Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
COMITÉ DE SELECCIÓN
EDICIONES
DEDICATORIA
PREFACIO
I. CRÓNICA DE UNA POLÉMICA CENTENARIA
II. ¿SON TODAS LAS AMIBAS INVASORAS?
III. LA AMIBA, UNA CÉLULA RUDIMENTARIA
....PERO TEMIBLE
IV. LOS MECANISMOS DE AGRESIÓN
V. LOS ESTRAGOS DE LAS AMIBAS
VI. ¿QUÉ HACER?
BIBLIOGRAFÍA
CONTRAPORTADA
C O M I T É D E S E L E C C I Ó N
Coordinadora Fundadora:
Coordinadora:
E D I C I O N E S
La Ciencia para todos es proyecto y propiedad del Fondo de Cultura Económica, al que
pertenecen también sus derechos. Se publica con los auspicios de la Subsecretaría de
Educación Superior e Investigación Científica de la SEP y del Consejo Nacional de Ciencia
y Tecnología.
ISBN 968-16-2713-X
Impreso en México
P R E F A C I O
I . C R Ó N I C A D E U N A P O L É M I C A C E N T E N A R I A
ANTECEDENTES EN MÉXICO
Eguía habla de una epidemia de "fiebres malignas biliosas" que en 1783 hizo imposible la
explicación de la anatomía normal del hígado a los estudiantes de anatomía práctica, ya
que todos los cadáveres proporcionados (siete) "presentaban esta entraña
ensangrentada". Después de mencionar algunos de los síntomas característicos del
absceso hepático, relata que los recursos dietéticos y farmacéuticos eran insuficientes,
por lo que era necesario echar mano de la operación quirúrgica. Concluye, sin embargo:
"Muy raro o casi ninguno ha escapado y esta generalidad de verlos perecer
miserablemente, es la causa de la común consternación y de la entrañable aflicción de los
profesores."
Ya en el siglo XIX el tratamiento quirúrgico del absceso hepático recibió en México gran
impulso gracias a la labor del doctor Miguel Jiménez (Figura 2). En sus Lecciones dadas
en las escuelas de medicina de México, de 1856, dice: ".... Creo haber demostrado que
una vez obtenida la certeza de la supuración por los medios diagnósticos que procuro
puntualizar desde aquella época, ofrecían una gran ventaja las punciones hechas con
trocar por los espacios intercostales para satisfacer la indicación de dar salida al pus del
absceso." Jiménez inició, con ello, la punción y canalización del absceso hepático como
forma eficaz de terapéutica, con lo cual obtuvo apreciable reducción de la mortalidad por
ese padecimiento.
Figura 2. Portada del trabajo del doctor Manuel Jiménez sobre los abscesos hepáticos.
La interpretación que Jiménez hizo de las causas del absceso hepático fue la siguiente:
En el presente siglo, muchos son los investigadores que, en nuestro medio, se han
interesado por la amibiasis. Entre ellos destaca, sin duda, el doctor Bernardo Sepúlveda
(Figura 3), quien dedicó buena parte de su inteligencia y entusiasmo a la promoción del
estudio de esta infección desde los mismos principios de su carrera profesional. Ya desde
1936, coordinó la publicación de un número especial de la revista del Centro de Asistencia
Médica para Enfermos Pobres, dedicado íntegramente a la amibiasis, que fuera ilustrado
por un dramático boceto de Diego Rivera (Figura 4).
Fig. 4. Boceto de Diego Rivera con que se ilustró un número especial de la revista del Centro de
Asistencia Médica para Enfermos Pobres, dedicado a la amibiasis (1937).
El descubrimiento del agente causal de la amibiasis que inició la historia del conocimiento
científico de esta infección, considerada propia de los países cálidos, se realizó en una
región muy lejana de la franja tropical. Esa infección humana, común en países pobres,
donde produce cerca de 50 000 muertes anuales, fue descubierta por vez primera en una
ciudad rusa que tiene temperaturas inferiores a los 7º C durante tres cuartas partes del
año: Leningrado. En la entonces orgullosa San Petersburgo, Fedor Aleksandrovich Lesh
(Figura 5), profesor asistente de clínica médica, inicia, a los 33 años, en 1873, el estudio
del caso clínico que lo llevaría a la inmortalidad.
Figura 5. Retrato del doctor Lesh. (Cortesía del doctor Enrique Beltrán.)
El paciente provenía del distrito de Arcángel, cerca del Círculo Polar Ártico, lo que acentúa
la ironía del descubrimiento de una enfermedad "tropical" en localización tan lejana del
ecuador. Un joven campesino, J. Markow, emigrado a la gran ciudad en busca de mejor
fortuna, sobrevivía malamente acarreando troncos a una maderería. Su trabajo le
obligaba a permanecer con los pies mojados durante todo el día y la insuficiente morada
lo protegía, por las noches, sólo parcialmente, del viento y de la lluvia. En esas
condiciones enfermó con diarrea, malestar general y molestias rectales. Los síntomas
empeoraron y obligaron a su internamiento en el Hospital Manen, en donde al cabo de
varias semanas de tratamiento sólo obtuvo alivio parcial de su dolencia. El
recrudecimiento de la enfermedad obligó a trasladarlo a la clínica del profesor Eichwald,
donde el doctor Lesh entró en contacto con Markow.
La curiosidad movió a Lesh a examinar las heces del paciente diarréico; encontró en ellas
numerosas formaciones microscópicas que por su forma y movilidad consideró, sin duda,
como amibas. La descripción de la apariencia microscópica de las amibas tomadas del
material intestinal es extraordinaria: la forma precisa, el tamaño exacto, las
características bien definidas del movimiento de las células, la formación de seudópodos;
todo indica, según sus propias palabras, "que no se pueden confundir, ni siquiera
momentáneamente, con nada que no sean células amibianas". Lesh describió, con
precisión que envidiaría hoy día más de un microscopista de reputación, detalles precisos
de la anatomía microscópica de las amibas. Entre éstos, menciona la presencia de
nucleolos refráctiles, o sea, los cuerpos intranucleares de naturaleza desconocida, que
fueron redescubiertos cien años después. Durante el siglo, sobrado, que ha transcurrido
desde el descubrimiento de Lesh, nada ha sido añadido a la perfecta descripción
microscópica de las amibas realizada por el médico ruso, de quien se ignora casi todo
sobre su vida.
La habilidad de Lesh como microscopista fue sólo superada por su gran sagacidad como
clínico; el tratamiento del padecimiento de Markow se inició entusiasta: tanino, nitrato de
bismuto, acetato de plomo —compuestos comunes hoy día no en la práctica
gastroenterológica, sino, curiosamente, en los laboratorios de microscopía electrónica,
donde se emplean como colorantes— a lo que se añadieron nuez vómica, bicarbonato de
sodio, vino... todo fue en vano. Las semanas transcurrieron y apenas iniciada la mejoría
del cuadro clínico, aumentó el número de amibas en las heces y el paciente empeoro.
Lesh, convencido de que el enfermo no mejoraría en tanto no se eliminaran las amibas,
probó en el laboratorio el efecto del sulfato de quinina y constató que los parásitos morían
en presencia de la droga. Se inició el tratamiento con ésta, y a medida que avanzaba el
invierno y empezaba el año de 1874, el paciente mejoraba. Por primera vez en la historia
de la humanidad se reconocían las amibas como agentes de un padecimiento y se les
combatía para salvar la vida de un paciente. Los parásitos reaparecieron, sin embargo, y
se inició una recaída progresiva; recién entrada la primavera, Markow murió. En la
autopsia, Lesh encontró numerosas ulceraciones en el colon, que al examen microscópico
reveló contener muy diversas células redondeadas del tamaño de los glóbulos blancos, a
las que inexplicablemente no se atrevió a identificar como amibas.
