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México
Tamara Kamenszain
Como los inmigrantes, los aventureros, o los piratas, Witold Gombrowicz llega a
Buenos Aires en barco. En un día de 1939 el joven polaco de 35 años, escritor
apenas conocido en su país –aunque ya había publicado para esa época su novela
Ferdydurke, una pieza de teatro y un libro de cuentos– recala por dos semanas en
la ciudad porteña como participante de un crucero polaco que se aventuró hasta las
costas de Sudamérica. Paradójicamente, ese corto período se transformará en un
largo período de vida: 24 años. Mientras el joven Gombrowicz se pasea por las
calles de Buenos Aires, estalla la guerra en Europa y se ve obligado, o decide –
muchos de sus compañeros de viaje partirán a Inglaterra– permanecer en la
Argentina. No se moverá de este país hasta 1963, año en que –ya en el clima de un
amplio reconocimiento internacional– viaja a Francia donde morirá en la ciudad de
Vence, en 1969.
Años de miseria y marginación (vive en pensiones, trabaja durante un largo
período en un banco polaco, se automargina y lo marginan de los círculos literarios
oficiales), estos de Gombrowicz en Argentina son, sin embargo, también años de
crecimiento literario (escribe en Argentina la mayor parte de su obra: textos
decisivos como Cosmos –premio Formentor 1967–, La seducción, Trasatlántico y el
Diario Argentino).
Rastrear la huella que dejó Gombrowicz en la Argentina por esos años, elegir
algunos nombres –algunos de ellos transformados en seudónimos literarios –entre
los muchos que menciona como "su amigos" en el Diario Argentino, escuchar las
narraciones de esos amigos y después transcribirlas, implica de algún modo trazar
las coordenadas de un mapa biográfico siempre parcial, siempre fragmentario. Pero
quizás o justamente en ese fragmentarismo, esté una de las claves de la
personalidad de Witold Gombrowicz: prismático, multifacético, el genial escritor
polaco intentó cubrirse –máscara sobre máscara– del peligro de la personalidad
definida, unilateral.
Jorge Di Paola –novelista autor de Hernán y de La virginidad es un tigre de
papel– y Mariano Betelú ("Flor" o "Quilombo") –dibujante–, lo conocen en la
pequeña ciudad argentina de Tandil donde Gombrowicz recala para curarse de una
enfermedad pulmonar. El escritor Ernesto Sábato y Juan Carlos Gómez ("Goma"),
lo conocen en Buenos Aires, uno en plena vida literaria porteña, el otro en un bar
donde se jugaba a] ajedrez. Para Jorge Luis Borges, Gombrowicz fue "un amigo de
amigos". Testigos, interlocutores, intérpretes, estos cinco argentinos conocieron
cada uno de ellos a un Gombrowicz distinto. En sus recuerdos, en la transcripción
de esos recuerdos, está el azar de la biografía o –con un grado más de pretensión–
las coordenadas de una posible historia.
"Aparecieron a las cinco tres muchachitos que no tenían idea de quién era yo y
me preguntaban cómo había llegado a la Argentina. El cuarto, menudo, dieciséis
años, sonrió al oír mi apellido y dijo:– ¡Ferdydurke!– Lo llaman «Dipi»"
(Gombrowicz, Diario Argentino, pág. 126) .
A principios de 1957 un amigo mío encontró un ejemplar con las páginas sin abrir
del Ferdydurke, en la biblioteca de mi pueblo, Tandil. Fui el primer lector tandilense
de ese libro; y seis meses después, en septiembre de ese mismo año, dos amigos
fueron a despertarme de la siesta porque había llegado un escritor polaco que nos
estaba esperando en un bar; era Gombrowicz. Había llegado a Tandil porque se le
complicó su asma con una gripe asiática y necesitaba del buen aire serrano. Pero
en el pueblecito Gombrowicz se aburrió y no se le ocurrió mejor idea que
presentarse en uno de los tres periódicos de allí con la siguiente contraseña: "soy
un escritor polaco que se aburre en esta ciudad y busca hablar con alguna persona
inteligente". Los del diario lo mandaron a hablar con un escritor tandilense quien se
lo sacó de encima derivándolo a nuestro grupo. Éramos para entonces unos cuantos
adolescentes que teníamos un teatro independiente y algunos "escribíamos". Así,
en la confitería donde siempre nos reuníamos, vi por primera vez a Gombrowicz.
