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Del sujeto y la verdad

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Colección PERSPECTIVAS

Directores
Ramón Rodríguez
Vicente Sanfélix

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Del sujeto y la verdad
Ramón Rodríguez

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© Ramón Rodríguez

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Vallehermoso, 34 - 28015 Madrid
Teléf.: 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995838-7-7

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Ìndice
Prefacio
I. Hacia un concepto hermenéutico de sujeto

1. Introducción: los ava tares contemporáneos de la subjetividad

2. Nihilismo y filosofía de la subjetividad

3. El cogito y los límites de la reflexión

4. La hermenéutica del sí mismo en Ser y tiempo

5. La ontología existencial y la cuestión social de la identidad

6. Tiempo e identidad

7. ¿Una concepción hermenéutica de la subjetividad?

II. Hermenéutica y verdad

8. Introducción: el replanteamiento hermenéutico de la verdad

9. Las paradojas de una filosofía mundana

10. Aristóteles y la verdad antepredicativa

11. La ontología hermenéutica, entre la defensa y la superación del escepticismo

12. Reflexión sin espejo: la verdad de la hermenéutica

Nota final

6
Prefacio

7
El replanteamiento y la revisión de la tradición filosófica es una constante del
pensamiento contemporáneo que une, de manera paradójica, un incoercible afán de
originalidad con una notable disminución de fuerza creadora, al menos si se toma como
referencia esa primera mitad del siglo XX, de la que sigue intelectualmente viviendo. El
sujeto y la verdad, dos conceptos que recogen en su propio sentido la manera filosófica
de instalarse en el mundo y que concentran como pocos las vicisitudes de la filosofía
desde su nacimiento, son un buen ejemplo de esa revisión exhaustiva. Objetos
predilectos de la crítica desde hace ya muchos años, han sido ocasión preferente para dar
expresión a las necesidades de transformación radical de un pensamiento que creía con
ello acompañar los cambios de una época, considerados sin parangón. La conciencia,
extendida en algunos ámbitos filosóficamente influyentes, de que esos cambios marcan el
final de un largo recorrido, hasta el punto de poder caracterizar nuestro tiempo como una
época final, alimentaba la idea de que la obligación del pensamiento de hacerse cargo de
su situación comportaba antes que nada pensar aquello que llegaba a su fin –unas
determinadas categorías, la modernidad, la metafísica o la filosofía misma. La
sobreabundancia, durante un cierto tiempo, del prefijo post–, aplicado de manera
generalizada tanto a formas sociales como a categorías filosóficas, artísticas, literarias,
religiosas (o a la época en su totalidad: postmodemidad) cumplía bien ese cometido de
destacar en la situación a la vez el rasgo dominante que terminaba y la novedad que se
abría, pero también daba a entender que la labor del pensamiento quedaba marcada por
un irremediable “después de...” El sujeto y la verdad, categorías decisivas de la tradición
de la filosofía, han sido, y quizá lo sean aún, candidatos permanentes a llenar el hueco
tras el prefijo o los puntos suspensivos.
Sometidos a permanente revisión, siguen, sin embargo, constituyendo puntos de
anclaje sin alternativa para el pensamiento, que no ha encontrado aún, ni siquiera en las
formas que explícitamente los rechazan, una posibilidad real de prescindir de ellos. Este
es uno de los “resultados” del presente libro, que no se ha escrito para “demostrar” tal
cosa, sino que más bien, frecuentando largamente un estilo de pensamiento tan crítico
con ambos conceptos como es la hermenéutica, se ha encontrado con él.
El conjunto del libro se mueve, en efecto, en lo que podemos llamar el horizonte
hermenéutico de la filosofía. El pensamiento que expone, que prolonga o que discute es,
en lo esencial, el de la filosofía hermenéutica contemporánea, y particularmente de sus
figuras centrales, Heidegger, Gadamer y Ricoeur, un pensamiento que impregna en gran
medida la cultura filosófica del presente. Lo cual no significa participar de la idea de que
la hermenéutica sea algo así como el idioma común del pensamiento actual –“la koiné de
la cultura occidental”, para emplear la expresión de Vattimo–. O que nos encontremos
inmersos en “la edad hermenéutica de la razón” (la expresión es de Jean Greisch). Se
trata de algo más sencillo y menos hiperbólico: la ontología hermenéutica iniciada por
Heidegger es una poderosa forma de pensamiento que ha repetido (y distorsionado) con
fuerza y profundidad indiscutibles los grandes problemas de la filosofía, ofreciendo, en
virtud de esa misma distorsión, posibilidades de comprensión dignas de ser consideradas,
esto es, ejecutadas, seguidas. Moverse en su horizonte significa justamente eso, intentar

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entender, con la máxima honradez intelectual posible, el pensamiento puesto en juego por
esos filósofos, proseguir libremente sus indicaciones, tenerlos como interlocutores a los
que se les plantean preguntas y objeciones y, sobre todo, como ocurre en todo horizonte,
considerar ese pensamiento como ámbito de posibilidades que explorar. Nada, por tanto,
que se asemeje a tomar la hermenéutica como un supuesto inevitable, un límite
irrebasable o mucho menos como “la filosofía insuperable de nuestro tiempo”.
Es sobre todo la idea del horizonte como territorio de exploración la que late en el
fondo de las páginas que siguen. Pues en ellas no se trata sólo de comprender y abundar
en las razones de la crítica de la filosofía hermenéutica al sujeto y la verdad, sino de
explorar los caminos que ella brinda para pensar precisamente el ámbito temático que
esos dos conceptos designan. Escudriñar los elementos que ofrece la apropiación
hermenéutica de subjetividad y verdad para pensar de nuevo ambos fenómenos y
aumentar así nuestra capacidad de ver en ellos es una tarea a la que me gustaría que
estas páginas contribuyeran y que, creo, responde a su intención más honda. Hablando
de la idea griega de theoría, señalaba Gadamer que “es un camino diferente en el que la
reflexión humana profundiza en sí misma y se encuentra a sí misma; pero no el camino
hacia dentro al que nos convocaba San Agustín, sino la vía de la plena entrega al afuera,
en el que sin embargo el que busca se acaba encontrando a sí mismo”. Esa vía griega,
que es en el fondo la de la conciencia hermenéutica, une de manera indisociable verdad
del mundo y encuentro consigo mismo y en el quicio de ambos brota un pensamiento
que no puede dejar de afrontar responsablemente esa experiencia única en la que arraiga
lo que la filosofía ha llamado subjetividad y verdad.

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Parte I

Hacia un concepto hermenéutico de sujeto

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Capítulo 1
Introducción: los avatares contemporáneos de la
subjetividad

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¿Otra vez el sujeto? ¿No resulta ya fatigoso volver sobre una cuestión que el
pensamiento del siglo XX ha tratado desde casi todos los ángulos posibles y con las
pretensiones más diversas? Si hay algo que en esa reflexión obsesiva sobre el significado
de la época moderna, a la que la filosofía contemporánea sigue entregada, se haya puesto
una y otra vez en juego, probablemente la idea de sujeto se lleve la palma. En la
convicción bien fundada de que “el sujeto” es el eje que sustenta el giro del engranaje
entero de la metafísica moderna, del que forman parte, como piezas esenciales, la
epistemología y la ética, el programa generalizado de evaluación de la modernidad lo ha
convertido en la clave desde la que enjuiciar sus logros y sus fracasos, tomándolo como
el exponente fundamental de lo que debe ser superado o como el reducto de promesas
aún incumplidas. Tras la crítica masiva de inspiración nietzscheana que inició Heidegger
en los años treinta y que rehicieron a su manera, en la intersección con las ciencias
humanas, Foucault, Deleuze y toda una pléyade, lo mismo de académicos que de
marginales, la crítica de la subjetividad se tomó en lugar común de la práctica filosófica
de gran parte de la filosofía vulgarmente rotulada de posmodema, aunque también
plenamente vigente en comentes más sobrias como la hermenéutica y la filosofía
analítica. Pero como los flujos y reflujos son constitutivos de la movilidad del
pensamiento, a las deconstrucciones del sujeto siguieron las reconstrucciones y así, a
finales de los años ochenta, retomaron desde las defensas encendidas del paradigma del
sujeto autónomo hasta los más moderados intentos de rehacer la idea de sujeto
despojándola de todos los caracteres molestos que la crítica había revelado. Si a ello
añadimos los que nunca la habían abandonado del todo (las filosofías trascendentales de
todo tipo, comunicacionales, fenomenologías, etc., así como quienes siguen trabajando
en la estela del idealismo alemán), el panorama se ha, en cierto sentido, equilibrado.
Resulta difícil saber, cuando se registran movimientos de este tipo, qué es lo que
responde a necesidades del pensamiento, que cuando lo es de verdad está siempre bajo la
presión de la realidad en la que vive, y qué es lo que constituye un producto de rápido
consumo en el mercado contemporáneo de la “cultura”. La tentación del filósofo,
supuestamente “serio”, es adoptar la fácil salida de considerar juegos de la moda
filosófica estos avatares polémicos. Desde luego, como recordaba no hace mucho
Sloterdijk, la sociedad mediática contemporánea necesita periódicamente aventar
escándalos y polémicas que la convulsionen y así, mediante esta forma de autostress,
lograr una nueva (buena) conciencia de unidad. Pero las modas, incluso cuando son
mediáticamente promovidas, no son mera frivolidad caprichosa. Promoverlas significa
captar ciertos movimientos del aire ambiental y ciertas fibras ya dispuestas a excitarse.
Hay algo en ellas, para decirlo en palabras de Ortega, que, cuando se las analiza, sirven
“como datos de la más fina calidad para insinuamos en lo más recóndito de una época”.
Esta es, me parece, nuestra situación respecto a la mencionada problemática del sujeto.
La crítica abrumadora que se adueñó del panorama filosófico, los contramovimientos
posteriores no menos influyentes e incluso nuestra actual fatiga y cansancio, que parecen
augurar un cambio de “tema”, son síntomas de que con la cuestión del sujeto se debate
algo que afecta profundamente no al pensamiento de salones y congresos, sino a la

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realidad vivida, y esto es, a fin de cuentas, lo único que importa.
¿Y cuál es entonces nuestra situación? Por un lado, es bastante evidente que las
representaciones con que los hombres de las sociedades occidentales nos vemos a
nosotros mismos siguen siendo las que puso en circulación la filosofía moderna:
autonomía, libertad de decidir el propio destino, ser actor y no espectador de la propia
vida, asunción consciente de la propia responsabilidad, el mundo como conjunto de
posibilidades y obstáculos para el desarrollo de una vida propia, los derechos humanos
como defensa y garantía de la soberanía del individuo, etc. El ideal individual de la
autorrealización (“el quiero ser yo mismo” de las películas americanas) y la lucha de
grupos étnicos o marginales por llegar a ser “protagonistas de su propia historia” supone
la vigencia permanente en el imaginario colectivo de la idea del sujeto soberano propia de
la modernidad. El problema no parece que sea la crisis del sujeto, sino su insuficiente
extensión a individuos y colectividades que –tal es la idea que éstos se forjan de su
situación– no pueden todavía acceder a él en virtud de algún tipo de constricción exterior,
heteronómica. La cosa parece aún más clara si nos acercamos a la actual problemática
político-social de las identidades y su reconocimiento. Lejos de señalar el inicio de la
des-subjetivación del individuo y su disolución en los lazos de pertenencia comunitaria o
cultural, marcando el retomo a formas tradicionales pre-modemas, obedece a una
dinámica plenamente subjetiva, la de la apropiación de rasgos colectivos como forma de
singularización e identificación públicas1.
Resulta extraordinariamente revelador el contraste entre esta representación pública y
la crítica y disolución de todo el arco conceptual de la subjetividad que ha llevado a cabo
una parte sustancial de la filosofía contemporánea, que no puede, por tanto, pensar la
realidad bajo esos términos2. ¿Son las categorías de la subjetividad ilusorias o
ilusionantes? Probablemente las dos cosas y en eso radica lo peculiar de nuestra
situación y la necesidad de tener que volver sobre ella.
Pero el contraste no es sólo entre las representaciones y la filosofía, lo es también
entre los deseos de subjetivación que muestra esa imagen pública y el avance de las
fuerzas uniformadoras de la globalización, que funcionan, ya sin ningún recato, como un
sistema autónomo por encima de toda soberanía, individual, grupal o nacional. Si ese
proceso imparable marcha en el sentido de generalizar las condiciones de la autonomía
individual, rompiendo las sujeciones identitarias de todo orden, o por el contrario va a
acentuar los mecanismos de control sobre las vidas individuales, es algo que puede aún
discutirse. Lo que no es discutible es que magnitudes esenciales que conforman nuestra
vida diaria (la flexibilidad laboral o la configuración mediática de la realidad, por poner
dos ejemplos que inciden en lo inmediatamente vivido) escapan por completo al poder de
los “sujetos”. Ciertamente, para los críticos radicales de la subjetividad ese contraste no
tiene nada de paradójico. Ya Heidegger en los años treinta había destacado que la
voluntad de voluntad que impera en el sistema total de organización técnica –ahora el
auténtico “sujeto” de todo lo existente– y la correlativa conversión del hombre en una
materia prima más no son un desenlace imprevisto de la metafísica de la subjetividad,
una extraña pirueta tras la que ésta hubiese quedado cabeza abajo, sino su cumplimiento

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más estricto, su figura más radicalizada. La subjetivación del sistema, la plena
autoaseguración del orden y la des-subjetivación del individuo responden al mismo
movimiento de extensión imparable de la subjetividad, esa incondicionada capacidad de
transformar todo en objeto representable, calculable y disponible, en cuya apoteosis hoy
nos encontramos. Si a la libertad del sujeto moderno “pertenece que el hombre llegue a
ser dueño de la propia determinación esencial de la humanidad”3, la moldeabilidad y
flexibilidad del material humano, cuya generalización a todos lo ámbitos es una meta por
doquier perseguida (desde las transformaciones del propio cuerpo hasta el ejercicio
laboral, pasando por la formación, los hábitos, las instituciones, etc.) es una plasmación
de esa auto-posición de la subjetividad que se despliega en el juego permanente de
subjetivación/objetivación de todo, lo real y lo posible. Que la incidencia del sujeto
recaiga sobre “el sistema” anónimo, los individuos o las comunidades carece en el fondo
de significación, nada dice sobre la vigencia universal de la subjetividad; por el contrario,
su poder se manifiesta en lo ineludible de su representación: ¿qué son los individuos y los
pueblos sino sujetos, efectivos o defectivos, que ejercen su subjetividad o que podrían y
deberían ejercerla? ¿Qué es el sistema o el proceso de globalización sino un sujeto que se
autorregula? ¿Y qué queda de su anonimato cuando inevitablemente tendemos a pensarlo
como el resultado acumulado de la acción del hombre histórico o, sencillamente, como
“el hombre”? No poder pensar más que en términos de sujetos como centros absolutos
de iniciativa y objetos correlativos es justamente lo que Heidegger entiende por la época
del ser como objetividad, cuya culminación es la civilización técnica.
La crítica del sujeto a la que hemos asistido durante toda la segunda mitad del siglo xx
opera así como una genealogía de la subjetividad, como una indagación en su proceso de
constitución, en el modo como ha llegado a ser así. Lo que pretende en último extremo
es sacar a la luz la interna historicidad del sujeto, su cristalización como figura
históricamente devenida a partir de una conjugación de factores operantes que quizá
hicieron inevitable su aparición, pero que como tal proceso es perfectamente contingente.
El sentido de la crítica genealógica es entonces mostrar que la subjetividad es una
posibilidad de pensar la realidad humana, no algo que derive necesariamente de ella. Es la
contingencia histórica y no la esencia de lo humano lo que nos fuerza a pensamos como
sujetos.
Hay dos momentos básicos en esta argumentación que me parece necesario distinguir,
a los efectos de localizar su alcance, y que podemos denominar morfológico y
genealógico.
En primer lugar, dado que no cabe genealogía sin una cierta morfología, esto es, sin
una caracterización precisa de la figura cuya constitución se indaga, la crítica del sujeto,
pese a la diversidad de sus posiciones filosóficas, es en general extrañamente unánime:
“sujeto” resume la idea de aquel ser que, en virtud de su conciencia de sí y su
autocerteza, puede representar objetivamente el mundo y darse a sí mismo su propia
legalidad. Autocerteza reflexiva, pensar representativo y autonomía son los tres rasgos
que responden al mismo movimiento de auto-posición, por el que la conciencia deviene
sujeto, esto es, fundamento que se sustenta a sí mismo y al mundo objetivo puesto por

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él. En él radica la esencia de la subjetividad4. Esta caracterización de la subjetividad
procede, como es bien notorio, de una acentuación en el conjunto de la filosofía moderna
de lo que Foucault llamaba el “momento cartesiano”, el momento en el que el
conocimiento de sí se toma autosuficiente para el acceso a la verdad, que no requiere ya
de ninguna preparación previa del ser –llamémosle pre-subjetivo– del sujeto5. Pero ya
mucho antes y con una mira más abarcadora, dirigida a captar el trasfondo metafísico de
la modernidad, Heidegger había hecho de una interpretación reflexiva del cogito
cartesiano la base de su comprensión de la modernidad, tan decisiva para la hermenéutica
y en general para toda la filosofía contemporánea. De ella se tratará con frecuencia en los
capítulos que siguen. Baste ahora destacar que la morfología de la subjetividad con la
que opera la crítica del sujeto está toda ella extraída de una lectura de la conciencia de sí,
el terreno supuestamente compartido por todas las grandes figuras del pensamiento
moderno, y que es el único del que surgen las piezas que se ensamblan en el “sujeto”. El
resultado de esta exclusiva caracterización del sujeto a partir de un análisis de la
(auto)conciencia volcado en el libre poder de la reflexión es que desgaja la subjetividad
de la realidad humana subjetiva, separa la conciencia de aquello de lo que es conciencia,
abstrae el momento de autoposición de toda donación previa, concibe el sentimiento de la
propia existencia como un puro “darse cuenta” y establece, como lógica consecuencia,
un ideal de autotransparencia, una identidad del sujeto consigo mismo que no se
corresponde con ninguna experiencia humana localizable. La ausencia de lo que en el
sujeto precede al sujeto es total. Lo que precede al sujeto no forma parte de él, es
radicalmente no subjetivo, es lo otro, lo extraño o ajeno.
En segundo lugar, de acuerdo con esta peculiar morfología de la subjetividad, la
genealogía que busca revelar su historicidad no puede tener otro cometido que delatar esa
ausencia, que hacer ver las múltiples instancias que, precediendo al sujeto, lo
constituyen, deshaciendo así su pretensión de centro fundante y autofundado. El
procedimiento habitual de la crítica comporta un doble movimiento de despiece o
desmontaje del engranaje de la subjetividad para localizar fisuras, lagunas y vías de
pérdida, y de indagación en su subsuelo y en su prehistoria, para ver cómo, a pesar de
todos los esfuerzos “subjetivos”, afloran fuerzas imprevistas en él. Pero hay diferencias
sustanciales en el proceder genealógico que no se refieren sólo a la evidente disparidad en
las concepciones de “lo que precede al sujeto” (es obvio que entre el ser o la Lichtung de
Heidegger, el acontecer de la tradición de Gadamer o los dispositivos discursivos o de
poder de Foucault hay notorias diferencias), sino a la manera como esas instancias
precedentes constituyen al sujeto y a la cuestión de si ellas a su vez pueden ser objeto de
saber. La idea heideggeriana de la historia del ser, a pesar de su aparente funcionamiento
como marco de muchas aproximaciones hermenéuticas a la subjetividad, se separa de
otros procedimientos genealógicos en que aquello que precede y domina la aparición del
sujeto, el envío (Geschick) del ser, se retrae y se sustrae en el hecho mismo de llevar a
cabo la desvelación de una época histórica; esta palabra, “época”, como se sabe, es
tomada por Heidegger en el sentido de la epojé, la suspensión o contención de algo, de
manera que la época –como etapa histórica– de la subjetividad descansa en un destinar

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que, haciendo aparecer, se retrae. El “olvido del ser” es este quedar siempre a la espalda
no sólo el ser mismo, sino también el hecho de que el aparecer es tal a partir de un
ocultamiento previo. Es esto lo siempre impensado por la metafísica, que sin embargo es
su registro, su huella. La metafísica de la subjetividad es precisamente la época en que no
hay lugar para un ocultamiento intrínseco, para una ausencia irrepresentable: todo lo que
es puede ser objeto para el poder de representación originario que es el sujeto; lo que le
precede, sea lo que sea, es subsumible en la representación, es por principio domeñable;
en eso consiste justamente el avance de la subjetividad. Como decía Freud, wo Es war,
soll Ich werden, “donde el Ello era, debe llegar a ser el Yo”. Desde la óptica de la historia
del ser no cabe la transparencia de la subjetividad para sí misma, ni siquiera en la forma
sofisticada de una hermenéutica del sujeto que revele el fondo presubjetivo del que
nace. Esa revelación, esa explicación objetiva del proceso de constitución del sujeto es,
pese a todas sus pretensiones de situarse fuera del marco de la subjetividad, un saber que
obedece a sus cánones y que en forma de “ciencias humanas” realiza plenamente la
objetivación del mundo.
Hay por ello una diferencia clara entre la historia del ser (y las hermenéuticas
inspiradas en ella) y las des-construcciones del sujeto que pretenden exponer objetiva,
positivamente las condiciones antecedentes de la subjetividad siguiendo el modelo de las
ciencias humanas (sociología, psicología, antropología, etc.). Para la primera, el proceso
histórico –o si se quiere la “historia de las mentalidades”–, en cuanto traspasado por el
olvido del ser, no puede autoexplicarse por entero, no puede explicarse sin más cómo ni
por qué empieza a regir una impronta determinada del ser y cómo el mundo adquiere una
determinada figura imperante. Ex post podemos realizar cuantas reconstrucciones
queramos, pero operan siempre sobre una limitación fundamental. Y ello no por
insuficiencia de nuestro saber, sino por la estructura del propio acontecer (Ereignis).
Para las segundas, lo que se registra más bien es una disolución del sujeto en prácticas
sociales de todo orden, que se revelan como sus determinantes fundamentales y que son
a su vez reveladas por un saber meta-subjetivo, él mismo social. En correspondencia con
esta diferencia, el “programa” (sit venia verbo) heideggeriano de rastrear el olvido del ser
y pensar lo impensado por la metafísica comporta a la vez preparar la posibilidad de un
pensar otro que la subjetividad, no de otra forma de subjetividad. Los esbozos de este
pensar de otra manera que la metafísica se concretan siempre en intentos de saltar fuera
del radio de acción de la subjetividad, en cuya época seguimos estando y conforme a la
cual pensamos todas las relaciones entre ser, hombre y mundo6. Es, en cambio, mucho
más dudoso que otras formas de crítica del sujeto no apunten a un programa
liberacionista, humanista en el fondo, de construcción de una nueva subjetividad –aunque
quizá sin osar decir su nombre–, hecha precisamente posible mediante la crítica del
sujeto metafísico7.
Entre los deseos de una extensión de la subjetividad y la crítica de los conceptos que
aún hoy la sostienen se mueve nuestra situación. Ello es quizá una muestra palpable de
que el significado y el alcance de la idea de sujeto, así como su capacidad para
caracterizar la realidad humana, no es un tema ya liquidado, sino sumamente vivo y

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acuciante. Sigue siendo un territorio en el que se cruzan cuestiones decisivas del
pensamiento contemporáneo y del que resulta difícil prescindir. Pero que resulta a la vez
no menos complicado abordar, dada la diversidad de enfoques que se proyectan sobre él
y la variedad de conocimientos que aportan. No hay, en efecto, ciencia humana o
corriente filosófica que no tenga algo significativo que decir sobre el sujeto metafísico,
moral, psicológico, o social, y tantas veces, sin embargo, con visiones incompatibles.
Como ha escrito Manuel Cruz, “la categoría de sujeto y/o de subjetividad representa una
dificultad necesaria, un ámbito teórico insoslayable a la hora de intentar arrojar algún tipo
de luz sobre lo que nos ocurre”8. A ese empeño de claridad querrían contribuir los
capítulos de esta primera parte.
Lo que en ellos se trata responde a la convicción de que la situación, cuyas someras
coordenadas acabo de exponer, deja abiertas múltiples cuestiones de diverso rango, pero
que penden, a mi entender, de una fundamental: ¿puede esa realidad que es el individuo
humano entenderse con las categorías de la subjetividad? ¿Podemos, para hablar de él y
para comprenderlo en su estar en el mundo, prescindir de la condición de sujeto? En el
caso de que se dé por supuesta la efectividad de la crítica, la cuestión primordial no es
¿quién sucede al sujeto?9, sino cómo es y cómo debe entenderse ese ser del que se
predicaba la subjetividad y que ahora resulta despojado de ella, el individuo humano. No
parece por otro lado descaminado pensar que la mencionada destrucción contemporánea
de la subjetividad, más que una crítica abstracta de la idea metafísica de sujeto o de
determinadas creencias culturales más o menos vigentes (el humanismo, la libertad y
dignidad humanas, etc.), es ante todo un levantar acta de aquello que en la experiencia de
lo que somos (cognoscitiva, moral, social) se resiste a ser entendido a partir del sujeto
como origen y de las consecuencias de la imposición subjetiva sobre ella. La disimetría
(la diferencia) entre la realidad humana y el sujeto es el trasfondo de la crítica, una
disimetría que no implica considerar bajo “realidad humana” una determinada esencia
ahistórica que pudiera abstractamente medirse con la subjetividad, sino una experiencia
vivida (u observada) del propio ser que demanda una categorización filosófica, quizá ya
no subjetiva.
La cuestión se centra entonces, más que en aguzar la crítica genealógica o añadirle
nuevas herramientas, en, tomando buena nota de ella y sobre su base, revisar la
morfología del sujeto, lo cual comporta actuar en una doble dirección:

a. Por un lado recorrer de nuevo el camino constituyente de la subjetividad en la


filosofía moderna con el propósito, explícito o tácito, de corregir la figura del sujeto
que la crítica ha hecho emerger a partir de la exclusiva atención a la conciencia
reflexiva. Ésta es la cuna de la subjetividad en la medida en que se la interpreta
como un poder ilimitado de objetivación que se pone a sí mismo. Pero esa
interpretación del momento cartesiano en la filosofía moderna dista mucho, pese a
su influencia, de ser evidente. Dieter Henrich, por ejemplo, ha hecho notar hace ya
tiempo que la absolutización de la autoconciencia es posible por su ilegítima
separación del mantenimiento de sí, de la autoconservación (Selbsterhaltung),

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auténtico momento fundante del sujeto. Pero un ser que tiene que mantenerse a sí
mismo, movimiento en el que se inserta la autoconciencia, no puede, desde luego,
ser fundamento de sí mismo10. Con ello queda apuntado lo que constituye el
verdadero núcleo de la discusión filosófica en tomo a la permanencia de la noción
de sujeto: el avenimiento posible entre finitud y subjetividad. En general, la crítica
radical –de la que en este punto es un exponente señalado la ontología
hermenéutica, tema reiterado en el texto que sigue– estima que la finitud, plasmada
en la historicidad concreta de su pertenencia a un acontecer que le precede (una
tradición, una episteme, etc.) actúa directamente contra la pretensión esencial de la
subjetividad: ser el fundamento originario del mundo objetivo y de su propio
representar. La revisión de este diagnóstico en alguno de los elementos del
“momento cartesiano” es el tema del tercer capítulo, “El cogito y los límites de la
reflexión”. En él se trata de mostrar que la propia finitud, y con ella la distancia
entre el ser y la conciencia, entre lo que forma parte del yo que soy y el yo (me) sé,
es algo entrevisto por el movimiento reflexivo que Descartes pone en marcha11.
Antes, el capítulo segundo, “Nihilismo y filosofía de la subjetividad”, está dedicado
a exponer críticamente las bases teóricas de la figura de la subjetividad moderna tal
como se contiene en la interpretación heideggeriana, conductora, en gran medida,
de toda la crítica contemporánea del sujeto.
b. Pero, por otro lado, rehacer el itinerario que conduce a la subjetividad no es la
única labor –ni la más importante– que la situación actual nos plantea, por mucho
que contribuya a esclarecer la idea matriz del sujeto, sus motivos conductores y la
pertinencia de la crítica. Hay una segunda dirección posible, más directamente
ligada a la cuestión fundamental a la que antes me refería, y que consiste lisa y
llanamente en preguntarse qué hay en el individuo humano, tal y como ahora se
experimenta a sí mismo, desde “dentro” y desde “fuera”, con independencia de la
sombra que sobre él arroja el sujeto metafísico, que exija hablar de algo así como
“subjetividad”. Heidegger señalaba agudamente que la experiencia del decir “yo” es
una pura indicación formal, que no establece por sí misma, pese a toda la
apariencia de inmediatez y todo el peso de la tradición, ninguna tesis acerca de un
yo sujeto, sino que indica un ámbito de experiencia que requiere ser precisado e
interpretado otológicamente. Ahora bien esa experiencia no es otra que la referencia
a sí implícita en toda relación del individuo con el mundo –clásicamente
interpretada como autoconciencia–, que le permite hablar de “sí mismo” y
conducirse de determinada manera. Ese trato consigo mismo –en el que todo se
toma problemático en cuanto el pensamiento se detiene en él: quién trata, qué tipo
de trato, de qué mismidad o identidad se habla– precede evidentemente, en cuanto
pura forma de autorreferencia, a la constitución del sujeto moderno12 y sigue, tras
su declive, siendo un dato ineludible, acentuado y exacerbado en una época en la
que prevalece lo que hace ya años Christopher Lasch denominó la “cultura del
narcisismo”. Ciertamente la manera como esa referencia se presenta concretamente
es histórica y mucho más hoy, donde la mediación de las representaciones públicas

18
que proponen sistemáticamente modelos de vida se ha tornado, merced a los
medios audiovisuales, casi universal, pero precisamente por ello estudiar su
estructura y ver lo que ella implica es la única manera de proveerse de un
entramado conceptual que no dependa prima facie de la interpretación subjetivista
ni esté al albur de las imágenes del “yo” de la literatura de autoayuda.
De esta labor de dibujar la forma de la autorreferencia, raíz de la “subjetividad”, se
ocupan los cuatro capítulos siguientes, cada uno desde una perspectiva diferente, aunque
les subyace un supuesto común: las posibilidades que para ella ofrece la ontología
existencial que Heidegger expusiera en Ser y tiempo; en efecto, dicha obra, que es toda
ella, desde la perspectiva que ahora nos ocupa, un tratado sobre lo que significa “yo soy”
en un ser que es referencia temporal al mundo, contiene elementos de indiscutible valor
para pensar el “sí mismo” (Selbst) inmiscuido en la experiencia que el individuo humano
tiene de la propia vida. El primero de ellos, “La hermenéutica del sí mismo en Ser y
tiempo”, procura establecer en qué consiste el marco existencial en que se inscribe la idea
de sí mismo y los rasgos fundamentales que reviste este Selbst que ya no puede
entenderse como un núcleo substante. Es una interpretación del texto heideggeriano al
que se le somete a la cuestión directa ¿qué constituye el sí mismo? Sus resultados son la
base en que se apoyan los capítulos siguientes. Así, “La ontología existencial y la
cuestión social de la identidad” muestra cómo el marco existencial del sí mismo puede ser
de gran utilidad para pensar la problemática contemporánea de la identidad del individuo,
planteada esencialmente en términos sociológicos, psicológicos y políticos. El punto de
vista de la ontología, como el de la lógica, tiene mucho que decir para esclarecer los
supuestos del uso de un concepto que domina hoy en las llamadas “políticas de la
identidad”. “Tiempo e identidad” prosigue en el mismo camino de abordar desde un
plano estructural previo las cuestiones psicosociales y políticas de la identidad, ahora la
relación entre la temporalidad de la vida y la identidad de la persona que la vive. Lejos de
plantear una oposición entre ellas el tiempo aparece como condición de la identidad. Por
último, “La cuestión del sujeto en la filosofía hermenéutica” da un paso más al plantear,
con carácter general, cómo en la teoría de la experiencia hermenéutica, concebida en
estricta oposición a la metafísica de la subjetividad, hay un lugar para un concepto
hermenéutico de sujeto en la medida en que aparece formando parte integrante del
proceso de comprensión que es siempre a la vez un comprenderse en el que un sí mismo
está inmiscuido.

19
Capítulo 2
Nihilismo y filosofía de la subjetividad

20
Como es fácil de adivinar “Nihilismo y filosofía de la subjetividad”, hace referencia a un
locus classicus del pensamiento de Martin Heidegger y, a partir de él, de buena parte de
la filosofía contemporánea. Mi propósito al tratar semejante tema se explica con claridad:
es bien sabido que Heidegger, siguiendo las huellas de Nietzsche, ha diagnosticado la
situación histórica en la que vivimos como nihilismo y ha atribuido la carga de la
responsabilidad inmediata de ello a la metafísica moderna de la subjetividad.
(Obviamente “responsabilidad” no se entiende aquí en sentido moral, sino en sentido
lógico de premisa necesaria, aunque, como tendremos ocasión de ver, en el concepto de
nihilismo las fronteras entre lo lógico y lo moral no son muy precisas.) Pues bien, se
trata, ni más ni menos, de examinar las razones de esa atribución y comprobar, a nuestro
modo y manera, lo justificado de las mismas.

21
1. ¿Qué significa nihilismo?

El término “nihilismo”, introducido en nuestra cultura por la literatura rusa del siglo XIX,
desde que Ivan Turgueniev caracterizara como nihilista la actitud de Vasarov en su
novela Padres e hijos, recibe la carta de naturaleza filosófica con la obra de Nietzsche.
Es el sentido y la fuerza que éste otorga a “nihilismo” lo que suscita la reflexión
heideggeriana. Pues con Nietzsche “nihilismo” dejar de ser la simple actitud negativa,
incrédula y despectiva respecto a los valores vigentes, típica de cierta juventud
“positivista” del mencionado siglo, para convertirse en el fenómeno decisivo de una
época.
Nietzsche habla del nihilismo como de un “estado psicológico”, el “sentimiento” de la
pérdida de sentido del mundo y de la vida, de la ausencia de valor de la existencia, de
que la vida no merece la pena, no vale nada, sentimiento que se había apoderado
irremisiblemente del espíritu de tantos individuos en su época que lo vivían como “el más
inhóspito de los huéspedes”. Pero la idea de un estado psicológico no debe inducimos a
pensar psicologísticamente lo que en nuestro contexto significa minusvalorar el alcance
del fenómeno. Nietzsche no cae en la trampa de pensar el nihilismo como un desarreglo
del espíritu, como una deficiencia en la estructura psíquica o como una propensión del
carácter, que haría del nihilismo una peculiaridad (cuando no una enfermedad)
meramente “subjetiva” de algunos individuos. “Estado psicológico” significa la huella, el
eco que una situación objetiva deja en el individuo despierto y que es, por tanto, como el
testimonio de ella. El sentimiento nihilista es el modo humano de hacerse cargo, de
acoger una situación que supera con mucho la psicología individual. El mérito de
Nietzsche estriba en haber visto, pese a sus tendencias psicologizantes, que el nihilismo
es un fenómeno histórico y filosófico de primera magnitud.
“Nihilismo” es, ante todo, un acontecimiento histórico de carácter global que emerge
de manera irresistible y que lentamente domina las manifestaciones de una época. Con el
nihilismo, señala Nietzsche, “os relato la historia de los próximos dos siglos”. “¿Qué
significa nihilismo?” Nietzsche responde sencillamente: “que los supremos valores se
desvalorizan”. El recurso al valor es esencial, pues el sentimiento de pérdida de sentido
de la vida no indica la desaparición de las múltiples relaciones de significación en que
toda vida humana se mueve, sino cabalmente la pérdida de vigencia, esto es, del poder
atractivo que sobre la voluntad y sobre la conducta humana determinados fines objetivos
ejercían. Ya no son capaces de mover al hombre, no “se cree” en ellos. Ese conjunto de
fines objetivos, ese sistema de valores en los que ya no se cree son, según Nietzsche, los
“supremos”, los que tácita o explícitamente han dirigido el discurrir de la vida en el
mundo occidental. Son valores tales como bien, verdad, razón, deber, humanidad, Dios,
etc., todo lo que se resume bajo la idea filosófica de lo suprasensible. Pero su
desvalorización no consiste tan sólo en el ocaso de esos valores, sino en que no son
sustituidos por otros en su mismo lugar. Lo que desaparece no es sólo el contenido
material de los valores, sino su objetividad, su validez en sí, y, consecuentemente, su vis
obligandi.

22
El producto inmediato de la desvalorización, lo hemos visto, es el sentimiento de
pérdida de sentido de la vida, de esta vida. Al no poseer ya la stella rectrix de los valores
supremos la vida y el mundo que la rodea aparecen carentes de interés, enflaqueciendo el
anhelo de vivir. El no-ser-ya de los valores extiende sobre el mundo un tono gris y
sombrío, la vivencia de la imposibilidad de soportar la vida, que es el núcleo psicológico
del nihilismo. De esta manera, el nihilismo se caracteriza por una doble negatividad: el no
ser de los valores y el no poder ser soportada de la vida.
Pero lo que convierte a Nietzsche en teorizador y no en un mero narrador del
nihilismo es el haber indagado en su etiología y haber establecido lo que podíamos llamar
la lógica interna del nihilismo, el movimiento de la historia y del pensamiento que ha
conducido, con la inexorabilidad de un hado, a la extensión del nihilismo. Con sagacidad
indudable, Nietzsche ha creído ver en las categorías básicas del pensamiento occidental,
esa síntesis de filosofía griega y cristianismo, las responsables de la depreciación del
mundo. Es aquello que nos impulsa a ver la vida como una totalidad ordenada a fines
verdaderos, auténticos, merced a los cuales la realidad es real, lo que nos conduce a la
depreciación nihilista de la vida. Pues, hablando nietzscheanamente, la caída de esos
valores no es un suceso fortuito que les sobrevenga desde fuera, sino resultado de su
interna negatividad, de la voluntad de negación de la vida que en ellos anida. Las
categorías de unidad, finalidad, verdad, ser, son intrínsecamente nihilistas y sólo
buceando en su génesis podemos liberarnos de ellas y abrir una vía para la superación del
nihilismo. Pero con ello vemos también la faz positiva del nihilismo: sólo viviendo en él,
realizando a fondo su experiencia, podemos aprender cuál es el verdadero valor de esas
categorías.

23
2. Heidegger y el nihilismo

La meditación heideggeriana sobre el nihilismo se enciende en este modo nietzscheano de


considerar el problema. Incluso cabe decir que en Heidegger se mantiene la estructura
básica propuesta por Nietzsche: sentimiento de inhospitalidad y desarraigo (versión
heideggeriana de la falta de sentido de la vida), nihilismo como el acontecimiento
histórico de nuestra época, nihilismo como lógica inmanente de la cultura occidental,
metafísica como su causa, necesidad de la genealogía. Pero Heidegger se separa
radicalmente de Nietzsche no sólo porque no comparte su solución, la metafísica de la
voluntad de poder y la teoría del superhombre, sino porque su pensamiento, que es
esencialmente un pensar en términos de valor, impide una verdadera comprensión del
nihilismo.
Para quien está familiarizado con la tradición filosófica, la irrestricta universalidad que
en Nietzsche alcanza el concepto de valor resulta fuertemente llamativa. Podría decirse
que en él los conceptos trascendentales de la filosofía clásica se nivelan y subsumen en el
bonum. Heidegger, por el contrario, que por razones bien fundadas ha visto en la
cuestión del ser el tema absolutamente prioritario del pensamiento, no puede aceptar la
absolutización del valor. No pretendo al decir esto mantener sin más la tradicional
separación entre ontología y moral, cosa que desde el punto de vista nietzscheano sería
una flagrante ingenuidad, pues justamente la obra de Nietzsche consiste en sacar a la luz
el origen “moral”, desiderativo o voluntativo de las categorías y conceptos ontológicos.
No, la cuestión es más radical. Pues justamente ese origen moral, esa remisión de todo lo
existente a formas originarias de voluntad nos sitúa ante el verdadero problema: ¿hemos
dado con la explicación última del nihilismo allí donde se revela la voluntad negativa que
funda el mundo suprasensible? ¿Es el esquema voluntad de poder-instauración de valor-
transmutación la forma adecuada de entender el nihilismo? En la posición de valores, que
como puntos de relativa fijeza, el devenir de la vida –la voluntad de poder– establece
como condiciones de su crecimiento y conservación, tiene su origen la apariencia de
estabilidad, los conceptos del ser y de la esencia, la distinción apariencia-realidad, la
metafísica en fin.
Pero esa proyección trascendental de los valores, utilizando la acertada expresión de
Eugen Fink, no logra la reducción de ser a valor; no, al menos, en el sentido en que
Heidegger piensa “ser”. Para que algo sea un valor, para que un valor sea el valor que es,
e igualmente para que la voluntad de poder sea tal e instaure valores, es preciso que
ambos, valor y voluntad de poder, puedan aparecer como tales, que puedan venir a la
presencia y ser así comprendidas en lo que son. Ese aparecer, ese salir al espacio abierto
en cuyo seno se hace posible que algo sea visto como siendo esto o lo otro, no es algo de
la voluntad de poder, una propiedad o posesión suya, ni es tampoco los valores que ella
pone, sino algo en lo que ambos ya están y que es su ineludible condición de posibilidad.
Heidegger cree que ese ámbito previo de iluminación se esconde en la vieja palabra
metafísica “ser” y es radicalmente distinto de la consistencia o entidad de las cosas, que
es lo que Nietzsche piensa bajo las ideas de voluntad de poder y valor. Pero es en él

24
donde radica la necesidad de que el mundo nos aparezca con la faz que el nihilismo nos
presenta y lo que impele a que la voluntad de poder se muestre como la entraña última
de la realidad. Nietzsche no puede pensar ni siquiera columbrar ese ámbito porque no
posee más concepto de ser que el de la entidad fija y estable de las cosas, contrapuesto al
devenir, ni más concepto de verdad que el de la adecuación a un plano objetivo.
Ciertamente, Nietzsche rechaza esos conceptos, pero justo por ello se mueve dentro del
círculo que ellos trazan.
La óptica del ser y de su historia, en la que Heidegger se sitúa, hace imposible aceptar
como fondo último el pensar valorativo que determina el diagnóstico nietzscheano del
nihilismo. La nada que el nihilismo mienta no es un concepto de valor, no es la
valoración negativa de algo, el “sin importancia o sin interés” de las cosas, el valor de
nada que la vida parece tener. Tal vez, señala Heidegger, la esencia del nihilismo estriba
en que no se toma en serio la pregunta por la nada. “Nihilismo significaría entonces: el
esencial no pensar en la esencia de la nada”1. Esta es la pista fundamental. Desde ella, el
pensamiento de Nietzsche se abre a una nueva luz: la metafísica de la voluntad de poder
no es un origen, sino algo originado; no es algo a partir de lo cual pueda entenderse todo
el pensamiento europeo, sino, al revés, una consecuencia terminal de él. Para un pensar
del ser, que se hace problema justamente de aquello que la tradición occidental deja a su
espalda, la voluntad de poder es posible sólo como una nueva figura de la subjetividad
moderna. Sólo en ula época de la imagen del mundo”, en el terreno abonado por la
metafísica moderna de la subjetividad, cabe que la voluntad de poder llegue a ser el
fondo oscuro de la realidad. Pregunta por la nada y filosofía de la subjetividad son, pues,
las dos claves de la reflexión heideggeriana sobre el nihilismo.
En la hermenéutica de la filosofía de la subjetividad se muestra la fecundidad del
punto de vista, aparentemente vacío, de la historia del ser. Tratando de rastrear las
huellas de la aletheia, del ámbito de originación no pensado, oculto, a partir del cual se
instituye una interpretación de lo que la realidad y nosotros somos –una metafísica–,
Heidegger ha puesto de manifiesto la consistencia última de la subjetividad moderna y el
movimiento que lleva a su plena realización con más hondura que Nietzsche y que la
mayoría de los críticos modernos del “sujeto”, en los que, sin embargo, el influjo del
pensamiento heideggeriano es fácilmente perceptible.

25
3. Filosofía de la subjetividad

¿Qué es filosofía de la subjetividad?2 De manera más restringida que en la consideración


de Heidegger, prefiero entender ahora, bajo el rótulo “filosofía de la subjetividad”, aquel
pensamiento que 1) hace del ser humano el “sujeto”, el hypokámenon, el modo
fundamental de ser, al que remiten todos los demás y 2) basa este carácter de sujeto en
lo que podemos llamar hegelianamente “la experiencia de la conciencia”. Esta experiencia
es el elemento en que se mueve, a pesar de sus diferencias, tanto el pensamiento
cartesiano, la filosofía trascendental de Kant, la dialéctica hegeliana, como la última gran
filosofía de la subjetividad, la fenomenología.
Como Heidegger ha puesto perfectamente de relieve, el desencadenante de la
subjetividad moderna es la transformación de verdad en certeza. La búsqueda cartesiana
de un fundamento absolutamente incontrovertible de verdad (fundamentum absolutum
inconcussum veritatis) no responde tanto a un intento de conocer la estructura del
mundo cuanto al deseo de reconocer algo como verdad, de tener la garantía, la
seguridad de que puedo disponer en cualquier momento de una forma de decidir si algo
es verdad. Es esta necesidad de certeza la que dispara el pensamiento hacia la experiencia
de la conciencia y la que determina que la nueva filosofía sea una filosofía de la
reflexión.
Al instalarse en la reflexión sobre sí mismo surge para el pensamiento la seguridad
requerida, pero, a la vez, él mismo y el mundo adquieren una figura nueva. Ante todo, el
pensar se aparece a sí mismo como representación, la palabra clave de la filosofía
moderna. Pensar es representar, traer ante sí las cosas como representadas. Lo
representado es aquello de que tengo conciencia. En cuanto tal dice una relación esencial
al tener conciencia, al acto de pensar o representar. Todo tener conciencia de algo es, a la
par, conciencia de sí, del yo ante quien lo representado aparece. Esta conciencia de sí no
es algo que se añada a la conciencia del objeto, sino más bien su condición de posibilidad:
todo “pienso” es siempre “pienso que pienso”. Como Kant dirá, el “yo pienso” tiene que
poder acompañar a todas mis representaciones para que éstas sean algo para mí, para
que sean, sencillamente, representaciones. La certeza fundamental es que yo soy en
todas las representaciones y que éstas lo son para mí. El yo aparece entonces
necesariamente como el sujeto o fundamento que está debajo de toda representación y
que la hace posible. La incondicionada capacidad de objetivar todo, de convertir todo en
objeto, es la esencia de la subjetividad.
Con la filosofía de la subjetividad y su postulado de la fundamentación absoluta queda
perfectamente determinado el sentido en que las cosas son; ni en el hecho de ser, ni en la
entidad o consistencia de las cosas hay algún resto que se sustraiga al movimiento de
objetivación; la idea de un ocultamiento intrínseco es una ficción, cuando no una abierta
contradicción con el hecho universal de la conciencia-de. En la filosofía de la
subjetividad, señala Heidegger, no hay lugar alguno para pensar lo que no es ni puede ser
objeto ni, menos aún, para pensar un foco originario que no sea la subjetividad absoluta,
el yo pienso o la autoconciencia. El “olvido del ser” es completo; ni siquiera puede

26
aparecer como olvido, como conciencia de una falta.
Las filosofías de la voluntad, de las que Nietzsche es su más fuerte expresión,
parecen, a primera vista, representar una quiebra, una grieta profunda en el poder de
objetivación de la subjetividad. La amplitud y la fuerza de un fondo impulsivo en el que
sobrenada el mundo objetivo de la representación, esa presencia ante sí de los objetos y
de la propia conciencia, ¿no introduce realmente una definitiva distorsión en el proyecto
de la subjetividad moderna?, ¿no hace que la “experiencia de la conciencia” pase a ser un
momento casi irrelevante, incapaz ya de mantener su papel de hilo conductor del
pensamiento?, ¿no podría decirse incluso que la idea de ser como objetividad, como la
presencia del estar ante la conciencia hace crisis? Como ya antes hice notar, la respuesta
heideggeriana a estas cuestiones, si seguimos su interpretación de Nietzsche, es
necesariamente negativa. En la metafísica de la voluntad de poder y en el pensar
valorativo estalla, por así decir, una tendencia profunda y persistente de la subjetividad
moderna. La idea de representación no es simplemente un reflejo especular e inocuo de
algo presente, sino el resultado de un agere, de un hacer de la subjetividad, de sus
propias fuerzas y capacidades. La subjetividad hace que las cosas sean sus objetos: lo
real es lo efectivo, el efecto de un hacer, de un producir. Heidegger ha hecho notar que
en la unidad intrínseca de appetitus y perceptio de la mónada leibniziana se cumple
perfectamente la idea moderna de subjetividad: el sujeto –la sustancia– es fuerza y
actividad y no hay una radical saparación entre los órdenes apetitivo y representativo: la
representación es impulso representativo y el impulso representa.
Nietzsche ha sacado totalmente a la luz el carácter último de la subjetividad pensando
ese hacer como voluntad de poder: el impulso que rige todas las manifestaciones de la
subjetividad es un querer ser más, un querer crecer. Pero con ello no se desvirtúa la
esencia de la subjetividad, sino que se realiza. La estructura básica del pensamiento
moderno permanece incólume: la voluntad de poder es el sujeto o sustanda cuya
actividad sienta las condiciones de lo que puede tener sentido o ser objeto. Al ocupar
enteramente la voluntad el espacio del sujeto, el valor asume por completo la función de
lo a priori: las condiciones de la posibilidad de la experiencia son ahora las “condiciones
de conservación y aumento de la vida en su devenir”, expresión con la que Nietzsche
define los valores. Las cosas, el mundo que nos rodea, es forzado a aparecer como valor,
como objetos de apreciación de la voluntad de poder, porque tal aparecer es la condición
que la propia vida establece a priori para su propio desarrollo, para asegurarse a sí
misma. La idea esencial de la metafísica de la subjetividad, que el mundo tiene la figura
que ella misma establece, se cumple de manera extrema en la universal conversión de
toda forma de ser en valor.

27
4. Nihilismo y filosofía de la subjetividad

Para Heidegger, pues, a pesar de que la obra de Nietzsche contiene el anhelo profundo y
elementos positivos para un cuestionamiento radical de los hábitos mentales de la
tradición europea, su pensamiento último permanece dentro de ella. La metafísica de la
subjetividad no es conmovida por la idea de la voluntad de poder.
¿Cómo entonces se han de poner realmente en cuestión los supuestos de la metafísica
de la subjetividad? Realizando lo que podíamos llamar “la experiencia de la nada”, de
aquello que no es nada, de aquello que sencillamente no es ni puede ser para tal modo de
pensar. Este es, a mi modo de ver, el significado que la obra de Heidegger posee respecto
de las filosofías del sujeto. Su pensamiento ha asumido el proyecto de tal filosofía, ha
realizado a fondo y desde dentro su experiencia y en el curso de ella han aparecido sus
límites y la negación que ella oculta. No es por tanto una crítica que golpee desde fuera
con el martillo.
La realización de esta experiencia se encuentra en la analítica existendal de Ser y
Tiempo. Que no se trata de una antropología ni de un simple análisis de la existencia
humana es algo que ya no merece la pena poner en discusión. Su tendencia constante es,
por el contrario, someter a crítica la idea de sujeto; pero lo hace con los medios de la
propia filosofía de la subjetividad; la potencia del modelo de pensamiento del que se
pretende liberar pesa de tal manera que Ser y Tiempo es, en cierto modo, una filosofía
trascendental que muestra la constitución de toda realidad mediante la retroferencia a un
“subiectum”, el Dasein, que no es ya, desde luego, un mero sujeto epistemológico o
cognoscente. Pero lo decisivo es que este modelo se le quiebra entre las manos cuando el
análisis del supuesto sujeto topa con la negatividad constitutiva que atraviesa toda la
existencia humana: la facticidad del ser-en-el-mundo, su carácter de proyecto arrojado,
impide que éste pueda verse como un origen absoluto, como el estadio final de un
proceso de fundamentación en el que la razón encuentre su plena satisfacción. Que todo
tomar noticia de algo, que todo comprender o saber se mueve ya en un espacio previo de
significado que no es producto del propio acto de comprensión, que no es, por tanto, una
posición del “sujeto”, es la idea esencial de la analítica existencial.
Ahora bien, lo que no es un objeto –representación o valor– ni es la propia actividad o
voluntad del sujeto no es. Retrocediendo desde lo dado hasta las condiciones últimas de
su posibilidad, procedimiento típico de las filosofías modernas del sujeto, Heidegger ha
descubierto algo que para éstas necesariamente es “nada”, pero que expresa justamente
su impotencia y su fracaso. El pensamiento tardío de Heidegger es un intento de ahondar
en esa nada, que no puede ser pensada con los medios del subjetivismo moderno: cuando
Heidegger llega a la neta distinción entre la cuestión del ser, ese ámbito “en razón del cual
venimos a encontramos previamente y en general en una realidad manifestada”3 (es
decir, eso que para la subjetividad moderna es nada) y la cuestión de cuál sea la
estructura y el fundamento de lo que se da dentro de él, empieza a abrirse camino un
pensamiento que abandona el terreno de las filosofías de la subjetividad. Estas son una
respuesta a la segunda cuestión, pero carecen incluso de la conciencia de la necesidad de

28
la primera.
El lazo de unión entre nihilismo y subjetividad aparece ahora de manera nueva. No se
trata ya, como Nietzsche probablemente pensaría, de que en las filosofías de la
conciencia se mantengan, fundados de manera nueva, los viejos valores morales y de que
las categorías de unidad, verdad y fin sigan ejerciendo su poder. El nihilismo del
subjetivismo moderno está más bien en que, llevando hasta el final la idea platónico-
aristotélica de atenerse a lo dado y manifiesto (las cosas, el ente), ha convertido la
relación sujeto-objeto en el ámbito universal y a priori, y, de esta forma, no puede
atender al hecho olvidado de la proveniencia o radicación de ambos en el ámbito no
objetivable del ser. El nihilismo de la subjetividad estriba paradójicamente en que no
puede hacerse cargo de eso que para ella es nada. Recordemos la frase de Heidegger:
“nihilismo significa: el esencial no pensar en la esencia de la nada”.
Pero con ello se produce un desquiciamiento de lo que el hombre propiamente es. Si
hay algo que Heidegger haya enseñado hasta el final es que el hombre sólo es hombre
cuando se mantiene en la apertura no a este o aquel ente, o a sí mismo, sino a la pura
manifestabilidad de las cosas, que el “es” del lenguaje expresa. La ex-posición a eso que,
por la imposibilidad de ser objetivado, Heidegger ha llamado, poéticamente, el ámbito
abierto del ser es la esencia de la existencia humana. El subjetivismo y el humanismo
modernos creen dignificar al hombre por hacer de él “el” sujeto, pero, como Heidegger
señala, “la humanitas del homo humanus no se determina a partir de sí misma, sino por
referencia a una interpretación, ya fijada, de la naturaleza, de la historia, del mundo, de la
causa del mundo, en una palabra, de la totalidad del ente”4.
El nihilismo intrínseco de la filosofía moderna, que no es más que la consumación de
la tradición, tiene hoy su forma propia. No es ya la “muerte de Dios”, la “desvalorización
de los supremos valores”, sino la instauración, tal vez definitiva, de esa peculiar síntesis
de voluntad de poder y racionalidad que es el imperio técnico de la sociedad industrial.
Su sintomatología no es tanto la vivencia de la pérdida del sentido de la vida, que invadía
a ciertos espíritus inquietos del siglo XIX, cuanto la absoluta nivelación de las formas de
vida, que el consumo de masas y la difusión generalizada de los valores de la sociedad
técnica producen. El olvido del ser es absoluto: sólo hay entes, en la forma de objetos
requeribles por la técnica, y el ser, si es que algún sentido tiene aún esta palabra, no es
otra cosa que la forma como aparecen los entes, es decir, su pura disponibilidad, su puro
estar prestos para el uso. No hay una pérdida del sentido, sino un sentido reproducido
hasta el infinito por el propio mecanismo de la voluntad técnica de poder. Lo cual
engendra también su específico taedium vitae, ese sentimiento de inhospitalidad y
desarraigo que caracteriza, para Heidegger, nuestra época; la época de la consumación
del nihilismo, “la civilización universal basada en el pensamiento europeo”.
Pero no querría terminar sin alzar alguna voz en defensa de esa filosofía de la
subjetividad a cuyo juicio, profundo, pero sumario, hemos asistido siguiendo el hilo del
pensamiento heideggeriano.
La hermenéutica heideggeriana ha llevado hasta el extremo la tendencia del
pensamiento genealógico de Nietzsche de contemplar el mundo y las filosofías desde un

29
origen no pensado, oculto para ellas. La lógica consecuencia de ello es una perspectiva
global, totalizadora, en que el pensamiento aparece en una esencial continuidad, aunque
sea la continuidad de una decadencia. Por eso ambos hablan, como si de un bloque
pétreo se tratara, del “nihilismo europeo”, del “pensamiento occidental”. El radicalismo
habitual de Heidegger le ha hecho ver más allá de Nietzsche e incluir su filosofía, como
su estadio terminal, en esa lógica total. El término clave para pensar esa inclusión es
“consumación” (Vollendung). La lógica de la consumación, que Heidegger aplica
igualmente a la civilización técnica, acentúa aún más la perspectiva de totalidad que recae
sobre las filosofías. En ellas se mueven y realizan necesariamente tendencias, por ellas
imperceptibles, que las gobiernan y consuman. Que esta perspectiva es indudablemente
fecunda lo muestran, por ejemplo, los luminosos análisis que Heidegger ha realizado de
Descartes, Kant o del propio Nietzsche. Pero no deja de ser una extraña paradoja que los
críticos de las categorías de unidad y totalidad de la metafísica occidental fuercen al
pensamiento a una consideración de su historia tan extremadamente unitaria y le sitúen,
como única alternativa, ante esa forma de enmienda a la totalidad que es la opción por el
“otro Pensar”, por el “nuevo comienzo”.
La hermenéutica heideggeriana de la historia del ser no deja lugar a un pensamiento
selectivo, crítico, o discriminador, que crea encontrar parcelas de verdad, elementos,
valiosos o negativos, desgajables del resto de la filosofía de la que forman parte y que no
consista en una pura elección arbitraria o caprichosa. Aplastados por la lógica de la
consumación, casi no nos atrevemos a pensar que la experiencia de la conciencia pudiera
quizá no terminar inexorablemente en la voluntad técnica de poder, que pueda haber en
ella elementos que más bien contradicen la idea de una subjetividad despótica. No puedo,
en el presente contexto, mostrarlo rigurosamente, pero es para mí indudable que tales
elementos se dan, por ejemplo, en el análisis fenomenológico de evidencia y verdad, que
Husserl llevó a cabo, y del que partió la obra del propio Heidegger. Pero la dificultad es
más general. La pretensión de no aceptar los diagnósticos totales de Heidegger (y
también de Nietzsche) supone la idea de que puede disponerse de un criterio de
discernimiento entre teorías filosóficas, la idea de que éstas pueden ser llevadas a un
terreno común de discusión, al juego de las razones y de los fundamentos. Pero esto es
precisamente lo que la hermenéutica heideggeriana no podría admitir para sí misma, pues
tal idea forma parte indisoluble del sólido bloque que es el “pensamiento europeo” y de
cuyo radio de acción se trata justamente de salir. No es ninguna casualidad que el
pensamiento de la historia del ser haya surgido en Heidegger a la par que abandonaba el
concepto de verdad como adecuación o correspondencia y se adentraba en el de verdad
como aletheia, como la apertura inaugural de un mundo que no puede ser ya referido a
ninguna “cosa misma”5. La imposibilidad de un pensamiento discriminador dentro de esa
lógica de la totalidad, que la historia del ser impone, obedece a que la hermenéutica
heideggeriana, como la genealogía de Nietzsche, no se mueven ya en el plano veritativo,
no son ya propiamente teorías, es decir, conjuntos de enunciados sometidos a algún tipo
de condiciones de verdad. Pese a ello, no me cabe ninguna duda de que el poder de
seducción que ejercen no se debe tan sólo a su poderosa retórica, sino a que nosotros,

30
sus lectores, percibimos más o menos oscuramente que lo que nos dicen es, en algún
sentido, verdadero, justo, adecuado. El abandono de este ámbito crítico y veritativo, al
que la obra de Heidegger tiende, no supera la subjetividad moderna, sino que
paradójicamente abre el camino a la arbitrariedad, es decir, a la mera subjetividad. Las
filosofías de la subjetividad, que se mueven en el campo crítico de la experiencia y de la
búsqueda del fundamento, pueden aún enseñamos, pese a los excesos románticos y las
tendencias dominadoras que Heidegger denuncia, que este terreno del lenguaje veritativo
y del poder dar razón no puede ser abandonado, porque ha sido y es, desde que la
filosofía existe sobre la tierra, la única alma mater del pensamiento.

