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Cultura contemporánea, espiritualidad

y psicoterapia

André Sassenfeld J.

Desde hace varios siglos, la cultura y las sociedades del mundo occidental
han estado atravesando profundas y numerosas transformaciones.
Partiendo por el advenimiento del racionalismo y la visión científica de la
realidad como formas predominantes de apercibir al ser humano y la
naturaleza que lo rodea, pasando por la supuesta muerte de Dios
proclamada por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche y llegando hasta los
diversos beneficios y las diversas desventajas ligadas al impresionante
desarrollo tecnológico del cual hemos sido testigos, estos cambios han
dado lugar a una situación sociocultural y humana que no tiene
antecedentes en la historia de la humanidad.
Vivimos, cada vez más, en medio de un mundo de crecientes
posibilidades. La sofocante diversidad de conocimientos, actividades,
identidades, pensamientos, sentimientos y sensaciones que se encuentra a
nuestro alcance ya es demasiado amplia como para ser aprehendida por
un único individuo y sigue multiplicándose a un ritmo vertiginoso. Una
gran cantidad de barreras y limitaciones sociales e individuales han ido
siendo derribadas de manera progresiva y, para bien o para mal, este
proceso nos ha ido mostrando que, mientras no deja de ser cierto que
existen algunas barreras que parecen ser infranqueables como la
inevitabilidad de la muerte biológica, muchas otras limitaciones nos las
hemos impuesto a nosotros mismos de modo más o menos consciente.
El transcurrir de la historia, junto a la evolución sociocultural y el
desarrollo de la consciencia que lo han acompañado y, en parte,
constituido (Combs, 1996; Müller, 1999; Neumann, 1949; Wilber, 1980,
1981, 1995, 1996, 1997a), nos ha permitido comenzar a objetivar, en
alguna medida, nuestro propio funcionamiento psicológico individual y
colectivo. En el acto, nos ha ofrecido la oportunidad de ir creando
condiciones sociales y culturales cada vez más acordes con nuestra
renovada comprensión de nosotros mismos y de las diferentes realidades y
los innumerables contextos en los que nos desenvolvemos. Por supuesto,
este proceso, dada su patente e insoslayable complejidad, ha estado
marcado por las dificultades, las contradicciones y la ausencia de un
entendimiento oportuno de la dinámica que le es propia.
Nuestras circunstancias mundiales actuales, caracterizadas por
algunos comentadores convincente y fundamentadamente como crisis
mundial sin precedentes1 (Grof, 1988; Walsh, 1984, 1988; Wulff, 1997),
pueden ser entendidas, de manera alternativa, como resultado final o
como uno de los estadios de este proceso de objetivación y des- o re-
organización que podría conducir, en algún momento, a una nueva
configuración sociocultural menos delicada y más equilibrada. En otras
palabras, la evolución humana bien ha llegado a su fin, bien se encuentra
en una etapa turbulenta de transición que, en caso de ser franqueada con
éxito, dará lugar a una situación social, cultural e individual diferente de
e, hipotéticamente, más satisfactoria, aunque no más exenta de
dificultades, que la presente.
Sobre todo algunos pensadores postmodernos parecen abrazar la
primera perspectiva, mientras que otros teóricos han argumentado a favor
de la segunda (Ferguson, 1980; Neumann, 1949; Reich, 1970; Wilber,
1995, 1996). Desde el punto de vista de la psicología transpersonal, el
psiquiatra norteamericano Roger Walsh (1984) afirma, reconociendo la
naturaleza idealista de esta postura pero suponiendo que las imágenes
idealistas pueden ser de gran ayuda si son empleadas, de manera
oportuna, como fuentes de guía y dirección, que es
hora de que crezcamos, y nosotros mismos hemos creado la situación que
puede obligarnos a hacerlo. Este crecimiento que se nos exige, esta
maduración psicológica, este desarrollo de la consciencia, es una forma de
evolución. [...] Por eso, porque exige mayor desarrollo y maduración de
nuestra parte, nuestra crisis global puede funcionar como un catalizador
de ese proceso evolutivo. [Desde] esta perspectiva, nuestra crisis actual
puede verse no como un desastre sin atenuantes sino como un desafío
evolutivo, no como un tirón hacia la regresión y la extinción, sino como un
empuje a nuevas alturas evolutivas. (p. 166)

