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Lucrecio

Una filosofía de la
liberación

Propósito:

En el presente trabajo monográfico se pondrá de manifiesto el propósito


principal del Rerum Natura: lograr la liberación del hombre de todos los miedos
que lo aquejan y le obturan la consecución del bien, el placer, que representa la
felicidad para el hombre; y a su vez los caminos para llegar a tal propósito, que
son la eliminación de tres miedos específicos: el miedo al destino, a la muerte y
a los dioses; poner a las claras que el fatum es sólo un producto de nuestra
ignorancia y de una imaginación desatada a su propia fantasía, y que todo, por
el contrario, está firmemente sujeto por leyes físicas y mecánicas; que la muerte
no significa nada para nosotros, y es en tanto no existimos; y que las deidades
nada tienen que ver con aquella imagen mítica y antropomórfica que los
hombres suelen asociar con ellas, plenas de venganza, de pasiones desatadas,
eternos e inmutables, cuando en realidad sólo son entidades física y materiales
como el resto de los cuerpos, aunque de una sustancia más sutil , llevando una
vida serena y en paz en algún punto del universo, apartados de los menesteres
humanos, dejando nuestro destino personal y nuestra historia colectiva en
nuestras manos.
Fin del hombre:

Analizaremos en detalle, en primer lugar, el τέλος de la filosofía epicúrea para


entender mejor por qué es de capital importancia eliminar esos tres miedos
específicos para conseguir la vita beata.

Para la filosofía de Epicuro el fin moral de nuestras acciones está


marcado por la búsqueda y obtención del placer, que constituye el bien último
del hombre: su posesión, de esta manera, supone la felicidad. Al decir de
Epicuro: “el placer es el principio y fin de la vida feliz1”. Sin embargo hay que tener
especial cuidado en no confundir este tipo de placer con el placer en movimiento
de los cirenaicos, para los cuales el placer era traducible a un movimiento
suave, en contraste con el movimiento fuerte, que denota dolor, de tal suerte
que la quietud, al no ser ni una ni otra, no era más que el sueño; en cambio,
para Epicuro, su modelo era “el sosegado placer en reposo (catastemático) que el
sabio siempre puede renovar en sí mismo, en esa interioridad cuyo dominio ejerce por
completo, substrayéndose de la servidumbre de las condiciones externas”2, en el cual
no se da ninguna mezcla ni de dolor ni de turbación, como en cualquier otro
movimiento. Así lo formula Epicuro: “el placer de que hablamos consiste en la
ausencia de sufrimiento físico y de perturbación del alma”3. La ausencia de dolor
debe darse, por consiguiente, tanto en el cuerpo como en el alma: cuando nos
referimos a la supresión del dolor corpóreo, hablamos de ἀπονία; y cuando nos
referimos a la imperturbabilidad del alma, hablamos de ἀταραξία. Estar por
encima del acervo dolor físico y mantenerse imperturbable ante toda borrasca

1
Epicuro, Obras completas, Altaya, Barcelona, 1995, p. 57.
2
Rodolfo Mondolfo, La conciencia moral de Homero a Demócrito y Epicuro, Eudeba, Buenos Aires 1997,
p. 37
3
Diógenes Laercio X 130, citado por C. García Gual N. (1970). Epicuro, el liberador. Estudios Clásicos,
(61), Madrid p. 399.
espiritual es signo de la conquista de tres miedos persistentes: al destino, a los
dioses y a la muerte.

La felicidad debe ser entendida, entonces, como la ausencia de dolor en


el cuerpo y de perturbación o miedo en el espíritu, y ella es el fin de la acción
moral. Lucrecio sintetiza esta postura de la siguiente manera:

“¡Ay pobres almas de los mortales, ay corazones cerrados! ¡En qué tinieblas la
vida y en qué grandes peligros pasa este tiempo sea el que sea! ¡No ves que por su parte
la naturaleza no ladra otra cosa sino que el dolor apartado del cuerpo se aleje de la
mente, y que el alma, libre de pena y cuidado, disfrute de una sensación de alegría!”. (II,
14-19)

La misión epicúrea, a cargo de nuestro poeta latino, será abrir el sendero


que lleve al hombre a la felicidad, clarificando ignorancias, es decir, desterrando
miedos. Queda mostrar cómo logra su cometido en los siguientes apartados.

