Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
0*
EDITORIAL
SINTESIS
Poéticas y retóricas griegas
Antonio López Eire
EDITORIAL
SINTESIS
Proyecto editorial:
H isto r ia d e la L iteratura U niversal
C o o r d in a d o r e s d e á r e a s :
© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 3 4 - 2 8 0 1 5 Madrid
Tel.: 91 5 9 3 2 0 98
http://www.sintesis.com
Depósito Legal: M. 2 6 .5 8 4 -2 0 0 2
ISBN: 84 -7 7 3 8 -9 9 0 -X
5
1.19. Rito, mitO'.y poesía en la festividad de las Grandes Dionisias
en Atenas 41
1.20. La secularización de la literatura griega: de la poesía
a la prosa 42
1.21. Discurso retórico-político y sociedaddemocrática 44
1.22. El discurso retórico democrático y agonal 46
1.23. Literatura agonal y crítica literaria 48
1.24. Crítica literaria y poética 51
1.25. Crítica literaria y retórica 53
1.26. A modo de conclusión 55
2. La poética 57
2.1. La poética 57
2.1.1. Los poetas enjuician la poesía 57
2.1.2. La poéticade la poesía homérica 57
2.1.3. La poéticade la poesía hesiódica 60
2.1.4. La poéticade la poesía homérica y hesiódica 61
2.1.5. La poéticade la poesía lírica 63
2.1.6. La polémica entre poesía y filosofía 64
2.1.7. La interpretación alegórica de la poesía 65
2.1.8. La poesía entre el mito y la alegoría 66
2.1.9. El concepto pindárico de la poesía 67
2.1.10. El encuentro de la retórica y la poética 68
2.1.11. Poética y Sofística 70
2.1.12. La psicagogía y la poética-retórica 72
2.1.13. La psicagogía y las figuras de la retórica poética 73
2.1.14. Etica, política, oralidad y drama 75
2.1.15. La crítica cómico-poética de Aristófanes 76
2.1.16. Ética política, discurso retórico y estilopoético 78
2.1.17. Ética y metafísica contra poética: la filosofía
de Platón 80
2.1.18. La crítica metafísica a la obra poética y el origen
Poéticas y retóricas griegas
de la teoría de la mimesis 81
2.1.19. El peligro psicagó^co de la poesía 82
2.1.20. La contribución de Platón a la poética 83
2.2. La Poética de Aristóteles 85
2.2.1. Plan de la obra 88
2.2.2. Los presupuestos básicos 94
6
2.2.3. Los placeres de la poesía 97
2.2.4. La aristotélica poética de la recepción y su funda-
mentación filosófica 98
2.2.5. Forma y función de las diferentes especies de
poesía 102
2.2.6. Definición de la poética 103
2.2.7. Poesía, música y danza 105
2.2.8. Poesía, imitación y perfección 107
2.2.9. Causas primaria y secundaria de la poesía 111
2.2.10. Historia antropológica de la poesía 113
2.2.11. De la perspectiva antropológica de la poesía a la
perspectiva ética 114
2.2.12. La tragedia como ejemplo insigne de la evolución
teleológica de la poesía 115
2.2.13. Análisis estructural de la tragedia 117
2.2.14. Estructura del argumento de la tragedia 118
2.2.15. La imitación poética de la realidad 119
2.2.16. Forma y función de la tragedia 120
2.2.17. Forma y función de toda poesía 121
2.2.18. Unidad, integridad y coherencia de la obra poética 123
2.2.19. La funcionalidad de la obra poética 125
2.2.20. La verosimilitud en poética y retórica 126
2.2.21. Forma y función en poética y retórica 127
2.2.22. Forma y función de la poesía ejemplificada en la
tragedia 128
2.2.23. El efecto poético ejemplificado en el efecto trágico
y su influencia sobre la forma del argumento 131
2.2.24. Acción poética y carácter del ejecutante: acción
trágica y héroe trágico 132
2.2.25. Poesía y géneros poéticos 133
2.2.26. Doctrina de Aristóteles sobre la comedia 136
2.2.27. Consejos al poeta 137
2.2.28. A modo de conclusión 138
2.3. El Tractatus Coislinianus 139
2.3.1. El Tractatus Coislinianus frente a la doctrina aristo
télica 140
2.3.2. El Tractatus Coislinianus como reflejo lejano
de la doctrina aristotélica 142
2.3.3. La temática y el estilo de la comedia según
índice
7
2.3.4. Las especies de “lo risible” según el Tractatus
Coislinianus 144
El tratado Sobre lo sublime de Longino 146
2.4.1. El tema del tratado y su contexto histórico-literario 146
2.4.2. El autor del tratado Sobre lo sublime 147