Algunos factores determinantes de la


situación contemporánea
Para el historiador y crítico social estadounidense Christopher Lasch
(1979), uno de los factores centrales involucrados en la creación de esta

1 Comparando las circunstancias actuales con las de otras épocas, el psicólogo


norteamericano David Wulff (1997) afirma: “Sin embargo, sólo en nuestra época la
supervivencia de nuestra especie y de todas las demás también ha sido seriamente
cuestionada: por el envenenamiento del aire y el agua, la destrucción de bosques vitales,
la merma irreversible de los suelos y el fantasma de la guerra nuclear. Sea de modo
insidioso o catastrófico, el fin de la vida sobre la tierra se cierne hoy como posibilidad
impensable pero creciente. [...] Cualquier lector que dude de la seriedad de esta compleja
crisis debería estudiar la evaluación más reciente de ella por parte del Worldwatch
Institute, el cual publica su informe anual con el título State of the World (New York: W.
W. Norton, 1984). Traducido a 27 idiomas y distribuido entre empleados de gobierno de
alrededor del mundo, este informe documenta una amplia variedad de problemas
ambientales, políticos y sociales que amenazan el futuro del planeta” (p. 1, cursiva del
original).
situación generalizada de crisis es la llamativa falta de un sentido
percibido de continuidad histórica respecto de las generaciones pasadas y
futuras que aqueja a los individuos contemporáneos. Ya varias décadas
antes, Carl Gustav Jung (1945) había advertido que la consciencia
moderna estaba sumida en el peligroso proceso de perder contacto con sus
raíces, siendo una de las consecuencias “una falta de instinto y, por ende,
una desorientación de la situación general del hombre” (1944, p. 77). Al no
reconocer y comprender nuestras raíces históricas y las de nuestra
cultura, somos incapaces de entender adecuadamente el presente y de
visualizar nuestro rol en cuanto a la determinación del futuro en términos
de transmisión y continuación de un cierto conjunto de tradiciones
específicas. Esta desconexión respecto de nuestro pasado compartido ha
ido empobreciendo nuestra cultura de modo dramático y le ha impuesto
una cualidad paradójica de inmediatez absoluta.
Por otro lado, junto a esta aparente pérdida del sentido de
historicidad, las circunstancias actuales pueden ser vistas como producto
parcial de otro proceso fundamental que el mundo occidental ha estado
atravesando a lo largo de los últimos siglos. El ya mencionado auge de la
visión racionalista y materialista del mundo construida por la ciencia, sea
como causa o como efecto, está vinculado con la secularización de la
cultura y las instituciones sociales esto es, con “el progreso por el cual
algunos sectores de la sociedad y de la cultura son sustraídos de la
dominación de las instituciones y los símbolos religiosos”2 (Berger, 1967,
p. 154). Desde hace varios siglos, la visión científica de la realidad empezó
a competir con la visión religiosa tradicional de la realidad y,
eventualmente, logró establecer su abrumadora supremacía3.
La creciente secularización de las sociedades occidentales modernas
ha conllevado, para la vida del ser humano, dos implicancias generales de
gran alcance y de importancia crucial. Por un lado, la secularización ha
significado el ineludible colapso de las fuentes tradicionales de autoridad y
la desintegración de la tradicional red unificada de creencias y valores
religiosos, cuyas funciones principales siempre habían sido la promoción
de la cohesión interna de las comunidades, el apoyar el desarrollo de la
consciencia de los individuos y el conferir sentido a la existencia humana

2 El destacado sociólogo Peter Berger (1967) añade que “cuando hablamos de símbolos y
de cultura, implicamos que la secularización es algo más que un proceso socio-
estructural. Afecta a la totalidad de la vida cultural e ideológica, y puede observarse en el
declinar de los temas religiosos en las artes, en la filosofía, en la literatura, y sobre todo
en el despertar de la ciencia como una perspectiva respecto al mundo, autónoma y
eminentemente secular” (p. 155).
3 De manera irónica, tomando en consideración que la visión científica de la realidad

pretende ser de un orden completamente distinto que la visión religiosa de la realidad, la