La experiencia del clínico se unió a la mente analítica del investigador; fue preciso
introducir experimentalmente esas amibas en animales y reproducir en ellos la infección
intestinal. De cuatro perros a los que Lesh introdujo pequeñas cantidades de contenido
intestinal de Markow, sólo uno enfermó con diarrea y evacuaciones con abundantes
amibas. Según el autor, el experimento probó que las amibas eran capaces de producir
irritación intensa que progresaba hacia la ulceración.
EL TRASPIÉS DE LESH
Hasta ese momento, Lesh llevó a cabo su investigación en forma impecable; el hallazgo y
magistral descripción de las amibas, la identificación de la relación entre el número de
éstas y la severidad de los síntomas, la reproducción del cuadro disentérico en un perro
con material intestinal del paciente; todo apuntaba en favor de concluir que esa amiba,
llamada por su descubridor Amoeba coli, o amiba del colon —más como término
descriptivo que como nombre científico— era la causante de la disentería con pujo y
sangre. Pero un prurito excesivo en aras del rigorismo científico hizo que Lesh diera el
primer gran traspiés, que inició una larga cadena de errores e interpretaciones confusas
en relación a la amibiasis humana. En vez de concluir que las amibas originaban la
enfermedad, consideró que contribuían tan sólo a sostener la inflamación y a retardar la
ulceración del intestino grueso. "Persiste la duda —dice él— de si la enfermedad fue
producida por las amibas o bien resultó de otras causas y las amibas sólo llegaron al
intestino posteriormente y sostuvieron la enfermedad." Dudó en afirmar que las amibas
eran el agente causal de esa forma de disentería porque el perro que logró infectar con
amibas no presentó un cuadro semejante al de Markow. Por ello concluyó sin ambages:
"Debo asumir que Markow enfermó de disentería primero y que las amibas llegaron al
intestino después, aumentaron en número y sostuvieron la inflamación.
OTRAS AMIBAS
Ésta no era la primera ocasión en la que se definía con precisión la existencia de amibas
parásitas del hombre; otro ruso, G. Gros (o rusa, puesto que casi nada se sabe de este
investigador, ni siquiera su primer nombre) había descrito en 1849 amibas en las encías.
Estas amibas fueron llamadas por dicho investigador Amoebea gengivalis (sic) en un largo
artículo publicado en francés en el Boletín de la Sociedad Imperial de Naturalistas de
Moscú artículo que lleva el raro título de "Fragmentos de helmintología y de fisiología
microscópica".
Según Dobell, protozoólogo inglés a quien aludiremos con frecuencia por haber sido, sin
duda, el investigador más autorizado sobre los aspectos parasitológicos de la amibiasis
durante la primera mitad de este siglo, la primera observación de amibas parásitas del
intestino del hombre fue realizada por Timothy Richards Lewis, cirujano de las Fuerzas
Británicas de su Majestad asignado a la Comisión Sanitaria del gobierno de la India. En
una comunicación realizada en 1870, informó de la presencia de amibas en las
deyecciones de enfermos que padecían el cólera.
Hoy sabemos que hay dos amibas intestinales humanas: una no patógena, que vió Lewis
(Entamoeba coli), y otra patógena (Entamoeba histolytica), que definió Lesh. Pero esa
diferenciación tomó varias décadas en establecerse.
Entre 1880 y 1895 varios investigadores italianos, entre ellos Grassi, consideraron que las
amibas del intestino humano no eran patógenas, mientras que Kartulis y Koch en Egipto,
y Hlava, en Praga, encontraban amibas en pacientes con disentería.
El caso de Hlava nos permite hacer un paréntesis para indicar una de las muchas
confusiones ocurridas en la historia del estudio de la amibiasis y que, al mismo tiempo,
señala un mal común entre los investigadores que aún no se ha logrado erradicar: el de
citar en los trabajos científicos referencias de artículos que no han sido consultados
directamente por el autor. Jaroslav Hlava informó del hallazgo de amibas en sesenta
casos de disentería y señaló la semejanza de esos parásitos con las amibas descritas por
Lesh. Logró además reproducir la enfermedad al inocular material disentérico en animales
de diferentes especies. Sus resultados fueron publicados en checo —idioma desconocido
por la mayoría de los investigadores—, lo que produjo una lamentable confusión. El
trabajo de Hlava, titulado O uplavici, que en checo significa "sobre la disentería" fue
interpretado erróneamente como el nombre del autor en un resumen que, en alemán,
hiciera Kartulis. Así, el fantasmagórico profesor Uplavici, O. se paseó por las bibliografías
de numerosos trabajos de la especialidad, hasta que en 1938 Dobell desentrañó el
enredo. La imaginación de Kartulis llegó, al parecer, al extremo de relatar una supuesta
correspondencia científica con ese inexistente investigador de escatológico nombre.
Correspondió a la más grande figura de la medicina norteamericana de fines del siglo XIX,
el canadiense William Osler, hacer la descripción detallada del primer caso de absceso
hepático estudiado en América, en el que encontraron abundantes amibas (Figura 6).
Osler trató a un médico de 29 años, antiguo residente de Panamá, donde había sufrido
varios ataques de disentería que culminaron con fiebre, malestar general y dolor en la
región del hígado. A pesar de que Osler observara numerosas amibas en el material
líquido obtenido al aspirar quirúrgicamente el contenido del absceso del hígado y de
encontrarlas también en las heces del paciente, concluyó que "es imposible hablar con
seguridad de la relación de estos organismos con la enfermedad" y terminó su trabajo con
el estribillo habitual, aún empleado en nuestros días como salida poco airosa del autor
que no sabe cómo rematar un manuscrito: "Se requieren más estudios sobre el tema." No
hay duda de que en aquel entonces las publicaciones científicas se realizaban con
celeridad: el paciente de Osler murió el 5 de abril de 1890 y el artículo sobre la causa de
su muerte apareció en el Boletín del Hospital Johns Hopkins al siguiente mes.
Figura 6. Portada del trabajo del doctor W. Osler sobre disentería amibiana.
Uno de los médicos que encontraron las amibas en el contenido del absceso hepático del
infortunado médico que visitó Panamá, fue el doctor Councilman; el interés que el caso
debe haber despertado en él seguramente fue grande, ya que un año después publicó,
junto con Lafleur, la hoy clásica monografía sobre patología de la amibiasis en la que
introdujeron los términos de disentería amibiana y absceso hepático amibiano. Llama
poderosamente la atención que en un plazo tan corto, después de la primera descripción
de Osler, sus discípulos fueran capaces de analizar quince casos de amibiasis invasora en
un hospital de Baltimore; varios enfermos eran estibadores de los muelles de ese puerto.
Además de la estupenda descripción de las lesiones producidas por el parásito, sugirieron
que el intestino del hombre puede contener especies diferentes de amibas, unas
patógenas y otras no. Pero el mérito mayor de los autores fue el definir a la amibiasis
hepática e intestinal como padecimientos específicos. Councilman, médico norteamericano
egresado de la Universidad de Maryland, terminó su carrera como profesor Shattuck de la
Universidad de Harvard, mientras que su colega Lafleur, canadiense, fue nombrado
profesor de clínica médica de la Universidad McGill, en Montreal.
La diferenciación entre Entamoeba coli y E. histolytica fue iniciada por dos médicos
alemanes, Quincke y Roos, en 1893. Ellos descubrieron además la forma de resistencia de
la amiba, el quiste. De Quincke sabemos que fue una gran eminencia en la Universidad de
Kiel, en la que realizó importantes contribuciones, entre ellas la introducción de la punción
lumbar a la práctica médica. Menos suerte corrió su colega Roos en cuanto a guardar un
lugar en la posteridad, ya que de él no se conoce siquiera la fecha de su muerte.