Era en realidad muy tímido y los primeros minutos fueron más bien tensos. Uno de
los del grupo, un español Magariños, le preguntó; ¿cuál es su gracia?, a lo cual
Gombrowicz respondió "mi nombre es muy difícil para criollitos"? y tomando una
servilleta garabateó el nombre. Yo recordé súbitamente que ése era el autor del
librito encontrado en la biblioteca y exclamé: ¡Ferdydurke! Gombrowicz se
sorprendió mucho y evidentemente se conmovió, pero tuvo una salida graciosa,
exclamó: "Oh, un lector en la pampa salvaje".
Nuestras primeras conversaciones fueron sobre la vida cotidiana en el pueblo,
con mucha curiosidad de parte de él. Le interesaban, por ejemplo, los nombres de
los árboles; estaba convaleciente y salíamos a caminar despacito, a cada rato
preguntaba: "Che, viejo, ¿cómo se llama este arbolito?" Yo era fanático de Thomas
Mann, hecho que compartíamos, aunque se hablaba muy poco de literatura; a él le
interesaba más lo que se creaba en la mesa de café entre la gente Y lo que se
creaba era una especie de práctica de estrategias, de seudopeleas y seudodisputas
que Gombrowicz sutilmente organizaba. Se trataba de un juego dialéctico donde
lograba que cada uno de nosotros terminara defendiendo una idea contraria a la
que realmente tenía. Era un juego extraño, una práctica que no resultó tan
inocente como podía parecer al principio Con este sistema Witold logró romper la
estructura cerrada que tenía el grupo, por medio de desplazamientos y pequeñas
intrigas
Él mismo funcionaba como una especie de adolescente ridículo y avejentado.
Cuando lo poníamos en aprietos no tenía empacho en recurrir a su autoridad como
adulto, pero en realidad tenía más capacidad payasesca que nosotros. Siempre
estaba jugando un papel en el sentido teatral del término –y esto era algo que
nunca dejamos de saber. Se sabía que se estaba participando de un juego, pero no
de un juego para pasar el rato, sino de una aventura importante donde iba a saltar
el resorte íntimo de cada uno; diría que por ser teatral, era al mismo tiempo un
juego de desenmascaramientos. Curiosamente este juego perverso no estaba
practicado hacia nosotros con perversidad real, los resultados eran, más bien, un
aprendizaje acelerado y doloroso de nuestras actitudes mentirosas frente a los
demás Nosotros éramos algo así como integrantes de un laboratorio
gombrowicziano y lo sabíamos. Intuíamos que estábamos formando parte de uno
de los tantos experimentos que hizo Witold en su vida. Más tarde, leyendo una
biografía suya, alcancé a reconocer en su conducta en los bares de Polonia antes de
la guerra, el mismo comportamiento.
Me interesa la vida de Gombrowicz en tanto es un aspecto de sus textos, y
cuando me pongo a pensar, por ejemplo, en Ferdydurke recuerdo que él la escribió
de joven y que el protagonista del texto es un joven que se relaciona –que mira– a
los adultos En sus obras posteriores los personajes son adultos y aparecen mirando
a los adolescentes, no siendo mirados por ellos. Esto se ve muy claramente en La
seducción, curiosamente la obra que estaba escribiendo cuando llegó a Tandil.