31
Capítulo 3
El cogito y los límites de la reflexión

32
El programa de una fundamentación absoluta del conocimiento y de la moral parece hoy,
a esta época obsesionada por la idea de final, uno de los momentos que definen eso de lo
que, confusamente, nos despedimos. Las filosofías del sujeto o del cogito, solidarias e
inseparables de ese programa, desde Descartes a Husserl, corren la misma suerte y son
muchos los pensadores contemporáneos que, en la estela de Nietzsche y Heidegger,
siguen haciendo de la crítica masiva a las ideas de sujeto y de fundamentación radical la
clave de su ya un tanto cansino trabajo. La racionalidad cartesiana no encuentra
ciertamente en la filosofía de estas últimas décadas una acogida comprensiva, sino más
bien un hostigamiento permanente. Pero el pensamiento filosófico no está sometido a los
mismos ritmos que el ámbito mediático que domina en la cultura contemporánea. El
permanente cuestionamiento crítico que es su modo de ser y el suelo veritativo del que se
nutre le marcan un tempo distinto, aunque nunca ajeno a su medio. De ahí que el
surgimiento de nuevos movimientos filosóficos, cuando son verdaderamente tales, lleve
siempre el sello de las razones objetivas, provenientes de la cosa de que se trata, y no de
la promoción interesada de modas más o menos fugaces. A mi entender, la recuperación
lenta a que estamos asistiendo de la subjetividad del individuo, sin atreverme a evaluar
aún su profundidad y su fuerza, obedece a necesidades intelectuales y sociales
profundas. En cualquier caso, una revisión de esa crítica masiva me parece una tarea
necesaria, no por motivos político-morales, aunque también, sino por justicia teórica.
Una cierta recuperación de la racionalidad cartesiana, que sin abandonar sus rasgos más
decisivos sea capaz de asumir sus condiciones y por tanto sus límites, es lo que da
sentido a esta exposición, que se centra en la reflexión como médium de la meditación
cartesiana.

33
1. El poder de la reflexión

Que el pensamiento de Descartes es un ejercicio extraordinario de lucidez reflexiva es


cosa manifiesta desde las primeras líneas de las Meditaciones. En efecto, las
Meditationes de prima philosophia se abren con un acto majestuoso de reflexión, pleno
de autoconciencia y de un formidable dominio de sí. Este acto de reflexión, que inaugura
la filosofía moderna, muestra su soberanía en el inicio mismo de su movimiento, en la
previsión que realiza de las condiciones psicológicas de su ejercicio. “Esperé hasta haber
alcanzado una edad lo suficientemente madura, que no pudiera esperar otra después que
fuera más propia”, nos confiesa Descartes, para añadir después que esta espera del
adecuado desarrollo de la personalidad se completa con la búsqueda de las circunstancias
anímicas y materiales más adecuadas: “ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado y
que me he procurado un reposo seguro en una apacible soledad...”. Es el individuo
Descartes entero, con toda su personalidad psíquica y espiritual, el que resulta gobernado
y puesto en disposición por el soberano acto reflexivo que comienza. La libre decisión de
una reflexión radical se pone a sí misma como comienzo absoluto precisamente porque
nada de lo que le antecede la explica; la vida prerreflexiva en su conjunto –la
personalidad psíquica, el cuerpo, los hábitos y costumbres, la fe religiosa y las
demostraciones científicas–, no promueve ni exige la emergencia de un acto de tal
radicalidad; la tendencia que le es propia es más bien la opuesta: mantener ceñido a ella el
uso de la razón, reclamar para sí un máximum de adhesión, que evite toda conciencia de
distancia o de indiferencia; pero es justamente lo contrario, un defecto, un fallo en la
trama de opiniones teóricas y prácticas lo que hace surgir la reflexión radical; el no poder
mantener su pretensión de verdad, el no ser siempre lo que quieren ser, verdaderas o
válidas, se revela como algo literalmente insoportable para la conciencia racional que
reclaman.
La in-certeza, la in-seguridad, correlatos subjetivos de esa incapacidad de las
opiniones, son la expresión de un desasosiego que, en su carácter negativo, pone de
relieve cuál es el estado “natural” de la razón, la certeza absoluta, cuyo objeto es la
verdad pura y simple, la verdad sin más. La autopo-sición de la razón en el acto radical
de reflexión es un encuentro consigo misma en el que la razón toma conciencia de su
excepcionalidad, de su imposible asimilación a lo dado. Es esta connaturalidad entre
razón-certeza-verdad absoluta el supuesto en que descansa la meditación cartesiana y lo
que da sentido a eso que Descartes llama el “nivel de la razón”: “en lo que toca a las
opiniones que había aceptado hasta entonces, lo mejor que podía hacer era acometer, de
una vez, la empresa de abandonarlas para sustituirlas por otras mejores, o por las
mismas, cuando las hubiera ajustado al nivel de la razón” (Discurso, 2.a parte). La
definición indiscutida de la Regla II: “toda ciencia es un conocimiento cierto y evidente”
responde a la misma convicción.
La capacidad de distinguir, nítida, tajantemente, lo verdadero de lo falso es la esencia
de la razón, y en la decisión extrema de practicar una absoluta epojé con todo lo recibido
toma el sujeto reflexionante conciencia del poder que ello implica. Nada menos que el

34
despegue de toda la vida prereflexiva, con la posibilidad universal de objetivarla,
sometiéndola a un juicio crítico irrecusable. Que este despegue es antes que nada un
supremo testimonio de la libertad que anida en la reflexión, el artículo 6 de los Principia
se encarga de ponerlo de manifiesto: “pero aunque el que nos ha creado fuera
todopoderoso y se complaciera en engañamos, no por ello dejamos de experimentar una
libertad tal, que cuantas veces nos plazca podemos abstenernos de adoptar en nuestra
creencia las cosas que no conocemos bien”. Pero esa libertad se ejerce en y mediante la
objetivación que la reflexión implica: suspendemos las opiniones y nos distanciamos de
ellas en la medida en que las destituimos de su identificación con nosotros y las
exponemos a la mirada que las escudriña. La copertenencia de libertad y objetivación es
la entraña de la meditación cartesiana.
La soberanía del acto inaugural de las Meditaciones es un símbolo de lo que,
convencionalmente, solemos llamar “el proyecto moderno”, el de una razón soberana y
crítica, capaz de liberar a todos y cada uno de los individuos humanos de la tiranía de la
vida natural y social, proporcionándoles por primera vez la posibilidad de conducir su
vida en una armonía que sólo la dirección de una razón autónoma puede lograr. Ahorro
todas las referencias actuales a la crisis de ese proyecto, bien conocidas de todos.
Quisiera ahora tan sólo medir el alcance del pensamiento cartesiano, en lo que tiene
justamente de ejercicio de reflexión, en el sentido estricto –vuelta del sujeto reflexionante
sobre sus propias vivencias–, con vistas no a una des-construcción que lo disuelva en
otras instancias impensadas, sino al revés, a mostrar su poder revelativo de momentos
prerreflexivos de la subjetividad que no pueden ser ignorados, sino integrados por la
reflexión crítica de la modernidad como condiciones de su propio ejercicio. Me centraré
para ello en dos puntos que afectan 1) al ámbito objetivo sobre el que recae la reflexión
radical y 2) al cogito como patentización del propio sujeto reflexionante.

35
2. La inabarcabilidad de la vida prerreflexiva

El radicalismo de la meditación cartesiana se muestra en el alcance universal de la


suspensión de juicio al que la duda sistemática somete el orbe entero de lo accesible al
conocimiento humano. Ahora bien, este universo es ante todo el representado por mis
opiniones. El estilo personal del Discurso cartesiano no es un recurso narrativo, sino
constitutivo de la forma de pensar que es la meditación reflexiva, destinada a examinar
las creencias, científicas o no, que dan consistencia a lo que yo soy. Que los principios
prácticos de conducta, incluidos los estrictamente morales, no pueden dejar de ser objeto
de la crítica es algo de lo que la moral provisional de la tercera parte del Discurso da
buena prueba. Aunque Descartes ha dejado entrever en varias ocasiones que no se debe
aplicar el rigor implacable de la duda dirigida por la certeza a los asuntos de la vida
práctica (inicio 4.a parte Discurso, prefacio de los Principia, art. 3), no es menos cierto
que, desde las Regulae a los Principia, el pensamiento de Descartes está presidido por el
ideal de una ciencia universal, de una sabiduría plena, construida sobre fundamentos
absolutos y autoevidentes, y que de ese magno edificio es parte integrante y expresión
máxima la moral. Recuérdese la imagen del árbol de la filosofía y cómo la última rama,
aquella que ofrece el fruto más preciado y jugoso, es la “más alta y más perfecta moral
que, presuponiendo un conocimiento de las otras ciencias, es el último grado de la
sabiduría”. Pero es que, además, la esencial teoría del juicio de la cuarta meditación,
basada en la célebre colaboración del entendimiento y la voluntad, no deja dudas de que
el juicio práctico también resulta de la presentación por el entendimiento de una situación
objetiva para la adhesión de la voluntad: “si yo conociera siempre con claridad lo que es
verdadero y lo que es bueno, no me tomaría la molestia de deliberar qué juicio y qué
elección debería hacer”. Una universal suspensión del juicio, como la que inicia las
Meditaciones no puede no afectar al juicio práctico, de ahí que la moral provisional, a
pesar de no aparecer temáticamente como ingrediente del sistema en las grandes obras
posteriores, sea un paso obligado del proyecto cartesiano.
La moral provisional es un trozo extraordinario del pensamiento cartesiano. Magnífica
expresión del buen sentido, y de una lúcida e irónica experiencia de la vida, constituye un
ejercicio luminoso de reflexión radical, lugar privilegiado donde contemplar el poder del
sujeto reflexionante sobre el universo de sus creencias. La idea misma de una moral
provisional es extraordinaria; se trata de vivir, al menos durante una etapa de la vida,
haciendo nuestros unos principios, de los que sin embargo nos sentimos distanciados,
sustrayéndoles así nuestra plena adhesión consciente. La meditación que establece este
código de conducta está animada por un doble movimiento: la suspensión absoluta de
todos los principios y normas de conducta provenientes de la vida natural y la posterior
recuperación de algunos de ellos, tras pasar por el filtro de la racionalidad. En ambos
momentos podemos encontrar algo así como un límite que la vida prerreflexiva impone al
imperio de la reflexión en marcha.

a. ¿Qué es lo que la duda radical cuestiona en las opiniones y principios morales?

36
¿Qué es lo que de ellos resulta suspendido? Sin duda su validez objetiva, esto es, la
pretensión que les es propia de reclamar la adhesión de nuestra voluntad racional.
Desposeídos de su vigencia sobre mí por el acto libre de la reflexión, el sujeto se
dispone a adoptar otros nuevos, para lo que necesita la labor crítica de ajustarlos al
nivel de la razón. Mientras se realiza el trabajo analítico, la reflexión extrae de sí
unas normas de conducta que no se revelan aún como incontrovertibles e
indudables, de ahí su provisionalidad, pero que sirven de guía para el
enjuiciamiento de las opiniones y costumbres de la vida natural, ahora objetivada y
distanciada de mí. En la labor de explicar y dar una mínima fundamentación
racional al precepto de la primera regla de seguir las opiniones más moderadas y
alejadas de todo exceso, propias de las personas más sensatas, señala Descartes que
para ello es necesario, claro está, saber cuáles son. Lo cual exige fijarse “más bien
en lo que hacen que en lo que dicen, no sólo porque dada la corrupción de nuestras
costumbres hay pocas personas que consientan en decir lo que creen, sino también
porque muchas otras lo ignoran; pues por ser actos distintos del pensamiento, creer
una cosa y saber que en ella se cree, suelen estos actos existir el uno sin el otro”.
Esta diferencia se me antoja de una importancia decisiva, pues saca a la luz el
abismo que separa la creencia ejecutiva de la acción del saber reflexivo que sobre
ella podamos poseer. Lo interesante de la distinción es que Descartes reconoce la
posibilidad de una ignorancia de los principios reales de nuestros actos, que, o bien
se desconocen por completo, o bien emergen a la conciencia en la forma de una
falsa estimación. Obsérvese bien que no se trata de la conocida experiencia de
“virtudes públicas, vicios privados”, que supone la inadecuación consciente de lo
que se estima bueno y lo que realmente se vive, sino de que, supuesta una
fundamental sinceridad consigo mismo, el sujeto cree estar asumiendo un principio
que, sin embargo, no es el operativo, o no lo es íntegramente (pues una absoluta
ignorancia de la máxima de la acción no cabe: siempre se cree entender lo que se
hace). Sólo un espectador, parece decir Descartes, puede deducir de la conducta
ajena la norma efectiva y ello, naturalmente, sin plena certeza. Ahora bien, es claro
que la reflexión no puede meter en el paréntesis de la duda más que aquello que es
una posición de la conciencia, aquello que ésta advierte como constitutivo del acto
reflejado. La objetivación reflexiva opera sobre el objeto intencional y la conciencia
concomitante de la vivencia primitiva, pero si elementos operativos no entran en
esa estructura, resulta imposible que la reflexión los saque a la luz. ¿No significa
esta necesidad de leer en otros las normas morales efectivas un reconocimiento de
que la subjetividad está constituida también por un ancho mundo de opiniones y de
creencias, vigentes en ella, que no resultan accesibles a una reflexión que tiene por
objeto la cogitado como campo de donación absoluta? Y si ello es así, ¿no
necesitaría la racionalidad cartesiana, el gran proyecto moderno, completarse con
una reflexión, de la que la certeza incontrovertible no puede ser ya la guía, que se
dirija justamente a buscar ese paradójico modo de aparecer de lo que no aparece? –
de lo que no aparece, se entiende, a esa forma de reflexión.

37
b. Pero es la segunda máxima la que nos lleva a pensar sobre todo en la
inabarcabilidad de la vida prerreflexiva por la reflexión radical cartesiana [“mi
segunda máxima fue la de ser lo más firme y resuelto que pudiese en mis acciones
y seguir con tanta constancia en las opiniones más dudosas, una vez resuelto a ello,
como si fueran muy seguras”]. Cumplida la epojé sobre las costumbres y principios
prácticos, éstos dejan, al menos mientras la actitud reflexiva se mantiene, de estar
incorporados a mí, para pasar a ser objetos de una consideración que los escudriña
en busca de una evidencia objetiva, que funde racionalmente su vis obligandi.
Convertidos en mera pretensión, afectados de un coeficiente de irrealidad, el hueco
que dejan no puede no ser llenado. Para intentar colmar el vacío, el acto reflexivo
no tiene otra instancia a que recurrir que a sí mismo, a su naturaleza de razón
práctica. Pues efectivamente, la reflexión radical es un acto de la razón práctica, de
una voluntad racional que decide no determinarse por otros principios que los que
porten el sello de la apodicticidad y, mientras tanto, abstenerse de todo
pronunciamiento. Como razón práctica que es, la reflexión sabe que no puede no
querer y que no puede no querer según principios. Si bien el abstenerse de todo
pronunciamiento no se substrae a esta condición, pues es una determinación reglada
de la voluntad, no resulta posible ejecutarla permanentemente. ¿Por qué? El texto
de Descartes nos habla de que “muchas veces las acciones de la vida no admiten
demora”, idea que repite igualmente en los Principia, y por ello se impone adoptar
alguna decisión. La urgencia de la vida ¿aparece aquí como una inoportuna
interrupción del curso tranquilo de la meditación, algo así como un molesto ruido
exterior al que hay que atender para poder continuar? Yo creo que no, que el
pensamiento de Descartes es más profundo. La irrupción de esa vida, afectada por
el coeficiente de duda, que entra a borbotones en la reflexión, no es un mundo
exterior al que no se ha podido cerrar del todo la puerta, sino algo que forma parte
del horizonte de la propia reflexión. Determinarse según principios es siempre
proyectar un campo de posibilidades de acción y lo que la reflexión experimenta en
la imposibilidad de mantener una absoluta suspensión de juicio práctico es que el
horizonte que la abstención abre no es una nihilización absoluta de lo dado, sino
que en él se incluyen posibilidades positivas que no puede no asumir. El horizonte
del mundo, como conjunto abierto de posibilidades determinadas, es también el
horizonte de la reflexión radical. Lo cual significa que la reflexión no es nunca un
comienzo absoluto, sino que tiene un pasado, justamente aquel que anticipa esas
acciones inexcusables, y que en el Discurso transparece como la urgencia de la
vida. Por eso dirá Descartes que la razón que nos determina a emprenderlas, aun
cuando no dispongamos de una evidencia plena, es verdadera [“debemos, sin
embargo, decidirnos por algunas y considerarlas después, en cuanto referidas a la
práctica, no como dudosas, sino como muy verdaderas y ciertas, ya que lo es la
razón que nos ha determinado a seguirlas”]. La acogida de lo verosímil por la moral
reflexiva es la consecuencia necesaria de esta presencia del mundo, que precede
como horizonte al acto filosófico de la reflexión y que no obedece al propósito de

38
esa razón que se pone a sí misma como certeza; de ahí su apremio y su
contingencia.
Incapaz de sacar de sí un principio práctico material, una norma determinada de
conducta válida, que sustituya las opiniones caídas, la reflexión extrae una metamáxima
puramente formal, pues no otra cosa es la segunda regla provisional, que es una perfecta
expresión de su calidad de razón práctica, ya que no contiene más que la resolución firme
de una voluntad que no puede no determinarse y que por ello hace suyo lo versosímil y
lo probable. La inconmensurabilidad entre lo que la posición reflexiva inicial establecía
como el nivel de la razón –la certeza incontrovertible–, y la asunción por la misma razón
reflexiva de normas de conducta sólo probables, no es el ejercicio hipócrita de una razón
que asume con decisión un papel en el que no cree, sino el reconocimiento de la
racionalidad posible para un sujeto reflexionante que se sabe, como actor de su vida,
limitado.
La moral provisional de la reflexión es, pues, dudoso que sea, efectivamente,
provisional. A la espera de la certeza absoluta que no llega, no puede por menos que
hacer suyos los principios que el apremio de la vida le impone. Pero a la vez, no
pudiendo poner ella misma el principio evidente requerido, su búsqueda en el mundo
preexistente de la vida natural no puede más que fracasar, porque las certezas que allí se
encuentran se disuelven ante la mirada objetiva de la reflexión; ninguna certeza de la vida
moral puede convertirse en la certeza objetiva absoluta que la reflexión exige. Que
Descartes no haya escrito nunca la moral perfecta a la que aspiraba es un síntoma no
despreciable. La posterior reaparición de las reglas del Discurso en la obra última de
Descartes, especialmente en las cartas a la princesa Elisabeth, es un indicio aún más
fuerte1. En la carta a Cristina de Suecia de 20 de noviembre de 1647 se lee lo siguiente
“no veo que sea posible disponer mejor (de la voluntad) que si se tiene siempre una firme
y constante resolución de hacer exactamente todas las cosas que se juzgue que son las
mejores y emplear todas las fuerzas del espíritu en conocerlas bien. En esto sólo
consisten todas las virtudes; esto sólo es lo que, hablando propiamente, merece la
alabanza o la gloria; en fin, de esto sólo resulta el más grande y el más sólido contento de
la vida. Así, estimo que es en esto en lo que consiste el soberano Bien”2 ¿No es una
confesión del carácter definitivo de la moral provisional el que justamente la resolución
firme de la voluntad, a que alude la segunda máxima, sea el núcleo esencial de la virtud y
del bien al que el hombre puede aspirar?

39
3. El cogito y el ser del sujeto

Si la marcha de la meditación cartesiana es esencialmente reflexiva, como vengo


diciendo, es claro que el encuentro del sujeto meditante consigo mismo ha de tener lugar
en el seno de la propia reflexión, lo que equivale a decir que el punto culminante del
pensamiento cartesiano, el cogito, ergo sum, se cumple en un acto expreso de reflexión.
Una interpretación reflexiva del cogito es obligada, por la propia estructura del Discurso
cartesiano y la experiencia de la racionalidad que en él se recoge. El pensamiento
fenomenológico, la corriente más cercana al estilo cartesiano, así lo ha considerado, y ya
sea para reforzar y depurar la posición cartesiana (Husserl), como para deconstruirla en
su oculta posición metafísica (Heidegger), la interpretación reflexiva dirige la valoración
filosófica de la irrupción de la subjetividad moderna por obra de Descartes.
Pero para examinar si el cogito es un rendimiento de la reflexión o un saber pre-
reflexivo es preciso volver a traer a colación la íntima e indisociable relación que en el
Discurso cartesiano existe entre certeza y evidencia. La decisión que comanda toda la
marcha del pensamiento es la posición de la certeza absoluta como el ingrediente
determinante de la razón, cosa que en sí misma no es obvia, como lo muestra la
razonabilidad de lo verosímil en el campo práctico. Que esta emergencia de la certeza
como condición a priori es obra de la reflexión salta a la vista con sólo reparar en que la
certeza es, frente a la verdad, el momento subjetivo del saber, y sólo su objetivación
reflexiva puede situarla en ese primer plano. La certeza, como condición inexcusable del
saber, responde, utilizando una significativa expresión de Heidegger, a una preocupación
por el conocimiento conocido (Sorge um erkannte Erkenntnis), a la búsqueda de una
garantía del grado de perfección de nuestro saber. Pero, a su vez, la certeza, en cuanto es
perseguida como el elemento que da sentido a la fundación de una ciencia, es certeza de
algo, esto es, recae sobre algún tipo de objetividad que, en la conciencia cierta, viene a
ser conocida sin residuo. Por ello la certeza es certeza científica, porque, además de
asegurar la calidad del conocimiento, hay un campo de objetos que resulta íntegramente
comprendido por el saber cierto.
En este sentido, creo que puede decirse que la certeza teledirige y precede a la
evidencia, y no al revés. Es la exigencia de indubitabilidad radical, inmodificable, propia
de la certeza cartesianamente pensada, lo que pone en movimiento la búsqueda de aquel
acto del espíritu que se adecúe a ella y la realice; la evidencia, esto es, la patentización de
la cosa desde ella misma, es medida y tasada por la certeza. En ninguna parte se ve tan
claramente la dependencia de la evidencia respecto de la certeza como en aquel pasaje de
la tercera meditación donde Descartes, después de haber hallado la vivencia del cogito,
desgaja la claridad y distinción presentes en ella y las establece como criterio de certeza.
Sin embargo, inmediatamente, no puede dejar de reconocer que esos mismos caracteres
se encuentran en otras vivencias de objeto diferente, hasta el punto de decir: “cada vez
que me vuelvo hacia las cosas que creo concebir muy claramente estoy tan persuadido
por ellas, que por mí mismo me dejo arrebatar por estas palabras: engáñeme quien
pueda, que lo que nunca podrá es hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando

40
que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que
ahora soy, ni que 2 + 3 sean algo distinto de 5, ni otras cosas semejantes, que veo
claramente no poder ser de otro modo que como las concibo”. En el interior de la
evidencia, los caracteres fenomenológicos del acto son idénticos en la vivencia del cogito
y en la vivencia de una proposición matemática como 2+3 = 5: la misma claridad, la
misma distinción, la misma necesidad en el ser-así del objeto. En tanto la conciencia está
concentrada en lo que aparece y su ser necesario, el cogito no tiene ningún privilegio. La
perplejidad, que Descartes plasma en el texto, producida por la diferencia de perspectivas
que ofrecen la consideración de la hipótesis del deus decaptor y la mirada a lo que se
muestra en la evidencia es harto significativa; es la proyección sobre la evidencia de un
pensamiento ajeno a ella (la posibilidad de una universal conciencia fingidora) lo que
conduce a una discriminación entre el cogito y las evidencias matemáticas. No son, pues,
los rasgos propios de la evidencia los que deciden, sino el prerrequisito de la
indubitabilidad radical, condición de la ciencia. La ligazón necesaria entre certeza y
evidencia, incluso la sinonimia entre ambas, que a veces encontramos insinuada por el
propio Descartes, es sólo aparente. En rigor la certeza es una postulación filosófica
inicial, un ideal predeterminado de saber científico; la evidencia, por el contrario, es una
realidad de la vida consciente. De la criba de ésta por aquélla surge el cogito.
Esta situación, repito, es decisiva para enjuiciar la interpretación reflexiva del cogito.
Pues la reflexión cartesiana no es la inocua vuelta de una vivencia sobre otra, sino una
mirada reflexiva cargada de un ideal constructivo de ciencia del que es inseparable.
Todo cogito es cogito me cogitare. La afirmación de Heidegger puede servirnos como
expresión del carácter eminentemente reflexivo del cogito. Si la meditación sorbre la
duda ha roto la creencia de la conciencia ingenua en la realidad de los objetos a los que
se vuelca y por tanto la verdad de sus afirmaciones sobre ellos (la duda hiperbólica del
deus deceptor significa la descalificación de la evidencia de las objetividades
matemáticas), la certeza posible sólo puede encontrarse en la autopercepción del
pensamiento, en el hecho de la realidad del pensamiento para sí mismo. Y éste es el
problema: ¿es esa autopercepción re-flexión, flexión, movimiento del pensamiento hacia
sí mismo? ¿O se trata más bien de una inmediatez tal que no hay una separación
intencional entre el primer pienso como nóesis y el segundo como nóema?
La interpretación del cogito como un acto de reflexión descansa, a mi entender, en
que en él se destaca y aparece claramente el universal “darse cuenta de” (a la vez de la
cosa y de sí mismo) en que consiste el pensamiento. Todo ver algo es saber que se ve y
el ego cogito pone de relieve ese momento de saberse, que permanece incólume,
intocable, incluso en el seno de una ficción universal. Por ello es posible subsumir, bajo
la idea de pensamiento, todos los actos de las distintas facultades –inteligir, imaginar,
querer, sentir– porque todas ellas tienen el mismo denominador común: animadvertere,
darse cuenta. Ahora bien, esa puesta a la luz es posible sólo por la reflexión, porque en
un nuevo acto el pensar objetiva el darse cuenta de y lo ve como esencialmente
homogéneo consigo mismo. Esta homogeneidad es capital, pues si el sujeto reflexionante
que tiene ahora la certeza que expresa el cogito no supiera con evidencia que la duda,

41
que antes tenía y que ahora resulta objetivada, no fuera una cogitado como la actual
reflexiva, la evidencia incontrovertible del cogito se derrumbaría. No existiría entonces
ninguna diferencia con las objetividades mundanales, reales o ideales, que han caído bajo
la duda. Husserl llamaría a esto sencillamente percepción inmanente, cuya indubitabilidad
es de principio, frente a la dubitabilidad de la trascendente. Por eso en la reflexión
sabemos que nos percibimos a nosotros mismos, que sabemos de nuestro pensamiento y
no de otra cosa. Es la reflexión la que faculta la percepción explícita, evidente, del
pensamiento por él mismo y la que engendra la certeza plena, la comprensión de la
imposibilidad absoluta del no ser de lo percibido. Ciertamente esa conciencia de sí está
implícita en la vivencia ingenua, y aunque el rayo intencional no está dirigido a ella existe
la posibilidad de principio de hacerlo; justamente el ejercicio de esa posibilidad es la
reflexión. Y en ella radica el poder decir: “yo pienso”.
¿Es la interpretación reflexiva del cogito la que da cuenta con mayor rigor del
descubrimiento cartesiano? Pero sobre todo ¿es este privilegio de la reflexión acorde con
el saber que el ser humano tiene de sí mismo, del que el cogito sería la expresión
filosófica por antonomasia? No es la primera cuestión –conocidos intérpretes de
Descartes han puesto de relieve la unidad e inmediatez del cogito, frente a todo
desdoblamiento reflexivo (Alquié, el mismo Gueroult)–, sino la segunda, la que ha
movido al pensamiento contemporáneo postfenomenológico a rebelarse contra el
predominio de la reflexión y, por razones de índole fenomenológica, referentes a las
condiciones generales de la fenomenalidad, ha vuelto sobre Descartes como lugar
eminente del problema. Heidegger y Michel Henry pueden servir como ejemplos. No
voy, naturalmente, a discutir aquí la interpretación de ambos filósofos, ni mucho menos
entrar en su pensamiento propio, sino sólo aludir al problema que me parece que está
latiendo en su forma de replantear el significado del cogito y que no es otro que el de los
límites de la reflexión.
El quid de la cuestión está en la posición objetiva que la reflexión impone. Desde el
momento en que la vivencia del cogito –la existencia incontrovertible del acto de pensar
captada en el mismo pensamiento– se concibe como reflexiva, es inevitable que la
distancia intencional entre el acto y su objeto aparezca, de tal modo que yo contemplo mi
propio pensamiento como un objeto ante mí. Si el cogito es posición objetiva –y toda
reflexión lo es–, la existencia evidente de mí mismo como ser pensante es un tipo de
objetividad; el desdoblamiento del yo, con todas sus aporías, se abre inmediatamente
paso. Pero no son estas aporías de la subjetividad lo que importa aquí, sino el fenómeno
aludido por el cogito y su encaje o no en la interpretación reflexiva. Heidegger, en su
discusión con la fenomenología husserliana, ha puesto de relieve cómo la reflexión es el
ejercicio consciente y explícito de la posición teorética, de donde ha derivado una crítica
global del acto reflexivo, que resulta plenamente pertinente en este contexto. Podemos
resumirla en estos tres momentos: 1) el paso de vivencia vivida a vivencia mirada
produce una alteración radical en la primera: la convierte en objeto, confiriéndole un
estatuto de objetividad del que carecía; es el hecho general, al que ya me he referido, de
la objetivación. 2) Al objetivarla, la pone inevitablemente en la conciencia, o quizá mejor,

42
la interpreta como conciencia, como pensamiento; esto es, la sitúa en un tipo
determinado de realidad. 3) Lo vivido en la vivencia primaria se convierte, por obra de la
posición teórica de la reflexión, en un tipo homogéneo de realidad: lo que está ahí,
vorhanden. Superar esta “ilusión fenomenológica” es ver que el verdadero problema se
encuentra en el “saber” aún no posicional que el sujeto tiene de sí en la vida
prerreflexiva, pues el sentido de la propia reflexión es que ella no instituye nada, sino que
explicita lo que ya estaba allí, en la vida primaria. Este es también el sentido del cogito.
Sin embargo, el que Descartes haya entendido todo pensar como implicando un pienso
que pienso –en el supuesto de que la interpretación reflexiva que Heidegger sigue sea
correcta– trae como resultado que lo visto en la evidencia del cogito no sea el ser del
propio pensamiento, la existencia efectiva del yo que piensa, sino una situación objetiva,
un Sachverhalt, sobre el que recae una proposición verdadera e indiscutible: “Lo que se
encuentra no es aliquid qua res, sino algo qua Sachverhalt. El hallazgo fundamental del
buscar es una veri tas, una proposición enunciada en referencia a algo objetivo”3. La
objetivación reflexiva convierte la presencia inmediata del sujeto para sí mismo en una
objetividad contrapuesta, haciendo decir al pensamiento lo contrario de lo que quiere
decir. La reflexión no puede, pues, sino marrar el fenómeno esencial, prerreflexivo, al
que alude el cogito, y que para Heidegger es el peculiar habérselas consigo misma de la
existencia humana, “el ser en el sentido de ejecución del haberse”4. Es éste el fondo de
verdad del descubrimiento cartesiano. Respecto de él, la reflexión llega siempre tarde.
Michel Henry, en una extraordinaria interpretación de algunos pasajes decisivos de
Descartes, ha cuestionado con una radicalidad extrema la pertinencia de las
interpretaciones del cogito en términos de intencionalidad, por tanto, con mayor razón
aún, en términos de reflexión. Si la meditación sobre la duda ha puesto fuera de juego
todas las evidencias mundanales, la incontestabilidad del cogito no puede ser pensada
bajo la forma de la intencionalidad. Lo cual significa que entre el pensar como un estar
dirigido hacia, como conciencia-de, y la experiencia que el pensamiento tiene de sí mismo
hay una heterogeneidad radical. El pensamiento no se sabe a sí mismo mediante ningún
éxtasis intencional, ni siquiera implícitamente, como supone la interpretación reflexiva,
sino en una inmanencia absoluta. El ver que ve algo no se ve a sí mismo, pero se
experimenta, se siente. Sentimus nos videre, dice Descartes, y M. Henry interpreta
justamente esta y otras expresiones de Descartes como la indicación de una inmediatez
del ver a sí mismo inaccesible mediante la intencionalidad. El recurso a la afectividad, al
sentir, no es casual, ni una huida fácil hacia el oscuro terreno del sentimiento. Por el
contrario, pone de relieve que la inmediatez, lejos de aludir a una vacía identidad consigo
mismo, es el momento, fenomeno-lógicamente originario, de la patencia del sujeto a sí
mismo, y ese momento sólo como autoafección puede entenderse. La reduplicación del
pienso que pienso no es reflexión, sino autoafección, sentirse pensar, ver, imaginar, en
una palabra, vivir. El camino de M. Henry es justamente el contrario de la reflexión: el
sentir no se incluye en el pensamiento por ser una forma de conciencia, de darse cuenta
de, sino al revés, es el pensamiento el que primitivamente es una forma de sentir, la
experiencia inmanente de sí que precede a toda intencionalidad y a toda reflexión

43
imaginable y sin la que ambas no serían posibles. Cogito sin cogitatum, la esencia de la
subjetividad es la autoafección de la vida por sí misma y sin ella la intencionalidad, el
poder representativo y objetivante, no podría revelar nada. En la inmediatez de la
autoafección radica la subjetividad absoluta entrevista por Descartes.
La interpretación no reflexiva del cogito tiene, ciertamente, buenas apoyaturas
explícitas en los textos cartesianos –J.-L. Marion las ha señalado claramente– y responde
probablemente al sentir del propio Descartes. Tiene, sin embargo, a mi entender,
dificultades de no poco calado. La primera es que sólo es posible desgajando la vivencia
del cogito del ritmo del Discurso cartesiano, particularmente de los caracteres de la
certeza indubitable que es su requisito previo. El cogito viene a cumplir esa certeza y
tiene que medirse por ella. La claridad y distinción que Descartes reconoce en el cogito y
que se extiende también a otros objetos indica que sólo la presencia inmediata ante la
conciencia, en un darse íntegro, de un objeto suscita la certeza requerida. Sólo la
percepción objetiva de que algo es así y no puede ser de otra manera puede engendrar la
indubitabilidad buscada, que es una indubita-bilidad que se sabe conscientemente tal, que
se deja por tanto apresar por la reflexión. La evidencia tiene pretensiones de cientificidad.
Por eso la incontestabilidad de la autoafección no es traducible en la indubitabilidad de la
evidencia del cogito. Justamente la vida como autoafección no es evidenciable. En
cuanto a Heidegger, él sabe muy bien que el habérselas consigo mismo del Dasein no es
susceptible de ninguna certeza, porque la exigencia de certeza proviene de un nivel
epistemológico ajeno al estar en el mundo originario. En tal vida originaria no hay algo así
como “certezas”.
En segundo lugar, la continuidad sin fisuras con que Descartes pasa del cogito al
análisis del pensamiento y su contenido esencial, las ideas, es una indicación clarísima de
que no hay ningún salto entre la evidencia del pensamiento para sí mismo (cogito) y la
evidencia de lo pensado en el pensamiento; la evidencia del cogito se extiende al
cogitatum qua cogitatum, es decir, a las ideas en cuanto pura y simplemente son
elementos del pensar; su realidad objetiva es un contenido material, susceptible de ser
aprehendido intencionalmente; por ello es posible fundar en ella argumentaciones
objetivas, como la de la existencia de Dios y la de la existencia de las cosas materiales.
Las interpretaciones de Heidegger y M. Henry son profundamente divergentes y
señalan dos direcciones contrapuestas de la fenomenología: mientras para Heidegger el
estar en el mundo es el horizonte trascendental de toda manifestación, inclusive la de sí
mismo, para M. Henry la vida absoluta de la subjetividad es la condición de la
manifestación del mundo. Sin embargo, apuntan ambas al hecho de que la reflexión
radical, siguiendo su propio ritmo, descubre –implícitamente, pues no consigue fijarlo
(Heidegger), explícitamente, pues es el contenido esencial del cogito (M. Henry)– que el
ser del sujeto reflexionante no consiste en la autoposición de la reflexión, no es el libre
poder que expresa la decisión reflexiva, sino que, por el contrario, ésta se encuentra
precedida por una vida que, si la subjetividad se entiende a partir de la reflexión y la
intencionalidad, hay que llamar pre-subjetiva o no subjetiva. La vía cartesiana no niega,
pues, la realidad de esa vida, pero ha preferido explorar hasta el final las posibilidades de

44
la reflexión. La filosofía del siglo xx, en cambio, ha cumplido hasta el límite la experiencia
de la destrucción del cogito. Es posible que al pensamiento del siglo XXI le toque verter
en moldes nuevos la savia de la subjetividad perdida. Pero para eso nos falta aún la
perspectiva.

45
Capítulo 4
La hermenéutica del sí mismo en Ser y tiempo

46
Que el pensamiento del siglo recién acabado ha sido en una amplia medida la expresión
de la desilusión y del agotamiento de las filosofías del sujeto, y que su trabajo ha
consistido en una paciente descomposición de su engranaje, denunciando una por una
sus piezas esenciales, pocos lo negarán. La crisis del sujeto es, así, un tema típico del
pensamiento del siglo XX, que supone una determinada visión de la historia de la
modernidad, muy vigente en la filosofía y en la crítica de la cultura contemporánea. Pero
las vicisitudes del pensamiento no son nunca la parábola de un móvil, predecible por
principio, aunque ex post podamos reconocer en ellas una cierta lógica. Pues nunca el
pensamiento se relaciona con el que le precede como con un acontecer dado y fijo, cuyo
sentido marcase forzosamente el rumbo, sino como un horizonte abierto de posibilidades,
interpretables en función de la urgencia de la realidad en que se mueve. Por eso la
fórmula “pensar después de” es equívoca; valiosa, en cuanto expresión de que no se
puede no hacer la experiencia de un pensar significativo sobre “el tema de nuestro
tiempo”; confusa, en cuanto tiende a revestir esa experiencia con el prestigio positivista
de los hechos: las cosas son así y no reconocerlo equivale a quedarse fuera de la
“realidad”. Esta es la situación en el problema del sujeto. Tras su disolución o muerte
tantas veces pregonada, la última década registra una creciente vuelta de la temática de la
subjetividad. No se trata, desde luego, de una restauración de la metafísica de la
subjetividad o de la filosofía trascendental clásica, sino de que la discusión filosófica
vuelve a colocar en primer plano aspectos de la realidad que la tradición ligaba al sujeto:
(auto)conciencia, individualidad, autonomía, etc.
Es en este sentido en el que quiero tratar las referencias al sí mismo, que se contienen
en Ser y tiempo de Heidegger, pues estoy convencido de que proporcionan algunos
trazos para la comprensión filosófica de aquello a lo que apunta la idea de Selbst, self o sí
mismo. Naturalmente, no voy a tratar pormenorizada ni exhaustivamente el tema –en el
fondo Ser y tiempo es todo él una analítica del sí mismo, una empresa de
autoconocimiento–, sino seleccionar unos cuantos momentos decisivos de dicha obra con
el fin de mostrar:

1. Que la hermenéutica fenomenológica repite los momentos esenciales de una


filosofía de la subjetividad; los repite en el sentido de que se apropia de ellos
localizando su base fenoménica y arriesgando una interpretación, que pretende ser
más originaria, de su forma de ser o de su tipo ontológico; en un ejercicio de
“destrucción fenomenológica”, que no comporta superación ni abandono: “La
filosofía tiene quizá que partir del ‘sujeto’ y volver con sus últimas cuestiones al
‘sujeto’ y no debe, sin embargo, plantear sus cuestiones de manera unilateralmente
subjetivista”1.
2. Que el sí mismo no es en último extremo un concepto hermenéutico, es decir, no
responde a una estructura susceptible de interpretación, que se dé a interpretar
como tal o tal, sino a una estructura que comparece en una transparencia absoluta,
y sin embargo no intuitiva.

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Prescindiré, en principio, de cuestiones metodológicas, es decir, de los problemas y
dudas que la hermenéutica fenomenológica en su proceder suscita12, y trataré de ir
directamente al tema, al contenido de la idea de “sí mismo”.

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1. El planteamiento existencial de la cuestión del sí mismo

Por planteamiento existencial no entiendo el hecho de que el modo heideggeriano de


tratar nuestro problema se ciña más o menos a experiencias “existenciales”, que esté más
o menos cerca del “hombre de carne y hueso”, frente a, por ejemplo, formas más
abstractas, ontológicas, lógicas o analítico-lingüísticas, de tratar el problema de la
subjetividad. No se trata primordialmente de una cuestión de método o de estilo de
pensar, sino de la aceptación de un punto de partida, de una concepción previa del tipo
de ser que somos los seres humanos, la “existencia”, que se mantiene como hilo
conductor constante de toda la interpretación del “ser sí mismo”. Esta constancia del hilo
conductor, que adelanta la dirección de los análisis, los cuales a su vez lo explicitan y lo
confirman, en una forma de retroalimantación permanente, es precisamente lo que
llamamos hermenéutica fenomenológica y lo que funda el que en Ser y tiempo sus
diversas partes digan lo mismo, pero de otra manera. En efecto, el sí mismo no es más
que una manera de explicitar hasta el final la inmediata relación consigo mismo que se
contiene en la idea de existencia.
Las indicaciones formales del § 9 de Ser y tiempo3, que abren la analítica existencial,
son un punto de partida ineludible del que hay que extraer varios elementos, cuya
comprensión ahorra muchos esfuerzos y malentendidos posteriores. Las recuerdo
brevemente: 1) La “esencia” de este ente estriba en su “haber de ser” (zu-sein), en su
existencia (Existenz). 2) El ser, que está en cuestión para este ente en su ser, es en cada
caso mío (je meines).
Conviene poner de relieve lo que implica la enunciación de estos rasgos ontológicos,
auténticas ideas directivas o marco general de la analítica existencial, que condicionan
radicalmente el problema de la ipseidad.

1) Haber de ser

La primera indicación encierra varios aspectos entrelazados:

a. La idea de haber de ser determina la más vaga de que al Dasein “le va” su ser (es
geht ihm um sein Sein) y significa que el ente que ha de ser tiene su ser pro-puesto,
como algo que realizar; ello implica sin duda una distensión constitutiva, un
diferirse desde lo que ya se es a lo que se ha de ser, pues haber de ser sólo puede
alguien que ya está siendo, a no ser que pensemos en una causa sui absoluta; pero
en este caso la causación de sí no puede nunca entenderse como pro-puesta.
Negativamente esta distensión significa la imposibilidad de pensar este ente como
dotado de una identidad plena consigo mismo, identidad cuya forma epistémica
sería, caso de tener cumscientia, una autoconciencia perfectamente adecuada.

49
b. Tener el ser pro-puesto hace ineludible una constitutiva referencia a sí, no en la
forma de una autocontemplación, sino como puesta en juego de lo que
somos/seremos. Esta peculiar forma de referencia a sí determina lo que Heidegger
llama ser por mor de sí mismo (Umwillen-seiner); la fenomenalización de esta
estructura se realiza, como es bien sabido, en el § 18 mostrando la cadena
intramundana de referencias instrumentales “ser para...” que suponen un fin en sí
mismo, es decir, un por mor de, que sólo conviene al ser del existir; pero
ontológicamente está ya dada por el hecho de que un ser, que sólo es poniendo su
propio ser en juego, es siempre forzosamente por mor de sí: lo que le mueve y
hacia lo que se mueve es a construir su propio ser.
c. En tanto que distensión, éxtasis o salida de sí, el haber de ser implica mundo, un
espacio de juego sin el que no podría haber pro-puesta del propio ser; en efecto, la
puesta en juego de sí mismo ¿podría ser una perfecta continuidad necesaria, una
pura y simple transferencia de lo que somos a lo que seremos? Obviamente no: lo
que así tendríamos sería la pura extensión temporal de esa identidad plena, que,
sabemos, es incompatible con el haber de ser. Sin un ámbito de juego, en el sentido
de campo de posibilidades de ser, carece de sentido el por mor de sí; de ahí que la
estructura estar-en-el-mundo sea indisociable de él, sólo un ser mundanal tiene su
ser pro-puesto, es por mor de sí. Por eso, ese ser que se ha de ser es siempre un
ser posible; ¿cómo, si no, podría importamos, “irnos”? La posibilidad implicada en
el haber de ser es lo contrario de la indiferencia: nos atañe, nos afecta, nos
concierne (formas todas ellas de decir lo mismo que tener el ser propuesto) porque
podemos serla, hacerla nuestra. Que en el proceso de llegar a ejercerla haya una
amplia gradación desde la forzosidad impositiva hasta la frivolidad caprichosa nada
quita de esta posibilidad fundamental u ontológica. La afección, en este preciso
sentido existencial, descansa en el haber de ser que abre un campo de posibilidades.
La idea heideggeriana de que las propiedades de la existencia (Dasein) no son un
qué sino un cómo, modos o maneras de ser (Weise zu sein, Seinsweisen), no hace
sino tematizar esta relación con el ser que se ha de ser, que es siempre el ejercicio
de una posibilidad.

2) Ser en cada caso mío

El segundo carácter, la Jemeinigkeit, modaliza de manera fundamental la idea de


existencia e introduce propia y específicamente el problema del sí mismo.

a. Ante todo, pone de relieve lo que podemos denominar el carácter no neutral del zu-
sein, del haber de ser. Con ello no me refiero al atañernos o afectamos de la
posibilidad, que acabamos de ver, sino a que el ser que hemos de ser y la relación
con él (la distensión) aparecen siempre revestidos de una forma personal, declinado
en la forma del yo soy, tú eres, etc. Es evidente que Heidegger no cree que este

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rasgo sea una mera manera de darse, un puro aparecer así o una peculiaridad de la
forma lingüística, sino que tiene el mismo alcance ontológico que el haber de ser,
dado que justamente está anclado en él, forma parte de él; que el ser que se ha de
ser sea siempre mío es ahora una forma de acentuar un aspecto antes no atendido
in modo recto: el tener el ser pro-puesto es un diferirse de sí a sí, por lo que ese ser
diferido no puede no ser constitutivamente mío y la relación con él siempre será un
tenerse, una cierta auto-posesión. Esta Jemeinigkeit autoriza a hablar en términos
de yo soy, pero la cuestión hermenéutica básica es qué signifique ese yo, cuya
consistencia no viene dada por el hecho elemental al que alude la Jemeingkeit. En
cualquier caso, una cosa es clara: la prioridad del adjetivo posesivo (ser mío) sobre
el pronombre personal (yo) indica que éste debe siempre leerse desde aquél, es
decir, desde la estructura extática de la existencia como haber de ser; el yo tendrá
que ser necesariamente un momento de ésta, no autónomo, incapaz, por tanto, de
dar desde sí toda la comprensión de la existencia.
b. En tanto que posible ser mío, lo que hay que ser es siempre propuesto como algo
de lo que hay que apropiarse, como algo que hay que hacerlo propio (sich-zueigen-
sein); aquello que es adjetivado por el “mío” de la Jemeinigkeit no es el contenido
material del ser posible (un determinado rol social, por ejemplo), a semejanza de
“mi casa”, sino el modo o manera de hacerlo propio, que es, a su vez, una
posibilidad, lo que abre, por tanto, una alternativa entre formas posibles de
apropiación. Es a esta diversidad o alternativa a la que apunta la indicación formal
de la Jemeinigkeit y el lugar en que se inserta la idea de sí mismo (Selbstheit). Sólo
desde aquí cabe comprender adecuadamente lo que para la existencia humana
quiera decir la “mismidad” del sí mismo. A diferencia de la identidad inerte de toda
cosa consigo misma o de ese desdoblamiento de la identidad que representa la pura
conciencia perceptiva de sí, el planteamiento existendal supone, una vez más,
acentuar que la peculiaridad de la relación consigo mismo estriba en que de tal
manera “nos va”, nos atañe, que sólo podemos ejercerla en la forma de una
apropiación, es decir, en la negación de una posición neutral e indiferente ante el
propio ser. Sólo para un ser que tiene que hacer su ser y hacerlo suyo tiene sentido
que el sí mismo o el “quién soy” sea un problema; ver el mundo y a sí mismo
“desde la otra ribera”, como diría Valle-Inclán, desde la absoluta indiferencia de una
pura conciencia contemplativa, no deja lugar para ese posible ser sí mismo que es
propio de la existencia humana.
c. Si el por mor de sí es la condición de todo poder ser sí mismo, el ser en cada caso
mío determina la modalidad de ese poder y dirige ya de entrada los pasos de la
indagación en una dirección completamente diferente de la Selbigkeit, de eso que
Ricoeur llamaría la identidad-ídem o mismidad, pensada bajo el modelo de un yo-
núcleo estable, para apuntar a una Selbstheit (sí-mismo, ipseidad, si seguimos con
Ricoeur), que necesariamente ha de romper con esa idea del yo-núcleo, y que sólo
puede entenderse como un momento de la existencia que tiene que ser determinado
a partir de ella. Por eso Heidegger se negará a que el yo, tanto en su uso en el

51
lenguaje como en la forma de polo subjetivo de la intencionalidad de la conciencia,
sea algo más que una mera indicación formal, es decir, algo que pone en marcha al
pensamiento hacia la interpretación de determinados fenómenos, pero que no “da”
sin más aquello de lo que habla. De ahí que sea preciso un análisis existencial que
llene de sentido la vaciedad de la indicación. El § 25 de Ser y tiempo es terminante
en este punto y en todos los pasajes de la obra en que se va a dar un paso decisivo
en la cuestión del sí mismo siempre se hace preceder la advertencia de que tiene
que ser interpretado existencialmente (§§ 25, 54, 64).
Una interpretación existencial del sí mismo implica, por tanto, la imposibilidad de
acotar en el conjunto de la existencia un ámbito especial para la relación consigo
mismo al que pudiera dirigirse la mirada; no hay una región del sí mismo distinguida
de otras regiones “existenciales” –Heidegger abandonará en Ser y tiempo la tentativa
anterior de distinguir netamente mundo circundante (Umwelt), mundo compartido
(Mitwelt) y mundo del sí mismo (Selbstwelt)–, sino que éste atraviesa todo el tener que
ser o el ocuparse de (el mundo y el propio poder ser): “la expresión ‘cuidado de sí’
(Selbstsorge) por analogía con Besorgen (ocupación, e. d. cuidado de las cosas) y
Fürsorge (solicitud, e. d. cuidado de los otros), sería una tautología” (§ 41). El marco
existencial del sí mismo implica que no hay niguna autorreferencia que preceda o sea
condición de posibilidad del éxtasis hacia el mundo; la apertura del ámbito de
manifestación que es el mundo es el mismo movimiento por el que se abre la relación
consigo mismo; éste es el contenido fundamental de la idea de Erschlossenhát (apertura
o estado de abierto) que preside toda la analítica existendal. En esta posición Heidegger
se separa radicalmente de, por ejemplo, el intento que, en el interior de la fenomenología,
representa la idea de autoafección originaria que defiende Michel Henry.
Pero, a su vez, el marco existendal muestra la interna trama temporal del sí mismo.
En efecto, la distensión que supone el haber de ser, la relación con nuestro ser pro-
puesto, no se deja entender como la transferencia de un contenido de ser hacia otro
momento ulterior, como cuando decimos, por ejemplo, que un problema seguirá
existiendo la semana que viene, ni siquiera como un estar a la espera de un determinado
suceso. La distensión es un movimiento del propio sí mismo que se distiende hacia una
posibilidad de sí mismo. Este movimiento, todo él reflexivo, exige, para ser descrito, el
tiempo; sin los adverbios temporales (ya, ahora, después) o sin las formas temporales del
verbo es inexpresable y, por tanto, incomprensible. Pero es un tiempo que necesita ser
entendido como la textura interna del propio movimiento, como algo que lo constituye en
cuanto tal, no como su marco objetivo, pues de lo que se trata es de comprender que el
diferirse, que establece unas diferencias irreductibles en el interior del ser que somos, que
lo escinde irremediablemente, establece a la vez entre ellas unos lazos procesuales, de
maduración interna, totalmente propios, que no pueden compararse al acontecer sucesivo
de la piedra o de cualquier suceso objetivo. La estructura de esta trama propia, la
temporalidad de la existencia, tal como la muestra Ser y tiempo, es bien conocida y no es
necesario comentarla aquí. Sí importa, sin embargo, destacar que si la existencialidad
sólo puede entenderse como temporalidad, el sí mismo no puede ser otra cosa que un

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modo de acontecer la existencia, una forma de temporalización, algo que afecta a la
totalidad del movimiento que es la temporalidad, modalizándolo de una determinada
manera, nunca un momento o un aspecto parcial de ella.
Pero si el sí mismo está constituido por la temporalidad, no es menos cierto que la
temporalidad no puede ser entendida sin su referencia al sí mismo. Es un absurdo pensar
que la constitución temporal del sí mismo significa su disolución en un flujo continuo en
el que nada permanente puede anclar. Tal representación de la temporalidad no atiende
precisamente a su vinculación al sí mismo del Dasein. A la temporalidad existencial –
expresión en el fondo redundante– le es consustancial una reflexividad, una referencia a
sí misma, que es el lugar ontológico en que se aloja el poder ser sí mismo; que al Dasein
“le vaya” su ser, que sea “por mor de sí” (umwillen seiner), son formas de decir lo
mismo que esa reflexividad inscrita en la temporalidad y que es lo que la distingue de la
representación habitual del tiempo como sucesión continua. Basta reparar en que el
carácter extático de la temporalidad, su estar fuera de sí, que no tiene ningún sentido
espacial, sólo es inteligible porque aquello de donde se sale (el sí mismo) no desaparece
en la salida, sino que se mantiene y retoma; los rasgos descriptivos de la temporalidad
extática: venir a sí (auf-sich-zukommen), retomar a sí (zurück zu sich kommen) y
mantenerse en (sichaujhalten bei) contienen todos ellos esa referencia a un sí mismo que
no precede al movimiento de salida, sino que se constituye en él: salir de sí sólo puede un
ser que se cabe a sí. Por ello el sí mismo no se pierde con la temporalidad extática, sino
que se hace posible. Su plenitud, su efectiva realidad propia, es entonces un modo de
temporalización, una forma propia de acontecer de la temporalidad.
En los Problemas fundamentales de la fenomenología, curso de la misma época que
Ser y tiempo, Heidegger, para restar universalidad a la tesis tradicional de la distinción en
todo ente de esencia y existencia, que interpreta como ser un qué (Washeit) y estar ahí
delante (Vorhandenheit), introduce, respecto del existir humano, la distinción paralela,
obviamente con sentido diverso, entre ser un quién (Werheit) y existencia (Existenz). Por
esclarecedora que sea esta forma de reconducir en el hombre la clásica distinción, al
subrayar que no se puede acceder correctamente a su tipo ontológico sin hacerse cargo
del rasgo que expresa el quién, el paralelismo mencionado resulta, en otro sentido,
confundente. Pues, en efecto, parece sugerir, por un lado, la ilegitimidad de atribuir al
Dasein algún tipo de propiedades “esenciales”, en el mismo sentido que se las
adjudicamos a las cosas, y, por otro, que lo equivalente legítimamente al “qué” sería el
carácter personal que expresa el “quién”. Ahora bien, esto no es del todo convincente; es
indiscutible que a la existencia humana se le pueden atribuir predicados físicos,
biológicos, caracterológicos (que podrían resumirse en el clásico “animal racional”) y que
representarían, lógico-metafísicamente, el estricto pendant del “qué”. Lo que Heidegger
subraya, con razón, es que esa “esencia” no es, paradójicamente, lo decisivo desde el
punto de vista ontológico, pues lo que significa existir es que, dados esos rasgos, con
todos ellos, hay que ser, y es en este movimiento, que es irreductible a la esencia,
donde reside la peculiaridad de la existencia humana, de donde se debe, por tanto,
extraer su tipo ontológico y en el que se constituye ese momento propio al que apunta la

53
pregunta quién soy

54
2. ¿Cómo se da el sí mismo?

