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Un universo elástico: las Antillas Francesas


Reseña sometida en cumplimiento parcial de los requisitos del curso Historia del Caribe (Historia 518)
bajo el profesor Dr. Jorge Rodríguez Beruff.

Por Jorge Ortiz Colom


Estudiante doctoral
Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y del Caribe
20 de marzo de 2010

Butel, Paul. Histoire des Antilles Françaises du XVIIe au XXe siècle. París: Éditions Perrin, 2002
(edición única). 370p., ilustraciones, apéndice gráfico, bibliografía.

Las Antillas menores identificadas con Francia son el remanente de un vital sub-archipiélago

imperial que dio una duradera e importante influencia cultural y lingüística a las Antillas insulares, y

hasta lugares de tierra firme de Américas donde el prestigio galo se notó directa o indirectamente.

El mundo antillano insular francés hoy se reduce a 2,900 km2 regados entre dos islas de

mediana extensión (Guadalupe y Martinica, cada una con algo más de mil kilómetros cuadrados) y

varias otras más pequeñas (<100 km2 cada una) que gravitan como satélites de estas dos. Hoy hablan

francés en sus variantes europea o criolla (“créole”) más de diez millones de antillanos isleños, 30% de

toda su población: el segundo grupo lingüístico después del castellano y su variante minoritaria, el

papiamento; y bastante por delante del inglés, culto y criollo juntos.

El Dr. Paul Butel, catedrático de historia emérito de la Universidad de Burdeos, limita su relato

a las islas caribeñas donde Francia ejerció su poder como tutor colonial y durante el tiempo en que este

poder se mantuvo en cada territorio. En su mayor extensión, Francia o los franceses a título individual

poseyeron, de manera no simultánea, un gran arco de islas antillanas desde Vieques hasta la Trinidad,

así como la isla contradictoriamente llamada “Española”, por tiempos breves su totalidad pero

mayormente su parte oeste, coincidiendo más o menos con la actual república de Haití.

Las Antillas francesas, hasta la aparición de este libro, no tenían una historia general

monográfica con visión de conjunto. De las siete fuentes “generales” mencionadas por Butel en su
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bibliografía, una, de Pierre Pluchon, es un trabajo colectivo de bastantes años de edición y no ha podido

conseguirse por la vía cibernética, así que aparenta estar ya agotado; las otras obras son demasiado

amplias o parciales en tema o época, o de una sola isla.

En el extenso y sustancioso prefacio Butel discute el problema étnico y de definición

socioeconómica que define la vida de las islas francesas. Para ello plantea los cambios de hegemonía

que acontecieron desde fines del siglo XVIII con la revolución francesa, y la transformación de la

economía azucarera de una de trapiches pequeños a grandes ingenios. Este cambio tendió a dar fuerza a

la élite de blancos criollos llamada en Martinica los béké y en Guadalupe los blancs-pays, quienes por

medio de familias en Europa podían tener acceso a los grandes capitales que la economía centralista

exigía. Butel va a perseguir los azares de los grupos sociales definidos por su fenotipo étnico y su

ubicación dentro del sistema de producción colonial, y sus relaciones mercantiles o de poder con la

metrópoli o con terceros.

Esta crónica de la presencia francesa en las Antillas revela al dominio galo en las islas como un

universo elástico, territorio que fuera de su constante de las dos islas de barlovento estuvo largo tiempo

en expansión o contracción, e igualmente cambiando su relación con la metrópoli. Butel periodiza su

crónica desde 1623, con el primer asentamiento francés permanente en el Caribe en la isla de Saint-

Christophe o San Cristóbal, hoy denominada “Saint Kitts” - cuyo anglófono semblante actual disimula

la cuna de la colonización francesa en el Caribe. (No del todo: la capital de la isla se llama Basseterre,

“tierra baja” en francés.). Esta isla, ya entonces compartida con los ingleses, fue la sede del poder galo

antillano en el siglo XVII y punta de partida para colonizar, en 1635, Martinica y Guadalupe.

