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La cruz y el puñal
CAPITULO 1
Toda esta extraña aventura comenzó tarde una noche mientras sentado
en mi despacho leía la revista Lije, y volví una página.
A fin de entender el cambio radical que esta idea representaba para mí,
es necesario decir que hasta ese día que volví la página de la revista, la
mía había sido una vida corriente. Corriente pero satisfactoria. La
pequeña iglesia ubicada entre montañas en Philipsburg, Pensilvania, de la
que yo era pastor, había crecido paulatinamente. Habíamos construido un
nuevo edificio para la iglesia, una nueva casa pastoral y el presupuesto
para la obra misionera aumentaba constantemente. Estaba1 satisfecho de
nuestro crecimiento, puesto que cuatro años antes, cuando Gwen y yo
arribamos por primera vez a Philipsburg como candidatos para el pulpito
vacante de la iglesia, ésta ni aún tenía edificio propio. La congregación,
compuesta de cincuenta miembros, se reunía en una casa particular,
empleando el piso de arriba para casa pastoral y la planta baja para los
cultos de la iglesia.
—Lo siento, querido—me dijo Gwen—. ¡Es una gente tan buena! pero
yo le tengo terror a las cucarachas.
Gwen había ya empacado las valijas. Era evidente que por lo que a
Gwen tocaba, Philipsburg, Pensilvania, tendría que buscar otro candidato.
Se trataba de una forma más bien desusada y tomó a todos por sorpresa,
incluso a mi esposa y a mí. Hacía varias semanas que los miembros de
esta pequeña iglesia de las Asambleas de Dios no podían ponerse de
acuerdo respecto de cuál candidato elegir. Y ahora el anciano Meyer
tomaba el asunto en sus propias manos y me invitaba directamente Pero
en vez de oposición fue respaldado por cabezas que asentían y voces de
aprobación.
Después de haber estado allí poco más de un año, compramos una vieja
cancha de béisbol en las afueras de la ciudad, en donde otrora Lou Gehrig
había jugado a la pelota. Recuerdo el día que me puse en el jon pleit miré
hacia el jardín central, y le pedí al Señor que nos edificara una iglesia
justamente allí, teniendo como piedra fundamental el jon pleit y el
púlpito más o menos en el sitie ubicado entre la primera y segunda base.
Y eso es lo que exactamente ocurrió.
¿Qué ocurriría si pasaba dos horas en oración todas las noches? La idea
era emocionante. “Substituye la televisión por la oración y verás lo que
ocurre,” me dije.
Sonó el teléfono.
— ¿Cuánto quiere?
—Cien dólares—le dije rápidamente. Ni había pensado cuánto pedir
hasta ese momento.
Fue durante una de esas noches de oración que tomé al azar la revista
Life. Me había sentido extrañamente intranquilo esa noche. Estaba solo
en la casa; Gwen y las niñas se hallaban en Pittsburgh visitando a los
abuelos. Había estado orando durante largo tiempo. Me sentía
particularmente cerca de Dios, y sin embargo, por razones que no podía
entender, sentía que pesaba sobre mi corazón una tristeza grande,
profunda. Esa tristeza cayó sobre mi corazón de repente y comencé a
preguntarme lo que podría significar. Me puse de pie y encendí las luces
de mi despacho. Me sentía intranquilo, como si hubiese recibido órdenes,
sin poder entender en qué consistían.
— ¿Miedo?
—Temo que esté haciendo algo temerario. Quisiera saber si hay alguna
manera de estar seguro que Dios es quien dirige mis pasos y que no es
algún capricho alocado de mi propia cabeza.
— ¿Miles?
— ¿Qué?
Mantenía los ojos fijos en la carretera y no me atrevía a mirarle de
frente. —Quiero que hagas algo. Saca la Biblia y ábrela al azar y léeme el
primer pasaje sobre el cual pongas el dedo.
Luego lo leyó para sí. Lo observé que se daba vuelta para mirarme pero
no me dijo nada.
— ¿Y?— le pregunté.
Intenté una llamada más, esta vez al juez Davidson Pero la telefonista
me dijo que su línea había sido des conectada. Añadió que lo lamentaba
pero que no era posible comunicarse cotí el juez Davidson.
Fuimos a la cama pero yo, por lo menos, no pude dormir. Para mis
oídos no acostumbrados a la vida de la ciudad, cada ruido que se
producía en la noche era una amenaza. La mitad de la noche la pasé en
vela preguntándome qué era lo que hacía aquí, y la otra mitad la pasé
elevando oraciones fervientes de agradecimiento que, cualquiera fuese la
causa, no me podía retener aquí mucho tiempo.
—Tuvieron que decir que eran inocentes. Son las leyes del Estado por
asesinato de primer grado. Debían ser condenados a la silla eléctrica,
todos.
— ¿Qué?
—Su Excelencia—grité.
Le aseguré que no, tenía arma alguna. Una vez más se me palpó.
—Mi Biblia
—Sí, naturalmente.
Era sin duda diferente. Tan diferente como para pensar que me animaba
alguna misión divina, mientras que todo lo que hacía era el papel de
necio. Tan diferente como para traer oprobio a mi iglesia, a mi pueblo y a
mi familia.
Al pasar por el puente Jorge Washington volví la cabeza y miré una vez
más los rascacielos de Nueva York. De repente recordé el pasaje de los
Salmos que me había animado tanto: “Los que sembraron con lágrimas,
con regocijo segarán.”
Miles sabía lo que le quería decir. Allí vivían mis padres. Deseaba
francamente que mis padres fueran el paño de lágrimas; quería que me
consolaran y se condolieran de mí.
Lo más difícil fue enfrentarme con mis propios feligreses ese domingo.
Eran corteses y guardaban silencio. Desde el pulpito aquella mañana hice
frente al problema lo más directamente que pude.
Cuando traté de no hacer caso a esta idea durante tres noches seguidas y
descubrí que continuaba con la persistencia de siempre, me propuse hacer
algo al respecto. Esta vez estaba preparado.
Y sin embargo tan persistente era esta nueva idea, que el miércoles por
la noche solicité desde el pulpito a mis feligreses más dinero para
retornar a Nueva York.
Esta vez me di vuelta. Era un grupo de unos seis jóvenes que estaban
recostados contra un edificio, debajo de un letrero que decía: “Prohibido
vagabundear aquí. Orden policial.” Estaban vestidos con pantalones
ajustados, de botamangas estrechas y chaquetas con cierre relámpago.
Todos, con excepción de uno, fumaban, y todos parecían hastiados de la
vida. Un séptimo muchacho se separó del grupo y caminó hacia mí. Me
gustó su sonrisa al decirme:
—Bueno, gracias.
—No es un cumplido.
— ¿GBI?
Hacía apenas media hora que me hallaba en Nueva York y ya había sido
presentado a la segunda pandilla callejera. Tomasito me dio direcciones
de calles pero yo no podía entenderlas.
Era la primera vez que oía la expresión. Significaba que llegaba a sus
corazones, que me comunicaba con ellos y era el cumplido más elevado
que podían hacer a un predicador.
Medía hora después hubiera dejado esa guarida muy animado, excepto
por una cosa. Allí entre los GBI tuve mi primer encuentro con
estupefacientes. María, que resultó ser la presidenta del grupo auxiliar
de mujeres jóvenes adscripto a los GBI me interrumpió cuando dije que
Dios podía ayudarlos a comenzar una nueva vida.
—Venga aquí. — María dio unos pasos y se puso debajo del foco de luz
eléctrica y estiró el brazo. Podía observar pequeñas heridas como si
fueran picaduras infestadas de mosquitos. Algunas eran viejas y estaban
azules. Otras eran nuevas y rojas. Repentinamente comprendí lo que esta
jovencita quería decirme. Era adicta a las drogas.