2.4.3. Repercusión del tratado Sobre lo sublime 149
2.4.4. La época del tratado Sobre lo sublime 150
2.4.5. El propósito del tratado Sobre lo sublime 151
2.4.6. El método del tratado Sobre lo sublime 152
2.4.7. El concepto de “lo sublime” 152
2.4.8. El concepto de “lo sublime” entre la Naturaleza
y el Arte 153
2.4.9. El concepto de “lo sublime” según el crítico literario 154
2.4.10. El concepto de “lo sublime” según el clasicista 155
2.4.11. Las fuentes de “lo sublime” 156
2.4.12. Doctrina de los pensamientos sublimes 157
2.4.13. Retórica, psicología y ética en el tratado Sobre lo sublime 158
2.4.14. La estética de la recepción en el tratado Sobre lo
sublime 159
2.4.15. La “fantasía” retórica y poética en el tratado Sobre lo
sublime 160
2.4.16. La acumulación de motivos en el tratado Sobre lo
sublime 160
2.4.17. El concepto de unidad en el tratado Sobre lo sublime 161
2.4.18. El clasicismo antihelenístico del tratado Sobre lo
sublime 162^
2.4.19. La retórica escolar en el tratado Sobre lo sublime 163
2.4.20. La estética de la producción en el tratado Sobre
lo sublime 164
2.4.21. La estética de la recepción en el tratado Sobre lo
sublime 165
2.4.22. A modo de conclusión: la excelencia del tratado
Sobre lo sublime 166
3. La retórica 169
9
3.4.9. Otras Retóricas de los siglos Π-Ill d. C. 256
3.4.10. Los Progumnásmata 257
3.4.11. Los Prolegomena 258
3.4.12. A modo de conclusión 259
Glosario 269
Cronología 277
Bibliografía 283
Poéticas y retóricas griegas
10
C ap ítu lo 1 Consideraciones previas:
poética, retórica
y crítica literaria
La poética es el arte que versa sobre la poesía, es decir, el arte que estudia en
forma y contenido el lenguaje que configura la obra poética. La retórica es el
arte del lenguaje en cuanto que con su forma y su contenido es capaz de per
suadir. Y la crítica literaria es la disciplina que juzga y valora la literatura, o sea,
11
nal aceptación, la calidad y la autenticidad de los textos, consideraban más
valiosas y dignas de imitación. El término “crítico” lo empleó por vez primera
Crates de Malos, filólogo y gramático de la escuela de Pérgamo, rival de la de
Alejandría, que visitó Roma como embajador del rey Atalo de Pérgamo el año
168 a. C.
12
En el capítulo primero del libro X de su Institutio Oratoria, Quintiliano
(s. i d. C.) (Ortega Carmona), siguiendo a Teofrasto, recomienda al orador que
desee gozar de la tan requerida afluencia de palabras, que se entregue sin tasa
ni duelo a la lectura de poetas, historiadores y filósofos, y, a continuación,
pasa revista a los poetas griegos, procediendo, en esta revisión crítica, por géne
ros, y añadiendo útiles anotaciones personales que no son en el fondo sino jui
cios de valor heredados de las autoridades en la materia.
Valora así a los poetas de la epopeya, a los elegiacos, yámbicos, líricos, trá
gicos y cómicos, y no se le queda en el tintero la declaración tajante -por lo demás
inobjetable- de que entre los nueve líricos griegos del canon alejandrino Pinda
ro ocupa con mucho el primer lugar (X, 1, 61). Añade, además, a este elenco el
de los poetas latinos, así como los de los oradores, historiadores y filósofos de
Grecia y Roma. En tiempos de Quintiliano (s. i d. C.), por tanto, existían una
literatura griega y una literatura latina perfectamente clasificadas y debidamente
valoradas por los críticos literarios, cuya detenida lectura y conocimiento a fon
do se consideraban, además de un placer, de gran ayuda para el orador.
En la Institutio, la obra de Quintiliano, que, descubierta por Poggio Brac-
ciolini el año 1416, iluminó el Renacimiento, hay una retórica convertida ya
en crítica literaria y hasta un disfrute pleno de la literatura, pues en ella leemos
que existe otro fruto en la retórica, el proveniente del estudio privado, el puro
deleite de la literatura, cuando el estudio se aparta de la acción, del trabajo, y
disfruta de la contemplación de sus propias obras (II, 18, 4-5).