Fritz Schaudinn concluyó la diferenciación entre las entamoebas coli e histolytica con base
en interpretaciones erróneas y observaciones incorrectas. Con su gran peso académico —
como protozoólogo— logró imponer el nombre científico de Entamoeba histolytica —feliz
designación— para la amiba parásita. Schaudinn, quien murió a los 35 años debido a
complicaciones por amibiasis que se produjo él mismo, identificó erróneamente las
amibas no patógenas con las caracterizadas por Lesh. Los errores de Schaudinn y su
prematura muerte no impidieron que hiciera —a pesar de ser zoólogo, o tal vez por ello
mismo— grandes contribuciones a la medicina, entre las que destaca el descubrimiento
del agente causal de la sífilis, el Treponema pallidum, y varios descubrimientos
importantes en el campo del paludismo. Las confusiones posteriores de nomenclatura, de
interés sobre todo para los protozoólogos, han sido relatadas con autoridad por el doctor
Enrique Beltrán, quien ha dedicado buena parte de su fecunda labor a esclarecer estos
temas. Schaudinn retrasó el conocimiento en amibiasis al describir un supuesto ciclo de
vida de las amibas patógenas totalmente ficticio, que incluía un proceso de esporulación,
obviamente inexistente, hasta que en 1909 Huber mostró sin dudas que las amibas se
propagan de un huésped a otro en forma de quistes.
Llama la atención las condiciones bajo las cuales Walker y Sellards realizaron los
experimentos; entre otras, por la obtención de lo que hoy se llama en ética médica
consentimiento informado:
Walker y Sellards sugirieron que la E. histolytica puede actuar como comensal: la escuela
anglosajona representada en Estados Unidos por Craig, D'Antoni y Faust, y por Dobell en
Inglaterra, se opuso violentamente a dicha suposición, perpetuando con ello nuestra
polémica centenaria.
Dobell publicó en 1919 su libro clásico Las amibas que viven en el hombre, en el que se
lamentaba de los casi doce años de caos producido en buena parte por las enseñanzas de
Schaudinn. Sin embargo, como veremos, fue él uno de los causantes de la confusión que
aún existe en muchos medios en relación a la amibiasis. Según Dobell :
Según esta teoría, los casi 500 millones de seres humanos infectados con E. histolytica
tienen un cierto grado de alteración de la mucosa intestinal. Sin embargo, es bien sabido
que sólo un pequeño porcentaje de esas infecciones generan lesiones por invasión
amibiana.
I I . ¿ S O N T O D A S L A S A M I B A S I N V A S O R A S ?
LA AMIBA ES UNA
Esta concepción unicista fue sostenida, entre otros, por Clifford Dobell, uno de los
protozoólogos más eminentes del siglo XX, quien mucho influyó para que la escuela
norteamericana, representada por Faust, Craig y D'Antoni, adoptaran la misma teoría
según la cual el poder patógeno de la E. histolytica es el mismo en amibas aisladas de
cualquier región del mundo. La escuela de Dobell pensaba que las amibas viven en y de
su huésped:
Figura 7. Retrato del doctor Dobell. (Cortesía del doctor Enrique Beltrán.)
Dobell (Figura 7), considerado por sus colegas británicos como el más grande
protozoólogo de su tiempo, inició estudios de medicina a principios del siglo, pero, según
sus propias palabras, "prefería los animales a los humanos"; derivó por ello sus estudios
hacia la zoología. Fue lo que hoy día se llamaría un distinguido estudiante "fósil", ya que
no obtuvo su doctorado sino hasta los 56 años, y esto, solamente obligado por "motivos
de trabajo". Durante la primera Guerra Mundial, realizó, durante cuatro años, estudios
sobre disentería en militares ingleses y fue en esa época cuando adquirió gran experiencia
en el estudio de los protozoarios del intestino humano, al examinar más de 10 000
muestras de materia fecal. Era, al parecer, una persona singularmente individualista, que
rechazaba el contacto social con sus semejantes. Realizaba él mismo sus cultivos, sus
preparaciones histológicas y la experimentación en animales, sin aceptar nunca la
posibilidad de contar con ayuda técnica. Consideraba —con cierta razón— que los
congresos científicos no son sino pérdida de tiempo. Luchó denodadamente para lograr
cultivos de amibas parásitas, y cuando las circunstancias lo requirieron, se inoculó a sí
mismo parásitos para completar sus investigaciones. A lo largo de varias décadas publicó
doce artículos con el titulo genérico de "Investigaciones sobre los protozoarios intestinales
de los monos y el hombre" —primero los monos y después el hombre—, que sin duda
constituyen la más importante contribución a la amibiasis experimental durante la primera
mitad del siglo XX; entre otras observaciones, logró por vez primera analizar el ciclo
completo de la E. histolytica.
Igual mérito tuvo su actividad como biógrafo de científicos; su texto clásico Antonie van
Leeuwenhoek y sus "animalitos", publicado en 1932, contribuyó a revalorizar la gran
importancia de la obra del microscopista holandés, a quien se han adjudicado varias
paternidades científicas, entre otras, el ser el iniciador de la bacteriología, de la
protozoología y, muy recientemente, de la microtomía.
El doctor Enrique Beltrán es uno de los pocos mexicanos que trató con Dobell. En 1948,
envió al protozoólogo inglés un ejemplar del libro que acababa de editar con el nombre de
Los protozoarios parásitos del hombre; recibió comentarios aparentemente poco
favorables de Dobell. El propio Beltrán relata la experiencia de la siguiente forma:
A medida que se aplicaban métodos diagnósticos más precisos con el fin de poder
identificar las diferentes amibas en los estudios coproparasitoscópicos, resultaba evidente
que la E. histolytica se encontraba en proporción muy elevada aun en regiones en las que
las manifestaciones de la amibiasis invasora eran verdaderamente excepcionales.
Reichenow, en 1926, consideró imposible que un parásito capaz de producir cantidades
tan grandes de quistes como las que frecuentemente se encuentran en el hombre, tuviera
necesariamente que vivir a expensas de la destrucción de los tejidos del huésped.
Fue en 1925 cuando el gran parasitólogo francés Émile Brumpt (Figura 8) emitió la
hipótesis de la dualidad de las amibas. Basado en consideraciones epidemiológicas,
Brumpt recalcó que la amiba de distribución cosmopolita es un parásito no patógeno al
que llamó Entamoeba dispar, mientras que la localizada en ciertos países tropicales en los
que la disentería y el absceso hepático son frecuentes, es otra amiba, a la que dio el
nombre de E. dysenteriae. Insistió que no era posible precisar diferencias morfológicas
entre ambas, pero, según Brumpt, los datos epidemiológicos eran incontestables y sólo
podían fundamentarse en la existencia de dos especies diferentes de amibas, unas
patógenas y otras no patógenas.
El propio Brumpt dijo, veinticuatro años después de haber enunciado su teoría dual:
Si bien nuestra descripción de la Entamoeba dispar fue hecha en 1925
y desde esa época llamamos la atención de los médicos sobre la
epidemiología muy particular de la disentería amibiana y del absceso
del hígado; a pesar de que defendimos,nuevamente, el mismo punto
de vista en la cuarta edición de nuestro Tratado de parasitología
(1927), en diversas publicaciones realizadas en Buenos Aires (1927),
en Londres (1928), en Nanking (1935) así como en la quinta edición
de nuestro Tratado de parasitología (1936), pocos autores han
adoptado nuestros conceptos. Sin embargo, nuestra opinión, lejos de
cambiar, no ha hecho más que reforzarse en vista de todas las nuevas
estadísticas publicadas sobre la frecuencia de quistes de amibas
tetranucleados en diversas partes del globo y, en particular, en las
regiones en las que la disentería amibiana no existe. La falta de acción
patógena para el hombre constituye un carácter suficiente y de gran
importancia teórica y práctica para aceptar la existencia de la E. dispar
y poder comprender la epidemiología, inexplicable sin ello, de la
amibiasis intestinal y de sus complicaciones.