Eché una mirada en la habitación para ver si podía captar en los ojos de
los demás jóvenes la idea de que María procedía en forma
melodramática. Nadie sonreía. Al mirar por un instante los rostros de
aquel círculo de jóvenes supe lo que más tarde leería en las estadísticas
policiales y en los informes de los hospitales: la medicina aun no tiene
una cura para el adicto a las drogas. María había expresado la opinión de
los expertos: no hay virtualmente esperanzas para el mainliner, el
enviciado que se inyecta la heroína directamente en las venas.
CAPITULO 4
Cuando le hablé de las dos pandillas con las que me había encontrado a
la hora de haber sentado pie en Nueva York, acudió a la mente de Miles
el mismo pensamiento fantástico que se me había ocurrido a mí.
—Sí.
Me miró con extrañeza. — ¿El que está preso por el muchacho lisiad»?
— ¿Qué dijo? ,
—He rezado para que usted venga—me dijo—. ¿Va a ayudar a mi hijo?
—Se lo daré.
— ¿El predicador?
—Sí.
Una vez más nos dirigimos a través del puente Jorge Washington, muy,
muy perplejos. ¿Por qué era que después de recibir un estímulo tan
dramático nos encontrábamos de nuevo ante una muralla infranqueable?
—Ah, ¿qué?
—Quiero que abran todas las ventanas. Nos estamos preparando para
hacer ruido y quiero que esos banqueros y abogados que están sentados
en sus porches este domingo por la noche sepan lo que es sentirse feliz
con la religión. Van a predicar un sermón esta noche, a los vecinos.
No entendí bien lo que me quería decir, por una parte porque contaba
sólo doce años de edad, y por otra porque temía instintivamente la idea.
“Ser públicamente específico,” me había dicho. Esto significaba decir
mientras otros me oyeran: “Dios yo te pido esto y aquello,” significaba
correr el riesgo de que la oración no tuviera respuesta.
Mi abuelo tenía una forma de decir las cosas que me inspiraba. Aquel
deseo de antes de alejarme de la ciudad de Nueva York tan pronto como
me fuera posible fue reemplazado ahora repentinamente por un intenso
anhelo de volver de inmediato y comenzar a trabajar. Le dije algo así a mi
abuelo, y simplemente me sonrió.
Lo miré a los ojos. —He oído hablar a mi abuelo lo suficiente sobre esta
materia—le dije—que puedo darle una respuesta entresacada de sus
propios sermones. El corazón mismo del evangelio es el cambio. Es
transformación. Es nacer de nuevo, comenzar una nueva vida.
—Parloteas esas verdades muy bien, David, pero espera hasta que el
Señor opere esa transformación. Luego tú imprimirás aún más entusiasmo
a tu voz. Pero ésa es la teoría. El corazón del mensaje de Cristo es
extremadamente simple: un encuentro con Dios—un verdadero encuentro
—significa cambio.
—Sí.
Cuando salí de allí media hora después, me volví para decirle adiós en
la puerta y vi la escritura que aquella madre había mencionado,
garabateada con tiza amarilla en la pared. Alguien había tratado de borrar
1o escrito, pero aun podía leerse: .. o se lo matarán.”
Era éste el comienzo de una caminata de cuatro meses por las calles de
Nueva York. Durante los meses de marzo, abril, mayo y junio de 1958,
me trasladé a la ciudad todas las semanas, empleando mi día franco para
el viaje. Me levantaba por la mañana temprano y realizaba el viaje de
ocho horas por automóvil, llegando a la ciudad de Nueva York en las
primeras horas de la tarde. Luego, hasta muy entrada la noche, caminaba
por las calles de la ciudad, para regresar de nuevo a mi casa en las
primeras horas de la madrugada. No se trataban estas de exploraciones
ociosas o inútiles. Nunca me abandonaba la sensación de ser guiado de un
propósito que no era mío, aunque la naturaleza de ese propósito era más
misteriosa que nunca. No sabía de qué otra manera responder a ese
impulso interior que regresar a la ciudad una y otra vez, con las puertas
del corazón abiertas de par en par, esperando siempre que la dirección
divina se convirtiera en algo claro para mí.
Durante estas caminatas que duraron cuatro meses, llegué a conocer las
calles poco a poco. María y Angelo me ayudaron mucho. (Había
mantenido estrecho contacto con Angelo después de nuestro primer
encuentro en las escaleras de la casa de departamento de Luis Álvarez.)
Por horrendas que sean las peleas, la promiscuidad y los actos inmorales
que uno encuentra entre los jóvenes, existe una depravación que supera
todo: el ser adicto a las drogas.
—Parece que alguien sufre dolores—le dije a una mujer que descansaba
sus brazos en el antepecho de la ventana de un primer piso en el mismo
edificio.
—Sí.
Las riñas, los placeres sexuales y el hábito a las drogas: estas eran las
manifestaciones dramáticas de las necesidades de los miembros juveniles
de las pandillas de Nueva York. Pero como dijo Angelo, eran
simplemente símbolos externos de una necesidad interna más profunda:
la soledad. Una sed de que la vida tuviese algún significado. Lo más triste
que descubrí en estas largas caminatas fue qué metas patéticamente bajas
se fijaban estos muchachos. Les escuché a algunos describir sus
ambiciones.
CAPITULO 7
Chuck me hizo temblar antes de que lo viera. ¿Qué iba a hacer cuando
finalmente me encontrara con él? Le formulé a Dios esta pregunta y
recibí la respuesta de inmediato y con toda claridad: No con ejército, ni
con fuerza, sino con mi Espíritu. Sabía que era una cita bíblica y la
busqué para comprobar mi memoria del pasaje. Era Zacarías 4:6, y en ese
momento hice de ese versículo mi lema. Decidí que cuando llegara el
momento de enfrentarme con Chuck, dependería simplemente en esta
promesa; Dios me daría una intrepidez santa, que estaría a la altura de un
valentón.
Y yo seguía sonriendo.
Chuck comenzó a girar alrededor con los puños cerrados, moviendo los
brazos lentamente y haciendo fintas. En su rostro, sin embargo, se
insinuaba la alarma. Podía darse cuenta que por alguna razón
inexplicable, este debilucho no le sentía miedo alguno. Yo también
comencé a dar vuelta en círculos sin quitarle los ojos de encima y
mientras tanto le seguía sonriendo. Finalmente Chuck me golpeó. Era un
golpecito vacilante que no me dolió, y como estaba bien parado, ni me
movió siquiera. Me reí, por lo bajo y secretamente.
Después que Jaime hubiese tocado la pieza unas quince o veinte veces,
se había congregado una multitud de unos cien muchachos y chicas.
Remolineaban gritándose entre sí y gritándonos a nosotros obscenidades
mezcladas con rechiflas. Me subí al pedestal del poste del alumbrado y
comencé a hablar. El alboroto aumentó de volumen. No sabía qué hacer.
Jaime meneaba la cabeza y me decía algo. Por el movimiento de sus
labios pude interpretar que me decía: “No te pueden oír.” En ese
momento fuimos aliviados del problema. De repente cesó la gritería. Por
sobre sus cabezas vi que un automóvil de la policía se detenía junto al
cordón de la vereda. Los policías salieron del automóvil y comenzaron a
abrirse paso por entre la multitud empujando ferozmente con sus
cachiporras.
—Estoy predicando.
Mientras estaba aun orando comenzó el cambio. Fueron los niñitos más
pequeños los que primero se tranquilizaron. Pero cuando abrí los ojos
noté que muchos muchachos de más edad, que habían estado recostados
contra la cerca de la escuela fumando, se habían enderezado, se habían
quitado el sombrero y ahora estaban allí con la cabeza levemente
inclinada.
Quedé tan sorprendido por este silencio repentino que no podía hallar
palabras.
¿Qué iba a hacer ahora? El corazón me latía con violencia. Le hice seña
a Jaime y caminamos con los cuatro muchachos unos cuantos metros,
separándonos de la multitud. Stage- coach seguía diciendo que “nos
captaban la onda.”