La raison d'être que prohijó estas colonias fue económica. Ya en el siglo XVI los primeros

franceses del Caribe navegaban desde Europa y se dedicaban al corso, Puerto Rico incluido como

víctima (p. 24). Inicialmente el famoso cardenal Richelieu, consejero real, envió a Pierre Belain

d'Esnambuc a afincarse en San Cristóbal. Luego, el prelado conformó en 1635 la Compagnie des Îles
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de l'Amérique, y enseguida organizó la segunda aventura la cual despachó a los “adelantados” Liénart

de l'Olive y du Parquet a Guadalupe y Martinica respectivamente, islas famosas entonces por sus fieros

caribes. Contrario a lo pensado, las colonias se afianzaron.

Si bien Martinica se pobló con inteligencia y previsión, Guadalupe fue un caos con falta de

víveres, hambrunas y malas relaciones con los indígenas. Tras cambios de mando en Guadalupe, la

situación se estabilizó; pero los colonos de ambas islas se acostumbraron a cierta autarquía negociando

con holandeses y españoles ignorando prohibiciones existentes. Solo así podían conseguir las

necesidades esenciales. Martinica sería la isla más adelantada y poderosa del Barlovento francés

mientras que Guadalupe tendría un carácter más tranquilo y rural.

Luis XIV, en 1664, formalizo la creación de la Compañía de las Indias Occidentales con

privilegio real para el comercio de las islas, y el afianzamiento del monopolio naviero francés en ellas –

el denominado Exclusif que tan dolor de cabeza seria para los colonos, quienes mantuvieron por largos

años una práctica de comercio abierto y de contrabando como medio de aumentar sus riquezas y

asegurar abastos de géneros de consumo.

Inicialmente los colonos se dedicaron al tabaco, pero con la llegada de técnicos holandeses y el

aumento de la demanda por el azúcar en Europa se transformaron en sociedades cañeras. Inicialmente

pobladas en la era del tabaco por engagés o blancos con contratos trienales, la caña atrajo esclavos

africanos y arrinconó a los caribes, quienes tuvieron que emigrar. La Compagnie resultó un fracaso y

un coladero de recursos lo que conllevó al rey Luis XIV a suprimirla en 1674. A la vez se instauraron

“consejos soberanos” en las islas y una presencia de instituciones militares y administrativas del Estado

francés en San Cristóbal, Basse-Terre en Guadalupe y en la nueva ciudad de Fort-Royal en la

Martinica, ésta contrapeso al creciente centro comercial y portuario de San Pedro (Saint-Pierre) que ya

era la principal ciudad francesa de las Antillas, y controlaba el tráfico marítimo de las tres islas hasta su

desaparición en 1902 por un cataclismo volcánico.


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Los consejos coloniales aglutinaron a las aristocracias blancas y fueron un verdadero poder por

encima de los gobernadores (el poder militar y de estado) e intendentes (el poder fiscal y de hacienda

pública) enviados por París, y en pugna intensa con los puestos municipales y los diputados

parlamentarios, cargos que con el tiempo fueron ocupados por mulatos y negros libres.

El siglo XVIII forma la siguiente parte de esta crónica. San Cristóbal fue entregada totalmente a

los ingleses en 1702, pero ya en ese tiempo se había empezado la colonización de la parte oeste de la

isla de La Española. Ya en estos años se fue generando una conciencia propia por los colonos quienes

resentían la intromisión de la corona francesa en asuntos de comercio, agricultura y régimen interno sin

conocer las realidades de las islas. El sentimiento eclosionó en lo que para Butel fue el evento más

importante del siglo XVIII en el Barlovento francés: la llamada revuelta del Gaoulé en Martinica,

acontecida en mayo de 1717, en la cual los hacendados y comerciantes criollos se alzaron contra el

gobernador La Varenne y el intendente Ricouart y los forzaron a abandonar la isla debido a su rigidez

en implementar los edictos reales y su política de mano fuerte contra el comercio no autorizado y el

crecimiento sin control de nuevas haciendas azucareras. Gaoulé comprobó la fuerza de los criollos

blancos tras apenas cuatro generaciones y la existencia de una identidad propia en las islas que ha

matizado hasta hoy una relación ambigua entre estas y su “madre patria”.