Las dos indicaciones formales que acabo de exponer funcionan como un marco
ontológico que anticipa el hilo conductor al que debe agarrarse la progresiva comprensión
del momento existencial llamado “sí mismo”. Naturalmente esas indicaciones no son
invenciones más o menos arbitrarias, sino expresiones ellas mismas de esa familiaridad
prerreflexiva con nuestro propio ser que forma parte del haber de ser, que implica –ya lo
sabemos– ser por mor de sí. La evaluación de esta circularidad significaría entrar en
cuestiones de método, que ya he dicho que no querría ahora tocar. Pero sí es necesario
poner de manifiesto que con ellas todavía no se ha analizado fenómeno alguno a partir
del cual destacar de manera concreta el momento del sí mismo; no se ha dicho nada
acerca de cómo tomamos noticia de él, acerca de cuál es la forma de su donación o
manifestación, paso previo a la interpretación ontológica.
Heidegger afronta siempre esta cuestión mediante una crítica de la conciencia
reflexiva: hermenéuticamente la des-construcción de los prejuicios libera el campo del
fenómeno que se trata de comprender. La negativa a privilegiar la reflexión como el
modo primario del contacto consigo mismo, incluso como el modo adecuado de acceso al
sí mismo, es una constante en el pensamiento heideggeriano, que tiene múltiples
vertientes. A efectos de destacar lo esencial para el propósito que ahora nos ocupa,
podemos resumir la posición de Heidegger técnicamente en esta frase: la reflexión es “un
modo de la captación de sí, no la manera en que primariamente se abre el sí mismo”4.
Quien sabe que Heidegger suele reservar la palabra abrir y sus derivados para las formas
inobjetivas, indirectas, horizónticas, de manifestación o comprensión, mientras captación
dice siempre presentación objetiva de un algo determinado, la crítica de la reflexión como
vehículo fundamental de la autocomprensión encierra dos aspectos: a) La autoconciencia
reflexiva es siempre objetivante, trata de poner ante la mirada lo que en la vivencia
prerreflexiva no es objeto, de ahí que pueda ser convertida en el medio por excelencia del
saber riguroso de sí mismo (Descartes, Kant, Hegel o Husserl, con todas sus diferencias
operan sobre esta creencia). La posición objetivante de la reflexión sienta de antemano
que el sí mismo ha de ser algo así como una región, ámbito o núcleo, que debería poder
ser objetivamente captado o descrito; pero eso es justo lo que está por ver, y contra lo
que más bien el hilo conductor existencial previene, b) Pero la reflexión es objetivante
por ser teorética, por consistir en un desdoblamiento distanciante que busca lograr una
mirada neutral sobre sí mismo. La epojé fenomenológica es una perfecta realización de
esta tendencia filosófica a convertir la capacidad natural de volver sobre sí en “reflexión”,
esto es en instrumento privilegiado del saber de sí. Pero precisamente esa situación
neutral ante sí mismo, esa posición teórica, es lo contrario de la puesta en juego del
propio ser, del estar concernidos por el ser que se ha de ser. La “autoconciencia” que
“acompañe” –si queremos hablar en estos términos kantianos– a esta puesta en juego ha
de ser interna a ella, afectada por su propia peculiaridad y no planeando sobre ella, como
si de una mirada ajena se tratara.

55
A mi entender esto es exactamente lo que Heidegger quiere poner de relieve al realizar
lo que podríamos llamar una ontologización del conocimiento en general, pero muy
particularmente del “conocimiento de sí mismo”; éste no es independiente de la
existencia y no consiste primariamente en una flexión intencional sobre sí –lo que no
quita que podamos asumir esa posición. Y así la disposición afectiva (Befindlichkeit),
que muestra cómo nos va, situándonos de manera no reflexiva ante el hecho de que
somos y hemos de ser, es una modalidad ontológica fundamental en la que el Dasein es
su ahí (§ 29) y el comprender, como proyecto de posibilidades mundanales, “‘sabe’ lo
que pasa consigo mismo, es decir, con su poder-ser. Este ‘saber’ no proviene de una
auto-percepción inmanente, sino que pertenece al ser del ahí, que es esencialmente
comprender” (§ 32). La forma de darse el sí mismo es una co-desvelación simultánea e
integrada en el movimiento originario del haber de ser.
Esta comprensión de sí mismo presente en toda la estructura extática de la existencia,
sin constituir una región objetiva propia, la denomina Heidegger transparencia
(Durchsichtigkeit), porque acontece a través de los rasgos esenciales de la existencia. Es
una visión originaria y global sobre el conjunto de la existencia, implícita en cada una de
sus “partes” (§ 31). Esta transparencia, que es siempre una forma indirecta y no
objetiva de fenomenalidad, es la forma primaria del contacto consigo mismo, el
‘jugar” ontológico en el que se aloja todo saber de sí, incluida la reflexión.

El problema principal que, a mi entender, este planteamiento existencial suscita es


evaluar su capacidad notificante, su poder de revelarse, de comunicarse el “sujeto” a sí
mismo. ¿Qué y cómo comunica?
Al carecer de autonomía, por ser inmanente e indisociable de la existencia, pegada a
ella en una inmediatez radical, la tendencia a pensar la transparencia como una suerte de
visión intuitiva que seguiría el ritmo del poder ser de la existencia reflejándolo fielmente,
sin posibilidad, por tanto, de equívoco, parece inevitable5. Pero esta comprensión de la
transparencia me parece, al menos en un sentido fundamental, insostenible. Pues aunque
el modo como la transparencia ofrece la comprensión de la propia existencia es desde
luego inmediato, esa donación no es intuitiva (no tiene ob-jeto) ni es evidente, en el
sentido de manifestar, sin más, la “cosa misma”, la existencia tal cual es. Por el contrario,
Heidegger ha subrayado siempre que la visión inmediata que la existencia “destila” de sí
misma es también una posibilidad, que no sólo no excluye otra, sino que la exige, en
virtud precisamente de determinados caracteres negativos que lleva consigo
(fundamentalmente su sentido de huida, de ‘fuga de...’) y que la hacen inadecuada.
Quizá en ningún sitio ha sido Heidegger tan claro sobre el peculiar modo de estar dada
a sí misma la existencia como en el pasaje de los citados Problemas fundamentales en el
que, criticando la reflexión como percepción interna, recupera sin embargo el término y
señala que el modo como se desvela el Dasein a sí mismo puede ser llamado reflexión,
con tal que se le entienda en su estricto sentido óptico, esto es, aparecer reflejándose
desde algo. Ese algo son justamente las cosas –el mundo–, a las que están
constantemente dirigidos sus comportamientos intencionales: “nosotros decimos que el

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Dasein no necesita un giro sobre sí mismo como si estuviese, dándose a sí mismo la
espalda, vuelto primero fijamente sobre las cosas antes de tal giro, sino que en ningún
otro sitio que en las cosas mismas, y ciertamente en aquellas que rodean al Dasein
cotidianamente se encuentra a sí mismo. Se encuentra primera y continuamente en las
cosas porque, ocupándose de ellas, apremiado por ellas, descansa siempre en ellas de
alguna manera. Cada uno es aquello de lo que se ocupa y preocupa”6. Este reflejarse
desde el mundo cotidiano es justo lo que Ser y tiempo interpreta como “caída de sí
mismo”, una autocomprensión que se revela precisamente como no originaria, como
incapaz de apropiarse de la existencia en lo que ésta es de suyo.
Sin entrar ahora en lo justificado o no, desde un punto de vista fenomenológico, de
esta negatividad intrínseca de la autocomprensión cotidiana, lo que importa destacar es
que la transparencia no es una visión clara y distinta de sí mismo, sino
autointerpretación (Selbstauslegung), en el preciso sentido de que lo que muestra no
ofrece el sentido irrevocable de la presencia absoluta de la cosa misma, sino que está
abierto, se da a interpretar y exige, por tanto, un movimiento de apropiación, que la
proyecte como tal o tal. La transparencia, en el sentido literal de ver a través de sí, es
estar ya en una interpretación, que impele precisamente a interpretar lo que ofrece. Pero
como esa Selbstauslegung, reflejo del mundo, es a la vez tenaz y encubridora, su
apropiación sólo puede llevarse a cabo ejerciendo violencia (§ 63), en un movimiento
contra. La transparencia es, pues, más bien, matriz de posibilidades de
autocomprensión, no directamente visión pura. Es éste el momento genuinamente
hermenéutico de la concepción heideggeriana del sí mismo: la autocomprensión no tiene
un momento inaugural o inicial, sino que parte siempre de una cierta visión de sí, ya
dada, proveniente por lo general de las huellas o ecos que el mundo deja en la existencia
(roles sociales o profesionales, intereses de diversa índole, etc.), que no cierra el
horizonte, sino que es siempre susceptible de ser modificada, reinterpretada y, en último
extremo, apropiada en sentido estricto.

57
3. ¿Hermenéutica del sí mismo?

La cuestión del sí mismo, la pregunta quién soy, otológicamente considerada (es decir, no
en la concreción óntica de mi persona individual, sino en tanto que busca comprender en
qué consiste ese “ser sí mismo”, cuál es su tipo de ser), nos ha deparado hasta ahora dos
tesis principales: 1

1. Que el sí mismo no estriba en un subiectum que subyazga idéntico en ese


movimiento por el que la existencia se difiere al tener que ser; el ‘se’ del diferirse no
es un punto inicial ni tampoco la meta del movimiento en cuestión, pero menos aún
un sujeto que poseyera como algo suyo el movimiento como un todo; ¿qué podría
querer decir un “sujeto de la existencia”?, ¿alguien que tiene la existencia?, ¿pero
qué significaría entonces tener?, ¿algo que se sustrae a la forma de ser del existir y
por eso la tiene, o por el contrario, algo que está inmerso en ella, en cuyo caso no la
posee, sino que más bien es poseído por ella? A esta segunda posibilidad apunta sin
duda lo que he llamado el planteamiento existencial, que considera el sí mismo, la
“subjetividad del sujeto”, como una manera de ser, esto es, como un modo de
relacionarse con el propio ser, que, suponiendo la ec-sistencia –siendo, en este
sentido, poseída por ella– pone sin embargo en juego una peculiar forma de
tenerse, la única compatible con la finitud de la existencia.
2. Que la existencia se mueve en una cierta concepción o interpretación de ella misma,
que sabe de sí, no de una manera puntual y ocasional, sino constantemente y de la
existencia en su conjunto, del sí mismo que soy. Al ser esa transparencia
autointerpretación, está abierta a reinterpretaciones, y al ser encubridora, abre la
posibilidad de una contra-visión que se apropie de lo que ella transmite y sea a su
vez apropiada.
Este doble sentido del apropiarse –como hacer propio (A) y como apropiado a (B)–
debe servirnos como guía para comprender el paso último de la hermenéutica
existencial del sí mismo. En efecto, todos los momentos de Ser y tiempo que afectan a
la llamada “existencia auténtica” y que presentan como un crescendo sobre la cuestión
del sí mismo que culmina en los §§ 64 y 75, pueden ser leídos desde la doble perspectiva
del apropiar. Naturalmente, me limitaré aquí a algunos trazos básicos, sin pretender
realizar ni siquiera una exégesis mínima de la complejísima segunda sección de Ser y
tiempo.
A) El rasgo común que Heidegger destaca en la autointerpretación habitual es, como
es de sobra sabido, que el sí mismo que manifiesta no es nadie determinado, es el “uno
mismo” (man-selbst) anónimo, un conjunto de representaciones genéricas que anticipan
mecánicamente el campo del haber de ser y que en esa anticipación mecánica ocultan
precisamente la posible relación consigo mismo que la ec-sistencia significa. ¿En qué
consiste la diferencia entre el uno anónimo y el sí mismo propio? La modificación o
reinterpretación que con violencia hay que ejecer contra la autointerpretación habitual

58
sólo puede tener un sentido: que el diferirse de sí a sí sea realmente el poder-ser que es y
no una transmisión que de antemano ha decidido ya lo que transmite y el cómo de su
transmitir. “El traerse de vuelta desde el uno, es decir, la modificación existentiva del uno
mismo que lo convierte en un ser sí mismo propio, deberá llevarse a cabo como
reparación de la falta de elección. Pero reparar la falta de elección es elegir esa elección,
decidirse por un poder-ser desde el propio sí mismo” (§ 54). La reduplicación del elegir7
indica claramente hacia dónde tenemos que mirar. No se trata de una opción, donde lo
que prima es el contenido de las diversas posibilidades (dedicarme a esto o a esto otro) y
el cálculo de conveniencias que me liga a ellas, sino asumir la elección misma, es decir,
aquella forma de referirme a mis posibilidades que, por debajo de intereses y
conveniencias, las mantiene como tales posibilidades, no las sustrae de su fondo de
posibilidad y se autocomprende, por tanto, como un ser que siempre puede ser.
Pero éste es el sentido primordial del apropiarse: haber de ser, tener el ser propuesto,
no significa otra cosa que tenerlo como algo de lo que apropiarse, hacerlo propio; es este
momento de apropiación lo que determina el sentido del adjetivo posesivo: convertir lo
que he de ser en mi ser está en estricta dependencia de que asuma elegirlo, es decir, de
que acepte realizar la posibilidad que es, una realización que no es entonces un dejarse
llevar ni una forma de automatismo o predeterminación, sino la ejecución de un poder
ser que se comprende como tal; por ello al realizar posibilidades no nos hundimos de
golpe en el reino de la necesidad, sino que las re-tomamos, en un proceso constante de
asunción. La “autenticidad” (Eigentlichkeit) no es otra cosa que la manera de
relacionarse con el propio ser que consiste en su permanente apropiación (de ahí la
conveniencia de traducir eigentlich por propio, para mantener el juego del apropiarse).
Los “existendales” que contribuyen a definir la propiedad o sí mismo propio refuerzan
todos esta apropiación significada por el “elegir elegir”. La anticipación de la muerte tiene
la función de “visualizar”, de hacer inteligible, la totalidad de un ser que, en cuanto poder
ser, siempre está por delante de sí mismo y, por tanto, inacabado; al constituir la
posibilidad de la imposibilidad de la existencia (su no-ser ya más), estar dirigido
anticipadamente a ella es un referirse a una posibilidad de sí mismo, que se mantiene
siempre como pura posibilidad y que, de rechazo, vuelve sobre las posibilidades
cotidianas y les retira el halo de necesidad que las envuelve, revelando su contingencia
radical. La anticipación de la muerte es así una condición ontológica del apropiarse, es
decir, del poder ser sí mismo, al dejar que las posibilidades sean, sin tapujos, realmente
tales, remitiendo la relación con nuestro ser al puro poder-ser que siempre se está
poniendo en juego. ¿Y qué es la resolución (Entschlossenheit), ese momento que
Heidegger considera la verdad más originaria de la existencia, el verdadero modo propio
de ser sí mismo (§ 60), sino una manera de estar referidos al propio ser, que se apropia
de él porque se asienta en la resolución –que le sustrae al imperio del uno– de asumirlo
como es, como aquel poder-ser que mantiene, eligiendo, las posibilidades a las que está
volcado? La resolución, como estado o manera de ser, es abierta por un acto resolutorio
(Entschluss), cuyo sentido no es otro que llevar a cabo la decisión de recuperar la
elección perdida y escamoteada en el discurrir de la vida cotidiana; de ahí que Heidegger

59
sostenga que la resolución no se resuelve a algo determinado, porque no tiene por objeto
un concreto fin de la voluntad, sino asumir el hecho mismo de elegir las posibilidades a
que está fácticamente entregado.
El resultado es claro: la resolución, en una radical tautología, conforma el sí-mismo
propio precisamente poniéndole ante sí mismo, no de forma cognoscitiva, sino
asumiendo el poder ser que es, pues “a un poder ser se lo comprende tan sólo existiendo
en esa posibilidad” (§ 60). En esta tautología existencial estriba el sentido genuino del
apropiarse que constituye el sí mismo. El parágrafo 64 de Ser y tiempo no deja dudas al
respecto: “La ipseidad (Selbstheit) sólo puede ser existencialmente descubierta en el
poder ser sí mismo propio, esto es, en la propiedad del ser de la existencia (Dasein)
como cuidado”.
B) Lo que da que pensar y resulta, en cierto sentido, desconcertante, es la interna
unidad entre decisión y verdad que esta concepción del sí mismo implica –la resolución,
repito, es la verdad de la existencia–, o, si se quiere, que la transparencia plena de la
existencia para sí misma se alcance en una apropiación que reposa en un determinado
resolverse o decidirse. Sin duda, la concepción existendal del ser humano obliga a no
separar el autoconocimiento del ejercicio fáctico de las posibilidades de ser en el mundo,
y esto es globalmente justo. A lo que apunto es a tratar de entender suficientemente
cómo cualifica o modifica esta lucidez de la resolución anticipante o precursora
(vorlaufende) la idea del saber de sí y su correspondiente verdad posible. Aunque si nos
situamos en el punto de vista heideggeriano, para el que esa transparencia es originaria,
habría que preguntar al revés: no cómo modifica, sino cómo es ella modificada por el
saber teórico de la autoconciencia. En cualquier caso, la cuestión es: ¿cuál es el tipo de
“saber” o apertura de sí mismo que introduce la apropiación germina que es la
resolución anticipadora? ¿Cómo es su propiedad, su originario ser apropiada-a (sí
mismo)? Y, en concreto, ¿puede considerarse ese saber una forma de hermenéutica?
Para plantear adecuadamente la cuestión hemos de recordar que el modo como
inmediatamente la existencia sabe de sí es a través de la autocomprensión que
proporciona la interpretación cotidiana, que es una imagen distorsionada. Este saberes
hermenéutico porque el sentido que transmite no es, pese a su poder indiscutido sobre el
existir corriente, unívoco y absoluto, sino abierto a interpretación en función
precisamente del tráfico con el mundo que él mismo posibilita. Revisiones de la
autointerpretación se producen constantemente en el interior de la existencia impropia.
Una modificación radical de él, prueba de su interpretabilidad –esto es, de la posibilidad
de ser visto a otra luz–, es la apropiación que significa el sí mismo propio. Ésta es
también un movimiento radicalmente hermenéutico porque lo dado –la interpretación
pública recibida– no sólo es revisado, sino proyectado fuera de sí mismo en una des-
construcción que altera completamente su sentido, exponiéndolo a otra luz. Es la faceta
propiamente crítica de la apropiación. Pero la resolución anticipadora misma, que carga
con la responsabilidad última de la apropiación, ¿qué forma de saber es?
Yo creo que el pasaje más ilustrativo de Ser y tiempo para obtener una respuesta a
esta cuestión es el inicio del parágrafo 60, donde Heidegger recoge, justo antes de

60
introducir la idea de resolución, lo esencial del análisis de la “voz de la conciencia”.
Recuérdese que metódicamente la “voz de la conciencia” ocupa un lugar esencial, pues
representa “la atestigucación de un modo propio de ser sí mismo” (§ 54), es decir, el
momento en que el análisis ontológico-formal de la propiedad posible recibe un apoyo
fenoménico que testimonia su posibilidad fáctica. Lo que Heidegger llama “querer tener
conciencia” (Gewissen haben wollen) es el acto en el que el Dasein comprende el
sentido de la llamada y, a una con él, se produce la resolución que no es más que la
apertura de sí mismo que tal acto lleva consigo. Es, por tanto, el lugar a partir del que
leer cómo es el saber que comporta el modo propio de ser sí mismo. Pues bien, del
querer tener conciencia dice Heidegger que lo por él atestiguado “es ‘captado’ (erfasst)
en el escuchar que sin simulaciones comprende la llamada en el sentido en que ella
misma quiere ser comprendida”8. ¿Cabe una expresión más lograda de una captación
absoluta, sin resquicios de ambigüedad, de un sentido? Heidegger, aunque la
entrecomille, no tiene otro recurso, para expresar la inmediatez y univocidad, que el
término captación–palabra típica de la intuitividad que rechaza–, lo que hace pensar en
una especie de evidencia, idea que queda reforzada por el hecho de que la captación es
“sin simulaciones” y “en el preciso sentido en que la llamada quiere ser entendida” (un
fenomenólogo diría “tal como la cosa se da en sí misma”). La comprensión de la llamada
supone tal fusión entre el comprender y lo comprendido que no parece que haya un
proyecto comprensor que vaya más allá del sentido captado y que pudiera verlo a nueva
luz. El sentido de la llamada se da por entero y se agota en su comprensión.
Pero como todo comportamiento existencial, el querer tener conciencia está
atravesado por la disposición afectiva, el comprender y el discurso. Su forma de
discursividad es particularmente relevante para nuestro problema porque el discurso es la
forma privilegiada de transmisión del sentido y el modo en que se articula la
comprensividad. Las palabras de Ser y tiempo son harto elocuentes: para la llamada
como discurso originario del Dasein, no hay un contradiscurso correspondiente, en el
que se pusiera, por ejemplo, en cuestión lo que la conciencia dice. “Si el escuchar
comprensor no admite réplica, no es porque esté sobrecogida por un ‘oscuro poder’ que
lo doblegue, sino porque él mismo se apropia sin encubrimientos de la llamada... El modo
de articulación del discurso que corresponde al querer tener conciencia es el callar”9. La
justificación de la no necesidad de un discurso es muy significativa: su comprensión es
tan plena, el sentido captado tan manifiesto, que no hay lugar para proseguir el proceso
del comprender. Lo que se capta es como es y no hay equívoco posible. Dado que todo
discurso muestra algo como algo, comprende lo que se da a la luz de implicaciones que
no se dan en la plenitud que es ahora el caso, el modo en que la llamada dice y el
escuchar comprende es el silencio. Sólo un comprender a-lógico, una lucidez que no dice
nada, resulta adecuado para una captación de sentido que no admite réplica. Pues todo
decir abre un terreno de ambigüedad, una posibilidad permanente de in-adecuación, que
legitima siempre un contra-decir. El querer tener conciencia no admite un contradiscurso
porque no es discurso, enunciación.
Pero el texto parece apuntar a algo más radical; el que no quepa un decir contrario es

61
un trasunto de una imposibilidad más de fondo: es que el sentido comprendido no se da
en el horizonte de la posibilidad, no es, por tanto, interpretable, por lo que no se abre otra
forma de comprensión. ¿Pero una comprensión que no implique posibilidad no es,
existencialmente, un absurdo?
Desde luego, por eso hay que ver más de cerca lo que quiero decir. El sí mismo
propio tiene siempre la posibilidad contraria de volver a caer en la irresolución (§ 60),
pero el olvido de sí que esta posibilidad implica no es en modo alguno un horizonte de
posibilidad desde el que se pudiera entender de otra manera lo que la voz de la
conciencia y la resolución comprenden. Lo que éstas ven no excluye otra manera posible
de ser; al revés, el sí mismo propio asume la noverdad del uno-mismo y la ve como tal;
incluso se sabe, porque comprende el poder ser que es, expuesto a ejecutar (“caer en”) la
posición del uno: ésta es una posibilidad siempre ejecutable, existentivamente abierta.
Pero lo que importa ahora, cuando intentamos comprender el tipo de saber de la
existencia propia, no es si ésta, en su discurrir, puede o no caer en la posibilidad
contraria, sino de si la lucidez respecto de ella misma puede no ser tal, si su verdad puede
no ser originaria. Y es claro que no: en la apropiación que constituye el sí mismo propio
la transparencia alcanza su pleno cumplimiento; al estar en la resolución la existencia
capta un sentido a la par que su ser verdad de manera irrevocable. Es en este punto
donde no hay horizonte hermenéutico alguno: el “saber de sí” reposa en una peculiar
forma de evidencia, que por no recaer sobre una situación objetiva enunciable no sería
legítimo llamarla así, pero que supone una situación existencial que excluye el
movimiento infinito de la autointerpretación.
Con el logro de la ipseidad existencial, Heidegger puede entregarse a una hermenéutica
que recupera, en una interpretación que distorsiona, pero que a la vez mantiene, los
grandes conceptos que la filosofía moderna ligaba a la subjetividad: libertad, autonomía,
permanencia, unidad. Es esta intención de esclarecer y mantener –pues la destrucción
fenomenológica no es una pura hermenéutica des-constructiva– la que aleja al Heidegger
de Ser y tiempo de una crítica radical del “sujeto”. Si con ello repite o no el “avatar
metafísico de la subjetividad constituyente” Q. L. Marion), es una cuestión secundaria.
Lo esencial es si la concepción existencial del sí mismo ayuda o no a pensar la
“mismidad” de la realidad humana. A mi modo de ver, sí. Es lo que trataré de someter a
prueba en los próximos capítulos.

62
Capítulo 5
La ontología existencial y la cuestión social de la
identidad

63
La identidad del individuo en la sociedad contemporánea es hoy un tema recurrente de la
reflexión filosófico-social. La permanente actualidad de cuestiones en tomo a las crisis de
identidad, señas de identidad, búsqueda de las raíces, etc., tanto en el plano individual
como en el colectivo, obedece sin duda a una experiencia característica del final de la
modernidad, esa época, cronológicamente difícil de definir (quizá todo el siglo xx), en la
que se muestran, por haber llegado a una plena realización, las consecuencias del triunfo
de la empresa moderna. La identidad se torna problema real y abandona el terreno
especulativo de la discusión lógica o epistemológica entre filósofos cuando se hace
socialmente acuciante y personalmente vivida. Y ello ocurre cuando la ruptura moderna
entre el individuo y el nicho social que tradicionalmente lo acogía y en el que se producía
su socialización se traslada a la conciencia del individuo, tomándose en una estructura
permanente de ella, con los conflictos y desgarros internos de los que son buen
testimonio la filosofía y la literatura del pasado siglo. La inserción del individuo humano
en un mundo vital que le precede y del que extrae las pautas básicas, morales y sociales
para la construcción de su identidad es una constante antropológica o, más aún,
ontológica. Lo específico, sin embargo, del moderno mundo de la vida es su
pluralización, su parcelación en múltiples sectores, donde se juegan roles sociales
diferentes, con criterios y valores propios y a menudo contrapuestos. La escisión entre
vida privada y vida pública y ambas, a su vez, en una diversidad de papeles en juego, es
una expresión de esta pluralidad que no se ve contrapesada por la vigencia de
representaciones globales comunes (la religión, las costumbres, los grandes mitos
nacionales), que tradicionalmente constituían las fuentes del sentido. Por el contrario, la
pérdida de vigencia tanto cuantitativa como cualitativa de las grandes formaciones
simbólicas es la lógica contrapartida de la pluralización del mundo vital, reforzada aún
más por la convivencia en el interior de las sociedades de culturas diferentes, en función
de la presencia en ellas de grupos étnicos y religiosos diversos. Un factor que agudiza
extraordinariamente este proceso, por cuanto afecta muy directamente a la vida personal
del individuo, es la exigencia creciente, derivada de la mundialización económica, de
flexibilidad laboral, que obliga a abandonar la idea de “profesión” como un cauce
permanente de determinación de la identidad, y adoptar una posición de apertura
constante a los cambios y a la sucesión de papeles “profesionales”.
Cuando los moldes sociales que forman al individuo dejan de ser fuertes, permanentes
y constrictivos y las grandes formaciones simbólicas que organizan el mundo dejan de ser
compartidas, aparece la experiencia de la “falta de hogar”, de la “inhospitalidad” y de la
“ausencia de suelo”, metáforas clásicas del pensamiento del siglo xx que no dan sólo
expresión a una realidad social e individualmente vivida, sino que se transforman en
estructura ontológica de la existencia humana o incluso proponen una interpretación
metafísica de nuestra época. Esta experiencia de la modernidad, ambigua como toda
realidad humana, es posiblemente un terreno propicio para la generalización social del
ideal moderno de autonomía, pues sólo cuando la constricción social se debilita y el
individuo se encuentra a la intemperie, se hace necesario darse a sí mismo una ley que no
se encuentra dada. Dotarse de una identidad es así una necesidad moderna, fiel reflejo

64
de la “falta de hogar”.
¿Qué significa en este contexto “identidad”? En un sentido inmediato, identidad apunta
a lo que podríamos aducir como respuesta a la pregunta ¿quién soy yo?, “la manera
como los individuos se definen a sí mismos”1. Respuesta que supone sin duda un cierto
tipo de vida, una cierta idea de persona, que más o menos explícitamente poseemos, con
la que nos presentamos socialmente y por la que somos reconocidos. No importan ahora
las posibles divergencias entre la idea que uno tiene de sí mismo y la que tienen los
demás. Se trata de que hay una cierta idea de identidad que funciona socialmente. Ahora
bien, lo que podemos decir de nosotros mismos son ciertamente muchísimas cosas, la
mayoría de las cuales no consideraríamos que afectan al ámbito esencial que esa
pregunta abre. Mi domicilio, el color de mi pelo o la anchura de mi nariz no las veríamos
como constitutivas de mi identidad; la profesión, las disposiciones afectivas,
determinados hábitos personales y rasgos psicológicos, probablemente sí; las preferencias
valorativas, los modelos o personajes con que nos identificamos, las aspiraciones y
proyectos personales, con toda seguridad sí. Buscar una cierta unidad en todos estos
caracteres descriptivos es difícil, pero Sennet tiene razón cuando sostiene que la
identidad está ligada a la “sensación de un yo sostenible”2, es decir, a las cualidades, que
para él son más bien de tipo ético, que mantienen una cierta coherencia vital y que se ven
precisamente amenazadas por la condición fragmentaria de la vida en “el nuevo
capitalismo”.
En este uso psicológico y social del término, la identidad es algo que se construye en
un proceso vital de interacción entre el individuo y su medio social e histórico. Justo por
ello puede hablarse, como con frecuencia se hace en sociología, de la identidad
moderna, es decir, de los caracteres específicos que la configuración de la vida del
individuo y del modo como éste se ve a sí mismo adquiere por el hecho de vivir inserto
en “la sociedad moderna”. Esta marca, por así a decir, unos canales y unas pautas por
los que el individuo forja su identidad personal. La identidad es, así, algo que se adquiere
y se pierde, en función de circunstancias psicológicas, pero sobre todo del cambio de las
condiciones sociales.
Como es obvio, este concepto de identidad introduce un sentido muy alejado de lo
que el análisis lógico suele establecer3, aunque no es ajeno a ciertos problemas
filosóficos, como enseguida veremos. Desde el punto de vista lógico, identidad es un
predicado de relación que puede ser fundamentalmente de dos tipos: identidad cualitativa
e identidad numérica; la primera es aquella en que dos cosas coinciden en un mismo
respecto (“llevaban idéntico sombrero”, “el color de su pelo es el mismo”); la segunda,
que una cosa se identifica con ella misma, lo que puede tener la forma trivial A=A o la
forma no trivial, sino plenamente informativa A=B, en la que dos términos singulares
(nombres propios o descripciones) se refieren al mismo objeto (“el lucero del alba y el
lucero de la tarde son la misma estrella”). El problema tradicional de la identidad de la
persona a través de sus transformaciones en el tiempo puede entenderse como un caso
de este último tipo, en el que la persona es la misma en dos maneras diferentes y
temporalmente distantes de presentarse (dos “modos de darse”, diría Frege). La cuestión

65
filosófica de fondo es cómo hay que entender esa mismidad que parece constitutiva del
objeto (cosa o persona), pues la aclaración de la estructura lógica de la identidad no
termina con ella; por el contrario, más bien parece suponer que los objetos son conjuntos
sintéticos de cualidades, en las que pueden coincidir con otros, pero que como tales
conjuntos se distinguen de ellos y que en virtud de esa diferencia son “idénticos” consigo
mismos y en el tiempo. Entender cómo esto es posible es justamente el problema.
La identidad psicológico-social se refiere al conjunto de cualidades que un individuo
debe poseer para ser socialmente reconocido, es decir, identificado y por tanto
diferenciado de los demás, pero también y ante todo, a la idea de una figura propia por la
que él se reconoce a sí mismo y con arreglo a la cual se conduce. No se trata de subrayar
algo en lo que la persona coincide con otras personas u objetos, sino lo que la diferencia
de ellos; una diferencia que se basa en la previa posesión de un conjunto de rasgos
propios y exclusivos, que son quienes determinan la identidad. Esta resulta así, más que
un predicado de relación, un predicado de cualidad, un conjunto de propiedades
exclusivas, no compartidas, que el individuo porta y que muestra en su tráfico con otros
como los distintivos de su “ser”. Que se trate de rasgos de carácter, hábitos de
comportamiento o asunciones de valor en nada afecta a la definición de lo que soy por
un conjunto de cualidades (es decir, por una “esencia”). Por eso la identidad, cuando
quiere expresar una relación, sólo puede ser la del individuo consigo mismo, en la forma
cruda y trivial de la nuda identidad ontológica A=A, o en la de la permanencia de una
mismidad intangible –la del conjunto de cualidades– en la diversidad de sus modos de
aparecer. Este modelo de identidad no se ve alterado por el hecho de que se conciba
como el producto de una interacción entre el individuo y la sociedad o porque puedan
cambiar algunas de las cualidades que la constituyen; adquirir o incluso construir la
identidad sólo significa que ésta no es un dato inicial, sino que hay un proceso durante el
cual los rasgos identitarios se fijan y se toman constitutivos del individuo, pero lo que se
adquiere o construye es pensado bajo la idea de un conjunto de caracteres (identidad
como esencia) por los que la persona resulta identificable y con los que ella se identifica
(identidad como relación consigo mismo).
Este desplazamiento de la identidad desde la relación hacia la esencia es
particularmente visible en el juego político de las identidades. La fuerza que en la vida
política de la sociedad occidental contemporánea tienen las cuestiones de identidad, es
decir, la concurrencia en el interior de un marco cívico-legal común, de grupos que se
atribuyen identidades diferenciadas, en virtud de las cuales reclaman determinados
“derechos”, responde inequívocamente al esquema que acabamos de ver. Ciertamente se
aduce para la justificación del reconocimiento político de las identidades el hecho de la
diferencia y la diversidad constitutivas de la sociedad moderna. El derecho a la diferencia
o los derechos de la diferencia son, paradójicamente, el trasfondo general en el que
pretenden inscribirse las políticas de la identidad. Pero es demasiado obvio que no se
trata de una diferencia originaria, en el sentido de que sea una relación de alteridad la que
preceda y constituya a los extremos que difieren, sino de una diferencia derivada de la
previa posesión de una identidad, que choca, más o menos fortuitamente, con otras

66
identidades, o mejor, con la identidad “general”. Es la posesión de la esencia la que
otorga la diferencia y no al revés. No es por ello la diferencia lo que supuestamente
soporta los derechos, sino las peculiaridades de la esencia que el grupo estima propia.
¿Cómo podría la pura diferencia fundar derechos propios de uno de sus términos? Si A
es diferente de B, B es diferente de A; no puede por tanto fundarse en la diferencia la
particularidad de un derecho de A y no de B. El verdadero trasfondo de las políticas de la
identidad no es ninguna diferencia originaria, que hubiera de ser respetada, sino una
pluralidad de identidades que pujan en un mercado común por obtener los mejores
rendimientos para su producto. Y los individuos, necesitados de adherirse a alguna
identidad particular para presentarse socialmente y sentirse amparados en la fría y dura
competencia a que les aboca la realidad social, conciben cada vez más su vida como
presidida por una identidad dada o construida.
Pero es justamente este peculiar e implícito juego entre identidad como esencia e
identidad como relación consigo mismo, que opera en la idea pisicológico-social de
identidad, lo que está necesitado de una reflexión específica, centrada en el tipo de ser
que es el individuo humano, para localizar lo que estructuralmente –antes, digamos, de su
concreción psicológica y social– puede en él ser llamado su “yo” o su “sí mismo”, del
que se predica la identidad. Es ésta una tarea imprescindible, dada la confusión imperante
y los múltiples implícitos presentes en la jerga actual de la identidad, que completa en un
sentido ontológico el análisis lógico y que puede introducir un poco de claridad
conceptual en el magma de las identidades. A los efectos de este análisis, me parece que
la ontología existendal del sí mismo, tal como la hemos dibujado en el capítulo 4, es una
herramienta sumamente útil, capaz de proporcionar un marco adecuado en el que situar
la cuestión de la identidad personal. Trataré en este capítulo de esbozar ese marco y sus
consecuencias para la cuestión debatida, utilizando libremente el pensamiento de
Heidegger –sin pretender, por tanto, realizar ahora una auténtica interpretación de él–. Y
lo haré dejando aparte el problema específico de la temporalidad, que será objeto del
capítulo siguiente.
Lo que he llamado el “planteamiento existencial de la cuestión del sí mismo”4 ofrece
los elementos esenciales de ese marco, que debemos considerarlo ahora con
independencia de su significado en el conjunto de Ser y tiempo y de su función en la
interpretación del sí mismo que allí se proponía. Heidegger ha insistido en numerosas
ocasiones en la neutralidad del análisis ontológico, en el sentido de que lo que él busca
establecer son estructuras que afectan al tipo de ser de lo que analizan y que, por tanto,
son condiciones de posibilidad de su concreta realidad fáctica. No es ahora el momento
de discutir su alcance y su validez, sino tan sólo resaltar que la “identidad moderna”, por
ejemplo, presupone no sólo las condiciones históricas determinadas, que la sociología
contemporánea ha resaltado, sino una estructura de ser respecto de sí mismo, que puede
destacarse precisamente a través de las variaciones en los comportamientos que implican
alguna forma de autorreferencia. Es este tipo de estructura lo que saca a relucir el análisis
existencial, que recibe su nombre justamente del hilo conductor de la existencia, que
caracteriza la forma fundamental de ser del individuo humano.

67
Hemos visto que lo que da toda su fuerza al planteamiento existencial es que
introduce, desde su inicio y en la propia raíz del ser que somos, una distensión, diferencia
o escisión que es precisamente la condición de ser un sí mismo. Con ello la identidad se
asienta en su terreno propio, el de la relación consigo mismo. Pero a diferencia de la
mera identidad tautológica A=A o de la identidad extrínseca de una cosa en dos diferentes
modos de aparecer, la idea de ex-sistencia establece una relatividad al propio ser (zu sich
selbst sein) que pertenece a este ser mismo. Es –si queremos expresarlo en términos de
la ontología clásica– una suerte de relación trascendental, porque afecta a lo más propio
de la “esencia” en cuestión y no algo que le acaezca accidentalmente por su relación con
otros entes. Las dos indicaciones formales a las que aludíamos en el capítulo anterior,
que conducen toda la analítica del Dasein, son pura expresión de esta relatividad. En
efecto, que el Dasein sea un ser al que le va su ser, que su ser sea cuestión para él
mismo, que su ser consista en haber de ser, o, sencillamente, que existe, son todas
formas de expresar la misma idea esencial de que para el individuo humano ser no
consiste en simplemente estar ahí dado, extendido en el espacio y durando en el tiempo,
sino en que este mismo hecho de ser tiene que ejecutarlo, es decir, lo tiene a la vez dado
y pro-puesto, recibido pero situado también delante, como una posibilidad de sí mismo
que ha de realizar. Este desdoblamiento esencial entre ser y poder ser o, dicho con más
propiedad, un ser que es siempre poder ser, está expuesto a sí mismo, tiene su ser puesto
en juego, en el “gran juego de la vida”, como dice Heidegger tomando una expresión de
las lecciones de antropología de Kant. La vida o el mundo –que desde este punto de vista
existencial no son magnitudes diferentes– son así el campo de juego que forma parte de
ese tener el propio ser expuesto. La propuesta o exposición del propio ser es una
estructura ontológica que implica una separación o distancia con respecto a sí, pero es
una separación que no aleja, sino que obliga, que liga o compromete con ese ser posible
que ella misma abre. Heidegger llama a este desdoblamiento, por el que somos en
referencia a nuestro propio ser, “ser por mor (o en vista) de sí” (umwillen seiner zu sein)
y en él veía la forma de ser que hacía ontológicamente posible el principio de la ética
kantiana del hombre como fin en sí mismo5.
Lo que importa ahora para nuestro problema es que Heidegger, especialmente en los
escritos y cursos inmediatamente posteriores a Ser y tiempo, más que en esta su obra
mayor, pone en directa relación –incluso identificándolo sin más– el ser por mor de sí
con la calidad de ser un sí mismo (Selbstheit)6. Lo cual es una indicación importante
para pensar la cuestión de la identidad. Pues al ligar la mismidad posible de la existencia a
esta estructura de autorreferencia peculiar –una estructura ontológica neutra, todavía no
cualificada por ningún peculiar estilo personal de ser ni por ninguna manera especial de
hacer propias las circunstancias–, pone de relieve que ser “sí mismo” es una expresión
reflexiva que no tiene otra función que caracterizar una relación consigo mismo: Esta
relación es, por tanto, la condición de la mismidad o identidad. Ahora bien, como
apuntaba antes, ni la pura tautología A=A, que puede decirse de cualquier cosa, y de la
que los escolásticos decían con agudeza que no es propiamente ontológica, sino
puramente de razón, ni la identidad de un objeto en la variedad de sus perspectivas,

68
suponen una auténtica relación con el propio ser como la que expresa el por mor de sí.
En esas relaciones impropiamente tales, el “sí mismo” mienta una reflexividad, si se me
permite la expresión, en cierto modo externa, la que le otorga, o bien una posición lógica
–el desdoblamiento de sujeto y predicado A=A no significa un desdoblamiento del ser de
la cosa, sino que trata de expresar justo lo contrario, la estricta fijeza de la cosa en su
ser–, o bien la que le viene de su transcurrir en el tiempo o de su situación ante un
espectador. Ninguna de ellas expresa la relación radical que mienta el “haber de ser”.
Si el ser relativamente al propio ser es la condición fundamental del ser sí mismo, la
identidad posible que de él pudiera predicarse no puede ser nunca la identidad como
esencia de que hace abundante uso el concepto psicosocial de identidad. El conjunto de
caracteres de todo orden que puedan delimitar y hacer reconocible a un individuo no
expresan jamás lo que éste en un sentido riguroso es. Pues su ser no consiste sólo en
poseer ese haz de rasgos diferenciadores, sino en tener que ser con ellos y a partir de
ellos; el tenerlos no ahorra la tarea de tener que ser, que es todo lo contrario de la pura
duración imperturbable de una esencia o una emanación que prolongara sin más lo ya
dado; en cuanto auténtico poder ser, el por mor de sí significa siempre un movimiento de
ir más allá de (en nuestro caso la esencia), en virtud del cual los rasgos que la conforman
se toman visibles y pueden ser asumidos de esta o aquella manera, en esta o en aquella
dirección; se abre con ello la posibilidad de conducirse, de tener una conducta, de
participar como jugadores “en el gran juego de la vida”. La ontología existencial no niega
la realidad de los caracteres dados, biológica, social o culturalmente. No es ése el sentido
de la famosa expresión heideggeriana “la ‘esencia’ del Dasein es la existencia”; lo que
ella establece no es la negación d e la esencia, en el sentido de que la existencia humana
carezca de rasgos fijos e incluso sistémicamente organizados. Lo que hace es literalmente
relativizarla, esto es, introducirla en una relación tal que la convierte en fuente de
posibilidades que han de ser realizadas, impidiendo que se la entienda como el origen
inconmovible de una repetición programada. Y –esto es lo importante– esa relación es
más constitutiva de lo que se es que la propia esencia.
La pérdida del carácter globalmente coercitivo e impositivo de cualquier esencia o
identidad es la consecuencia más relevante, en este primer momento, de la ontología
existencial. Ciertamente pocos de los defensores del reconocimiento de las identidades,
incluso los más acérrimos, llevados a expresarse en el seco y escueto lenguaje ontológico,
aceptarían que ellos defienden la vigencia de esencias inamovibles que imponen
comportamientos (“esencias” e imposiciones no gozan precisamente de buena prensa, y
nadie quiere adoptar tan incómoda incorrección). Pero de facto sus posiciones teóricas
no andan muy lejos de implicar un primado ontológico de la esencia del que se deriva un
inequívoco carácter impositivo. Cuando se eleva la identidad a principio de acción
política (o, al revés, se tiene su ausencia como una especie de minusvalía en la vida
civil), no se está simplemente defendiendo el libre proyecto de asumir unos determinados
fines políticos, en concurrencia con otros, sino que esa acción política está sustentada, y
especialmente legitimada en la fuerza preexistente de una identidad, que marca su
carácter necesario e ineludible, por encima de la contingencia de los intereses sociales. La

69
concepción del ámbito público como el campo de juego de identidades en lucha por su
reconocimiento y no, por ejemplo, como el lugar de superación de las particularidades
supone una primacía radical de la identidad sobre el movimiento, no menos enraizado en
el “ser”, que tiende a trascenderla. ¿Por qué las políticas de la identidad tienen, según su
propio discurso, una legitimidad superior a aquella forma de acción política que toma la
propia esencia y renuncia, en la condición ciudadana, a sus cualidades particularizantes?
Sin duda porque la relación entre la identidad y el proyecto que la asume, entre ser y
poder ser, se concibe tácitamente en términos de imposición que obliga a implantar lo
preexistente, a hacer que por fin sea sin trabas, y no como la repetición que proyecta lo
dado sobre un horizonte siempre más amplio que el dibujado por la constricción de la
esencia. Que la identidad sea con frecuencia caracterizada más en términos históricos o
culturales que ontológicos no oculta un ápice su trasfondo esencialista. Los rasgos
sedimentados por la historia y precipitados en una cultura justamente no son pensados en
su historicidad propia, en su movilidad intrínseca, en su capacidad de alumbrar
posibilidades distintas (y quizá coincidentes con otros); más bien al revés, lo que se
ensalza en ellos es precisamente su resistencia a las vicisitudes históricas, su capacidad de
seguir estando ahí a pesar de todas las transformaciones. Lo que en el fondo opera en
esta argumentación de corte histórico es la jalada de utilizar la historia como
naturaleza. Lejos de historizar la naturaleza, lo que ella produce es una naturalización de
la historia.
Si de este primer momento, el por mor de sí, que encuadra la mismidad (Selbstheit)
en una relatividad al propio ser, pasamos al segundo, la apropiación, indicada en la
Jemeinigkeit (el “ser en cada caso mío”), que marca el modo específico en que se ejerce
esa relación7, encontramos nuevas posibilidades de pensar la identidad del individuo
humano, en referencia precisamente a su trasfondo histórico-cultural.
Como ya he mencionado antes, el desarrollo analítico de Ser y tiempo hace pivotar el
ser sí mismo explícitamente sobre la apropiación contenida en la resolución
(Entschlossenheit), aunque evidentemente supone el por mor de sí. En uno de los pocos
momentos en que Heidegger habla explícitamente de la identidad consigo mismo, hace
recaer la peculiaridad de la identidad (Selbstheit) del Dasein, a diferencia de la identidad
(Selbigkeit) de las cosas, en el apropiarse o hacerse propio que se elige a sí mismo8. Tal
autoelección, como se recordará, tiene la estructura reduplicativa del elegir elegir que
recupera la falta de elección típica de la existencia impersonal del “uno” y está
intrínsecamente ligada a los otros momentos constitutivos de la “propiedad”: el temple de
la angustia, el ser respecto a la muerte y la voz de la conciencia. A través de la
implicación mutua de todos ellos se instituye el ser propiamente un sí mismo, cuya
característica esencial, subrayada por Heidegger en todos los momentos decisivos en que
expone esta posibilidad del Dasdn es la singularización, la reducción al estricto ser
individual, cuya responsabilidad sobre sí mismo es intransferible9.
¿Cómo se realiza en concreto esa apropiación que abre el sí mismo propio? La idea
misma de existencia, con su referencia extática al campo de juego del mundo –tener el
ser propuesto y tener mundo es, no se olvide, lo mismo–, impide que la apropiación

70
pueda pensarse como ejerciéndose directamente sobre un “núcleo yoico”, sobre un
ámbito específico del “yo”, sino que recae sobre posibilidades de ser que emanan de la
situación en la que cada existencia acontece. Es la situación histórica respectiva la que
avanza las posibilidades del propio poder ser y es la manera como las hacemos nuestras
lo que caracteriza la propiedad. La materialidad histórica respectiva es lo que constituye
las posibilidades sobre las que se ejerce la forma de la apropiación. Es en este punto
donde la analítica existencial tiene que afrontar algo muy similar al problema que hoy
plantean las identidades culturales y la relación que el individuo tiene con ellas.
El tema es ciertamente arduo y envuelve muchas facetas, que afectan a la manera
como se entienda la historicidad de la existencia y todo lo que ella comporta (relación
individuo-comunidad, noción de destino, etc.), lo que le convierte en un difícil problema,
agravado por el uso posterior que de estos elementos de la analítica existencial hizo
Heidegger en los discursos y proclamas de la época de su adhesión al nazismo. No voy,
por tanto, a intentar aclararlo ahora ni mucho menos a realizar una toma de posición
interpretativa. Se trata sólo de buscar apoyo en algunos rasgos de la apropiación para
pensar la cuestión de la identidad cultural.
Lo que Ser y tiempo llama Mitsein, el ser con otros –que está pensado básicamente a
partir del terreno fenoménico de las sociedades industriales modernas–, no significa de
entrada la pertenencia a una comunidad, social o política, sino la existencia en un mundo
compartido, que en su trama de referencias significativas entre las cosas incluye como un
elemento integrante del sentido la referencia a otros. Por eso los otros no son
primordialmente el tú de la relación interpersonal ni los miembros de una comunidad
unida por lazos específicos de solidaridad, sino coagentes en un mundo común, con los
que más que diferenciarme me confundo a partir de la red de significaciones
compartidas. Este ser en común puede llegar a formas positivas de comunidad, pero no
las exige: el modo como se estructura socialmente el sercon no entra en esa neutralidad
que pretende el análisis ontológico.
Pero lo que sí se desprende de él es que el mundo compartido engendra
representaciones y que desde ellas y contra ellas opera el movimiento de apropiación.
Las representaciones colectivas, que provienen del tráfico social y de la tradición en que
se asienta una concreta situación histórica y en las que la existencia individual se mueve,
dominan a ésta en el sentido de que conforman el horizonte de sus expectativas y
proporcionan un cierto modelo de sí mismo (autointerpretación, diría Heidegger), que el
individuo se ve tácitamente impelido a realizar. ¿En qué medida la estabilidad del sí
mismo (Selbst-Stándigkeit) que la apropiación introduce está ligada al contenido esencial
propuesto por ellas? La problemática de la identidad cultural entra de lleno en este
esquema de la posible apropiación por el individuo de caracteres sociales o étnicos
canalizados por representaciones colectivas. Pues “identidad cultural” hace referencia al
hecho de que algunas de esas representaciones tienen un carácter especial, el de contener
los rasgos esenciales que definen la peculiaridad de un pueblo, sus “señas de identidad”,
y por eso poseen una fuerza propia sobre los individuos que viven en él: la de ser sus
“raíces”, elementos señalados de su propia identidad.