“ciencia, ahora, es una fuente altamente autorizada de conocimiento en la cultura
contemporánea. Provee a la mayoría de las personas de su mito de la creación, de una
imagen de ellos mismos y de su relación con el resto del universo. En consecuencia, ha
adquirido algunos de los roles culturales de la religión, sea que los científicos lo quieran o
no” (Pickering, 1997, pp. vii-viii).
individual y colectiva (Cushman, 1995; Edinger, 1972; Jung, 1945; Lasch,
1979; Neumann, 1949; Rieff, 1966; Safran, 2003). Así, el equilibrio de las
sociedades occidentales, que siempre se había sustentado en la autoridad
y la red de creencias y valores santificadas por la tradición, se ha visto
profundamente amenazado ya que “cuando un canon cultural antiguo es
destruido, de momento, se produce una caotización y una destrucción del
mundo [...]” (Neumann, 1949, p. 304) al menos en términos simbólicos.
Por otro lado, el correlato subjetivo de la secularización sociocultural
ha sido, siguiendo al destacado analista jungiano Erich Neumann (1949),
la secularización de la tradicional santidad del alma individual o, de
acuerdo al influyente sociólogo Peter Berger (1967), una “secularización de
las consciencias” (p. 155); esto es, que “el Occidente moderno está
produciendo incesantemente una cantidad de individuos que miran al
mundo y a sus propias vidas sin prevalecerse de las interpretaciones
religiosas” (p. 155). Más allá, para Berger (1967), la fragmentación de las
estructuras sociales y los cambios sociopolíticos y socioeconómicos que
han acompañado a la secularización han tendido a “subjetivizar” la religión
de modo radical:
Con la pérdida progresiva de la objetividad, o pérdida de la realidad de las
tradicionales definiciones religiosas del mundo, la religión se vuelve cada vez
más materia de libre elección subjetiva, es decir, pierde su carácter
obligatorio intersubjetivo. Asimismo, las ´realidades´ religiosas son cada vez
más ´trasladadas´ desde un marco de referencia de facticidades exteriores a
la consciencia individual, a un marco de referencia que las coloca dentro de
la consciencia. Por ejemplo, ya no se considera a la resurrección de Cristo
como un acontecimiento del mundo exterior de naturaleza física, sino que es
´traducido´ para que se refiera a fenómenos existenciales o psicológicos
situados en la consciencia del creyente. Dicho de otro modo, el realissimum
al que se refiere la religión es transpuesto del cosmos, o de la historia, a la
consciencia individual. La cosmología se vuelve psicología. (p. 235, cursiva
del original)

El psicoanalista Jeffrey Rubin (1996, 1997) se refiere a un fenómeno


similar, llevando la reflexión un paso más lejos, como verdadera
“desespiritualización de la realidad subjetiva” (p. 21, p. 81) que implica
una devaluación, marginalización y patologización de lo espiritual como
tal. Esta condición desespiritualizada generalizada, por su parte, da
nacimiento al sujeto estrictamente psicológico como experiencia
predominante de la era moderna. El destacado psiquiatra transpersonal
Stanislav Grof (1998) agrega que, dada la autoridad que le es concedida a
la visión científica de la realidad en la época moderna, la ideología más
influyente del mundo industrial occidental ha pasado a ser el ateísmo. La
desespiritualización de la realidad subjetiva representa, por supuesto,
terreno fértil para la valoración alta de una ideología que postula un
“desencantado” mundo netamente material. En la actualidad, sin embargo,
es factible asumir que la claridad racional y la confianza incondicional en
la ciencia y sus métodos, propias del periodo moderno, se han convertido
en la desilusión, la confusión y la incertidumbre que define a la
postmodernidad (Pickering, 1999).
Desde el punto de vista intrapsíquico, la circunstancia descrita de
desespiritualización puede ser entendida como resultado final de un
mecanismo psicológico que Neumann (1949) denomina personalización
secundaria. Neumann considera que la subjetivación de la religión sufre,
en el psiquismo individual, una elaboración secundaria, en la cual los
contenidos psíquicos religiosos o espirituales son reducidos a contenidos
psíquicos personales y experimentados como tales. Mientras que este
proceso es, en cierta medida, indispensable para que la evolución y el
desarrollo de la consciencia puedan seguir sus cursos, en Occidente la
personalización secundaria ha llegado a constituir una forma excesiva de
expresión que devalúa los contenidos psíquicos no personales. “Constituye
una constelación descaminada típica de la consciencia moderna, la cual
ahora ha dejado de ser capaz de vislumbrar aquello que trasciende el
ámbito personal de la consciencia del ego” (Neumann, 1949, p. 309).
Así, tal como el sociólogo Philip Rieff (1966) ha señalado, el hombre
religioso de la época premoderna ha sido reemplazado por el hombre
psicológico de la modernidad; y, en la época del hombre psicológico, “el self
es el único término para Dios” (1963, p. 23). El origen y la localización
explícitamente colectivas de la identidad del ser humano han dado lugar a
un acentuado sentido de individualidad que, cada vez menos, utiliza como
referente fundamental a la colectividad o a elementos de una cosmovisión
religiosa. El individuo como tal se convierte en el valor superior de las
democratizadas sociedades de Occidente.