Este primer siglo de vida colonial sufrió los entrejuegos de las potencias: enganches tempranos

contra España, luego y más sostenidamente Gran Bretaña y los Países Bajos. El siglo XVIII testimonia

el apogeo de ese mundo colonial con Saint-Domingue en acelerado crecimiento al oeste, y al este las

islas de Barlovento, con su eje en la fabulosa ciudad de San Pedro (Saint-Pierre) de Martinica.

Las guerras continuas con Gran Bretaña, iniciadas en 1666 y que siguieron por un siglo,

matizaron pero no impidieron el crecimiento del resto del siglo y de todo el siguiente, aun cuando hubo

ocupaciones inglesas de las islas de Barlovento en distintas épocas, la más notable la de Guadalupe

entre 1759 a 1763. Para la séptima década del siglo XVII la consolidación de los filibusteros de la
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Tortuga y otros sembraron la colonización de Saint-Domingue, la cual se formalizó en 1698 con la

formación de una nueva compañía para su colonización (p.86) y el control del contrato de abasto de

esclavo o asiento a las colonias españolas en 1701, y al año siguiente la entrega por tratado de St. Kitts

a Inglaterra. El nuevo balance territorial fue el marco de la era dorada del Caribe francés, el oro dulce

del azúcar.

Con el 50% de toda la producción antillana y un mercado creciente en las colonias inglesas de

Norteamérica (los futuros EE.UU.), las colonias galas llegaron a una población censal de 759,245

habitantes – seis séptimas partes de ellos esclavos negros - en 1789 cuando estalló la Revolución

Francesa, con tres cuartas partes de la misma en Saint-Domingue.. La producción de azúcar se estimaba

en sobre cien mil toneladas (86 mil en Saint-Domingue). El café alzó vuelo en las cordilleras

sandominguenses y hubo avances considerables con añil y algodón, todos exportados a diversos lugares

haciendo caso omiso del Exclusif. El crecimiento cañero obligó a grandes inversiones en

infraestructuras de riego y procesamiento, sobre todo en las planicies secas del oeste y suroeste

dominguense.

También floreció una vida urbana – sobre todo en San Pedro de Martinica, Cabo Francés y

Puerto Príncipe, ya entonces capital sandominguense - con personalidad propia aun si no existían

universidades en los territorios coloniales; y las clases intermedias – los mulatos o gens de couleur – se

ubicaron como grupo intermediario en campo y ciudad. Igualmente los petits-blancs o blancos pobres

apenas flotaban sobre la miseria de una finquita o vivir de oficios intermitentes en ciudad. Estos fueron

“tropas de choque” durante los alzamientos de fin de siglo. Y bajo todos ellos los esclavos, cada vez

mas criollos que recién llegados de África, en grandes condiciones de explotación, a pesar de estar

“protegidos” por un Code noir (código negro). Los urbanos usualmente tenían condiciones algo

mejores de vida pero esta también era dura.

Este orden se puso a prueba con las consecuencias antillanas de la Revolución Francesa. La
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Revolución terminó en la Restauración monárquica de 1815 con tres desenlaces distintos: el ancien

régime quedó indemne aunque no sin los traumas de la insurrección y una invasión inglesa bienvenida

por los colonos en Martinica; Guadalupe implementó la égalité revolucionaria por un tiempo; y nació

la república negra de Haití sobre los escombros de un Saint Domingue que algunos hacendados

deseaban recuperar con nostalgia.

Por los años hasta 1848 las islas todavía francesas continuaron bajo la esclavitud para las

mayorías afrodescendientes. Ya desde 1836 se inició una crisis causada por los avatares del clima, la

restricción a la trata de esclavos y su mayor costo de reemplazo, y sobre todo, por el auge de la

producción de azúcar de remolacha, el cual redujo grandemente la demanda por el de caña. También el

gusto de libertad que los esclavos disfrutaron a intervalos durante las grandes convulsiones del periodo

1789-1815 pesaron contra la permanencia de la servidumbre involuntaria.

En el progresivo agotamiento de la esclavitud en la primera mitad del siglo XIX, Butel ve en el

mulato Cyrille Bissette el verdadero espíritu abolicionista reflejado en un espejo criollo. Bissette,

político, orador y periodista radicado en Saint-Pierre, aunque no sustraído a los prejuicios de su época

ya que se codeaba con mulatos poseedores de esclavos, llego a creer finalmente en la bondad de su

pueblo y en la posibilidad del negro de educarse y reformarse: dijo que “los hombres de color son más

negros que blancos, ellos no deben olvidarlo”.