SE OLVIDA A BRUMPT
Al parecer, pues, la polémica había sido ganada por los promotores de la concepción
prometeica.
Fueron, curiosamente, investigadores ingleses como Hoare y Neal los que pusieron en tela
de duda la concepción anglosajona,al recapacitar sobre los datos epidemiológicos en los
que insistía Brumpt y al verificar en el laboratorio que las amibas obtenidas de portadores
sin síntomas no producen lesiones al ser inoculadas en ratas, mientras que las
provenientes de pacientes con disentería amibiana si generan ulceración. Asimismo, se
demostró que las propiedades de las cepas amibianas eran relativamente estables, que no
podían ser modificadas drásticamente por el intercambio de flora bacteriana, por el
régimen alimentario ni por pasos sucesivos en el animal ya que, después de todas las
tentativas, las cepas mostraban sus caracteres originales. La ausencia de virulencia de las
cepas obtenidas de portadores asintomáticos ha sido confirmada en nuestro medio por
Tanimoto y colaboradores. Asimismo, el seguimiento por varios meses de portadores de
quistes amibianos realizados en 1984 en la India por Nanda ha mostrado que al cabo de
un promedio de ocho meses la infección intestinal es eliminada espontáneamente, sin que
se llegue a presentar en estos individuos ningún síntoma producido por lesión intestinal.
Hoare afirmó en 1961 la existencia de dos tipos diferentes de amiba histolítica: "Es seguro
que al lado de las cepas activamente patógenas, en los países cálidos, existen en todas
las regiones del globo, cepas constantemente avirulentas que son totalmente inofensivas
para el hombre en regiones templadas."
La polémica entró en estado de letargo durante los años sesenta; unicistas y dualistas
reposaban pensando que cada uno tenía la razón, mientras millones de pacientes
descubrían aterrados que su intestino albergaba voraces amibas alimentadas a cuenta de
su propio intestino y los médicos empleaban con gran entusiasmo drogas antiamibianas
para aliviar el mal humor o para eliminar el cansancio.
SE DESPEJA LA INCÓGNITA
Se inició la década de los años setenta con la noción vaga de que Brumpt tenía razón,
pero que no había forma de demostrarlo, como no fuera mediante el recurso de la
experimentación en animales. Por aquel entonces estaba en boga el estudio de las
diferencias en ciertas propiedades de la superficie celular entre células normales y células
cancerosas en cultivo. Llamaba poderosamente la atención de los investigadores el
descubrimiento de Burger en Estados Unidos y Sachs en Israel, sobre la susceptibilidad de
células cancerosas a aglutinar en presencia de varias lectinas (proteínas, en su mayoría
parte de origen vegetal, con la propiedad de reconocer específicamente ciertos
carbohidratos). Muchos tipos de células cancerosas en cultivo aglutinan con algunas
lectinas, mientras que las células normales correspondientes lo hacen en menor grado.
a) Todas las especies de amibas del intestino humano pueden ser diferenciadas por
patrones isoenzimáticos. Este resultado incluye la importante verificación de la existencia
de la E. hartmanni, antes llamada forma minuta de la E. histolytica, como especie
distintiva.
Los próximos años verán, sin duda, la aplicación extensa de estudios isoenzimáticos para
la mejor comprensión de la epidemiología de la enfermedad, de la que derivarán datos
importantes para el mejor control del padecimiento. En principio, los portadores de
quistes podrían dividirse en dos grupos: aquéllos infectados con amibas patógenas
deberán ser tratados hasta erradicar las amibas, mientras que los que tengan infección
con amibas no patógenas no requerirán tratamiento. Por otro lado, la identificación y
tratamiento de sujetos infectados con amibas patógenas, en comunidades con alta
incidencia de amibiasis invasora, podría ser un nuevo medio de control de la amibiasis.
La polémica parece haberse aclarado. Brumpt tenía razón. Queda ahora a los
protozoólogos la tarea de definir si las diferentes cepas son en realidad especies
diferentes. El entusiasmo provocado por la aplicación de las nuevas y revolucionarias
técnicas de la biología celular y molecular a la parasitología médica ha relegado a la
taxonomía a un segundo plano. Es preciso, sin embargo, que este problema taxonómico,
decisivo para el conocimiento y control de una importante enfermedad, sea resuelto cabal
y totalmente.
El problema parecía aclarado, pero hace poco Mirelman, en Israel, ha logrado hacer
variar, al parecer, los patrones isoenzimáticos de amibas patógenas añadiendo o
eliminando bacterias asociadas a los cultivos amibianos. Es pronto aún para saber si esas
observaciones son artificios de laboratorio, o si, en realidad, dichos cambios ocurren en el
ser humano infectado con el protozoario cosmopolita.
La historia de la amibiasis nos ha mostrado cómo la historia toda del avance del
conocimiento científico, cómo el camino que lleva a la reducción de nuestra ignorancia
está hecho de observaciones y experimentos cuidadosos, pero, también, cómo se alarga
esa ruta por los muchos vericuetos que forman el error, la prepotencia y la ligereza de
criterio. Nos enseña, sobre todo, que en ciencia no podemos limitarnos tan solo a mirar
hacia adelante; repasar lo hecho por otros, aprender de aciertos y de errores nos pone,
de entrada, en situación de ventaja sobre los que deciden ignorar la historia.
I I I . L A A M I B A , U N A C É L U L A R U D I M E N T A R I A
P E R O T E M I B L E
Esta actividad febril ha producido, hasta ahora, resultados que podemos calificar de
discretos. Los neófitos en la experimentación con amibas deben superar —en ocasiones
sólo lo intentan infructuosamente— algunos de los siguientes problemas:
La ingestión de células o de material particulado por las amibas se inicia con el fenómeno
de adhesión (Figura 13). Los trofozoítos se adhieren a casi todas las células en cultivo y a
la gran mayoría de los substratos naturales o inertes empleados, entre los que se cuentan
plástico, vidrio, colágena y albúmina. La adhesión a un substrato plano provoca
modificación en la forma de las células, en lo que parece un intento fallido de ingerir al
substrato; se forma en las regiones de adhesión una banda de material fibrogranular, rico
en actina; drogas como la citocalasina B, que alteran la polimerización de las moléculas
de actina, interfieren considerablemente con el fenómeno de adhesión, que tampoco
puede llevarse a cabo en frío. Al parecer, la adhesión involucra tanto mecanismos
inespecíficos como específicos. Los primeros intervienen en la adhesión a superficies
inertes, mientras que los segundos participan en la adhesión de las amibas a células del
huésped, a través de la interacción de moléculas presentes tanto en la superficie del
parásito como en las células del huésped. A diferencia de las bacterias productoras de
alteraciones de la mucosa intestinal en las que ciertas moléculas, al facilitar la adhesión —
adhesinas— determinan en buena parte la virulencia de esos organismos, en las amibas
no parece haber diferencias en la capacidad de adhesión en cepas con virulencia
diferente. Los estudios bioquímicos han mostrado la existencia de una lectina amibiana, o
sea, una proteína que reconoce carbohidratos específicos en la superficie de las células
blanco; ésta, sin embargo, es la misma y se encuentra en concentraciones iguales en
amibas patógenas y no patógenas.
Figura 13. Una amiba en contacto con una célula epitelial, vista con el microscopio electrónico de
transmisión.