La situación contemporánea y el individuo


La suma de estas circunstancias la falta de un sentido de continuidad
histórica, la secularización objetiva y subjetiva, la subjetivación de la
religión y la desespiritualización de la realidad subjetiva,
comprensiblemente, ha representado una especie de sobrecarga para el
individuo y ha tenido un impacto decisivo en su experiencia del mundo y
de sí mismo. Las circunstancias a las que hemos hecho alusión lo han
alienado y separado de una comunidad integrada, en el seno de la cual
disponía de un lugar o rol propio y definido en relación a los otros; las
funciones esenciales que, con anterioridad y de manera tradicional, eran
cumplidas por las instituciones religiosas y la comunidad han recaído
sobre los mismos individuos. Han dejado de tener relevancia genuina los
ritos colectivos que, al menos por ciertos periodos de tiempo, siempre
habían diluido la sensación individual de aislamiento y transmitido una
experiencia compartida de aquello que trasciende el ámbito cotidiano de la
vida y confiere sentido a la existencia humana (Edinger, 1972; Neumann,
1949).
Y, aún cuando esta situación ha traído consigo una valiosa
ampliación de las libertades individuales y un desarrollo notable de la
consciencia humana (Gordon, 1998; Neumann, 1949; Wilber, 1995, 1996,
2000a, 2000b), también ha generado un individualismo aplastante y, con
el paso del tiempo, una “cultura del narcisismo” plagada por una
experiencia subjetiva profunda de ensimismamiento, aislamiento, vacío,
alienación, falsedad, fragilidad y falta de sentido o propósito que yace
detrás de una vivencia de aparente autonomía y autosuficiencia (Anbeek &
de Groot, 2002; Cushman, 1995; Lasch, 1979; Roland, 1988; Rubin, 1996,
1997; Welwood, 2000). La ausencia de una vivencia básica de tradición,
comunidad y valores compartidos, debida a la inestabilidad y la conmoción
continuada de las creencias y los valores tradicionales, ha derivado en la
virtual ubicuidad de lo que el psiquiatra austriaco Viktor Frankl (1946)
calificó de “vacío existencial” (pp. 32-35) y en lo que el psicólogo existencial
Rollo May (1953) llamó una “época de la ansiedad” (p. 7) caracterizada por
dolorosos sentimientos de inseguridad y angustia. La posibilidad de que el
individuo enriquezca creativamente la cultura que lo formó se ha
transformado en su disociación y paralización.
La evidencia clínica parece apoyar, en términos generales, estas
concepciones. Desde una perspectiva histórica, la predominancia de los
cuadros psicopatológicos clásicos, como las neurosis histéricas u obsesivo-
compulsivas, ha sido opacada por el incremento explosivo de la frecuencia
de los trastornos limítrofes y narcisistas de la personalidad (Beldoch,
1972; Giovacchini, 1975; Lasch, 1979). Como es bien sabido, la
sintomatología de estos desórdenes corresponde, esencialmente, a una
acentuación de relevancia clínica de aquellos afectos que hemos recién
descrito como endémicos a la cultura occidental actual.
No obstante, aún cuando la pertenencia a una colectividad haya
proporcionado, a lo largo de la historia, contención y certidumbre al
individuo y le haya permitido atravesar experiencias significativas
compartidas y, por lo tanto, seguras, también lo había “deprivado de la
experiencia individual de esas profundidades y de la posibilidad de
desarrollo que tal experiencia promueve” (Edinger, 1972, p. 64). Mientras
determinadas instituciones culturales, generalmente religiosas, como
mediadores de la relación individual de la mayoría de las personas con
aquello que las trasciende, no existe ni la posibilidad ni la necesidad de
asumir una responsabilidad personal y de involucrarse de modo personal
con las “profundidades” mencionadas. Así, la situación contemporánea
representa, para el individuo, no sólo una carga y un factor determinante
de la “cultura del narcisismo” en la que vive inserto, sino que también
constituye un potencial de crecimiento y transformación.
El resurgimiento de la religiosidad y
la espiritualidad
La influencia generalizada de la visión científica racionalista de la realidad
en el mundo occidental convenció a muchos de que las creencias
defendidas y las prácticas llevadas a cabo por la religión y sus seguidores,
descalificadas como irracionales, supersticiosas y contrarias al nuevo
sentido común, desaparecerían de una vez por todas. Se esperaba que el
fenómeno de la secularización progresiva desembocara en el declive