—Usted sabe, David—me dijo—hay una viejecita que viene por aquí
vestida con una capa negra y una canasta llena de dulces, y siempre les
habla a los muchachos que no deben pelear. Es una buena mujer, pero no
le captamos la onda.
Se produjo una larga pausa. Por primera vez comprendí vagamente que
la multitud esperaba, sin hacer ruido, para ver lo que iba a ocurrir.
Finalmente Stagecoach dijo en una voz de modulaciones extrañamente
roncas:
Y ante mis sorprendidos ojos, estos dos jefes de una de las más
temibles pandillas pendencieras de toda la ciudad de Nueva York
lentamente cayeron de rodillas. Sus lugartenientes los imitaron. Se
sacaron el sombrero y lo sostuvieron respetuosamente frente a ellos. Dos
de los muchachos habían estado fumando. Cada uno de ellos se sacó el
cigarrillo de la boca y lo tiró lejos, en donde quedaron humeando en la
cuneta mientras yo pronunciaba una corta oración.
—Señor Jesús—dije—aquí tienes a cuatro de tus hijos, haciendo algo
que les es muy muy difícil. Están arrodillados aquí ante todos los demás
pidiéndote que penetres en sus corazones y los renueves. Quieren que tú
quites de ellos d odio, el deseo de reñir y la soledad. Quieren saber por
primera vez en su vida que son amados en realidad. Te piden esto de ti y
tú no los desilusionarás. Amén.
Jaime y yo dejamos Fort Greene con la cabeza que nos daba vértigos.
La verdad era que no habíamos esperado que Dios nos respondiera en
forma tan dramática. Buckboard, Stagecoach y dos de los lugartenientes
se pusieron de rodillas en una esquina: era simplemente algo increíble.
CAPITULO 8
Me parecía que había pasado el primer jalón del camino hacia mis
sueños. Me habían dado esperanzas, casi más de las que yo podía
asimilar. Hasta me atreví a pensar que quizá al fin me permitirían ver a
Luis. Supe por Angelo que Luis sería transferido a la prisión de Elmira,
Nueva York.
Pero si el Espíritu Santo aun me cerraba esa puerta, me abría otras. Una
cálida noche a principios de la primavera de 1958, caminaba entre la
hormigueante multitud de una bulliciosa calle del Harlem español cuando
de repente oí cantar. Me sorprendió reconocer la melodía de un himno
evangélico, aunque la letra era en español. No había ninguna iglesia
cerca: la música parecía salir de una de las ventanas de uno de los
departamentos frente al cual pasaba.
Resultó que era ésta una iglesia filial del Concilio Hispano de las
Asambleas de Dios. La gente de las “filiales” se reúne en casas
particulares hasta que consigue dinero para construir su propia iglesia.
Habían seguido de cerca el proceso por el asesinato de Michael Farmer y
habían visto mi fotografía.
—Queremos saber cómo fue que usted estaba en la sala del tribunal—
me dijo.
Le dije que lo haría. Y así, sin ruido, nació un nuevo ministerio. A igual
que la mayor parte de las cosas nacidas del Espíritu, se produjo en forma
sencilla, humilde, sin propaganda ruidosa.
Tuve que admitir que no tenía dirección alguna. No tenía dinero ni aun
para pagar una habitación en un hotel barato. —En realidad—les dije—
duermo en mi automóvil.
Eso había parecido una cosa sencilla cuando se propuso por primera
vez. Pero cuanto más se acercaba la fecha de comienzo de los cultos,
tanto más dudaba del buen sentido de realizar esta concentración.
¿Qué hay en las lágrimas que podría ser tan aterrador? Les hice la
pregunta repetidamente y cada vez recibí la impresión de que las lágrimas
eran señal de debilidad en un mundo cruel en donde solamente los fuertes
pueden sobrevivir.
Y cuando esto se produce, nace una personalidad tan nueva que, desde
los días de Cristo, esa experiencia se ha considerado como un nuevo
nacimiento. El Señor Jesucristo dijo: “Os es necesario nacer de nuevo”. Y
la paradoja es ésta: En el corazón de toda nueva personalidad que ha
renacido hay gozo, y sin embargo, el gozo es precedido por las lágrimas.
¿Qué instinto les decía a estos jóvenes y muchachas que quizá tendrían
que llorar si establecían contacto con Dios? Tenían su manera de expresar
este temor, naturalmente. Les hice varias visitas a las pandillas que había
conocido, los Rebeldes y los GBI, los Capellanes y los Mau Mau,
invitándolos a la concentración, y en todas partes era lo mismo. “Usted
no me va a conmover, Predicador. Usted no me va a hacer llorar.”
Allí estaba María. Tan pronto como entrara en la sala, noté que estaba
bajo los efectos de la heroína. Sus ojos brillaban con un destello que no
era natural; el cabello le caía sobre toda la cara; las manos le temblaban.
CAPITULO 9
—Lo sé.
—Sí. _
Cada noche esperaba que se produjera el milagro. Pero cada noche sólo
un puñado de personas bajaba con desgano de los autobuses especiales y
se dirigía al Estadio.
Y como siempre, — ¿por qué tengo que aprender esta lección de nuevo
cada vez?—cuando lo pregunté de corazón, recibí realmente la respuesta.
—Predicador, no quiero hablar con usted. No quiero tener nada que ver
con usted.
Jo-Jo calzaba un viejo par de zapatos de lona. El dedo gordo del pie
derecho le salía por el zapato roto y vestía una sucia camisa negra y un
par de pantalones caqui que le quedaban grandes. Echó una mirada a mis
zapatos. Eran flamantes y en ese momento me acordé de las botas emba-
rradas de mi abuelo y me regañé mentalmente por mi necedad.
—Póntelos. •
Fue una decisión valiente, como lo sabe todo aquel que ha trabajado con
estos muchachos potencialmente violentos. Llamé a un lado a Jo-Jo y le
dije: —Tus ropas hieden. Estamos ahora en una casa, y tenemos que
hacer algo. Yo tengo ocho dólares. liemos a una tienda de baratillo y te
compraré una camisa y un par de pantalones.
Hasta ahora lo que había hecho con Jo-Jo era lo que cualquier agencia
social podría haber hecho. Y era sin duda una buena cosa que este
muchacho tuviese por fin un par de zapatos y una camisa, y que esa noche
no tuviera que dormir en el subterráneo. Pero en el corazón, Jo-Jo seguía
siendo el mismo muchacho.
Esa noche, en el Estadio Saint Nicholas las cosas marcharon tan mal
como siempre. Se produjo la misma perturbación en el culto, acompañada
de risas y burlas. Hubo las acostumbradas peleas a brazo partido y las
amenazas. Se observaron los mismos gestos sugestivos de parte de las
chicas, y las mismas respuestas obscenas de parte de los muchachos. Jo-
Jo estaba observándolo todo. Vino motivado por la curiosidad, pero quiso
que yo supiera que él pensaba que todo aquello era una tontería.
—Cállese, predicador.
—Absolutamente.
—En otras palabras, usted no está muy seguro tampoco de este asunto
de orar a Dios.
Tuve que admitir que puesto que ya teníamos dos nenas esperábamos un
varoncito. El pequeño Jo-Jo me escuchaba. Luego hizo algo que le era a
él tan difícil como le fue a Moisés herir la peña en el desierto y. pedir que
salieran aguas. El pequeño Jo-Jo hizo una oración.
Esa fue la oración de Jo-Jo. Era una verdadera oración y cuando terminó
pestañeaba. Yo me quedé pasmado. Corrí a mi cuarto y comencé a orar
como nunca lo había hecho desde mi llegada a Nueva York. Jo-Jo y la
familia Ortiz estaban dormidos profundamente cuando sonó el teléfono a
las dos y media de la madrugada. Yo estaba todavía orando. Fui al
teléfono.
Desde ese día en adelante Jo-Jo sentía un amor que era suyo para
siempre; y él me había impartido una lección que fue mía para siempre.
Nosotros los seres humanos podemos trabajar con ahínco por el bien
mutuo, y tenemos que trabajar y debemos hacerlo. Pero es Dios, y
solamente Dios, el que sana.