Miedo al destino y a los dioses:

Los hombres, cuando carecen de conocimientos teóricos acerca del


mundo y por tanto son incapaces de entender las causa naturales de los
fenómenos físicos, dan una única respuesta al enigma abierto por los hechos
incomprensibles: fue obra de los dioses. El atribuirle indiscriminadamente toda
acción causal a las deidades, que son imperfectas, que son pasionales, que
rebosan de lujuria y malas costumbres, como queda asentado a lo largo de toda
la mitología clásica, es en buena medida la causa de todas las penas que
atosigan al género humano:

“¡Oh raza desdichada de los mortales, cuando atribuyó tales acciones a los dioses y les
endosó amargos enfados!” (V, 1194-1195)
Antes de abocarse a la comprensión de la realidad y su estructura,
cuando se sentía en presencia de unos seres etéreos y perfectos, observaba la
inmensidad de los cielos y se le llenaba el pecho de una angustia religiosa, y
sentía que las deidades todo lo podían; la inocencia supina de estos hombres era
capaz de atribuirle todo a ellas, henchido el corazón de miedo. Tenemos ricas
imágenes que dan cuenta de este estado, como la típica del marinero
sucumbiendo ante los terrores del naufragio e implorando la salvación a unos
dioses con los oídos despiertos. El primer paso que deberá dar nuestro poeta
será, por tanto, desterrar los miedos que producen el destino y las deidades, las
causas más pertinaces de sus congojas.

Testimonia ya en los primeros versos de su obra que las falsas


concepciones de la tradición, o más precisamente de la religión, no son de
ningún modo inofensivas o inocentes; por el contrario, atenta contra la
felicidad. Es categórico en este sentido:

“La religión provoca actos criminales e irreverentes”. (I, 82)

Para ilustrar su aserto narra el trágico hecho de Ifigenia en Aúlide, donde


su padre es capaz del acto más abominable (sacrificar a su propia) para que sus
barcos lleguen con éxito a Troya. La atrocidad dejó un verso memorable, lleno
de indignación:

“¡Maldades tan grandes fue capaz de promover la religión!” (I, 101)

Esta críticas están enmarcadas en una Roma supersticiosa, donde la


religión legislaba todos los actos de la vida civil y doméstica, y en donde era
necesario recurrir a la disciplina para la realización de cualquier empresa, esto
es, el escrutinio de las entrañas de ciertas bestias o del vuelo de las aves, para
conocer así la voluntad de las deidades, las cuales eran plenipotenciarias en
algún dominio específico, es decir, en alguna región o dominio de la realidad
cósmica. Ellas se relacionaban, como dijimos, con fuerzas de la naturaleza que
escapaban al entendimiento, lo que dejaba al hombre al mero intento de
reconciliar la voluntad de las divinidades con sus propios propósitos, pidiendo
misericordia entre temblores. No tenía otro lugar el hombre que el de un ser
pasivo a la merced del destino.

Frente a estos hechos de horror e impiedad, así como de impotencia, la


filosofía tenía un cometido encomiable: ser como un rayo de luz que disipara
las brumas del entendimiento; y para barrer esas tinieblas debía explicar a la
naturaleza en su totalidad:

“Porque ese miedo y esas tinieblas del espíritu es menester que las despejen no los rayos
del sol ni los dardos luminosos del día sino la contemplación y doctrina de la
naturaleza”. (I, 146, 148)

Lucrecio partirá de la física para llegar al fin ético, su objetivo.

