Sunteți pe pagina 1din 12

Hermanos de Sangre

Hermanos de Sangre

R
esistencia, en aquellos días, era una ciudad pequeña y
autosuficiente. La isla desierta de un mar ausente. Un páramo
alucinante regido por algunos muy necesarios códigos de
convivencia. Conocerlos a la perfección era vital para sobrevivir. Así
evolucionaron las especies, adaptándose.
Un ejemplo de esto se daba con el calor extremo. La gente
caminaba con la cabeza en blanco; carente de cualquier idea productiva.
Fundamental para llegar al otoño, este recurso casi darwiniano, se basaba
en un principio físico. La temperatura no está definida en el vacío. Ergo,
cabezas vacías no sufren calor.
El individuo que podía anular la energía mínima de la transmisión
sináptica, controlaba al verano. Quien no lo lograba, necesitaba un
costoso aire acondicionado. Una técnica frecuente era dormir la siesta.
Aquellos que se negaban a dormir, se concentraban en un lento
proceso, desde temprano, estando listos para después del almuerzo.
Apagadas las neuronas, la cabeza vacía y la temperatura controlada, se
estaba en condiciones de salir a desmitificar los misterios del bioma más
complejo de la llanura chaqueña.
Como formas de vidas totalmente adaptadas a las condiciones mas
extremas, los individuos capaces no se caracterizaron por pensar mucho
las cosas. Nada tuvo que ver esto con su inteligencia o cualquier
capacidad intelectual. Era un acto de extremo dominio sobre sí mismo;
algo así como un monje que llena una tina de agua caliente para dormir
en ella soñando ser un pájaro en la Antártida.
Con un buen puñado de amigos cabeza hueca, se podía recorrer el
paisaje disfrutando las historias mas insólitas, únicamente posibles allí,
donde el calor rige por sobre todos los órdenes.
Aquel verano salí después de almorzar, mientras enero calcinaba
todo, escapando de uno de esos momentos en que el aburrimiento lo
devora todo. No tuve que andar mucho. Rodrigo casi me atropella al
cruzar la avenida Sarmiento.
Andaba en su viejo y destartalado Fiat 600. Un auto de piel amarilla,
sin brillo, de motor ruidoso y repleto de misterios. Orgullosamente lo
llamaba “mi coupe italiana”.
La detuvo a mi lado y sentí su característico olor a tierra y aceite
viejo. Preguntándome por qué sonreía tanto de andar en semejante
porquería, me alegré al verlo contento. Llevábamos varios días sin
cruzarnos.
Diego y Mariano ocupaban los asientos traseros y como
acompañante, se destacaba una garrafa de diez kilos de gas licuado.
Rodrigo se quitó sus gafas negras ordenándome:

- Subí – Desconfié al instante.


- ¿Adónde vamos? –
- Dale. Subí. La idea es buena. –

Maximiliano A. Chacón 1
Hermanos de Sangre
Primer error. Subir a ese auto tan lleno de ideas, a plena siesta y
con una absurda garrafa de gas. Como era la única opción disponible,
decidí acompañarlos sin pensar demasiado.
La garrafa en mi regazo no era muy cómoda.

- ¿Qué se supone que hacemos con esto?-


- Ya vas a ver ¿Tendrás algunas botellas vacías en tu
casa? –
- Debe haber algunas, supongo.-
- Vamos.–