irreversible de la autoridad y la presencia de las diferentes tradiciones
religiosas y espirituales. De hecho, por ejemplo, a mediados del siglo XX
los norteamericanos estaban sumidos en una “depresión espiritual” y
experimentaban un elevado grado de escepticismo religioso (Handy, 1984,
p. 6) y, por primera vez en la historia de los Estados Unidos, la mayoría de
las iglesias protestantes más importantes del país estaban perdiendo un
número significativo de miembros (Wulff, 1997). Hacia fines de la década
de 1970, en términos generales, era perceptible una implacable
“desolación espiritual” (Lasch, 1979, p. 39).
Así, pocos hubieran predicho que la religión volvería a adquirir
alguna relevancia en el mundo contemporáneo. Y, sin embargo, esto es
precisamente lo que parece haber comenzado a suceder y seguir
ocurriendo: no sólo el fundamentalismo religioso ha vuelto a manifestarse
como fuerza social imponente en diversos países orientales, sino que, al
interior de la misma cultura occidental, las inquietudes y los intereses
religiosos y espirituales han florecido como pocas veces antes en la
historia. La “modernidad, si bien va erosionando algunos aspectos
significativos [de las tradiciones religiosas y espirituales], al mismo tiempo
sienta las premisas para que se restablezcan prácticas y creencias, aunque
de una forma diferente que tenga en cuenta el nuevo escenario que
entretanto se ha ido conformando” (Filoramo, 1998, pp. 410-411).
En definitiva, el enfrentamiento con la modernidad ha cambiado de manera
radical el escenario religioso contemporáneo, tanto en el terreno religioso
institucional como en las diferentes áreas que forman la llamada nueva
religiosidad. A consecuencia, sobre todo, del afianzamiento del principio
moderno del individualismo frente a los datos colectivos y normativos se
impone hoy en día la dimensión privada y subjetiva, la búsqueda de
experiencias [...] A causa de esta primacía de lo subjetivo, las creencias
tradicionales y, en general, los sistemas teológicos han entrado en crisis. La
irresistible imposición de los derechos inalienables de la subjetividad
religiosa frente a cualquier principio de autoridad ha tenido como
consecuencia inevitable el debilitamiento del terreno institucional de las
creencias. Hoy en día se cree sin adscribirse [...] según lógicas que se
apartan de las de las religiones visibles e institucionales. (p. 418)
Frente a este trasfondo de una religiosidad o espiritualidad
transformada y diferente de la tradicional, las estadísticas existentes
indican
(1) que el 94% de los norteamericanos cree en Dios, un 77% en el cielo y
un 58% en el infierno y que, de quienes creen en el cielo, un 76%
considera que sus posibilidades de acceder a él son entre buenas y
excelentes no especificándose si los términos “cielo” e “infierno” deben ser
entendidos de modo literal o no (Newsweek, 1988).
(2) que, de una muestra de 1460 estadounidenses, el 35% afirmó haberse
sentido, al menos una vez en su vida, muy cerca de una fuerza espiritual
(Greeley, 1975).
(3) que, de una muestra de 1865 ciudadanos británicos, el 36.4% afirmó
haber sido consciente de o influenciado por una presencia o poder,
llamado Dios o no, diferente de su self cotidiano (Hay & Morisy, 1978).
(4) que, de una muestra de 1000 californianos, el 50% informó que había
experimentado un sentimiento de contacto con algo sagrado, el 82% afirmó
que se habían sentido alguna vez profundamente movido por la belleza de
la naturaleza y el 39% dio a entender que albergaba un sentimiento de
armonía con el universo (Wuthnow, 1978).
(5) que el 88% de los norteamericanos afirman rezarle a Dios (Poloma &
Gallup, 1991).
(6) que, entre los norteamericanos, un 23% reporta creer en la
reencarnación (Gallup, 1982).
(7) que el 58% de los estadounidenses afirma sentir la necesidad de
experimentar crecimiento espiritual (Newsweek, 1994).
(8) que la incidencia de las experiencias místicas en la población general
de los Estados Unidos asciende a un rango entre el 30 y el 40% (Spilka,
Hood & Gorsuch, 1985); más allá, a partir de los estudios disponibles,
sabemos “que las experiencias místicas más o menos suaves están muy
difundidas, incluso en países sin una tradición mística activa y en los
cuales el clima intelectual no es particularmente favorable al pensamiento
místico” (Kakar, 1991, pp. 1-2).
Estos datos estadísticos4, junto a indicadores adicionales como el
rápido aumento de la literatura popular sobre temáticas religiosas y