Así el punto de partida de su especulación es el siguiente principio físico:


“nullam rem e nihilo gigni divinitus umquam”, que nunca nace nada de la nada
por obra de las divinidades. Como ya señalamos, los hombres se encuentran
acobardados por la religión y de ahí que sean tan propensos a suscribir
cualquier cosa que escape de su comprensión y a su limitada experiencia a las
deidades:

“Y es que a todos los mortales los envuelve el miedo ese de que ven que en la tierra y en
el cielo se producen muchas cosas sin que puedan ellos de ninguna manera acertar a ver
las causas de tales acciones, y piensan que suceden por gracia divina”. (I 151-154)

Este principio básico sirve para demostrar que cuanto sucede en el


universo se realiza mecánicamente, por leyes naturales, sin ninguna
intervención de las deidades, que sobra cualquier explicación que se pretenda
finalista:

“Por esto, cuando hayamos visto que no hay cosa que pueda originarse a partir de nada,
arrancando entonces de ahí contemplaremos ya con más acierto lo que estamos
persiguiendo: de dónde cabe que se origine cada cosa y de qué modo cada una se produce
sin la actuación de los dioses” (I 155- 160)
La argumentación urdida por el poeta para afirmar y consolidar su
primer principio lo lleva a considerar qué consecuencias tendría en el ámbito
biológico negar este principio:

“Porque si se produjeran a partir de nada, de cualquier ser podría nacer


cualquier linaje, nada necesitaría simiente. Del mar para empezar podrían surgir los
hombres, de la tierra el escamoso linaje, y los volátiles brotarían del cielo”. (160-163)

Deberíamos dejar de lado también las regularidades naturales, y no


podríamos explicar ningún nexo entre los fenómenos que se dan
periódicamente:

“Y esto otro: ¿por qué vemos diseminarse en primavera la rosa, con los calores
los trigos y a la invitación del otoño las vides…” (I 173-175)

Por fuerza también hay que afirmar que así como es imposible que algo
surja de la nada, también lo es que vuelva a ella, pues las cosas son compuestos,
y como tales, al disolverse, deben volver a sus partes elementales, atómicas:

“A esto se añade el que la naturaleza deshaga luego cada cosa en sus propios
corpúsculos sin dejar ningún ser eliminado hasta la nada” (I 214-216)

Para apoyar este aserto imagina dos problemas peliagudos: si las cosas
fueran mortales en su totalidad desaparecerían como si nos la sacaran de la
vista, y no tendría lugar ninguna fuerza que disolviera el compuesto a sus
partes elementales; nos quedaríamos sin nada, con mero vacío. E hilando más
fino: una vez que la vejez consuma la materia ¿de qué lugar saldría la nueva
materia para renovar las especies?

“Porque si algo fuera mortal en todas sus partes, tal cosa en particular desaparecería
como si la quitaran de nuestra vista” (I 218, 220)

En rigor la naturaleza está compuesta por unos cuerpos que son


irreductibles a otros componentes, es decir, primarios, por no provenir de
ningún otro lado que de ellos mismos, y por lo mismo, indivisibles. Son los
átomos, llamados primordios (rerum primordia), o cuerpos ciegos, es decir
invisibles (corporibus caecis igitur natura gerit res). Pero la naturaleza no está sólo
compuesta por átomos, sino que hay lugares que no están ocupados por ellos,
que no están permeados por los átomos, que tienen por nombre vacío.
Necesitamos de él para explicar el movimiento local de los cuerpos, porque si
prescindiéramos de él, los cuerpos, a dondequiera que se dirijan, se chocarían
contra otros cuerpos, y sería imposible el movimiento. Lucrecio, para demostrar
que los cuerpos, que en apariencia son compactos, en verdad son porosos, echa
mano de ciertas imágenes sugestivas: el frío que cuela hasta los huesos o el
sonido que atraviesa las paredes. De no haber vacío, los corpúsculos no
tendrían espacio para pasar, sentencia Lucrecio, y tendríamos sólo materia
apelmazada...