71
El modo como esas “señas de identidad” comparecen en la vida individual no puede
ser otra, en la analítica existencial, que formando parte de ese legado en que consiste el
ahí fáctico al que la existencia, desde su posibilidad más propia abierta en la resolución,
se vuelve para asumirlo. Hay al menos dos razones que hacen, a mi entender, imposible
que desde una concepción existencial del individuo humano pueda entenderse su
“mismidad” posible bajo el prisma de su pertenencia a una determinada identidad
cultural. En primer lugar, porque desde la estricta apropiación como modo de ser que
parte de la resolución no hay ningún criterio posible por el que distinguir, entre las
posibilidades fácticas, aquellas privilegiadas que constituyen la identidad colectiva y las
que no. Esa diferencia le tiene que venir ya dada y no puede ser introducida por una
acción de asumir que es ante todo una forma de situarse ante ellas, no de cualificarlas o
dotarlas de contenido y valor. La “existencia propia” no puede, a partir de sí misma,
privilegiar como más propia una parte del legado de su facticidad.
Pero, en segundo lugar, precisamente el que algunas representaciones fácticas vengan
ya dadas con su calificación de identidad es lo que resulta relativizado por la apropiación.
El movimiento por el que el Dasein toma el legado recibido por tradición y lo asume
proyectándolo como posibilidad propia es una verdadera autotransmisión desde lo que ya
se es a lo que se puede ser que tiene el sentido estrictamente inverso al insinuado por el
peso de las señas de identidad. Pues lo que este transmitir –el auténtico tradere en que se
funda la tradición– realiza al proyectar lo transmitido sobre un fondo de posibilidad es
justamente convertir la inercia de lo dado en posibilidad propia, arrancándolo así a esa
pretendida forzosidad que procede de su indiscutida vigencia “tradicional”, de su puro
haber sido legado. No es la calidad mayor o menor de los rasgos que se asumen, sino el
modo como son asumidos lo que abre el sí mismo propio. Ninguna seña de identidad
otorga a la existencia su estabilidad y “mismidad”; precisamente eso es lo que está
excluido en el planteamiento existencial: no es ningún qué, sino un peculiar cómo –la
constancia en el tenerse a sí mismo, fundado en ese libre asumir (elegir elegir) el propio
hecho de ser siempre un poder ser– lo que constituye el sí mismo; es por tanto un modo
de ser que establece su identidad posible sobre una separación radical de la identidad
recibida, en la precisa medida en que le resta toda su fuerza específica, la de esa previa
identificación espontánea y prerreñexiva con ella, de donde surge todo su poder.
Separación que es, a su vez –en una paradoja que es expresión del trascender de la
libertad– lo que permite la continuidad, la estabilidad y la coherencia posibles del sí
mismo, muy diferentes de la permanencia de un conjunto de caracteres dados.
Este extrañamiento del sí mismo propio respecto de cualquier identidad recibida (lo
que no quiere decir que no dibuje, mediante esa autotransmisión en la que se teje la
trama de la vida, una figura propia, pero que precisamente ahora, por su modo de
configurarse, no es una identidad), tiene su confirmación en la metáfora de la
inhospitalidad (Unheimlichkeit) que aparece en varios momentos clave de Ser y
tiempo10. Lo que resulta extraordinariamente esclarecedor es que en el contexto de la
analítica existencial –en la obra posterior de Heidegger la cosa es diferente– la
inhospitalidad, entendida literalmente como un “no estar en casa”, es una idea que sirve

72
para caracterizar la condición ontológicamente originaria del Dasein, aquella que resulta
revelada por la existencia propia y en la que radica, como hemos visto, la posibilidad de
ser un sí mismo; a tal caracterización se llega por contraste y como modificación de esa
familiaridad con el mundo, que el trato habitual con las cosas y la integración en las
representaciones y costumbres públicas produce, y que representa el auténtico “estar
como en casa”. Ahora bien, la pretensión de las identidades culturales de constituirse en
el factor decisivo de la identidad individual representa la más cruda manera de elevar la
propia casa a principio ontológico-personal. El tener la propia identidad determinada por
el acogimiento y la integración en una identidad cultural es precisamente un movimiento
contrario a la construcción de un sí mismo propio que, basado en el extrañamiento de la
esencia, se inicia mediante el desarraigo y la distancia respecto de la interpretación
pública vigente y no mediante la prolongación de su fuerza.
No pretendo negar con esto que la pertenencia a una tradición, idea que vertebra el
pensamiento hermenéutico surgido de Heidegger11, no sea un componente esencial del
estar en el mundo de la existencia, cosa evidente. La historicidad de ésta es justamente
tradición. Pero “tradición” envuelve dos sentidos claramente diferenciados en Ser y
tiempo. La tradición, en el sentido activo de transmitir (Überlieferung) es la forma de
acontecer, de gestarse la existencia, y consiste en esa autotransmisión por la que el
Dasein vuelve sobre su pasado desde sus posibilidades y lo re-toma (lo repite,
wiederholt) proyectándolo a su vez como fuente de posibilidades propias. Ella constituye
la historicidad elemental, primaria, de que está hecha la existencia. Pero tradición es
también la Tradición (Tradition), el conjunto de ideas, interpretaciones, hábitos,
instituciones, etc., que son lo transmitido y que forman la herencia en la que siempre está
inserta la existencia fáctica. Pero de la tradición como contenido Ser y tiempo es
abiertamente crítico desde sus primeras páginas. Ella es la responsable fundamental de
esa familiaridad con el mundo en la que el Dasein “cae” en su vivir cotidiano; su dominio
sobre él radica en que “le sustrae la dirección de sí mismo, el preguntar y el elegir”12. La
historicidad, lejos de comportar una incorporación sin más de lo transmitido, implica una
sospecha y una distancia respecto del papel rector que sus representaciones
inmediatamente tienen, lo que conduce a la tarea explícita de su “destrucción”, una
expresión que no tiene el sentido negativo de aniquilar, sino el positivo de apropiar. La
apropiación de la tradición, como la apropiación que conforma el sí mismo, son el mismo
movimiento inicial de arrancarse al poder de las interpretaciones fijadas para retomar a
ellas en una forma que les desposee de su constricción y de su forzosidad. Y sólo en ese
retomo se alcanza una relación libre con la tradición.
Es esta libertad respecto de lo dado lo que de manera a veces muy tosca, a veces más
sutil, cuestiona la política de la identidad. Es evidente que su contexto general es
plenamente moderno, en el doble sentido de que se inscribe en un ámbito público que no
está definido precisamente por ninguna identidad “fuerte”, sino más bien por la
neutralidad mercantil del intercambio de todo orden de cosas, y de que supone un
individuo crecientemente a la intemperie y por ello a la búqueda de identidad. Por eso,
sin duda, los más ilustrados de sus partidarios no reconocerán en las identidades cuyo

73
reconocimiento universal propugnan una esencia constrictiva, sino una libre identificación
con lo que ya se es. Dejando ahora aparte si “lo que ya se es”, lo recibido en general por
la historia o la naturaleza, pueda ser entendido como una identidad, lo que en este
argumento hace pensar es que, si fuera verdaderamente así, si la identidad fuera una libre
propuesta al individuo, su vigencia social y su fuerza radicarían no en su calidad propia y
preexistente, sino en su conversión en vida individual, en su asunción como proyecto por
los individuos. Pero esto es justo el mecanismo inverso a como las identidades culturales
y nacionales se presentan. Su poder estriba en la convicción que expanden de que son
ellas las que dotan de identidad a los individuos, que sin ellas se reducirían a un puro
“hombre sin atributos” y que por eso, en justo agradecimiento, están obligados a
mantenerlas en su integridad y a cooperar con su permanencia a través del cambio
histórico. La ontología existencial nos invita, sin embargo, a considerar que la
trascendencia de la libertad nos separa inexorablemente de lo que somos y que esta
separación es el hueco en el que se alojan a la vez la posibilidad del sí mismo y el espacio
público de la condición ciudadana.

74
Capítulo 6
Tiempo e identidad

75
El capítulo anterior ha tratado de aportar algo a la reflexión sobre la problemática
sociocultural de la identidad con la ayuda de las categorías que brinda el análisis
ontológico-existencial; pero ha llevado a cabo esa labor haciendo completa abstracción
del aspecto temporal que la “identidad moderna” lleva consigo tanto como de la
temporalidad específica de esas mismas categorías. Richard Sennet, en el libro
mencionado, ha puesto específicamente en relación las crisis actuales de identidad con la
peculiar vivencia del tiempo que expanden las nuevas formas de trabajo en la sociedad
tecnológica. Pero, sobre todo, la vinculación de la identidad a la “sensación de un yo
sostenible” y a una cierta coherencia vital no hacen más que situar en el mismo corazón
de la idea psicosocial de identidad una dimensión temporal que demanda una
consideración propia.
Para ello resulta muy ilustrativo reparar un instante en el planteamiento, tan típico de
la filosofía moderna, del problema de la identidad personal. Vaya por delante que tal
cuestión tiene poco que ver con la identidad psicosocial de la que estamos hablando, que
se refiere ante todo al vínculo entre individuo y sociedad, mientras que el problema
tradicional es más bien epistemológico y metafísico y hace referencia a la idea misma de
identidad personal y al conocimiento posible que el sujeto tiene, mediante su experiencia
interna, de ella. Pues bien, lo que encontramos en la discusión en torno a la identidad
personal es una oposición infranqueble entre tiempo e identidad, entre la sucesión de sus
estados y la identidad del sujeto: ¿cómo puede haber un yo idéntico en el cambio
perpetuo de sus estados? Hay una imposibilidad de conciliar, como Hume puso de
manifiesto, la identidad como la permanencia invariable e ininterrumpida de un objeto a
través de las variaciones del tiempo y el flujo constante y el movimiento perpetuo de
percepciones en que consiste la vida psíquica. Cuando me sumerjo en ella, jamás
sorprendo un yo idéntico, es decir, un yo que no consista en una percepción particular y
por ello distinta de la siguiente, ni un rasgo que permanezca siendo el mismo ni tampoco
un enlace de toda la serie que constituyese la identidad buscada. Propiamente hablando
no hay identidad personal real, sino relaciones de semejanza y causalidad entre las ideas,
mantenidas por la memoria, que producen la conciencia –o mejor, la ficción– de
identidad.
Sin entrar en las claves de este debate clásico, interesa ahora destacar tres elementos
que son decisivos para todo planteamiento de cuestiones de identidad: 1) la identidad es
un problema en la medida en que se atribuye a un ser que es temporal, es decir, un ser
que es afectado interna, esencialmente por el tiempo; un ser atemporal no tiene
problemas de identidad; 2) identidad supone diversidad, diferencia, escisión respecto de
sí mismo; es la multiplicidad de estados y cualidades en el sujeto lo que problematiza la
identidad; es otra forma de decir lo que ya supone el tiempo, que siempre es distensión y
diferenciación. En la pura quietud de una perfecta identidad ontológica A=A no hay lugar
para plantearse quién soy; 3) el paradigma de la identidad es el de la permanencia
invariable de un objeto –es decir, de un conjunto de rasgos dado– que no resulta alterado
por la sucesión y la variabilidad. Desde este esquema, la identidad del yo es pensada
como un núcleo estable que sigue siendo el mismo en el fluir del tiempo (yo sustancial) o

76
una unidad originaria, inaccesible a la experiencia interna, y, por tanto, fuera del tiempo,
que hace posible la síntesis de las percepciones y con ello la coherencia de la vida. En
cualquier caso, la identidad personal parece exigir que se la piense contra el tiempo,
que aparece así como el obstáculo fundamental que debe superar cualquier teoría de la
identidad.
Y es aquí donde quería situar la problemática de la identidad con la que comenzaba.
Esa calidad de los individuos humanos que es su mismidad, su ser ellos mismos, en que
se basa toda la vida social, y a la que seguimos ligando la representación de nuestras
vidas (“la sensación de un yo sostenible”), no se deja fácilmente tratar con el esquema
del yo-núcleo invariable ni con el concepto cronológico de tiempo como pura sucesión de
instantes homogéneos e indiferenciados. Y es que el tiempo de la vida, el tiempo en el
que se realiza la factura humana de la identidad, no consiste nunca ni puede consistir en
la mera sucesión de estados para los que hay que buscar una conexión. Resulta
seguramente vana la tentativa de localizar unos rasgos personales (físicos, de carácter,
morales, etc.) que sigan siendo los mismos –idénticos, en este sentido radical de
mismidad– y en los que no podamos registrar variaciones con el paso del tiempo. La
discusión en tomo a esta concepción de la identidad es difícil que cese, pues siempre está
abierta la posibilidad –justo por la distensión diferenciadora que es el tiempo– de
desmentir la supuesta identidad incólume del carácter dado. Por eso hay que esforzarse
por pensar la situación de manera inversa: el tiempo no es el enemigo de la identidad,
sino que es, al revés, su condición, lo que hace posible la identidad del individuo, en el
único sentido humanamente inteligible: el de labrarse una cierta figura de sí mismo,
normalmente implícita, pero siempre vigente, y susceptible de ser reconocida por los
otros.

77
1. Identidad y memoria

Cuando se piensa en la necesidad de ligar la identidad al tiempo, lo primero que siempre


acude a nuestra mente es el papel que juega el pasado a través de su retención en la
memoria. El vínculo entre identidad y memoria es, desde antiguo, un factor decisivo en
los intentos de pensar el ser sí mismo del individuo humano. En algunos casos, como en
la tradición empirista, la memoria es la fuente genuina de la identidad. Quizá el caso más
ilustrativo es el de Locke. La identidad personal pende de ese damos cuenta de nuestros
actos (sentir, percibir, desear, etc.) y es en esta conciencia de sí, como señalaba Locke1,
en lo que consiste el sí mismo que somos: si no nos diéramos cuenta de nuestros propios
comportamientos, no habría base alguna para decir “yo”. Pero como ese yo es
instantáneo, presente ahora, no es posible, sólo por él, hablar de identidad del yo. La
fugacidad de esos yoes sucesivos sin una continuidad en el darse cuenta haría imposible
la identidad. Esta implica que esa conciencia de sí se mantenga en la diversidad de
estados y la dificultad fundamental que aquí se abre, de nuevo siguiendo a Locke, es que
el olvido interrumpe la continuidad de la conciencia de sí, de forma que no puedo
mantenerla en todas y cada una de las acciones que han acontecido a lo largo de la vida.
Pero precisamente por ello y a pesar de sus debilidades es la capacidad de la memoria de
prolongar la conciencia de mí mismo en mis actos diversos lo que funda la identidad:
puedo repetir la acción o el pensamiento pasados con la misma conciencia de sí que la
idea presente: es ese mismo “sí mismo” el responsable de la identidad personal. Si
pudiera recordar, es decir, traer a la misma conciencia de sí todas las acciones de mi vida,
nadie dudaría seriamente de la identidad personal. Esta llega, pues, cuanto y hasta donde
alcanza la memoria. La presencia de esa ausencia que es el pasado es la garantía de la
identidad.

78
2. Identidad y futuro

¿Pero basta la posibilidad de prolongar hacia atrás la conciencia de sí, con la continuidad
relativa de la vida que ello produce, para asentar la idea de un sí mismo idéntico? No me
refiero ahora a las posibles insuficiencias de la argumentación de Locke, que pueden
quedar ahora para los estudiosos de la historia de la filosofía, sino al hecho de que
precisamente esa continuidad, que parece garantizar la memoria, no resulta posible
pensarla sin atender a la relación con el futuro, relación que afecta a todos nuestros
actos, incluidos los que miran a la reproducción del pasado.
En los inicios de la modernidad, a comienzos del siglo XVII, encontramos una de las
más enfáticas y rotundas declaraciones de conciencia de la propia identidad que ha
producido la cultura de Occidente. Despreciando el oráculo de Delfos, que proponía
como tarea de toda una vida el imperativo “conócete a ti mismo”, Don Quijote afirma sin
sombra de duda a quien quería sacarle de su engaño y devolverle a su papel de Alonso
Quijano: “Yo sé quién soy y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los
doce pares de Francia y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que
ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías”2. ¿De dónde
proviene esta certeza de la propia identidad, este saber adecuado de sí mismo? Si nos
fijamos en el texto de Cervantes, el discurso de Don Quijote no aduce ningún tipo de
rasgos de su carácter, ni alude a sus hábitos o costumbres personales, ni siquiera a su
figura socialmente reconocible. El “sé quién soy” no contiene sólo una negativa a aceptar
la distinción apariencia/realidad, quimera/sensatez que obra en quien procura volverle a la
cordura de su pasado como Alonso Quijano; contiene ante todo un desprendimiento
radical de todo lo dado, sean estructuras psicológicas o papeles sociales, incluida la figura
misma –convertida ya en grotesca– del caballero andante, pues éste, a diferencia del
héroe clásico, no se define ya sólo por las hazañas realizadas (“el que conquistó Troya”,
“el que recuperó el vellocino de oro”), sino por las hazañas futuras, las que puede
realizar; es esta apertura y disponibilidad para la hazaña posible lo que constituye al
caballero andante y no sólo su pasado glorioso. Don Quijote liga su identidad no a lo que
es o ha sido, sino a lo que puede ser. El proyecto de sí, la tensión vigilante hacia el futuro
es lo que despierta su conciencia de la propia identidad. Naturalmente no se trata del
futuro como puro momento abstracto del tiempo. No es ese trecho de tiempo, esa época
que vendrá después y que sigue a este momento de la vida. El “futuro” está vinculado a
la figura de sí mismo que la decisión del héroe sostiene. Es esta figura, como ser sí
mismo posible, como literalmente por-venir, lo que conforma el futuro al que tiende la
persona toda de Don Quijote. Esta figura reobra sobre sí mismo y lo identifica, le hace
ser quien es. De esta forma, su propio pasado, lo que ya ha sido, resulta refigurado,
retomado y absorbido por la tensión hacia el futuro, que le da constantemente una luz
nueva. “Yo sé quién soy y sé que puedo ser (los doce pares de Francia)” debe ser leído
como una única declaración de identidad, porque la certeza de sí mismo que expresa la
primera frase sólo se entiende desde la segunda.
El héroe basa, pues, la seguridad en sí mismo y su propia identidad en una conciencia

79
explícita de su tensión hacia, en la voluntad férrea de ser quien quiere ser. En la fe de
Don Quijote en que la identidad se adquiere por el proyecto de sí mismo que uno es
capaz de darse anida la ruptura moderna con las jerarquías sociales como fuente de
identidad. La independencia respecto de la fuerza constrictiva de lo que ya se es se
extiende, y muy especialmente, a los papeles sociales, a los arquetipos de conducta, que
marcan el rumbo y regulan la vida de los individuos y que eran proporcionados por el
lugar en la escala social, con el correspondiente universo simbólico que define la clase a
la que se pertenece (hidalgo, militar, noble, clérigo, pueblo llano). La autonomía, el ideal
ético por antonomasia de la modernidad, es una especie de versión “normalizada” de esta
figura heroica: la identidad moral, quién soy yo, está en dependencia del proyecto que me
doy a mí mismo y al que me vinculo libremente. El desprendimiento del yo de los
arquetipos que le preceden supone una libertad de identificación, un sí mismo que,
antes que un núcleo estable de caracteres dados, es un ser libre para identificarse con
modelos de comportamiento y darse así un orden de posibilidades que realizar. El yo,
libre para identificarse, no se reduce a ninguna de sus identidades, a las que puede, por
principio, trascender, pero a las que por lo mismo puede permanentemente vincularse.

80
3. El tiempo de la identidad

El análisis de la identidad, que la figura de Don Quijote nos ha permitido, ha puesto de


manifiesto la brecha que la condición moderna abre con los parámetros sociales de la
identidad. Pero, sobre todo, ha sacado a la luz la temporalidad implícita que es la textura
de la identidad. El héroe cervantino tiene una conciencia explícita de la fuente de donde
proviene su certeza de sí, pero no es imprescindible esa conciencia clara de su figura por
venir para que el futuro, como movimiento desde el sí mismo que soy hacia el sí mismo
posible, sea un terreno esencial para la constitución de la propia identidad. El tiempo que
en este movimiento se insinúa es vital para comprender la fábrica humana de la
identidad.
Y es que, en efecto, ese tiempo, la temporalidad de la vida en que se fragua eso que
llamamos identidad, tiene poco que ver con el tiempo como puro flujo en el que se
suceden unos a otros, en secuencia lineal, los diversos estados del alma. El tiempo de la
identidad no es ese tiempo de la sucesión homogénea –lo que no quita que el esquema de
la sucesión objetiva rija el tiempo común en que se dan todos los fenómenos, también el
de la realización de la identidad. Es un tiempo en el que sus momentos, pasado, presente
y futuro, guardan unas relaciones de mutua implicación que no son comprensibles si se
parte de una sucesión en la que el ahora presente divide a lo que ya quedó atrás de lo que
va a venir a continuación. El proceso en que se forma la identidad –y esto es esencial
porque la identidad, como hemos visto a propósito de Don Quijote, no está dada de
antemano, sino que tiene que ser mantenida–, lejos de ser un despliegue lineal, y
progresivo, supone la reversión del futuro sobre el pasado y la conformación del presente
a partir de ella. Y es que la temporalidad que la identidad supone no puede ser el neutro
fluir del tiempo cósmico, sino una temporalidad significativa, en la que sus momentos
no son más que abstractamente separables del sentido que constituyen para el individuo
humano que los vive. Lo que soy significativamente (lo que puedo decir de mí ahora) es
ininteligible sin la distensión hacia la figura de mí mismo a la que tiendo y desde la que
constantemente reinterpreto lo que ya he sido. El pasado se torna significativo, deviene
pasado vivo y no algo simplemente ya sucedido, en virtud de esa reinterpretación
constante, que lo abre a la comprensión de su sentido y lo integra en el proyecto implícito
de sí mismo que este movimiento de la temporalidad va dibujando. Lo que llamamos el
presente, el ahora en que el mundo y yo mismo nos encontramos, es el momento en que
las cosas se nos hacen presentes, y ello significa accesibles, inteligibles, lo cual implica la
conjunción de la expectativa y de la experiencia pasada, que ella recoge. El ahora
presente es la concentración de la posibilidad a la que tiendo y del pasado que se retoma,
cuyo resultado es el hacerse presente del mundo y de uno mismo. La presencia con
sentido del mundo es obra de este presente vivo, que encierra en sí toda la estructura de
este entrelazamiento temporal propio del hacerse a sí mismo que es la vida humana. Lo
que Heidegger llamaba el carácter extático de la temporalidad no es otra cosa que ese
entrelazamiento, que es posible porque cada uno de sus momentos apunta hacia fuera de
sí mismo.

81
Que la identidad atribuible al individuo humano implica una forma propia de
temporalidad es algo que ahora aparece con cierta claridad. La temporalidad es el suelo
en el que arraiga la identidad humana, y por ello no es de extrañar que la sociología
actual se ocupe específicamente de las consecuencias que la aceleración o la
fragmentación del tiempo en la sociedad contemporánea tiene para la identidad de las
personas. La temporalidad que hemos descrito, más acá de las variaciones que introduce
el cambio social, es una estructura necesaria de la identidad.
La relación entre tiempo e identidad no es de oposición, sino de implicación mutua. Es
un hecho que resulta corroborado y salta a la vista justamente en el intento de anular la
conciencia de sí mismo. Rousseau puede servimos de ejemplo para ello. Permítaseme
aducir un bello texto de la quinta ensoñación del paseante solitario: “Al atardecer
descendía de las cimas de la isla e iba de buen grado a sentarme al borde del lago sobre la
arena, en algún rincón oculto; allí el rumor de las olas y la agitación del agua fijando mis
sentidos y arrojando de mi alma toda agitación ajena la sumían en una ensoñación
deliciosa en la que frecuentemente me sorprendía la noche sin darme cuenta. El flujo y
reflujo de ese agua, su rumor continuo pero intensificado por intervalos golpeando sin
descanso mis oídos y mis ojos, suplían los movimientos internos que la fantasía extinguía
en mí y bastaban para hacerme sentir con placer mi existencia sin hacer el esfuerzo de
pensar”. Más adelante, al reflexionar sobre el significado de este estado que acaba de
describir, Rousseau escribe: “si hay un estado en que el alma encuentre un asiento
bastante sólido para descansar en él toda entera y reunir allí todo su ser, sin tener
necesidad de recordar el pasado ni saltar hacia el porvenir; donde el tiempo no exista para
ella, donde el presente dure siempre sin tener que notar su duración y sin ningún rastro
de sucesión, sin ningún otro sentimiento de privación ni de goce, de placer ni de pena, de
deseo ni de temor, que el único de nuestra existencia, y que ese sentimiento por sí solo
pueda llenarla íntegramente; mientras este estado dura, el que se halla en él puede
considerarse dichoso, no por una felicidad imperfecta, pobre y relativa, tal como se
encuentra en los placeres de la vida, sino por una felicidad suficiente, perfecta y plena
que no deja en el alma ningún vacío que sienta necesidad de llenar... ¿De qué gozaba yo
en semejante situación? De nada exterior a mí, de nada sino de mí mismo y de mi propia
existencia; mientras este estado dura uno se basta a sí mismo, como Dios”3.
La deliciosa ensoñación que describe Rousseau es un estado puramente sensible, en
que el ritmo de las olas y el vaivén del agua, con su movimiento uniforme y repetido (“la
mer, la mer toujours recommancée”), contribuyen a fijar los sentidos en ellos y a
fundirse hasta desaparecer en su movilidad, que se convierte en el horizonte absoluto que
todo lo abraza. Una pasividad fundamental invade el alma, que no registra movimiento
activo alguno, y esa desaparición de la actividad asociativa y reflexiva del pensamiento
tiene como consecuencia una concentración en el puro sentirse, en el mero sentir que se
siente, que Rousseau llama el placer de la propia existencia, que no remite a ningún
estado de cosas del mundo ni a ningún comportamiento del yo en él. La supresión de la
conciencia referida al mundo tiene el carácter de una ensoñación, de una semiconsciencia
o adormecimiento, probablemente la única forma de describir un estado que no

82
trasciende la actualidad del puro sentirse. Cuando Rousseau trata, de manera ya
despierta, filosófica, de interpretar su ensoñación, llama la atención que lo primero a que
acude para entenderla es a una completa anulación de la conciencia del tiempo: es un
estado en el que no hay recuerdo del pasado, ni expectativa de futuro, ni rastro alguno de
sucesión; tan sólo pervive un presente pensado como la actualidad pura de la sensación,
que, en virtud de algún recóndito poder divino del alma, parece poder extenderse sin que
se perciba su duración. La concentración en este presente puramente sensible, y por ello
abstracto, tiene como condición la suspensión de la temporalidad extática, aquella en la
que el presente es el resultado de la implicación mutua de pasado y futuro, que es lo que
le hace ser un presente vivo, el presente que nos sitúa ante una realidad con sentido.
La anulación de la temporalidad (y con ella de la presencia de toda la trama
significativa del mundo) produce un gozo peculiar, pero intenso, el gozo de “mí mismo y
de la propia existencia”. ¿Encontramos en esta suspensión del tiempo que nos ensimisma
algo así como el “sí mismo” y la propia identidad? En modo alguno; sucede exactamente
lo contrario. Ese yo mismo del que, según Rousseau, gozo, no es otra cosa que el
sentimiento de la existencia, el puro hecho de sentirse existiendo despojado de toda
significación. Ese sentimiento es la completa inmersión del alma en el nudo sentir la
propia sensación, cuyo gozo tiene como condición la total ausencia de significados
mundanales, que puedan agitar la pasividad del sentirse; ahora bien, esa significatividad
está ligada a la movilidad del tiempo, que nos proyecta hacia nuestros recuerdos o
expectativas y que nos saca de ese ensimismamiento. Justo en este ensimismarse se
produce la completa ausencia de un sí mismo: desaparecida la temporalidad, no hay un
“quien” del que pueda decirse algo, al que se le puedan atribuir determinados predicados
que lo identifiquen; no hay más que el acontecer de un gozo que se siente a sí mismo,
pero que no es de un sí mismo. La desaparición de la identidad es precisamente
condición del gozo. Y con ella desaparecen también las referencias sociales. Rousseau es
muy consciente de que ese estado rompe los lazos que nos unen a la vida social, y no
puede ser de otra manera, pues la identidad se fragua en la acción en el mundo y supone
el reconocimiento de los otros ante los que siempre nos presentamos de algún modo.
Recogerse en el sentimiento de la nuda existencia es la única y radical forma de felicidad
a la que aspira el “infortunado que se aparta de la sociedad humana” y que ya no espera
nada.
La identidad del individuo humano pende, pues, de la temporalidad. Esta, lejos de
introducir en aporías insalvables al pensamiento que quiere hacerse cargo de las
pretensiones de identidad, proporciona el terreno, el suelo real en que la identidad se
realiza. Para ello es necesario dejar de pensar el tiempo de la vida humana como
sucesión homogénea de estados psíquicos, en cuyo trasfondo sólo cabe entender la
identidad como un núcleo estable y fijo que permanece el mismo en los avatares del
cambio. Pensada sobre el trasfondo de la temporalidad extática y significativa, cuyos
momentos, en lugar de ser arrastrados por el fluir de sucesión y desaparecer en él, se
refieren unos a otros y se implican mutuamente, la identidad aparece más bien como el
diseño o la figura que se dibuja en el mantenimiento de un cierto proyecto de sí, no

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necesariamente consciente y deliberado, del que depende la constante reinterpretación del
pasado y que dota de sentido a las acciones presentes. Esa identidad que se anuda en
tomo al proyecto de sí es una concreción de la temporalidad, pues ésta obliga con su
reobrar del futuro sobre el pasado a dotarse de expectativas determinadas, extraídas del
mundo, que determinan nuestra acción.
Peter Berger ha subrayado enérgicamente esta primacía del proyecto en la
constitución de la identidad moderna: “el individuo percibe su biografía como un
proyecto diseñado. Y este diseño incluye la identidad. En otras palabras, al planificar la
vida a largo plazo, el individuo no sólo planifica lo que va a hacer, sino lo que va a ser...
El proyecto vital se convierte en la fuente primaria de identidad”4. Lo específicamente
moderno es el paso al primer plano de la conciencia de la idea misma de proyecto, que
de ser algo inmerso en la estructura de la temporalidad se convierte en meta consciente,
en objeto de atención y deliberación por el propio individuo y el grupo social en que se
incluye (la familia, etc.). Naturalmente esta liberación de la idea de proyecto y su poder
determinador de la identidad tiene que ver con las condiciones sociales de la modernidad
de las que hablaba en el capítulo anterior, pero también con ese otro rasgo
específicamente moderno que es la racionalización de todos los órdenes de la existencia,
en virtud de la cual la vida entera aparece como objeto de una planificación deliberada.
Pero su condición de posibilidad es el tejido temporal de la existencia.

84
4. Temporalidad vital y tiempo del mundo

Es preciso recalcar que la estructura temporal del vivir humano en que se funda la
identidad no es algo “interior”, no es una “conciencia interna del tiempo”. Es una
temporalidad que no tiene su sede en la esfera de la experiencia interna, sino que
atraviesa la realidad humana entera. Y tampoco se basta a sí misma, sino que remite
inmediatamente al mundo. He insistido ya en varias ocasiones en que es significativa, es
decir, que es inseparable del sentido que el sujeto temporal vive en sus actos. Lo cual nos
lleva a decir que la temporalidad, en cuanto trama interna de la vida, en cuanto estructura
del hacerse vital, necesita del tiempo objetivo del mundo, no puede ejercerse sin él.
Precisamente porque no es más que la forma de la gestación de la vida, necesita darse un
contenido, que sólo puede provenir del mundo. Se abre así una distinción entre la
temporalidad vital y el tiempo del mundo. Ambas formas de tiempo son el campo de
juego de la identidad.
¿A qué me refiero con el tiempo del mundo? Todas las acciones y pensamientos
humanos se toman tiempo, no en el sentido de que duran, sino de que cuentan con el
tiempo como un elemento esencial. Si me propongo realizar un viaje cuento con el
tiempo que durará y con el tiempo que falta para él; si llamo por teléfono, comunica y
miro impaciente el reloj, veo que no llego a tiempo de dar la noticia que deseo; si tengo
una labor importante que realizar y es mucho el trabajo, siento que me falta tiempo y que
tengo que quitar tiempo a otras ocupaciones. Llegar a tiempo, tener o faltar tiempo,
perder el tiempo, etc., son expresiones habituales que expresan una relación con el
tiempo que no es la de la gestación vital. El tiempo es aquí una dimensión objetiva por la
que nos regimos y a la que nos adaptamos, pero que dista mucho de identificarse con la
abstracta sucesión del tiempo cósmico. Heidegger tiene perfecta razón cuando, al hilo de
una fenomenología del uso del reloj, muestra que el tiempo con el que contamos es
siempre un tiempo para–: el tiempo que nos falta para terminar la clase, el que perdemos
sin hacer nada y podíamos dedicar a otra cosa, el que se nos hace eterno mientras
esperamos a alguien, etc. En virtud de este tener que contar con el tiempo acudimos al
reloj y no al revés. El poder del reloj sobre nosotros proviene de que se lo damos, de que
le damos un tiempo para que nos lo marque. El reloj, en cuanto objeto que nos sirve para
medir el tiempo, responde, antes que a un abstracto deseo de medición objetiva, a la
necesidad de tener una pauta para nuestro constante contar con el tiempo. Esa pauta se
puede hacer cada vez más exacta e intersubjetiva, pero se origina en el humano contar
con el tiempo. Un tiempo que, siguiendo a Heidegger, podemos denominar tiempo del
mundo porque, en cuanto tiempo para, está directa e inmediatamente unido a la trama de
sentido que es el mundo. Operar con el tiempo en mil diversas facetas, como diariamente
hacemos, es una forma de ese contar con el tiempo en el que se desarrolla el teatro de la
vida.
La relación entre la temporalidad vital y el tiempo del mundo no se deja fácilmente
entender. Sabemos que aquélla tiene que contar con éste, que a su vez recibe su fuerza
de la temporalidad que remite a él. Pero no por ello resulta mínimamente aclarado el

85
asunto. Hay una magnífica y enigmática expresión que puede servimos a este propósito:
dar tiempo al tiempo. ¿Qué significa este tiempo que recibe tiempo? Quizá podamos ver
en esta redundancia una indicación de una doble posibilidad de pensar la relación aludida:
A) Si la pensamos desde la temporalidad vital, que juega ahora el papel del tiempo
receptor, significa que ella, que necesita contar con el tiempo público o mundano, no se
identifica con él y no puede por ello recibir de él el ritmo de su propia maduración; ésta
necesita tiempo, un tiempo del mundo con el que operar y que no violente o apresure su
ritmo propio; de ahí la elasticidad y la calma que parece llevar consigo el don del tiempo
que contiene la frase. B) Recíprocamente, la temporalidad propia del hacerse vital tiene
que dar tiempo al tiempo del mundo; el trato con el tiempo del mundo que significa el
contar con él pone de manifiesto su objetividad, su consistencia y su resistencia: el
mundo tiene su tiempo público, el tempo propio de las relaciones sociales, de los
procesos de todo orden (técnicos, económicos, naturales, etc.) en medio de los cuales se
desarrolla la vida humana. Contar con él no significa esforzarse por apresurarlo o
ralentizarlo en función del proyecto de sí, sino percibir la fuerza y el ritmo de las cosas.
Es con este tiempo con el que contamos y por eso hay que darle su tiempo.
La interna relación entre ambas formas de tiempo, relación que no anula sino que
mantiene una insuprimible diferencia entre ellas, es el ámbito en que se fragua la
identidad humana. Es un error pensar que la identidad es asunto que afecta sólo al modo
como se realiza lo que Dilthey llamaba la “trama de la vida”, cuyo tiempo es la
temporalidad retroactiva del hacerse a sí mismo. Como ésta impele hacia el mundo, la
identidad es impensable sin la identificación con los significados, importancias y valores
que encontramos en él. La identidad es, en amplia medida, cultural, obedece a patrones,
representaciones y modelos con los que contamos y que constantemente adoptamos. Por
eso los cambios en la estructura del mundo y en el tiempo propio de sus procesos la
afectan de lleno. No es por tanto obra exclusiva de la temporalidad como estructura
ontológica. Pero, sin embargo, es ésta la que la hace posible, y a la vez la que destruye
todo intento de fijarla en un racimo de caracteres inamovibles. Por eso la disimetría entre
ambas formas de tiempo es la garantía de la identidad.

86
Capítulo 7
¿Una concepción hermenéutica de la subjetividad?

87
¿En qué sentido el ser de la subjetividad es una cuestión hermenéutica? ¿Se trata de uno
de los posibles ámbitos a los que se vuelve el saber que quiere apropiarse de la tradición?
¿O es una cuestión interna de la ontología hermenéutica, que determina su propia
posibilidad? Para una hermenéutica que no realice grandes apuestas teóricas y que se
entienda a sí misma como el ejercicio de la interpretación de las filosofías del pasado –
una especie de organon de la historia de la filosofía–, la cuestión del sujeto puede ser un
mero “tema” filosófico, relevante porque se trata de un concepto decisivo de nuestra
cultura. Pero para lo que podemos llamar ontología hermenéutica se trata de una cuestión
decisiva en la medida en que afecta a su propia existencia como teoría filosófica. Y ello
porque bajo el rótulo “la cuestión del sujeto” se comprenden dos problemas
fundamentales que tocan de lleno al pensamiento hermenéutico: el de la legitimidad de un
concepto, cuya vigencia filosófica es incompatible con la ontología sobre la que descansa
la hermenéutica y el del papel de la subjetividad humana en una filosofía de la
interpretación. Ambas cuestiones son internas al pensamiento hermenéutico, de ahí que
sea inexcusable tratarlas.

88
1. La crítica de la metafísica de la subjetividad

En lo que respecta a la primera, es fácil mostrar que la ontología hermenéutica contiene


un núcleo central específicamente dirigido contra la idea de sujeto o, más exactamente,
contra la metafísica moderna de la subjetividad, que tiene su fuente en el hecho,
constantemente subrayado, de la pertenencia. En efecto, el pensamiento hermenéutico
tiene como idea central que el hombre, como sujeto cognoscente y práctico, no se
encuentra ante el mundo, como el modelo tradicional de la relación sujeto-objeto da a
entender, sino en el mundo, inserto, en él, perteneciendo a él. La idea de pertenencia,
que domina absolutamente, en diversas declinaciones, toda la filosofía hermenéutica,
subraya el hecho de que antes de toda interrogación, reflexión o deliberación, en una
palabra, antes de toda conducta consciente, el sujeto está ya penetrado y poseído por el
mundo al que pertenece, el cual, igualmente, no es ajeno a la acción interpretativa que el
sujeto ha ejercido sobre él. Hay una relación de inclusión que abarca hombre y mundo,
que precede toda acción y todo pensamiento humanos y que éstos no pueden,
precisamente por su carácter antecedente, controlar o tener plenamente a disposición. Es
claro, pues, que la noción de pertenencia está pensada explícitamente no sólo contra el
modelo epistemológico sujeto-objeto, sino contra la primacía ontológica de la
subjetividad. La analítica existencial de Ser y tiempo y los desarrollos que de ella realiza
Verdad y método no hacen sino fundamentar esta revuelta ontológica. Por su parte, toda
la empresa de Ricoeur de llevar a cabo un largo rodeo por las mediaciones lingüísticas,
simbólicas y textuales es una puesta en práctica de la idea de que la subjetividad es todo
menos un comienzo absoluto. El alejamiento del sujeto como fundamento es una línea de
la que no se aparta ningún pensador hermenéutico. La crítica de la metafísica de la
subjetividad es así una condición del surgimiento de la hermenéutica como filosofía y no
una simple aplicación de la labor interpretativa a un concepto esencial de la tradición.
Pero ¿qué es una metafísica de la subjetividad? ¿Cuáles son sus trazos esenciales?
Precisar mínimamente su contorno resulta imprescindible para saber qué significa ser
sujeto y cuáles son las razones que apuntan a su final, filosófico e histórico.
Si nos situamos en la óptica hermenéutica, determinada, como decíamos, por
Nietzsche y Heidegger, con independencia ahora de su justeza histórica, la filosofía del
sujeto contra la que se alza el pensamiento hermenéutico es una unidad perfectamente
trabada de tres elementos básicos, que se articulan en un cuarto, que es su verdadera
raíz:

1. La necesidad de una justificación última del conocimiento y la verdad. Tal


obligación desencadena un proceso de búsqueda del fundamento que, por su propia
exigencia de certeza, sólo puede consistir en una reflexión del conocimiento sobre sí
mismo, que aboca, de manera natural, a la conciencia como campo último y al
saber de sí como conocimiento indubitable.
2. Traslación a la conciencia humana en exclusiva del carácter de sustancia. La
posición de privilegio cognoscitivo de la autoconciencia, su papel de fundamento, le

89
lleva a asumir la condición de subiectum (substantia, hypokeimenon), asunción que
se realiza en paralelo con la reducción de todos los demás entes a la condición de
obiecta, de objetos contrapuestos a la conciencia representativa. Que la palabra
“sujeto” quede ahora restringida, como ha señalado Heidegger1 al yo humano,
cuando en la metafísica griega se extendía igualmente a piedras, plantas y animales,
expresa con toda claridad su papel de fundamento único y la referencia a él de todo
lo existente. La idea de sujeto asume así el papel de la sustancia, en el sentido de
ser lo que sustenta y mantiene las representaciones, pero también en el de foco
referencial de lo que es, en la medida en que todo objeto, por el mero hecho de ser
tal, remite a él. El carácter de fundamento se concentra, pues, en su poder de
objetivación, de convertir todo en objeto, lo que ahora equivale a hacer aparecer
algo en general.
3. El ser de la subjetividad, leído a partir de su poder de representación. En este punto
la interpretación de Heidegger es decisiva; representar no significa primariamente
producir copias o imágenes de las cosas, sino algo más radical, traerlas ante sí, pro-
ponerlas, ponerlas delante, a disposición de aquel ante quien así las pone, el sujeto.
La incondicionada capacidad de objetivar todo es la esencia de la subjetividad, que
sienta las condiciones en que algo puede venir a la objetividad, es decir, a ser. La
idea de ser como objetividad es la lógica contrapartida de la posición fundante del
sujeto. El “humanismo”, antes que una ética o una ideología, es la expresión
metafísica de esta posición única del “sujeto humano” (ahora ya expresión
redundante).
4. La libertad como autonomía reúne y concentra todas las piezas anteriores. El fondo
de la subjetividad es la acción originaria de darse a sí misma las leyes a las que se
vincula precisamente en cuanto puestas por ella misma. Las leyes de la naturaleza y
las leyes de la libertad son posiciones del sujeto, que se define como este libre
poner. Que esta posición es en su raíz autoposición se muestra en el propio
desarrollo de la metafísica de la subjetividad: la objetividad de las leyes a las que el
sujeto se vincula, en la medida en que es obra de él mismo, abre el paso a la
autodeterminación estricta y total, la libertad de determinar la propia figura, la
propia “naturaleza” del ser humano, que así deviene por entero dueño de sí mismo.
En ese poder extremo se cumple plenamente esa posición de sí en que consiste ser
sujeto; es lo que Heidegger, interpretando a Nietzsche como expresión radicalizada
de la metafísica de la subjetividad, llama “voluntad de voluntad”2, una voluntad que
quiere ante todo su propio querer y para la que toda objetividad no es ya más que
un “valor”, un punto de apoyo de su desarrollo.
Este modelo de subjetividad, que responde en lo esencial a la interpretación
heideggeriana de la modernidad, ejerce un enorme peso como contrapunto constante de
la reflexión hermenéutica. Ciertamente dista mucho de ser una interpretación evidente y
sin fisuras3, pero su presencia y su fuerza casi indiscutida aparecen por doquier en el
pensamiento hermenéutico. De hecho, la insistencia en la finitud de la experiencia
hermenéutica y de la propia existencia histórica, con todas sus consecuencias

90
epistemológicas y éticas, es una directa carga, en el máximo nivel de profundidad, contra
la “subjetividad moderna”.
¿Pero en qué se apoya esta oposición radical a la metafísica de la subjetividad? ¿Cuál
es su argumentación concreta contra ella, una argumentación que no se limite a oponer
unos conceptos a otros? Como puede observarse, el elemento común que subyace a los
cuatro rasgos constitutivos de la subjetividad es la primacía de la vida consciente. La
conciencia de sí es el terreno desde el que se interpreta el ser del sujeto y del que surge
su pretendida omnipotencia representativa. Acorde con esta atención exclusiva concedida
a la “vía cartesiana”, es en la crítica al saber que el sujeto extrae de la reflexión sobre sus
propios actos y de la filosofía reflexiva en general donde encontramos las más explícitas
razones contra la constitución del sujeto moderno.
En la estela de Dilthey, que, especialmente en sus escritos póstumos, intentó
caracterizar el comprender hermenéutico como el método correcto con el que dejar que
la vida histórica fuera accesible sin someterla a la objetivación propia de las ciencias
naturales, la hermenéutica fenomenológica del Heidegger joven desarrolló una línea
argumentativa contra la confianza en el poder de la reflexión que prolonga claramente la
posición de Dilthey. No se trata de poner en duda, de manera escéptica, el carácter
absoluto o no del saber logrado mediante la reflexión sobre las propias vivencias, sino de
discutir la capacidad de la reflexión para recoger el sentido de la experiencia vital tal
como es vivida por el “yo histórico”. No es la validez universal del conocimiento logrado
mediante la reflexión, sino su originariedad, su posibilidad de ser la noticia primaria y
adecuada que la vida fáctica tiene de sí misma, lo que resulta cuestionado. Influido por la
crítica de Natorp a la reflexión fenomenológica, Heidegger comparte la objeción general,
considerada por el propio Husserl, de que la conversión de una vivencia
espontáneamente vivida en vivencia mirada, resultado de la vuelta reflexiva sobre uno
mismo, supone una alteración en el modo de ser de la vivencia que no la deja en absoluto
incólume, pues tanto la posición del yo ante ella, de la que se distancia como un
observador, como el estatuto de la propia vivencia, que pasa ahora a ser objeto, cambian
radicalmente respecto del modo como en el interior de la vivencia no reflexiva ambos se
daban. Lo esencial de este cambio posicional es que, a los ojos de Heidegger, introduce
insuperablemente dos factores que no permiten reflejar fielmente el sentido primario de la
referencia al mundo que está latiendo en el comportamiento pre-reflexivo: 1) Que la
mirada reflexiva, que es un ver objetivante, que sienta a príori lo que mira como un
objeto puesto ante sí, tiende inadvertidamente a introducir su propio modo de mirar en el
interior de lo que ve y, así, describe el contenido de las vivencias o comportamientos del
mundo vital de acuerdo con la escisión sujeto-objeto, extraída la relación teorética con las
cosas. Por mucho que luego esta relación, convertida en primaria, se tiña de valores,
emociones e intereses, para hacer justicia a la variedad de la vida realmente vivida, el
armazón conceptual es el suministrado por la interpretación teórico-objetiva de las
vivencias. Heidegger ve en la fenomenología husserliana un ejercicio constante de este
teoreticismo de la reflexión. 2) Que la reflexión, al auto-comprenderse como acto
consciente dirigido intencionalmente a su objeto, con el que tiene una relación inmediata

91
y homogénea –es otra vivencia, otro acto del “yo”–, establece de modo natural “la
conciencia” como el ámbito o región de ser en el que se dan la reflexión y su objeto. La
“experiencia fáctica de la vida” es interpretada toda ella como conciencia, una expresión
que prima el saber, teórico en su fondo, sobre toda otra forma de relación con el mundo.
Si la reflexión es además pensada como método para acceder a la comprensión científica
de las vivencias, entonces la preocupación por la certeza y la validez refuerza la posición
teorética de la que surge la primacía de la conciencia y de todo el lenguaje que le es
propio. El cuidado por el conocimiento conocido4, expresión con la que Heidegger
caracteriza el comportamiento y la motivación que están en la base de la reflexión
metódica, recoge a la vez la raíz reflexiva y la preocupación por la validez del
conocimiento que originan la conciencia como tema central del pensamiento. El
teoreticismo implícito de la reflexión distorsiona el “yo situado” (Situations-Ich), “una
función de la experiencia vital”, que es “una conexión cambiante de situaciones y
motivaciones posibles”5. Las conexiones de sentido que constituyen esa vida histórica,
aunque comprensibles y comunicables de forma inteligible, no se dejan captar, si no es de
manera desfigurada, por la mirada objetivante de la reflexión.
Pero el argumento hermenéuticamente más fuerte y constante no proviene de
cuestionar, en el propio terreno introspectivo de las vivencias, la posición teorética de la
reflexión. Es más bien la conciencia creciente de la complejidad del “yo histórico” frente
al yo como pura corriente de vivencias, la que abona la crítica dirigida a limitar el
rendimiento fundamental que la filosofía moderna atribuye siempre a la reflexión: su
poder crítico, su capacidad de reducir las ilusiones, los mitos y las falsas representaciones
del pensamiento. Lo que define justamente al yo histórico es su carácter situado en un
mundo público con el que guarda una relación simbiótica, a la que no es ajena la
conexión de sentido de sus vivencias. Las metas de sus acciones, la opción entre sus
posibilidades, la importancia de sus afectos y, en general, el significado de lo que le pasa,
son comprendidos por el yo en función de lo que las representaciones públicas en las que
vive de antemano le proponen. Si en general todo saber de sí se encuentra de entrada
bajo el dominio de lo público, no lo están menos las palabras, los conceptos con que
ingenua o filosóficamente se expresa. Los modos de enfocar lo que nos pasa y las
palabras que elegimos no son el resultado de un libre escoger lo más adecuado para
describir lo que aparece, sino hablar desde un horizonte de sentido que nos viene dado y
al que estamos incorporados. ¿Puede el puro ponerse ante las propias vivencias objetivar
y, por tanto, distanciarse, hacerse libre, de las representaciones públicas ligadas al sentido
de lo dado? ¿Puede la vuelta reflexiva sobre las propias vivencias hacer transparentes los
conceptos que utiliza en la descripción de lo que ve? La reflexión puede sin duda sacar a
relucir lo dado en la vivencia prerreflexiva, tanto en lo que se refiere a su estructura
como a su contenido objetivo, pero no puede, desde la pura posición descriptiva de lo
dado, desvelar en ello la presencia de representaciones adoptadas que constituyen el
sentido y ocultan otras posibilidades quizá más originarias, ni adueñarse de los conceptos,
nunca originales, con los que trabaja. El poder crítico de la reflexión encuentra, pues, un
límite en la estructura situacional del yo, que no puede ser traspasada hacia una posición

92
de objetividad teórica plena. Por ello la reflexión hermenéutica no operará ya sobre el
terreno único de la corriente de las vivencias, sino que ejercerá la crítica existencial del
modo de apropiación de las representaciones públicas y la discusión histórica del
significado de los conceptos que articulan la comprensión. Que el Heidegger de Ser y
tiempo confiara a un temple de ánimo (la angustia) y a la decisión de asumir
efectivamente la finitud el poder revelador último sobre la existencia histórica es una
forma de mostrar la desconfianza en el poder de la actitud teórica de la reflexión.
Cuando Gadamer se pregunta en Verdad y método sobre la forma de conciencia que
es la conciencia histórico-efectual6, el problema esencial que está latiendo no es otro que
el intento de apartarse del modelo reflexivo. Ciertamente no se trata del tipo husserliano
de la reflexión fenomenológica; la “omnipotencia de la reflexión” es más bien la
representada por la dialéctica hegeliana del reconocimiento de lo propio en la superación
de lo ajeno –el objeto–, que concluye en el saber absoluto de la identidad de conciencia y
objeto. Pero la cuestión de fondo es la misma: poner de relieve la impotencia de la
reflexión para adueñarse de aquello de lo que tiene conciencia. Es éste un punto clave
que es necesario precisar, pues lo que la hermenéutica discute no es la reflexión como
posibilidad del pensamiento ni como forma de conocimiento, sino el valor absoluto de lo
por ella alcanzado. La teoría de la experiencia hermenéutica es evidentemente reflexiva,
en el sentido de que supone una vuelta del comprender sobre sí mismo y sus
condiciones, pero tiene ante sí el problema de hacer compatible el carácter universal de la
estructura histórico-finita de la comprensión con el hecho de que llegar a una conciencia
de esta estructura no la libera, como conciencia refleja, de eso mismo que ella hace
visible. Por eso Gadamer trata de evitar que la conciencia histórico-efectual sea entendida
como conciencia reflexiva que objetiva la conciencia inmediata para mostrar que tiene los
mismos rasgos que la experiencia humana del mundo y por tanto su mismo carácter
inconcluso y abierto a su prosecución infinita. Y sobre todo, que no hay que mirarla
desde sus resultados, desde el valor del posible saber alcanzado, sino in fieri, mientras se
hace; sólo entonces se ve que la conciencia histórico-efectual es, antes que nada,
experiencia viva y no saber más o menos logrado.
La indiferencia que muestra Gadamer respecto a la fuerza de las argumentaciones que,
en la línea de Heidegger, considera “meramente formales”, es un trasunto de la misma
idea: las tradicionales refutaciones del relativismo y el escepticismo, por ejemplo, que
tienen indiscutiblemente razón, pero que no logran suprimir las convicciones escépticas,
producen, con su rápida victoria, una cierta sospecha sobre “el valor de la verdad de la
reflexión”. Gadamer las ve como típicos “argumentos de la reflexión”, sin duda porque la
contradicción que denuncian es revelada por una reflexión del discurso teórico sobre sus
propias condiciones y, de la misma manera que en la conciencia reflexiva está la verdad
crítica de la conciencia espontánea, el argumento antiescéptico contiene la verdad (en
este caso la falsedad) de la tesis escéptica o relativista. En ambos casos es el
razonamiento reflexivo quien otorga o desposee de legitimidad a las pretensiones de
verdad de lo que examina. Aplicada a la hermenéutica, la reflexión revela una
contradicción entre la afirmación teórica del carácter histórico y limitado de la

93
comprensión humana y su alcance universal. Si en vez de refutar la validez de la
hermenéutica tal argumentación lleva más bien, para Gadamer, a cuestionar el valor de
verdad de la reflexión, es porque la verdad material acerca del comprender humano que
la hermenéutica revela no puede ser anulada en virtud de una mera contradicción formal
entre la forma lógica de un juicio y su contenido. Ello equivaldría a pensar que esa
revelación reflexiva de la contradicción sería suficiente para liberarse del
condicionamiento histórico del conocimiento, pero “la conciencia del condicionamiento
no cancela éste en modo alguno”7. Como tal argumentación es vacía, en el sentido de
que no opone ningún conocimiento o experiencia al análisis que la hermenéutica realiza,
Gadamer tiende a pensar que sólo genera una “apariencia formal” y no un conocimiento
sustantivo. Por ello trata de relativizar su fuerza y ese mismo intento muestra que no es
insensible al poder de las “apariencias”. En conjunto, todo el esfuerzo de Verdad y
método por aproximar la conciencia hermenéutica a la experiencia vital, adjudicándole
sus mismas limitaciones, tiene por objeto mostrar que no es primordialmente un discurso
teórico-filosófico y que no es legítimo, por tanto, aplicarle el estatuto lógico de una tesis
teórica. Gadamer lo da a entender claramente cuando pide distinguir niveles lógicos y no
situar en el mismo rango la conciencia hermenéutica y las afirmaciones teórico-objetivas:
“Es uno de los prejuicios de la filosofía de la reflexión el considerar como una relación
entre frases cosas que no están en el mismo nivel lógico. Por eso el argumento de la
reflexión está aquí fuera de lugar. No se trata de relaciones entre juicios que deban
mantenerse libres de toda contradicción, sino de relaciones vitales. La constitución
lingüística de nuestra experiencia del mundo está en condiciones de abarcar las relaciones
vitales más diversas”8.
Se trata de explorar posibilidades del lenguaje que hagan viable la expresión de la
experiencia hermenéutica sin caer en la inapelable condena de la contradicción
performativa. Apel ha puesto de manifiesto las dificultades de la hermenéutica, como
discurso filosófico, para librarse de ella, intentando a su vez reformularla en clave
pragmático-trascendental, al precio, sin duda, de que se pierda lo más radical de la
posición hermenéutica9. En cualquier caso, no parece que la hermenéutica gadameriana
haya dado una respuesta suficientemente explícita y convincente al “argumento de la
reflexión”10.