A la literatura, al concepto de obra literaria, fueron, pues, a parar todas las
obras poéticas y discursos retóricos que se consideraban ejemplares, además
de placenteros, modélicos para leer, estudiar e imitar en la escuela. Antes de la
13
a la escritura, y además estaban aprendiendo a disfrutar de las composiciones
de los poetas escritas con letras, pero todavía en su tiempo más que de estu
dios literarios habría que hablar de “educación” ciudadana o paideía.
Tal como explica Protágoras en el diálogo platónico que lleva por título su
nombre, la educación o paideía del niño ateniense pasaba por tres ineludibles
fases, pues recibía, en primer lugar, una formación ética a cargo de sus padres,
la nodriza y el pedagogo, luego aprendía a memorizar y comentar la poesía, y,
finalmente, se le enseñaba a ejecutar composiciones líricas acompañándose con
la lira (Protágoras, 325C-326B), y todas estas fases formaban un todo compac
to y unitario que no se entendía sino como educación o paideía.
Pero ya en Época Helenística, cuando la escuela no se dedica a que los
alumnos adquieran una destreza especial para la ejecución e interpretación de
la poesía que los haga brillar en la ciudad como ciudadanos educados, colma
dos de paideía, cuando la retórica no tiene ya tan amplio empleo como en la
Época Clásica (los atenienses eran como asiduas e incesantes cigarras de los
tribunales de justicia, según Aristófanes), nos acercamos a los modernos con
ceptos de crítica literaria o estudio de la literatura.
Las “letras”, las obras literarias escritas, dejan de ser material pedagógico
y ético-político juzgado por los propios ciudadanos que se sirven de ellas, las
composiciones poéticas y retóricas dejan de ser material de inmediato uso polí
tico (o sea, realizado en la polis o ciudad-estado) y se convierten en objeto de
valoración y clasificación previa por parte de unos nuevos jueces, los especia
lizados y eruditos sabios alejandrinos, que, con criterios técnicos más que peda
gógicos o ético-políticos, separan y discriminan las obras y autores que hay que
leer de los que no merecen tal honor. Se pasa así de la literatura como forma
ción, como paideía, a la literatura como crítica literaria.
En la Época Clásica había jueces de las obras literarias, pero las valoraban
con criterios de formación de los ciudadanos, con criterios ético-políticos, con
criterios de utilidad práctica inmediata, porque la literatura se usaba en la ciu
dad, de la literatura se aprendía y la literatura educaba. La literatura era ciuda
dana, política, ritual; por ejemplo, las tragedias y las comedias competían, res
pectivamente, unas con otras en las festividades de Atenas. En cambio, en la
Época Helenística, los sabios valoran una literatura que en gran medida ya no
Poéticas y retóricas griegas
se ejecuta, una literatura que solamente se lee y que se valora ya con criterios
de presunto valor literario. Nace así la crítica literaria.
En nuestros tiempos posmodemos, como resultado de la propagación y
aplicación multisecular del concepto y la práctica alejandrina de la “crítica”,
valoración o enjuiciamiento previo de obras literarias, que, si resultaban alta
mente valoradas y consideradas estéticamente distinguidas y relevantes, iban a
14
parar a los programas de las escuelas, podemos decir que Quevedo escribió
obras literarias en prosa y verso, pues estas obras son composiciones que salie
ron de la pluma de un escritor que está canonizado en los libros de Historia de
la Literatura Española.
De la misma manera, los cuatro evangelios del Nuevo Testamento -se oye
decir entre los católicos- nos cuentan la verdad de Jesucristo y nos abren las
puertas del cielo, pues están canonizados o introducidos en un “canon” o “regla
modélica aceptada”, mientras que los apócrifos son indeseables y no merece
dores de lectura ni consideración. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia, al pare
cer tan infalibles y fiables como lo fueron los críticos alejandrinos y los actua
les críticos, que son sus más o menos legítimos sucesores.
Pero Aristóteles, en la Grecia del siglo IV a. C., no entendía así las cosas, sino
que distinguía entre obra poética, que era la que, en prosa o verso, con len
guaje o con música o con danza o con las tres cosas juntas, imitaba caracteres,
acciones y pasiones humanas, y la obra retórica, que era un discurso retórico
destinado a persuadir a un auditorio a través del lenguaje.