Segundo error. Ofrecer recursos a una idea brillante que aun no se


conoce. Mariano, desde atrás, me alcanzó una cerveza helada
guiñándome un ojo. Bueno. Era todo un indicio. A Diego lo vi con su
clásica sonrisa censurada “de niño que hizo macana”, como decía el
padre de Rodrigo al repartir advertencias, y supe de inmediato que se
venía un gran lío. Partimos rumbo a casa.
Al llegar, entré solo. Parecía que todos dormían la siesta. Las
baldosas estaban recién baldeadas e invitaban a caminar descalzo. La
diferencia de temperatura era agradable y por un momento tuve ganas
de quedarme. Busqué agua helada en la heladera y no había. Salí al patio
resignado.
Encontré cuatro botellas de sidra vacías, custodiadas por una araña
diminuta y magnífica. El pequeño artrópodo había logrado armar una
estructura muy bonita con esas botellas apiladas dos en dos. Pensé en
volver hasta el auto y decirles que no había ninguna, para no fastidiar la
compleja telaraña que se tejía entre ellas.
Era una araña pequeña que había realizado una obra importante. La
red era un laberinto de diminutas y pegajosas cuerdas blancas
organizadas en compleja geometría, donde sus cuadrantes estaban al
acecho de cualquier insecto que allí cayera. Cada tramo brillaba en un
magnífico blanco semi invisible, y las botellas, dentro de ese telar, hacían
bailar estrellitas verdes de sol replicado en ese extraño calidoscopio que
oscilaba al compás del observador.
Destruir aquello, por cualquier idea que hubiera tenido Mariano,
Diego o Rodrigo, no me pareció lo más justo. El primer dilema de un largo
día. Por un lado, la perfección, la belleza de la obra de esa araña que no
se había metido conmigo en ningún momento. Por otro, allí afuera
estaban mis amigos, necesitándome para esa idea tan deslumbrante que,
si bien desconocía, parecía requerir ineludiblemente de las botellas.
Aplaste al insecto de un pisotón, retiré eso que vine a buscar y regresé
sin meditar tanto las cosas. Mi hermana me sorprendió al salir, cruzando
la cocina.

- ¿No habias salido hace un rato? –


- Si…Pero volví. -
- ¿Los del auto son los chicos? -
- Sí – Dije lleno de culpa sin motivo.
- ¿Y esas botellas? -

Maximiliano A. Chacón 2
Hermanos de Sangre
- ¿Qué botellas? -
- ESAS! –
- Ahh... No sé para qué son –

Tercer error. Dejar testigos. No digo que se deba matar a la


hermana porque te vio saliendo de casa con algunas botellas vacías. Pero
si uno es consciente de que el fin de esas botellas, aún cuando se lo
desconoce, no es precisamente el de una obra de caridad, se debe
abortar la operación de inmediato e intentar seguir viviendo la monotonía
cotidiana hasta la próxima oportunidad. Pero salí rápido de casa, ahora si
pensando en que pude haber quitado las botellas sin necesidad de matar
la araña.
Entrar al vehículo fue una proeza. Bajar el metálico envase al
asfalto, pasarle las botellas a Diego, ignorar las protestas de Mariano por
la tierra y telas de araña adosadas, ingresar cargando en mi regazo al
misterioso botellón y recibir un trago de cerveza que me ofrecía el
conductor, todo esto sin hacer ninguna pregunta, no era tarea para
cualquiera. Diego, observador y comprensivo, me palmeó la espalda.
Nos dirigimos a la ruta mientras Mariano explicaba. La cosa era
sencilla. Debíamos ir al campo, cavar un agujero y meter la garrafa
dentro. Luego, hacer una trinchera a veinte metros del lugar, prender
fuego la garrafa y ver la explosión desde el refugio. Una obra maestra.
En ese momento pensé en que las cosas no debieron suceder de
ese modo para el pequeño arácnido. Su muerte comenzaba a pesarme.
Después de todo, había hecho un gran trabajo con esas botellas.
¿Cómo explicárselo a Mariano? Rodrigo, con algo de paciencia, me
entendería. Diego no, pero tampoco le importaría. Para él, el hecho de
que exista un desacuerdo ya era suficiente para buscar otra cosa que
hacer. Diego no quería discusiones.
Mariano, en cambio, me condenaría en el acto. Él vivía para discutir.
Estábamos por hacer pedazos una garrafa (de la cual no quería
saber el origen), destruir terreno natural y hacer todo tipo de daño sin
ningún motivo.
Si bien la idea de ver una explosión real, en vivo y en directo, como
esas que se ven en las películas, era excelente; sus consecuencias serían
un asunto un poco más delicado.
Mariano necesitaba detonar combustible. Eran cosas que estaban
en su esencia. Diego siempre participaba de ese tipo de eventos sin
preocuparse por comprenderlos del todo. Él solo buscaba pasar
momentos entre amigos. Rodrigo, en cambio, especulaba todo el tiempo.
Acostumbraba mantenerse alejado del peligro, a no ser que los beneficios
fueran mayores que el riesgo.
Seguí adelante desconfiando, con la impresión de que las cosas no
tenían tanto consenso como parecía.
Cruzamos el puente Manuel Belgrano analizando la altura del río. Si
una persona puede determinar la altura del Paraná con solo observarlo
desde el puente, es porque se trata de un avezado pescador, de un
verdadero baqueano y de un eximio navegante. No exagero al decir que
en ese auto viajaba el mejor equipo teórico que alguna vez haya
investigado esas aguas. Amábamos ese afluente en el que crecimos.
Adorábamos todo el paisaje que nos regalaba. El límite exacto entre la
Maximiliano A. Chacón 3
Hermanos de Sangre
llanura y la mesopotamia. Aguas bermejas por aquí y azules mas allá,
mezclando colores solo en invierno, separando chaqueños de correntinos
desde siempre. Costas bajas y barrosas de un lado, barranca alta y
pedregosa del otro. Uno puede pasar años observando ese paisaje sin
perder el asombro frente a tanto contraste.
El puente es la alfombra de entrada a una sociedad con más de
quinientos años de tradición. Una ciudad conservadora, a salvo de morir
ahogada cuando el río enfurece por una costanera empedrada, de buena
sombra y fresco reparo para quien ahí se detenga. Es un oasis donde se
puede disfrutar de una suave brisa que todo el año recorre ese cauce. Por
algo la llaman “la fresca”
Elegimos “Punta San Sebastián” para enfriar la coupe y descansar
un poco. La pequeña península (identificada con un cartelito municipal)
disponía incluso, vereda mediante, de un kiosco donde reaprovisionarnos.
Siempre igual. Unos poco kilómetros y a esperar. Ese auto era la
desgracia con suerte de todos nuestros asuntos. Sugerí volarlo con la
garrafa adentro y solo Diego estuvo de acuerdo. La aprobación de una
idea requería de tres cuartos del total presente.
Nos sentamos a la sombra con una helada cerveza. El Paraná
estaba espléndido. Era un lugar perfecto, no solo para ajustar detalles de
un plan maestro, sino para disfrutarlo.
Al no haber tiempo para delicadezas, inicié la sesión con algunas
suposiciones:

- Somos cuatro. Vamos a tener que cavar una trinchera


bastante grande. –
Mariano respondió con bronca.
- La hacemos en un ratito –
Yo insistí.
- No creo. ¿Por qué no buscamos una barranca del río
para volarla?-
Diego intervino.
- Puede ser. Podríamos ir a Derqui. Ahí hay poca gente y
buenas barrancas.-
- Imposible – afirmó Mariano. Demoró unos segundos en
tranquilizarse y
continuó.
- Tenemos que buscar las cubiertas en Paso de la Patria–

Me explicó. La idea era poner cubiertas viejas alrededor de la


garrafa, rociarlas con nafta, quemarlas y esperar a ver qué pasa.
Necesitábamos las cubiertas como “detonador”. Mariano ya era un
experto en explosiones.
Las cubiertas, la nafta y todo lo necesario, estaba en la casa de fin
de semana de los padres de Rodrigo, en Paso de la Patria.
No estaba de acuerdo. El lugar no merecía que hagamos esto. No
era precisamente el mejor sitio. Como en cada idea de Mariano, había
miles de cabos sueltos que me preocupaban.

Maximiliano A. Chacón 4
Hermanos de Sangre
- Buscamos las cubiertas y volvemos a Derqui. Serán
cuarenta kilómetros, más o menos–
La distancia era mayor, pero lo dije muy seguro de mi mismo. No
quería poner una
bomba en Paso de la Patria.

- Cortala con Derqui. – Mariano se estaba enojando. El sí quería


volar Paso de la
Patria. En realidad, no le importaba volar el maldito país en caso de ser
necesario. Para él todo daba lo mismo.
Toda la gente era la misma cosa. Nada ni nadie era importante en
su mundo. Supe admirarlo por eso, pero con el tiempo fui notando que las
cosas no funcionaban así. La gente sí es importante, aunque no nos
guste, aunque no entendiéramos del todo la forma en que funcionan,
aunque debiéramos soportar algunas cosas con un poco de bronca.
Era una cuestión de tolerancia que debía empezar con nosotros
mismos. Yo creía en que si la vida te obliga a poner una bomba (como en
éste caso) había que tener un mínimo de decencia. Era casi la definición
de la palabra “responsabilidad”.
Él no. Mariano tenía un extraño “derecho adquirido” que le permitía
hacer algunas cosas tan divertidas como innecesarias, sin afectar su
primitiva conciencia. Está claro que técnicamente uno ejerce eso del
“libre albedrío” como le plazca. Se ha hecho antes y volverá a suceder.
Así se arrojaron bombas atómicas, y nunca nadie fue juzgado.
Mariano también merecía su oportunidad, y yo hasta ahí podía compartir
su razonamiento; pero había mas elementos a considerar.
El tema estaba en diferenciarnos un poco. Sabiendo que podíamos
volar un pueblo, el hecho de no hacerlo nos hacía mejores. Pero no podía
explicarle estas cosas. Sonaban demasiado moralista. Por eso nuestra
relación era más de respeto que de amistad.
Con Rodrigo se podía hablar de manera mas profunda, mas
tranquila. Podíamos analizar las cosas importantes con calma. Mariano
era buen tipo, el más leal de todos, pero teníamos estas sutiles
diferencias que nos separaban. Veíamos los mismos objetos desde
ángulos distintos.