Entonces, es una sensación rara descubrir entre líneas en La seducción la
experiencia que Gombrowicz tuvo con nosotros. Al principio, el libro comienza con
una anécdota que le conté yo, de un muchacho de Tandil que tenía una dificultad
cerebral y repetía dos veces la misma frase, la segunda vez muy bajito, y de esa
segunda vez no era consciente. Pero esto es meramente anecdótico, lo importante
es que entre líneas descubrí en esa novela –cuando la leí en español después de
años– que esos juegos que hacíamos con Gombrowicz en Tandil eran como
prácticas de esa patética aventura que los personajes adultos de La seducción –
Witold y Frederich– tienen mientras observan a la pareja de adolescentes. Tengo la
sensación de que en esos juegos artificiales servíamos de conejitos de indias para
esa nueva actitud de los personajes de Gombrowicz, ese darse vuelta los roles de
personajes que son observados como adolescentes a personajes adultos que
observan a esos adolescentes
Es curioso y difícil hacer comprender la absoluta excentricidad de Witold,
significativa en cuanto en él era casi como un sacrificio para escribir. Él no podía
relacionarse bien con gente de su edad en Tandil, con nosotros tampoco se podía
relacionar "bien", simplemente se podía mover cómodo en su excentricidad.
Desconcertaba mucho a los adultos, era un tipo que vestía un arrugado traje de
poplin y una gorra que llevaba en el bolsillo, casi podría decirse que se parecía a
Jacques Tati. Era cómico, pero al mismo tiempo tenía como una especie de
dignidad aristocrática, un orgullo. Creo que había asimilado en sus gestos mucho
del cine mudo. Un día le pidió prestada la bicicleta a uno de los muchachos y se
puso a andar, logró andar cada vez a menor velocidad hasta dejarla casi detenida y
como el piso era de arena iba dibujando cuadrados en vez de círculos con una
lentitud cercana a la inmovilidad. Era un perfecto corto de cine mudo y nosotros
llorábamos de la risa...
Él vivía en una piecita que alquilaba, escribía todas las mañanas, era muy
metódico y se enojaba si no aparecíamos con puntualidad a las citas que nos hacia
en el bar, dándonos una grotesca diatriba acerca de la impuntualidad criolla. Pero
enojado realmente, lo vi una sola vez y fue precisamente conmigo; fue la única vez
que desfacé la confianza que me tenía Recuerdo que él quería dar conferencias
sobre existencialismo y como yo era el más formal del grupo me encomendó
organizarlas, y acepté, pero con la idea secreta de jugarle una broma. Había en el
pueblo una pintora solterona, una de esas típicas solteronas de pueblo que además
pintaba muy mal, y no se me ocurre mejor idea que hacerle creer a Gombrowicz
que había divulgado lo de la conferencia por todo el pueblo, mientras en realidad
había invitado solamente a la solterona. Tuvo que tragarse dos horas hablándole
sólo a esa mujer; se agarró una rabieta tan grande que me echó del grupo. Les
decía a mis amigos que yo era un traidor y ellos me veían solamente en secreto
Pasada una semana de castigo empecé a recibir cartas a través de alguno de ellos.
Eran pequeñas misivas en las que Witold me escribía, por ejemplo: "Te perdonaré
si apareces en tal lugar"; se trataba de un lugar lejano al que yo fui la primera vez
y por supuesto él no apareció. Me di cuenta que era parte del castigo, incluso las
misivas seguían llegando y yo me quedaba con la duda de si Witold había ido o no.
Esto duró un tiempo hasta que nuevamente fui aceptado en la mesa del bar.
Dio algunas de las conferencias sobre existencialismo. Una de ellas, recuerdo, fue
en los sótanos de la biblioteca del pueblo. Él hablaba con un tono que era la parodia
del tono del conferenciante, fingiendo una seriedad que en realidad era muy
cómica. Agregando a eso, el acento polaco con que pronunciaba el español, que
también era parte del grotesco. Yo estaba sentado en primera fila y de golpe veo
que por el asiento de Gombrowicz empieza a subir una cucaracha, él también la vio
y no tuvo mejor idea que sacar la gorra arrugada del bolsillo y gritar "Este horrible
gusano" mientras la aplastaba Aunque era payasesco y le gustaba que se rieran de
él, sus conferencias eran didácticas y claras. Se consideraba afín a Sartre en cuanto
al tema de "la mirada del otro". La filosofía le importaba mucho, aunque mostrara
despego hacia ella –le reprochaba el no estar encarnada–; pero de hecho dialogaba
más con filósofos que con literatos. Incluso en ese juego que practicaba con
nosotros era como una especie de Sócrates circense, utilizaba el método socrático.