94
2. La reflexividad de la comprensión y la originalidad del sí mismo

La segunda cuestión que enunciábamos, cuál es el papel de la subjetividad humana en


una filosofía de la interpretación, resulta más difícil de abordar. Pues cabe pensar que
plantearla es ya instalarse en un terreno ajeno a la ontología hermenéutica, que, lejos de
necesitar del sujeto, ha sentado justamente las bases para su destrucción. Si hablar de
una “concepción hermenéutica de la subjetividad” puede resultar acaso excesivo, no lo es
en absoluto preguntarse por el lugar del individuo humano, en tanto que ser que se ocupa
y sabe de sí, en el movimiento de comprensión e interpretación que le trasciende y que
por ello –ya lo sabemos– no puede ser entendido como obra de la subjetividad. Es éste
un punto crucial que implica distinguir entre el concepto metafísico de sujeto, tal como lo
ha acuñado la filosofía moderna, y el ser humano individual, que actúa en el mundo de
manera más o menos autónoma y consciente de su propia vida. Es evidente que la
hermenéutica ha surgido como oposición clara al primero, lo que significa a su vez negar
que el segundo pueda asumir la condición metafísica de sujeto, en virtud de la fragilidad
y finitud de la comprensión en que el individuo se ve envuelto. Pero ¿es posible
prescindir de toda huella de subjetividad en la manera de ser del individuo en la
comprensión? ¿Puede el acontecer de la comprensión entenderse sin la referencia a sí
mismo del individuo que comprende? Lo importante no es desgajar de la ontología
hermenéutica algunas referencias al sujeto individual, sino ver cómo éste es una
presencia inevitable en aquello que precisamente se trata de resaltar, la estructura de la
experiencia hermenéutica.
Si la idea directriz de pertenencia es el contramodelo de la subjetividad metafísica,
dado que desposee al sujeto de su pretensión de ser origen último y de alcanzar una
autorresponsabilidad absoluta en el conocimiento y la acción, hay, sin embargo, que
preguntarse cuál es la concepción positiva del hombre que la insistencia hermenéutica en
la pertenencia lleva consigo. La idea de apelación, de la que Heidegger ha hecho
abundante uso, y en el que le han seguido Gadamer, Vattimo e incluso Ricoeur –por no
hablar, en un contexto no hermenéutico, de Lévinas– no es sino otra forma de poner de
relieve la pertenencia, al subrayar que el sujeto humano no inicia la comprensión, sino
que su primer movimiento es siempre respuesta a la interpelación que el ser, la tradición
o el lenguaje le dirigen. La estructura de la pertenencia, el modo de inserción del ser
humano en el acontecer de la verdad, tiene la forma de respuesta a una convocatoria que
le precede y que le coloca en su lugar ontológico propio: ser alguien que siempre
responde-a y que no puede, por tanto, entenderse como origen radical del sentido de lo
existente. Lo que el individuo humano pueda tener de sujeto lo ha de llegar a ser a partir
de esta estructura y no contra ella: la posibilidad de ser un “sí mismo” pende de esta
condición respondente y no se opone a ella. Pero la idea de apelación no contiene una
respuesta a la pregunta por el qué y el cómo del sí mismo, es decir, en qué consiste ser
un sí mismo y cómo se origina en el seno del acontecer de la verdad. Pensada para
destruir la idea de fundamento último de las filosofías trascendentales, la apelación tiene
la virtud de señalar que la producción del sentido de la realidad histórica dada escapa a la

95
subjetividad y se dirige a ella, pero no tematiza la condición propia de quien resulta
interpelado. En el supuesto de que el habitar en la tradición o en el lenguaje pueda ser
entendido como la escucha de una apelación, ¿cómo tiene que ser el individuo humano
para poder oír y responder adecuadamente a su “llamada”? ¿Basta la descripción de la
estructura de la experiencia hermenéutica y de la fusión de horizontes para dar cuenta de
la calidad del ser que comprende, a fin de cuentas siempre un individuo? Tras la puesta
en evidencia del carácter originario del acontecer de la verdad como tradición se hace
necesario ver en qué medida ese proceso de comprensión exige y se realiza en la
conciencia de los individuos. Hay que reconocer que la hermenéutica contemporánea ha
atendido escasamente a esta cuestión, tras haber sobreabundado en la primera.
La indicación primaria sigue siendo la constatación fundamental del análisis de Ser y
tiempo de que todo comprender es simultánea e indisociablemente comprenderse. Que
la comprensión es un modo de estar en el mundo de un ente al que le va su propio ser,
que no puede por tanto existir sin ocuparse de su propia existencia, inscribe de entrada
toda forma de comprender en una reflexividad implícita que es su telón de fondo. El
momento reflexivo al que alude el pronombre expone con claridad que el comprender
una situación determinada, un sector concreto del mundo o un texto de la tradición no
termina en la exposición de su estructura o en el conocimiento de sus causas, sino que
implica una integración en un saber a qué atenerse en el mundo, ahora concretado en ese
problema específico. Lo que se comprende es siempre la cosa y mi poder hacer con ella.
Mientras el análisis hermenéutico ha intentado subrayar en el acontecer de la
comprensión ante todo los horizontes de lo comprendido, los elementos implícitos que la
cosa comporta y los prejuicios del intérprete, ha dejado en la penumbra el momento
decisivo significado por la reflexividad. Que los horizontes del texto y del intérprete
apuntan a la constitución de un mundo propio del sujeto que comprende no se deduce de
la lógica de la fusión de horizontes ni de la conversación infinita en la que estamos,
puesto que esa propiedad viene determinada por la manera como el individuo que
comprende se tiene a sí mismo, y de acuerdo con ella selecciona, asimila e integra lo
comprendido. El sí mismo implícito en el comprenderse no es la pura réplica consciente
de la situación objetiva, algo así como si las estructuras objetivas del mundo histórico
dado se doblaran sobre sí mismas y devinieran autoconscientes. Frente a una pura
episteme impersonal, el sí mismo significa dos cosas: a) que el comportamiento con el
mundo que es el comprender se las ha necesariamente consigo mismo, se encuentra
inevitablemente consigo; este tenerse a sí mismo del comprender no significa
simplemente que tenga una relación de autorreferencia, sino que puede comportarse
respecto de esta misma relación, tomándola de esta o aquella manera; es lo que podemos
expresar más llanamente diciendo que es capaz de responder de sí, asumiéndose en una
escala de posibilidades que va desde el dar cuenta y razón plenas hasta el absoluto
rechazo; y b) que, en virtud de la peculiaridad de su temporalidad, por la que pasado,
presente y futuro se implican mutuamente en el movimiento de autotransmisión que es el
comprender, el sí mismo es una figura o proyecto que subtiende los actos concretos o
“puntuales” de comprensión. Justo por ello es un elemento hermenéutico de primer

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rango, pues es lo que hace posible la mayor o menor asimilación de lo comprendido,
colocándolo en su sitio y otorgándole así su sentido propio; pero, a la vez, en cuanto
proyecto, no preexiste sin más a los actos, sino que va siendo constituido y modificado
por ellos.
Este “sí mismo” presente en la comprensión es la base fenoménica para un concepto
hermenéutico y no metafísico de sujeto. Implicado directamente en el sentido descriptivo
del comprender, es una exigencia de la experiencia y no una petición de principio. Lejos
de ser introducido por una voluntad metafísica, es un dato originario no derivable de
ninguna estructura objetiva de sentido. ¿Qué ámbito de lenguaje, qué sistema de
habilidades técnicas o qué mensajes de la tradición pueden instituir por sí solos la
presencia de un ser que al comprender se refiere a sí mismo como una posibilidad, sin
suponerlo previamente? Repito que no se trata sólo de un puro saberse, sino de un tomar
posición respecto de este propio saber, lo que va más allá de toda conciencia
contemplativa. Todos los subsistemas de significados del mundo, todos los múltiples
códigos en que consisten las diversas prácticas sociales, ciencias y técnicas, son lo que
son, es decir, tienen sentido, porque hay un proyecto de comprensión a ellas dirigido que
puede interpretarlas, esto es, saber a qué atenerse con ellas. Si un sistema de signos no
significa nada sin una conciencia que lo aprehenda como tal, mucho menos puede haber
prácticas sino como términos de un poder hacer. Ni la conciencia ni el proyecto son
introducidos en el mundo por los sistemas de significados; son simultáneos, elementos
coimplicados, de originalidad irreductible.
El sí mismo es, por otra parte, estrictamente individual. Aunque la individualidad,
como tal, es imposible entenderla a partir de rasgos universales como aquellos con los
que hemos caracterizado el sí mismo –la autorreferencia como modo de tenerse y el
proyecto que atraviesa la temporalidad–, puede, sin embargo, esclarecerse algo a partir
del juego mutuo de ambos. La relación consigo mismo implicada en el comprender es
siempre, ya lo hemos dicho, una forma de tenerse, de conducirse, la cual no es una
forma a priori, sino una posibilidad que ejerzo de una u otra manera. Si miramos ahora
la comprensión desde su costado objetivo, desde las cosas del mundo que tematiza,
comprenderlas significa que en algún sentido nos afectan, nos alcanzan, incluso cuando
se trata de su pura captación teórica: el conocimiento de su estructura objetiva no nos
deja indiferentes, sino que reobra sobre el modo como nos comportamos con el mundo.
Este importamos las cosas que comprendemos muestra con claridad que la comprensión
es siempre una integración posible en el comportamiento consigo mismo que siempre
subyace en ella. Ahora bien, el sí mismo que así se dibuja no es otra cosa que el juego
entre la manera de tenerse y los contenidos determinados que asume, es decir, los actos
de comprensión particulares cuyo objeto recae sobre sectores diversos del mundo. Este
juego es esencialmente una historia, una trama temporal que se teje constantemente
entre los distintos comportamientos en función de su propio sentido y del modo en que
se asumen. Tal entrelazamiento no es decidible de antemano y la comprensión que de él
tiene quien la vive no es fija, sino con frecuencia variable. Es aquí donde puede atisbarse
la individualidad del sí mismo: configurarse mediante una historia imprevisible e

97
irrepetible, llena de modos propios de ser afectado por el mundo, con lazos de sentido no
deducibles de su puro significado objetivo, constituye una forma radical de ser individuo.
El sí mismo no es nunca el sujeto, sino un ser particular, individualizado por su peculiar
manera de tramar su historia en una situación singular. El adjetivo posesivo “mío”,
cuando se aplica a los propios comportamientos o maneras de ser y no tanto a las cosas,
expresa, mejor que el pronombre personal “yo”, esa integración en una trama de sentido
individual que es lo que constituye su carácter personal.
Pero la insistencia en la presencia de un “sí mismo” en la comprensión, aspecto sin
duda poco resaltado en la ontología hermenéutica, no debe hacemos pensar que se trata,
a la manera tradicional, de un yo-sujeto, entendido como un núcleo estable e idéntico,
que permanece en la diversidad de los actos. Una concepción hermenéutica del sí mismo,
es decir, que sea compatible con el hecho radical de la pertenencia y el acontecer de la
verdad, no puede aceptar que consista en un ámbito propio y exclusivo que preceda a los
comportamientos, sin que resulte afectado por ellos, como tampoco que haya una forma
especial de acceso a él, separable de la propia relación con el mundo. La espontaneidad y
originalidad del ocuparse de sí, que no es deducible del mundo ni del lenguaje, no existe,
sin embargo, sin ellos. Justamente porque la relación consigo mismo no es la auto-
contemplación de una identidad estática, sino una tarea práctica en la que el sí mismo de
que nos ocupamos está por hacer, sin terminar, esa tarea exige un espacio de sentido en
el que llevarla a cabo y en el que ejercer las posibilidades de ser sí mismo, o lo que es
igual, del que tomar los materiales para su configuración. Ese ámbito es lo que
entendemos por mundo: el éxtasis o salida hacia el mundo es, pues, una condición del sí
mismo. A mi entender, esta es la posición hermenéutica fundamental respecto de la
posible subjetividad del ser humano: el “sujeto” no es tal ni se capta a sí mismo sin la
mediación del mundo, de los sistemas de significados en los que se encuentra y que la
tradición le lega. Si llamamos subjetividad a esa espontaneidad del tener que habérselas
consigo, gracias a la cual se realiza la historia personal que es el sí mismo, nada puede
decirse de ella sin las huellas que el mundo le imprime. Como pura espontaneidad
(auto)referencial no puede expresarse si no es a través del movimiento extático de
comprensión del sentido que el mundo le brinda y mediante el cual se da forma a sí
misma. Éste es, visto ahora desde la forma de ser del “sujeto”, el significado de la
pertenencia: el sí mismo pertenece al mundo, sin el que no es, propiamente, nada.
Quizá de los pensadores hermenéuticos sea Paul Ricoeur quien más claramente ha
sacado las consecuencias de la analítica existencial de Ser y tiempo, al compatibilizar la
crítica radical a la subjetividad moderna con el mantenimiento de un lugar propio para el
sí mismo en el interior del proceso hermenéutico. Un lugar que no puede ser,
obviamente, el de origen fundacional, al modo del cogito cartesiano, sino final, como
término último que no debe ser ignorado por cualquier ejercicio de comprensión
objetiva11; el conocimiento de sí mismo deja de ser punto de partida para desplazarse a
un estadio final tras el rodeo por las mediaciones simbólicas y textuales del mundo que
dan concreción a la pertenencia. “Si sigue siendo verdad que la hermenéutica se acaba en
la comprensión de sí, hay que rectificar el subjetivismo de esta proposición diciendo que

98
comprenderse es comprenderse delante del texto… Cambio entonces el yo, dueño de sí
mismo, por el si, discípulo del texto”12. El texto, que podemos tomarlo aquí como índice
general de las significaciones mundanales, como el libro del mundo, es el espejo en quien
el sí mismo se refleja y a cuyo través sabe de sí. Incapaz de encontrarse consigo mismo
en un cara a cara intuitivo, el sí mismo se comprende en y por los comportamientos
intencionales que se dirigen al mundo; sólo en ellos se produce la flexión sobre sí que es
el comprenderse comprendiendo algo. Ricoeur tiene razón en que incluso las formas
propiamente autocomprensivas, la figura de nosotros mismos que nos forjamos en el
entramado de la vida, están mediadas por el texto (la literatura, las narraciones orales o
los modelos familiares); por eso la comprensión de sí es algo último y nunca primero.
Pero sólo podemos encontrarla al final porque ya estaba al principio. Ningún texto
introduciría en el mundo la comprensión de sí si el comprender en general no albergara
ya en su seno lo que estamos llamando la espontaneidad autorreferencial del tenerse a sí
mismo. Los modelos, explícitos o implícitos, que los textos proponen no podrían ser
entendidos como modelos de un sí mismo si no fueran leídos por un ser que puede
hacerlos suyos. Es esta posibilidad lo que les otorga toda su fuerza hermenéutica: de te
fabula narratur.
Con ello topamos con el momento clave de la experiencia hermenéutica en el que late
constantemente la presencia del sí mismo individual. En cierto sentido, él es propiamente
un principio hermenéutico, un punto de vista desde el que adquieren significado preciso
los actos de comprensión particulares, punto de vista que resulta irreductible a la
conjunción de una diversidad de pre-juicios o de horizontes históricos. Es lo que pone de
relieve el concepto, hermenéuticamente fundamental, de apropiación13. Con él se trata
de dar nombre a la tarea capital de iluminar la situación hermenéutica en la que estamos
y que consiste, en lo esencial, en explicitar las anticipaciones de sentido latentes que de
ella parten y que están actuando en la comprensión de manera decisiva; pero también
apropiación designa ese momento en el que lo nuevo que se comprende resulta
efectivamente incorporado. ¿Qué es lo que ha de ser apropiado? ¿Qué es eso propio que
la faena de apropiación supone? ¿Qué significa hacer propio? Es evidente, en el primer
aspecto, que un rasgo ineludible de la explicitación es la conversión en consciente de lo
que antes era implícito o inconsciente. Lo que ahora se torna consciente, por su parte, no
es algo ajeno, sino algo de nosotros mismos, pues la situación hermenéutica consiste
precisamente en pre-juicios que nos constituyen y que no se encuentran frente a
nosotros. Lo decisivo es que ese paso de lo implícito a lo explícito cambia
fundamentalmente nuestra relación con lo que ya somos: no sólo sabemos teóricamente
que somos así, sino que podemos proyectar conductas diversas para alterarlo, asumirlo o
rechazarlo, y en virtud de ello ensanchar o restringir el campo de las posibilidades de
comprensión. La apropiación supone siempre la manera de tenerse o de comportarse
consigo que es el núcleo del sí mismo: no somos sólo un haz de pre-juicios, sino que
podemos convivir con ellos de una u otra manera. Es esto lo que la apropiación revela,
más allá de la pura constatación fáctica de la existencia de determinados horizontes de
sentido.

99
Pero la explicitación no puede hacerse en vacío, intentando captar los pre-juicios
directamente; para captarlos es necesario que estén actuando, lo que significa que estén
anticipando el sentido de algo; es en el choque con lo otro cuando los pre-juicios se
revelan como tales. Pues bien, eso que con nuestras preconcepciones afrontamos (un
texto, por ejemplo) es también objeto de apropiación, en el sentido ahora de ser
integrable en o refractario al diseño de sí mismo que la vida que se ocupa de sí va
dibujando. Tal diseño es un principio de interpretación implícito del significado que las
cosas adquieren14 y que se deja afectar, y por tanto modificar, por el curso mismo de la
interpretación. Este rediseño del sí mismo a través de la comprensión de los textos o los
monumentos de la cultura es un efecto permanente de toda interpretación; una muestra
palpable de que la comprensión no acaba cuando se ha captado la “cosa del texto”, la
estructura objetiva del tema, sino cuando resulta, en algún sentido, aplicable al mundo del
intérprete, que lo actualiza y lo hace propio, incidiendo de esta manera en la comprensión
de sí. Esta apropiación, lejos de ser un efecto colateral de la comprensión objetiva, un
apéndice prescindible por sus tintes subjetivos, es la prosecución lógica de la experiencia
hermenéutica en la que comprender significa siempre a la par comprenderse. La
constitución del sí mismo y la constitución del sentido son simultáneas15.
La presencia hermenéutica del sí mismo que la apropiación registra se convierte en un
específico principio de interpretación en la medida en que, a partir de la trama individual
de sentido que le constituye, establece un punto de vista exclusivo que avanza
posibilidades de comprensión no previstas en el significado objetivo. Manfred Frank ha
puesto muy acertadamente de relieve, siguiendo a Schleiermacher, que el individuo
autoconsciente que posee una historia introduce siempre la posibilidad de una distorsión
en la identidad semántica de los signos: “ninguna palabra posee en sí misma el sentido
que transmite; se lo debe a una iniciativa hermenéutica, cuyo autor en última instancia
será siempre un sujeto individual”16. Por eso la lectura, como cualquier forma de
interpretación, no es nunca un volver a recorrer mecánicamente la misma cadena de
significados, sino retomar los mismos significados de otra manera. Ese “de otra manera”,
que rompe la identidad incólume de los códigos, y por el que los textos y el libro del
mundo nunca son los mismos, es el resultado inevitable de las posibilidades que proyecta
un ser individual, cuyos horizontes de sentido no son puros estereotipos sociales. La
interpretación, en cuanto apropiación, es siempre creadora: transforma el sentido dado, al
enfocarlo desde anticipaciones propias que le revisten de un haz de posibilidades nuevas
de comprensión; la emergencia de un sentido nuevo no es separable de la interpretación
con la que un sí mismo individual se apropia su mundo.

100
Parte II
Hermenéutica y verdad

101
Capítulo 8
Introducción: el replanteamiento hermenéutico de la
verdad

102
Si la confrontación con las filosofías del sujeto que protagonizaron la filosofía
moderna es el trasfondo permanente del pensamiento hermenéutico, que emerge en
numerosas ocasiones, su verdadero tema, aquello en lo que ha puesto intensamente su
afán, es el concepto y la experiencia de la verdad. No se trata ya del hecho bien conocido
de que Heidegger se haya dedicado de forma sostenida a pensar la aletheia o que
Gadamer haya hecho de la oposición entre la experiencia de la verdad y la primacía
moderna del método el núcleo central de su pensamiento. Lo que importa es que la
hermenéutica, a diferencia de otras formas contemporáneas de reflexión sobre la
verdad1, no se ha limitado a esbozar una nueva teoría acerca de en qué consiste o cómo
hay que interpretar la verdad de nuestros discursos sobre el mundo, sino que ha
pretendido replantear la idea misma de verdad, tanto en su significado como en la forma
en que ella impregna las palabras y las cosas, en el modo y el lugar en el que ella
acontece. Es esto, el acontecer de la verdad, lo que embarga el pensamiento
hermenéutico, lo llena y lo desborda, y precisamente por esta dimensión omniabarcante
el fenómeno de la verdad carece de un ámbito acotado o primario de aparición –el
discurso teórico acerca de un estado de cosas– para envolver y preceder toda la
experiencia humana, como el acontecimiento esencial en la que ésta se mueve.
Para hacemos cargo de este replanteamiento no tenemos más que pensar en cómo
Kant abordaba su indagación sobre el problema de la verdad, en una página célebre de la
Crítica de la Razón Pura (A58/B82): “La definición nominal de verdad, a saber, la
correspondencia de un conocimiento con su objeto, señalaba el filósofo de Königsberg,
se da por aceptada y supuesta. Pero se pretende saber cuál es el criterio general y seguro
de la verdad de todo conocimiento”. La adecuación entre nuestros juicios y las cosas a
las que se refieren es el significado elemental de la noción de verdad, lo que la palabra da
a entender, cosa que no merece la pena discutir. De lo que verdaderamente se trata
entonces es del criterio por el que podemos reconocer que esa correspondencia
efectivamente se produce. Y a partir de ahí Kant se esfuerza por localizar posibles
criterios materiales y formales de verdad, una verdad que ya se sabe en qué consiste. Lo
que la filosofía griega, trabajosamente y después de una reflexión de siglos, llegó a
formular de forma magistral por boca de Aristóteles –“tú no eres blanco porque sea
verdadero nuestro juicio de que tú eres blanco, sino, al contrario, porque tú eres blanco,
nosotros decimos algo verdadero al afirmarlo”2–se ha convertido, dos mil años después,
en la mera significación de una palabra, “verdad”. Y por ello, como la filosofía no se
ocupa de hacer diccionarios, sino de pensar la realidad, el problema de la verdad no
consiste en aclarar su significado, sino en reconocer y garantizar su posesión por el
conocimiento.
La hermenéutica filosófica comienza justamente por cuestionar lo que Kant da por
sentado: que la verdad consista sencillamente en adecuación y que la tarea filosófica sea
la búsqueda de un criterio. Cuando Heidegger, en el famoso parágrafo 44 de Ser y
tiempo, inventariaba los tres prejuicios que a su entender dominaban la tradición
filosófica en torno a la verdad (que la verdad estriba en la concordancia de enunciado y
cosa, que el enunciado es el lugar de la verdad y que Aristóteles es el origen de ambas

103
ideas), ponía en marcha un pensamiento que, al pretender “ablandar las capas
endurecidas” de los conceptos heredados, llamaba la atención sobre el proceso que
condujo a la conversión de la experiencia de la adecuación en definición nominal de la
verdad e incitaba a reconstruir esa experiencia para restituirle todo lo que ella comporta.
Surge así el des-encubrimiento o des-velación como un momento inseparable de la
correspondencia del juicio con la situación objetiva, pero a la vez más originario que ella.
Y lo que es más originario y hace posible la adecuación, tal como señalaba Heidegger,
tiene derecho a ser denominado, con mayor razón, “verdad”, incluso a ser entendido
como el “fenómeno originario de la verdad”.
Con el desplazamiento del énfasis de la verdad desde la adecuación a la aparición
previa de todo el ámbito de sentido que hace posible a enunciados y cosas –es la idea de
desvelación– la hermenéutica no puede concebir su tarea como una investigación acerca
de cómo hay que interpretar la objetividad de las teorías científicas, si en términos de
correspondencia, intersubjetividad, consenso, etc., formas todas ellas que se mueven en
el círculo trazado por la adecuación y el criterio, sino como un retroceso hacia lo que
precede a todo enunciar teórico sobre el mundo y del que éste es deudor. La pertenencia
del enunciar, del teorizar, a un ámbito pre-dado de sentido es el tema de la hermenéutica;
mostrar su articulación y los engranajes con que funciona es su desarrollo concreto.
Verdad y método, la obra de Gada-mer en que se afronta sistemáticamente esa tarea, es
el esfuerzo por hacer ver cómo en la triple experiencia del arte, de la historia y del
lenguaje se despliega esa implicación de los comportamientos “verdaderos” en un juego
(o un diálogo) que siempre ha comenzado antes y del que su posible verdad depende.
Pero este desplazamiento supone también un alejamiento de la problemática general
del criterio, que tan claramente marcaba la reflexión moderna sobre la verdad. La
congruencia en el pensamiento hermenéutico entre la crítica del sujeto y la ampliación de
la verdad hacia la apertura no objetiva del sentido se ve nítidamente aquí: la búsqueda de
un criterio (y en general la necesidad imperiosa de un método) es consecuencia de la
posición reflexiva que el pensamiento toma volviéndose sobre su propia relación con el
mundo para escudriñar las condiciones que hacen posible su saber y obtener así una guía
segura que garantice su verdad. Mediante esta reflexión, la conciencia, “el sujeto”,
objetiva su estar en el mundo, objetivación que le otorga un control posible sobre su
saber, y le protege críticamente contra el error. Conciencia objetivadora y aseguramiento
contra el error constituyen el corazón de la primacía moderna del método y ambas
conforman ese extrañamiento (Verfremdung), esa distanciación del mundo y de sí mismo,
que Gadamer ha destacado como la esencia de la actitud científica3. Pero si lo que la
hermenéutica pone de relieve con la sujeción de la adecuación a la desvelación es la
inserción de todo comportamiento con pretensión de verdad en un contexto de sentido
que asienta su influjo precisamente en su vigencia no objetiva, en que está ya operando
cuando la objetivación comienza, sin que ésta pueda nunca hacerse con ella por
completo, entonces el mismo movimiento que lleva a desposeer a la adecuación de su
primacía en el interior de la verdad desbanca al sujeto de su posición de centro de
emisión y control.

104
El retroceso desde la verdad como concordancia o adecuación (que para el
pensamiento hermenéutico más que suponer una estricta teoría de la correspondencia
representa la verdad del enunciado, interprétese ésta como se interprete) hacia una
“verdad” más originaria, ligada a nuestro estar histórico en un mundo ya dado, es el
núcleo de la reflexión hermenéutica. Y en él se asientan todos los problemas y cuestiones
abiertas que esta concepción de la verdad lleva consigo, de alguno de los cuales tratan los
capítulos que siguen. Dichos problemas, a mi entender, pueden concentrarse en tres:

1. Si el citado retroceso, en la medida en que hace pivotar la verdad de las teorías,


filosóficas o científicas, sobre el acontecer histórico de la verdad (apertura o
desvelación), no proporciona una nueva y más sofisticada justificación al
escepticismo (o al relativismo historicista), acusación constante contra la
hermenéutica.
2. Cuál es la relación, cómo se conjugan verdad-adecuación y verdad-desvelación, o
de manera más precisa, cuál es el lugar y el papel de la adecuación en el “acontecer
de la verdad”.
3. Cuál es la verdad del discurso hermenéutico que dice ese retroceso, qué tipo de
verdad es aplicable al logos en que habla la filosofía hermenéutica.

Los tres problemas penden en definitiva de cómo se entiendan las pretensiones


últimas, el estilo y la forma de argumentar que son propios del pensamiento
hermenéutico. Hacerse cargo de una filosofía, de lo que ella significa en el ámbito del
pensamiento, va mucho más allá de entender y discutir sus tesis, incluso de sopesar su
alcance y sus consecuencias. Es ante todo comprender, repitiéndola, la posición que toma
frente al mundo, el “hueco” o la exigencia que en éste ve y que reclama de ella
emprender un determinado viaje en el que se embarca sin reservas. En el primero de los
capítulos que siguen, “Las paradojas de una filosofía mundana”, he tratado de
comprender la estructura del pensamiento hermenéutico como un tipo eminente y
radicalizado de filosofar mundanal, una forma de pensar que se vincula en todas sus
opciones decisivas al “mundo de la vida”, origen absoluto y meta al que retoma
constantemente, por encima de cualquier ideal epistemológico. La mundanidad radical y
deliberada de la filosofía hermenéutica determina su forma de argumentación y el tipo de
viaje al que se arroja, un viaje de ida y vuelta, en el que tiene que salir del mundo
inmediato y sus encubrimientos precisamente para comprenderlo, para explicitarlo, y
debe retornar a él para reconocerlo en toda su integridad. Este reconocimiento, que
representa el indiscutible momento aléthico, veritativo, del pensar hermenéutico, contiene
la "justificación” del punto de partida, aquel razonamiento que le sitúa en su lugar y su
derecho. En el caso específico de la verdad, el retroceso desde la adecuación a la aletheia
es también el retomo desde ésta a aquélla, otorgándole su lugar y su función, pero de
modo que no sea irreconocible. Esta forma de pensar es la que conforma la meditación
hermenéutica sobre la verdad y la que hay que considerar a la hora de abordar los tres

105
problemas mencionados.
Pero antes de entrar directamente en ellos, el capítulo 10 analiza el posible apoyo en la
obra de Aristóteles –sobre la que recae el prejuicio, según Heidegger, de ser el origen de
la teoría tradicional de la correspondencia–, de la idea, implicada en el desplazamiento
hacia la desvelación, de una verdad anterior al juicio, de una verdad antepredicativa. No
hay que olvidar que una reinterpretación de Aristóteles es una constante de la
hermenéutica filosófica, tanto en Heidegger como en Gadamer. Analizar el sentido del ser
como verdad, uno de los pilares de la ontología aristotélica, con independencia de las
posteriores interpretaciones que los citados filósofos han realizado de él, es una útil
preparación a la discusión del concepto hermenéutico de verdad.
Al primero de los problemas mencionados está dedicado el capítulo 11, “La ontología
hermenéutica, entre la defensa y la superación del escepticismo”, que analiza el
significado del retroceso hacia la vida histórica iniciado por Dilthey, pre-figuración del
pensar hermenéutico y examina el papel que el escepticismo juega en él. La
hermenéutica, que en principio es ajena a la preocupación epistemológica de refutar el
escepticismo como garantía de que el conocimiento es posible, contiene no obstante una
reflexión sobre él proporcionada, como de rebote, por el mismo proceder retroactivo
hacia la vida fáctica, en el que se muestra el carácter secundario y derivado de la
oposición escepticismo/validez absoluta, en la que vive la teoría del conocimiento. Pero,
a pesar de todo, en un segundo nivel, la hermenéutica se siente directamente interpelada
por la acusación de relativismo escéptico e intenta librarse de la sombra que sobre ella
proyecta el tradicional argumento contra escépticos. Esta defensa significa la aparición de
la conciencia del último de los tres problemas señalados, pues precaverse contra la
objeción de autocontradicción es hacerse cargo de la verdad del propio discurso. De una
manera temática, el capítulo 12 “Reflexión sin espejo: la verdad de la hermenéutica” se
ocupa en su última parte de esta misma cuestión, a través de un examen de la discusión
de Gadamer con el “argumento de la reflexión”, las estrategias de defensa ante él y el
alcance de su propia posición. Antes, en su primera parte, se ocupa de indagar la relación
posible entre verdad-adecuación y verdad-desvelación, el segundo de los problemas y
quizá el más decisivo, pues los otros dos dependen de él. Se trata de una reflexión
topológica en busca del lugar propio que la lógica de la argumentación hermenéutica
conducente a la idea de desvelación debe prever para la verdad de los enunciados. Una
reflexión que aboca nítidamente a la necesidad y a la legitimidad de la adaequatio en la
hermenéutica.

106
Capítulo 9
Las paradojas de una filosofía mundana

107
Las consideraciones y engorrosas.
Las consideraciones metafilosóficas son siempre incómodas y engorrosas. Pues
realizadas en abstracto, sin el sustento y el apoyo de un filosofar en acto sobre algún
problema determinado, resultan inevitablemente insípidas, aburridas y de escaso interés.
Rara vez resulta atractiva la participación en alguno de los cíclicos coloquios sobre el
consabido “para qué filosofía” o interesante la lectura de sus actas. No deja de ser
sorprendente que, puestos a hablar sobre nuestra propia labor y su posible lugar social,
los filósofos no pasemos, por lo general, de unos pocos lugares comunes sobre la función
crítica de la filosofía, la insustituibilidad del pensamiento libre, la fuerza de la gran
tradición, todo ello acompañado de algún lamento sobre el actual monopolio tecnológico
del pensamiento. Pero es innegable que, pese a su más que dudosa productividad, estas
reflexiones responden a un desasosiego real del gremio filosófico, que intuye más o
menos claramente que el rumbo de la vida social a comienzos de este nuevo siglo no
necesita del pensamiento que él cultiva y que sabe además muy bien que vive en una
época de reflujo de la gran filosofía, reflujo que, como es notorio, se ha convertido, por
sí mismo, en tema central del pensamiento contemporáneo. Cuál es la concatenación
entre ambos fenómenos –penuria social de la filosofía y ausencia de pensamiento creador
de gran formato– es difícil de decir con algún rigor, pero de lo que no hay duda es de que
no hay en la actualidad, ni se deja ver en el horizonte inmediato, una fuerza de creación
filosófica que pudiera equivaler, en algún sentido, a las grandes filosofías de entreguerras,
que marcaron el nivel filosófico del siglo xx.
Es quizá esta falta de auténticas filosofías originales, a pesar de la indiscutible
elevación del tono medio de los escritos filosóficos de, por ejemplo, nuestra comunidad
lingüística española, la causa próxima de la necesidad de interrogarse por el presente y
futuro de la filosofía y de esbozar, con mejor o peor conciencia, ensayos de
autojustificación. Y es que cuando está vigente un período de creación filosófica intensa,
cuando hay pensamiento filosófico vivo de envergadura, las consideraciones
metafilosóficas son superfluas o, si las hay, están directamente envueltas en las tesis
básicas que propone. La concepción de la filosofía y de su tarea es, para un pensamiento
vivo, más bien la espuma que borbotonea al compás de su movimiento que un problema
explícito y preliminar Con razón observaba Horkheimer que “no hay definición de
filosofía. Su definición se identifica con la exposición explícita de aquello que tiene que
decir”1. No es casualidad que la idea diltheyana de una filosofía de la filosofía sea
estrictamente solidaria de su convicción de la imposible reviviscencia de los grandes
sistemas filosóficos, fruto, a su vez, de un final de siglo extremadamente pobre en
creación filosófica. Por ello, más que agotarse en nuevos intentos de autojustificación,
hay que esforzarse por decir algo interesante en algún problema crucial y, de acuerdo con
el viejo adagio escolástico ab esse ad posse valet illatio, procurar que haya filosofía y, si
la hay, la legitimación de su poder ser vendrá dada por su propia existencia.
No quisiera, por tanto, dedicar las páginas que siguen a engrosar el discurso
justificativo y defensivo hacia el que, como se ve, no puedo evitar una cierta aprensión,

108
sino a ensayar una suerte de autoesclarecimiento de la labor y el lugar de la filosofía, a
cuenta de un problema que late en buena parte de la filosofía contemporánea,
especialmente hermenéutica: el de la continuidad o distancia entre filosofía y vida, el de
la posición de aquélla en o frente a ésta y las paradojas que esta situación engendra. Es,
me parece, una cuestión de relieve para meditar sobre la significación de la filosofía en
nuestra situación actual.

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1. Un viaje de ida y vuelta

Puramente a efectos de esta cuestión y sin ninguna otra pretensión de alcance, me parece
que la filosofía contemporánea puede dividirse en dos tipos fundamentales: el de aquellas
filosofías que toman la ciencia como el objeto esencial de su reflexión y el conocimiento
científico como el modelo cognoscitivo por excelencia, al que tratan de aproximarse; son,
así, filosofías de la ciencia o filosofías científicas; y el de aquellas otras que creen que en
la misión de comprender el mundo que nos rodea la filosofía tiene su sitio propio (al lado,
con o contra las ciencias) y su forma específica de reflexión; es decir, que posee una
autonomía originaria, lo que no significa en modo alguno una posición de competencia o
recelo hacia la ciencia. En ambos casos, es indudable que ésta, la ciencia, es el ineludible
ámbito de referencia en el que la filosofía, le guste o no, se encuentra situada.
La relación entre vida y filosofía es una cuestión específica de las filosofías del
segundo tipo. Latente unas veces, temática otras, resulta inevitable cuando se parte del
supuesto esencial de que el mundo que pretende ser comprendido es ante todo el mundo
humano, el mundo en que se vive, o como traducía Gaos, el mundo de la vida corriente,
que implica siempre la acción humana en él, y no el abstracto universo de los aconteceres
naturales, un mundo histórico-vital que, lejos de ser mudo, lejos de necesitar que se le
preste una significación, habla de sí mismo, destila en múltiples formas su propia
interpretación. ¿Cuál es entonces la peculiaridad de la interpretación filosófica? ¿Cuál es
su lugar entre las otras interpretaciones? Y además, ¿cuál es su punto de inserción en el
mundo de la vida o, atendiendo a ecos kantianos, en qué consiste la “naturalidad” de la
disposición vital hacia la filosofía? Es sin embargo claro, sea cual sea el tenor de las
respuestas a estas cuestiones, que la filosofía de que aquí se trata es siempre filosofía
mundanal, filosofía según su Weltbegriff, tomando otra vez una expresión kantiana,
filosofía que no puede dejar de tener en su horizonte “el enigma de la vida” (o los fines
esenciales de la razón humana) y de vincular a él, por tanto, cada uno de sus
cuestionamientos y hallazgos en un esfuerzo racional de autoesclarecimiento. La filosofía
es, pues, por esencia mundana y su concepto técnico-escolar (lo que hoy llamaríamos
filosofía académica), que desde Kant suele oponérsele, no es una alternativa –pues ¿qué
sería una filosofía vaciada de mundo?–, sino un modo, vivo o degenerado, de ejercerla,
que sólo cobra sentido a su servicio, como forma de agudizar e introducir orden en la
reflexión.
La filosofía (mundana) es entonces necesariamente un viaje de ida y vuelta.
Encendiéndose en la problematicidad intrínseca del mundo en que realmente se vive,
parte de él y puede en este tránsito avistar o crear otros mundos o submundos –lógicos,
ideales o crudamente físicos–, y fraguar cuantos tecnicismos conceptuales considere
necesarios, pero siempre habrá de retomar al punto de partida y declarar, como decía
Fichte, lo que es, lo que ya estaba siendo en el inicio, y que ahora resulta mejor
comprendido. De nada sirve el viaje de la filosofía si nuestra situación en el mundo no se
ve, tras él, mejor esclarecida. La idea de retomo no es, sin embargo, del todo apropiada.
Pues no se trata, como en la Odisea, de la vuelta a casa como término final de un viaje,

110
sino de estar constantemente retomando, de un permanente dejarse dar por el mundo el
sentido de la teoría, llevando una y otra vez a él las construcciones teóricas. Con ironía,
pero con extraordinaria agudeza, señalaba Schopenhauer en su diatriba contra los
filósofos de Universidad, que para ellos la filosofía parece tratar de países remotos, de
los que se dedica a analizar los informes de los pocos viajeros que hasta allí llegaron, y
no del mundo real que tenemos delante. Schopenhauer se refería primordialmente a la
deformación académica de escrutar las opiniones ajenas en vez de formar la propia, pero
se esconde aquí un peligro real, mucho más radical: que las construcciones teóricas que
la filosofía crea para entender el mundo nos lo devuelven a veces de tal manera que es
imposible reconocerse en él: uno no diría que ése es nuestro mundo ni nosotros los
sujetos que en él actuamos. Parecen hablar de otra cosa. ¿Dónde queda entonces su
carácter mundanal? Entre la trivialidad repetitiva de lo que todo el mundo ve y las teorías
que deforman por completo el mundo vivido, el lugar de la filosofía es en sí mismo un
problema. Esta es la cuestión que brevemente quiero apuntar, teniendo como trasfondo
crítico lo que podíamos llamar la versión hermenéutica de la filosofía mundana.

111
2. Los supuestos de la filosofía mundana

Una filosofía mundanal, que tenga la comprensión del mundo vivido como su meta
constante, opera sobre varios supuestos de los que no puede dejar de ser consciente. El
primero de ellos es que el mundo de la vida es una especie de origen absoluto, de suelo
de sentido del que surgen las cuestiones básicas y las primeras orientaciones del
pensamiento. Ni origen ni absoluto deben entenderse aquí en un contexto epistemológico,
como si se tratara de dar un fundamento último a la validez de creencias o enunciados.
Ni tampoco supone negar que el pensamiento pueda revelar que alguna de las tramas de
sentido que lo constituyen es originada a partir de alguna instancia que no pertenece
directamente a él. Lo esencial es que, como Husserl puso de manifiesto, actúa como un
horizonte pre-dado que inserta a priori en él toda praxis real y posible. Todas las
explicaciones científicas o filosóficas, a pesar de sus procedimientos alambicados, tan
alejados de la vida habitual, y de la validez interna de sus teorías, son para el mundo, no
en el obvio sentido de que en último extremo pretenden explicarlo, sino en el más radical
de que el mundo de la vida las integra, las engloba en su horizonte como posibles
realizaciones dentro de él y les presta así una significación mundana, que es lo que
determina su carácter real. Los hallazgos de la investigación genética o de la bioquímica,
por ejemplo, aunque la teoría y el método de los que dependen establezcan un ámbito
propio de sentido sólo accesible al científico, no permanecen en un universo paralelo al
mundo o aislado de él, sino que de entrada, de antemano, pasan a formar parte del
horizonte de posibilidades de éste, ensanchándolo o modificándolo. Ninguna ciencia y
ninguna filosofía tendrían valor (y esto incluye también valor de realidad, pues el sentido
primario de “realidad” es mundanal) sin su inserción en el mundo. La ciencia es un
proyecto del mundo, que la determina como su necesario horizonte. Pero a la vez la
ciencia contribuye crecientemente a conformar el mundo de la vida, tanto por su
capacidad de alumbrar nuevas formas de objetos y de cambiar la relación de los hombres
con ellos, cuanto, sobre todo, porque se ha convertido en un filtro esencial de lo que hoy
puede ser esperado. El mundo de la vida engloba sus objetivaciones, les da sentido y se
modifica con ellas.
Un segundo supuesto es que esta acción de englobar, dar sentido y autogestarse
históricamente produce una malla de significado –que es precisamente el mundo vital, el
mundo en que se vive y del que formamos parte–, la cual, precisamente por ser
significativa, tiene una estructura propia, es decir, puede ser comprendida. Pero no sólo
la red significativa del mundo, sino esa acción de la que emerge y que constituye su labor
fundante tiene a su vez sentido, no es una noche oscura o un abismo impenetrable, sino
que se deja entrever. La posibilidad de la comprensión en la que constantemente vivimos
y de las ciencias y filosofías como sus objetivaciones descansan en este supuesto del
sentido y la inteligibilidad básicas del mundo. Pero importa destacar aquí que esta
suposición no es en modo alguno una condición lógica o una hipótesis metódica, sino el
acontecer real en que se desenvuelve nuestro vivir en el mundo, que siempre se realiza
en una cierta idea de sí mismo. Esto es lo que le da valor: que no tenemos que iniciar en

112
cada caso un proyecto de inteligibilidad, sino que estamos ya en él, que lo ejercemos
siempre de hecho. La cuestión es más bien entonces cuáles son los elementos o
momentos integrantes de esa “cierta idea”, su origen, su necesidad, etc., es decir, lo que
la comprensión explícita de la filosofía pretende.
Pero el supuesto fáctico de la comprensibilidad no implica que esté dada con él su
plena realización. La paradoja primaria, de la que en último extremo nace la filosofía, es
que la vida, a pesar de desarrollarse integrada en la trama significativa del mundo, a pesar
de que sin esa integración no sería ni siquiera concebible, no es transparente para sí, su
propia significatividad no ofrece todas las claves de su significado. La búsqueda
“filosófica” de fundamentación no es una proyección sobre el mundo de una razón ajena
a él, es una exigencia interna, un camino posible que esa relativa opacidad del mundo
pone en juego. Por eso toda interpretación del mundo es por principio cuestionable. “Por
principio”: porque la cuestionabilidad radical del mundo de la vida implica justamente que
de él no emerge una única visión, que excluya a priori otras posibles, por más que la
interpretación dominante en la que se vive insinúe siempre su propia obviedad, su propia
“naturalidad”. Sin naturalidad y cuestionabilidad a la vez no hay filosofía mundana. ¿Es
entonces la misión de la filosofía lograr un punto de vista que supere las insuficiencias de
la naturalidad y acabe con esa cuestionabilidad originaria, esto es, establezca un saber
incontrovertible?
Ante esta encrucijada, caben –aparte del camino indirecto de la filosofía de la ciencia–
dos vías diferentes: convertir el mundo vital en tema explícito de ciencia, de una ciencia
ciertamente extraña, que ha de hacer episteme de la doxa, pero que ha de rehuir todos los
métodos usuales de objetivación científica, precisamente porque tiene que revelar,
exponer y hacer comprensible la función originaria del mundo de ser suelo y horizonte de
todo saber, incluido el científico. O bien radicalizar la mundanidad de la filosofía,
manteniéndola sujeta al horizonte del mundo y su doxa y concibiéndose como una
comprensión que él mismo destila, antes y con independencia de todo ideal
epistemológico. Es fácil reconocer en esa disyuntiva los caminos divergentes, a partir de
un suelo común, de la fenomenología trascendental y de la ontología hermenéutica
iniciada por Heidegger. La experiencia de ambos ensayos nos ayuda a entender las
dificultades de la vocación mundana de la filosofía, que quiero concentrar ahora en dos
puntos interrelacionados: la posición o el lugar de la filosofía y su carácter crítico.

113
3. Continuidad mundana y explicitación filosófica

La posibilidad de una ciencia del mundo de la vida, de su tematización explícita, está


ligada, en la fenomenología, a la viabilidad de un acto de visión pura, de teoría absoluta,
alcanzable reflexivamente mediante una suspensión total de la actitud natural que
subyace en el mundo de la vida. Esta suspensión es el acto filosófico por excelencia, que
abre el campo temático del saber que es la filosofía. No es ahora el momento de matizar
y discutir el sentido de la epojé fenomenológica, pero sí de destacar lo que me parece
decisivo en este contexto: que la posibilidad de una filosofía mundana, de un saber
auténtico del mundo de la vida, depende de la adopción de una posición, de la instalación
en un “lugar” ab-soluto, desligado de los vínculos específicamente mundanos con el
mundo, en la convicción de que sólo así el mundo vital se muestra en la plenitud de su
sentido, con todas la capas significativas que se ocultan a la mirada ingenua del que vive
inmerso en él. Que este acto de reflexión absoluta, como todo intento de ponerse frente
al mundo vivido (y esto significa en un cierto sentido “fuera de”2) no logra en modo
alguno una comprensión genuina de él, es algo en lo que la filosofía contemporánea, y no
sólo la hermenéutica, ha insistido repetidamente. Lo que he llamado la radicalización de
la mundanidad que ésta lleva a cabo no es otra cosa que la denuncia del carácter ilusorio
de operaciones metódicas que pretendan reducir o amortiguar los efectos de la inmersión
original del pensamiento en el mundo de la vida corriente. No se trata de que tal acto de
reflexión sea de imposible realización, sino de poner de manifiesto que la teoría pura que
él ensaya es también posición, es decir, una determinada manera de situarse y no una
mirada inocua desde ningún lugar. Toda la pertinaz crítica del primer Heidegger a la
actitud teórica, del que la reducción fenomenológica es un caso eminente, tiene el sentido
de sacar a la luz el pre-juicio de la ob-jetividad que en ella vige, aunque no implique los
métodos de objetivación de las ciencias, y la insensible alteración que produce en el
mundo de la vida. No es de extrañar que Gadamer haya intentado recuperar la idea
griega de theoria, desligándola de la distanciación objetivante de la posición científica;
theoria no es la observación de un espectáculo por una autoconciencia que se sabe frente
al todo, sino la participación y la entrega a un todo de quien se sabe parte de él.
El rechazo de la teoría pura y de ese sabor de irrealidad, de artificialidad, que envuelve
a su exposición del mundo vital, lleva, como no podía ser de otra forma, a concebir la
filosofía en estricta continuidad con el modo de estar en el mundo de la vida natural,
como una prolongación explícita de la tendencia a interpretarse a sí misma que tiene la
propia vida. El inicio de la filosofía no es un acto arbitrario que interrumpe el curso vital,
como si pudiéramos decir de pronto “me voy a poner a filosofar”; es más bien una
reclamación constante, ilocalizable espacio-temporalmente, que el mundo en que vivimos
nos hace. La mundanidad de la filosofía arraiga en este supuesto y nunca puede ser el
resultado de adoptar una postura. Continuar sobre el suelo que está ya dado antes de
toda toma de posición es el movimiento lógico del filosofar mundano.
La mundanización de la filosofía, así pensada, no deja de envolver algunas
perplejidades. Si el lugar propio de la filosofía es el mismo suelo del mundo de la vida,

114
sin auparse a un observatorio distanciado de él, bien sea científico o trascendental, ¿en
qué se diferencia de la visión del sentido común, o, si se quiere, de la interpretación
dominante en una situación dada, del conjunto de creencias y tópicos en que se asienta
nuestro discurrir vital ordinario? ¿Consiste la labor filosófica en alumbrar algo así como la
Weltanschauung de cada época, poniendo a lo sumo un cierto orden en la diversidad de
sus fragmentos o registrando alguna incompatibilidad? Pero nunca la filosofía se ha
limitado a ejercer una labor puramente descriptiva o constatativa de las opiniones
vigentes, de lo que públicamente aparece o está, por así decir, linealmente, directamente
supuesto en lo que aparece. Por el contrario, su campo es el juego entre latencias y
apariencias, el de la ocultación de lo latente por lo aparente, el de estructuras profundas y
superficiales. Más aún, arraiga en ella la convicción de que el mundo de la vida tiende
irremisiblemente a tapar la comprensión de las estructuras que lo constituyen y le dan su
consistencia. No es un hermeneuta actual, sino el Kant de la Fundamentación de la
Metafísica de las Costumbres quien advertía contra la dialéctica natural que reside en la
razón común y corriente, y que produce el enturbiamiento y la deformación de la
conciencia moral, por lo que es imprescindible una filosofía práctica que restituya el
sentido original y revele sus implicaciones. Heidegger, por su parte, ha insistido en la
oposición radical de la filosofía a todo lo obvio, a todo lo inmediatamente patente,
haciendo suya la idea hegeliana del mundo al revés. ¿Cómo puede una filosofía que no
reconoce otro horizonte que el del mundo, que se concibe como su autocomprensión
explícita, llegar a este cuestionamiento radical del mundo vivido, incluso a su inversión
consciente? ¿No es inevitable que la filosofía termine por este camino estableciendo una
especie de discurso paralelo y sin contacto –es decir, incomprensible– para el mundo vital
al que dice pertenecer? La respuesta depende del sentido en que entendamos esa
actividad de explicitación en que consiste la filosofía.
Explicitación. Este es el término-clave del filosofar mundanal, con el que quiere
expresar la continuidad fundamental entre mundo y filosofía y en el que se concentra
toda la función revelativa de ésta, pero en el que se patentizan todas las paradojas que tal
pretensión encierra. Al rechazar, basándose en su vocación mundana, el non-lieu de la
teoría pura, y al negarse igualmente a ser un inventario de las interpretaciones públicas
vigentes o de las creencias habituales del mundo, la filosofía realiza una opción
fundamental que, evidentemente, no puede aparecer como tal (como opción filosófica):
la de que el mundo de la vida lleva consigo un auto-enmascaramiento no ocasional, sino
constante, estructural. Acabo de aludir a la dialéctica natural kantiana, pero la
hermenéutica heideggeriana de la facticidad, la crítica de las ideologías, etc., reposan en
el mismo supuesto. La explicitación no puede ser entonces el puro tránsito lógico entre
determinados datos (comportamientos sociales, actitudes, actividades, etc.) y sus
implicaciones necesarias. El análisis que las desenvuelve no puede ser el único medio del
pensamiento, pues no alcanzaría más allá de desarrollar el sentido básico de lo
inmediatamente dado, que está afectado, se supone, de una cierta distorsión.
Se necesita, pues, algo más: un pensamiento crítico de los encubrimientos, que,
obviamente, no lo proporciona sin más el mundo de la vida, pero que tiene, en algún

115
sentido, que surgir de él. Porque en el fondo, para que la explicitación sea lo que
pretende ser, el mundo vivido tiene que dar a entender por sí mismo, sin salir del nivel
prerreflexivo, prefilosófico, que es el suyo, su propia desfiguración. De lo contrario, la
filosofía perdería su mundanidad, su enganche con la vida. Sin embargo, si intentamos
permanecer en el interior de la descripción que los filósofos hacen del mundo de la vida
resulta difícil ver qué hay en él que exija su transformación en filosofía. La vida corriente
que ellos presentan aparece como asentada en una posición o instalación en el mundo
continuamente mantenida y autosuficiente, que no anuncia la necesidad de su remoción.
Para Husserl es probablemente un ideal de ciencia estricta, ajeno al mundo y que resulta
irrealizable en su actitud, quien exige el paso a la filosofía. Pero Heidegger, que rechaza
ese ideal justamente en virtud de la fidelidad al mundo de la vida, no ofrece tampoco un
fundamento fenoménico claro desde la cotidianidad3 del posible arraigo de la filosofía en
ella. En otro lugar me he ocupado específicamente de ello4.
Pero no es ésta la única dificultad. Lo esencial es que no cabe hacer una distinción
neta entre lo que habría de ser una autoexposición de la vida prerreflexiva y la
presentación que la filosofía hace de ella. La impresión de que la descripción se hace
desde una visión que ya ha logrado la comprensión del sentido oculto, de la estructura
profunda y que a su luz puede destacar los rasgos encubridores es inevitable. La relación
entre la vida pre-filosófica y la filosofía es un problema capital para la autocomprensión
de la actividad filosófica, pero resulta imposible lograr una aclaración satisfactoria. Y es
que para ello sería necesario que el mundo de la vida, o como quiera que llamemos a ese
nivel prefilosófico, no tuviera un carácter tan indeterminado, o mejor, que ganara por sí
mismo su determinación, que segregara su propia visión y propusiera, en una especie de
reflexión natural constantemente sostenida, su propia imagen. Sólo así podríamos ver la
inserción de la filosofía en él, el hueco en el que hunde sus raíces el pensamiento
filosófico. Pero no hay tal cosa y fácilmente se percibe el absurdo de esta idea. El
problema es un problema filosófico y el mundo de la vida, como parte del mismo, una
construcción de la filosofía. Eugen Fink ha visto con gran perspicacia que cada filosofía
se fragua su propio concepto de la ingenuidad que le antecede. Los rasgos fundamentales
del mundo prefilosófico de la vida son destacados por la reflexión filosófica en estricta
correspondencia con sus tesis decisivas, que no son disociables de él. Lo cual no quiere
decir que el mundo tome una figura ficticia, inventada; al contrario, sigue siendo la
realidad en la que siempre ya estamos; simplemente no tenemos de ella “naturalmente”
una figura precisa; de ahí la intervención de la filosofía.
La explicitación pierde así su apariencia inocua de proceso por el que se establece lo
que ya de antemano sabíamos, sólo que ahora clara y temáticamente, dejando todo como
estaba. Por el contrario, la explicitación es una interpretación del mundo de la vida que
tiene, por así decir, que taladrar los encubrimientos y deformaciones de lo
inmediatamente dado, y sólo en esa labor crítica se forja el sentido original. La
presentación “neutral”, anterior a toda teoría, del mundo de la vida, no es ajena tampoco,
como apuntaba antes, a esa labor. Pero para que la explicitación, como crítica, sea
productiva y afecte a nuestra existencia real no puede ser el libre ejercicio de una

116
imaginación deconstructiva, una especie de libre juego de interpretaciones artificiales.
Necesita recibir una guía, una indicación del propio mundo vital. Toda la problemática
hermenéutica de la orientación previa, que aquí se anuncia, puede ser entendida como
fidelidad a su vocación mundana. El caso del primer Heidegger es en esto paradigmático:
las aporías que para una hermenéutica fenomenológica de la facticidad representa la
búsqueda de una idea que dirija la apropiación de la situación en la que estamos sólo
encuentra su “solución” en una suerte de reducción hermenéutica que, justamente para
que no sea una iniciativa de la reflexión filosófica, exterior a la vida, Heidegger la sitúa en
la peculiar disposición afectiva de la angustia, pasiva, prerreflexiva e indisponible para el
filósofo. Con ello, el propio mundo vital se mueve contra su propia desfiguración, abre la
posibilidad de su comprensión y proporciona a la filosofía un testimonio privilegiado.
Pero, con independencia de esta opción heideggeriana, creo que hay que descartar toda
interpretación ingenua de la idea de explicitación como el paso de lo preconsciente a lo
consciente, de lo vagamente intuido a lo mismo claramente expresado. No es lo
fundamental que en esta labor la filosofía introduzca procedimientos técnicos, lo
fundamental es que transforma el mundo vivido en la medida en que saca a la luz un
sentido más original que no es en el que éste vive. Lo cual nos plantea la última
observación que quiero hacer y que redunda en el carácter crítico de la filosofía.