- En Paso de la Patria no se puede. Demasiada gente – Ya


imperaba un clima espeso
y cada uno tomaba posiciones.
- Ya sabía que no se podía contar con éste. Sos un
cagón. –
- Si usaras la cabeza un ratito, podrías volar esa garrafa
de mierda sin peligro, sin testigos y sin policías – traté de
explicar.

En ese momento recordé que mi hermana me había visto salir con las
botellas. Mariano continuó.
- Claro. Por supuesto. Como sos el único que usa la
cabeza, me vas a explicar qué tengo que hacer y qué

Maximiliano A. Chacón 5
Hermanos de Sangre
no. ¡Gracias por estar entre nosotros! ¡¿Pero quién te
creés que sos?!– Veía su plan en peligro y se estaba enojando.

A mi me preocupaba el asunto de las botellas.


- ¿Para qué son las botellas? –
- Sabés que: Tomate el colectivo y volvé a tu casa.–
- Dame un solo motivo para hacerlo. –
- Yo a vos no tengo que explicarte nada. –
- Perfecto. Me vuelvo. –

Rodrigo intervino.
- Un buen motivo son las botellas.-
- No le expliques nada a éste pelotudo, que se vaya a la
mierda.-

Rodrigo habló con vos pausada, mostrando su sonrisa.


- Mirá, Mariano, algo de razón tiene en lo que está
diciendo, pasa que no conoce todos los detalles-
- Siempre hace lo mismo. A mi me tiene podrido. Que se
vuelva a su casa. –

Quitándose los lentes, como un actor de cine, Rodrigo me dijo:


- La idea es encender las cubiertas con bombas Molotov,
desde la trinchera.-
- Ajá! – Respondí. Las cosas cambiaban considerablemente.

Fue unos días después de navidad, en casa de Rodrigo. Me habían


invitado a cenar, y compartíamos una larga sobremesa oyendo hablar al
padre de Rodrigo acerca de los años setentas, de la diferencia entre esa
juventud y la nuestra, de las cosas que llegó a hacer una generación que
tenía ideales, tan distintos a nosotros. Fue un poco incómodo. Nos
sentíamos guiñapos miserables del destino al oír de tanto heroísmo.
Así, mientras el servicio retiraba la vajilla, aburridos del sermón
interminable, nos quedamos con la intriga del detergente, el caucho
rallado y el combustible en una misma botella. Diego y Mariano no
participaron, y nunca mencionamos el asunto.
Ahora Rodrigo me miraba a los ojos, ya no como un actor de cine,
sino como un amigo que da todo por entendido.

- Si no estas de acuerdo, lo dejamos para otro día. -


- Uh! Dejalo que se vaya. Él se lo pierde! – Era imposible
que Mariano cierre la boca.
Diego intervino rápido.
- El lugar es lo de menos, nos vamos a cagar de risa.-
- Que se vaya a la mierda éste y su mala onda.-

Maximiliano A. Chacón 6
Hermanos de Sangre
Era Rodrigo quien estaba detrás de todo el asunto. Evalué de nuevo
la situación. Realmente el lugar era lo de menos. Recordé la araña y el
ruidito que hizo cuando explotó bajo mi zapatilla.
- ¿De quién fue la idea? –
- Mía – Dijo Mariano.

Rodrigo, todo un actor, no dijo nada mientras se ponía los lentes.


Todos me miraban en
Silencio, concientes de que se trata de un proyecto que requería de total
acuerdo.
- OK – Dije, y reímos felices de estar nuevamente juntos.
Arrancamos la coupe y buscamos la ruta. Diego abrió una cerveza y
desde la radio, con cumbia de cortina, el locutor anunciaba cuarenta y
dos grados con una sensación térmica de cuarenta y nueve. Mariano no
se callaba.