4 Por supuesto, las estadísticas mencionadas reflejan, en su mayor parte y dentro de las
posibilidades de representatividad propias de la metodología estadística, la situación
contemporánea de la sociedad norteamericana en particular. Desafortunadamente, las
investigaciones en la misma área, en países europeos y latinoamericanos, han sido más
bien escasas. Utilizamos estos datos, en este contexto, asumiendo que los factores
determinantes de la situación contemporánea que hemos descrito, en alguna medida,
espirituales o la difusión de prácticas de carácter religioso y espiritual
(incluyendo el yoga, la meditación, las artes marciales y otras), ponen el
descubierto una tendencia efectiva hacia el resurgimiento de la religiosidad
y la espiritualidad en las secularizadas y democratizadas sociedades
occidentales contemporáneas. En 1978, el psicoanalista Hans Loewald
había señalado que, en la cultura de Occidente, la dimensión experiencial
de lo sagrado parecía estar tan reprimida como lo estaba la sexualidad en
la época en la que Freud había formulado sus influyentes teorías
psicoanalíticas. Algunos años antes, el psicólogo Frank Haronian se refirió
a una circunstancia similar en un artículo con el elocuente título “La
represión de lo sublime” (1974). En este sentido, siguiendo al psicoanalista
Jeremy Safran (2003), podemos entender este resurgimiento religioso y
espiritual como “un tipo de retorno de lo reprimido” (p. 20).