117
4. Reconocimiento y verdad

El cuestionamiento radical de lo dado, como acabamos de ver, forma parte ineludible de


la tarea de explicitación. A diferencia de otras formas de filosofar, el pensamiento
inspirado en la ontología hermenéutica no funda su crítica en el choque entre la realidad
y el deseo, sino en el carácter aléthico, revelativo o veritativo de la filosofía. Y esto
significa que las afirmaciones en las que expone su comprensión de la vida fáctica tienen
que poder llevar consigo alguna piedra de toque de su verdad; que no pueda acudir a los
procedimientos científicos de verificación o a una intuición impletiva que presente ahí
delante el sentido enunciado no exime de toda forma de comprobación. Esta posibilidad
es intema a la función aléthica del pensamiento y sin alguna forma de ejercitarla
careceríamos de base para el diálogo entre interpretaciones del mundo, para la crítica
racional de otras teorías. Pero yo no querría llevar ahora el momento de comprobación al
problema de la presencia o ausencia en la hermenéutica de una instancia crítica y
discriminadora de teorías, sino a su repercusión sobre su vocación mundana. Y es que lo
que antes llamé el viaje de vuelta, que toda filosofía mundana comporta, consiste
esencialmente en un reconocimiento por parte de los sujetos de que lo que ese
pensamiento expresa es efectivamente algo de nuestro mundo, que somos nosotros los
que nos reconocemos en él.
¿Pero podríamos efectuar este reconocimiento sin alguna forma de saber que ese
pensamiento declara lo que es, sin sentir que es nuestra situación la que resulta mediante
él mejor comprendida? ¿Pueden la comprensión y la apropiación de nuestro mundo ser
verdaderamente tales sin albergar un saber de que las cosas son así? Justamente por ello
el trabajo filosófico, a pesar de transformar el sentido inmediato de que acabamos de
hablar, es explicitación, porque revela lo que ya estaba en el inicio. ¿Y cómo podríamos
explicitar sin reconocer lo dicho a partir de lo que ya estaba? La fuerza persuasiva de una
filosofía mundana está unida a esta implícita reflexión sobre su verdad y no es explicable
sólo a partir de la magia de su lenguaje o de su hipotética conexión con prejuicios de
grupo o vigencias de moda. Rehuir el lenguaje teorético-cognoscitivo no cambia la
situación; pues decir que una filosofía nos afecta, nos llega, nos conmueve, que la
sentimos cercana, etc., no dice nada distinto de ese reconocimiento básico. Tan sólo
muestra –lo cual no es poco– que debemos alejar del reconocimiento la imagen del mirar
a una situación objetiva. Y es que, sin duda, hay una dificultad esencial para pensar el
reconocimiento en el seno de la explicitación. Porque la pertenencia al mundo, de la que
parte y a la que vuelve, no se le da objetivamente con independencia del propio proceso
filosófico de explicitación. Mal podríamos entonces llevar los enunciados que la expresan
y la desarrollan hacia algún tipo de comprobación objetiva. Y, sin embargo, la
explicitación no es nunca una creación poética ni una inauguración de sentido, sino una
vuelta constante hacia los fenómenos del mundo en la que se reconoce y se refuerza.
Pensar el momento aléthico de la filosofía no sólo como desvelamiento originario del
mundo en el que siempre ya estamos, sino como retorno que reconoce, implica
probablemente reintroducir en él una adaequatio, un desdoblamiento, aunque desgajados

118
de todo horizonte intuitivo (ya fortiori empírico).

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Capítulo 10
Aristóteles y la verdad antepredicativa

120
El acerca
El propósito de este capítulo es volver sobre el famoso texto acerca de la verdad
ontológica, la verdad en las cosas, de Metafísica, IX, 10, y la no menos célebre
contraposición con VI, 4. Pierre Aubenque, que en El Problema del ser en Aristóteles ha
dedicado unas lúcidas páginas a este tema, ha apuntado la idea de acudir a una verdad
antepredicativa como forma de superar la oposición de ambos textos y las
interpretaciones contrapuestas –que quizá no lo sean tanto– de Brentano y Heidegger.
Indagar el sentido y la necesidad de una verdad antepredicativa es, pues, la cuestión.
Vayamos, para empezar, al primer texto decisivo, VI, 4, que reproduzco en la
traducción de Tomás Calvo.

Lo que es en el sentido de ‘es verdadero’ y lo que no es en el sentido de falsedad


están referidos a la unión y la división, y entre ambos, a su vez, se reparten la
contradicción. (En efecto, la verdad comprende tanto la afirmación sobre lo que se da
unido como la negación sobre lo que se da separado; la falsedad, a su vez, comprende la
contradicción de estas dos partes. Ahora bien, cómo acaece el pensar <los dos términos
> uniéndolos > o separándo<los>, es otro asunto, quiero decir, ‘uniendo’ o ‘separando’
de tal modo que no se produzca una mera sucesión, sino algo dotado de unidad.) La
verdad y la falsedad no se dan, pues, en las cosas (como si lo bueno fuese verdadero y lo
malo inmediatamente falso), sino en el pensamiento; y tratándose de las cosas simples y
del qué-es, ni siquiera en el pensamiento... Y puesto que la composición y la división
tienen lugar en el pensamiento y no en las cosas, y lo que es en este sentido es distinto de
las cosas que son en sentido primordial [...] lo que es en los sentidos de ‘es
accidentalmente’ y ‘es verdadero’ ha de dejarse de lado.
Aristóteles realiza aquí varias afirmaciones perfectamente claras, que revelan con
bastante exactitud su pensamiento acerca de la verdad: 1) que el ser como verdadero y el
no ser como falso se dan en la unión y división (σύνθεσɩς καì δɩαɩ́ρεσɩς), con las que
Aristóteles piensa, inequívocamente, en la síntesis predicativa del logos apofántico (el
“juicio”), como lo prueba la inmediata alusión a la afirmación y la negación, y a que se
trata de un pensar simultáneo de algo como uno, de acuerdo con lo expresado en De
anima, 430a27; 2) que, por tanto, lo verdadero y lo falso no están en las cosas, sino en
el pensamiento (δɩάνoɩα); 3) que no constituyen un ser “en sentido propio” (ὂν κυρɩ́ω ς)
–el ser significado por las categorías–, aunque lo suponen y remiten a él; 4) que con
relación a las cosas simples (τὰ ἁπλα̑) no hay propiamente verdad ni falsedad, pues éstas
se dan en el pensamiento, lo que no excluye para ellas una “verdad” posible, que no
estaría desde luego en la δɩάνoɩα.
Como siempre, el análisis aristotélico se dirige hacia un posible sentido presente en el
“es” predicativo. Pero en este caso, parece tratarse de un sentido que no puede
registrarse directamente en el “es” del enunciado: éste, en su totalidad, con su cópula, es
el sujeto del que se dice que es verdadero o falso. Brentano tiene indiscutiblemente razón
cuando entiende que esto se desprende de lo que el texto proclama: que la

121
verdad/falsedad se dice tanto de la afirmación como de la negación y de sus enunciados
contradictorios. Si tanto en la composición ‘Sócrates es un hombre’ como en la división –
separación– ‘Sócrates no es un burro’ hay verdad y, a la inversa, falsedad en ‘Sócrates
no es un hombre’ y en ‘Sócrates es un burro’, no podemos identificar el ‘es/no es’ del
enunciado con el ‘es verdadero/es falso’. Este implica una suerte de reflexión sobre el
enunciado que es visto en su conjunto como verdadero o como falso. Por eso este “ser
en el sentido de la verdad/falsedad” sólo se deja expresar cabalmente en un nuevo ‘es’
que anteponemos al enunciado: “es verdad que Sócrates es hombre”, o más exactamente
“Sócrates es hombre es verdadero”, donde se ve más claramente que se predica un
nuevo ‘es’ del enunciado en su totalidad. Lógicamente este nuevo sentido de ser parece
suponer un enunciado ya dado o conocido, del que afirmamos su verdad. El predicado
‘es verdadero’ es entonces un momento explícito del logos en el que éste se refiere a
otro logos.
Pero no es ésta la única forma en que Aristóteles presenta el ὂν ὠς ἀληθές. En el no
menos célebre texto de V 7, Aristóteles parece colocar la verdad del lado de la afirmación
(aunque el predicado sea negativo ‘Sócrates es no blanco’), la falsedad, del lado de la
negación, con lo que el ‘es’ verita-tivo sería entonces el ‘es’ del enunciado, que
expresaría, a la vez, la verdad. Brentano, para salvar la reñexividad de la verdad –la
conciencia de que lo que se dice es verdadero– interpreta que aquí el pensamiento sigue
apercibiendo la concordancia del enunciado con su objeto –la verdad– en la medida en
que ve que las representaciones que lo componen se adecúan a la cosa. Esta explicación,
sin embargo, me parece forzada e innecesaria. Primero porque la conciencia de la verdad
en el juicio no es nunca un darse cuenta de que las “representaciones” en el
entendimiento concuerdan con las cosas, sino de que lo dicho en el juicio es así –es
verdad– o no es así –es falso–; las nociones que hacen de sujeto y predicado no son
como tales objeto de ninguna apercepción de concordancia. Segundo, porque me parece
más sencilla la idea de que una simple inflexión del tono, una cierta acentuación puede
marcar en el ‘es/no es’ del enunciado el ser veritativo, sin necesidad de la expresión
reduplicativa ‘es verdad que’: ‘Sócrates es un gran filósofo’ indica que es verdad que lo
es, lo mismo que ‘Sócrates no es un ladrón’ recalca el hecho de que no es verdad que
Sócrates sea un ladrón. Lo interesante de esta segunda posibilidad, la identidad o, al
menos, la presencia del ὂν ὡς ἀληθές en la cópula, es que revela cómo en el mismo ser
predicativo del enunciado hay un ser veritativo que forma irrenunciablemente parte de él.
Hasta tal punto esto es así, que, como es bien sabido, el De interpretatione definía el
logos apofántico por su capacidad de ser verdadero o falso. Nada es más congruente con
ello que ver en el mismo ser copulativo un sentido específico de verdad/falsedad.
Ciertamente este sentido no es expresado por el contenido lógico del enunciado, sino que
es un momento de reflexión co-mentado, implícito en él. En cuanto tal momento
implícito, puede ser desarrollado en una expresión que lo enuncie, y esto es justamente
lo que hacemos al anteponer al enunciado la cláusula “es verdad que”. No hay, por tanto,
una incompatibilidad entre las dos formas de presentar el ens tamquam verum en los
textos aristotélicos.

122
El primero de los rasgos anunciados es inequívoco: con la alusión a la composición y
división, Aristóteles está refiriéndose a “la síntesis de nociones como si fueran una”
propia de la predicación. La operación, lógica y noética, de la síntesis atributiva, que es lo
que constituye un enunciado, es lógicamente la base del ser veritativo que vemos en él.
Cuando Aristóteles hace depender la verdad/falsedad de la composición y división, está
poniendo de manifiesto algo casi obvio: el “ser verdadero” es un momento implícito del
es predicativo; pero no sólo está en él, se refiere a él, de forma que puede serle atribuido
al enunciado como un predicado; es claro, pues, que sin la síntesis predicativa no hay
lugar, doblemente, para el ser veritativo. Por ello señala Aristóteles que el “ente en el
sentido de lo verdadero” sólo se encuentra en el logos, en el pensamiento discursivo
(δɩάνoɩα), pero no en las cosas, a las que sin embargo se refiere. Este referir marca
justamente la condición “segunda” del ser veritativo: las categorías, en cuanto significan
la diversidad de las cosas posibles manifestadas por el enunciado, son el sentido propio y
primero de ser, sin el que el enunciar no sería posible: la composición y división
enunciativa se produce de acuerdo con la esencia, la cualidad, la cantidad, etc., y por ello
las suponen. El “es verdadero o falso”, como el es meramente atributivo del enunciado1,
es un sentido de ser no primitivo, no originario, justo por no poder caracterizar un
momento de las cosas mismas significadas, sino de la propia significación. Por ello “se
refiere al otro género de lo que es”, al ser por sí de las categorías.
Sin embargo, la afirmación del texto que hemos enumerado en cuarto lugar introduce
una posibilidad no prevista en el conjunto de las consideraciones que acabamos de hacer
sobre el ser veritativo: que haya una “verdad” que no radique en la δɩάνoɩα, a saber, la
“verdad” respecto de las cosas simpies y las esencias. A su vez, la contraposición a esta
captación de lo simple puede servir para aclaramos por qué Aristóteles liga de manera tan
radical e indisoluble el ser verdadero/falso a la síntesis predicativa. Pero de esta nueva
perspectiva nos ocuparemos con ocasión del célebre texto de IX, 10, tradicionalmente
contrapuesto al que acabamos de comentar. Dice así, ahora en la traducción de García
Yebra, que acentúa más nítidamente la oposición entre ambos textos:
Puesto que ‘ente’ y ‘no-ente’ se dicen, en un sentido, según las figuras de las
categorías, en otro, según la potencia o el acto de esas categorías o según sus contrarios,
y en otro [que es el más propio], verdadero o falso, y esto es en las cosas el estar juntas
o separadas, de suerte que se ajusta a la verdad el que piensa que lo separado está
separado y que lo junto está junto, y yerra aquel cuyo pensamiento está en contradicción
con las cosas, ¿cuándo existe lo verdadero o falso? Debemos, en efecto, considerar qué
es lo que decimos. Pues tú no eres blanco porque nosotros pensemos verdaderamente
que eres blanco, sino que, porque tú eres blanco, nosotros los que lo afirmamos nos
ajustamos a la verdad.
Aparecen ahora algunas afirmaciones que pueden entenderse, literalmente, como
opuestas a las de VI, 4. Dos de ellas son las más llamativas: que el ser en el sentido de lo
verdadero y lo falso es el significado más propio de ser, el ser por excelencia2, y que este
sentido de ser se encuentra en las cosas. Además de ello, el texto desarrolla, tras el
fragmento citado, la idea de la posible verdad que conviene a la captación de las cosas

123
simples.
De entrada, hay que recalcar que la concepción general de la verdad, presente en el
otro texto, de una adecuación o concordancia (sin entrar ahora aquí en la controvertida
cuestión de cómo haya de interpretarse esta relación), no es abandonada, sino
reafirmada: “está en la verdad (ἀληθεύεɩ) el que piensa que lo separado está separado y
que lo junto está junto, y yerra aquel cuyo pensamiento está en contradicción con las
cosas”. El ἀληθεύεɩν sigue siendo algo del pensamiento que se refiere a las cosas, y de
ese ser verdadero o falso había tratado el texto de VI, 4. Pero ahora Aristóteles cambia
de perspectiva: ciertamente el es veritativo es algo del enunciado; pero con ello no está
dicho todo, pues la verdad o la falsedad no es algo que el enunciado posee como una
propiedad intrínseca, como si, por ejemplo, fuera un elemento más de su estructura
lógica. La verdad del logos es algo que está en directa relación con su carácter
apofántico, vale decir, referencial, intencional: porque en él se muestra una situación que
no es el propio logos, sino algo ajeno, lo que llamamos “las cosas”. Aristóteles lo expresa
con una claridad meridiana: “tú no eres blanco porque sea verdadero nuestro juicio de
que tú eres blanco, sino, al contrario, porque tú eres blanco, nosotros decimos algo
verdadero al afirmarlo”. El ser verdadero o falso del enunciado no es inteligible desde sí
mismo, sino en virtud de su referencia a la situación objetiva que manifiesta. Y ese referir
implica que es la estructura misma de las cosas, su ser de una determinada forma (el
hecho de que tú eres blanco), lo que hace que la proposición sea verdadera. El ser
veritativo, aunque reside en el logos, trasciende y se amplía hacia las cosas.
Pero con ello la cuestión queda planteada: ¿hasta qué punto las cosas “intervienen” en
el ὂν ω̑ς ἀληθε̑ς? Y es aquí donde las palabras de Aristóteles aparecen como
contrapuestas a su afirmación tajante de que no están lo verdadero y lo falso en las
cosas, sino en el pensamiento. En efecto, el texto que ahora comentamos sostiene que lo
verdadero y lo falso es en las cosas el estar juntas o separadas, y por esta razón investiga
el posible sentido de verdad en las cosas no compuestas.
La nueva perspectiva que el texto de IX, 10, introduce no supone contradicción alguna
con las ideas anteriores, sino más bien una profundización en lo que el ser veritativo
implica. Las cosas no son ciertamente, consideradas en sí mismas, ni verdaderas ni
falsas; son totalmente ajenas al plano en que se da la disyuntiva verdad/falsedad. Que se
pronuncie un enunciado verdadero sobre una cosa es, para ésta, un puro ὂν κατὰ
συμβεβηκóς. Pero si nos situamos en el enunciado, que éste sea verdadero significa que
dice las cosas como son, o mejor que lo que dice es exactamente la situación objetiva
real, y si es falso dice algo que no se corresponde con lo que es. Esto quiere decir que la
síntesis atributiva del logos no es una operación autónoma, una especie de combinación
de nociones por obra del puro poder asociativo del pensar, sino que dicha síntesis, en la
medida que el enunciado es verdadero (o falso), ha de recoger una unión correlativa en
las cosas de que habla. El ἀληθεύεɩν del enunciado no es explicable sino a partir de una
determinada estructura en la realidad que manifiesta. Cómo sea ésta no es indiferente
para la verdad del enunciado, sino perfectamente determinante. Y ello por el sentido
mismo del ser veritativo del logos apo-fántico.

124
Es entonces perfectamente lógico que Aristóteles hable de una verdad en las cosas,
que no puede en ningún caso ser interpretada como una proyección del ser veritativo del
enunciado sobre la realidad de la que éste habla. La “dirección” de la relación de verdad
–Aristóteles lo ha dejado bien claro– es tal que no es la propiedad “verdadero/falso” del
enunciado quien hace verdaderas a las cosas, sino al revés. Su estar juntas o separadas,
su concreta disposición, funda la verdad enunciativa y, en este sentido, la precede.
¿Qué significa este preceder? Yo creo que hay dos formas posibles de interpretarlo: 1)
Como puro correlato del enunciado: en la medida en que un logos es verdadero o falso,
la situación objetiva a la que se refiere ha de tener una estructura determinada según el
sentido del enunciado. Es lo que Leibniz llamaba “el lazo de unión que se encuentra a
parte reí entre los términos de una proposición verdadera”3. La conexión de las cosas es
así el correlato objetivo del ser verdadero del enunciado. Pero correlación no quiere decir
que los términos correlativos sean equivalentes: ya hemos visto que el enunciado
verdadero lo es porque la situación objetiva se muestra como fundándole, como ya
estando así constituida antes de que el enunciado sea pronunciado. En tanto que
correlatos del enunciado, las cosas aparecen justamente como no siendo exclusivamente
sus correlatos. Este es el sentido que, a mi entender, tiene la bella expresión de Aubenque
de que “hay una especie de anterioridad de la verdad con respecto a sí misma, en cuya
virtud en el mismo instante en que la hecemos ser mediante nuestro discurso, la hacemos
ser precisamente como siendo ya antes”4. 2) Como verdad ante-predicativa, lo que
significa dar un paso más sobre lo anterior: si el enunciado verdadero señala que la
situación objetiva le precede, es preciso que ésta, de algún modo, esté ya dada antes del
enunciado, es decir, que tengamos alguna noticia, conocimiento o experiencia de ella
antes y con independencia de la predicación. La fenomenología, y Heidegger
particularmente, han insistido en la previa patencia de las cosas como condición de la
posibilidad de la adecuación. Pero lo que importa destacar es que no es una condición
meramente lógica o trascendental, sino fenomenológicamente evidenciable, ejecutable,
accesible en actos o comportamientos determinados. Por eso tiene sentido hablar de una
experiencia antepredicativa y no sólo del concepto o idea de una verdad que tiene que
anteceder a la predicación. El primer estadio de una teoría fenomenológica del juicio es,
para el Husserl de Etfahrung und Urteil, el darse antepredicativo evidente de objetos
individuales, de los objetos-sustratos de los juicios. Y Heidegger, que insiste en que el
“previo estar descubierto” (Ent- decktheit) del ente es lo que hace posible la verdad del
logos y lo que justamente quiere indicar “lo verdadero o falso en las cosas” de que habla
el texto, lo entiende como un “previo tener y mentar el sobre qué” del posible juicio5.
¿Hay, en este preciso sentido, una verdad antepredicativa en Aristóteles6? A mi modo
de ver, la teoría de la verdad antepredicativa es una legítima prolongación del
pensamiento aristotélico sobre la verdad, pero va más allá de lo que los textos permiten
decir de él, que se encuentra más bien en lo que he tratado de caracterizar en la posición
1); pues efectivamente “el estar unidas o separadas” es el correlato en las cosas de la
síntesis predicativa del juicio y así lo toma Aristóteles. No es necesario, para la
inteligibilidad del pensamiento aristotélico, investigar la pre-donación en la doxa pasiva de

125
los sujetos de predicación (Husserl) o arraigar la verdad lógica en una especie de previa
correlación a priori (la Ersch- lossenheit der Welt de Heidegger).
Una nueva pista sobre el problema, que muestra la extraordinaria riqueza de la
meditación aristotélica sobre el ens tamquam nerum, nos la ofrece el mismo texto de IX,
10, cuando prosiguiendo la reflexión sobre la verdad ontológica, Aristóteles se pregunta
qué es el ser y el no ser, lo verdadero y lo falso en las cosas no compuestas, aquellas que
no tienen la estructura sintética correlativa a la predicación. Resulta de entrada
sorprendente que la analítica de los sentidos de ser, que se ha mantenido constantemente
en los límites de la predicación, se vea desbordada hacia un ámbito que parece sacarle de
ella: lo indivisible, lo no compuesto, es justamente lo que aparece ante el pensamiento
como no siendo con otra cosa, como no entrando, por tanto, en ninguna atribución. Pero
el desarrollo de la reflexión aristotélica impone tal consideración: si las cosas están juntas
o separadas (de manera necesaria o contingente) y en ello consiste su verdad, ¿qué pasa
con lo que no está en combinación con otro?, ¿en qué sentido es?, ¿en qué sentido es
verdadero?
Es evidente que Aristóteles considera que hay cosas simples. Podría pensarse que ello
es una pura exigencia lógica: si hay composición y división hay algo que puede ser
compuesto y separado, una especie de átomos. Pero no se trata tan sólo de los elementos
últimos en que ha de detenerse inevitablemente todo análisis. Aristóteles está pensando
en la “materia” de la predicación (S y P sujeto y predicado), que pueden, obviamente,
ser, en sí mismos entidades complejas. Pero si el juicio es concebido como una síntesis,
Aristóteles considera que tiene que poder dárseme por separado los elementos que el
juicio compone. Y esto no es una hipótesis, sino que de hecho hay una tal operación del
alma que ofrece los “indivisibles” al conocimiento: la sensación (αἵσθησɩς) y el
entendimiento intuitivo (νóησɩς). Ambas son una forma del simple captar (θɩγεɩ̑ ν) por el
cual tomamos inmediata noticia de algo.
Lo extraordinario del pensamiento aristotélico es que esta captación la considere como
una forma de verdad, de estar en la verdad7. Pues su punto de partida en el logos
apofántico parecería excluir otra forma de verdad diferente del ser verda-dero/falso del
juicio y de su correlato objetivo. Es, sin embargo, indiscutible que Aristóteles piensa tal
cosa, lo cual obliga necesariamente a ampliar la noción de verdad más allá del logos. Que
el esquema de la verdad del juicio no puede ser trasladado sin más a la captación de lo
simple se muestra, ante todo, en que no puede registrarse en ella la oposición verda-
dero/falso: “la verdad y la falsedad consisten en esto: la verdad, en captar y enunciar la
cosa (pues enunciar y afirmar no son lo mismo), mientras que ignorarla consiste en no
captarla”. Respecto de lo simple no cabe más que captarlo o no captarlo, y parece
bastante claro que el texto piensa esta oposición en analogía con la verdad/falsedad del
juicio. Pero se trata de una analogía bastante impropia (es mayor la diferencia que la
semejanza), pues, de un lado, el puro intuir algo no deja lugar a la idea de concordancia o
correspondencia con lo captado8, y, de otro lado, ignorar o no captar poco tiene que ver
con la falsedad de un juicio, que sí comprende o capta algo, sólo que falsamente. La
imposibilidad del error hace sumamente cuestionable que se pueda hablar propiamente de

126
verdad, más bien habría que decir que la “simple aprehensión” no es ni verdadera ni
falsa, que se sustrae al plano veritativo.
Pero ésta es la gran idea de Aristóteles: sustraerse a la oposición verdadero/falso no
significa desligarse por completo del “ser en el sentido de la verdad”, sino ser más bien
una forma privilegiada de él. El carácter siempre verdadero de la intelección de los
indivisibles o de la captación de los ἵδɩα de los sentidos implica que hay un primer
contacto con las cosas en el que éstas sencillamente aparecen, se desencubren, como
dice Heidegger. El ἀληθεύεɩν es aquí un ver, un descubrir, sin más. Pero que Aristóteles
insista en su ser siempre verdadero indica justamente que lo está pensando sobre el
terreno de la oposición verdad/falsedad: la simple aprehensión es tan absolutamente
verdadera que carece de la posibilidad de ser falsa. Sin el trasfondo de la verdad del
juicio probablemente Aristóteles no calificaría de verdadera la captación de lo simple.
Pero esta consideración de orden conceptual no explica la articulación del ἀληθεύεɩν
de la simple captación (y de sus correlativas entidades simples) con el ser verdad del
enunciado. Pues bien, a mi modo de ver se encuentra aquí el genuino sentido aristotélico
de una “verdad ante-predicativa”: hay una captación siempre verdadera de algo que es
literalmente anterior a la predicación y que la hace posible y la funda; es ella quien
suministra los “materiales” para el juicio que compone y divide y sin los cuales no habría
síntesis apofán-tica alguna9. Y no se limita a ser un supuesto lógico de la predicación,
sino un contacto real del alma con las cosas. Su carácter radicalmente antepredicativo le
viene no tanto de ser un estadio previo al logos apofántico, cuanto de carecer de
estructura, de composición, de ser ajeno a toda síntesis.
¿Cabe entonces hablar de una “verdad ontológica”? A mi modo de ver, sí, pero yo no
la asimilaría, sin más, a la verdad antepredicativa. Para comprender por qué, tenemos
que reparar en que el ἀληθεύεɩν del logos no puede tener el mismo sentido que el
ἀληθές de las cosas. Se trata de dos sentidos de verdad notoriamente diferentes.
Heidegger tiene por ello perfecta razón cuando, al hilo de la correlación intencional,
establece que si el ser verdadero del enunciado es un “ser descubridor” (sin entrar ahora
en lo correcto o no de esta tesis), lo verdadero de las cosas ha de ser un “estar
descubiertas”10. El sentido de ser y de verdad es en ambos casos diferente, aunque
guardan una evidente relación, lo que convierte a “verdadero y falso”, como Brentano
señala11, en una expresión homónima, bien que pueda discutirse si su significado primero
es el “es verdad que” del juicio o el estar juntas o separadas las cosas. Tugendhat
sostiene que Aristóteles no legitima el uso de “verdad ontológica”, sino que tiene buen
cuidado terminológico y por ello hay que llamar al estar juntas o separadas de las cosas
“ser en el sentido de la verdad” (ὂν ὡς ἀληθές), mientras que “verdadero” queda
reservado al pensamiento, al discurso12. Apreciable en cuanto a la precisión y limpieza de
la terminología, esto no se corresponde, sin embargo, con el uso aristotélico, que llama
igualmente ὂν ὡς ἀληθές al ser verdadero del logos, de ahí la problemática
hermenéutica que estamos viendo.
Pues bien, yo reservaría la idea de verdad antepredicativa para aquella forma del
ἀληθεύεɩν, del comportamiento descubridor, que ofrece las entidades simples como

127
sustratos de posibles juicios, interprétese como se interprete tal comportamiento. Verdad
ontológica, en cambio, designaría el ἀληθές de las cosas, su estar manifiestas, correlativo
al discurso, y en este sentido abarcaría tanto las entidades simples de la experiencia
antepredicativa como las situaciones de hecho de los juicios. Pero, naturalmente, dado
que tanto ϕἀσɩς como κατἀϕασɩς revelan las cosas como estando ya ahí, la verdad
ontológica, como manifestabilidad de las cosas, precede a todo decir humano sobre ellas.
El pensamiento aristotélico sobre el ser veritativo exige, pues, una ampliación desde el
discurso hacia las cosas. Éstas no sólo están implicadas en el fenómeno de la verdad,
sino que el análisis que Aristóteles ha llevado a cabo de él ha conducido a un “ser en el
sentido de la verdad” que es un sentido de ser propio de las cosas y no del discurso.
Aristóteles había excluido, como sabemos, el ὂν ὡς ἀληθές de la ontología, porque no
es un ente en sentido propio y se refiere a otro género del ente. Ciertamente, con ello
estaba apuntando a la verdad del logos, que es una afección del pensamiento discursivo.
¿Habría que rectificar ahora el diágnostico? A mi entender no, y en este punto Aubenque
me parece enteramente convincente; al preguntarse por qué el texto de IX, 10, llama al
ὂν ὡς ἀληθές “el ser por excelencia”, responde: “En primer lugar, sin duda que la
verdad ontológica no significa tal o cual parte del ser, sino el ser en su totalidad; pero
quizá quiere decir también que nosotros no podríamos decir nada del ser si éste no fuese
verdad, o sea, apertura al discurso humano que lo desvela, y que ahí radica tal vez su
‘excelencia’. Pero tampoco desde esta perspectiva, al igual que desde la primera, el ser
como verdadero puede ser incluido entre las significaciones de ser, puesto que es –podría
decirse– la significación de las significaciones, aquello que hace que el ser tenga
significaciones, pues representa a parte entís esa apertura y esa disponibilidad
fundamentales en cuya virtud es posible un discurso humano acerca del ser”13.
La verdad ontológica, entiéndasela como puro correlato del juicio y de la aprehensión
o, más radicalmente, como un rasgo fundamental del ente mismo, como su
desvelamiento (Unverborgmhát), no constituye un significado de ser en el discurso, sino
la condición de su posibilidad. Por eso, cuando el logos habla del mundo, no lo tematiza
como tal, sino que lo supone, y lo que dice de él lo dice ya escindido en los diversos
sentidos de ser que marcan las figuras de la predicación. Son las categorías quienes
expresan los sentidos de ser que tiene lo que captamos en la simple aprehensión o lo que
está junto o separado en el enunciado. Justo porque, como dice Heidegger, el ser es
pensado en los griegos a partir del fenómeno de su verdad, la verdad, al ser coextensiva
con el ser, no constituye un sentido determinado de éste. Lo que el discurso dice “que
es”, es siempre algo según la diversidad de las categorías. El diagnóstico aristotélico sigue
siendo válido: el 5v ὂν ὡς ἀληθές remite al “otro género de lo que es”.

128
Capítulo 11
La ontología hermenéutica, entre la defensa y la
superación del escepticismo

129
La hermenéutica, como movimiento filosófico contemporáneo, tiene unos límites difíciles
de precisar tanto intensional como extensionalmente. La vaguedad y generalidad
extremas del núcleo de ideas que ha popularizado (la inevitabilidad del círculo
hermenéutico, la imposibilidad de un lugar “neutral” para el conocimiento, la remisión de
toda teoría a sus horizontes históricos de gestación, la constitutiva presencia de pre-
juicios en los juicios científicos y éticos, la crítica de la idea de objetividad, etc.), y que
ejerce una significativa parte de los pensadores actuales, hace que pueda hablarse de ella
en términos de una “sensibilidad difusa” y que, por consiguiente, pueda considerarse que
“son pensadores hermenéuticos no sólo Heidegger, Gadamer, Ricoeur, Pareyson, sino
también Habermas y Apel, Rorty y Charles Taylor, Jacques Derrida y Emmanuel
Lévinas”, y, podemos añadir ahora, el propio autor de esta enumeración, Gianni
Vattimo1. Si situamos esta “sensibilidad” hermenéutica ante la provocación que siempre
ha representado para la filosofía la presencia recurrente de la objeción escéptica, pocas
dudas caben de que grosso modo el mencionado núcleo de ideas actúa en la dirección de
un reforzamiento del escepticismo, si no de un escepticismo universal y absoluto, sí al
menos de esa forma mitigada que es el relativismo. La crítica radical de la objetividad, no
sólo en el ámbito tradicional de las ciencias del espíritu, sino en toda forma de
conocimiento, típica de la hermenéutica de este siglo, se redobla con la insistencia en que
el momento de pre-comprensión reviste una pluralidad irreductible de formas, una
insuperable diversidad de contextos histórico-culturales. No se trata ya de la pertenencia
a priorí a una tradición histórica, que dispone el horizonte y los instrumentos
conceptuales con que se afronta cualquier problema, sea teórico o moral. Es una
reducción hasta la minucia de los elementos que componen la orientación previa lo que
lleva a la multiplicación de “tradiciones” dentro de una tradición, con la consiguiente
proliferación de grupos y tribus que exigen, para ser comprendidas, compartir sus
presupuestos. Todo posible ensayo de justificación se ve así reducido al recorrido
narcisista por el cada vez más estrecho ámbito de las propias creencias.
Naturalmente, esta trivialización de la hermenéutica filosófica no puede ser tomada
como base para una discusión a fondo de la posible relación entre hermenéutica y
escepticismo, o, para ser más exactos, del modo como la hermenéutica se hace cargo de
la posibilidad intelectual del escepticismo. En cualquier caso, moviéndonos en el terreno
propiamente filosófico, es claro que la metáfora vattimiana del “habitar en la biblioteca de
Babel”2 o la rotunda tesis de Odo Marquard “el núcleo de la hermenéutica es el
escepticismo y la forma actual del escepticismo es la hermenéutica”3, son un buen
testimonio de los derroteros por los que caminan pensadores que se inscriben en el
ámbito de la hermenéutica.
¿Se deja la hermenéutica interpretar como un espaldarazo al escepticismo? ¿Hay, en el
contenido esencial del pensamiento hermenéutico, un fondo escéptico-relativista? Esta
cuestión central sólo puede intentar responderse planteando antes cómo el tronco central
del pensamiento hermenéutico contemporáneo, aquel que tiene su raíz en una ontología
de la finitud –Heidegger, Gadamer– ha abordado el problema del escepticismo, es decir, a

130
cuento de qué y con qué finalidad el escepticismo aparece en la reflexión hermenéutica.
A la par que se precisa así qué forma de escepticismo es la que domina en ella, se logra
una base concreta para una discusión fructífera de la cuestión central.
Para las grandes filosofías sistemáticas, especialmente de la época moderna, el
escepticismo ha representado siempre una suerte de objeción preliminar, de enmienda
radical a la totalidad del conocimiento humano, que era preciso refutar para comenzar
con fundamento –esto es, con buena conciencia epistemológica– la labor constructiva. La
experiencia histórica y la posibilidad intelectual del escepticismo es también el acicate que
espolea y exige el radicalismo universal y absoluto, la ciencia de validez última y
autofundada, que constituye el anhelo de la fenomenología husserliana, heredera evidente
del cartesianismo. Este papel de provocador de mala conciencia, de objeción de principio
que obliga a intentos cada vez más afinados de superación, y que desasosiega
permanentemente a la creación filosófica, está, me parece, ausente de la meditación
hermenéutica. El escepticismo no tiene en ella, ni con mucho, la presencia preponderante
que, à rebours, tiene en las filosofías que inmediatamente la precedieron y en que se
inspira, la fenomenología y el neokantismo. Testimonio externo de ello son las
escasísimas referencias que las voluminosas obras de Heidegger y Gadamer hacen al
escepticismo. Lo esencial, sin embargo, es esta ausencia de función teórica de la objeción
escéptica y, por tanto, del interés específico en su refutación o superación. Esta
circunstancia es altamente significativa, pues es un indicio de que el pensamiento
hermenéutico apunta quizá hacia un nivel de “radicalismo” filosófico que no es el de la
fundamentación absoluta contra escépticos, pero desde el que resulta posible una
comprensión de las razones del escepticismo, sin darle por ello la razón.

131
1. La conciencia histórica y el problema del escepticismo

Tal vez sea sólo Dilthey el pensador hermenéutico en el que el problema del escepticismo
y relativismo4 juega un papel relevante, similar al tradicional. Es lógico que así sea, pues
su problema central, como es bien sabido, es el de la fundamentación de las ciencias del
espíritu, el ensayo de dotar las de un estatuto de objetividad científica, equivalente al de
las ciencias de la naturaleza. Para tal intento, el interrogante que representa el
escepticismo respecto de la viabilidad del conocimiento histórico, no puede dejar de ser
considerado, pues es el enemigo natural que hay que batir. Es interesante reparar en
algunos elementos de la posición de Dilthey, que nos ponen perfectamente en camino del
planteamiento hermenéutico.
La “antinomia entre la pretensión de validez universal de toda concepción científica de
la vida y del mundo y la conciencia histórica”5 ha sido presentada por Dilthey siempre
como el escollo básico que una fundación de las ciencias del espíritu tiene que intentar
orillar. Tal antinomia se convierte en un tropo escéptico renovado, a la altura de una
época consciente de su historicidad. En efecto, lo que Dilthey entiende bajo la expresión
“conciencia histórica” envuelve dos aspectos diferentes, coincidentes ambos en una
devaluación de la validez objetiva del conocimiento: el saber, interno a la historia de la
filosofía, de la sucesión de múltiples sistemas más o menos irreconciliablemente
opuestos, constatación equivalente al tradicional argumento escéptico de la variedad de
las opiniones humanas, y la conciencia, que se ha abierto definitivamente el paso desde
mediado el siglo xix, de que los productos del espíritu (ciencia, arte, religión) guardan
correspondencia con las demás formas históricas de existencia y están, como ellas,
sometidas a condiciones históricas de surgimiento y desarrollo. La consecuencia
epistemológica de esta doble conciencia es para Dilthey, sin ninguna duda, un
reforzamiento del escepticismo, como imposibilidad de un conocimiento objetivamente
válido, fundado en la esencial relatividad de toda forma de saber a su época histórica.
La necesidad de mantener ambos extremos de la antinomia –la conciencia histórica
como logro irrenunciable a la par que situación real del pensamiento y la validez objetiva
como condición imprescindible de unas ciencias del espíritu– lleva a Dilthey a ensayar
una solución que él mismo sitúa en la vecindad con Kant: “no se puede resolver una
antinomia sobre el suelo mismo en que ha nacido. Si su solución no se puede encontrar
en el terreno de los supuestos naturales sobre los que se halla, en este caso el
pensamiento tiene que caminar hacia atrás, cancelando esos supuestos. Así actúa Kant
con el espacio, el tiempo y la causalidad”6. El retroceso que la reflexión de Dilthey
emprende tiene la misma dirección subjetiva que en el trascendentalismo kantiano –la
vida histórica, generadora de sistemas y concepciones del mundo, no un sujeto
trascendental–, pero lo interesante en esta autognosis (Selbstbesinnung) es que la lleva a
cabo no una reflexión que objetive los extremos de la antinomia, permaneciendo así
exterior a ella, sino justamente uno de ellos: la conciencia histórica. Esta, que introduce la
antinomia, es, a su vez, el término inamovible de la misma: si la dejamos, sin más

132
consideraciones, enfrentarse a la pretensión de validez universal de las filosofías, es claro
que ésta resulta irremisiblemente destruida. Del mismo modo que el principio de
causalidad en la antinomia kantiana de la libertad, así funciona para Dilthey la conciencia
histórica: como base ya firmemente asentada e indiscutible. Pero en ella misma reside la
clave de la solución, pues la conciencia histórica no disputa con los sistemas filosóficos
en su mismo terreno de las afirmaciones objetivas sobre hechos, sobre estados de cosas
mundanales; no busca promover “imágenes objetivas del mundo”; la validez universal en
este campo es justamente lo que ella declara ilusorio. Su ámbito es más bien la
originación y el arraigo en la vida histórica de la conciencia científica que eleva esas
imágenes; si el conocimiento de esta generación lleva a la relativización de las aserciones
filosóficas sobre el mundo, eso ocurre tan sólo cuando la mirada de la conciencia
histórica sigue la dirección objetiva de los sistemas; pero cuando, por el contrario, los
toma como objetos y se mantiene firme en su propósito de indagar su origen, su función
y su formación a partir de la vida humana en su desarrollo histórico, se abre un plano en
que la aspiración a la validez universal ofrece posibilidades de éxito. Surge así la idea de
una teoría de las concepciones del mundo que investiga sus tipos, su génesis, a partir de
la estructura de la vida y las leyes de su formación. Cabe, sobre esta base, realizar
enunciados de carácter objetivo sobre la esencia de toda filosofía, como una forma de
concepción del mundo, y, a partir de ella, mostrar incluso la imposibilidad intrínseca de la
validez universal de la metafísica7. Con ello no sólo se supera el relativismo –en otro
plano, ciertamente–, sino que en la conciencia histórica que la desarrolla se produce esa
autocomprensión de la vida humana que es la meta de las ciencias del espíritu: “Del
enorme trabajo del espíritu metafísico nos queda la conciencia histórica que lo va
repitiendo y experimenta así la profundidad insondable del mundo. La última palabra del
espíritu no es la relatividad de toda concepción del mundo, sino la soberanía del espíritu
frente a cada una de ellas y, al mismo tiempo, la conciencia positiva de cómo en los
diversos modos de actitud del espíritu se nos da la realidad única del mundo”8.
Como es obvio, el terreno de objetividad posible al que se remite la solución
diltheyana de la antinomia, y del que depende no sólo la teoría de las concepciones del
mundo, sino la fundamentación de las ciencias del espíritu en general, es el del
autoconocimiento de la vida humana. El saber que la vida humana histórica tiene de sí
misma es la única base real de las ciencias del espíritu. A tratar de exponerlo
científicamente, fijar su método y sus categorías, y el tipo de objetividad que le es
propio, dedicó Dilthey el esfuerzo esencial de su trabajo intelectual. No es cosa de entrar
aquí a exponer los rasgos esenciales de esta fundamentación, ni de valorar sus logros y
sus dificultades –particularmente la tensión entre psicología descriptiva y hermenéutica9
lo. Pero sí debemos fijar los elementos principales que comprende el intento diltheyano
de superación del escepticismo, marcando los problemas abiertos y sus tendencias
latentes, que son la clave para el rumbo que emprende la hermenéutica posterior.
1. Ante todo, es palmaria la vigencia de la idea de validez universal como rasgo
constitutivo del conocimiento científico. La posibilidad de conseguir enunciados
universalmente válidos no sólo no es negada por Dilthey, sino conscientemente

133
buscada y preparada por su ensayo de fundamentación. La conciencia histórica,
cuando busca la comprensión de la vida y de sus objetivaciones, aspira justamente
a ellos. En este sentido, tiene Dilthey entera razón contra Husserl: su posición
fundamental no puede ser calificada en modo alguno de escéptica ni de connivencia
con el escepticismo. Ni cae en la falacia historicista, de que le acusa Husserl, de
deducir del hecho histórico de la multiplicidad cambiante de sistemas la
imposibilidad ideal de una filosofía científica. Queda, sin embargo, sin aclarar por
Dilthey si la relativización que la conciencia histórica introduce en las afirmaciones
objetivas de los sistemas conduce a la consecuencia absurda –núcleo de los
argumentos de las Investigaciones Lógicas contra el relativismo– de que el mismo
contenido de una afirmación pueda ser a la vez verdadero y falso, dependiendo del
sujeto –en este caso epocal– que lo pronuncia.
2. De acuerdo con esta concepción del conocimiento científico, la tarea de una
fundamentación del auto-conocimiento histórico se concibe como formando parte
del cometido general de la tradicional Erkennt- nistheorie. Y ello aun en la época
más decididamente hermenéutica de Dilthey10.
3. La superación del escepticismo se realiza mediante el retroceso a un campo que se
concibe como estando más acá de los enunciados objetivos de las ciencias y de las
filosofías, como un estrato anterior a ellas: la vida histórica y su saber de sí. La
cuestión esencial es en qué medida ese campo se deja tratar científicamente. Toda
la larga elaboración de Dilthey en el Aufbau der geschichdichen Welt ín der
Gásteswissenschaften se mueve en la ambivalencia de atender por un lado a las
expresiones inmediatas de la vida en la vivencia individual, o en la experiencia de la
vida (costumbres, sabiduría popular, etc.), y por otro a la necesidad de construir un
método de comprensión capaz de concluir en un conocimiento riguroso. El
desánimo ante la presencia de “lo irracional” y las inseguridades inherentes a la
“revivencia” (Nacherleben) con que topa la comprensión11, son un buen testimonio
de esta doble tendencia a considerar la vida desde el saber pre-científico que tiene
de sí misma y, a la vez, desde las exigencias del conocimiento metódicamente
controlado. Esta tensión, que tantas veces se ha hecho notar, es una constante de la
posición de Dilthey.
4. La ambigüedad más decisiva se encuentra en el “lugar” propio de la conciencia
histórica. La posibilidad de fundar un ámbito de validez objetiva inaccesible a los
reparos escépticos se funda, como hemos visto, en la capacidad de la conciencia
histórica para objetivar los saberes históricamente dados y formular leyes sobre su
estructura y formación. Esto implica que su visión carece del condicionamiento
histórico insoslayable que afecta a las concepciones del mundo, de las que la
filosofía forma parte. ¿Qué diferencia esencial hay entre la conciencia histórica y la
conciencia filosófica? ¿Por qué aquélla es capaz de una objetividad que a ésta le
resulta imposible? ¿Está la conciencia histórica absuelta ab origine de la mancha
del condicionamiento histórico? Que se encuentre en ella una pervivencia del
espíritu absoluto hegeliano, como señala Gadamer, en nada afecta al problema

134
objetivo. Por otro lado, la conciencia histórica es una forma de autoconocimiento
de la vida. Y Dilthey ha insistido constantemente –es ésta una de sus más firmes
contribuciones a la fundación de la hermenéutica– en que la autocomprensión es un
momento constitutivo de la propia vida, en que hay, por tanto, una continuidad
esencial entre vida y reflexión. La filosofía es el resultado natural de este
movimiento propio de la vida12; pero no sólo ella, sino las ciencias del espíritu, que
objetivan la filosofía como una manifestación de la vida, son igualmente inmanentes
a ese movimiento de autocomprensión13. ¿Implica entonces la pretensión de validez
objetiva de la conciencia histórica un estatuto especial: la independencia de esta
autocomprensión de la vida, la adquisición de una posición frente a ella? ¿Escapa la
filosofía de la filosofía o, lo que es lo mismo, la conciencia histórica que funda las
ciencias del espíritu, al relativismo porque se eleva sobre el propio desarrollo
histórico y es en algún sentido absoluta? ¿O el retroceso diltheyano hacia la
autocomprensión de la vida histórica apunta tal vez hacia un posible ámbito en el
que la disputa sobre la validez absoluta del conocimiento pierde su primacía e
incluso su sentido?

135
2. El retroceso hermenéutico hacia lo preteórico y el lugar del escepticismo

Partiendo del planteamiento diltheyano puede establecerse una buena base para
comprender lo que los desarrollos posteriores de la hermenéutica ofrecen sobre el
problema del escepticismo. Ante todo, es claro, como ya anunciaba antes, que el
escepticismo pierde, en la obra de Heidegger o Gadamer, su carácter liminal, de objeción
contra la que permanentemente hay que estar en guardia. El peligro del relativismo
escéptico no juega ya el papel de abismo en el que el conocimiento puede precipitarse
por un insuficiente cuidado de las condiciones de su cientificidad. Naturalmente, una tal
pérdida de vigencia de la objeción escéptica no obedece a un defecto de conciencia
crítica ni tampoco a la fuerza de una energía creadora tal que pueda dejar de lado la
preocupación por la fundamentación racional de sus productos. Ambas condiciones son
difícilmenete pensables en una filosofía de nuestro tiempo, cargada además de conciencia
histórica. No, la razón es más bien un abandono de la pretensión de cientificidad, en el
sentido de validez universal, como resultado de una hiperconciencia de las limitaciones
del conocimiento humano. Tal abandono no significa, en principio, asentir a las razones
del escepticismo, sino dejar atrás, para la filosofía, el campo mismo en el que crece y
del que se nutre la antinomia diltheyana entre validez universal y conciencia histórica: la
posibilidad de una posición ob-jetiva, esto es, situada frente a o por encima de la vida
histórica.
La posibilidad de esta emigración implica que se pueden mostrar al menos estas tres
cosas, que representan otras tantas fases necesarias en el proceso de superación del
escepticismo: A) Que la contraposición escepticismo-validez absoluta no es originaria,
esto es, inherente al hecho del saber que la vida humana tiene de sí misma y de su
mundo, que no está dada inmediatamente con él, sino que es derivada, originada,
motivada. Una puesta en evidencia de esta originación en una especie de genealogía de la
pretensión de validez absoluta es una primera tarea. B) Que en el ámbito originario, al
que remite tal genealogía, no tiene sentido la pretensión de validez absoluta. C) Que la
reflexión, meditación, o como quiera llamarse al pensamiento que descubre el ámbito
originario y su estructura lleva consigo la auto-conciencia de su propia condición, de
forma que no repite, a su nivel, la ambigüedad que señalábamos en la conciencia
histórica de Dilthey; lo cual significa que evita la paradoja lógica, base del argumento
contra escépticos, de afirmar objetivamente las condiciones de imposibilidad del
conocimiento objetivo, o al menos que la prevé y la desarma.
La reflexión hermenéutica, si la llevamos hacia estos tres puntos que señalo, está
claramente prefigurada por el retroceso de Dilthey hacia la estructura de la vida histórica
como fuente de todas las concepciones del mundo, incluida la pretensión misma de
validez objetiva propia de la filosofía. En efecto, el movimiento básico de la
hermenéutica, en lo que concierne a nuestro tema, consiste en a) radicalizar ese retroceso
mostrando que es precisamente él quien exige el abandono del ideal científico de
objetividad –y con él la primacía de toda Erkenntnistheorie–, ideal que mantuvo en
tensión permanente el pensamiento de Dilthey, b) deshacer la ambigüedad del estatuto de

136
la conciencia histórica mediante la acentuación de la inmanencia radical de la reflexión
hermenéutica –filosófica– en las condiciones finitas de la vida histórica. Veámoslo
articulado en tomo a las tres fases mencionadas.
Pero antes de ello se hace necesaria alguna precisión sobre el contenido del
escepticismo. La figura que ante la reflexión hermenéutica el escepticismo toma depende
claramente de su visión de la modernidad filosófica. No es el escepticismo antiguo y sus
diversas formas, sino un escepticismo hijo del pensamiento moderno el que aparece
alguna vez en las páginas de Heidegger y Gadamer. Quiero con ello decir no sólo que no
hay una investigación histórica precisa que aquilate las tesis originales del escepticismo,
sino que la objeción escéptica entra en escena a cuento de la hermenéutica del concepto
moderno, cartesiano, de ciencia: el escepticismo es ante todo el reverso negativo de la
pretensión de una fundamentación absoluta del saber, capaz de engendrar una certeza
inconmovible. El escepticismo es así un anti-fundacionismo, la negación de la posibilidad
de una legitimación última, radical, desde un principio absoluto, del conocimiento
humano, y una negativa a la posibilidad de una posesión definitiva de la verdad, es decir,
a que pueda mostrarse o probarse absolutamente que una proposición es verdadera. No
la afirmación de que “nada se sabe”, ni mucho menos un rechazo de la idea misma de
verdad –como podría encontrarse, por ejemplo, en Nietzsche–, sino esa especie de
sombra negativa del radicalismo cartesiano es la figura dominante del escepticismo. Por
tanto, el intento hermenéutico de comprender el escepticismo y sus razones no se dirige
directamente a él, sino a aquello de lo que, como posición esencialmente reactiva,
depende. El análisis se desplaza entonces hacia el origen y el sentido de esa concepción
del conocimiento humano, y muy particularmente del filosófico, caracterizada por las
expresiones “ciencia estricta”, “validez absoluta”, “fundamentación última”, “certeza
inamovible”. Es éste el suelo del que brota espontáneamente el escepticismo.

A) Genealogía del escepticismo


Desde el inicio de su camino filosófico, la idea de que la cientificidad de la filosofía se
debe medir más por su capacidad de revelar lo originario que por su adecuación a
patrones metodológicos prefijados preside todo el intento de Heidegger de constituir una
hermenéutica fenomenológica. “La ciencia absoluta y originaria de la vida en y para
sí”14, en que consiste su versión de la fenomenología, prosigue en la convicción
diltheyana de que la vida histórica, en su facticidad concreta, se basta para comprenderse
a sí misma desde sí misma. Esta inmanencia radical va dirigida más contra instancias
trascendentales que teológicas; es la difuminación de la vida fáctica en la reflexión del
sujeto trascendental o del espíritu absoluto lo que la ciencia originaria trata de evitar. Y
ello no por un partí pris determinado, sino porque la constitución y justificación del
sentido que el mundo y las cosas tienen se produce en ella, en su peculiar facticidad, que
no debe entenderse de entrada como el simple contrapunto empírico de la validez. Todos
los primitivos análisis fenomenológicos de la vivencia del mundo circundante (Umwelter-
lebnis), que abocan en el estar en el mundo de Ser y tiempo, están destinados a destacar

137
que la comprensión que el “yo histórico” tiene de sí mismo, del mundo y de su estar en
él, no procede de la posición teorética (theoretische Einstellung) desde la que se
instituye el saber objetivo de la ciencia. La comprensión del mundo que de la mirada
teórica nace es una captación ob-jetiva, la consideración de las cosas y sus estados como
algo puesto ante mí, posición que es también la de la reflexión, que no es otra cosa que el
ponerse el yo ante sí mismo.
Que esta captación objetiva no es el saber inmediato y familiar es algo en sí inocuo y
bastante trivial, si no fuera acompañado de dos tesis principales, cuyo alcance y
justificación no puedo analizar aquí: a) que el estar pre-teorético en el mundo no sólo es
la forma habitual de ser, sino la originaria, es decir, el ámbito que proporciona el sentido
y la figura primaria que las cosas tienen y que se encuentra ya dada en toda vivencia
particular. Su originalidad radica no en que podamos “ver” de alguna manera su
surgimiento, sino al revés, justamente en que no podemos, porque toda forma de
reflexión que pretenda ir más atrás de él supone el campo de sentido que le es inherente;
b) que la contemplación del estar en el mundo desde la mirada teorética produce una
deformación inevitable de su sentido original, esto es, de su específico modo de ser. Hay
una falacia intrínseca en la posición teorética, a saber, introducir en todo lo que considera
el modo de ser de la ob-jetividad, por el que todo deviene objeto. Naturalmente, ambas
tesis han de ir acompañadas de una genealogía de la actitud teórica –el “conocimiento”–
a partir de la comprensión primaria del estar en el mundo. Desde los intentos primeros de
explicar la génesis de la teoría como un proceso de desvivimiento (Entlebung)15, de
alejamiento progresivo de la vivencia inmediata, hasta la exposición madura del
surgimiento del conocer como una formasecundaria de ser-en de los §§ 13 y 69 de Ser y
tiempo, Heidegger se ha esforzado por ofrecer una respuesta a esa exigencia de su propia
posición.
La hermenéutica de la idea de ciencia estricta es un momento decisivo de esta
exigencia. Como es sabido, la “destrucción” heideggeriana de conceptos o tesis filosóficas
no hace referencia primordialmente a determinados hechos históricos acontecidos y
datables, sino a la situación hermenéutica, al horizonte en el que arraiga la pregunta a la
que la tesis da respuesta. Al menos en la época en que Heidegger fragua su obra
fundamental –Ser y tiempo–, es la estructura intencional del comportamiento lo que
constituye el centro de la situación hermenéutica. Así, es un tipo especial de Sorge, de
comportamiento que se cuida de algo, haciendo de ello su ocupación y su meta, lo que da
cuenta del ideal de una ciencia absoluta. La interpretación del sentido de un objeto se
lleva entonces a cabo poniendo de manifiesto los momentos implicados en la Sorge16 que
se ocupa de él. Con ello sacamos a la luz su motivación, la tendencia fundamental que le
da sentido. La elaborada disección que el primer curso que Heidegger dio en Marburgo
(1923/24) hace de la fenomenología husserliana, reconduciéndola a la posición de
Descartes, no deja lugar a dudas: el conjunto de nociones, a que antes me refería y que
se resumen en la idea de ciencia estricta (“validez absoluta”, “fundamentación última”,
“certeza inamovible”), tienen su motivación en lo que Heidegger llama el “cuidado del
conocimiento conocido” (Sorge um erkannte Erkenntnis). Tal modo de tratar con algo es

138
una forma específica de la actitud teórica, en la que el sujeto se coloca ante su propio
conocer para indagar en él la presencia de rasgos que le aseguren de su “validez”; el
conocimiento conocido, el conocimiento-objeto, debe proporcionar un “aseguramiento de
la existencia y de la cultura”17, de ahí que el comportamiento busque en él caracteres
“objetivos” que apoyen la seguridad buscada. La legalidad, en el sentido de la validez
universal, de la obligatoriedad (Verbíndlichkeit) que liga a todos, según el modelo de la
matematización de la naturaleza, es lo que el “cuidado del conocimiento conocido”
busca en toda forma de saber. Lo cual es particularmente visible en el intento de
constituir en ciencia el saber que la vida humana tiene de sí misma Ga constitución de
las ciencias que hoy llamaríamos humanas).
La fenomenología de Husserl es en esto un ejemplo perfecto. La intencionalidad y la
idea fenomenológica misma de conciencia son, a los ojos de Heidegger, el resultado de
una actitud teorética que extiende primero a toda forma de comportamiento los
caracteres de la conciencia-de teórica o lógica, y que, después, contempla la corriente de
las vivencias bajo la óptica del aseguramiento del conocer. El campo de la conciencia
como ámbito de validez absoluta es el correlato de una Sorge um erkannte Erkenntnis
que no puede sino purificar la vida pre-teórica para garantizar en ella la legaliformidad
requerida18, a la vez que asegura el suelo último del proceso de fundamentación o
prueba. La idea de una ciencia estricta, surgida en esa específica forma de cuidado del
mundo, precede y guía la mirada fenomenológica –representante aquí de toda
contemplación científica de la realidad–, en detrimento de la “cosa misma”, el saber de sí
en el que se desarrolla la vida humana. La preocupación por obtener una validez absoluta
del conocimiento, que obligue normativamente, prima sobre la realidad que va a ser
conocida, sobre lo normado. La cuestión que esta hermenéutica de la idea de ciencia
estricta plantea es clara: ¿se deja el saber de sí del “yo histórico” encajar en el tipo de
rigor presupuesto por la ciencia estricta?, ¿no debe el rigor matematizante dejar de ser la
cualificación esencial de la ciencia, para tomar su puesto la originariedad, la capacidad
de hacer traslucir la autocomprensión del ámbito pre-teórico de la vida fáctica,
proporcione o no validez absoluta? A esto apunta, sin duda alguna, la “hermenéutica
fenomenológica de la facticidad” –la posterior analítica existencial de Ser y tiempo–,
proyecto que lleva a término las indicaciones de Dilthey sobre la vida histórica.
¿Qué aporta, en esta primera fase, el retroceso hacia una hermenéutica del Dasein a la
comprensión del escepticismo? “El escepticismo es una fructífera rebelión contra la
superficialización de la filosofía, pero se queda en medias tintas. La separación radical
entre escepticismo y absolutismo de la validez reposa sobre una base sin aclarar y es toda
ella rechazable”19. Esta indicación de Heidegger, surgida al hilo de un análisis de la
argumentación de Husserl contra el historicismo de Dilthey, es un buen exponente de la
perspectiva que ofrece el anclaje hermenéutico en la vida fáctica: el escepticismo es la
otra cara, negativa, de la exigencia incondicionada de validez, que la acompaña
inevitablemente. No es, por tanto, una refutación del escepticismo la tarea inmediata de
la filosofía, sino la comprensión de su posibilidad, lo que significa poner de relieve cómo
la contraposición misma descansa en supuestos, plenamente operantes, pero indiscutidos,

139
que le dan todo su sentido: una posición teórica de base, bajo la forma de la
preocupación por el conocimiento conocido, concretada en el ideal de la ciencia estricta y
en la asimilación de verdad a validez absoluta. Mientras la legitimidad –es decir, herme-
néuticamente, la originalidad, el arraigo en la vida fáctica– de esos supuestos no sea
establecida, carece de sentido reprochar a una filosofía que cae en el escepticismo20 o
elogiarla por lo contrario. Pero, dado que el camino emprendido por Heidegger ha
concluido en el carácter derivado, segundo, de la preocupación por el conocimiento
conocido, es claro que queda cuestionado el carácter último, y por supuesto evidente, de
la base de la contraposición escepticismo-“absolutismo”, abriéndose entonces para el
pensamiento un ámbito libre de ella. Para este terreno, la lógica del discurso lleva a
concluir que es absurdo aplicarle unas exigencias de validez absoluta que nacen en un
nivel que no es el suyo, de una posición que le es sustancialmente ajena: a lo originario
no se le puede comprender con las categorías de lo originado.
Esta conclusión es, sin embargo, puramente formal, utilizando un reproche que, como
tendremos ocasión de ver, el pensamiento hermenéutico utiliza contra el argumento anti-
escépticos. Nada nos dice, en efecto, de que sea el contenido, la estructura de la propia
vida fáctica y de su saber de sí, quien haga superflua la oposición escepticismo/validez
absoluta. Si tal cosa no se muestra, la imposibilidad de exigir validez a la comprensión
que la vida fáctica tiene de sí misma se quedaría en una pura prohibición, en una censura
vacía, cuyo fundamento in re no se ve, quedando, por tanto, devaluada la obligación de
cumplirla. Como es obvio, hay en la hermenéutica filosófica toda una teoría de la finitud
humana que da un apoyo material a este rechazo de la tan traída y llevada dicotomía.