Una excelente forma de analizar tanto la adhesión como la fagocitosis (Figura 14) de las
amibas patógenas, es ponerlas en contacto con glóbulos rojos humanos. Es bien sabido
que, en el laboratorio clínico, la prueba más contundente de la culpabilidad amibiana en
un caso de disentería es la presencia de amibas hematófagas en heces, es decir, amibas
que han ingerido glóbulos rojos del huésped a través del fenómeno de fagocitosis. Se
trata de un modelo experimental muy sencillo pero útil para comprender algunas de las
funciones de las que depende la acción patógena del protozoario. Al entrar en contacto
con los glóbulos rojos, algunos son internalizados sin dilación, pero otros muchos forman
cúmulos en el extremo posterior de la amiba, posiblemente como resultado de la
liberación de la lectina amibiana. No parece haber un sitio específico en el que se lleve a
cabo la ingestión; cualquier región de la superficie de la amiba puede, en un momento
dado, formar un estoma (boca) de fagocitosis e iniciar el proceso de ingestión de
eritrocitos. Otras células fagocíticas, tales como los glóbulos blancos (leucocitos
polimorfonucleares) y los macrófagos, realizan la fagocitosis a través de la formación de
grandes prolongaciones citoplásmicas que rodean a la célula por ingerir hasta envolverla
por completo; al tocarse los bordes de las prolongaciones la célula queda en el interior del
fagocito. En cambio, en el caso de las amibas patógenas, la fagocitosis ocurre mediante
un curioso fenómeno de succión: las células, en el caso que comentamos los glóbulos
rojos, entran por succión al interior de la amiba a través de estrechos canales, lo que
produce una deformación considerable de la célula blanco durante la ingestión. En
ocasiones, las amibas succionan toda una célula; en otra, es sólo una porción la que es
fagocitada; en este último caso, al cerrarse el canal la célula blanco se rompe, por lo que
queda una porción dentro y permanece fuera el resto.
Figura 14. Una amiba fagocitando simultáneamiente media docena de células epiteliales, vistas al
microscopio electrónico de barrido.
La superficie de las amibas contiene una membrana plasmática, con la clásica apariencia
trilaminar, pero más gruesa que las membranas plasmáticas de mamíferos. Los lípidos
que la constituyen son también diferentes cualitativa y cuantitativamente de los presentes
en células de mamífero, lo que podría explicar dos propiedades coexistentes y
aparentemente contradictorias: la gran plasticidad y la notable estabilidad de las
membranas amibianas. Además, esa composición peculiar podría hacer que las amibas
sean más resistentes a la acción tanto de la enzimas del tubo digestivo, como de las que
libera el parásito para producir la muerte de las células que destruye, cuando deja de ser
plácido comensal.
Figura 15. Dos amibas después de haber estado en contacto con concanavalina A. Al cabo de 15
minutos la mayor parte de las moléculas se acumulan en el polo posterior de las amibas.
Fotomicrografía electrónica de transmisión.
El metabolismo de las amibas patógenas, tal como podría esperarse, está adaptado al
ambiente bajo en oxígeno del colon humano. Los trofozoítos no son organismos
anaerobios absolutos, como se les consideraba tradicionalmente; son capaces de
consumir oxígeno a pesar de la ausencia de mitocondrias y pueden crecer en atmósferas
que contienen hasta 5% de oxígeno. Son aerobios facultativos, que además poseen
enzimas glucolíticas peculiares, sólo encontradas previamente en ciertas bacterias. Este
metabolismo peculiar puede representar una ventaja a las amibas, al permitir que el
parásito cambie de la luz intestinal, con presión baja de oxígeno, al ambiente más rico en
oxígeno que encuentra cuando invade órganos sólidos con vascularización abundante.
La principal fuente de energía del parásito son los carbohidratos. Esto ha hecho que
numerosos autores hayan considerado en el pasado que la mayor virulencia de las amibas
en ciertas poblaciones pobres se debe, precisamente, a que se nutren fundamentalmente
de carbohidratos; ello exaltaría la virulencia amibiana. Experimentalmente sólo se ha
podido comprobar a satisfacción que en la amibiasis experimental de animales de
laboratorio, la deficiencia de proteínas agrava la intensidad de las lesiones; en cambio, el
aumento en los carbohidratos de la dieta tiene efecto protector; éstas son condiciones
artificiales, que probablemente poco tienen que ver con las prevalecientes en cada ser
humano.
EL NÚCLEO DESCONOCIDO
Aunque casi nada se sabe acerca de la organización estructural y funcional del núcleo de
la E. histolytica, su morfología ha servido de base para la identificación de esta especie
durante muchas décadas de trabajo en los laboratorios clínicos. Los microscopistas han
puesto tal atención en estas estructuras nucleares que han llegado a analizar
componentes inexistentes, por la sencilla razón de que sus dimensiones están por debajo
del límite de resolución de la microscopía de luz; ello no impide que sigan apareciendo en
forma prominente en libros de texto y de consulta de parasitología.
Uno de los secretos más celosamente guardados de la amibiasis es que el ciclo de vida de
la E. histolytica en el ser humano no ha sido estudiado, ya que el único análisis detallado
sobre el tema fue llevado a cabo por Dobell, en 1928, mediante cultivos de una cepa
amibiana obtenida de un mono. Nada ha sido añadido a la descripción de Dobell; él
analizó el ciclo de vida con base en cuatro formas sucesivas: el trofozoíto, el prequiste, el
quiste y la amiba metacística. Los trofozoítos se multiplican en la luz intestinal por división
binaria y se enquistan, produciendo a su vez quistes cuadrinucleados después de dos
divisiones sucesivas del quiste uninucleado. De cada quiste maduro escapa, al parecer,
una amiba cuadrinucleada, que después de dividirse forma ocho trofozoítos uninucleados.
Uno de los campos en los que nuestra ignorancia es más evidente en relación a la biología
de la amibiasis es el proceso de diferenciación de trofozoítos a quistes. El quiste es la
forma de resistencia responsable de la transmisión de la infección; por ello es
sorprendente y frustrante considerar la poca atención dedicada al estudio de este asunto.
Buena parte de ello se debe a nuestra incapacidad para producir enquistamiento de E.
histolytica en cultivo, lo que puede lograrse con otra amiba, la E. invadens, parásito de
reptiles, entre los que, curiosamente, provoca epidemias de disentería y absceso hepático
que diezman de cuando en cuando a reptiles de zoológicos. Lo poco que sabemos del
proceso de enquistamiento ha sido estudiado en esta amiba de reptiles.
En conclusión, los diez últimos años han sido testigos de una verdadera explosión en el
conocimiento de la biología de la E. histolytica. Algunos de esos resultados han servido
para aclarar temas básicos de la epidemiología de la enfermedad, como la diferenciación
entre cepas patógenas y no patógenas; otros han mejorado la comprensión del parásito
como un eucarionte rudimentario en su organización, pero eficaz en su capacidad de
sobrevivir.
La amibiasis, enfermedad que a fin de cuentas padecen sobre todo los pobres, había sido
relegada al olvido y, con ella, las amibas que la producen. Ese inusual parásito ha
resultado ser una célula excepcionalmente interesante; al mismo tiempo que el biólogo
celular indaga su estructura, su metabolismo y su funcionamiento, aprende no sólo
nuevos hechos que permiten comprender mejor la enfermedad, sino que descubre
asimismo el misterio de una nueva y más primitiva organización celular eucarióntica, que
permite abordar con precisión el estudio de procesos celulares fundamentales, como la
movilidad celular y la fagocitosis.
I V . L O S M E C A N I S M O S D E A G R E S I Ó N
Figura 16. Lesiones intestinales producidas en humanos por la Entamoeba histolytica. (Cortesía del
doctor Ruy Pérez Tamayo.)
Figura 17. Abscesos hepáticos amibianos. (Cortesía del doctor Ruy Pérez Tamayo.)
Por algo, según vimos en el primer capitulo, Schaudinn decidió llamar a la amiba
histolítica, es decir, productora de lisis de tejidos; el gran acierto de la denominación de
Schaudinn ha hecho que desde 1903 esta amiba "en su nombre lleve la fama".
Fue esto, sin embargo, lo único que durante largo tiempo hicieron los investigadores en
relación al problema de determinar la capacidad patógena de la amiba: adjudicarle un
nombre descriptivo.