El resurgimiento religioso-espiritual y su
relación con la psicoterapia
De acuerdo a Rieff (1966) y Lasch (1979), la psicoterapia y el psicoanálisis
son instituciones sociales modernas que han sido creadas con la finalidad
de llenar el vacío cultural dejado por el colapso de las estructuras y los
sistemas tradicionales que proveían a la comunidad de un sentido de
pertenencia y significado. Por otro lado, para Jung (1935, 1945) y para
Rieff (1966), una de las funciones centrales que ejercían estos sistemas
típicamente religiosos era una función terapéutica que consistía en aliviar,
de alguna u otra forma, el sufrimiento de los integrantes de una
comunidad dada.
No nos debe sorprender, por lo tanto, que la psicoterapia, desde sus
inicios como disciplina formal a fines del siglo XIX, en su calidad de
modalidad de tratamiento del sufrimiento psicológico, haya disfrutado de
un acelerado desarrollo como institución social y de una difusión creciente
en las sociedades actuales (Gordon, 1998). Podemos hipotetizar que,
posiblemente, al menos una parte de aquellos individuos que han dejado
de encontrar contención y satisfacción de sus necesidades religiosas o
espirituales en alguno de los derrumbados sistemas tradicionales ha
comenzado a acudir, en busca de esa misma contención y satisfacción, a
las consultas psicoterapéuticas.
Muchos psicoterapeutas y psicoanalistas profesionales, por su parte,
han intentado, durante mucho tiempo, validar sus respectivas disciplinas
frente a los juicios y las críticas de los partidarios de ciencias más “duras”
esto es, ciencias dedicadas a objetos de estudio más fácilmente
investigables por medio del empleo de la metodología científica empírica en
sentido estricto. Su tentativa básica de adscribirse a los principios

están presentes en gran parte de las sociedades que conforman el mundo occidental y
que, en consecuencia, datos estadísticas parecidos pueden ser teóricamente supuestos.
fundacionales de la ciencia, no obstante, les exigió el alejamiento respecto
de la visión religiosa tradicional del mundo, considerada contraria a los
conocimientos científicos acerca de la naturaleza de la realidad, y a la vez
de la posible comprensión y utilización de los beneficios “terapéuticos” de
esta visión.
Esta circunstancia fundamental se vio reflejada, con mucha
claridad, en las teorías psicológicas y psiquiátricas que fueron elaboradas
a lo largo de la mayor parte del siglo XX. En su virtual totalidad, estas
teorías conciben la religión y la espiritualidad, en el mejor de los casos,
como ocurrencias neuróticas o infantiles y, en el peor de los casos, como
productos de procesos psíquicos o neurológicos patológicos (Grof, 1985,
1998, 2000; Lukoff, Lu & Turner, 1996). Quienes se declaraban en
desacuerdo con estas teorías, como el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung
(1938), a menudo eran descalificados como “místicos” o “locos” y excluidos,
de manera activa, de lo que se consideraba “ciencia”.
A pesar de esta situación general y a pesar de sus teorías, los
psicólogos clínicos han debido enfrentar y han empezado a reconocer, en
las últimas décadas, hechos como los siguientes:
(1) referencias directas a la religión se producen en alrededor de un tercio
de todas las sesiones psicoanalíticas (Group for the Advancement of
Psychiatry, 1968)
(2) en una muestra de psicólogos asociados a la American Psychological
Association, el 60% dio a entender que sus pacientes o clientes a menudo
expresan sus experiencias personales en lenguaje religioso y que al menos
uno de cada seis pacientes o clientes presenta al terapeuta cuestiones que
involucran la religión o la espiritualidad (Shafranske & Maloney, 1990a)
(3) de una muestra de 1004 adultos norteamericanos, el 82% afirma creer
en el poder de sanación del acto de rezar, el 73% considera que rezar por
alguien puede contribuir a curar su enfermedad y el 77% cree que, en
ocasiones, Dios interviene para sanar a personas que padecen une
enfermedad grave (Wallis, 1996)
(4) el 4.5% de los pacientes o clientes trae experiencias místicas al
tratamiento (Allman, de la Roche, Elkins & Weathers, 1992)
Por otro lado, la investigación ha desafiado los supuestos de las
teorías psicológicas y psiquiátricas que desvalorizan la religión y la
espiritualidad como ámbitos de la experiencia por derecho propio al
demostrar que
(1) la religión está relacionada con el bienestar del ser humano y provee de
una fuente de significado y propósito en la vida, una circunstancia cuyos
efectos saludables han sido ampliamente documentados (Jones, 1997;
Lukoff, Lu & Turner, 1996); como “proveedor de sentido, propósito y
coherencia, la religión tiene un efecto positivo directo y probado sobre la
salud mental y física, aún controlando factores tales como estado de salud,
clase económica y apoyo social”5 (Jones, 1997, p. ix)
(2) los individuos que han atravesado experiencias místicas obtienen
puntuaciones más bajas en escalas de psicopatología y más altas en
mediciones de bienestar psicológico (Greeley, 1975; Hay & Morisy, 1978;
Kakar, 1991; Lukoff, Lu & Turner, 1996)
(3) un metaanálisis de la relación entre compromiso religioso y salud
mental mostró que ambas variables están correlacionadas positivamente
(Bergin, 1983)
(4) por último, entre el 70 y el 80% de la población estadounidense estuvo
lo suficientemente insatisfecho con los modelos científicos limitados de la
práctica médica actual como para hacer uso de prácticas alternativas de
sanación durante el año de la encuesta (Spilka, Hood & Gorsuch, 1985)
En este contexto, muchos psicoterapeutas han optado por revisar
sus modelos teóricos de la salud mental y del rol potencial que la religión y
la espiritualidad juegan en relación a ella y en relación a la madurez o el
crecimiento psicológico, aunque algunos defensores de ciertas
orientaciones psicoterapéuticas siguen ignorando la evidencia arrojada por
las investigaciones recientes que han sido llevadas a cabo en estas áreas.
En la actualidad, el 29% de los psicoterapeutas se muestra de acuerdo en
que los asuntos religiosos son importantes en el tratamiento de algunos o
de todos sus clientes (Bergin & Jensen, 1990); el 72% de los psicólogos
indica que, en algún momento, ha tratado con asuntos religiosos y
espirituales en el transcurso de un tratamiento psicoterapéutico (Lannert,
1991); el 74% de 409 psicólogos pertenecientes a la American
Psychological Association siente que las cuestiones religiosas y espirituales
son relevantes en su labor profesional (Shafranske & Maloney, 1990a); el
83% de los psicólogos californianos considera que sus creencias religiosas
les ayudan a ser terapeutas efectivos y el 68% de esta muestra afirma que
emplea conceptos y metáforas religiosas en su trabajo clínico (Shafranske
& Malony, 1990b); y, de acuerdo a un estudio realizado en 1998 por los
investigadores Dyer Bilgrave y Robert Deluty, el 72% de los psicólogos
clínicos reconoce que sus creencias religiosas influencian su práctica
psicoterapéutica.
Es de importancia destacar, aquí, que este renovado interés de la
psicología clínica por la religiosidad y la espiritualidad, tal como hemos
intentado mostrar, no ha tenido lugar en un vacío cultural, sino que forma
parte de un fenómeno colectivo mucho más amplio es, en el fondo,
ejemplo y síntoma de un proceso cultural más general. De esta manera,