Gombrowicz nunca decía qué era lo que había que hacer, simplemente marcaba lo
que estaba mal hecho
¿Cómo reaccionaba frente a los textos que yo escribía y le mostraba? Bueno, lo
que a él más le interesaba era la creación de una forma propia, de un estilo propio
en el texto. Nunca dio consejos, simplemente hacía observaciones inherentes a esa
forma Cuando leía cosas mías en las que le parecía que yo imitaba a Mann o al
propio Gombrowicz –eran mis "imitados" más comunes– me lo marcaba diciéndome
que no estaba siendo fiel a mi propia forma. Sus observaciones eran siempre
bromeando, se ponía unos anteojitos para hacerse el profesor.
A Gombrowicz no le interesaba el género, poco le importaba si se trataba de
novelas, cuentos o diarios íntimos. Incluso llegó a decir que el género del futuro era
el diario porque ya las otras formas no podían contener un paralelo con la
estructura del mundo actual. A Borges se lo hice leer yo, aunque no quería. Decía
¿Para qué lo voy a leer si no me gusta?; sin embargo, le di Ficciones y vino
diciéndome que se trataba de "una cosa seria". Creo que a Borges lo eligió como
una especie de enemigo fantasmal, ya que nunca se trataron realmente. En
general, Gombrowicz no nos leía lo que estaba escribiendo, pero una vez hizo una
lectura memorable del primer acto de su obra teatral El casamiento. Teníamos un
local donde nuestro teatro independiente ensayaba, y él llegó riéndose y haciendo
bromas a "los artistas". Entonces le dije: Che, viejo, por qué no hacés teatro leído.
Le dimos una silla, abrió su libro y leyó durante 20 minutos, su máscara era
totalmente dúctil, en mi vida vi un teatro como ése.
Su partida de Tandil fue también payasesca. Recuerdo que mientras lo
saludábamos en el andén él estaba parado majestuosamente en el estribo del tren
con su traje, su paraguas y su pipa. Parecía un conde. Tan rara era su imagen, que
provocó una situación también rara: se le acercó un hombre que estaba caminando
por el andén y sorpresivamente le preguntó: "¿Y usted, qué es?", y se fue.
I)
El viejo dormía "un poquito" de siesta hasta esa hora. Tenía terminantemente
prohibido llegar antes y sobre todas las cosas sin avisar mi visita previamente por
teléfono: No. 34-8792. Yo llegaba. Me anunciaba la encargada, y entraba la vieja
pieza que tenía balcones a la calle Venezuela. Después del protocolo: "¿Qué tal,
Flor de Quilombo?"... "¿Cómo te va, viejo?". Los diálogos eran casi siempre así:
G: "Aquí tengo 500 nacionales para vos, más 500 adicionales extras por mayores
costos de la vida... (PAUSA) ¡Viejo, si es indecente lo que yo hago!... Dios mío...
¿por qué?... ¿por qué?... yo aflojo tanto dinero que me cuesta sangre . . . ¿Puedes
explicármelo? . . . Por qué esa debilidad mía que me hace gastar la plata con vos
tarado"
F: "Bueno, este, será porque vos querés, además yo no tengo dinero y... este ..."
(TARTAMUDEO) .
G: (CON VOZ AUTORITARIA Y FALSA). "Tartamudear y gemir, eso si sabes, yo no
sé por qué aflojo, debo estar loco. ¡La última vez que te di dinero no tuviste mejor
idea que comprarte un paraguas y un librito de Ortega y Gasset!... Me parece que
la esclerosis me está poniendo algo chocho, pero vos me contagiás la taradez.