El asunto era de naturaleza complicada. La garrafa, al volar, podría


quemar o, simplemente, matar a alguien. Eran pormenores pendientes a
resolver. El incendio del área de incidencia, por ejemplo, era uno de los
temas.
Suponiendo que nosotros no estemos dentro de esa área (la que
Mariano estimó en quince metros de radio a partir del denominado “punto
cero”) y saliéramos parcialmente con vida, tendríamos mucho fuego que
apagar; y, al igual que en un auto de fórmula uno, la coupe no contaba
con matafuegos.
El auto rodaba a cuarenta kilómetros por hora.
Arrojar una molotov. Ver volar la garrafa en pedazos. El corazón
latiendo a mil con la luz del sol en una siesta de enero donde nunca hubo
absolutamente nada para hacer.
Estábamos ansiosos y no conseguíamos más velocidad. Rodrigo
aseguró que en invierno llegaba a sesenta kilómetros por hora y, esta
vez, nadie lo insultó como se acostumbraba cuando hacía ese comentario.
La coupe se aseguraba que disfrutemos al máximo de cada
momento, alargando nuestro tiempo juntos y nosotros, ansiosos por
llegar, la condenábamos en silencio.
Tuvimos que detenernos en una estación de servicio, antes de
destino, para enfriar la maquinaria y reponer cerveza.
Seguimos viaje. La entrada a Paso de la Patria tiene unos diez
kilómetros de tranquilo camino. A los costados, gente del lugar vende
frutas y carnada viva. En un momento la atraviesan los cables de alta
tensión oriundos de Yaciretá, quienes viajan hacia el sur, mostrando un
poco del poderío que tiene la represa hidroeléctrica más grande del
mundo. Son torres gigantes, como robots, cuyos brazos sostienen
pesados y rechinantes cables de frenético voltaje. Siempre imaginé esas
torres soltando los cables para perseguir a los autos. Todos estuvimos de
acuerdo en que las torres de alta tensión son una buena cosa.
Árboles de mango brindaban sus amarillos frutos al sol y todo era
enero y enero en sí mismo era la definición del norte en una siesta de
amigos, de estar vivo y de no comprender del todo por qué uno hace las
cosas que hace.

Maximiliano A. Chacón 7
Hermanos de Sangre
El auto siguió avanzando, a paso lento y seguro, y las torres-robots
quedaron atrás, y los mangos y las frutas, junto al calor de la siesta, a
enero que viajaba más rápido que la coupe y finalmente, atrás también
quedaríamos nosotros, unidos en la súplica de no sufrir el final de una
amistad tan extrema como el clima.
Llegamos cerca de las cuatro de la tarde. Pasamos frente a la playa,
donde algunas chicas doraban sus cuerpos, ofreciéndoselos a un sol
ignorante de que ese día habíamos decidido evaluar nuestro poder de
fuego. Imaginé a esos organismos hirviendo dentro de sus sensuales
bikinis y, por un instante, quise bajarme ahí, lejos de esos salvajes, seguir
tomando cerveza y olvidarme de todo el asunto.
El Paraná ofrecía su cauce y la gente, en completa armonía,
olvidaba el calor en el agua. Una canoa de madera llevaba un pescador y
sus redes río arriba. Sin duda era un buen lugar.

- Mira todos estos boludos – Sentenció Mariano.

Él los veía como peones de un ajedrecista al que odiaba y desafiaba


constantemente, al que deseaba volar en pedazos.

- Vos, en cambio, sos un vivo bárbaro – Contestó Rodrigo,


absorto en sus
pensamientos.

