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En cualquier tiempo y lugar.

Contagiar el gusto de leer


En cualquier tiempo y lugar, pero sobre todo en países como el nuestro,
es obligación moral (y gozo inmenso) enseñar a leer a quienes aún no
saben. Del porqué y el cómo —sobre todo del cómo— nos habla Felipe
Garrido en su recién publicado libro El buen lector se hace, no nace,
subtitulado: Reflexiones sobre lectura y formación de lectores (Ariel
Practicum, México, 1999, pp 140).
El libro gira sobre dos premisas: alfabetizar no equivale a enseñar a leer
(es decir, a comprender lo que se lee), y el gusto, el amor por la lectura
no se enseña, se contagia. Y el mejor modo de contagiar ese gusto por
la lectura, explica Garrido, es la lectura en voz alta.
Escrito (y dicho) con pasión y con conocimiento de causa (y efectos), en
El buen lector... Garrido propone métodos, programas, acciones que él
mismo ha venido realizando e impulsando con la misma pasión con que
su prosa nos transmite su experiencia. Por eso este libro nos esclarece y
nos contagia.
Para Garrido, la literatura es el mejor medio para formar lectores. “¿Por
qué leer literatura? Porque los textos literarios actúan no sólo sobre el
intelecto, la memoria y la imaginación, como cualquier texto, sino
también sobre estratos más profundos, como los instintos, los afectos,
la intuición, y en consecuencia consolidan una inclinación mucho más
intensa hacia la lectura. Por otra parte, los textos literarios son los que
más exigen del lector, los que mejor lo ejercitan para comprender el
lenguaje escrito... ” Y es que saber leer es comprender y comprender es
un gozo; un gozo que nos hace cada vez más libres, y ser cada día,
cada libro, más lectores. Y este gozo es el que hay que transmitirle a los
otros.
A lo largo de todo el libro Garrido va y viene, una y otra vez, a un
punto: leer en voz alta, y comentar lo leído: “En la formación de lectores
ninguna otra actividad es tan estimulante, tan fructífera, tan contagiosa
como escuchar a un lector entusiasta que se deja llevar por el placer del
texto. Leamos juntos. Leamos con quienes no leen. Allí se aprende —
con el ejemplo— cómo se toma el libro, cómo se pasan las páginas,
cómo se da sentido a la lectura con las pausas, los silencios, las
inflexiones de la voz. Cómo, sobre todas las cosas, para leer un texto en
voz alta lo primero y lo más importante que hay que hacer es
comprenderlo”.
Que los maestros de primaria (y los universitarios) le lean en voz alta a
sus alumnos todos los días, que los padres de familia le lean a sus hijos,
que se formen talleres de lectura en todas partes son cosas que Garrido
propone con insistencia y que él apoya desde el programa Rincones de
Lectura, de la SEP, que actualmente dirige.
Garrido es un funcionario que va él mismo a las escuelas, a los barrios
marginados, a donde hay que ir a exponer sus ideas, a organizar
talleres de lectura, rincones de lectura. Pero también, conocedor a fondo
de la realidad educativa del país, Garrido señala los problemas, y lo
hace sin pelos en la lengua. Los principales obstáculos al programa de
lectura son la burocracia de la SEP y el hecho de que “la mayoría de
nuestros maestros no son lectores.” Y aquí y allá: “Ser maestro debería
ser sinónimo de ser lector. Es urgente que se fijen esta meta”. “Mucho
ayudaría que los propios maestros y las autoridades educativas fueran
lectores, que tuvieran la afición de leer...”
Garrido dijo: “esto que digo es agresivo; no pretende suavizar la
realidad. No hay tiempo para hacerlo”. ¿Por qué? En última instancia,
porque un pueblo analfabeto no puede alcanzar el verdadero progreso ni
la democracia plena. Por eso Garrido insiste en que “son los maestros
quienes pueden transformar el país en que vivimos, a través de la
lectura... ”
¿Y los universitarios y la lectura? Mal andamos. Graduados que no leen,
que nunca leyeron, universitarios que hoy no leen. Y esto hay que
empezar a remediarlo. Particularmente importante para todo
universitario es lo que refiere Garrido sobre la propuesta que en 1989 y
1990 le hizo al rector de la Universidad de Guadalajara “para que se
fundara un centro de estudios sobre la lectura que serviría también para
diseñar y aplicar programas de formación de lectores entre los alumnos
de preparatoria y de licenciatura”. Es indispensable retomar esta
propuesta; se empezaría a resolver un grave problema de los propios
universitarios y la Universidad cumpliría —a través del servicio social—
una de sus más altas misiones: llevar la cultura a toda la población. El
“Año de la Lectura 1999-2000”, es ocasión propicia para hacerlo.

Juan Carlos Méndez

FRAGMENTO

La experiencia nos ofrece unas cuantas lecciones. Que la puerilidad y el tono moralizante no son los
mejores recursos para ganar el interés infantil. Que el fondo irracional, intuitivo, imaginativo que
subyace en los mitos, los juegos tradicionales, las coplas populares, ejerce invariablemente su
fascinación. Que muchas grandes obras de la literatura infantil no fueron escritas expresamente para
niños (episodios de Las mil y una noches, Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver), y muchas grandes
obras escritas para niños han ganado una aceptación igualmente entusiasta entre los adultos (La isla
del Tesoro, Alicia en el país de las maravillas, El Principito, Cuentos de la selva). Que no importa que
la lectura que haga un niño sea distinta a la de un adulto. Que la primera vez que leemos Las
aventuras de Tom Sawyer, Pinocho o Los tres mosqueteros disfrutamos lo puramente anecdótico, y
que sólo en lecturas posteriores, cuando hemos alcanzado una mayor experiencia como seres
humanos y como lectores, podemos descubrir, más allá de los risibles o angustiosos o intrigantes
sucedidos, la sabiduría, la comprensión, la compasión de Mark Twain, Collodi o Dumas por la
condición humana. Al final de cuentas, la lectura depende de la experiencia, de las lecturas
anteriores, del humor que cada quien tenga, y no todos los adultos ni todos los niños descubren ni
disfrutan las mismas cosas en una obra literaria.
Uno quisiera encontrar más grande libros que los niños puedan leer; es decir, que estén
comprendidos en la esfera de sus intereses. He visto a niños de ocho y de nueve años embebidos en
la lectura del Manual de zoología fantástica de Jorge Luis Borges, de El libro de la imaginación de
Edmundo Valadés, de cuentos como «Baby H.P.», de Juan José Arreola o «Negrita» de Onelio Jorge
Cardoso, ninguno de ellos escrito como literatura infantil.
Hay un buen número de obras que bien podrían ser publicadas en ediciones para lectores jóvenes. Es
decir, en libros confeccionados para que sean niños y jóvenes quienes los manejen. No me refiero
ahora a adaptaciones ni condensaciones —que tienen también su utilidad—, sino al formato, el
tamaño de la caja, el cuerpo de la tipografía, la clase de papel, la encuadernación, el diseño, las
ilustraciones... Dos ejemplos tomados de nuestros clásicos son Tomóchic de Heriberto Frías, y Los de
debajo de Mariano Azuela...

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