¿Cómo era posible que un microorganismo, sin duda poseedor de antígenos diferentes a
los del organismo humano, no despertara reacción inflamatoria alguna? ¿Cuáles son las
supuestas enzimas, que lo mismo destruyen tejidos epiteliales que armazones
conjuntivos? ¿Cómo vence la frágil amiba la formidable muralla de la mucosa intestinal y
la compleja estrategia defensiva de células y moléculas encargadas de la inmunidad local?
¿Por qué es sólo el hombre y no otros mamíferos, víctima frecuente de la actividad
agresora de la amiba?
Los sistemas in vitro han confrontado amibas patógenas con células humanas libres como
glóbulos rojos, leucocitos polimorfonucleares y macrófagos, o bien con células
fibroblásticas o epiteliales de mamífero, a los que se les añaden los parásitos. El tiempo
de experimentación se reduce drásticamente en estos sistemas; la acción letal de las
amibas se estudia, no en semanas o meses, como era tradicional en los modelos de
animales de experimentación, sino en horas o aún en minutos.
EL BESO DE LA MUERTE
Movidos por la moda, sin duda plausible en su intento de interpretar toda relación entre
parásito y huésped en términos moleculares, varios investigadores han buscado
afanosamente compuestos amibianos que faciliten la adhesión. Se han descrito lectinas en
la superficie de las amibas y se ha demostrado que al añadir azúcares específicos (si bien
en concentraciones tales que más que endulzar el medio lo que se hace es convertirlo en
verdadero jarabe) se impide la adhesión y se elimina parcialmente el efecto citopático.
Seguramente existen ciertos mecanismos de reconocimiento molecular que facilitan la
interacción entre parásitos y células víctimas, pero parece lógico pensar que la adhesión
amibiana no es un fenómeno puramente químico que depende de la interacción de una
especie molecular con otra.
Al cabo de pocos minutos, después del contacto con las amibas, las células blanco
empiezan a dar señales de alteración; las delicadas microvellosidades que recubren la
porción externa de las células epiteliales desaparecen o se engruesan grotescamente y las
zonas de contacto entre células vecinas, o uniones celulares, pierden cohesión. Las capas
celulares empiezan a fragmentarse; al retraerse las células individuales, se crean espacios
cada vez mayores entre las células. Este daño incipiente sólo puede ser demostrado
mediante microscopía electrónica o registros electrofisiológicos que analizan la estructura
o la integridad funcional, respectivamente, de la superficie de las células empleadas como
blanco de los parásitos. La microscopía electrónica de barrido muestra con claridad las
deformaciones morfológicas de las microvellosidades de la superficie epitelial y la pérdida
de continuidad de las monocapas celulares como resultado de la apertura de las uniones
celulares (Figura 19). A su vez, la resistencia al paso de la corriente eléctrica de un lado a
otro de la monocapa en cultivo, índice fiel de la integridad de la capa celular, se abate casi
por completo, tan sólo cinco minutos después del inicio del enfrentamiento entre amibas
patógenas y células epiteliales. Aun cuando no se han identificado con seguridad las
moléculas responsables de las alteraciones descritas, existe, sin embargo, la posibilidad
de que intervenga en el daño una proteína liberada por la amiba, llamada proteína
formadora de poros, descubierta simultáneamente en la Universidad Rockefeller y en el
Instituto Weizmann de Israel, en 1981. Dicha proteína tiene la particularidad de insertarse
en las membranas de las células blanco y crear canales a través de los cuales entran y
salen los iones, lo que rompe el gradiente iónico entre citoplasma y núcleo, requerido
para funciones vitales de las células. No hay duda del interés del hallazgo de la proteína
formadora de poros, o amiboporo, pero su papel en la génesis de las lesiones amibianas
no ha sido demostrado; por ello, y por el hecho de que el efecto citopático es, como
veremos, multifactorial, los intentos de reducir la amibiasis invasora a una enfermedad
producida por la liberación de esa proteína resultan, en el mejor de los casos, ingenuos.
Figura 19. Región de contacto entre una amiba y una célula epitelial. En la porción superior ha
penetrado parcialmente un colorante en la célula epitelial, a consecuencia de una lesión en la
membrana plasmática.
Figura 20. Fagocitosis de una célula epitelial muerta por un trofozoíto de Entamoeba histolytica.
La fase final del efecto citopático es la degradación intracelular de las células o del
material extracelular ingerido. La fagocitosis juega un papel crucial en la realización de
ese efecto citopático. Además de las pruebas citológicas, casi palpables, de la existencia
de este fenómeno, Esther Orozco ha logrado demostrar cómo las variaciones en la
virulencia de una cepa amibiana van acompañadas de modificaciones concomitantes en su
fagocitosis; si se eliminan de una población heterogénea los elementos más fagocíticos,
disminuye la virulencia; si, por el contrario, se recupera la virulencia de una cepa a través
de pases sucesivos por el hígado de animales, el resultado será, junto con el incremento
en la virulencia, el aumento en la capacidad fagocítica de esa cepa.
Así pues, las voraces amibas destruyen las células en sistemas in vitro por una
combinación de factores que incluyen la lisis por contacto, la fagocitosis y la degradación
intracelular; el resultado es la total destrucción del cultivo. A esto se aúna la capacidad de
las amibas para liberar enzimas como la colagenasa, descrita por Lourdes Muñoz; al
actuar esta enzima sobre la matriz conjuntiva de los tejidos, permite seguramente la
invasión del parásito a través de los componentes extracelulares.
La experimentación in vitro dio información de gran interés para comprender los medios
de los que se valen las amibas patógenas para reducir la eficacia de la reacción molecular
y celular despertada por la presencia del invasor en los tejidos. del organismo humano. Se
sabe ahora que las amibas son capaces de contender exitosamente con leucocitos
polimorfonucleares y con macrófagos. En este asunto es particularmente difícil realizar en
el laboratorio experimentos que tengan relevancia para la situación presente en la
amibiasis invasora. ¿Cómo remedar la confrontación entre leucocitos y amibas?; sobre
todo, ¿cuáles son las proporciones que se presentan durante el inicio de las lesiones?
Sabemos ahora que una sola amiba patógena es capaz de eliminar varios cientos de
polimorfonucleares; esa sola amiba puede producir la muerte de cerca de un centenar de
macrófagos activados; es difícil decidir si la proporción es la correcta; en todo caso las
observaciones atestiguan la formidable capacidad de las amibas para resistir y vencer las
defensas celulares del organismo.
Estos parásitos han logrado también, a través de largo periodo de selección, adoptar
mecanismos que les permiten evadir componentes moleculares de la reacción de defensa;
las amibas patógenas resisten concentraciones elevadas de complemento o bien
desarrollan gradualmente resistencia al mismo y, por otro lado, son capaces, como hemos
visto anteriormente, de movilizar los complejos antígeno-anticuerpo localizados en la
superficie del parásito, además de eliminar antígenos solubles que pueden realizar una
labor de "distracción" al actuar sobre ellos los anticuerpos producidos contra las amibas.
Del conjunto de estudios realizados hasta la fecha sobre la acción patógena de la amiba,
podemos concluir que se trata de un fenómeno complejo, multifactorial, no
necesariamente ordenado en una secuencia definida. No existía duda alguna de que la
amiba estuviese dotada de un armamento espeluznante capaz de desintegrar a la mayoría
de los tejidos del cuerpo humano; pero ha sido sólo en los últimos años en los que se han
empezado a conocer estas armas: moléculas agresoras y fenómenos dependientes de
movilidad —adhesión, pinzamiento, fagocitosis— que, en conjunto, hacen que nuestro
parásito tenga bien ganada la fama de su nombre.
Armados de un mejor conocimiento del efecto citopático producido por los trofozoítos y
sabiendo que las amibas axénicas, por sí mismas, pueden provocar lesiones, iniciamos la
indagación de la génesis de las lesiones en el absceso hepático y la ulceración intestinal
amibiana.