La respuesta fue tan espontánea como violenta. Mariano no


contestó. Quedamos en
silencio hasta llegar a la casa de los padres de Rodrigo.
Bajamos del auto y las llaves no aparecieron. Nadie dijo nada. Al
cabo de un rato, Diego entró por una ventana y obtuvimos las cubiertas,
una pala, un bidón de nafta y los implementos necesarios para armar las
Molotovs. Salimos en búsqueda de un lugar para destruir.
Cruzamos la antigua Cabaña Don Julián siguiendo el camino que
serpentea la costa. Había mucho polvo y el sol se reflejaba, sangriento, en
la calle de tierra.
Fuimos hasta donde terminó el camino y después fuimos un poco
mas. El auto avanzó sobre el pasto, siguiendo una efímera huella. El
pueblo había terminado. Todo había quedado a nuestras espaldas.
Estábamos solos con nuestras propias vidas en el momento exacto en que
una persona elige si quiere ser realmente lo que dice, o simplemente
pretende que el entorno lo vincule a un clan determinado.
Diego parecía nervioso. Rodrigo fumaba indiferente, ajeno a todo lo
que pasaba. Aclaró que no tenía la menor intención de usar la pala.
Mariano estaba en el cielo. Daba órdenes, explicaba cosas que a medie le
importaba y se reía solo. Yo solo necesitaba a mis amigos sin importar la
forma que tuvieran. Si estábamos juntos, nada podría estar tan mal.
Bajamos las cosas y nos internamos en el monte siguiendo la orilla
del río. Había mosquitos y diversas alimañas que picaban ferozmente
cada distrito de nuestras adolescentes anatomías. ¿Por qué estas cosas
no suceden en invierno?
Mariano encabezaba la fila india, con la garrafa al hombro, silbando
la canción de “un puente sobre el rio Kwait”, llevando con la otra mano
Maximiliano A. Chacón 8
Hermanos de Sangre
una cubierta. Lo seguía Diego, portando la pala como estandarte,
moviéndola de arriba hacia abajo al ritmo del silbido de nuestro guía,
haciendo rodar la otra cubierta hacia el monto. Rodrigo fumaba callado,
haciendo ocasionales comentarios, empujando, cada tanto, su neumático
asignado. Yo cerraba el convoy, terminando lo que quedaba de cerveza.
Nos detuvimos en un claro y comenzamos a cavar. La tierra era
negra y despedía olor a fértil, era un humus pegajoso de lombrices, raíces
y porquerías típicas del latifundio correntino.

- Que me perdone el señor terrateniente, pero queremos


explotar esta tierra – Dijo
Rodrigo y festejó, solo, su ocurrencia.

Recuerdo una flor asomando desde el corazón de un hongo, el cual,


a su vez, crecía dentro de un tronco podrido que estaba allí, quién sabe
hace cuanto tiempo, en el mismo lugar de la explosión.
Formas vivas de atroz belleza, ocupando un espacio similar al de mi
araña. Espacio nuestro e irremediablemente condenado a morir. Había
algo que no encajaba del todo y no lograba identificar. Seguimos
cavando.
Diego hablaba acerca de las lombrices. Eran miles y enormes.
Viscosas y reptantes, llenando de fantasmas cada palada que dábamos.
Seguimos cavando.
No solo eran las lombrices y la araña y un hongo con una flor en una
tarde hermosa junto al río. Estaba en juego los motivos de cada uno. La
necesidad que tenía cada integrante del grupo en volar esa garrafa, de
lanzar las bombas, de sentir la explosión.
Era algo de lo que no se podía hablar, pero que nos hacía saber que
podemos destruirlo todo el día que lo decidamos. De descargar una
nociva energía acumulada. De palpar la idea de poder. De tener la
capacidad de demoler en un segundo las cosas mal concebidas.
Terminamos de enterrar la garrafa y pusimos a su alrededor un
chaleco de cubiertas viejas.
Estábamos ansiosos. No podíamos detenernos. Había que cavar la
trinchera donde nos esconderíamos. Teníamos que protegernos bien. A
partir de ahora, nadie nos cuidaría. La decisión estaba tomada y solo era
cuestión de tiempo.
Rodrigo, también, cavó con ganas y entusiasmo, hablando hasta por
los codos acerca de cómo se habían distribuidos esos campos en la época
de la conquista, de las atrocidades de la guerra de la Triple Alianza, y de
miles de otras anécdotas histórica que a ninguno le importaba.
¿Qué sucedería si nos deteníamos? ¿De qué nos salvaríamos regresando
sobre nuestros pasos?

- Mirá lo que sabe éste de historia! - Dijo Diego


impresionado.