Tomá estos nacionales antes de que me arrepienta. (PAUSA) Dime, Flor, ¿por qué
no le pides a tu tío millonario Marcolín, que vive en Italia, dinero para financiar tu
carrera universitaria... por no decir vagancia, o, de lo contrario, pídeselo a tu papá
y mamá...?"
F: "Yo... "
G: "Yo...yo" (imita mi tartamudez). Un largo silencio. Se pasea por la pieza
gesticulando teatralmente. Implora al cielo. Pone una rodilla en tierra. Se sienta en
un sillón. Mueve la cabeza que esconde entre las manos, y permanece largo rato.
Eso me llama la atención. Como si contuviese algo. Luego se pone de pie y declama
como el gran actor que es:
"¡Qué hermosa es la vida de la juventud ascética!"
"El dinero les quita el encanto y los pervierte". Y mirándome agrega: "A tu edad,
Flor, no hace falta tener dinero. Es nocivo... ¡Claro que tu espíritu de
pequeñoburgués lo ansia! Pero ya sabés, si lo deseas sácaselo a tus padres. ¿Acaso
no eres el hijo? ¿Es así, verdad?"
F: "Viejo, es que vos sos para mi como un padre espiritual y yo no se lo podría
pedir a nadie más. Sos como un padre potencial..."
G: "¡Mira Flor, esto es el colmo del descaro... (se ríe). Es curioso que yo que soy
–diriamos– impotente, me transforme en un padre potencial, además yo no he
tenido, y esto sea dicho con el mayor respeto, el placer con tu mamá". (DE
PRONTO INTERRUMPE LA CONVERSACIÓN Y CON TONO SEVERO DICE): "Viejo, ¿te
das cuenta de las estupideces que hablamos?. . . Por supuesto que existe un
culpable... "
F: "Witold son las 17 horas ¿No seria conveniente partir al «Querandi» ?"
G: "Ah, esa mezquindad tampoco se te escapó. No piensas sino en llenar el
buche. ¡Corre vos y espérame mientras hago unos llamados por teléfono !... "
Salgo de inmediato Llego al "Querandi". Esquina Perú y Moreno. A la media hora
llega Gombrowicz caminando pausadamente, contoneándose como una matrona
militar. Las manos en los bolsillos. El sombrero puesto. Compra el diario La Razón.
Sin decirme nada me alcanza la sección de deportes.
II)
Periodo: Verano de 1960. Lugar: Tandil. Bar "Ideal", Gral. Rodríguez y Pinto.
3. UN TEXTO "MARGOTÍNICO"
"Qué extraña relación la nuestra, Ernesto, tan alta en el plano del espíritu y tan
insoportable en el plano personal" (Gombrowicz, fragmento de carta a Ernesto
Sábato)
Hacia 1939 yo todavía estaba en La Plata donde trabajaba en el Instituto de Física.
Adolfo de Obieta –hijo del escritor Macedonio Fernández– editaba para esa época
una revista, Papeles de Buenos Aires, con todo tipo de material de literatura
contemporánea, surrealismo, etc. Un día hojeándola me encuentro con un relato de
un polaco desconocido llamado Gombrowicz. Con los años supe que era un capítulo
de la novela Ferdydurke; se llamaba Filifor forrado de niño. A mí me impresionó
mucho ese texto, sobre todo porque con un amigo, Miguel Itsigzohn, habíamos
inventado algo que llamamos "margotinismo" –una especie de humorismo avant la
leetre–, así que cuando leí el texto me alegré mucho y le dije a Miguel: "Este es el
margotinismo por excelencia".
Por Obieta nos encontramos por primera vez con Witold, fue en algún bar quizás.
En esa época estaban en el grupo el cubano Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez,
ellos formaban parte de una especie de delirante equipo de traducción del
Ferdydurke que funcionaba de una manera disparatada, como todo lo de
Gombrowicz.
Desde que lo conocí nos seguimos viendo a lo largo de esos veintitantos años que
siguieron, pero nunca fui lo que se dice un amigo de él hasta que viajó a Europa
para quedarse allí definitivamente y morir después de unos pocos años. Fue recién
por carta, y en esos últimos años, cuando trabamos una amistad intensa.