La realidad así está constituida por dos elementos últimos: átomos y


vacío, la cara y la contracara de una única substantia extensa. Podría afirmarse
que estamos ante un monismo bipolar, con su aspecto positivo (átomo), y su
aspecto negativo (vacío), así como pluralista, en tanto postula la existencia de
múltiples átomos que se agrupan para formar compuestos. Todo cuerpo o es un
elemento de las cosas o es una combinación de ese elemento junto con otro, esto
es, las cosas derivan de los átomos, que se caracterizan por ser sólidos y
compactos4. Así lo expresa Lucrecio:

“(...) se dan cosas que constan de cuerpo sólido y eterno; tales cosas enseñamos que son
las simientes y los primordios de los seres, de donde ahora tomará consistencia el
conjunto todo de los seres producidos.” (I, 499, 502)

Al ser sólidos los átomos excluyen de sí al vacío, y como no dependen de


otro elemento, son eternos. Los compuestos, en cambio, albergan vacío, lo que
los expone a ser desbaratados, a ser disueltos, a perecer. Están condenados por
su misma constitución derivada, no elemental. Una u otra fuerza terminará por
romper aquellos lazos que unen al compuesto, para llevarlo nuevamente a sus
partes elementales.

4
Cappelletti Ángel, Lucrecio, La filosofía como liberación, Monte Ávila, Caracas, 1987, p. 97
Se hace evidente ahora que el conjunto de la materia no constituye en su
conjunto una masa sólida y compacta, como los elementos atómicos. Los
cuerpos crecen y se gastan. Pero el conjunto, la masa total, no disminuye ni un
ápice: los elementos que abandonan el compuesto, empequeñeciéndolo, van a
formar parte de otro, acrecentándolo. El total de la materia se rejuvenece
ininterrumpidamente. Los hombres se pasan la vida, generación a generación
los vivientes se suplantan y se pasan la antorcha de la vida como en las
olimpiadas:

“Así se renueva constantemente el conjunto de los seres y viven unos tras otros por
turno los mortales, crecen unos pueblos, menguan otros, y en breve espacio se suceden
las generaciones de los vivientes, y como corredores se van pasando la antorcha de la
vida”. (II 75-79)

En cuanto al movimiento de los átomos hay que resaltar que no sólo se


mueven incesantemente sino que también ignoran el descanso; el espacio para
los epicúreos, en efecto, carece de límites, y se extiende infinitamente en todo
sentido, por lo que los átomos no tienen ni a dónde dirigirse ni a dónde reposar:

“Cuanto mejor compruebes que los cuerpos de materia todos se agitan, ten presente que
en el conjunto nada es el fondo de todo y que los cuerpos primarios no tienen donde
asentarse, porque hay espacio sin fin ni medida, y que la inmensidad se extiende en
todas direcciones ya lo hice ver extensamente y quedó demostrado con fundamento
seguro”. (II 89-94)

Los primordios, que se mueven a perpetuidad, van cayendo al vacío


constantemente a la misma velocidad, porque las diferencias de velocidad se
dan en relación a los distintos medios que presentan resistencia a los cuerpos, y
esto genera un gran problema: ¿cómo se encontrarán o se pondrán en contacto y
chocarán entre si los átomos, formando así los cuerpos y los mundos? Postula la
existencia de un pequeño movimiento, que llama desviación o clinamen.
Gracias a su peso, los átomos que venían cayendo en línea recta, en un
instante no determinado ni previsible, en un lugar recóndito e indeterminado se
desvían de su trayectoria fatal:

“Cuando los cuerpos se arrastran por el vacío en derechura hacia abajo a causa de sus
propios pesos, en un momento indeterminado por lo general y en un lugar
indeterminado por lo general y en un lugar indeterminado empujan un poco fuera de su
sitio, lo suficiente para poder afirmar que su movimiento ha cambiado”. (II, 217-220)