CAPITULO 10
Pero no podía ver a los Mau Mau por ninguna parte, aunque busqué con
la vista las chaquetas de rojo subido con la doble M.
Les había pedido a los ujieres que reservaran las tres primeras filas de
asientos en el Estadio, pero no les había revelado para quiénes eran.
Ahora, el jefe de los ujieres se me acercó corriendo, excitado y
perturbado.
—Reverendo Wilkerson, no sé qué hacer. — Me llevó aparte hasta una
de las galerías y desde allí señaló el Estadio en donde Israel y Nicky
avanzaban golpeando el piso del pasillo con los bastones, silbando y
burlándose a medida que avanzaban. —Esos son Mau Mau—me dijo el
jefe de los ujieres—. Yo no creo que pueda impedir que se sienten en esos
asientos reservados.
—Está bien—le dije—. Esos asientos son para ellos. Son amigos míos.
Subí al escenario. Fue una larga caminata hasta el centro del escenario.
Y naturalmente Israel tuvo que hacerme saber que estaba allí.
— ¡Eh, David! Aquí estoy. Le dije que vendría y que traería a mis
muchachos.
— ¡Un momento, predicador! ¡Un momento! ¿Me quiere decir que debo
amar a esos atorrantes? Uno de ellos me hizo un tajo con una navaja. Yo
los quiero, sí—cuando estoy armado de un tubo de plomo.
—Me metieron una bala aquí, predicador. Lo hizo una de esas pandillas
de negros. ¿Y usted me dice que yo debo amarlos? Usted está loco.
Y luego oí que alguien lloraba. Abrí los ojos. En la primera fila Israel
tiraba del pañuelo que tenía en el bolsillo. Lo sacó y se sonó la nariz
ruidosamente, luego pestañeó e hizo unas cuantas aspiraciones rápidas
por la nariz.
Allí estaba, con una amplia sonrisa en los labios, diciendo con esa
manera suya de expresarse, tensa, tartamuda: —Le entrego mi corazón a
Dios, David.
Quería hacer algo para darle confianza así que le pedí a él y a Israel que
vinieran conmigo y les di ejemplares de la Biblia tanto a él como a cada
uno de los Mau Mau que habían pasado al frente. Había de dos tamaños,
las ediciones de bolsillo y las otras mucho más grandes. Los muchachos
no querían las ediciones de bolsillo.
—David, denos esos libros grandes. Así la gente puede ver lo que
llevamos.
— ¡La policía!
Miré a Nicky y a Israel y a los muchachos que estaban con ellos. Todos
me sonrieron.
—En cualquier momento que le podamos prestar ayuda para iniciar otra
reunión al aire libre, Reverendo Wilkerson, háganoslo saber—dijo el
teniente de policía y mientras todos salíamos a la vereda de aquel barrio
de Brooklyn, vi al sargento sentado tras del escritorio que sacudía la
cabeza asombrado.
CAPITULO 11
— ¿Te das cuenta que ha pasado un año desde que fui expulsado del
proceso por el asesinato de Michael Farmer?—le pregunté a Gwen una
mañana de febrero.
— ¡David! ¡Predicador!
El ingresar al ejército es así como una meta final para muchos jóvenes
que se crían en barrios de departamentos. Los requisitos necesarios
relativos a la salud y a la educación son lo suficientemente estrictos que
se considera un certificado al mérito el poder vestir el uniforme de las
Fuerzas Armadas. Buckboard, Stagecoach y yo celebramos una gran
reunión. Me dijeron que les iba muy bien. Supe que abandonaron la
pandilla después de aquella reunión al aire libre y que nunca volvieron.
—¡Nicky!—le dije.
“Mi casa tenía una sola pieza, así que nosotros los chicos vivíamos en la
calle. Al principio los otros muchachos me golpeaban y yo siempre tenía
miedo. Más tarde aprendí a pelear y me tenían miedo a mí y me dejaban
solo. Después de un tiempo me gustaba más la calle que mi casa. En casa
era el menor, no era nada, pero en la calle sabían quién era.
“Un día le hablé a mi viejo de esto. Nunca nos hablábamos, pero esta
cosa me asustaba. Así que se lo dije a él y me contestó que yo tenía un
demonio. Trató de sacarme el demonio, pero no salía. Aquella cosa
disparatada en mí fue de mal en peor. Si alguno llevaba muletas yo les
daba una patada o si un viejo tenía una barba yo trataba de darle un tirón
y maltrataba a los chiquitos. Y mientras tanto estaba siempre asustado y
tenía ganas de llorar. Pero la cosa que tenía adentro se reía y reía. La otra
cosa era sangre. Al minuto que veía sangre me comenzaba a reír y no
podía parar.
“Era también oficial de orden. Eso significaba que estaba a cargo del
arsenal. Teníamos cinturones con guarniciones y bayonetas y navajas y
rifles zip. Me gustaba ir y mirar simplemente esas cosas. Uno roba la
antena de un automóvil para hacer rifles zip. Se usa un pasador para el
gatillo y se pueden disparar balas calibre .22.
“Lo primero que tenía que hacer era encontrar un sitio para dormir.
Asalté a un tipo con el arma y le robé diez dólares. Alquilé una habitación
en la avenida Myrtle. Tenía dieciséis años. Es así como viví después,
asaltando a tipos por dinero o por algo que empeñar.
“Parecía que se iba a armar alguna riña de manera que fuimos. Los
Capellanes estaban de pie alrededor de dos tipos que nunca había visto.
Uno tenía una corneta y el otro era un tipo bien flaco. Luego alguien trajo
una bandera nacional y el coche de policía se fue. Lo que pasaba era que
los dos tipos querían celebrar una reunión al aire libre.
“Tan pronto como llegó la bandera el flaco se subió a una silla, abrió el
libro y esto es lo que leyó:
no se pierda.
“Nadie en mi vida me había dicho eso. Yo no sabía qué hacer. “Si usted
se me acerca, predicador,” le dije, “lo mato”. Y estaba dispuesto a
hacerlo. Bueno, Israel y el predicador hablaron otro rato, pero al fin él se
fue y yo pensé que todo había terminado. Sólo que nunca fuimos a buscar
a los Dragones.
“Pero más tarde este predicador regresó y nos habló de esta gran
concentración para las pandillas que iban a realizar en Manhattan y cómo
debíamos venir. “Quisiéramos ir, predicador,” dijo Israel, “pero ¿cómo
vamos a pasar por el barrio chino?” “Les voy a mandar un autobús,” nos
dijo el predicador. Así que Israel le dijo que iríamos.
“Me imaginé que lo que decía no era muy sensato: cualquiera podía ver
que había una puerta de salida tras de la cortina.
“Allí estaba la puerta. Estaba abierta de par en par. Se podían ver las
luces de la calle y oí que un camión regador pasaba por la calle. Dentro
del auditorio algunos se estaban riendo. Sabían la treta que les estábamos
jugando. Mis muchachos me observaban, esperando mi orden para salir a
la calle.
“El tomó el dinero sin sorpresa ni nada, como si hubiese sabido siempre
que se lo iba a traer.
“Ustedes pueden ser diferentes,” nos dijo. “Sus vidas pueden ser
cambiadas.”
“Al día siguiente todos se daban vuelta para mirarme porque se había
corrido la voz de que Nicky había aceptado la religión. Pero otra cosa
ocurrió que me hizo saber que esta religión era la verdad. Los chiquitos
siempre huían cuando me veían, pero ese día dos muchachitos me
miraron por un minuto y luego se me acercaron. Querían que los midiera
para ver cuál de los dos era más alto; nada importante. Sólo que puse mis
brazos alrededor de ellos porque sabía que yo era diferente, aunque no se
manifestara excepto para los chiquitos.