El mejor conocido abolicionista parisiense de origen alsaciano, Víctor Schoelcher, parte del

discurso oficial abolicionista, sin embargo exhibió grandes prejuicios y lugares comunes contra los

antillanos a pesar de su cabildeo como diputado representante de Martinica en la Francia europea, y no

empece su papel en instrumentar la abolición de la esclavitud en 1848. Los negros libres eran para

Schoelcher “perezosos... frutos del concubinato y del libertinaje [débauche]... la ociosidad devora y

envilece esta raza”. Esto indignó a Bissette, quien como consecuencia de sus denuncias fue por un

tiempo expulsado de las colonias y luego fue excluido del comité abolicionista francés.
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Los años previos a la Abolición fueron muy tensos con amenazas de posibles insurrecciones

negras – la más amenazante la de Carbet en Martinica de 1822, que parecía inspirarse en la violenta

insurrección haitiana de 1804 – pero a la vez hubo un aumento de la cultura y alfabetización de negros

y mulatos con escuelas gratuitas instaladas por órdenes religiosas católicas.

La segunda mitad del siglo XIX se inicio con el reto de organizar el trabajo. Muchos negros

libres se convirtieron en pequeños terratenientes y hubo escasez de brazos para los trapiches, lo que

hizo que se reglamentara el trabajo libre a partir de 1855 y a su vez fomentóse la consolidación de

trapiches a unidades más eficientes con motores de vapor. La empresa Derosne y Cail de París exportó

equipos y los financiaba a veces comprando acciones en los nuevos ingenios (esta empresa montó

también equipos en Puerto Rico). Inclusive se propuso disecar la caña y poner las centrales en Francia,

ya que la fase industrial de la molienda era compleja y costosa, pero esto no progresó. Aunque

existieron ensayos de centrales desde los años 1830, la construcción de estos grandes ingenios despegó

ya en 1862 en Martinica y al año siguiente en Guadalupe, usualmente financiado por nuevos bancos

como el Crédit Foncier Colonial (Banco de Crédito Territorial). La libertad de comercio permitió

exportar a nuevos mercados tal como los Estados Unidos, hasta hoy importante en el comercio exterior

de las islas, a veces más que la misma Francia.

Otros fenómenos post-emancipatorios fueron la trata de trabajadores por contratos indios (o

sea, de la India por medio de la isla índica francesa de Reunión) y chinos, con estos últimos similar a lo

ensayado en Cuba por ese tiempo. Los minifundios crecieron y nuevas poblaciones de negros libres se

dieron en las islas, y otras existentes aumentaron población. Las viejas actitudes de prejuicio racial

continuaron por el resto del siglo xix dando pie a reyertas, alzamientos y en Martinica una insurrección

en los aciagos tiempos de la Comuna de 1870-71 donde los hechizos del quimbois (magia negra

folclórica) ayudaron a encender pasiones. También Butel indica que costumbres como los carnavales y

las fiestas populares de corte religiosa ayudaban a canalizar las tensiones de la vida diaria.
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El siglo xx abrió con el cataclismo de Saint-Pierre y el auge de una mayor participación en la

política electoral con la consolidación del sufragio universal, e igualmente nació una conciencia obrera

entre los trabajadores cañeros de las centrales, ya hegemónicas en las islas. El azúcar fue pie para una

industria de ron que tuvo un explosivo crecimiento entre las guerras mundiales. El ron de melaza

industrial conquistaba los mercados continentales (Francia no tuvo prohibición de alcohol en estos

años) y en las islas se prefería el ron agrícola o de guarapo. Los bananos o guineos empezaron a

cultivarse intensamente en Guadalupe luego del paso del huracán “San Felipe” (nombre dado en Puerto

Rico) de 1928, y en los albores del siglo XXI son el principal rubro agrícola de ambos territorios. En

gran medida, sobre todo en Guadalupe, han suplantado al café cuyo rendimiento en estas islas ha sido

bajo.