B) La finitud histórica del comprender


En el curso de la interpretación de la crítica que la husserliana Filosofía como ciencia
estricta realiza al supuesto historicismo de Dilthey, Heidegger hace ver cómo la Sorge um
erkannte Erkenntnis, justamente en la medida en que se cuida anticipadamente de la
seguridad del conocimiento, descuida la “cosa misma”, la realidad de la vida histórica que
ha de ser conocida, pero ese descuido no es un simple no atender, sino que en él hay
tácitamente una “visión” de la realidad desatendida, precisamente en cuanto deja entrever
la inseguridad radical en que el conocimiento humano caería si no tuviera el apoyo firme
de la validez universal. La posibilidad de una existencia insegura, de un no saber a qué
atenerse en el curso del vivir histórico, es el trasfondo existencial de la refutación del
historicismo y “tácitamente el auténtico sentido de toda argumentación que cree meter
miedo con el escepticismo. El cuidado del conocimiento conocido no es otra cosa que la
angustia ante la existencia”21. No saco a relucir este texto para darle especial
dramatismo a la posición de la hermenéutica heideggeriana, sino porque pone sobre el
tapete dos elementos de ella que me parecen importantes para el curso ulterior de nuestro
razonamiento: a) que el supuesto básico de la oposición absolutismo/escepticismo remite
a la existencia humana en su realidad anterior a toda consideración de ella como objeto

140
de conocimiento; b) que una cierta inseguridad es un modo de ser constitutivo del existir
histórico, que no puede ser descargada mediante una fundamentacion última,
epistemológica o ética. Es una fenomenología del Dasdn –una ciencia originaria de la
vida en y para sí–, que se ciña al darse original de éste para sí mismo, sin el prejuicio de
la ciencia estricta, quien únicamente puede asumir la tarea, previa a toda
Erkenntnistheorie, de mostrar la estructura de esa realidad primaria, dando cuenta así de
ambos momentos y proporcionando el apoyo material a la mera distinción formal entre
los niveles originario y derivado.
Naturalmente no voy a exponer aquí los momentos más decisivos de la hermenéutica
de la facticidad en su tarea de alumbrar la finitud ontológica de la existencia humana, que
ha producido esa radicalización ontológica de la hermenéutica, en la que tanto ha insistido
Gadamer, sin la que ésta no habría alcanzado la condición universal de que hoy se
reviste22. Como es de sobra sabido, es la mutua interrelación de los momentos
estructurales de “proyección” (Entwurf) y “airojamiento” (Geworfenheit), con su
temporalidad peculiar, la que funda ontológicamente el carácter finito, situado, de la
comprensión. Que la existencia humana histórica es constitutivamente el poder-ser de un
haber-siempre-ya-sido pone justamente de manifiesto que la condición limitativa,
temporal-histórica, de la comprensión es precisamente lo que la hace posible, lo que la
potencia. De ahí la importancia radical de la idea de situación hermenéutica, que recoge
precisamente el hecho de que la anticipación del comprender no es una estructura
puramente formal, un movimiento vacío, sino materialmente determinado por las
posibilidades ya realizadas, que se constituyen en horizonte de lo posible. De esta forma,
toda intelección y enunciación de un estado de cosas está precedido, limitado y a la vez
posibilitado por la situación en la que se origina. Gadamer ha llevado esta condición
limitada del comprender a la problemática del conocimiento histórico, resaltando la
vinculación de la anticipación de sentido a la pertenencia a una tradición, contra el ideal
objetivista que pervive en el historicismo diltheyano.
Con la ontologización de la comprensión –el hecho de considerarla primordialmente
una estructura ontológica– se cumple de una manera radical el retroceso a ese nivel
preteórico, al que la superación del plano del que nace la dicotomía escep
ticismo/“absolutismo” apuntaba. Si antes de toda posición teórica explícitamente tomada,
de todo cuidarse del conocimiento como tal, hay ya una situación hermenéutica que ab
initio establece el campo de lo inteligible, la situación –que se identifica con el
comprender originario– es algo que es, en lo que habitamos o estamos, no algo puesto
por el conocimiento, ni disponible o controlable mediante los procedimientos metódicos
del saber científico. Lo cual lleva consigo dos factores, que hay que subrayar, por la
trascendencia que tienen sobre nuestro tema: a) Este carácter originariamente ontológico
de la comprensión la constituye en matriz de toda forma de saber. El resultado inmediato
de ello es la problematización de la independencia del conocimiento, lo que supone el
cuestionamiento de la tradicional posición de éste ante o frente a, el ser, “lo que hay”, los
“hechos”, o lo “dado”. Cuestionamiento que es mucho más radical cuando se trata del
conocimiento de sí mismo, del saber que la vida fáctica tiene de sí. La lógica

141
consecuencia es que ningún acto concreto de comprensión es dueño de su situación, en
el sentido de poder dominarla, inteligiéndola hasta el final, y alzarse así soberanamente
sobre ella. b) Una suerte de verdad ontológica se abre inevitablemente paso. La
estructura de “proyecto arrojado” que el Dasein es, en la medida en que con ella se abre
el campo de lo inteligible, de lo que tiene y puede tener sentido, se constituye en la
condición ontológica de posibilidad de la verdad del conocimiento, esto es, de toda
posible adecuación de enunciados y estados de cosas, meta de toda teoría. Esta apertura
de inteligibilidad (la Erschlossenheit des Daseins), que Heidegger considera el fenómeno
originario de la verdad, no puede ya ser entendida como adecuándose a su vez a algo
(¿qué podría ser ese algo que no fuera un momento del campo inteligible?), sino más
bien como des-velación, manifestación o surgimiento originario, más atrás del cual no
cabe ir. Que esta verdad ontológica que antecede a todo conocimiento radique en la
estructura de la existencia humana, o en la historia del ser, o en el lenguaje histórico de la
tradición, es cuestión secundaria para nuestro tema.

C) La autoconciencia hermenéutica
La última fase de la reflexión hermenéutica que anunciaba es, a mi entender, la
decisiva para intentar una respuesta a la cuestión central acerca del posible respaldo
hermenéutico al escepticismo. Para ello es necesario dilucidar estos dos problemas: a)
¿cuál es el alcance que la finitud del comprender, como matriz ontológica, tiene para los
saberes en ella fundados?, b) ¿cuál es la justificación que la hermenéutica prevé para sí
misma como forma de saber, como conciencia filosófica?, ¿de qué tipo son las verdades
que ella enuncia?

a) Confieso que no me es posible, por el momento, dar a esta primera cuestión una
respuesta tajante y clara. Es evidente que el sentido general de la radicación de toda
forma de saber en la condición situada del comprender es la de hacer notar que ningún
conocimiento escapa a ella y que arrastra por tanto una limitación constitutiva. Pero esto
no significa automáticamente la imposibilidad de un conocimiento objetivamente válido.
Cuando Heidegger subrayaba que la forma de ser de la verdad es la del Dasein, estaba
poniendo de relieve que los enunciados verdaderos, precisamente en tanto que
“verdaderos”, es decir, manifestativos de lo que las cosas son, penden ontológicamente
de la estructura iluminativa de la existencia; enuncian algo, dicen lo que es, en ella y por
ella. Tienen el mismo tipo de ser que lo que las hace posible. Con ello pretendía
Heidegger romper con la exigencia de un “reino ideal” que, como región particular de ser,
albergara las verdades objetivas. Pero no por eso quedaba devaluado el “ser verdad de
las verdades”, incluso no se cierra el paso a hablar de una “validez universal”23. La
negativa de Heidegger a estimar que el carácter relativo de toda verdad, como forma de
ser, a la existencia humana signifique un “subjetivismo” –relativismo individual o
específico– puede interpretarse así: justamente porque “el Dasein es en la verdad”,

142
instituye forzosamente un ámbito de manifestabilidad, en el que puede descubrir entes –
estados de cosas– que se muestran como siendo ellos mismos, como siendo así y, en
algunos casos –las leyes de Newton, citadas por Heidegger–, como habiendo sido
siempre así; las “verdades” –los juicios verdaderos que dicen esos comportamientos– son
relativos a la existencia humana en tanto que des-cubrimientos que penden de su ser
descubridor, pero no el comportamiento objetivo descubierto; es la “forma de verdad” –
el ser verdadero en general–, pero no el estado objetivo afirmado, lo que radica en el
Dasein, siendo por tanto relativa a él.
Pero, aunque esta interpretación es formalmente correcta, resulta demasiado abstracta.
El “ser en la verdad del Dasein”, su Erschlossenhát originaria, no es una pura luz
natural, la iluminación de una luz neutra, sin color y sin intensidad determinados, sino
que se identifica con la estructura de “proyecto arrojado”, y tiene la misma condición
fáctica de éste. Lo cual significa que el estar en la verdad es siempre respectivo, se da en
cada caso en una concreta situación hermenéutica, en la que se realiza la historicidad
constitutiva del Dasein. Por tanto, no sólo su forma de verdad, sino lo verdadero, está
en función de lo que el horizonte situacional, que implica una posición determinada y un
contenido material de ideas, permite ver. Lo que hace posible la verdad de los enunciados
limita a la vez su alcance, tanto porque su contenido no es independiente de su situación,
cuanto porque una completa comprensión de ésta es imposible, en virtud de la misma
condición circular, de auto transmisión, de la existencia histórica. Se comprende entonces
que Gadamer haya efectuado una crítica radical a la objetividad del conocimiento
histórico, poniendo de relieve lo inútil de todo intento de escapar a la finitud de la
condición histórica mediante el rigor de los procedimientos metodológicos. Toda la
objetividad posible tiene que lograrse en el ámbito de la finitud y no contra ella.
Pero, pese a que una restricción de la validez objetiva del conocimiento parece la
consecuencia lógica, subsisten dudas sobre el alcance general de la tesis de la finitud
ontológica de la comprensión. Pues es indudable que en determinados campos –piénsese
en las ciencias formales, e incluso en las naturales– los saberes que los tematizan
atienden a los comportamientos de sus objetos y a las exigencias de sus métodos sin que
la referencia a la apertura histórica en la que se fraguan constituya una necesidad interna.
La objetividad, mayor o menor, de sus teorías, no parece estar en función de ella.
¿Significa aquí la finitud ontológica de la comprensión que a los enunciados de dichas
ciencias hay que añadir una cláusula de reserva, exterior a ellas mismas, que afecte a su
pretensión de universalidad? ¿O significa más bien que determinadas ciencias, por la
abstracción o construcción que operan en sus objetos, se alejan de tal modo de su raíz
ontológica que la posible universalidad de sus proposiciones no se ve condicionado por
ella? ¿O no será tal vez el mensaje fundamental de la hermenéutica que son ante todo
aquellos saberes que, como la filosofía y las ciencias del espíritu, son necesariamente
autoconocimiento, los que no pueden cerrar los ojos a la condición limitada de la
comprensión? Estos interrogantes, exponentes de la ambigüedad que la universalidad del
planteamiento hermenéutico arrastra, nos llevan directamente a la cuestión de la verdad
de la hermenéutica como forma filosófica de conciencia.

143
b) Es indiscutible que la radicalización ontológica de la hermenéutica implica la total
inmanencia de la reflexión filosófica en la vida fáctica. Todo el proyecto heideggeriano de
una ciencia originaria de la vida, que culmina en la analítica existencial, tiene este sentido:
la filosofía es una continuación “natural” del saber preteórico que la vida tiene de sí,
contra todas las objetivaciones a que la somete la posición objetivante del conocer
científico. El rechazo pleno de la reflexión es una consecuencia lógica de esta postura y
se funda en que la distancia, la posición frente a la vida fáctica, que la reflexión toma
produce la ilusión de que el pensamiento filosófico puede elevarse por encima de su
condición finita y alcanzar una cierta posición exterior. La hermenéutica, como forma de
conciencia filosófica, se concibe de manera diametralmente opuesta. Prolongando el
movimiento iniciado por Dilthey, Heidegger, en los albores de la hermenéutica
fenomenológica, dejará bien sentado que “la filosofía, como investigación, es sólo la
genuina y explícita ejecución de la tendencia a interpretarse de la movilidad fundamental
de la vida”24. La filosofía nace de la Fraglichkeit, de la cuestionabilidad constitutiva de
la vida, anterior a toda teoría. Mantenerse existencialmente en ella es lo que hace vivir al
pensamiento filosófico, y no la voluntad de instalación en el lugar contemplativo de la
reflexión. Es sumamente significativo que para exponer la raíz existencial de la filosofía
Heidegger llame en su ayuda al escepticismo: “El auténtico fundamento de la filosofía es
la captación radical y existencial y la ejecución de la cuestionabilidad. Situarse a sí mismo
y a la vida y a los actos más decisivos en la cuestionabilidad es el concepto fundamental
de todo radical esclarecimiento. El escepticismo así entendido es el principio, y como
auténtico principio, también el fin de la filosofía”25.
¿Significa la sujeción de la filosofía a la vida fáctica y a su finitud ontológica una
reivindicación del escepticismo? ¿Es el escepticismo la lógica expresión de la contingencia
y problematicidad de la vida? A mi entender, el recurso al escepticismo en este contexto
no tiene el sentido de una asunción por la filosofía hermenéutica de la posición escéptica;
el escepticismo “así entendido” se identifica con la vocación hermenéutica de mantenerse
en la Fraglichkeit primaria, en la inseguridad esencial, que para ella constituye el núcleo
ontológico de la facticidad. No se trata, por tanto, de un escepticismo propiamente dicho,
esto es, esa posición filosófico-reflexiva sobre la validez del conocimiento humano, que el
propio razonamiento hermenéutico considera siempre de orden segundo, y que en este
plano radical carece de sentido. Lo que sí comporta el carácter existencial de la filosofía
es la exigencia de una forma propia de verdad, es decir, de un tipo de tomar noticia del
mundo y de la existencia, cuyo rigor no puede medirse por el canon de la evidencia
matemática, que impera en la tradición cartesiana de la filosofía. Heidegger es en esto
taxativo: “La filosofía sólo tiene sentido como hacer humano. Su verdad es
esencialmente la del Dasein humano. La verdad del filosofar está enraizada en el destino
del Dasein. Pero éste acontece en la libertad. Posibilidad, cambio y situación son
oscuros. Está ante posibilidades que no prevé. Está sometido a un cambio que no
conoce. Se mueve constantemente en una situación de la que no es dueño. Todo esto,
que pertenece a la existencia del Dasein, pertenece también a la filosofía”26. De lo que se

144
trata primordialmente en la filosofía es de la originariedad de sus interpretaciones, es
decir, de si manifiestan con mayor o menor radicalidad la “cosa misma” –la vida fáctica–,
no de exigirles de entrada validez universal y una prueba “científica” de ellas27.
Heidegger llega incluso a proponer, en sus primeros tiempos, un criterio de
“enjuiciamiento fenomenológico” (phänomenologische Diiudication), de carácter
marcadamente existencial, que mediría la originalidad de una realización filosófica28.
Gadamer, que carece del pathos existencial de Heidegger y que se mueve mucho más
en el ámbito epistemológico de la fundamentación del conocimiento histórico, sigue no
obstante su misma huella al incorporar la historicidad ontológica a la reflexión
hermenéutica: “un pensamiento verdaderamente histórico tiene que ser capaz de pensar
al mismo tiempo su propia historicidad”29, lo que en nuestro contexto equivale a decir
que la reflexión hermenéutica, consciente de que ninguna forma de pensamiento se
independiza de la historicidad por reflexionar sobre ella, ha de ser su realización, su
ejecución consciente, rompiendo con la tendencia al objetivismo científico que, a su
entender, lastraba aún la obra de Dilthey. Pero justamente por ello la hermenéutica
reclama para sí un tipo de verdad que no puede basarse en la posición objetiva de un
sujeto frente a un estado de cosas, porque su “tema” es hacer consciente la pertenencia
al acontecer histórico y lingüístico de una tradición, pertenencia pre-objetiva en la que la
comprensión se basa, que constantemente se ejerce, se es, y que ninguna reflexión logra
objetivar por completo.
La verdad filosófica, que trata de decir la apertura originaria del Dasein o esa
pertencencia a la tradición, en la medida en que se esfuerza por manifestar una facticidad
que no es un hecho objetivamente dado, sólo puede ayudar a su comprensión mostrando
la vigencia de algún momento de ella como condición de nuestro hacer o entender algo, o
expresándola, interpretativamente, a través del análisis de comportamientos humanos,
vigencias sociales o monumentos significativos de la cultura. Esta carencia de una
estructura nítida de adecuación entre logos y objeto lleva consigo, subjetivamente
hablando, que la filosofía que se entiende como hermenéutica se mueva siempre en esa
peculiar oscilación entre certeza e incerteza, de la que hablaba Heidegger, y para la que
reclamaba un carácter propio y genuino, ajeno al patrón de medida de la cartesiana
certeza incontrovertible30, que convierte toda forma de conciencia de verdad en
escalones hacia ella.
Pero la reclamación de un estatuto especial para la verdad de la hermenéutica frente a
la verdad lógica de ciencias y ontologías regionales no puede evitar la paradoja que
ineviablemente encierra su expresión en el lenguaje que Aristóteles llamaba apofántico,
declarativo, siempre verdadero o falso. La reflexión se apresta inmediatamente a poner al
descubierto la contradicción que supone afirmar objetivamente, con universal validez, la
imposibilidad de un conocimiento umversalmente válido, y ello, además, en virtud de un
saber acerca de las condiciones de toda comprensión. El viejo argumento contra
escépticos sigue teniendo afiladas sus garras. ¿Cómo prevé la hermenéutica una
escapatoria ante el aparente callejón sin salida? ¿Cómo se defiende del empuje de la
estructura reflexiva de la conciencia –o si se prefiere, del lenguaje–, ella, que declara

145
justamente los límites de la reflexión? Pues, en efecto, es la capacidad de objetivar las
propias afirmaciones la que revela la contradicción aludida de la posición hermenéutica. A
mi entender, se puede observar en la ontología hermenéutica dos tipos de movimiento de
defensa contra la omnipotencia del argumento contra escépticos, que no se excluyen,
sino que se complementan. El primero se basa en “la vaciedad de los argumentos
meramente formales”, que ya Heidegger esgrimía contra la acusación de circularidad del
procedimiento hermenéutico; el segundo trata, más directamente, de escapar a la
contradicción.
1) La primera línea de contraargumentación acepta, provisionalmente, la contradicción
aflorada por la reflexión. Pero la acepta para mostrar a continuación que es
absolutamente inocua. La universal aplicabilidad del argumento anti-escépticos, que
vuelve contra sí misma toda afirmación que implique negar las que se suponen condicio-
nes lógicas del afirmar en general, revela su carácter formal, que prescinde totalmente del
contenido material de la afirmación; la verdad material de lo afirmado no entra en
consideración. No discute ni muestra la falsedad de, por ejemplo, en este caso, la
estructura histórica de la comprensión ni dice nada acerca de ella, en favor o en contra.
La “cosa misma” de que se trata es pasada por alto. De ahí que el convencido de la tesis
escéptica no se sienta conmovido en la verdad de ella, sino perplejo ante una paradoja
lógica. Tal me parece el sentido del desprecio de Heidegger por tal forma de argumentar,
a la que califica de “truco”31, “chiste”32, o “golpe de mano”33. Gadamer va aún más
lejos. El triunfo permanente de ese tipo de argumentos formales los vuelve justamente
sospechosos y, más que rendir al adversario, suscitan dudas sobre la verdad que con ellos
se alcanza. Se aproximan más a un recurso de dialéctica sofística que a una razón
filosófica34
2) La segunda línea argumentativa está mucho menos clara en el pensamiento
hermenéutico. Tal vez sólo Vattimo, de entre quienes se sitúan en un planteamiento
claramente ontológico, ha tratado recientemente de dar algunos pasos en ella35. La
vaciedad de los argumentos formales parece dispensar a la hermenéutica de ahondar en
la reflexión sobre su propio logos, sobre la verdad de éste y sobre su consistencia teórica.
En cualquier caso, me parece claro que la lógica del discurso hermenéutico, que la hemos
visto rechazar la independencia de la teoría y mostrar el carácter derivado de las
posiciones de la reflexión, no puede admitir que sus afirmaciones más propias, aquellas
que exponen rasgos estructurales de la facticidad histórica, poseen una validez absoluta.
No afirma, por tanto, con pretensión de absoluta validez, que no es posible una verdad
umversalmente válida. “Nosotros no afirmamos ni afirmaremos nunca que sea
absolutamente cierto que la filosofía no es una ciencia”36, por lo que el argumento contra
escépticos, añadía Heidegger, no nos afecta. Y la razón de ello sólo puede estar en que la
hermenéutica, que se sabe como filosofía en continuidad con la condición finita de la
existencia histórica, no puede atribuirse a sí misma un estatuto diferente. La negativa a
aceptar la validez irrestricta de su “teoría” no significa echarse directamente en brazos del
relativismo o escepticismo, sino rechazar situarse en la ilusión reflexiva del cartesianismo
que establece la validez y certeza absolutas como plano a priori de la cientificidad. El

146
problema ante el que la hermenéutica se encuentra es justamente cómo expresar y hacer
comprensible veritativamente que la conciencia filosófica, en tanto que ilustración de la
vida fáctica, no cancela para sí las limitaciones de ésta. Todo el esfuerzo de Gadamer por
elaborar la idea de una conciencia histórico-efectual (wirkungsgeschichtliche
Bewusstsein) apunta a la misma idea: que la conciencia hermenéutica, a pesar de que,
como toda conciencia, tiene una indudable capacidad para distanciarse y elevarse por
encima de su objeto, está bajo los efectos de él, y su saber de esta situación no la libera
de su poder.
La ontología hermenéutica de Heidegger y Gadamer se encuentra así presa de una
doble exigencia de sentido opuesto. De un lado, lo esencial de su posición filosófica está
representado por una analítica del Dasein o una teoría de la experiencia hermenéutica
que descubre estructuras pertenecientes a la comprensión como tal, a toda comprensión.
Es ésta la base del alcance universal de la hermenéutica y de su carácter ontológico. De
otro lado, reflexivamente se ve obligada, en virtud justamente de lo descubierto, a negar
validez universal a lo enunciado en la teoría. A pesar del repudio de la vaciedad de las
contradicciones formales, ese movimiento contrapuesto es el trasfondo de la actual
encrucijada del pensamiento hermenéutico. En efecto, la hermenéutica puede entender su
actual tarea como una respuesta a la necesidad de ahondar conscientemente en las bases
ontológicas de su posición, elaborando más clara y convincentemente el significado del
nivel ontológico o preteórico, precisando el carácter y las exigencias del discurso que lo
tematiza, el tipo de verdad que le es atribuible, la conjugación de verdadadecuación y
verdad-desvelamiento, y así ganar una posición neta respecto a la disyunción validez
absoluta/escepticismo. O bien, abandonar crecientemente, como resto de la forma
“metafísica”, “objetivista” y “fundacionista” de pensar, la pretensión de universalidad
implícita en la matriz ontológica de la hermenéutica, tal como de hecho, y de diversas
formas, sucede en una buena parte de los filósofos que se consideran hoy herederos de la
tradición hermenéutica. Sólo si esta segunda vía se toma en camino regio, la ecuación
entre escepticismo y hermenéutica, que Marquard encomiaba, tiene visos de convertirse
en realidad.

147
Capítulo 12
Reflexión sin espejo: la verdad de la hermenéutica

148
Es indiscutible que lo más propio y genuino de la hermenéutica es haber sacado el
concepto de verdad de su adscripción a determinados comportamientos humanos –los
enunciados teóricos acerca del mundo– y mostrado la legitimidad de extenderlo a otras
formas de experiencia. Y es su mérito haberlo hecho sin producir una ficticia nivelación
de todas ellas, sino mostrando, con razones convincentes, la radicación de toda verdad
sectorial (científica o natural) en una verdad más originaria a cuyo acontecer el hombre
pertenece ya antes de que su reflexión filosófica se ponga en marcha. Desplazar la
verdad desde la relación entre los enunciados y los hechos a los que se refieren hacia la
aparición originaria del mundo mismo como horizonte de sentido es la obra esencial del
pensamiento hermenéutico. La verdad de la hermenéutica, la verdad hacia la que la
hermenéutica dirige la mirada y convoca a la reflexión es el acontecer de ese estar
originario en un ámbito de sentido que se abre a la acción humana antes de que ella inicie
su camino. La aparición (manifestación, desvelación, apertura) originaria de ese ámbito
es el momento esencial de la verdad, que goza de una primacía insoslayable respecto del
momento de la adecuación o correspondencia del decir a los hechos del mundo, de
acuerdo con la argumentación heideggeriana del § 44 de Ser y tiempo de que lo que hace
posible los comportamientos “verdaderos” del Dasein debe ser denominado “verdad” en
un sentido más originario y radical. A dilucidar las formas y los rasgos principales de ese
acontecer y los modos de pertenencia del hombre a él ha dedicado la ontología
hermenéutica la mayor parte de su trabajo de pensamiento. Pero ¿agota esta tendencia a
acentuar el peso de la verdad originaria todo lo que la reflexión hermenéutica puede y
debe decir sobre el fenómeno de la verdad? Me gustaría contribuir a esa tarea ineludible
de reflexión dirigiendo la atención hacia dos aspectos obligados de la consideración
hermenéutica de la verdad: la conjugación entre verdad originaria y verdad enunciativa y
la verdad del propio discurso hermenéutico. Pero antes es imprescindible realizar algunas
precisiones sobre el estatuto y el lugar de la verdad originaria.

149
1. La verdad originaria y la responsabilidad humana

Hacer gravitar la problemática entera de la verdad asequible al conocimiento o a la


experiencia humanos sobre la predonación de un ámbito de sentido y considerar ésta
como una forma originaria de verdad requiere un esfuerzo de comprensión que no se
deje llevar por los malentendidos que siempre acompañan a la idea de origen o por la
óptica, demasiado presente, de la filosofía trascendental. Sin pretender, como es obvio,
realizar aquí todo ese esfuerzo, es necesario, no obstante, apuntar algunos trazos que
sitúen adecuadamente la cuestión que centra nuestro propósito.
a) Ante todo hay que subrayar que la insistencia hermenéutica en tal ámbito originario
no es el resultado de ninguna experiencia directa. Su originariedad reside justamente en
su carácter no objetivo, no documentable mediante una experiencia parangonable a las
que cotidiana o científicamente tenemos de las cosas. Su “descubrimiento” representa
más bien el resultado de la comprensión de las limitaciones intrínsecas de la empresa
moderna de construir un conocimiento plenamente objetivo y autofundado, capaz de dar
enteramente razón de sí. Es en el ejercicio crítico de esta idea dominante de la
modernidad filosófica y científica donde la hermenéutica se ha desarrollado como teoría
filosófica y donde ha sacado a relucir que la distinción cognoscitiva sujeto-objeto radica
en una apertura previa de sentido que los engloba a los dos y sin la que la relación entre
ambos, tematizadas por teoría del conocimiento y metafísica de la subjetividad, no sería
posible. Esta pertenencia del sujeto a un ámbito más radical que él es lo que hace estéril,
a los ojos hermenéuticos, la problemática epistemológica tradicional de un comienzo
absoluto.
b) La apertura originaria, que instituye el campo del sentido, ha de ser pensada como
una donación absoluta, que proporciona a la acción humana el espacio abierto, el
horizonte de posibilidades, que es su terreno propio. Supone, por tanto, un momento de
pasividad fundamental no sólo porque todo obrar y actuar humano se ejerce a priori en
su interior, sino porque sólo gracias a ella la acción humana puede constituirse y ejercerse
como tal. La recepción o aceptación del dato inicial del mundo abierto es la condición
ontológica de la actividad humana y por eso marca la forma básica, primaria, de la
pertenencia del hombre al hecho originario, la verdad. Esta receptividad esencial impide
que podamos comprender el ámbito abierto del sentido, de acuerdo con la representación
“humanista” habitual, como un producto del propio obrar humano, como el resultado sin
más de su acción histórica, atribuyendo así al hombre la responsabilidad última de lo que
aparece. Con ello no haríamos otra cosa que empujar hacia atrás, en un regreso sin fin, el
momento inicial el aparecer, pues todo obrar humano acontece ya en un ámbito previo.
El modelo heideggeriano de la epojé del ser tiene, en este contexto, la virtud de
subrayar el hecho desnudo de la donación; pues el ser, al retraerse u ocultarse justamente
a favor de lo que da y muestra, los entes, hace manifiesto el carácter de don de lo que
aparece (el campo del sentido): el pensamiento no puede desplazarse de inmediato hacia
la instancia donante, el ser, puesto que se retrae, pero deja en su retirada la marca de la
proveniencia en lo que aparece, y en eso justamente consiste el don, en que no es un

150
puro hecho bruto, sino algo dado, ofrecido, lo que quiere decir que posee un sentido
originado. Dejando aparte ahora el papel de la epojé del ser en el pensamiento de
Heidegger, la estructura que introduce es una buena vía de acceso al fenómeno originario
de la verdad.
c) Lo instituido en el movimiento inicial del aparecer, lo que aparece y sus horizontes,
no es un caos desordenado de luces, fuerzas, sombras, masas y energías, sino un ámbito
con sentido, el ámbito del sentido. La imagen de un caos primitivo pre-histórico que es
ordenado por el intelecto humano o la idea mítica de una fundación originaria de
determinados comportamientos sociales, son inadecuadas para entender la verdad como
apertura a la que la hermenéutica nos quiere remitir. Como Gadamer ha hecho ver, el
recurso hermenéutico a lo originario nada tiene que ver con discursos más o menos
oscuros sobre el “origen” o el “arjé”, por más que algunas expresiones de Heidegger
sobre la “voz del ser” resulten ambiguas1. Se trata más bien de remitir los enunciados, las
teorías o los textos al mundo y a la experiencia humana de él –por tanto, a formas de
comprensión– en el que cobraron su sentido primero. Pero eso supone que no hay un
origen absoluto, un ámbito de sentido que pueda ser establecido por el pensamiento, si no
es de manera mítica, como absolutamente inicial, sino siempre como proveniente, como
iniciado.
La metáfora del naufragio ontológico, que Ortega y Gas-set ha utilizado con
frecuencia, es también un instrumento útil para hacerse cargo de la radicación del hombre
en la verdad originaria, con tal de que no nos representemos otra vez la realidad como un
caos, sino como una realidad histórica dotada de sentido. La desorientación del hombre –
el náufrago– no es producto del absoluto sin sentido de la realidad (otra vez la imagen
mítica), sino de encontrarse perdido sin saber a qué atenerse en un mundo cuyo sentido
no resulta inteligible o atractivo; hoy, si miramos a la situación de nuestra época,
podríamos decir casi lo contrario: la desorientación es más bien resultado del exceso de
sentido, de la multiplicidad de los centros emisores de mensajes, de su incompatibilidad,
etc.
d) La verdad originaria tiene carácter histórico. Y ello sólo porque el ámbito a priori
del sentido es un mundo iniciado y que acontece, sino porque su forma de presencia se
da en la generación y la transmisión. La idea heideggeriana ya aludida de la retracción del
ser acentúa esta historicidad, pues el momento de ocultación hace que el mundo
manifiesto no se agote en su aparecer y queden abiertas nuevas formas de manifestación;
en una palabra, queda garantizado el devenir. La historicidad de la apertura originaria se
corresponde con la historicidad del hombre. Éste sólo puede participar de la verdad,
incorporarse a ella, asumiéndola y proyectándose a partir de ella y, en esa asunción
incesante, labrar su propia figura. La estructura de proyecto arrojado, el que la existencia
humana sea constitutivamente el poder-ser de un haber-siempre-ya-sido marca
perfectamente el modo de inserción del hombre en ese acontecer de la verdad y pone a la
vez de manifiesto, como señalaba en el capítulo anterior, que la condición limitativa,
temporal-histórica, de la comprensión es precisamente lo que la hace posible, lo que la
potencia. De ahí la importancia radical de la idea de situación hermenéutica, que recalca

151
precisamente el hecho de que la anticipación del comprender no es una estructura
puramente formal, un movimiento vacío, sino materialmente determinado por las
posibilidades ya realizadas, que se constituyen en horizonte de lo posible. De esta forma,
toda intelección y enunciación de un estado de cosas está precedido, limitado y a la vez
posibilitado por la situación en la que se origina. La finitud del comprender se toma así en
matriz ontológica de toda forma de saber.
e) El aparecer originario en que consiste el acontecimiento de la verdad lo recoge el
término heideggeriano desvelación, que sirve, en cierto sentido, como esquema del que
surgen las variaciones del concepto hermenéutico de verdad. En efecto, lo que es común
a todos los pensadores que se mueven en este campo es el hecho de considerar a priori
imposible una iluminación íntegra de la situación, es decir, la imposibilidad para el
conocimiento científico o para cualquier forma de comprensión de adueñarse
suficientemente de las anticipaciones de sentido que la hacen posible y que brotan del
horizonte del mundo. La idea heideggeriana de un ocultamiento originario y estmctural en
el hecho mismo del aparecer, formando parte integrante de él, es la consagración
ontológica de esta idea.
Si nos interrogamos ahora más de cerca por el lugar del hombre en el seno de ese
acontecer originario de la verdad o, lo que es lo mismo, por el modo concreto en que se
realiza su participación en él, la tradición de la ontología hermenéutica ha hecho
coherentemente uso de términos que indican un arraigo y un grado de implicación muy
superior a los conceptos en que las teorías tradicionales del conocimiento y de la verdad
expresan las formas de relación entre ser y pensar. Así, por ejemplo, la palabra
correlación, en torno a la cual articula la fenomenología toda la riqueza del análisis
intencional, no aparece casi nunca y no juega un papel de importancia en la
conceptuación de la experiencia hermenéutica; posiblemente, no porque no puedan ser
descritas correctamente formas de experiencia de clara correlación entre el aparecer y lo
que aparece, sino porque la palabra correlación mienta una estructura demasiado formal
y neutra, que induce además a pensar en una cierta simetría entre los dos polos, lo que
contradice claramente la forma en que la hermenéutica entiende el “estar en la verdad”.
Lo mismo ocurre con la idea de correspondencia que, aunque contiene el aspecto
positivo de responder, está gravada con la teoría de la verdad como “correspondencia”,
que establece una suerte de homología, de paralelismo, entre los extremos que se
corresponden, muy alejada de lo que la hermenéutica quiere hacer ver.
La predilección hermenéutica por la idea de pertenencia (Zugehórigkeit) es una
muestra inequívoca de su intento de dar expresión al hecho primordial de que, antes de
toda acción libre, de toda conducta planificadora o de cualquier forma de reflexión, el
sujeto humano está ya penetrado y poseído por el mundo sobre el que su acción recae.
Pertenecer significa una relación de inclusión en la que el hombre está colocado de tal
manera que aquello a lo que pertenece forma parte de lo que él mismo es y no puede,
por tanto, situarlo libremente ante sí y disponer de ello, o controlarlo a su antojo. La
pertenencia, como inserción radical en el horizonte abierto del mundo, no tiene el
carácter de un espectáculo al que asistimos; las diferencias que se perciben en el campo

152
del sentido no son caleidoscópicas, sino propositivas: afectan, atraen o repelen, y por
ello reclaman, exigen formas de hacer y de ser. Responder es, por ello, el modo humano
de estar en el mundo. La ontología hermenéutica cree ver en la condición respondente
del hombre la forma primordial de la pertenencia al mundo. Es primordial porque no
describe comportamientos concretos a reclamaciones determinadas, pero da a entender
que el hecho básico de la donación del campo del sentido (el aparecer del mundo) es una
apelación que demanda, no un paisaje que pudiera contemplarse con “ojos de difunto”,
para utilizar la bella expresión de Valle-Inclán.
La estructura apelación-respuesta, que es el núcleo de la idea de responsabilidad,
impera en todo el pensamiento hermenéutico y es el modelo fundamental con el que
entiende la participación del hombre en la verdad originaria. Desde que Heidegger, en la
reinterpretación de la analítica existencial que realizara en los años cuarenta, sustituyó la
voz de la conciencia por la llamada (Ruf) del ser2, el modelo apelativo rige
completamente su pensamiento y señala el camino de la ontología hermenéutica: la
pertenencia (Zugehórigkeit) es un escuchar (hören) al ser y es en esta escucha como el
hombre realiza su propia esencia3. La apelación que mueve a la respuesta es el juego
fundamental en el que se conjugan todas las declinaciones que Heidegger ha realizado del
mismo hecho esencial que funda la condición humana. La participación del hombre en el
Ereignis, la relación lenguaje-decir humano, o la relación verdad del ser-verdad
enunciativa responden siempre al mismo esquema apelativo.
Gadamer acepta en lo esencial el esquema heideggeriano: La primacía del oír sobre el
ver, que Verdad y método4 destaca, expresa perfectamente la dimensión de profundidad
del lenguaje como medio de nuestra relación con la tradición: ésta opera interpelando,
dirigiendo palabras y mensajes que nos alcanzan y afectan y a los que no podemos
escapar, como en el ámbito de la visión, volviendo la mirada a otra parte: no se puede
prescindir por completo de la palabra de la tradición, no es posible taparse absolutamente
los oídos; no atenderla significa ya haberla oído, desatención que, por otra parte, sólo es
posible parcialmente: cabe no seguirla en un sentido, pero se la acepta en otros; la
condición histórica del hombre, que la experiencia hermenéutica muestra, consiste
justamente en eso: en no poder no oír la palabra de la tradición. “Precisamente entonces,
señala Gadamer, es cuando el concepto de pertenencia se determina de una manera
completamente nueva. Es ‘perteneciente’ cuanto es alcanzado por la interpelación de la
tradición. El que está inmerso en tradiciones [...] tiene que prestar oídos a lo que llega
desde ellas. La verdad de la tradición es como el presente que se abre inmediatamente a
los sentidos”5. De ahí la preferencia hermenéutica por la dialéctica de pregunta y
respuesta, que expresa la forma viva de la comprensión: los textos plantean preguntas
que obligan a su vez a preguntar para responder. Por ello todo decir enunciando algo
sobre el mundo sólo encuentra su sentido viéndolo en su motivación, que siempre es una
interrogación implícita que la situación le dirige6.
Si la responsabilidad es entonces la forma propiamente humana de pertenencia a la
verdad originaria, importa insistir en que se trata de un concepto de responsabilidad que

153
se aparta de la responsabilidad moral, y, en general, práctica, no sólo por ser ante todo
ontológica, sino porque incide en el momento inicial de la responsabilidad: lo que pone de
relieve es el movimiento de acogida a una iniciativa que el sujeto no pone. Consiste en un
hacerse cargo de algo que nos es absolutamente dado. Por el contrario, la responsabilidad
moral incide más bien en la autoría del sujeto sobre sus actos y en la previsibilidad de sus
consecuencias, de acuerdo con determinadas opciones de valor. Por ello, sin restar ni un
ápice a la utilidad y validez del análisis de la responsabilidad en términos de sus
condiciones subjetivas (es, por cierto, llamativo que en general el pensamiento
hermenéutico sea tan poco sensible a ellas), es preciso insistir en que la pertenencia
entendida como responsabilidad no expresa la simple sustitución de la posición
cognoscitiva del sujeto ante el mundo por una postura práctico-vital. No basta con
subrayar que el estar primario en el mundo es una trama de intereses y de relaciones que
precede al conocimiento en sentido estricto. De lo que se trata es de que no son los
intereses subjetivos los que llevan la iniciativa y marcan la forma de inserción en el
mundo, sino que es la apelación que el sujeto recibe de su habitar en la verdad la que
coloca al sujeto históricamente en la posesión de sus intereses.
La responsabilidad es, pues, anterior a la disyunción teoría-práctica: no mira primero
para luego responder prácticamente, sino que es la puesta en situación por la que estamos
ya colocados en la permanente reclamación que nos dirige nuestro horizonte histórico.

154
2. El lugar hermenéutico de la “adecuación”

Las consideraciones que acabo de esbozar tienen el sentido de recordar algunos rasgos
importantes del fenómeno, hermenéuticamente central, de “estar en la verdad” con vistas
a situar el epicentro del “problema de la verdad”, que comienza cuando se plantea cómo
se articulan la verdad originaria y el sentido “natural” de verdad como adecuación o
correspondencia, con las exigencias de validez objetiva que éste comporta. Yo no quisiera
tratar ahora este problema en los términos epistemológicos predominantes, es decir, en
qué medida la finitud del comprender afecta a los conocimientos que en ella radican, si la
verdad como apertura histórica de sentido supone una restricción de la validez objetiva
del conocimiento científico y filosófico, etc., temas todos ellos que han sido tratados en
el capítulo anterior. Quisiera más bien llevar a cabo una especie de reflexión “topológica”,
en el sentido de buscar el lugar estructural que, prosiguiendo la línea argumentativa que
se inicia en el estar responsable en la verdad, corresponde o debería corresponder a la
verdad como adecuación. Sólo después de aclarado si tiene sentido y por qué mantener
la adecuación en el interior de la experiencia hermenéutica cabe discutir las consecuencias
epistemológicas que dicha experiencia tiene para la pretensión veritativa de los
enunciados. Y a la vez se deshacen las ambigüedades acerca de si la concepción
hermenéutica de la verdad destituye, sustituye o conserva la verdad-adecuación.
¿A qué nos apela la apelación? ¿De qué tenemos que hacernos cargo? Esta es la
cuestión fundamental a que nos conduce la reflexión hermenéutica sobre la verdad
originaria que acabamos de ver. Y es aquí donde, a mi entender, aparece con toda su
fuerza la figura de la verdad-adecuación y su lugar posible.
Ya hemos visto que, siguiendo a Heidegger, toda la ontología hermenéutica ha situado
en la donación pura del campo del sentido, en la manifestabilidad del mundo como
horizonte, el hecho primario de la verdad. Estamos entonces ante la verdad como
apertura, como aparecer originario o como des-velación, si se acentúa en ella el
movimiento de ocultación o retracción del que la manifestación proviene. Es un tópico de
la hermenéutica ciertamente bien fundado que esa verdad originaria no es a su vez
“verdadera”, no se deja entender con la idea de ajustamiento-a, de adecuación. Esta sólo
tiene sentido en el ámbito por ella abierto. ¿A qué instancia se podría tal aparecer
originario adecuar? Para que esta cuestión fuera planteable tendríamos que disponer de
una donación o experiencia de él con independencia de la apertura originaria en que la
verdad consiste, lo cual es obviamente absurdo, contradictorio con el propio concepto.
Pero también es cierto que no tenemos una experiencia de la donación pura, de la
dimensión abierta originaria, si no es como condición vigente de la verdad “regional” de
las cosas y los enunciados. Y esto nos ayuda a pensar otro tópico hermenéutico
fundamental: el del carácter segundo, derivado, de la adecuación, la idea que de una u
otra manera rige en la concepción natural, pero también científica de la verdad.
Dejemos por un momento la idea clásica de que los términos de la adecuación son
pensamiento y cosa (adaequatio íntellectus cum re), que encierra múltiples problemas
que ahora nos extraviarían, y pensemos en contexto fenomenológico, lo cual está

155
justificado porque estamos hablando del factum primario del aparecer y la fenomenalidad
es el tema de la fenomenología. Pues bien, el hecho fenomenológico básico es que
nuestra experiencia del mundo no es un aparecer homogéneo de la multiplicidad y
variedad de las cosas (el campo del sentido), sino que hay modos diversos en el mismo
aparecer. Las diferencias no afectan sólo a las cosas, no son sólo ínter res et res, sino a
las modalidades en que aparecen. De entre ellas hay una que es fundamental: el aparecer
de algo como siendo ello mismo, frente al aparecer de ese mismo algo en el modo de la
re-presentación (Verge- genwártigung) o de la simple mención (Meinung), o incluso en
el modo de la ilusión o la falsedad: como no siendo ello mismo, sino otra cosa. La
relación de verdad que llamamos adecuación (correspondencia, concordancia,
ajustamiento, etc.,) tiene su razón de ser en esas diferencias en el aparecer: el juicio
verdadero dice la cosa tal como es, es decir, el modo como la cosa aparece en el juicio
coincide con el modo de aparecer como ella misma, es el mismo modo.
Heidegger, que es a quien se debe la idea de la desvelación como fenómeno originario
de la verdad, no ha hecho tabla rasa de esas diferencias, sino que las ha supuesto
constantemente en su análisis, tanto en Ser y tiempo como en De la esencia de la
verdad. A pesar de ciertos desarrollos ambiguos en algunos textos, es a mi entender claro
que tanto la libertad ek-sistente del hombre como el desocultamiento del ser están
pensados como condiciones no de cualquier aparecer, sino del aparecer de las “cosas
mismas”. Permítaseme una breve referencia a De la esencia de la verdad, el texto que,
al iniciar el llamado “viraje” (Kehre) de su pensamiento, ocupa un lugar determinante en
la interpretación del significado de la des-velación. “El comportamiento está abierto al
ente... Todo obrar y ejecutar, todo actuar y calcular está y se mantiene en lo abierto de
un ámbito dentro del cual el ente, en lo que es y cómo es, puede situarse y dejarse decir.
A esto se llega sólo cuando el ente mismo se vuelve representable en el enunciado
representante, de modo tal que éste se somete a la orden de decir el ente tal como es”7.
Pues bien, me parece claro que lo que Heidegger denomina la apertura del
comportamiento, cuya condición de posibilidad reside, como luego mostrará el texto, en
la libertad que se hace libre para dejarse vincular al ente, no es un estar sin más abierto al
campo del sentido, una especie de apertura indiscriminada a lo inteligible sin más, sino a
la diferencia entre lo verdadero y lo falso; a lo que el comportamiento se liga por su
libertad ontológica es a la medida-patrón (Richtmass) del ente en su mostrarse en sí
mismo. Por eso Heidegger podrá decir de manera inequívoca que “el comprometerse con
el estar desvelado del ente no se pierde en éste, sino que se desarrolla retrocediendo ante
el ente para que éste, en lo que es y como es, se manifieste y la adecuación
representativa lo tome como patrón de medida”8. El tal-como de la verdad no es
destituido, sino mantenido implícitamente en el descubrir propio de los comportamientos
del Dasein. El fenómeno originario de la verdad (la libertad-eksistente) protege y
resguarda las diferencias fenoménicas aludidas y liga el decir humano a ellas. La
apelación llama a proseguir el movimiento de la desvelación, que sin el decir humano
quedaría como abortado, colapsado. La responsabilidad es un compromiso con esa tarea
del logos de hacer aparecer las cosas como son. La esencia del lenguaje humano es

156
apofántica, manifestativa, pero una manifestabilidad que no nivela apofaineszai y
aletheuein, sino que los mantiene en su diferencia.
Las consecuencias para la hermenéutica filosófica de estas consideraciones me
parecen claras. La verdad como apertura originaria de un mundo histórico a la cual
pertenecemos es una donación, un ofrecimiento de sentido, que en cuanto fáctico, es
limitativo: nos da éste y no otro mundo. Pero lo que da lo da a interpretar. Es un
completo malentendido imaginar la donación pura de la apertura originaria –la verdad de
la hermenéutica– como la aparición de un universo rígido y cerrado, que no permitiera el
menor movimiento de sentido. En la medida en que se da como inteligible, la
comprensión de cualquier sector de la realidad es indisociable de un campo de juego en el
que el comprender se desarrolla. Incluso la más imponente e inamovible aparición de la
naturaleza no impide, sino que deja abierta, otra forma de entenderla, de acercamos a
ella, de contar con ella. Y es ésta la verdad de la hermenéutica: no hay aparición de
sentido que no sea apertura, es decir, posibilidad: todo darse es darse como posible,
como indicación de un tránsito que puede ser o no seguido. La interpretación no es otra
cosa que la acogida de lo que se da en el trasfondo de lo posible: se acepta lo que el
mundo ofrece y se toma como tal cosa o tal otra. La ontología hermenéutica ha puesto
de relieve la universalidad de esta experiencia interpretativa del mundo, de tal forma que
desde la percepción hasta la exégesis de textos responden a esta estructura.
¿Significa esta primacía de la posibilidad, asociada a la negación de la univocidad de lo
dado, un rechazo de toda adecuación, o más en general, de toda pretensión de
objetividad de la interpretación? Reparemos por un momento en el hecho primordial de
que la interpretación está siempre ligada al avance de sentido que el mundo ofrece. No
otra cosa significa estar o habitar en la verdad. La hermenéutica ha visto siempre con
razón en él un índice de la finitud positiva de todo lo humano: lo que hace posible y
potencia la comprensión es a la vez lo que la limita, y ha deducido, también con razón, la
incapacidad del modelo de la visión intuitiva para dar cuenta de la experiencia, incluso
inmediata, del mundo. Pero rara vez toma en consideración suficientemente que de la
anticipación de sentido forman también parte las diferencias en el aparecer de que antes
hablábamos. La pro-puesta de sentido nos da a entender las cosas y los acontecimientos
del mundo en las diversas modalidades del aparecer. Justo porque las cosas aparecen en
el ámbito avanzado por la pre-comprensión tiene sentido decir que son esto o lo otro. Y
esto es así porque ese avance dibuja en las cosas una figura propia, un modo de aparecer
que puede ser llamado originario porque está ligado a que lo dado se muestre, antes de
toda reflexión explícita, como siendo, “de suyo”, tal cosa. Cuando Heidegger sostenía
que el percibir es inter-pretativo-comprensor9 estaba poniendo de relieve que también el
simple percibir está ligado a la estructura anticipativa del comprender, pero a la vez, la
legitimidad de que, en ese marco, lo que descubre, lo muestra como “la cosa misma”. Lo
que aquí vemos es un libro y lo es con todos los derechos ontológicos del “es”, con
independencia de que otro contexto nos lo pueda pro-poner como arma arrojadiza,
material combustible, etc. Lo importante es que el avance de sentido que nos da las cosas
a interpretar distingue a priori (y al decir a priori quiero decir que nos movemos ya en

157
esa diferencia) la percepción interpretativa como libro, de su interpretación como
instrumento de percusión o como vaso. Las diferencias entre lo originario (libro), lo
derivado (instrumento de percusión) y lo falso (vaso) son constitutivas de la
fenomenalidad (el sentido) y no pueden, sin violencia, ser difuminadas. Yo llamaría
hermenéutica fenomenológica a aquella forma de pensamiento que se hace
responsablemente cargo de las diferencias fundamentales del aparecer, que no las
diluye en el manierismo de la interpretación y que busca reconstruir el suelo, el
trasfondo de sentido, de cuya anticipación ha surgido la figura ‘originaria” de algo
(sea una cosa, un concepto, una realidad cultural).
En cierto sentido, todo lo que estoy tratando de expresar acerca de la presuposición de
las diferencias en el aparecer cabría entenderlo como una especificación o un desarrollo
de lo que Gadamer llama “anticipación de la perfección” (Vorgriff der Vollkommenheit),
que tiene un lugar relevante en el conjunto de las anticipaciones de sentido en que
consiste nuestra pertenencia a la tradición. En efecto, como Gadamer ha puesto de
relieve, la comprensibilidad de un texto no depende sólo del supuesto de que hay en él
una unidad inmanente de sentido, un sentido pleno que puede ser entendido, sino de
“que la comprensión del lector está constantemente dirigida por expectativas
trascendentes de sentido que surgen de la relación con la verdad de lo que el texto
dice”10. En estas expectativas ligadas a la pretensión de verdad de lo que leemos, oímos
o decimos están contenidas las diferencias fenoménicas aludidas, o, para ser exactos,
estas diferencias son las que constituyen esa pretensión de verdad con que nos dirigimos
al texto y que el texto mismo presenta a quien se acerca a él. Y son, por otra parte, un
componente capital de la comprensión histórica e incluso filológica. Con gran acierto
Gadamer ha hecho ver que la verdadera simultaneidad –actualizar el pasado, traerlo al
presente– a que el conocimiento histórico aspira no lo produce una fiel reconstrucción de
lo acontecido, si tal cosa fuera posible, sino la anticipación de su verdad: “el verdadero
enigma y problema de la comprensión es que lo simultaneado era ya coetáneo a nosotros
como algo que pretende ser verdad. Lo que parecía mera reconstrucción de un sentido
pasado se funde con lo que nos atrae directamente como verdad”11. La anticipación de la
verdad es así un momento ineludible de la comprensión, que ninguna interpretación
puede marginar.
Por el contrario, las consecuencias que el nihilismo hermenéutico12 extrae del carácter
interpretativo de la existencia, de su manera de ver esa finitud positiva, apuntan a muy
otra dirección. La dependencia de toda interpretación del previo abrirse histórico del
campo del sentido y la apertura de posibilidades que éste lleva consigo tienen para él un
significado inequívoco: la ausencia de toda instancia objetiva en la comprensión.
Ausencia que, en términos ontológicos y epistemológicos a la vez, quiere decir que el
pensamiento –la interpretación– carece de una “realidad” a la que tuviera que atenerse y
que impusiera, en alguna medida, el sentido de la interpretación. Pensar la posibilidad
contraria, esto es, la presencia de alguna “cosa misma” en el ámbito de la interpretación
es lisa y llanamente permanecer en el interior del cerco de la metafísica. Y es ésta la
clave con que se lee el papel de la hermenéutica: la experiencia interpretativa del mundo

158
no es que ponga de relieve que no hay realidad objetiva, es que la hermenéutica es la
única forma de respuesta al destino del ser que rige en la época del final de la metafísica.
Es la convicción del acabamiento del modo metafísico de pensar, identificado siempre
con la presencia de un ontos on, de una realidad verdadera que sirve de fundamento
último e ineludible, ante el que no cabe más que el acatamiento obediente, lo que
conduce la interpretación nihilista del comprender.
Y es aquí, en esta compenetración indiscutida entre metafísica, así entendida, y
pretensión de verdad o, si se quiere, “originariedad”, donde veo los malentendidos más
llamativos y que más dificultan una inteligencia serena de las relaciones entre
hermenéutica y verdad y de donde proviene a su vez la confusa situación de la verdad-
conformidad: no se sabe bien si la verdad hermenéutica la liquida, la sustituye, es una
alternativa a ella, o simplemente la declara secundaria.
“No hay hechos, sólo interpretaciones.” La frase directriz de Nietzsche, entendida con
la clave metafísica citada, niega justamente la presencia, en la experiencia real del
mundo, de una donación de puros hechos, de cosas en sí, ante los que sólo quepa
registrar fielmente lo que ellos imponen. Ésta sería la verdad-adecuación: el fiel reflejo
del hecho puro, es decir, desnudo de toda anticipación de sentido. Como tal
representación de la verdad es hermenéuticamente inviable, cae con ella la verdad-
adecuación, y con ella toda forma de objetividad, etc. Sólo queda la interpretación: nos
movemos siempre ya entre interpretaciones. Esta consecuencia, que podría ser aceptable,
es eminentemente ambigua, pues de lo que se trata justamente es del alcance de ese
“sólo”. Y es que, para avanzar en mi argumentación, la renuncia a la objetividad
significada por la verdad-adecuación es demasiado apresurada: en efecto, las diferencias
fenoménicas que dan lugar al tal-como de la verdad están del lado de acá de la disyuntiva
hecho/interpretación, son internas al movimiento del comprender; forman parte del
sentido que lo interpretable presenta en la interpretación. No dependen en modo alguno
de una metafísica realista, aunque tampoco la excluyen a priori. El concepto
fenomenológico de cosa misma no puede ser confundido con el de cosa en sí, o verlo
como una sombra o un resto de ésta. Por el contrario, integra, en su diferencia con las
otras modalidades del aparecer, nuestra experiencia preteórica del mundo y sale
plenamente a la luz en lo que Aristóteles llamaba lenguaje apofántico, el lenguaje al que
le es consustancial la pretensión de decir lo que las cosas son. Esta pretensión y su
posible cumplimiento, que se dan en el interior de la comprensión, son regulativas de la
interpretación y no desaparecen con el agotamiento del modelo “metafísico” de pensar.
Es cometido de la hermenéutica filosófica pensar su lugar, es decir, interpretar su papel,
su alcance y su significado y llevar a cabo una teoría de los distintos niveles en que tal
idea regulativa se ejerce: la verdad, como el ser, se dice de muchas maneras (no es lo
mismo el plano de la percepción, que el de la ciencia, que el de la historia, etc.) y no se
reduce a la unívoca relación hecho puro-intuición reflejante en que Vattimo o Rorty
parecen encasillarla. Me parece, por eso, poco productiva la tendencia evidente de la
hermenéutica con “vocación nihilista” a devaluar la pretensión veritativa de la
interpretación, incluso en sectores de la experiencia en que tiene pleno sentido, a partir de

159
una concepción de la verdad como apertura que parece olvidar el fenómeno del que
partía. Que la verdad de la hermenéutica resida primordialmente en hacer ver la
pertenencia de toda experiencia a un abrirse más originario no impide tener ojos para el
significado de la verdad que en él se funda.
Un síntoma notorio de la distorsión que produce la omnipresencia negativa del modelo
metafísico la ofrece el modo como Vattimo entiende lo que llama la “evidencia de la
conciencia”: como la intuición inderogable de un fundamento que, dándose en una
presencia inmediata, funciona como una autoridad que impide ulteriores preguntas y se
impone sin dar explicaciones13 La evidencia es, podríamos decir, la forma de la verdad
que corresponde a la violencia intrínseca de la metafísica. Ante tal interpretación resulta
difícil no preguntarse qué forma de hermenéutica es aquella que transforma el sentido de
algo en su contrario. ¿Puede seriamente entenderse la vivencia que la fenomenología
llama Erfüllung, la conciencia del cumplimiento de una significación por el darse de la
cosa mentada, como una dogmática imposición que bloquea la posibilidad de nuevas
preguntas o perspectivas sobre ella? ¿O cabe, incluso en la tradición racionalista,
caracterizar el momento de máxima inteligibilidad que representa la evidencia como una
especie de obligado sacrifficium intellectus que reduce al silencio? Me parece que no es
ahora necesario aducir las varias razones por las que me parece que esta interpretación
distorsiona lo que quiere interpretar; sólo quiero traerla a colación como ejemplo de la
verdad que está implícitamente rigiendo en el ejercicio de la comprensión. Si esta
interpretación me parece distorsionadora no es porque yo posea –o crea que poseo– un
acceso privilegiado a la cosa misma, desnuda y sin mácula, que llamamos evidencia, para
así poderla comparar con la interpretación. Es algo más complejo y a la vez más factible:
es que la interpretación, esta interpretación, habla de algo que está ya ahí antes de ella,
que tiene ya por tanto sentido, un sentido que no se da en la inmediatez de la primera
aproximación, pero que está en el fenómeno de que se trata y que mide constantemente
lo que la interpretación dice, en un proceso siempre abierto. Pero nunca se suprime la
distancia entre el sentido del fenómeno y su interpretación. Por eso ésta se rige
regulativamente por aquél y por ello tiene pleno sentido decir, en mi caso, que yo no veo
que el fenómeno de la evidencia se deje interpretar como sacrifficium intellectus. El
razonamiento hermenéutico nos obliga entonces a indagar en los supuestos de la
interpretación en la que no creemos, en sus anticipaciones de sentido, para descubrir tal
vez en ellas el factor más o menos directamente responsable de la inadecuación que nos
parece apreciar en la interpretación. Y así de nuevo y continuamente, porque lo
interpretable, que se ofrece siempre en el horizonte de la posibilidad, no cierra a priori
otras perspectivas. Pero en el desarrollo interno del proceso de la comprensión la ver-
dad-adecuación juega un papel constante. Por eso, el conflicto de las interpretaciones no
es una disputa entre pequeñas voluntades de poder que intentan adaptar las cosas a su
proyecto interpretativo, sino discusión crítica entre pretensiones de verdad.