“Luego, una semana más tarde uno de los Dragones vino y me dijo:
“¿Es cierto que no llevas armas más?” Le dije que era cierto y entonces él
sacó un cuchillo con una hoja de unos veinte centímetros y me tiró una
puñalada al pecho. Me puse la mano y detuve el cuchillo. No sé por qué,
pero él huyó, y yo me quedé allí mirando la sangre que me salía de la
mano. Recuerdo que la sangre siempre me enloquecía, pero ese día no.
Acudieron palabras a mi mente que había leído en la Biblia: “La sangre
de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.” Me rompí la camisa y
me até la mano y de ese día la sangre no me ha molestado más.”
La voz de Nicky, esa voz tensa, penosa, tartamudeante con la cual había
comenzado la historia, se había cambiado a medida que hablaba.
Gradualmente las palabras salían con más facilidad, los sonidos eran más
claros, hasta que hablaba con la claridad y facilidad de cualquiera en la
sala. Sólo que ahora Nicky mismo lo había comprendido. Se quedó allí en
la plataforma temblando, incapaz de seguir adelante mientras las lágrimas
le corrían por el rostro.
CAPITULO 12
Sabía muy bien lo. que era el reclutamiento. Cuando las pandillas
apenas comenzaban o cuando se reducía el número de sus componentes
por una razón u otra, cualquier muchacho de la vecindad quedaba sujeto a
una de las invenciones más crueles de las pandillas pendencieras. Sim-
plemente lo reclutaban: lo detenían en la calle y le decían que desde ese
momento era miembro de la pandilla y que tenía que participar en las
riñas y obedecer todas las órdenes de la pandilla.
¿Y si se negaba?
Le prometí que haría todo lo que pudiera. Para comenzar le dije que por
lo menos podría enviarle a Israel algunos cursos bíblicos por
correspondencia en la cárcel.
Fuera de orar nada podía hacer por él. Al escribir estas líneas, Israel está
todavía en la cárcel, este predilecto mío, de todos los muchachos que
conocí, este a quien quise desde el primer momento. Mi sentido de
frustración es hoy tan torturante como lo fue cuando comprendí por
primera vez mi incapacidad, mi insuficiencia frente a su crimen y su
castigo. Esperaba, eso es todo.
—¿Por qué? ‘
Me puse de pie detrás del púlpito esa mañana y miré los rostros de las
personas que conocía tan bien.
¡Qué maravilloso es vivir esta vida del Espíritu! Esa misma tarde
cuando regresé a la casa pastoral comenzó a sonar el teléfono. Uno de los
llamados era del estado de Florida, de un pastor que me decía que no
podía desechar un intense impulso de llamarme por teléfono y de
invitarme a que viniera inmediatamente y realizara para él una serie de
cultos de retiro. Recibí un llamado, luego otro, y antes de que pasara el
día me encontré comprometido a celebrar cultos por doce semanas
enteras por todo el país. En el espacio de tres semanas habíamos
guardado en depósito nuestros muebles y nos habíamos trasladado de la
casa pastoral a cuatro habitaciones en la casa de los padres de mi esposa.
Y luego partí. Por el resto de ese verano y parte del invierno siguiente
realicé campañas también en varias ciudades y pueblos del país. Tenía
que reírme de mí mismo: medía la distancia a cada nuevo sitio no desde
donde me encontraba en ese momento, sino desde la ciudad de Nueva
York. La ciudad me atraía como un imán. Siempre que me era posible
elegía cultos que me llevaran cerca de aquella ciudad inmensa,
congestionada, llena de angustia, que yo amaba en forma tan especial.
Fue un culto sencillo. Alguien leyó una carta del comisionado de policía
Kennedy instando a las iglesias a adoptar una postura más vigorosa en
asuntos que afectaban a los jóvenes. El señor Berg se puso de pie y habló
un poquito respecto de la labor que yo había estado haciendo. Luego yo
me levanté y hablé acerca de la dirección que yo pensaba que podía
tomar ahora el trabajo entre los jóvenes.
CAPITULO 13
Era una mañana borrascosa y gris de febrero, casi exactamente dos años
después de aquel otro día de febrero, cuando había vendido mi televisor y
me había lanzado a esta extraña aventura.
Me hallaba detrás de las puertas de vidrio del vapor que hace viajes a
Staten Island, sin comprender casi qué paso gigantesco acabábamos de
dar hacia el cumplimiento de mi sueño. El mar estaba agitado y la espuma
salpicaba el puente de la embarcación. Hacia estribor se divisaba a la
distancia la estatua de la Libertad, y me hallé pensando qué apropiado era
que pasara frente a ella todas las mañanas, puesto que iba a Staten Island
cumpliendo una misión específica y llena de esperanzas: alquilar oficinas
para nuestro nuevo programa destinado a poner en libertad a los jóvenes.
—Sé que lo que haces está bien, David—me dijo en una de nuestras
conversaciones telefónicas—. Pero yo me siento sola. Gary está
creciendo sin saber siquiera cómo eres.
—Me parece que tendremos que cancelar la serie antes de que podamos
medir realmente los resultados—le manifesté a nuestra comisión durante
una reunión especial convocada para estudiar la crisis.
El hombre asintió.
—Discúlpenos, pero tenemos una nota para usted firmada por Chase
Walker.
Los diez mil dólares se emplearon para pagar nuestra deuda, y también
para pagar fa segunda serie efe trece semanas, y para la película Vulture
on my veins, (Buitre en mis venas), relativa a los jóvenes adictos a las
drogas en Nueva York. Pero con este dinero adquirimos algo más que
una película y un programa de televisión. Adquirimos nuevo respeto para
este ministerio. Se nos hacía cada Vez más claro que la mano de Dios
apoyaba nuestro trabajo. Mientras nosotros dejáramos que él nos
dirigiera, podríamos disfrutar de milagros a lo largo de nuestra senda.
CAPITULO 14
Gwen vino a Nueva York tan pronto como finalizó el año escolar en
Pittsburgh. Hallé un pequeño departamento cerca de la oficina en Staten
Island. —No es exactamente el Hotel Conrad Hilton—le dije a Gwen al
llamarla por teléfono a larga distancia—pero cuando menos estaremos
juntos. Haz las valijas puesto que viajo a buscarte.
Así que Gwen vino a Nueva York. Apiñamos todos nuestros muebles en
cuatro cuartos, pero éramos inmensa mente felices. Gwen seguía de cerca
todos los aspectos de nuestro nuevo ministerio. Estaba particularmente
interesada en mi sueño de tener una organización de obreros que tuviera
el Centro de Rehabilitación como casa propia.
—Humm.
—¿No le preocupa?
Pero al examinar la casa uno podía darse cuenta de inmediato que ésta
había sido una mansión realmente espléndida. Tenía el edificio un
ascensor particular que iba al segundo piso. Había toda una sección
destinada a dormitorio de la servidumbre. El sótano era seco y sólido, así
también como las paredes. Recorrimos la casa, a través de aquellos tristes
escombros, silenciosos hasta que de repente, con una voz sonora y alta,
casi como si estuviese predicando, Harald Bredesen, el pastor de la
Iglesia Holandesa Reformada de Mount Vemon, dijo:
Cuando Dick Simmons habló con los propietarios al devolver las llaves,
les dijo francamente que el precio de 65.000 dólares quizá fuera
apropiado para ese edificio en perfectas condiciones, pero ¿habían visto la
casa últimamente? Los dueños rebajaron el precio. Dick continuó ha-
blando. Los propietarios bajaron un poco más. Antes de que los dueños
afirmaran con vehemencia que “¡no rebajarían ni un centavo más!” Dick
había logrado que rebajaran el precio a 42.000 dólares.
Por otra parte, si este edificio iba a ser para nosotros, ¿quién era yo para
objetar? Antes de dar otro paso más quería estar seguro de que
procedíamos según la voluntad de Dios.
“Pero Señor,” dije esa noche en oración, “si tú quieres que yo tenga ese
edificio puedes hacérnoslo saber con seguridad permitiendo que
recojamos esa suma en una sola tarde.” Esto era difícil en sí pero como
Gedeón hice las cosas más difíciles aún. “Y además, Señor, permíteme
que recolecte esos fondos sin tener que mencionar Cuánto necesitamos.”