En lo político se dio una participación creciente de los negros en elecciones y debates, mientras

que los békés también salieron de la comodidad de los consejos generales donde permanecían a pesar

que ahora compartían su poder, y algunos se postularon para alcaldías o como diputados al Parlamento.

Los partidos nacionales franceses establecieron grupos y alianzas en las islas y se cuajó un sentimiento

anexionista fuerte aunque con la reserva de muchos de si esto sería al precio de la ya acusada identidad

de las islas.

La caída del gobierno francés y al ascenso del gobierno de Pétain, colaboracionista de los nazis

triunfantes, en París (el llamado régimen de Vichy) llevó al almirante Georges Robert, ya gobernador

de Martinica, a aliarse con este nuevo régimen en 1940. Estados Unidos procedió a establecer un cerco

limitado sobre las islas francesas, que sufrieron racionamiento, imposibilidad de vender sus productos,

y carencias. Sin embargo, Robert fue un gobernador bastante popular mientras que en Guadalupe bajo

Sorin se pasaba una situación similar. Ya en 1943 el gobierno de Francia Libre relevo al almirante y las

islas fueron a paso encaminándose a la departamentalización plena, ocurrida ya en 1946. Tras su

promulgación hubo un impulso nuevo a la industria cañera con centrales remodeladas y la importación
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de braceros de islas cercanas. Pero ya iniciaba la marcha de las islas a la modernidad postcolonial...¿o

un nuevo colonialismo disfrazado con los ropajes de una economía de consumo?

El relato primario se cierra con la anexión de posguerra de las islas, convirtiéndolas en parte

integral del territorio de Francia: esta fue la primera nación en absorber una antigua colonia no contigua

ni cercana en 1947, doce años antes que EE.UU. adoptara una solución similar para el archipiélago

oceánico de Hawái. Pero a diferencia de este caso, “blanqueado” por el genocidio y la explotación de

una modesta monarquía polinesia, la composición social y étnica de las Antillas francesas contradice

aquella del “hexágono” europeo, abriendo debates sobre si esta fue la soberanía que merecían los

residentes de estas islas - y de algunas en otras regiones, como Reunión, parte del grupo de las

Mascareñas en el Océano Indico occidental. Aun así Butel continúa las siguientes cuatro décadas y

media hasta 2002, año de edición del libro, con un sucinto posfacio.

Butel intenta sintetizar medio siglo de evolución de la sociedad francoantillana apenas en

nueve páginas, bocetando una era de importante y franca “modernización” dentro de un atraso secular.

La última mitad del siglo xx prohijó el auge del turismo mientras la agricultura, especialmente la

costosa actividad de la caña, colapsaba y actualmente se cifran esperanzas en los bananos (o guineos) y

las transferencias metropolitanas – estas últimas casi el 90% de las economías insulares actuales.

Es revelador que el autor enseñó en Burdeos (Bordeaux). Esta ciudad metrópoli de la región de

la Aquitania en el suroeste francés fue puerta de Francia y Europa al Caribe. De aquí salieron desde el

siglo XVII incontables emigrantes, tanto adinerados como engagés sin plata, varios de los cuales

llegaron inclusive a nuestras costas, como evidencia la abundancia de apellidos franceses en el sureste

de Puerto Rico y en las zonas de Mayagüez y Vieques, extremos opuestos - uno colonizado por los

huyentes de la convulsión de Saint-Domingue y los otros moviéndose desde el Barlovento francés

siguiendo al colonizador Théophile-Jacques-Jean-Marie le Guillou, ex azucarero dominguense y de

Barlovento. Guillou (“Leguillou”), aunque gobernador bajo la autoridad de España, convirtió a la


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llamada “isla nena” en tierra francoparlante – hasta las actas municipales a menudo estaban en francés

– y continuó una tradición cañera ya montada en las islas de origen de los nuevos hacendados que

portaban apellidos como Pistolet, Mourraille, le Brun, du Teil, Longpré, Bonnet, Delerme, Martineau y

otros.