5 “Constructos metafísicos tales como esperanza, sentido y propósito, religiosos o no,


demuestran ser, en consecuencia, críticos para la salud mental y física y para la
resiliencia y el manejo psicológico de situaciones estresantes” (Jones, 1997, p. x).
los psicoanalistas y los psicoterapeutas que se “interesan en las cuestiones
religiosas no están tan sólo haciendo realidad una fantasía idiosincrática
o, incluso, tan sólo siguiendo una moda cultural sino que, más bien, están
recuperando una fuente esencial, quizás necesaria, de la totalidad
humana” (Jones, 1997, p. x).

La psicología transpersonal como intento de


aproximarse a la situación contemporánea
En retrospectiva, es difícil entender cómo la psicología, que intenta
descubrir la verdad de la experiencia humana, pudo haber evitado el ámbito
de la espiritualidad durante tanto tiempo porque éste ha sido una
preocupación central de cada cultura humana a lo largo de la historia. Sin
embargo, también es comprensible dado el intento de la ciencia occidental
de dejar a un lado toda especulación metafísica y de focalizarse sólo en lo
que es experimentalmente observable. (Cortright, 1997, p. 17)

De todos modos, el resurgimiento de la religiosidad y de la espiritualidad


que hemos descrito en lo que antecede ha vuelto indispensable el que la
psicología se aventure en una exploración detallada y sistemática de las
dimensiones religiosas y espirituales de la experiencia humana. El
nacimiento formal de la psicología transpersonal a fines de la década de
1960 responde, en términos muy generales, a la necesidad de abordar esta
complicada tarea.

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