Hice una pausa. “Y todavía,” dije, “haz que pueda recoger esa suma sin
hacer siquiera un pedido. Que sea algo que la gente quiera hacer de
propio corazón.”
“Amigos, no voy a hacer un llamado emocional. Quiero que esto sea del
Espíritu si es que va a hacerse. El sabe cuánto necesitamos. Me voy a
retirar ahora y bajo al subsuelo. Si se le ocurre a alguno darme dinero
para esta labor, tendré gusto en verlo.”
Pero antes de que ella saliera del cuarto, la puerta se abrió de nueve y un
hombre la abrió de par en par y la apuntaló con una silla; ’y la gente
comenzó a entrar, formando un continuo desfile. La persona que vino a
continuación era una señora de unos cincuenta años de edad y me dijo:
Cada uno parecía tener una cantidad específica que debía dar. Una
maestra de escuela, Pat Rungi, vine y me dijo: —David, yo no gano
mucho dinero, pero sí trabajo entre los jóvenes como usted lo hace. Y sé
centra qué tiene que luchar. Si me recibe un cheque con fecha adelantada
quisiera donar veinticinco dólares.
Días después discutía con nuestro abogado, Julio Fried, respecto del
costo de los trámites de hacer efectivo aquel pago por adelantado de
4.200 dólares.
—Pero será necesario remunerar a los otros abogados y luego hay ...
—Doscientos dólares.
—Gwen, tenías razón. Se necesitó una mujer para que nos señalara el
camino. ¿Te das cuenta de que al mes que me instaste a que diera el paso
de fe hemos reunido 12.200 dólares?
La fecha parecía distante. No tenía idea alguna del año tremendo que
nos esperaba, un año que nos tendría tan ocupados y a un ritmo tan
vertiginoso y presa de tanto asombro que la llegada del otoño, con el
vencimiento del pago de la segunda hipoteca por 15.000 dólares se
produciría con devastadora rapidez.
CAPITULO 15
Horas más tarde el último de los camiones estaba lleno. Seis camiones
de basura habían salido crujiendo de la casa cargados hasta el tope de
basura. El capataz vino y le preguntó a Pablo si todo estaba bien.
Fue este el mayor elogio que jamás recibiera nuestro trabajo. Es esta
Presencia que hace posible el proceso curativo del Centro. Este sentido de
su Presencia ha aumentado paulatinamente, pero su mayor crecimiento se
produjo cuando comenzamos a poner en acción nuestros sueños.
Como si fuese una respuesta a esta pregunta una mañana poco después
de haber puesto el edificio en una condición más o menos utilizable,
recibí un cable del Central Bible Institute, en la ciudad de Springfield,
Missouri, pidiéndome que fuera a dar una conferencia a dicha casa de
estudios. Acepte la invitación, viaje en avión a Springfield y lancé al
estudiantado el reto que presentaban las calles de Nueva York. Fue un
culto maravilloso en el cual todos sintieron la tierna manifestación del
Espíritu Santo.
Dos semanas más tarde comenzaron a llegar uno por uno. Llegaron con
sus valijas, torciendo el cuello y mirando hacia arriba. Estaban todos un
tanto asustados, yo creo, al observar las extrañas vistas de Nueva York, y
cuando los llevé arriba, a los dormitorios, que tenían la austeridad de un
cuartel, me di cuenta que se estaban preguntando en qué se habían
metido. He aquí el fragmento de una carta escrita por una de las jóvenes
poco después de llegar:
Mi querida familia:
Cariños.
—Querido—dijo Gwen—¡mira!
Era importante, según lo pensé, que los obreros supieran las razones de
este estado tan patético.
—¿Y saben lo que esta gente paga por esta casa de espanto?—
pregunté—. Veinte dólares a la semana; ochenta y siete por mes. Hice la
cuenta una vez: el propietario recibe una renta de novecientos dólares por
mes de este solo conventillo y casi todo ese dinero es beneficio neto. Es
común que los propietarios de estas viviendas logren un veinte por ciento
neto de utilidad por año de sus inversiones.
Por extraño que parezca, sin embargo, aunque esos muchachos nunca
parecían tener bastante dinero para comer, siempre contaban con lo
suficiente para una botella de vino.
del cambio que un día se produjo en su vida. Nos dijo que antes se había
sentido sola y con miedo y que parecía que la vida no la llevaba a ninguna
parte.
—¿Y el miedo?
—También.
—¿Y Cristo es para usted hoy más que una palabra hueca?
—Con frecuencia llega aquí gente que confiesa delitos que nunca ha
cometido. Pero si usted cree que ese muchacho está cuerdo, llévelo
arriba, a la oficina de los detectives.
Oración.
Trabajo personal en las calles de las 2:00 hasta las 6:00, cuando nos
reunimos en alguna calle para la cena que consiste en sándwiches
llevados en una bolsita de papel.
A la cama.
Se trata de Nicky. ¡Qué día fue aquél para mí cuando Nicky avanzó
tímidamente por la puerta de entrada del Centro de Rehabilitación del
brazo de una hermosa joven!
Y finalmente la encontramos.
Esa noche las muchachas ganaron. El culto terminó temprano sin que
observáramos resultados. Esta fue la presentación de Linda a sus futuras
amigas. Para dar cima a todo lo acontecido, supimos más tarde que esa
misma noche en la calle Segunda del Sur, se había perpetrado un
asesinato.
—Espere hasta ver lo que puede hacer el Espíritu Santo, Linda, antes de
tomar una resolución.
Desde ese momento las jóvenes de las pandillas buscaron a Linda para
que las aconsejara y ayudara. Elaine, por ejemplo, una de las muchachas
de una de las pandillas locales, vino a Linda con un problema muy común
que aqueja a las auxiliares; le dijo que el odio estaba envenenando su
vida. Yo conocía a Elaine. Era una muchacha dura, insensible. Uno podía
sentir el odio que destilaba su corazón. Era un problema tanto en la
escuela como en la casa. Si se le decía que se sentara, se ponía de pie; si
se le pedía que se pusiera de pie, se sentaba. Si se le decía que se quedara
en casa, salía; si se le pedía que saliera, nadie podía sacarla de su
habitación. Los padres de Elaine se dieron por vencidos y lograron de
alguna forma que varios de los parientes tuvieran a la chica de pensión
parte del año
Una tarde Elaine vino a ver a Linda. Linda me dijo más tarde que se
sentaron en la cocina para tomar refrescos y hablar. Las primeras palabras
de Elaine fueron para decir que había estado bebiendo mucho. Luego le
dijo a Linda que recientemente había comenzado a ir a fiestas
desenfrenadas. Estas fiestas eran inmorales desde el principio y empeora-
ban a medida que transcurrían. Le dijo que hacía algún tiempo había
perdido su virginidad, y que ahora el acto sexual era una rutina
aburridora. '
—¿Sabe por qué ella dejó de hacer esas cosas, David? —me dijo Linda
una vez—. Porque no la atraen más. Tenía otras cosas más interesantes
que hacer.
Y Elaine no era un caso aislado. Día tras día podíamos esperar ayudar a
jóvenes como Elaine con esta clase especial de cariño. Nunca me olvidaré
el día que Elaine se refirió específicamente a la cualidad del amor que
redime.
—¿Qué pasa?—preguntaron.
Las muchachas les dijeron que se fueran. No querían saber nada con
ellos. Esto despertó la curiosidad de los muchachos aún más que las
lágrimas e insistieron. —¿Qué estás tratando de hacer?—le preguntaron a
Linda— ¿Quieres quitarnos a las chicas?
Lo que con más frecuencia me asombraba en los obreros era que a pesar
de consumirlos un profundo deseo de servir a Dios, ellos mismos no se
convertían en personalidades tensas,
La cruz y el puñal _ dominadas
257 por excesivo
emocionalismo.