A veces me cuesta pensar en esa extraña relación que tuvimos. Una vez me
mandó una carta que decía: "Qué extraña relación la nuestra, Ernesto, tan alta en
el plano del espíritu y tan insoportable en el plano personal" (por supuesto que
estas frases engoladas habría que escucharlas dichas por él con ese acento polaco
tan cómico e impostado). Era muy difícil para mí mantenerme en una relación
discreta con Gombrowicz, terminábamos discutiendo siempre a gritos, los dos
éramos nerviosos y testarudos en nuestras opiniones.
Lo cierto es que cuando él se fue a Europa, en la correspondencia es donde
empezó nuestra gran amistad. Siempre nos habíamos tratado de usted, él tuteaba
sólo a los jóvenes y permitía que lo tutearan, pero con los adultos tenía una especie
de ceremoniosidad muy polaca, algo exagerada –por supuesto, exagerada adrede–.
Y en una de esas cartas que me escribió desde Berlín –época de enfermedad para
Gombrowicz, hecho que se trasuntaba en los temas de las cartas: muerte, soledad–
me decía: "Creo que ha llegado el momento de tutearnos" (nuevamente aquí habría
que recurrir a la imitación de su voz, recordando quizás alguna de las escenas de
su teatro). Esa frase me conmovió mucho, ya que leí detrás de la ironía un signo de
soledad y de desamparo, una especie de nostalgia por Buenos Aires.
Y, efectivamente, la última vez que nos vimos –fue poco tiempo antes de su
muerte, yo estuve en Europa y pasé 24 horas en su casa en Vence, al sur de
Francia– pude comprobar este signo. Empezamos el encuentro como correspondía:
discutiendo a gritos. Cualquier tema era pretexto para discutir, sobre todo el de la
política. Witold exageraba su supuesto "reaccionarismo" con el afán de
escandalizar. Llegaba a decir, por ejemplo, que "el gran modelo de sociedad es el
de los Estados Unidos". Yo sabía que decía disparates para escandalizar, pero si le
sugería que sabía eso, se ponía aún más enojado e inflexible y argumentaba:
"Estoy hablando profundamente en serio". De pronto, en un momento en que nos
quedamos solos –su mujer y la mía salieron de paseo– empezamos a hablar en
tono más íntimo y reposado. Hablábamos de lo que escribíamos, él me reprochaba
que yo escribía poco, yo le contestaba que no era partidario de publicar borradores,
y de pronto Witold se pone muy serio y me dice: "Ernesto, lo más importante que
yo podría escribir y que ya no haré, es la transcripción de la experiencia poética
que fueron mis primeros años de vida en Buenos Aires".
¿Qué fue esa experiencia que tuvo? No lo sé, la intuyo quizás, pero lamento que
no haya escrito esa gran metáfora que probablemente podía haber hecho...
Pues así fue, una relación muy irregular y al final muy patética. Precisamente
cuando murió, Rita su mujer –era una joven canadiense con la cual se había casado
hacía unos pocos años– nos escribió una carta diciendo que Witold en sus últimos
momentos había recordado mucho a Buenos Aires.
En Europa lo encontré cambiado, sobre todo físicamente. Las drogas que tomaba
por su enfermedad lo habían hinchado terriblemente. Él antes era un hombre flaco,
nervioso, que fumaba el cigarrillo como chupando, y de golpe lo encuentro
deformado. Por otro lado, me dio la misma imagen que siempre: la de un hombre
cariñoso –aunque ocultara esa ternura con una ironía teatral– y sobre todo muy
ávido de afecto. La gente tiene una imagen distorsionada de Gombrowicz, creen
que era hosco y solitario, yo, por el contrario, pienso que era sociable y que le
encantaba dialogar. Incluso no creo que Witold no haya entrado en los cenáculos
literarios argentinos porque no se lo haya propuesto, sino más bien porque no
"engranó". A personas como Victoria Ocampo o Bioy Casares, la personalidad de él
les chocaba y así es como fue quedándose solo; aunque de hecho fue íntimo amigo
de Mastronardi, también del grupo Sur.