Rodrigo, gradualmente, enloquecía. Llegó mi turno con el pozo, a


veinte pasos de la garrafa. El sol comenzaba a caer sobre el río. Me dolían
las manos y transpiraba. Estaba nervioso y sentía miedo. Un miedo

Maximiliano A. Chacón 9
Hermanos de Sangre
nuevo. Extraño. Tenía el cuerpo envasado en una novedosa sensación de
excitación y espanto.
Me reemplazó Mariano. Comencé a trabajar en las Molotovs bajo las
órdenes de Rodrigo. Diego llenó las cubiertas de combustible.
Ya la tierra no olía a tierra sino a nafta; y ya no era negra sino roja.
Y nosotros no éramos nosotros sino un grupo de sobrevivientes buscando
respuestas. Cada uno en su mundo, unidos por un proyecto nada
constructivo.
Diego reemplazó a Mariano en la trinchera. El sol no quería ser
testigo. Se escondía, presuroso, dentro del río. Terminamos de cavar.
No entrábamos muy bien en el pozo, pero nos dio igual. Nos
acurrucamos como pudimos y asomamos la cabeza para distinguir el
paisaje.
Al ras del piso podíamos divisar la parte superior de la garrafa. Su
pico dorado nos miraba desafiante.
Rodrigo encendió la mecha y me entregó una de las feroces
botellas. La tomé con miedo y muy poco cuidado. Debía arrojarla de prisa.
Al inclinarla, un chorro de fuego se derramó sobre Diego. Lancé la botella
y cayó un metro antes del objetivo. La pierna de diego se encendió al
instante. Salió de la trinchera envuelto en llamas, mientras Rodrigo le
echaba tierra y se moría de risa. Mariano estaba muy serio. Intentaba
meterlos nuevamente en el refugio. Oímos los vidrios rotos seguidos de
un rugido grave, como la respiración de un dragón. Donde había caído la
botella se inició un pequeño incendio.
- SI !! – Grito Mariano. Y ordenó vos calma:
- Entren –
Todos obedecimos. Las llamas de la pierna de Diego estaban
controladas. Rodrigo no paraba de reírse.
Mariano, fuera de sí, encendió otra botella y la arrojó con violencia
hacia la garrafa. Todos entendimos lo que había que hacer. Era cuestión
de llevar el pequeño incendio hasta el pozo. Debíamos usar el
combustible restante para mover ese gusano de fuego hasta su
escondite.
Lanzamos las otras botellas dirigiendo el incendio a su destino.
Diego, un poco quemado, hizo blanco perfecto. La explosión era
inminente. Festejamos con presurosos abrazos y felicitaciones mientras
nos reacomodábamos dentro del pozo.
El sol moría solemne. Queríamos ver la explosión. Sentir temblar la
tierra bajo nuestro puño inmisericorde. La gran sensación. El orgasmo de
los dioses.
Bandadas de aves huirían presurosas, aplaudiendo a sus deidades
con salvajes aleteos porque la garrafa, al fin, explotaría. Dentro de cada
uno de nosotros también había fuego. Las células de nuestros cuerpos
hervían.
Mi cerebro era un nudo de serpientes que mordían cada idea que
cruzaba mi cabeza, lacerando la carne, envenenándome el alma,
alimentando una bestia, ahora, totalmente desinhibida.
Dentro del pozo, empapados en sudor, aguardábamos en silencio.
Alertas, mientras un humo negro ocultaba al sol y gestaba tinieblas
propias, veíamos como el tiempo se detenía.

Maximiliano A. Chacón 10
Hermanos de Sangre
- ¿Cuánto tiempo llevamos? –

¿Treinta minutos? ¿una hora? ¿Una vida?

- Todos agachados. Esto explota a la mierda en cualquier


momento.-

Momento que no llegaba. Imaginé lo que estaba sucediendo dentro


de la garrafa. La
temperatura en acelerado ascenso y la presión en crecimiento lineal.
Presión y temperatura. Esas eran las variables básicas de nuestra forma
de vida.

- Dale, carajo. Que reviente! -


- Escuchen el ruido que hace! –

Absorto en mis pensamientos, se me reveló la idea de que era un


dios que todo lo comprendía. Como tal, me levanté a contemplar mi
creación, quedando fuera del resguardo del pozo. Los chicos intentaron
derribarme al suelo, meterme nuevamente en el refugio.
El metal se dilata emitiendo un horrible grito. La garrafa, ahora más
grande y más viva, con casi un tercio de su cuerpo fuera del pozo,
explotó.

Se esfumaron los miedos y la tierra despertó escupiendo fuego.