Es una lástima para el decoro que todas las payasadas y chistes pesados
no se limitan a los muchachos universitarios y a los demás jóvenes. Poco
después de la llegada de Nicky y Gloria, comenzamos lo que
denominamos Operación de Ayuda a las Pandillas. La iglesia Glad
Tidings posee un Centro de Retiro en el norte del estado de Nueva York,
una granja llamada Hidden Valley, (Valle Oculto). Durante las semanas
más calurosas del verano solicité permiso para llevar a unos cuantos de
los muchachos de las pandillas al Valle Oculto para que respiraran aire
puro. Nicky y su esposa nos acompañaron. También vino Lucky. Y
asimismo como una docena de otros muchachos del Centro de
Rehabilitación. Un viernes por la noche, Nicky y Gloria decidieron dar un
paseo antes de acostarse. Lucky y algunos de los muchachos me llamaron
aparte y me pidieron que participara en una broma.
Así que agarramos las velas, las encendimos y comenzamos a andar por
el camino que Nicky y Gloria habían tomado. Al poco rato los
encontramos de regreso a la casa.
Y fue entonces cuando de repente Nicky nos hizo reír a todos. Salió
de detrás del árbol con la esposa en brazos. —¡Yaya!—dijo en voz alta y
clara—. Yo tengo fe. Voy a confiar en Dios. Voy a confiar en que él me
ayude a huir.
Y así diciendo Nicky salió a la disparada con su señora a cuestas
hacia la casa dejándonos muertos de risa. Cuando regresamos hicimos
chocolate para Nicky y su esposa. Se necesitaron seis tazas de chocolate
para devolverles el coraje.
Creo que Dios determinó que durante esos primeros y largos meses de
nuestro trabajo en el Centro de Rehabilitación nunca encontráramos una
cocinera. Ensayamos todos los sistemas habidos y por haber para
alimentarnos, pero el que nunca funcionó fue el de tener una cocinera que
usurpara la despensa. De cualquier manera la cocina es siempre el
corazón de la casa. Y una verdadera cocinera tiene cierta forma de
echarlo a uno de la cocina a fin de realizar su labor con eficacia. De esta
manera lo echan a uno del corazón mismo de la casa.
—Creo que las oraciones suyas no dieron resultado esta vez. ¿Qué me
dice, David?—dijo uno de los pandilleros.
—Perdón—dijo suavemente.
Todas estas fuentes de ingreso, sin embargo, nunca podrían hacer frente
a los extraordinarios requisitos del Centro de Rehabilitación, tal como la
financiación original del edificio que tuvo que ser tratada como una crisis
y transferida a Dios.
Y ahora, cuando ya nos hallábamos de nuevo en marcha supe que nos
veríamos confrontados de nuevo con una crisis.
CAPITULO 19
Cierto día en las últimas horas de la tarde, María me llamó por teléfono
para decirme que quería verme.
Pero un día María y Juanito se pelearon. Lo primero que hizo María fue
comunicarse con un traficante de drogas y comenzar el vicio de nuevo. Al
poco tiempo había dejado otra vez el vicio. Pero ahora, yo estaba seguro
que me llamaba para decirme que había caído.
—¿Abandonó a Juanito?
—Nos peleamos.
—Son las drogas, David—me dijo—. ¡Es una ponzoña inspirada del
diablo! Es la muerte a plazos.
Días después las cosas empeoraron. María llamó a Linda por teléfono.
Le rogaba que la ayudara. Estaba a punto de caer en dificultades serias, le
dijo, y no sabía cómo dominarse. Se había puesto la tercera inyección de
heroína y se había tomado una botella entera de whisky. Y ella con la
vieja pandilla se dirigía a cierto lugar donde habría una pelea con una
pandilla rival.
Tardé cuatro años en darme una idea cabal de lo que yacía tras la
sencilla palabra “estupefacientes.” Pero el cuadro que finalmente surgió
ante mis ojos me dio vértigos.
Según las últimas estadísticas oficiales, hay más de treinta mil adictos
sólo en la ciudad de Nueva York, y estas estadísticas se basan únicamente
en las fichas de aquéllos que son hospitalizados', arrestados o internados
en alguna institución. Otros miles se inician en el vicio de la heroína
aspirándola o sorbiéndola por las narices o inyectándosela debajo de la
piel: miles de hombres, mujeres y niños condenados a lo que Linda llamó
vívidamente “la muerte a plazos.”
Hay suficientes jóvenes entre los adictos como para poblar una pequeña
ciudad: cuando menos cuatro mil. Aun más significativo, y más temible,
es el hecho de que aumenta el porcentaje de jóvenes adictos. Y esto,
naturalmente, tiene en cuenta el hecho de que todos los años centenares
de adictos dejan las filas de los muchachos mediante el simple proceso de
crecimiento.
Con fecha reciente los diarios a grandes titulares anunciaron que los
traficantes de estupefacientes operaban alrededor de los patios de recreo
de una de las escuelas de la ciudad. Esto no era nada nuevo para las
autoridades de la escuela. Sabían que la mayoría de los adictos a los
estupefacientes obtienen sus primeras muestras de drogas en las cercanías
de la escuela. A los alumnos de la escuela número 44 en Brooklyn se les
negó recientemente el privilegio de salir del edificio de la escuela durante
la hora del almuerzo. Los funcionarios educacionales consideraron que
esta medida era necesaria para la protección de los niños, tan prevalente
era el tráfico de estupefacientes en la vecindad. Los traficantes de
narcóticos esperan con audacia junto a las puertas de la escuela, y hay
ocasiones en que hasta entran a los patios de recreo.
—Eso sí que no, muchacho. Si quieres vender tendrás que encontrar tus
propios clientes—. Y esta frase encierra la razón en virtud de la cual el
hábito a las drogas se generaliza.
Esta agonía dura tres días completos. Y a menos que reciba ayuda, no
podrá resistir. Y aun con ayuda, las probabilidades están en la proporción
de nueve a uno de que jamás quedará libre de su hábito. Todos los años
tres mil quinientos adictos a los estupefacientes son admitidos en el
hospital del Servicio de Sanidad Pública de los Estados Unidos en
Lexington. Más de seiscientos médicos y personal procuran ayudar a los
enviciados a librarse de su hábito. Y sin embargo, veinte años de
estudios, llevados a cabo entre 1935 y 1955, demostraron que el 64 por
ciento de los adictos a las drogas regresaban al hospital. Y muchos más
retomaron a los estupefacientes sin volver jamás al hospital. Entre el 85 y
el 90 por ciento de los adictos, dice el doctor Murray Diamond, médico
en jefe del hospital, retoma finalmente a su hábito.
—Una vez que uno está enviciado, hombre—me dijo un muchacho que
había estado en Lexington—, está enviciado para siempre. Yo me procuré
una inyección a los cinco minutos de salir de ese lugar.
¿Qué le ocurre a los nueve de los diez adictos que no pueden dejar el
vicio? Se produce un deterioro físico doloroso y repelente. Karl, aun
cuando traficaba en drogas entre los muchachos más jóvenes que él, tenía
de su poder un boletín oficial presentado por el Departamento de Policía
de Nueva York el cual describe los efectos del uso continuo de
estupefacientes en el organismo:
CAPITULO 20
—David—me dijeron una vez tras otra—, hay dos hábitos de los que
uno tiene que deshacerse si está enviciado. Es el hábito físico y el hábito
mental. El hábito físico no es problema muy grande: uno sufre el
verdadero infierno durante tres días y soporta una tortura algo menor
durante otro mes y está libre. Pero el hábito mental, David,... es algo
terrible. Hay algo dentro de uno que lo obliga a enviciarse de nuevo. Es
algo fantasmal, horripilante, que le susurra a uno. Le damos nombres a
este fantasma: es el mono sobre las espaldas o el buitre en las venas. Y no
podemos deshacemos de él, David. Pero usted es un predicador. Quizá
este Espíritu Santo del que usted habla, él nos puede ayudar.