La amibiasis intestinal experimental era el último reducto de los que consideraban a las
amibas axénicas como artificios de laboratorio, debido a que varios trabajos habían
mostrado la imposibilidad de producir lesiones ulcerativas en el intestino de animales de
laboratorio inoculados con tales parásitos. Fernando Anaya produjo esas lesiones en
hámster o en cobayo, a condición de liberar, en la medida de lo posible, a las amibas de
la influencia nociva del material intestinal normalmente presente en esos animales.
Cuando esto se lleva a cabo, las amibas producen en menos de dos días úlceras visibles
macroscópicamente en el ciego de los animales. El análisis aún inconcluso de este modelo
sugiere también la participación de las células inflamatorias en la génesis de las lesiones
intestinales.
V . L O S E S T R A G O S D E L A S A M I B A S
LA AMIBIASIS EN EL MUNDO
LA AMIBIASIS Y LA POLÍTICA
Vale la pena hacer un breve paréntesis para relatar cómo, a pesar de la importancia de
esta enfermedad, expresada por el elevado número de individuos infectados, la
considerable incidencia de personas con síntomas de amibiasis invasora y la alta
mortalidad del padecimiento, las agencias internacionales de salud ignoraron a la
amibiasis durante varias décadas. Ni la Organización Mundial de la Salud (OMS), ni la
Oficina Sanitaria Panamericana mostraron, a lo largo de mucho tiempo, interés alguno no
digamos en definir medidas de control o estimular la investigación sobre la amibiasis, ni
siquiera fomentaron estudios para el mejor conocimiento de la magnitud del problema
que representa esa infección en ciertos países en desarrollo. Esa falta de interés quedó
claramente expresada cuando el Programa Especial de Entrenamiento e Investigación en
Enfermedades Tropicales de la OMS definió seis prioridades, de las que quedó excluida la
amibiasis. Ello originó un retraso considerable en el conocimiento del padecimiento,
puesto que otras agencias internacionales, fundaciones privadas y gobiernos de países
involucrados no consideraron necesario estudiar un padecimiento que la OMS había
declarado, así fuera sólo por eliminación, como no prioritario.
Las razones que explican este desinterés oficial no son del todo claras pero, al parecer,
influyó en buena medida que, para el tratamiento de las formas invasoras de la amibiasis
se cuente con una droga eficaz y relativamente inocua, el metronidazol. Sin embargo, la
práctica ha mostrado que un medicamento útil en el arsenal médico no constituye en sí
una medida de control definitiva. El Centro de Estudios sobre Amibiasis de México
presentó hace varios años un documento a la OMS en el que pedía se reconsiderara la
falta de interés de esa organización en relación a la amibiasis. Nada ocurrió durante varios
años. Sin embargo, muy recientemente, en 1984, la OMS decidió modificar esa actitud
indiferente y reunió a un grupo de investigadores interesados en la infección, entre los
que se contó al que esto relata, para revisar el estado actual de la amibiasis y recomendar
medidas de prevención. Del trabajo de ese comité ha surgido un documento, titulado "La
amibiasis y su control", publicado en 1985 en el Boletín de la OMS. Además, esa
organización ha incluido a la amibiasis dentro del programa de control de las
enfermedades diarreicas y ha iniciado el financiamiento de estudios sobre el
padecimiento. Dicho reconocimiento ha sido una de las contribuciones importantes,
aunque poco conocidas, del Centro de Estudios sobre Amibiasis. De no haber sido por la
insistencia de los médicos mexicanos, encabezados por el doctor Bernardo Sepúveda, la
amibiasis, para fines de las organizaciones de salud internacionales, seguiría siendo "la
Cenicienta" de las enfermedades parasitarias.
Vale la pena destacar, además de estas consideraciones, que existen muy pocos
padecimientos en la práctica médica que respondan tan dramáticamente al tratamiento
adecuado y que, sin embargo, si dejan de ser reconocidos y tratados adecuadamente,
pueden producir estragos y mortalidad tan considerable como la amibiasis.
V I . ¿ Q U É H A C E R ?
NO HAY duda que los medios más eficaces para erradicar la amibiasis son el aumento de
los niveles de vida y el establecimiento de condiciones sanitarias adecuadas en las
regiones en que la enfermedad prevalece. Dichas acciones requieren, sin embargo,
cambios sociales y económicos radicales de sociedades sobrepobladas y debilitadas
económicamente; en ellas la población susceptible se halla limitada por las condiciones de
pobreza e ignorancia. Por esto, los medios para la erradicación de la amibiasis,
lamentablemente, se encuentran más en cambios políticos a nivel gubernamental que en
acciones técnicas y recomendaciones explícitas al personal médico y paramédico. Las
dificultades existentes a fin de implantar un programa efectivo a corto plazo para control
de la infección son enormes y tan costosas que tal vez resulten prohibitivas; es por ello
que el control de la amibiasis ha sido considerado como una de las últimas prioridades en
programas generales para el control de las enfermedades infecciosas del hombre.
Como ocurre con otras mal llamadas enfermedades "tropicales", la elevada incidencia de
la amibiasis se relaciona con la pobreza, reflejada en varios aspectos de la vida de los
individuos y de las poblaciones que viven en climas cálidos; hay pobreza en el alimento,
que es escaso en cantidad y deficiente en calidad; hay pobreza en la habitación, que casi
siempre es inadecuada; hay pobreza en el conocimiento, en la educación y la cultura.
Finalmente, hay pobreza, que llega a la miseria absoluta en relación a la higiene de los
individuos, de las habitaciones y de la comunidad.
MEDIDAS DE CONTROL
Las medidas para el control de la amibiasis deben incluir, en primer lugar, las dirigidas a
la prevención de la infección fecal-oral. En la mayoría de los casos, la transmisión de la
infección resulta probablemente de la ingestión de alimentos manipulados por individuos
con infección asintomática, los portadores de quistes. Estos pueden eliminar diariamente
millones de quistes resistentes a las condiciones ambientales durante periodos de tiempo
relativamente largos; por ello, las medidas de control deben estar dirigidas a la reducción
de la contaminación de los alimentos con heces de portadores. Teóricamente, las medidas
más efectivas son la eliminación adecuada de las materias fecales, junto con
procedimientos elementales de higiene, tales como el lavado de manos y el cepillado de
las uñas. Sin embargo, a corto plazo, estas medidas sólo tienen efecto reducido sobre la
prevalencia de la enfermedad. Los resultados de un estudio comparativo entre dos
pueblos de Egipto sirven de ejemplo. Entre 1948 y 1951 se instalaron fosas sépticas y
fuentes de agua potable en la población de Sindbis; además, se proporcionó educación
higiénica a sus habitantes. En cambio, otro pueblo, Aghour El Kubra, no recibió mejora
alguna. Después de dos años de haber introducido las medidas sanitarias, Chandler
examinó 140 personas de cada pueblo y encontró que la prevalencia de amibas y giardias
era la misma en ambos.
La dificultad para obtener una rápida disminución en la incidencia de parasitosis
intestinales transmitidas por vía fecal tiene varias explicaciones. No basta con instalar
fosas sépticas; adultos y niños rechazan el uso de un sistema que no forma parte de sus
hábitos tradicionales. Este y otros problemas culturales, como la falta de mantenimiento y
limpieza de las letrinas y de hábitos personales de higiene, reducen o anulan la eficacia de
ciertas medidas. Se trata pues de una tarea a muy largo plazo, que requiere modificación
de hábitos establecidos por largo tiempo entre las comunidades.
La protección y esterilización del agua para consumo humano es de gran importancia a fin
de prevenir la amibiasis, ya que los quistes pueden vivir días o semanas en el agua. La
desecación de las materias fecales a consecuencia de la exposición al Sol o a
temperaturas elevadas, disminuye considerablemente la viabilidad de los quistes. Estos
mueren en menos de 10 minutos en la superficie de las manos, pero permanecen viables
durante tres cuartos de hora cuando se encuentran bajo las uñas.