Si bien es una especie de deus ex maquina, no quiere contrariar a los


hechos, por lo que afirma que no se dan grandes movimientos oblicuos que no
atestiguamos en la realidad, sino que pequeños y mínimos, es decir
imperceptibles para nuestros sentidos. En verdad apela a esta noción de
clinamen más que para explicar el encuentro entre átomos para formar los
cuerpos (podría haber apelado a otra explicación, como en el caso de
Demócrito) para dar razón y fundamento a la libertad de los hombres. Si todos
los movimientos de los átomos estuvieran rígidamente determinados por otros
movimientos anteriores y no hubiera un mínimo de libertad que rompiera los
vínculos de la fatalidad, no podría explicarse la libertad que disfrutan los
hombres en sus acciones:

“En fin, si un movimiento se enlaza sin parar con otro y del antiguo surge uno nuevo
en determinado orden sin que los primordios al desviarse ocasionen algún inicio de
movimiento que quebrante las leyes destino a fin de que una causa no siga a otra
indefinidamente, ¿de dónde en la tierra les viene a los vivientes esa decisión? ¿De dónde
sale, insisto, esa decisión desligada del destino gracias a la cual nos dirigimos adonde a
cada uno lo arrastra su gusto, y torcemos además los movimientos, y no en tiempo
determinado ni en dirección determinada sino adonde por propia cuenta nos lleva
nuestra mente?”. (II, 251, 258)

La libertad humana se testimonia para Lucrecio por medio del plano


físico, que es el plano de la experiencia cotidiana. A través del clinamen el
espíritu humano retira de sí las ataduras materiales que lo conducirían a obrar
coaptado:
“el peso impide (…) que la mente, para hacer toda cosa, no contenga en sí una necesidad
interna ni se vea por una suerte de atadura obligada a sobrellevar y padecer, eso lo
consigue la pequeña desviación de los principios en dirección indeterminada y en
momento indeterminado” (II 288, 293)

Así también desaparecen los soberbios amos de la naturaleza, es decir,


cualquier figura divina que oficie de regente del universo, de cualquier fuerza
supra-natural que ordene o rija las cosas:

“Si de ahí lo que bien aprendes en ti guardas, la naturaleza aparece libre al punto,
desembarazada de señores orgullosos, haciendo todo ella sin participación de dioses” (II,
1090- 1903)

Se hace posible concebir una naturaleza que realiza de manera mecánica


todo por sí misma, sin intervención divina. Quedan despatriados no sólo los
dioses antropomórficos sino también la idea de Demiurgo platónico y sus
derivados. A pesar de esto los dioses existen, aunque de una manera harto
distinta: apartados de todo ajetreo mundanal, llevan una existencia plácida e
imperturbable, útiles como modelos ético-morales.

Y en un universo en donde todo se produce espontáneamente, por la


unión y separación de átomos, sin opifeces de ninguna clase, al mundo que
habitamos no podría corresponderle otra suerte que la misma que le toca a
todas las cosas: no fue creado al instante por intervención divina, sino que poco
a poco, siglo a siglo, átomo a átomo fue convirtiéndose en lo que es; y así como
creció, debe declinar, ir corrompiéndose vertiginosamente hasta llegar a su final
como compuesto, y perecer, hasta retornar como algo distinto de lo que fue.

“y no capta que todas las cosas poco a poco se descomponen y vienen a parar al ataúd al
agotarse en la vieja pista del tiempo” (I 1772-74)

De este modo queda manifiesto que la finalidad del rerum natura es


visiblemente terapéutica, y la ciencia física expuesta en sus páginas es un medio
para despojar al hombre de los miedos que lo aquejan. Si su sistema mecaniza el
funcionamiento del cosmos es para aseverar que la fatalidad y la intervención
divina son sólo quimeras que nada real significan.