160
3. La verdad del discurso hermenéutico y la reflexión lógica

Pero si la verdad-adecuación mantiene un lugar propio y legítimo en el amplio campo de


la interpretación abierto por la desvelación o apertura –el concepto hermenéutico de
verdad–, queda todavía sin decidir en qué medida el propio discurso hermenéutico, aquel
en el que se muestra el hecho originario del aparecer y nuestra pertenencia a él, puede ser
entendido como verdadero. En tanto que teoría filosófica o pensamiento que piensa
nuestra situación en el mundo, ¿cuál es la verdad que la hermenéutica entiende aplicable
a sí misma? ¿Es ella la pura expresión de la verdad originaria, una especie de revelación
sin más? ¿O está sujeta, como cualquier interpretación que acontece en el ámbito ya
abierto del sentido, a la pretensión de verdad marcada por la adecuación?
La peculiaridad del discurso hermenéutico estriba en que no puede dejar de jugar a la
vez en el terreno delimitado por ambos sentidos de verdad. Por un lado, es evidente que
la hermenéutica no puede prever para sí la forma habitual de la verdad-adecuación,
basada en la posición ob-jetiva de un sujeto ante un determinado estado de cosas, porque
su “tema” es justamente hacer ver la pertenencia al acontecer histórico y lingüístico del
ámbito del sentido, que forma parte de lo que somos y que ejerce su acción siempre
antes de toda objetividad. La particularidad del hecho al que la hermenéutica se consagra
establece a radice una inadecuación entre el decir y lo que pretende ser dicho que hace
imposible enjuiciar el discurso hermenéutico con la clave de la correspondencia o con los
criterios de la objetividad estándar. Los enunciados de la filosofía hermenéutica, cuya
pretensión es decir un factum que no es un hecho objetivo, sólo pueden intentar
expresarlo de manera oblicua e indirecta, haciendo ver, a través de interpretaciones de
comportamientos, hábitos sociales o formas culturales, que alguno de los elementos que
lo integran es condición de nuestro estar teórico-práctico en el mundo. Son verdaderos en
el sentido de que se esfuerzan por sacar a relucir, por dar noticia de algo que no se
puede aducir como un dato que podamos reflejar mejor o peor y examinarlo
críticamente. Desde el punto de vista de su poder notificante se parecen más al tipode
comunicación que proporciona la verdad antepredicativa que a la verdad propiamente
discursiva. Esta ausencia de una estructura nítida de adecuación entre enunciado y objeto
hace que la hermenéutica filosófica considere propia de su posición, como ya hice notar
en el capítulo anterior, una cierta inseguridad, una determinada oscilación entre certeza e
incerteza, que por ello no puede ser enjuiciada únicamente con el criterio cartesiano de la
evidencia incontrovertible.
Pero, por otro lado, no es menos cierto que la hermenéutica piensa en el terreno ya
abierto de la verdad originaria que ella muestra y que pertenece a su acontecer histórico
exactamente igual que cualquier otra forma de pensamiento. No puede, por tanto,
reclamar ningún estatuto privilegiado y dejar la pretensión de verdad inherente al discurso
apofántico, que puede ser verdadero o falso, para las ciencias y ontologías regionales,
quedándose ella con una suerte de verdad como manifestación que sólo podría ser
aceptada como se acepta una revelación. Un intento de discriminación por otra parte
inútil, pues el pensamiento hermenéutico no puede dejar de expresarse en el lenguaje

161
apo-fántico y con él se introduce una verdad que no puede consistir ya en el
reconocimiento de la pertenencia al acontecer de la apertura histórica, sino en la mejor o
peor manifestación de esa pertenencia, en su decirla o no “adecuadamente”. ¿Es esto una
exigencia ajena al discurso hermenéutico o, por el contrario, una muestra de que, como
todo discurso, contiene una ineludible pretensión de verdad? En las múltiples reflexiones
que Gadamer ha efectuado sobre el sentido de su propia obra es frecuente encontrar
expresiones que denotan que el pensamiento hermenéutico juega claramente en el terreno
del lenguaje veritativo: ¿qué otra cosa puede significar que la hermenéutica sea “una
teoría de la experiencia real que es el pensar”14 o que describa “el modo de experiencia
humana del mundo en general”?15 La autocomprensión del propio trabajo como teoría de
una determinada realidad o como descripción da a entender que, aunque no se trate de
un hecho puesto ante los ojos para ser descrito, el discurso que quiere hacerlo ver no
puede dejar de atenerse a una “cosa misma”, a la que tiene una y otra vez que tratar de
ser fiel, dándole voz en la interpretación de una experiencia que ya está ahí antes de que
él se ponga en marcha. Probablemente por ello Gadamer consideraba que su “libro se
asienta metodológicamente sobre un suelo fenomenológico”16. La idea, puramente
formal, de la verdadadecuación, sigue jugando su papel de instancia crítica en el
pensamiento hermenéutico.
Y en el fondo no puede ser de otra manera, pues la verdad originaria no es una
verdad discursiva, no es una verdad del logos, sino un acontecer real, el hecho mismo de
la fenomenalidad, en que se inserta todo ser real y todo discurso. Heidegger, en un
famoso texto de El final de la filosofía y la tarea del pensar, reconocía que la cuestión
de la aletheia, del desocultamiento originario, no es la cuestión de la verdad, por lo que
resulta equívoco seguir denominando con el mismo término, “verdad”, tanto a la
Lichtung de la presencia como a la pretensión de conformidad de los enunciados, los
verba dicendi 17. Y por eso no es ninguna casualidad que el pensamiento que quiere decir
la Lichtung originaria o el Ereig- nis necesite “superar los impedimentos que con
facilidad hacen insuficiente un tal decir”18, el mayor de los cuales es, justamente, hablar
en las proposiciones enunciativas del lenguaje apofántico, lo que de manera muy
wittgensteiniana le lleva a cuestionar al final de su conferencia Tiempo y ser todo el
esfuerzo realizado en ella para decir enunciando alguna palabra valiosa sobre el Ereignis.
Pero la teoría de la experiencia hermenéutica no pretende hablar de la verdad originaria
in modo recto, no pretende pensar el ser sin el ente, sino hacerla ver a través del análisis
de “lo que realmente hacemos cuando comprendemos”, por lo que tiene un terreno
propio al que atenerse, en el que ejercer el análisis y desvelar sus implicaciones.
Que la hermenéutica se vea forzada a vivir en los dos tipos de verdad es una exigencia
interna de su pensamiento, que no puede desterrar. Pues su idea central de la finitud
ontológica de la comprensión le obliga a compartir la pretensión de verdad que como
saber acerca de nuestro estar en el mundo lleva consigo y la limitación de ese saber a la
apertura histórica de sentido representada por la verdad originaria. “Un pensamiento
verdaderamente histórico tiene que pensar al mismo tiempo su propia historicidad”19, lo

162
que en nuestro contexto equivale a decir que la reflexión hermenéutica tiene que
compatibilizar la pretensión de verdad, de alcance universal, de su tesis acerca de la
finitud histórica del comprender con la aplicación a sí misma de esa finitud que enuncia.
Es la misma reflexividad que encierra la idea de conciencia histórico-efectual, que
significa a la vez “conciencia producida por la marcha de la historia y determinada por
ella y conciencia de ese ser producido y estar determinado”20. La hermenéutica, en
cuanto expresión de esta conciencia, tiene por fuerza que atender a sus exigencias y
hacer ver que su saber acerca de la constitución histórica de todo saber no la libera de
ella, sino que la afecta, porque no es una segunda conciencia, sino la misma.
Pero con ello es inevitable que el pensamiento hermenéutico choque con las
exigencias, no menos perentorias, de otra forma de reflexión, aquella que reside en el
lenguaje apofántico, que puede siempre, por principio, enunciar su verdad implícita en
una nueva proposición, también veritativa, y objetivar sus propias condiciones de verdad.
Es lo que ocu rre típicamente en el tradicional argumento contra escépticos, que muestra
la contradicción performativa existente entre la afirmación escéptica (o relativista), que
niega la verdad (o la restringe), y la pretensión formal de verdad con que se enuncia. Es
la capacidad reflexiva del discurso enunciativo, que puede objetivarse a sí mismo
incluyéndose en lo que enuncia, la que revela la contradicción. Gadamer se ha hecho
cargo de este esquema argumentativo, vuelto ahora contra la tesis hermenéutica de la
finitud histórica de la comprensión, acusada en consecuencia de relativismo, en el ámbito
general de su disputa con la filosofía de la reflexión. Lo que llama la atención y resulta
altamente revelador de su posición es que, a su entender, el denominado “argumento de
la reflexión”21 en vez de refutar la validez de la hermenéutica lleva más bien a cuestionar
el valor de verdad de la reflexión. Este contraataque no es, creo yo, una muestra de
soberbia, de seguridad inconmovible en la propia tesis, sino de perplejidad ante lo que
parece un juego de prestidigitación que, en un instante, mediante un ardid lógico, hace
desaparecer toda la experiencia hermenéutica trabajosamente analizada, que es la verdad
material, el contenido veritativo del pensamiento hermenéutico. Aceptar que la reflexión
del discurso sobre sí mismo, al revelar la contradicción, invalide la experiencia
hermenéutica, significaría que la reflexión tiene el poder de escapar a la condición finita
de nuestro ser. Gadamer no puede admitirlo, pues como ha recalcado tajantemente “la
conciencia del condicionamiento no cancela éste en modo alguno”22. De ahí que tienda,
como antes Heidegger, a minimizar el argumento de la reflexión, reputándolo de
meramente formal y aproximándolo a la artificialidad de las argumentaciones sofísticas,
incapaces de proporcionar conocimiento real alguno.
Pero la acusación de “apariencia formal” no basta. Es necesaria una estrategia más de
fondo que intente hacer ver que la verdad de la hermenéutica sigue estando ahí, a pesar
de la contradicción enunciativa. A mi entender, esa estrategia se encuentra en el intento
de Verdad y método de separar la reflexión que representa la conciencia histórico-efectual
de la reflexión lógica que rige en el argumento contra escépticos. Gadamer se esfuerza
para ello en mostrar que la conciencia hermenéutica es una forma de la experiencia vital,
sujeta a sus mismas limitaciones, y que, por tanto, el discurso hermenéutico no tiene

163
primordialmente el carácter teórico-filosófico de enunciar una tesis universal, sino de
decir lo que de hecho está pasando cuando comprendemos. Un texto ya citado de Verdad
y método lo insinúa claramente: “es uno de los prejuicios de la filosofía de la reflexión el
considerar como una relación entre frases cosas que no están en el mismo nivel lógico.
Por eso el argumento de la reflexión está aquí fuera de lugar. No se trata de relaciones
entre juicios que deban mantenerse libres de toda contradicción, sino de relaciones
vitales. La constitución lingüística de nuestra experiencia del mundo está en condiciones
de abarcar las relaciones vitales más diversas”23.
Aunque resulte difícil entender con alguna precisión qué signifique aquí “relaciones
vitales”, el sentido del pensamiento de Gadamer es inequívoco: el nivel de la conciencia
histórico-efectual es el de la propia experiencia del mundo y su carácter consciente no
la eleva por encima de ella. Es en la estructura ontológica de esa experiencia, en su
lingüisticidad intrínseca, que hace que la relación del hombre con el mundo sea un
interpretar palabras que presentan lo que es, donde radica la universalidad de la
hermenéutica y no en una tesis teórica. Casi siempre que Gadamer habla de universalidad
la atribuye a una “dimensión”, a un “aspecto” y rara vez a una declaración teórica. Con
ello se destaca que la hermenéutica no es primariamente una teoría acerca de algo, sino
una dimensión que pertenece a la matriz ontológica de la experiencia del mundo y que,
por tanto, no se restringe a un ámbito determinado de ella (el arte, la comprensión de tex
tos, etc.). El saber reflexivo que expresa esta universalidad (“todo nuestro conocimiento
es finito e históricamente condicionado”) no supone alcanzar una posición
incondicionada, en el sentido de que la posesión de ese saber le habilitara para, en la
concreta relación con el mundo, que pertenece un nivel anterior a la reflexión, obtener
una posición segura e inamovible. El saber universal de la reflexión no proporciona
ningún dominio sobre la experiencia pre-reflexiva, no extiende su universalidad hasta los
conocimientos concretos que en ella se realizan, que es donde debería mostrar su
efectividad, liberándola del condicionamiento. Por ello, cuando se formula en un
principio teórico que, como tal, tiene su propia pretensión de validez universal, no por
ello altera la finitud ontológica de la comprensión24; tiene por el contrario que ser
compatible con ella, pues en la práctica real de la vida sabemos que la conciencia del
condicionamiento no lo suprime, sino que ayuda lúcidamente a hacerse cargo de él. La
aceptación de la aparente contradicción no supone, como piensa Apel, “la capitulación de
la razón y la interrupción del discurso argumentativo mediante un fallo inapelable”25, sino
precisamente la necesidad de no conformarse con ella y buscar la conciliación entre la
expresión veritativa de la finitud ontológica y la verdad de la reflexión lógica. El fallo
inapelable lo representa, por el contrario, el argumento de la auto-contradicción
perfomativa, que destituye sin contemplaciones la verdad de la experiencia hermenéutica.
Ambas son en su nivel verdaderas y el esfuerzo de Gadamer por hacerlas compatibles es
indiscutible.
Pero, como en tantas ocasiones, Gadamer no se empeña en elaborar una pulida
argumentación para distinguir los niveles lógicos de ambas posiciones, sino que confía la
posibilidad de una conciliación entre hermenéutica y reflexión lógica a la obra del

164
lenguaje. Es en éste donde reside la universalidad de la hermenéutica en su auténtico
sentido: porque en él se presenta el todo de lo que es y porque en virtud de su carácter
omniabarcante está abierto a toda posible forma de alteridad. Si algo queda claro en las
páginas finales de Verdad y método es que el lenguaje, a diferencia de todo relativismo
lingüístico, no es una estructura sin táctico-semántica ni una visión del mundo a la que
estemos atados y que impida el acceso a otros mundo posibles. La idea de acepción del
mundo (Weltansicht) ligada al lenguaje juega un papel estrictamente opuesto al del
relativismo lingüístico, pues lo que con ella se dice es que la esencia del lenguaje es
presentar el mundo, hacerlo visible y que sólo en esta presentación el mundo es mundo;
el uso del concepto fenomenológico de escorzo (Ábschattung), que Gadamer utiliza en
este contexto, aclara perfectamente la situación: el escorzo lingüístico del mundo no
clausura a éste en una visión fija, sino que, como el escorzo perceptivo, está
potencialmente abierto a nuevos escorzos, que son presentaciones del mismo mundo,
que se amplía progresivamente. Lejos de fundar una multiplicidad de culturas paralelas e
incomunicables que simplemente se toleran, como en el multiculturalismo actual, la
universalidad del lenguaje consiste en que configura un universo, un todo potencial capaz
de acoger la diversidad y es en ese universo en el que realmente vivimos. Naturalmente,
no un universo que podamos contemplar reflexivamente como una totalidad dada, sino
un mundo que expresamos desde dentro como un horizonte que nos rodea y que siempre
puede ser ampliado.
Esta obra del lenguaje, que es el médium de la experiencia hermenéutica, produce
también el resultado fundamental de diferenciar e integrar los niveles vitales que dan
lugar a las visiones contrapuestas de la reflexión y de la experiencia hermenéutica. “¿Y no
es realmente el lenguaje el que actúa para arreglar y ordenar las estratificadas relaciones
vitales (geschichtete Lebensverhaltnisse)?”26 se pregunta Gadamer. Lo mismo que nos
las arreglamos para mantener legítimamente unidas y conciliadas en nuestro saber vital la
visión ptolemaica y la visión copernicana del sol, ambas “tesis”, la finitud ontológica de la
hermenéutica y la validez absoluta de su expresión reflexiva, pueden conciliarse. Cómo
se produce este rendimiento del lenguaje, cómo explícitamente acontece la diferencia y la
compatibilidad, de forma que la contradicción desaparezca, es algo que Verdad y método
no aclara satisfactoriamente. Precisamente por ello el “argumento de la reflexión” sigue
dando hermenéuticamente que pensar.

165
Nota final
El conjunto del trabajo desarrollado en los capítulos precedentes responde a
investigaciones llevadas a cabo básicamente en los últimos diez años, prosiguiendo el
camino iniciado en Hermenéutica y subjetividad (Trotta, Madrid, 1993), la mayoría de
las cuales vieron la luz pública en una primera versión en revistas o publicaciones
colectivas. Todas ellas han sido revisadas y reelaboradas, refundidas o adaptadas para su
aparición en este libro. Las referencias de esas versiones primitivas son las siguientes:
El capítulo 2,“Nihilismo y filosofía de la subjetividad” apareció en Razón y libertad.
Homenaje al Prof. Millán-Puelles. Madrid, 1991.
El capítulo 3, “El cogito y los límites de la reflexión”, en Descartes, n.° 17, noviembre
de 1999.
El capítulo 4, “La hermenéutica del sí mismo en Ser y tiempo”, en ER, Revista de
Filosofía, n.° 29, enero de 2001.
El capítulo 6, “Tiempo e identidad” recoge parcialmente el contenido de “La
dimensión temporal de la identidad”, en Escuela Contemporánea de Humanidades: El
buscador de oro. Lengua de Trapo, Madrid, 2002.
El capítulo 7, “¿Una concepción hermenéutica de la subjetividad?” recoge, también
parcialmente, “Hermenéutica y metafísica: la cuestión del sujeto”, enj. González y E.
Trías (eds.), Cuestiones Metafísicas. Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol.
26, Trotta, Madrid, 2003.
El capítulo 9, “Las paradojas de una filosofía mundana”, en M. C. Paredes (ed.),
Intencionalidad, mundo y sentido, Universidad de Salamanca, Salamanca, 2003.
El capítulo 10 apareció con el título “On hos alethes y verdad antepredicativa”, en Á.
Alvarez Gómez y R. Martínez Castro (coords.), En torno a Aristóteles: homenaje al
profesor Fierre Aubenque, Universidad de Santiago de Compostela, Santiago, 1998.
El capítulo 11, “La ontología hermenéutica, entre la defensa y la superación del
escepticismo”, en Thémata, Revista de Filosofía, n.° 27, 2001.
Los capítulos 1, 5, 8 y 11 han sido redactados ex novo para este libro.
Quiero destacar y con ello agradecer a la Dirección General de Investigación del
Ministerio de Ciencia y Tecnología el hecho de que buena parte del trabajo de este libro,
especialmente el contenido en los capítulos 4, 5, 7 y 11, ha sido realizado al amparo del
proyecto de investigación PB 1998-0838.

166
1 Lo verdaderamente novedoso en este proceso es la rigurosa inversión de la
constitución de la identidad del individuo: antes, en la primera y larga fase de la
modernidad, se construía mediante el distanciamiento de todo lo que particulariza
(familia, tradiciones, clase, etc.) hasta adquirir un yo personal y propio, perfectamente
compatible con el orden universal de la moral y de la ciudadanía. Ahora, en la
generalización del pluralismo, la identidad consiste más bien en la identificación con
ciertas particularidades (étnicas, culturales, sexuales, etc.) que, al hacerlas propias, nos
presentan, identifican y distinguen en el ámbito público. Pero el sujeto que ejerce la
apropiación sigue siendo el supuesto de todo el proceso. Sobre él Marcel Gauchet (La
religión en la democracia, El Cobre, Madrid, 2003) ha escrito páginas clarividentes.

2 Un buen ejemplo de ello es la reluctancia que Derrida muestra a utilizar las ideas de
libertad, decisión, yo, etc., en el contexto de los nuevos deterninismos (ingeniería
genética), como conceptos ligados a un sujeto ya deconstruido. Cfr. Derrida, J. y
Roudinesco, E.: De quoi demain..., Fayard, París, 2001, pp. 89-90.

3 Heidegger, M.: Nietzsche II, Neske, Pfullingen, 1961, p.144. Trad. esp., Nietzsche,
Destino, Barcelona, 2000, p. 121. [Trad. dej. L. Vermal.]

4 Sirva de ejemplo esta expresión de Fréderic Gros, caracterizando lo que Foucault


reprocharía a Sartre, “un sujeto libre auto-creándose en el éter a-histórico de una auto-
constitución pura”. Epílogo a Michel de Foucault: L'herméneutique du sujet,
Gallimard/Seuil, París, 2001, p. 507.

5 Cfr. Foucault, op. cit., p. 19.

6 La copertenencia y el juego de apropiación/expropiación en que consiste el Ereignis


y, en general, todas las formas de pensar la relación hombre/ser ensayadas por Heidegger
pueden perfectamente entenderse como formas de pensar de otra manera que el pensar
representativo de la subjetividad.

7 José Luis Pardo ha observado con agudeza cómo el programa nietzscheano de


superación del hombre, que late permanentemente en el pensamiento de Foucault, “no
era un acta de liquidación del sujeto, sino una estrategia para la constitución de la
subjetividad, constitución que se divisaba como imposible de no mediar tal superación”
(“El sujeto inevitable”, en M. Cruz (ed.), Tiempo de subjetividad, Paidós, Barcelona,

167
1996, p. 142).

8 Cruz, op. cit., p. 16.

9 La pregunta es de Jean-Luc Marion.

10 Cfr. Henrich: Selbstverhältnisse, Reclam, Stuttgart, 1982, pp. 97-100.

11 De forma paralela, aunque en un sentido distinto de la reflexión cartesiana, el tema


de la supuesta incompatibilidad entre finitud y subjetividad, visto ahora en el pensamiento
de Kant, es también el objeto de mi trabajo “Autonomía y objetividad”, en Rodríguez,
R., Hermenéutica y subjetividad, Trotta, Madrid, 1993.

12 El “cuidado de sí”, que tan exhaustivamente ha analizado Foucault, es una tarea


precristiana, propia del mundo griego, que no se identifica con el “conocimiento de sí” y
en la que desde luego el “sí” no es el sujeto.

1 Heidegger, M.: Nietzsche II, Neske, Pfullingen, 1961, p. 56. Trad. esp., Nietzsche,
Destino, Barcelona, 2000, p. 51.

2 Véase también para esta cuestión el capítulo 7.

3 Prólogo a la edición francesa de ¿ Qué es metafísica?, Gallimard, París, 1939, p. 7.

4 Heidegger, M.: “Brief über den Humanismus”, en Wegmarken, Klostermann,


Fráncfort, 1967, p. 153. Trad esp. “Carta sobre el humanismo”, en Hitos, Alianza,
Madrid, 2000. [Trad. de A. Leyte y H. Cortés.]

5 Esta cuestión es tratada con mayor detenimiento en el capítulo 12.

1 Cfr. carta del 4 de agosto de 1645.

2 Adam, Ch. y Tannery, P (eds.): Oeuvres de Descartes, V, CNRS/Librairie


Philosophique J. Vrin, París, 1964, p. 83.

168
3 Heidegger, M.: Gesamtausgabe (GA), 17, Klostermann, Fráncfort, p. 245.

4 Op. cit., 61, p. 147.

1 Heidegger, M.: GA, 24, Klostermann, Fráncfort, p. 200. Trad. esp., Los problemas
fundamentales de la fenomenología, Trotta, Madrid, 2000. [Trad. de J. J. García Norro.]

2 Tema que, si se me perdona la autocita, es el objeto de mi trabajo La


transformación hermenéutica de la fenomenología, Tecnos, Madrid, 1997.

3 Las traducciones de los textos de Ser y tiempo las tomo de la versión española de
Jorge Eduardo Rivera (Heidegger, M.: Ser y tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de
Chile, 1997. Posteriormente ha sido publicada por Trotta, Madrid, 2003). Sin restar un
ápice al mérito indiscutible de José Gaos, la traducción de Rivera me parece hoy
preferible por su mayor inteligibilidad, además de su pulcritud y de ofrecer otras ventajas
instrumentales (paginación original, notas añadidas por Heidegger, etc.).

4 Heidegger, M.: GA, 24, Klostermann, Fráncfort, p. 226.

5 Jacques Taminiaux, por ejemplo, autor de trabajos excelentes sobre el pensamiento


de Heidegger, sugiere una interpretación de este tipo (La filie de Thrace et le penseur
professionel, Payot, París, 1992, p. 92).

6
Heidegger, M.: GA, 24, Klostermann, Fráncfort, p. 226.

7 Es éste un pasaje en el que, a mi juicio, la traducción de Jorge E. Rivera no es todo


lo suficientemente fiel y expresiva que debiera, pues hace desaparecer la reduplicación
del elegir (wählen einer Wahl), esencial para la interpretación, por el más neutro “hacer
esa elección”, que no deja ver toda la fuerza que la citada reduplicación posee.

8 Das so Bezeugte wird “erfasst” im Hören, das den Ruf in dem vom ihm Selbst
intendierten Sinne unverstellt versteht (Heidegger, M.: Sein und Zeit, 12 ed., Max
Niemayer, Tubinga, 1972, p. 295).

9 Das verstehende Hören des Rufes versagt sich die Gegenrede nicht deshalb, weil es

169
von einer “dunklen Macht” überfallen ist, die es niederzwingt, sondem weil es sich den
Rufgehalt unverdeckt zueignet... Der zum Gewissen-haben-wollen gehörende Modus der
artikulierenden Rede is die Verschwiegenheit (Heidegger, M.: Sein und Zeit, 12 ed., Max
Niemayer, Tubinga, 1972, p. 296).

1 Berger, P; Berger, B. y Kellner, H.: Un mundo sin hogar. Modernización y


conciencia, Sal Terrae, Santander, 1966, p. 75.

2 Sennet, R.: La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en
el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 25.

3 Cfr. Henrich, D.: “Identität-Begriffe, Probleme, Grenzen”. Poetik und Hermeneutik,


VIII, 1979.

4 Cfr. apartado 1 del capítulo 4.

5 Cfr. Heidegger, M.: GA, 24, p. 242 y GA, 27, p. 324.

6 “Este “ser por mor de sí” constituye el sí mismo (Selbst) como tal” (Op. cit, 27, p.
324). En las lecciones del semestre de verano de 1928 sobre Leibniz sostiene que el por
mor de sí caracteriza ontológico-metafísica-mente la Egoidad, es decir, el poder ser sí
mismo, del Dasein. En el mismo sentido se expresa en “Vom Wesen des Grundes”
(Wegmarken, Klostermann, Fráncfort, p. 53. Trad. esp., De la esencia del fundamento,
en Hitos, Alianza, Madrid, 2000).

7 Cfr. capítulo 4.1.2.

8 Heidegger, M.: GA, 24, Klostermann, Fráncfort, pp. 242-243.

9 Cfr. Heidegger, M.: Ser y tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1997,
pp. 188, 263 y 322. En este último texto, definitorio del sí mismo, Heidegger dice: “El
Dasein es propiamente él mismo en el aislamiento de la resolución silenciosa, dispuesta a
la angustia”.

10Por ejemplo, pp. 189, 252 y 276.

170
11 Véanse más adelante los capítulos 7, 11 y 12.

12 Heidegger, M.: Ser y tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile. 1997.D. 21.

1Cfr. Locke, J.: Ensayo sobre el entendimiento humano, libro 11, FCE, México,
1986, cap. 27, § 9.

2 Cervantes, M. de: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Parte I,


Juventud, Barcelona, 1976, cap. V [Edición de M. de Riquer.]

3 Rousseau, J.-J.: Les rêverles du promeneur solitaire, Livre de Poche, París, 1986,
pp. 85-88. Trad. esp., Las ensoñaciones del paseante solitario, Barcelona, Labor, 1976,
pp. 82-85. [Trad. de M. Gras Balaguer.]

4 Berger, Berger y Kellner, op. cit., pp. 73, 71.

1 Heidegger, M.: Nietzsche II, Neske, Pfullingen, 1961, p. 143. Trad. esp., Nietzche,
Destino, Barcelona, 2002, p. 119.

2Heidegger, M.: Holzwege, Klostermann, Fráncfort, 1952, p. 217. Trad. esp.,


Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 1995. [Trad. de H. Cortés y A. Leyte.]

3
Piénsese en sus numerosos críticos, que han puesto de relieve, con razones
poderosas, las insuficiencias e incomprensiones de la visión heideggeriana. Dieter
Henrich, que ya en su trabajo Die Grundstruktur der modernen Philosophie (1970),
contenido en Selbstverhältnisse, Reclam, Stuttgart, 1982, criticó la unilateralidad de su
interpretación de la autoconciencia, ha ofrecido una alternativa constante de
interpretación de la modernidad. Desde una perspectiva muy diferente, la de la
fenomenología material, Michel Henry ha opuesto graves reparos a, por ejemplo, la
comprensión heideggeriana de Descartes (véase su Genealogía del psico-análisis,
Síntesis, Madrid, 2002). Otra línea crítica, que incide más en las consecuencias políticas
de la desconstrucción de la subjetividad, la representa el libro de Alain Renaut, La era
del individuo, Destino, Barcelona, 1990.

4 Heidegger, M.: Einführung in die phänomenologische Forschung, en GA, 17,

171
Klostermann, Fráncfort, p. 60.

5 Heidegger, M.: Zur Bestimmung der Philosophie, en GA, 56/57, Klostermann,


Fráncfort, p. 208.

6 Gadamer, H.-G.: Wahrheit und Methode, en GW, 1, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990,


p. 347. Trad. esp., Verdad y método, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 415. [Trad. de A.
Agud y R. de Agapito.]

7 Gadamer, H.-G.: Wahrheit und Methode, en GW, 1, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990,


p. 452. Trad. esp., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 538.

8 Ibídem.

9 Cfr. Apel, K.-O.: “Regulative Ideen oder Wahrheitsgeschehen? Zu Gadamers


Versuch, die Frage nach der Bedingungen der Möglichkeit gültigen Verstehens zu
beantworten”, en Auseinadersetzungen in Erprobung des transzendentalpragmatischen
Ansatzes, Suhrkamp, Fráncfort, 1998. Trad. esp., Semiótica trascendental y filosofía
primera, Síntesis, Madrid, 2002, p. 156. [Trad. de G. Lapiedra.]

10Una reelaboración de esta cuestión con una exploración más detenida de la posición
de Gadamer se encuentra en el apartado 3 del capítulo 12.

11
Ricoeur, P.: Du texte à l’action, Seuil, París, 1986, p. 115. Trad. esp. Del texto a la
acción, FCE, México, 2001.

12 Op. cit., p. 115.

13 Cfr. capítulo 4, apartado 3.

14 Es menester resaltar que esto no implica subjetivismo alguno; es, por el contrario,
compatible con la plena objetividad de ciertos campos de sentido (ciencia, instituciones
sociales, etc.). Se trata más bien del relieve o valor vital que las experiencias y las cosas
tienen para quien las vive, lo que es un factor decisivo de la comprensión.

172
15 Cfr. Ricoeur, op. cit., p. 171.

16 Frank, M.: La piedra de toque de la individualidad, Herder, Barcelona. 1995. 50.

1 Una excelente recopilación de ellas se encuentra en Nicolás, J. A. y Frápoli, M.a


J.:Teorías de la verdad en el siglo XX, Tecnos, Madrid, 1997.

2 Aristóteles: Metafísica, 1051b, Gredos, Madrid, 1994. [Trad. Tomás Calvo.]

3 Sobre este punto me he expresado con más detalle en “Hermenéutica y ontología:


¿cuestión de método?”, en Rodríguez, R. (ed.): Métodos del pensamiento ontológico,
Síntesis, Madrid, 2002.

1 Horkheimer, M.: Crítica de la razón instrumental, Sur, Buenos Aires, 1973, p. 173.

2 Pues ponerse frente a no puede significar aquí lo que la intuición visual: contra lo
que suele pensarse, la visión de un paisaje no excluye el verse a sí mismo como
formando parte, aunque sólo sea espacialmente, de él; en cambio, la pretensión de la
teoría pura es un ponerse frente al mundo que saca al espectador de la trama de sentido,
que le incluye, sin embargo, a él.

3 Es irrelevante en este contexto las posibles diferencias entre mundo de la vida y


cotidianidad.

4Cfr. Rodríguez, R.: La transformación hermenéutica de la fenomenología, Tecnos,


Madrid, 1997.

1 Brentano ha sostenido firmemente esta idea de que el ser en sentido del la verdad se
identifica con el ‘es’ copulativo que marca la unión de nociones en el pensamiento,
porque sólo como “es verdad que” pueden entenderse las proposiciones que se refieren a
lo no real o a lo fingido: en ‘el no-ente es el no-ente’, o en ‘toda cantidad es igual a sí
misma’, la cópula no atribuye nada real, y, sin embargo, son afirmaciones verdaderas: “el
‘es’ significa pues también aquí sólo ‘es verdad’” (Brentano, F.: Von der mannigfachen
Bedeutung des Seienden bei Aristoteles, G. Olms, Hildesheim, 1984, p. 37).

173
2 Naturalmente, siempre que entendamos que la cláusula κυριώτατα ὂν se refiere a la
frase entera (“en otro sentido, que es el más propio, verdadero y falso”) y no a
“verdadero o falso” sólo, que es justamente la opción de Tomás Calvo en su traducción,
que dice así: “puesto que ‘lo que es’ y ‘lo que no es’ se dicen, en un sentido, según las
figuras de las categorías, en otro sentido, según la potencia o el acto de éstas, o sus
contrarios, y en otro sentido, lo que es verdadero o falso en el sentido más fundamental,
lo cual tiene lugar en las cosas según estén unidas o separadas...”. Tricot se inclina
también por esta posibilidad y decide aplicar la citada cláusula a verdadero y falso,
traduciéndola por “en el sentido más propio de estos términos”, pues según él mismo
confiesa, Aristote n’a pas pu vouloir dire que l’Être par excellence est le vrai et le
faux” (Aristote: La Métaphysique, Vrin, París, 1970, p. 522), en virtud, precisamente, de
su incompatibilidad con VI, 4. Ross suprime dichas palabras, sugiriendo además la
posibilidad de trasladarlas al inicio de la frase: “se dicen, en el sentido fundamental, según
las figuras de la predicación, etc.”; pero ningún argumento textual avala esta maniobra.
La traducción de Tricot y Tomás Calvo es útil para evitar, de entrada, la contradicción
con la literalidad del texto de VI, 4, aunque, como digo hacia el final del trabajo, es
perfectamente posible salvar esta contradicción, tal como Aubenque sugiere. En cualquier
caso, no afecta a lo esencial: que hay un sentido fundamental de verdadero y falso, que
radica en las cosas, y que es condición de posibilidad de la verdad lógica del discurso. La
idea de una verdad “ontológica” se abre así un camino legítimo.

3 He aquí el texto completo del que extraigo la fórmula citada: “dado una razón
decisiva que, a mi parecer, tiene el valor de una demostración; y es que siempre, en toda
proposición afirmativa, verdadera, necesaria o contingente, universal o singular, la noción
del predicado está, de alguna manera, comprendida en el sujeto, praedicatum inest
subiecto; de lo contrario, yo no sé lo que es la verdad. Ahora bien, no pregunto aquí por
más lazo de unión que el que se encuentra a parte rei entre los términos de una
proposición verdadera, y tan sólo en este sentido digo que la sustancia individual encierra
todos sus acontecimientos y todas sus denominaciones, incluso aquellas que vulgarmente
se llaman extrínsecas (es decir, las que no le pertenecen más que en virtud de la conexión
general de las cosas y de que ella, a su manera, expresa todo el universo), dado que es
necesario que haya siempre algún fundamento de la conexión de los términos de una
proposición que debe encontrarse en sus nociones” (Leibniz, G. W: Carta a Arnauld.
Philosophische Schriften (Hrsg. Gerhardt), II, Olms, Hildensheim, 1960-1961, p. 56).

4 Aubenque, P: El problema del ser en Aristóteles, Taurus, Madrid, 1974, p. 162.

5 Cfr. Heidegger, M.:GA, 21, Klostermann, Fráncfort, p. 187. No alcanzo a ver del
todo por qué Aubenque señala que Heidegger y otros intérpretes presentan una
alternativa entre adecuación o desvelamiento; tales términos no son alternativos, sino

174
complementarios; de hecho, Aubenque lleva a cabo una interpretación, que combina
ambas, claramente inspirada en Heidegger (Aubenque,op. cit., p. 161).

6
Para evitar confusiones, conviene no identificar de entrada verdad antepredicativa
con verdad ontológica. Más adelante mostraré explícitamente el sentido de esta
distinción.

7 Además del texto de IX, 10, que comentamos, cfr. Aristóteles: De anima, III, 6, 430
b 26-31; también, Eth. Nic., VI, 3, 1119 b 15, donde el voñq es considerado como una
de las formas del ἀληθεύεɩν del alma.

8 A no ser que se introduzca, como hace Brentano (op. cit., p. 31), la idea de
representación, dudosamente aristotélica, y para nada presente en estos pasajes sobre la
verdad.

9 Joseph Moreau ha visto esto perfectamente y ha llamado con toda claridad a esta
aprehensión inmediata “verdad antepredicativa” (Aristóteles y su escuela, Eudeba,
Buenos Aires, 1979, p. 172). Me parece, en cambio, más dudoso el intento de Aubenque
de aproximar φάσɩς y κατάϕασɩς, de forma que tanto el estar juntas o separadas de las
cosas cuanto las entidades simples constituyan la verdad antepredicativa, dado que
ambas son desveladas por los respectivos comportamientos. Pero este razonamiento, de
inspiración heideggeriana, pasa por alto el hecho de que la anterioridad del estar juntos o
separados es algo que se ve enel mismo juicio, sin que haya una operación que la capte
con anterioridad a él, mientras que la simple aprehensión es, para Aristóteles, una
actividad propia y autónoma del alma, un acto enteramente independiente del juicio. Por
otra parte, como digo en el texto, el ser simple de lo captado es el rasgo inequívocamente
ante-predicativo del θɩγεɩ̑ ν. Heidegger se mueve en una pareja indefinición, cuando en su
extraordinaria hermenéutica de IX, 10, interpreta la captación de lo simple como “Die
Tendenz zur Entdeckung von Etwas - das vorgängige Meinen und Haben des Worüber”,
sobre el que recae el juicio; pero también considera como previa y, por consiguiente,
como antepredicativa, una “vorgängige Vorhandenheit” que corresponde al “Beisammen”
de las cosas (cfr. Heidegger, M.: GA, 21, Klostermann, Fráncfort, pp. 187 y 190).

10 Cfr. Heidegger, M.: Sein und Zút, p. 220.

11 Cfr. Brentano, op. cit., p. 25.

175
12 Cfr Tugendhat, E.: “Über den Sinn der vierfachen Unterscheidung des Seins bei
Aristoteles (Metaphysik D,7)”, en Philosophische Aufsätze, Suhrkamp, Fráncfort, 1992,
pp. 255 y 257. Trad. esp., Ser, verdad, acción, Gedisa, Barcelona, 1998. [Trad. de R.
Santos-Ilhau.] Cfr. también Vorlesungen zur Einführung in der sprachanalytische
Philosophie, Suhrkamp, Fráncfort, 1976 (trad. esp., Introducción a la filosofía
analítica, Gedisa, Barcelona, 2003. [Trad. de J. Navarro.]), donde sostiene que la
doctrina de la verdad ontológica es “extraña”.

13 Aubenque, op. cit., p. 163.

1 Vattimo, G.: Más allá de la interpretación, Paidós, Barcelona, 1995,

2 La expresión es de Vattimo, op. cit., p. 134.

3 Marquard, O.: Abschied vom Prinzipiellen, Reclam, Stuttgart, 1981, pp. 20 y 117.

4 A los efectos de la discusión posterior, consideraré, de acuerdo con el criterio


husserliano (Logische Untersuchungen, I, Husserliana, XVIII, p. 120. Trad. esp.,
Investigaciones lógicas I, Revista de Occidente, Madrid, 1967, p. 142. [Trad. de M.
García Morente y J. Gaos.]) el relativismo como una forma de escepticismo, en cuanto le
es aplicable el criterio formal de que su tesis entra en contradicción con las condiciones
lógicas de toda teoría.

5 Dilthey, G. W: Obras completas, VIII, FCE, México, 1945, p. 3.

6 Dilthey, op. cit., p. 7.

7Dilthey, G. W: La esencia de la filosofía, en Obras completas, VIII, FCE, México,


1945, p. 206.

8 Ibídem.

9 Tensión que es resaltada por Gadamer a lo largo de todo el capítulo dedicado a


Dilthey en Wahrheit und Methode, en GW, 1, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990, pp. 22-246.
Trad. esp., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977, pp. 277-304. J. Grondin

176
(Einführung in die Philosophidche Hermeneutik, Wiss. Buchgeselschaft, Darmstadt,
1991. Trad. esp., Introducción a la hermenéutica filosófica, Herder, Barcelona, 1999.
[Trad. de A. Ackermann]) sigue la misma orientación de Gadamer en su exposición de la
hermenéutica de Dilthey.

10 Cfr., Obras completas, VII, FCE, México, 1945, p. 242.

11 Cfr. Obras completas, VII, FCE, México, 1945, p. 243.

12 Véase, por ejemplo, la exposición de la génesis de la filosofía a partir de la


estructura de la vida psíquica en La esencia de la filosofía, en Obras completas, VIII,
FCE, México, 1945, p. 179.

13 “La vida, la experiencia de la vida y las ciencias del espíritu se hallan, por
consiguiente, en una constante conexión interna y acción recíproca. No es el método
conceptual el que constituye las ciencias del espíritu, sino el cerciorarse (Innewerden) de
un estado psíquico en su totalidad y el reencontrarlo en la re-vivencia (Nacherleben).
Aquí la vida capta a la vida... El rasgo fundamental primero de la estructura de las
ciencias del espíritu lo constituye este surgir de la vida y la conexión constante con ella,
pues descansan sobre la vivencia, la comprensión y la experiencia de la vida. Esta
relación inmediata en que se hallan la vida y las ciencias del espíritu conduce, dentro de
éstas, a una pugna entre las tendencias de la vida y su meta científica”.Op. cit., VII, pp.
158 y 160.

14 Heidegger, M.: GA, 58, Klostermann, Fráncfort, p. 171.

15 Cfr. Heidegger, M.: GA, 56/57, Klostermann, Fráncfort, p. 91.

16 Cfr. Heidegger, M.: GA, 17, Klostermann, Fráncfort, p. 57.

17 Op. cit., 17, p. 60.

18 Heidegger, M.: GA, 17, Klostermann, Fráncfort, p. 80.

19 Heidegger, M.: GA, 17, Klostermann, Fráncfort, p. 99.

177
20 Cfr. Op. cit, 61, p. 163.

21 Heidegger, M.: GA, 17, Klostermann, Fráncfort, p. 97.

22 He realizado una exposición más detenida de esta estructura y sus consecuencias


para la conciencia histórica y la hermenéutica en “Filosofía y conciencia histórica”, en
Rodríguez, R., Hermenéutica y subjetividad, Trotta, Madrid, 1993.

23 Cfr. Heidegger, M.: Ser y tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile. 1997.
d. 227.

24 Heidegger, M.: “Phänomenoiogische Interpretationen zu Aristoteles”, en Dilthey-


Jahrbuch, 1989, p. 15. Trad. esp., Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles,
Trotta, Madrid, 2002. [Trad. de J. A. Escudero.]

25 Heidegger, M.: GA, 61, Klostermann, Fráncfort, p. 35.

26 Heidegger, M.: GA, 29/30, Klostermann, Fráncfort, p. 28.

27 Cfr. Op. cit., 61, p. 166.

28 Cfr. Op. cit., 59, 75.

29 Gadamer, op. cit., p. 305. Trad. esp., op. cit., p. 370.

30 Cfr. Heidegger, M.: GA, 29/30, Kiostermann, Fráncfort, p. 28.

31 Heidegger, M.: GA, 29/30, Klostermann, Fráncfort, p. 27.

32 Op. cit., 61, p. 163.

33 Heidegger, M.: Ser y tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1997, p.


229.

178
34 “Es un argumento irrefutable que la tesis del escepticismo o del relativismo
pretenden ser verdad y en consecuencia se autosuprime. Pero ¿qué se logra con esto? El
argumento de la reflexión que alcanza este fácil triunfo se vuelve, sin embargo, contra
quien lo emplea porque hace sospechoso el mismo valor de verdad de la reflexión. Lo
que es alcanzado por esta argumentación no es el valor de verdad del escepticismo o de
un relativismo capaz de disolver cualquier verdad, sino la pretensión de verdad del
argumentar formal en general” (Gadamer, op. cit., p. 350. Trad. esp., op. cit., p. 419).

35 Cfr. Vattimo, op. cit., apéndices, 1 y 2.

36 Heidegger, M.: op. cit., 29/30, p. 27.

1Cfr. Gadamer, H.-G., “Deconstrucción y hermenéutica”, en El giro hermenéutico,


Tecnos, Madrid, 2001, pp. 83-85.

2 Cfr. Heidegger, M.: “Nachwort zu Was ist Metaphysik?”, en Wegmarken,


Klostermann, Fráncfort, p. 103. Trad. esp., en Hitos, Alianza, Madrid, 2002.

3 Cfr. Heidegger, M.: “Brief über den Humanismus”, en Wegmarken, Klostermann,


Fráncfort, p. 148. Trad. esp., en Hitos, Alianza, Madrid, 2002.

4Cfr. Gadamer, H.-G.: Wahrheit und Methode, en GW, 1, J. C. B. Mohr, Tubinga,


1990, p. 466. Trad. esp., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 553.

5 Gadamer, H.-G.: Wahrheit und Methode, en GW, 1, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990,


p. 467. Trad. esp., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 554.

6 La posición de Vattimo, tal como la expresa en Más allá de la interpretación


(Paidós, Barcelona, 1995), libro al que antepuse una introducción crítica, mantiene
sustancialmente el modelo apelativo de la ontología hermenéutica, aplicándolo además al
problema de la justificación racional del discurso hermenéutico: la hermenéutica, que no
puede aducir instancias objetivas para su fundamentación, sólo puede verse a sí misma
como una respuesta que arriesgamos a la interpelación que nos viene de la herencia
histórica que habitamos, el “fin de la modernidad”.

179
7Heidegger, M.: “Vom Wesen der Wahrheit”, en Wegmarken, Klostermann, Fráncfort,
1967, p. 80. Trad. esp., en Hitos, Alianza, Madrid, 2000.

8 Heidegger, M.: Wegmarken, Klostermann, Fráncfort, 1967, p. 84.

9 Cfr. Heidegger, M.: Ser y tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1997, p.
149.

10 Gadamer, H.-G.: Wahrheit und Methode, en GW, 1, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990,


p. 299. Trad. esp., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 363.

11 Gadamer, H.-G.: Was ist Wahrheit?, en GW, 2, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990,p. 55.
Trad. esp.,¿Qué es verdad?, en Verdad y Método ÍI, Sígueme, Salamanca, 1992, p. 61.
[Trad. de M. Olasagasti.]

12 Me refiero a la posición explícita de Vattimo en el citado libro.

13 Cfr. Vattimo, op. cit., pp. 72 y 135.

14 Gadamer, H.-G.: GW, 2, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990, p. 446. Trad. esp. en


Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1992, p. 19.

15
Op. cit., p. 230. Trad esp., La universalidad del problema hermenéutico, en op.
cit., ed. cit., p. 222.

16 Op. cit., p. 446. Trad. esp., op. cit., p. 19.

17 Cfr. Heidegger, M.: Zur Sache des Denkens, M. Niemeyer, Tubinga, 1969, pp. 76-
77. Trad. esp., “El final de la filosofía y la tarea del pensar”, en Tiempo y ser, Tecnos,
Madrid, 1999, p. 90. [Trad. dej. L. Molinuevo.]

18 Heidegger, M.: op. cit., p. 25. Trad. esp.,op. cit., p. 44. [Trad. de M. Garrido.]

180
19 Gadamer, H.-G.: Wahrheit und Methode, en GW, 1, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990,
p. 305. Trad esp., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 370.

20Gadamer, H.-G.: GW 2, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990, p. 444. Trad. esp., Verdad


y Método, Sígueme, Salamanca, 1992, p. 16.

21 Véase el texto antes citado en la nota 34 del capítulo 11.

22 Gadamer, H.-G.: Wahrheit und Methode, en GW, 1, J. C. B. Mohn, Tubinga, 1990,


p. 452. Trad. esp., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 538.

23 Ibídem.

24 “Si se hace valer el principio de la historia efectual como un momento estructural de


la comprensión, esta tesis no encierra con total seguridad ningún condicionamiento
histórico y afirma de hecho una validez absoluta; y, sin embargo, la conciencia
hermenéutica sólo puede darse bajo determinadas condiciones históricas”(Gadamer, GW,
II, 443. Trad. esp., Verdad y Método, p. 16)

25 Apel, op. cit Trad. esp., op. cit., p. 156.

26 Gadamer, H.-G.: Wahrheit und Methode, en GW, 1, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1990,


p. 452. Trad. esp., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 538.

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Índice
Título de la Página 4
Derechos de Autor Página 5
Ìndice 6
Prefacio 7
I. Hacia un concepto hermenéutico de sujeto 10
1. Introducción: los avatares contemporáneos de la subjetividad 11
2. Nihilismo y filosofía de la subjetividad 20
3. El cogito y los límites de la reflexión 32
4. La hermenéutica del sí mismo en Ser y tiempo 46
5. La ontología existencial y la cuestión social de la identidad 63
6. Tiempo e identidad 75
7. ¿Una concepción hermenéutica de la subjetividad? 87
II. Hermenéutica y verdad 101
8. Introducción: el replanteamiento hermenéutico de la verdad 102
9. Las paradojas de una filosofía mundana 107
10. Aristóteles y la verdad antepredicativa 120
11. La ontología hermenéutica, entre la defensa y la superación del escepticismo 129
12. Reflexión sin espejo: la verdad de la hermenéutica 148
Nota final 166

182

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