Había muerte en todas partes y en ningún momento. En un infinitésimo
sin tiempo recorrí cada recuerdo de mi infancia. La onda expansiva
congeló la escena. Fue un martillazo violento que se estrelló contra
nuestros órganos, atravesándonos, reventándolo todo. El mundo vibró.
Una llovizna de sangre me salpicó el rostro. Rodrigo ya no reía y sus
manos se sujetaban el cuello. Diego buscó algo en su hombro izquierdo
para hallar una vertiente de sangre, sin comprender que era él mismo
quien emanaba esa negra catarata que enrojecían al contacto del aire.
Bañado en rojo, Mariano buscaba entender qué cosa habíamos
hecho mal. Nuestra súplica de hierro y fuego, finalmente, había sido
concedida.
Y la muerte, con aliento de río, acompañó la caída al suelo de
Rodrigo mientras su cuello se transformó en un valiente manantial que
regaba esa tierra, para nada dispuesta a escuchar burlas de nadie.
Luego el silencio. Fiero y acusador. Me costaba mantener el
equilibrio. El cadáver de Rodrigo se hundía en un charco de sangre. Muy
distante, mugía una vaca.
Diego sostenía su hombro que no dejaba de generar sangre y
lágrimas. Lloraba de dolor y de miedo.
Pensé en la arañita que aplasté en casa, como a Caronte,
conduciendo a Rodrigo a su destino final. Sentí vergüenza de haberlo
matado. Qué estupidez.
¿Cómo se lo explico al padre?. Eso de ser Dios no me estaba
gustando. Estaba lleno de sangre, de amigos que morían, de un dulce olor

Maximiliano A. Chacón 11
Hermanos de Sangre
en el aire y seguido de esa lluvia de goma quemada. No era una buena
sensación. El sol, al fin, se retiraba en triste ocaso.
No podía pensar en lo que estaba sucediendo. Presión y
Temperatura. Poder y Muerte. El miedo y la adrenalina alucinante de las
sensaciones fuertes. Me dolía la cabeza. Me aturdía un grito interno que
pedía al destino que las cosas sucedan de otra forma. Y enero
calcinándolo todo, como si nada importante sucediera.

- La re mil puta que lo parió, estoy sangrando –


- Quedate quieto, quedate quieto!! –
- Mirá!! Mirá lo que me hice –
- Boludo... Ayudame!! Diego se desangra -
- Rodrigo está muerto, imbéciles, matamos a Rodrigo!! –

Diego estaba desesperado y Mariano evitaba que vea el cadáver de


Rodrigo. Sangraba a mares pero estaba vivo. Mariano estaba bien,
cubierto con sangre de Diego. Yo estaba sucio y Rodrigo,
definitivamente, estaba muerto.
Me sentí mareado. El cuerpo no me obedecía. Costaba oír a mis
compañeros. Me acerqué al cadáver temblando. Lo único que percibía
eran los latidos de mi corazón.
Fue la primera vez que vi un muerto. Nunca había ido a un funeral.
Fue una extraña sensación de propiedad privada. Sentía ese muerto
enteramente mío. Creo que eso me dio el derecho a darle una patada en
el trasero. Y Rodrigo abrió un ojo.
- Está vivo!! –
- Qué??? –
- Está vivo. No se murió el hijo de puta!! –
- Fijate bien, antes de enterrar a alguien, pelotudo!! –
Mariano reía a carcajadas.

La garrafa explotó según lo planeado, pero por algún motivo,


acompañado de una extensa lonja del metal, el pico salió despedido hacia
donde estábamos nosotros.
En ese momento, todos estábamos de pie. Yo, para contemplar. El
resto, para meterme nuevamente en la precaria trinchera. La esquirla
pasó entre el cuello de Rodrigo y el hombro de Diego, haciendo
preferencia en Diego, a quien tuve que donarle sangre.
Rodrigo tuvo menos suerte. A pesar de sus protestas, el donante fue
Mariano, quien aseguraba que ahora sí habría algo de valor en sus venas.
Los bomberos hallaron lo que quedó de la garrafa, como una flor
surrealista, en el fondo del pozo. Nunca hallaron el trozo de metal que
casi nos mata. La policía lo buscó durante días. Yo alegué que se lo llevó
la muerte, como recuerdo, cuando supo perdonarnos. Mis hermanos de
sangre estuvieron de acuerdo. Incluso Mariano.

FIN

Maximiliano A. Chacón 12

S-ar putea să vă placă și