Con frecuencia las heces humanas son usadas como fertilizante, tambien el agua
contaminada con éstas se emplea para regar o "refrescar" verduras y frutas. Por ello es
importante lavar cuidadosamente esos alimentos con agua potable que fluya de una llave
y no con agua almacenada en un recipiente. El tratamiento con soluciones de yodo, cloro
o plata proporciona resultados variables, lo mismo que la inmersión de los vegetales en
agua caliente, vinagre o aderezo que contenga mas de 5% de ácido acético.
En resumen, los métodos para la eliminación segura de las heces humanas son
probablemente las medidas preventivas más eficaces contra la amibiasis, pero su
aplicación puede tener efecto muy reducido a corto plazo. Entre los problemas más
importantes se encuentran los económicos, los técnicos, los educativos y los culturales;
deben ser abordados con medidas generales dentro de programas nacionales de atención
a la salud de países en desarrollo. Lamentablemente, hasta la actualidad la mayoría de los
países no han adoptado medidas adecuadas para el control de la amibiasis en particular, y
las infecciones intestinales en general.
Dichas medidas son de gran interés por su posible eficacia y por ser menos costosas que
otras que pueden también disminuir la morbilidad de las diarreas, tales como la provisión
de agua potable y las medidas sanitarias generales. Sin embargo, se requiere aún
identificar las formas más efectivas de educación higiénica, así como la evaluación de sus
costos.
TRATARSE A TIEMPO
El blanco del tercer grupo de medidas de control está encaminado a reducir la morbilidad
y la mortalidad por amibiasis. El tratamiento médico mediante drogas antiamibianas de
los pacientes sintomáticos abrevia el curso del padecimiento y disminuye en forma
considerable el riesgo de muerte. Idealmente, la identificación y quimioterapia de los
portadores debería reducir la excreción de quistes y la contaminación subsecuente del
ambiente. En las circunstancias actuales, y con las drogas con las que se cuenta para el
control de la amibiasis luminal, el tratamiento masivo de los portadores, particularmente
en países endémicos, no solamente es difícil, sino impráctico. Por un lado, las drogas
antiamibianas luminales requieren tratamientos prolongados. Por otro, las posibilidades
de reinfección son muy altas; esto hace que el tratamiento de los portadores sea una
empresa inútil. Tal vez la detección futura de incidencias elevadas de infección con cepas
potencialmente patógenas en ciertas regiones, o la identificación de portadores que
manipulan alimentos, ya sea profesionalmente o en las familias, pueda proporcionar
mejores blancos de ataque. Mucho se ganaría, en todo caso, con el desarrollo de
amebicidas luminales efectivos en una sola dosis.
En las áreas no endémicas, los portadores asintomáticos deben ser tratados mientras no
se encuentre una forma eficaz y simple de diferenciar entre cepas patógenas y no
patógenas. El tratamiento preventivo con drogas antiamibianas no está indicado para
viajeros a zonas en que la amibiasis invasora es frecuente, ya que para ellos la
probabilidad de adquirir la infección durante una estadía corta es muy baja. Por ejemplo,
en un estudio realizado entre voluntarios norteamericanos que visitaron la ciudad de
México, menos de 1% se infectó con amibas después de una estancia de varios días. Las
posibilidades de infección disminuyen aún más si los turistas beben solamente líquidos
embotellados y evitan ingerir ensaladas, o consumir frutas que no puedan ser peladas
antes de su ingestión.
¿UNA VACUNA?
Las medidas gubernamentales son decisivas para el control de la infección. Por desgracia,
aún no se reconocen en los altos índices de prevalencia de amibiasis indicadores de
salubridad inadecuada y desarrollo insuficiente. Debe insistirse en que la incidencia de
amibiasis invasora puede ser reducida si los trabajadores de los servicios de salud y los
gobiernos se organizan teniendo en cuenta los siguientes objetivos: promoción de la salud
ambiental, educación para la salud y detección y tratamiento de casos de amibiasis
invasora. Para ser eficaz, todo programa debe tomar en cuenta los siguientes aspectos:
decisión política, participación activa de la comunidad, alcance de las medidas a las
poblaciones de mayor riesgo, como los cinturones de miseria urbanos y las áreas rurales
más pobres. Además, deben realizarse procedimientos periódicos de vigilancia, evaluación
y control.
La ciencia tiene aún un largo trecho que recorrer antes de agotar sus posibilidades de
ofrecer más eficaces medidas de control. Un aspecto tan importante como el diagnóstico
de la infección se encuentra aún en una fase primitiva. Requiere un examen cuidadoso al
microscopio de luz de las materias fecales de los individuos potencialmente infectados.
Son pocos los laboratorios clínicos que cuentan con la experiencia, la disciplina, el
equipo... y el tiempo requerido para hacer esas indagaciones microscópicas. Se requieren
pues, con urgencia, métodos más precisos, rápidos y objetivos de identificación de las
amibas. Dichas técnicas, idealmente, deberían además poder diferenciar entre cepas
patógenas y no patógenas.
MORALEJA
Las medidas específicas que deben implementarse siempre que sea posible, incluyen:
estudios comunitarios y de control de condiciones locales en relación a la amibiasis,
tratamiento médico adecuado de la amibiasis invasora en todos los niveles de los servicios
de salud y, por último, la vigilancia y control de situaciones que puedan favorecer la
diseminación de la amibiasis, tales como la contaminación de las redes de distribución o
depósitos de agua para consumo directo. Finalmente, las catástrofes naturales o las
inducidas por el hombre, en las que por desgracia estamos adquiriendo dolorosa
experiencia, pueden originar asimismo epidemias de amibiasis. La erupción del volcán
Chichonal, en el estado de Chiapas, por ejemplo, hizo que numerosos damnificados fueran
concentrados en condiciones inadecuadas de higiene, lo que produjo un brote disentérico
imputable en buena medida a la E. histolytica.
B I B L I O G R A F Í A
C. Dobell, The Amoebae Living in Man. A Zoological Monograph, John Bale, Sons &
Danielsson, Londres, 1919.
C O N T R A P O R T A D A
Fray García Guerra, arzobispo de México y virrey de la Nueva España, llegó a nuestro país
para tomar posesión de sus cargos en 1611. Aún estaba fresco el recuerdo de los festejos
con que se conmemoró su arribo cuando murió. Mateo Alemán, el novelista español que
residió y falleció en México, narró en Los sucesos de don fray García Guerra, arzobispo de
México (1613) la sorpresiva muerte del virrey quien padeció "flaqueza de ánimo, congojas
y algún poco de calor demasiado". Al hacérsele la autopsia los médicos encontraron "por
la parte cóncava de la punta del hígado cantidad como de medio huevo, por donde se
aliga con las costillas [formada], por las materias que le acudían de aquel lado".
Ahora se sabe que el mal que fulminó a García Guerra fue un absceso hepático amibiano,
enfermedad mortal si no se atiende a tiempo y que a la fecha continúa haciendo estragos
en todo el mundo, en especial en los países no industrializados.
Considerada la amibiasis como una enfermedad tropical, curiosamente fue en una ciudad
situada muy al norte, San Petersburgo, Rusia, en 1873, donde el doctor Fedor
Aleksandrovich Lesh al hacer el análisis de las heces de un paciente descubrió y describió
al causante de la enfermedad, la amiba (Entamoeba histolytica) que es un protozoario
pequeño, cuatro o cinco veces mayor que un glóbulo rojo, muy frágil y sensible a los
cambios de temperatura. Sin embargo, es capaz de colonizar el intestino grueso y bajo
circunstancias aún desconocidas, invadir la mucosa intestinal y, con el tiempo, destruir
todos los tejidos del cuerpo humano. A esta última propiedad debe su nombre de
histolítica, esto es, que produce la lisis (destrucción) de los tejidos.