Miedo a la muerte:

Resta el último golpe filosófico que Lucrecio dirigió contra el postrer


miembro de la tríada de miedos humanos: el miedo a la muerte. Un miedo que
perturba agudamente, sin descanso, al pobre género humano; por eso tendrá
que aclarar la naturaleza de la mente y el alma para disolver el pavor que nos
sobrecoge:

“Parece que tengo que aclarar en mis versos la naturaleza del espíritu y del alma, y
echar fuera de cabeza al consabido miedo del Aqueronte que de raíz altera la vida
humana manchándolo todo desde su asiento con el negror de la muerte, sin dejar que
haya gozo limpio y puro” (III 33-40)

El miedo a la muerte es productor de grandes calamidades para los


hombres: la traición a la patria, el olvido de la pietas, i.e, el amor y reverencia a
los dioses y a los mayores, y la paradójica búsqueda de la muerte misma.

La estrategia lucreciana para despatriar el miedo a la muerte consiste en


cuatro pasos: 1) la mente se reduce al cuerpo y constituye una parte de mismo;
2) el alma también es de naturaleza corpórea y forma parte del cuerpo; 3) el
alma y la mente constituyen una única sustancia5

La mente (mens, animus) es la sede del pensamiento, sin dejar por ello de
ser parte del cuerpo humano, como las manos, los dedos, o cualquier otra
extremidad u órgano:

“Primeramente afirmo que el espíritu, al que a menudo llamamos ‘mente’, en donde


reside la guía y el gobierno del vivir, es una parte del hombre en no menor grado que
manos y pies y ojos” (III 92-95)

5
Cappelletti Ángel, Lucrecio, La filosofía como liberación, Monte Ávila, Caracas, 1987, p. 180
Asimismo el alma es una parte del cuerpo como la mente, y se integra al
todo orgánico con las otras partes:

“ahora para que puedas reconocer que también el alma está en los miembros...” (II, 11

El alma no pasa a ser más que otro órgano del cuerpo humano, formado
por aire y viento cálido, a la manera homérica, el cual se escapa en el último
momento de la muerte del cuerpo:

“Hay por tanto un vapor y un viento vital en el propio cuerpo que abandonan nuestros
miembros al morir” (III, 127-128)

Alma y mente tienen el vínculo estrecho que supone ser una única
sustancia, aunque diferenciadas: la mente es aquella parte que regla y comanda
al cuerpo como pensamiento, mientras que el alma está subordinada a ella,
dispersa a su vez a través de todo el cuerpo.

“Afirmo ahora que espíritu y alma se mantienen trabados uno y otra, entre los dos
hacen una sola naturaleza, pero que es como lo principal y señorea sobre el cuerpo
entero esa guía que llamamos ‘espíritu’ y ‘mente’”. (III, 136-139)

Propio de una sustancia corpórea es la mortalidad, y por tanto corpórea


y mortal es la sustancia del hombre en su totalidad. Está sujeta a toda clase de
enfermedades, accidentes y desórdenes; y así la muerte acomete contra ella
como con cualquier otro cuerpo. No hay ultramundo posible, sólo una
descomposición y recomposición incesantes

Insistiendo: si la mente es parte del cuerpo, como un órgano más, al


morir el último debe morir también ella misma al separarse, a la manera que
mueren las demás partes orgánicas del cuerpo humano, como una mano, que ni
siquiera puede llamársela órgano del cuerpo una vez amputada. La fuerza vital
tanto del cuerpo como del alma sólo puede darse en conjunto, sólo funciona
juntas:

“Y puesto que la mente es una sola parte del hombre y permanece fija en un lugar
determinado, tal como son los oídos y los ojos y cada uno de los otros sentidos que
gobiernan la vida, y tal como manos y ojos o narices no pueden, cortadas aparte de
nosotros, ni sentir ni ser, sino que desempeñan un tiempo tal servidumbre, asi el
espíritu no puede por sí solo darse sin el cuerpo”” (III, 545-555)

