natalia Ramírez Püschel


Periodista, Licenciada en Comunicación Social

Diploma en Semiótica del Arte

Bailarina

Quien cuando chiquillo no solicitó un pellizcón para saber que no, no estaba soñando; para sentir
el dolor de lo real. Yo sí lo hice varias veces. La acción era interpelar a un otro externo que
infligiera un arrugón de piel que arrojara un ¡auch! Basta citar esta situación de verificación, para
reparar en la correspondencia seudo silogística inscrita en la experiencia sensible: la vida real es
dolorosa; si no hay dolor, no hay vida. Y asimismo, la situación citada permite pensar en la idea de
un otro como contrapunto existencial. Claro, cuando yo me auto pellizcaba no sentía dolor alguno;
la presencia y el accionar del otro era imprescindible para recibir el comprobante de no estar en la
luna. Me duele, soy sujeto “terrícola” de experiencia.

Si el asunto es revisar cómo somos lo que somos, en tanto reconocimiento propio, lo que a partir
del ejemplo acontece en un dialogismo con un otro, nos insta a observar cómo el pronombre Me
(en uso reflexivo o proyectivo, como anáfora o catáfora), se revela o más bien, nos revela como
sujetos deícticos. Esto quiere decir, que nos muestra nuestra experiencia presente e intensiva que
instala al cuerpo como punto de referencia, mínimo para pensar al movimiento en tanto
ocupación y posición en extensión, en un desplazamiento relativo a otros cuerpos en un engaste
de posiciones anteriores y posteriores encadenadas en relación a nuestra memoria
sensoriomotriz, y que asegura su coordinación sucesiva.

Recuerdo los pellizcones solicitados por Valeria de “Carrusel” o por Kiko del “Chavo del ocho”…. Y
podría enumerar muchos más. Como ejemplo la situación me parece ilustrativa para abrir
interrogantes que emergen al pensar en la vida, la sufrida, tal como Frida; otra mexicana al baile.
El asunto es la afección sensible que nos hace experimentar la vida real como experiencia de
dolor. Observar titularmente la noción de dolor como condición de vida, y revisar la situación
propioceptiva, como acontecimiento en relación con un otro, son dos acciones que reconozco.

Sobre el asunto propioceptivo a partir de Me, cabe a lo menos decir que si hay un pro
nombramiento, este se efectúa en relación a un nombre dado que se conduce hacia adelante o
hacia atrás en su referencia, lo que nos permitiría pensar en la idea de un sujeto que ya existiría
previa comprobación, ergo, la afección –adolorida, en este caso-, sería la pasión sentida de este
sujeto que (com) prueba su presencia (y que lo realiza en dialogismo con otro). Sobre esto,
preguntas posibles serían: ¿La existencia es la experiencia consciente de sí? Y la consciencia, ¿sería
pronominal? Desde una semiótica del cuerpo, esto podría observarse como acontecimiento del
protoactante en una categoría de un MI/SÍ, un mí mismo interfaz de lo propio y lo no propio hacia
la puesta en atención sincrética y alerta de una carne propia: me muevo.
Como sea la situación, sigue siendo problemática en cuanto reconocer cuándo y cómo acontece
esta propioactancialización reflexiva y transitiva. El par de preguntas sólo inauguran –como
podrían hacerlo otras-, todas las posibles al respecto. Me gustaría detenerme, más que en la
intensidad de la experiencia y sus alcances en tanto tal, en su cualidad. ¿Desde dónde observar la
relación vida-dolor?

El pellizcón que me hace sentirme en la dolorosa, me conduce a pensar en una serie de nociones
como culpa, sacrificio, esfuerzo, pecado, castigo, sufrimiento y malestar, como sentimientos y
situaciones que me ratifican, en escala valórica de connotación positiva -bonificadora y meritoria-
de la condición existente occidental; porque mientras más te duela, más real. Podría tratarse del
camino al cielo, porque al que madruga Dios lo ayuda, y quien quiere celeste, que le cueste. Ahora
bien, más acá de las condiciones de producción de ese dolor (siempre históricas, culturales…etc.),
cabría decir que la afección acontece en la carne, en nuestros tejidos celulares como experiencia
sensible material y emotiva, lo que por lo tanto, permite hablar de un soma polisensorial y
sinestésico que se constituye en acto accidental o eventual, si pudiese observarse así, como
escape en la cadena programática de tensión-distensión que nos demuestra nuestra imperfección
tisular que, socioculturalmente, semantizamos meritoriamente y que, diciéndolo a modo de
abrupto cierre para la profundidad y complejidad del asunto presentado, nos comprueba la
torpeza de nuestra presencia y funcionamiento, ¡porque errar es humano!

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