En el municipio sud-oriental de Maunabo existió una hacienda, hoy nombre de sector del barrio

Emajagua, denominado La Bordalesa, que fuera asentamiento de la familia Clauzel, originalmente

aquitanos ya convertidos en el siglo XIX en békés martiniqueses. El patriarca de los Clauzel poseía la

hacienda La Démarche, de 323 hectáreas (822 cuerdas) en la comuna de Case-Pilote equidistante de

Fort-de-France y Saint-Pierre en la costa oeste, y luego de la abolición en 1848 se trasladó a Puerto

Rico, plantando también presencia en Burdeos desde 1860 con la posesión del viñedo de Château

Villegeorge en la comuna de Avensan en el Médoc cerca del bajo curso del río Garona – y “Garona” es

también nombre de otra hacienda maunabeña fundada por esa familia - y muy cercanos a la ciudad

donde ha trabajado el Dr. Butel.

El libro Histoire des Antilles françaises... adolece de varias carencias posiblemente dictadas por

la necesidad de resumir una historia intensa en poco espacio. No hay profundización en el clima ni la

geografía ni en ningún otro aspecto natural, a pesar que las islas han sufrido cataclismos de gran orden

como terremotos, huracanes - incluyendo el llamado “San Felipe” de 1928 que también pasó por

Guadalupe el 12 de septiembre y tuvo un papel decisivo en la historia agrícola de esa isla en el siglo xx

– y la nube piroclástica volcánica del monte Pelée que acabó con Saint-Pierre de Martinica el 8 de

mayo de 1902. Butel no estudia los movimientos de Francia en la colonización de otras islas antillanas

menores (y su pérdida a los británicos) excepto San Cristóbal, a pesar que casi todo Barlovento fue en

un tiempo posesión francesa, lo que se evidencia con la presencia del créole francés en islas como

Dominica y Santa Lucía. Tampoco se mencionan las pretensiones ocultas de Francia de posesionarse de

las islas españolas, usando como informantes a los “viajeros naturalistas” tales como Auguste Plée,
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conocido en Puerto Rico por sus dibujos un tanto crudos de paisajes y pueblos.

No hay casi información sobre la historia de las islas menores dependientes de Guadalupe ni

tampoco sobre la curiosa situación de intercambio que hizo Francia con otros poderes europeos en dos

de ellas – la partición con los Países Bajos de San Martín, existente hasta nuestros días, o la cesión

centenaria de San Bartolomé a Suecia. Tampoco se menciona el hecho que “St. Barth”, situación casi

única en las Antillas Menores, fue colonizada mayormente por engagés blancos de origen normando y

no hubo afrodescendientes allí. Y los nativos sanmartinenses hablan inglés criollo como su lengua

vernácula, siendo la única comunidad angloparlante que vive bajo el pabellón francés.

En fin, el esfuerzo del historiador por ordenar una historia que hasta ahora estaba regada en

fragmentos intelectuales especializados y no disponibles en un compendio como este ha sido, en esta

increíblemente tardía fecha, un logro que va a facilitar futuros esfuerzos en el estudio de Francia en el

Caribe. Como primer intento quedan partes por pulir - no en su organización temática, ni en su estilo

de redacción ya que el francés usado por el autor es llano, preciso y fácil de leer por quien tiene

conocimiento regular del idioma – sino en los contenidos dentro de los temas, en especial las carencias

que he reseñado. Aun así este libro merece traducciones al castellano y al inglés para insertarse en

mentes y conciencias de las otras dos grandes culturas del Caribe contemporáneo.

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Otras fuentes consultadas (NO incluye los textos y las lecturas del curso, que fueron examinados)

Berthelot, Jack y Martine Gaumé. Kaz Antiyé: Jan moun ka rété / L'habitat populaire aux Antilles.
Pointe-à-Pitre: Perspectives Créoles, 1982. (Textos en francés, inglés y créole.)

Rabin, Robert, ed. Historia de Vieques: cinco siglos de lucha y resistencia. Vieques: Archivo Histórico
de Vieques, s.f.

Thésée, Françoise. Auguste Plée: Un voyageur naturaliste. París: Editions Caribéennes / L'Harmattan,
1989.

Zobel, Joseph. Rue Cases-Nègres. Se usó la traducción al inglés, Black Shack Alley (traducida por
Keith Q. Warner). Boulder, Colorado: Lynne Rienner Publishers, 1997.

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