A continuación Lucrecio enumera una serie de pruebas contra la


inmortalidad del alma que inhabilitarían la tesis contraria, de la cuales sólo
mencionaremos algunas:

El romano se pregunta, sin poder contener la sorna de quien se sabe en la


verdad, cómo es posible que el alma inmortal, a la hora de morir, no se llene de
júbilo como la víbora que cambia de atavío periódicamente, en lugar de
quebrase en lágrimas y lamentos, como aquel que muere para nunca más
regresar. Así también, si el alma fuera de naturaleza inmortal, y al momento del
nacimiento pudiera unirse al cuerpo, debería no obstante recordar toda su vida
pretérita; pero si no hay vestigio de ningún recuerdo, es como si hubiera muerto
¿y qué sentido tendría afirmar que esta alma es idéntica a la anterior, y no más
bien una nueva creada en el mismo momento del parto? O si aceptáramos la
tesis según la cual el alma es inmortal y transmigra de cuerpo en cuerpo ¿cómo
se explica que las distintas especies trasmitan sus caracteres propios, i,e, por
qué siempre son feroces los leones, astutas las zorras, tímidos los ciervos, o que
no se mezclen los hábitos y se confundas los rasgos, de tal suerte que un halcón
se asuste de una paloma y un perro fiero se escape ante un ciervo? Lucrecio
lleva esta imagen hasta el punto más recóndito de lo absurdo: se imagina a las
almas inmortales expectantes ante los partos que se producen, peleando entre sí
para ver quién ingresa primero al cuerpo naciente…

Tras definir qué es la mente y cómo está sometida a la mortalidad,


Lucrecio puede afirmar que la muerte no representa nada para nosotros, los
humanos, porque para que el sujeto padezca más allá de la vida tiene que
persistir su yo6 ; pero como la muerte destruye el alma, también así disuelve la
identidad de su yo; y por lo mismo cualquier temor a la muerte pierde su

6
El yo es constituido por la autoconsciencia, es decir, el pensamiento, que se da en el espíritu, que es la
parte que comanda.
sentido, pues a quien no existe no le cabe ser desdichado, y que haya nacido o
no, debería serle indistinto:

“Porque, si acaso nos esperan desdichas y dolores, debe también en ese tiempo de
entonces estar aquel al que le podría ocurrir algo malo; puesto que la muerte evita tal
cosa e impide que esté aquel al que podrían juntársele tales inconvenientes, podemos dar
por sentado que nada hay que temer en la muerte, que no puede llegar a ser desgraciado
quien no está ya, y que ello ya no se diferencia de no haber nacido en ningún momento,
una vez que la muerte inmortal suprime la vida mortal .” (III, 826-869)

Aquí Lucrecio sigue de cerca la sentencia de Epicuro: “Acostúmbrate a pensar


que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y todo mal residen en la sensación
y la muerte es privación de los sentidos(…) Nada temible hay, en efecto, en el vivir para
quien ha comprendido realmente que nada temible hay en el no vivir “7

Hasta aquí vimos los argumentos que el poeta utiliza para desbaratar el
miedo a la muerte misma, pero aún queda el miedo a lo que está más allá de la
muerte, el pánico de ultratumba, y de la escatología que se le relaciona.

El miedo a las penas que nos aguardan inflexiblemente tras la muerte es


en verdad hacia las imágenes de nuestra vida presente:

“Y por supuesto, cada una de las cosas que proclaman que hay en el Aqueronte insondable, las
tenemos todas en la vida.” (III 978-979)

El mito es una proyección fantasiosa de nuestros propios miedos


personales: la tortura de Sísifo, v.g es la de aquellos que buscan el poder,
padecen en su búsqueda, y terminan por nunca conseguirlo. Las Furias o el
Cancerbero son sólo imágenes formadas por nuestros remordimientos por
crímenes realizados, más allá de su castigo efectivo. El poeta interpreta los
muchos mitos como una interpretación proyectiva de nuestros miedos y
ansiedades más íntimas, es decir, son una reconversión fantasiosa de nuestras
angustias y miedos.