Tenía mucho respeto por la literatura argentina, y las críticas que podía hacerle
eran las mismas que les hacemos nosotros desde adentro, el amor también era el
mismo. Era una relación "importante", es decir, a él le importaba la literatura
argentina. Estaba muy integrado al país, incluso cuando salió Ferdydurke reeditada,
me pidió que la prologara. En ese prólogo yo hablo sobre el aparente misterio de
esa integración de un polaco a un país como la Argentina. Trazo un parecido entre
esos dos países tan distantes; los polacos se estuvieron preguntando siempre en
qué consistía su patria, anduvieron acuciados por intensos problemas nacionales,
nosotros también. Además, esa mezcla de cultura europea exquisita y
subdesarrollo, esa característica de país preburgués o aburgués, nos iguala.
También el temperamento de los polacos es parecido al nuestro: nerviosidad,
vehemencia, gusto por llevar la contra, y ese humor que –en el caso de
Gombrowicz– fue siempre muy comprendido. Además, la vida de los cafés en
Buenos Aires es parecida a la de Polonia, esa tertulia constante, ese "filosofar"
interminable.
¿La relación de Gombrowicz con la filosofía? Justamente, a él le interesaba
muchísimo, y era un autodidacta. Dio aquí algunos cursos de filosofía para ganarse
la vida y quizás también –como decía él– "como un método para aprender algo".
Me acuerdo que dialogábamos mucho sobre cómo debía desarrollarse una clase
ante personas, bueno, en fin, lo que aquí llamamos "señoras gordas". De esas
señoras nos reíamos mucho con Witold aunque es cierto –no seamos injustos– que
lo ayudaron mucho, lo llevaban a sus estancias y él iba a hacer el show del falso
conde polaco. Gombrowicz no era conde sino simplemente hijo de una familia
aristocrática polaca, pero le encantaba inventar estas farsas sobre sus títulos. En
general, tenía una especie de fascinación por los títulos nobiliarios. Un día recuerdo
que me dijo: "Mirá, a lo mejor me presentan una mujer y no me significa nada,
pero si me la presentan diciendo: «la principesa tal» me corre algo frío por la piel,
qué vamos a hacer, así soy".
Aquí vivía una princesa polaca –Ada Lugomirsky– que era gran amiga de
Gombrowicz y vivía muy pobremente. Un día me cuenta indignada que Witold en
las cartas que le escribía encabezaba el nombre con un "princesa", hecho que a ella
le incomodaba mucho por la sorpresa que provocaba en la portería de su modesta
vivienda. Witold, sin embargo, no quiso ceder en esta costumbre. Solía decir "yo
soy muy snob". Así era este hombre, tan querido y desconcertante a la vez. En mi
último viaje a Polonia pude comprobar la admiración que le tienen allí. Él le había
escrito a un novelista polaco diciéndole que yo iría, por supuesto ese escritor no
había leído mi obra – recién me estaban traduciendo al polaco–, pero vino
ansiosísimo a visitarme porque quería saber de Witold. Trajo al famoso Mrozek,
joven escritor polaco que no conocía a Gombrowicz personalmente y que pasó toda
la visita devorándome con los ojos, como si a través mío pudiera adivinar alguno de
los gestos, algunas de las frases que hubiera dicho el genial Witold.
"En esta cena estaba también presente Borges, quizás el escritor argentino de
más talento, dotado de una inteligencia que el sufrimiento personal agudizaba; yo,
con razón o sin ella, consideraba que la inteligencia era el pasaporte que aseguraba
a mis «simplezas» el derecho a vivir en un mundo civilizado (...) ¿Cuáles eran las
posibilidades de comprensión entre esa Argentina intelectual, estetizante y
filosofante y yo?" (Gombrowicz, Diario Argentino, pág. 37).
Por Tamara Kamenszain en "Texto Crítico" II (4): 89-105 , Mayo-Agosto 1976. México