No sé por qué tardé tanto tiempo en comprender que ésta era en realidad
la dirección que debíamos seguir. Este entendimiento se produjo como
una evolución, que comenzó por un fracaso y terminó por un magnífico
descubrimiento.
Joe era un buen muchacho. Alto, rubio, en otra época había sido un
buen atleta en la escuela secundaria, y no se había enviciado por los
procedimientos generales.
—No será fácil, como usted sabe. Tendrá que privarse de la droga de
repente.
—Esa es la cosa. Todos dicen que es difícil de manera que tú estás aquí
sudando ante el solo pensamiento de lo que te espera. En realidad este
período no necesita ser así.
Sácame de la red que han escondido para mí, pues tú eres mi refugie.
Luego, al cuarto día, Joe pareció mucho mejor. Caminó por el Centro
sonriendo débilmente y diciendo que quizá había pasado lo peor. Todos
nosotros nos sentíamos felices. Cuando Joe dijo que quería volver a su
casa para ver a sus padres, yo albergué ciertas dudas, pero no había nada
que pudiera hacer , para detener al muchacho si quería irse. De manera
qué, sonriente y agradecido, Joe salió del Centro y caminó por la avenida
Clinton.
A la mañana siguiente nos enteramos que Joe había sido arrestado por
robo y por estar en posesión de narcóticos.
—¿Por qué no habla con los muchachos que han abandonado por
completo las drogas?—dijo Howard Culver—. Quizá ellos tengan la
clave.
Había varios muchachos con quienes quería hablar. Uno por uno los
llamé y escuché sus historias de liberación. Y todos hablaban de una
experiencia común.
CAPITULO 21
—El libro de los Hechos nos habla de cinco ocasiones diferentes cuando
la gente recibió esta experiencia—le dije—, y los primeros pentecostales
notaron que en cuatro de estas cinco ocasiones, la gente que fue bautizada
con el Espíritu Santo comenzó a hablar en otras lenguas.
3 Hechos 1:4-5, 8.
4 Hechos 2:1-4.
El padre Gary quería saber cómo era el hablar en lenguas. —Es como
hablar otro idioma. Un idioma que usted no entiende.
Uno por uno, le señalé al padre Gary los lugares en la Biblia en donde la
experiencia de hablar en lenguas siguió al bautismo en el Espíritu Santo.
Los discípulos hablaron en lenguas en Pentecostés; Saulo fue lleno del
Espíritu Santo después de su conversión en el camino de Damasco, y pos-
teriormente habló en lenguas, diciendo: “Doy gracias a Dios que hablo en
lenguas más que todos vosotros;”5 los miembros de la casa de Cornelio
fueron bautizados con el Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras
lenguas; los nuevos creyentes en Efeso fueron similarmente bautizados y
comenzaron a hablar en lenguas. “Aun en la historia del quinto bautismo,
en Samaría, Simón el mago vio que algo tan extraordinario ocurrió que él
también quiso tener para sí mismo ese poder y ofreció dinero para
recibirlo: “para que cualquiera a quien yo impusiere las manos reciba el
Espíritu Santo.”6 ¿No parece acaso lógico que la experiencia de que fue
testigo era también hablar en otras lenguas?
5
1 Corintios 14:18.
6
Hechos 8:19.
momento y en todo lugar que podía, puesto que vio personalmente cuánto
poder había en esa experiencia. Mi padre recibió el bautismo en el
Espíritu Santo cuando contaba veinticinco años de edad, y yo lo recibí
cuando tenía sólo trece; tres generaciones de Wilkerson predican este
mensaje en la actualidad.
Y uno tras otro los muchachos continuaron hablando, puesto que cada
uno quería contar lo que le había ocurrido a él. Tuvimos que hacer que se
turnaran para hablar uno por vez. Cuando el padre Gary partió una hora
más tarde, todavía murmuraba: “Sí, sí.”
Dijo que quería hablar de esta experiencia con algunos de sus amigos en
la Universidad Fordham. Yo sólo hubiera querido que se hubiese quedado
un poco más, puesto que esa misma noche otro muchacho recibió el
bautismo en el Espíritu Santo, y podría haber presenciado personalmente
esta experiencia.
—Yo no sé, David. Tengo que buscar aire fresco. No me siento muy
bien. •
“Si ustedes quieren este cambio, este poder y esta esperanza y esta
libertad en la vida, pasen al frente y pónganse de rodillas. Voy a
imponerles las manos en la cabeza como lo hizo San Pablo y algo les va a
ocurrir a ustedes como les ocurrió a los nuevos creyentes en la época de
Pablo. Ustedes van a recibir el Espíritu Santo.
Se puede decir que Roberto corrió hacia el altar. Agarró las manos de
Nicky y se las puso en la cabeza. Casi de inmediato le ocurrió a este
muchacho lo mismo que le había ocurrido a mi abuelo; comenzó a
temblar como si una corriente eléctrica circulara por su cuerpo. Cayó de
rodillas y otros muchachos se congregaron a su alrededor orando.
CAPITULO 22
Vez tras vez obtuvimos los mismos resultados. Harvey había sido
remitido a nosotros por los tribunales; había estado profundamente
enviciado con la heroína durante tres años, pero después del bautismo dijo
que la tentación lo había dejado. Juanito había usado heroína durante
cuatro años, y dejó el vicio con éxito después de su bautismo. Lefty, (el
Zurdo) había usado la aguja hipodérmica por dos años, y después de su
bautismo no sólo dejó los narcóticos, sino que decidió ingresar al
ministerio. Vicente había consumido heroína durante dos años hasta
recibir el bautismo en el Espíritu Santo, cuando abandonó por completo el
vicio, instantáneamente. Rubén había sido adicto por cuatro años. Con el
bautismo recibió también el poder de dejar los estupefacientes. Eduardito
había comenzado a inyectarse heroína cuando tenía doce años de edad;
quince años más tarde, aún usaba el narcótico y estaba al borde de la
tumba a causa de ello. El bautismo en el Espíritu Santo lo libertó del
vicio.
Estaba tan entusiasmado que averigüé ante las autoridades médicas a fin
de descubrir qué bases teníamos para hacer afirmaciones tan osadas. —
Ninguna—se me dijo francamente—. En Lexington, a un muchacho no se
lo considera curado hasta que han pasado cinco años sin usar el estupe-
faciente. ¿Cuánto hace que sus muchachos lo han dejado?
—Bien, eso es alentador. Deme detalles. Quiero saber algo más de ese
bautismo del que me habla.
Y entró. Rafael no fue el mismo desde ese día. Entregó su vida a Cristo
y más tarde recibió el bautismo del Espíritu Santo.
—¿Sabe lo que estoy pensando? Yo creo que estoy atrapado, sí, pero no
por la heroína. Estoy atrapado por el Espíritu Santo. El está en mí y jamás
me dejará ir.
Una de las promesas del Señor Jesucristo fue de que su Espíritu nos
conduciría a toda verdad. En esta promesa nos fundamentamos sabiendo
que algún día nos permitirá descubrir principios que podrán emplearse no
sólo aquí en la avenida Clinton sino en todos los Estados Unidos, en
dondequiera que la soledad y la desesperación hayan llevado a los
muchachos y muchachas a buscar alivio a sus problemas mediante una
jeringa, una sucia aguja hipodérmica y una tapita de botella.
Pero qué heroica diferencia entre las dos ocasiones. Esta vez María
oraba.
Miré a Linda que estaba sorprendida del cambio. —Eso es todo lo que
necesitábamos saber—dije en voz alta.
CAPITULO 23
—Catorce dólares.
Esa tarde hice algo que podía considerarse temerario. Convoqué a todos
los jóvenes, a todos los pandilleros, a todos los ex adictos a las drogas, a
los muchachos y chicas universitarios, a los miembros del personal y les
dije que no perderíamos el Centro. Hubo un gran regocijo. —Yo creo que
debemos ir a la capilla y agradecerle a Dios—les dije.