7
Epicuro, epístola a Meneceo, citado por Luis Antonio de Villega, Biblioteca de clásicos para uso de
modernos, Gredos, Madrid, 2008, p. 105
El temor a la muerte es producto directo de nuestra ignorancia sobre la
naturaleza de las cosas: solamente el conocimiento racional de la estructura de
la realidad puede salvar al hombre de su angustia ante la finitud; solamente el
saber racional puede conducirlo a la felicidad y a una vida serena. Los hombres,
al desconocer a la naturaleza, no entienden la fuente de sus aflicciones; si la
entendieran, sabrían que la única vía es penetrar en los arcanos de la naturaleza,
y aceptar la irracionalidad de querer vivir a cualquier precio, por temor a la
muerte.

En terribles palabras, Lucrecio asegura que por más tiempo que


prolonguemos nuestra vida, siempre, sin evasión posible, nos aguarda la
muerte al final del corredor; y que el no-ser, que negamos, sobrepasa
infinitamente a nuestro ser, haciendo indistinta la muerte del que murió hoy del
que murió ayer, anegados ambos por la inexistencia:

“Cabe por tanto alcanzar estando vivo todos los siglos que se quiera, no menos por ello
la muerte seguirá siendo eterna, ni aquel que en el día de hoy llegó al final de su vida
estará sin ser menos rato que el otro que falleció muchos meses y años antes” (III, 1089,
1093)

La muerte, a fin de cuentas, envuelve a todos los cuerpos del universo, y


el hombre, como un mero compuesto más entre compuestos, deberá aceptar
este hecho irremisible para salvarse del dolor y de la angustia que provoca la
ignorancia, siguiendo el camino de inspección de la naturaleza, trazado por
Lucrecio, debiendo abdicar del pavor de la muerte, como así también del pavor
de las deidades y de a fatalidad.

Conclusión:

A través del recorrido por algunos pasajes de la obra lucreciana hemos


podido constatar nuestra tesis inicial: que el rerum natura tiene como finalidad
última, si bien en una lectura ingenua podría creerse que se trata de un libro de
física, una terapéutica del alma, es decir, una ética que se propone aliviar al
hombre del enorme peso de sus miedos físicos y mentales, que lo sumen en una
vida desdichada y angustiante: el miedo a las deidades, a la fatalidad y a la
muerte, para llevarlo a la meta de toda aspiración: la Εὐδαιμωνία, es decir, la
dicha o felicidad, o lo que los latinos y medievales llamaron vita beata o
beatitudo, por medio de la obtención de la ἡδονή epicúrea, (placer en nuestro
español, y voluptas en nuestro autor) en donde el cuerpo ya no siente dolor, ni el
alma perturbación. Así nuestro Lucrecio, siguiendo el legado de su maestro,
abrió un camino transitable para las almas que se quieren libres y sin el peso de
la superstición y el desatino intelectual.

Bibliografía:

Para las citas de Lucrecio nos valimos de la siguiente edición:

-Lucrecio, La naturaleza, traducción Gredos Madrid, 2016. Traducción de Francisco Socas

Nuestro análisis es deudor del libro del Prof. Ángel Cappelletti

:-Cappelletti Ángel, Lucrecio, La filosofía como liberación, Monte Ávila, Caracas, 1987

Para el resto de notas a pie de página:

-Luis Antonio de Villega, Biblioteca de clásicos para uso de modernos, Gredos, Madrid, 200

-Rodolfo Mondolfo, La conciencia moral de Homero a Demócrito y Epicuro, Eudeba, Buenos


Aires 199

-C. García Gual N. (1970). Epicuro, el liberador. Estudios Clásicos, (61), Madrid p. 399.

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