Al arte poética, según este gran filósofo, corresponde estudiar tanto la poe
sía, como la prosa (o composición poética no sometida a la tiranía de la métri
ca), la música y el baile, tres facetas de lo que los antiguos llamaban mousíké o
arte de las Musas, bien aisladamente bien en conjunción. De hecho, la más
15
ción cumplida. Ésa es asimismo la única persuasión que interesa a la obra poé
tica en prosa o verso: convencer al lector u oyente de su perfección en cuanto
representación mimética, o sea, imitativa. Y ése es también en parte el propó
sito persuasivo de una especie de oratoria, la llamada “epidictica”, que es la
que más próxima se encuentra de la música, la danza y la poesía, sobre todo
de esta última. El discurso “epidictico” pretende deleitar más que probar y lo
más que prueba es la capacidad del autor para llevar a cabo su empresa.
Ahora bien, si nuestro interés en poética no va por la música ni por la dan
za y además queremos relacionar la poética con la retórica, no hay más reme
dio que detenerse a contemplar cómo el lenguaje es el ingrediente común de
la poesía, que estudia la poética, y del discurso persuasivo, que es objeto de la
retórica.
lenguaje.
Los seres humanos estamos obligados, por mor de nuestra esencial socia
bilidad, a servimos del lenguaje para influir sobre nuestros prójimos, para delei
tarles, enseñarles, dirigirles políticamente, persuadirles, exhortarles, censurar
les. Asimismo estamos obligados a compartir con ellos el mundo a través del
lenguaje.
16
Con nuestros prójimos lo compartimos todo Qa realidad, el mundo, los
conocimientos, las pasiones, las alegrías y las tristezas) sólo a través del len
guaje, que sirve fundamentalmente para comunicar con el prójimo y sólo sub
sidiariamente para comunicarse uno esquizofrénicamente consigo mismo, o
sea, para pensar.
Mientras no se demuestre lo contrario, un poema o un discurso retórico,
en particular, y una obra literaria, en general, se confeccionan a base de len
guaje, pues con el lenguaje se piensa y se comunica. Y, si esto es así y el
lenguaje es primariamente pragmático, no es de extrañar que ya los griegos
descubrieran funciones pragmáticas y político-sociales en las composiciones
poéticas y retóricas.
Efectivamente, los antiguos griegos se anticiparon a los modernos lingüis
tas de la Lingüística Pragmática, al concebir el lenguaje racional, el lógos, como
una entidad operativa, activa, dinámica, pragmática, con la que era posible, al
igual que con la música y la danza, hacer cosas, como encandilar a los oyen
tes, emocionarlos, enseñarlos, persuadirlos, hacerles cambiar de opinión, puri
ficarlos de las pasiones, hacerles reír, elogiarlos o denostarlos.
Y asimismo, precisamente por ello, los antiguos griegos no disociaron el
lenguaje de la acción, no separaron las palabras que se dicen, tá legómena, de
las acciones que al mismo tiempo se ejecutan o llevan a cabo, tá drómena y tá
prágmata, no distanciaron el mito del ritual, no separaron los discursos retóri
cos de sus connaturales gestiones, funciones y contextos; en una palabra, no
aislaron hasta época alejandrina ni la poesía ni el discurso retórico de sus res
pectivas pragmáticas acciones derivadas del hecho de ser lenguaje en acción.
La poesía y el discurso retórico son lenguaje en acción y, por tanto, sirven
para realizar funciones político-sociales. Las diferentes especies de poesía po
seen diferentes funciones, todas ellas placenteras, y lo mismo puede decirse
del discurso retórico en cuanto que sirve para llevar a término una gestión.
Todo discurso retórico tiende, más que a cautivar, a persuadir al oyente o al
público o nutrido grupo de oyentes, si bien -com o ya sabem os- existe una
especie de discurso retórico, el “epidictico”, que tiende sobre todo a impre
sionar y deleitar con su hermosa factura, con sus estéticas hechuras, al audi
torio, por lo que se acerca a la obra poética.
Pero, en cualquier caso, tanto la poesía como el discurso retórico son len
guaje en acción, y en la venerable Antigüedad griega se asociaban inseparable
mente a la acción, a la acción político-social, hasta el momento en que, en Epo
ca Helenística, se convirtieron en literatura.
La literatura, la crítica literaria, las canonizaciones alejandrinas de la poe
sía y de la oratoria, de las obras en prosa y en verso, son la antigua poesía y ora
toria griegas, antaño vivas e íntimamente ligadas a la acción político-social,
depositadas ya cadáveres en el laboratorio de los eruditos anátomo-patólogos
de Alejandría que disfrutaban descuartizándolas y estudiando de cerca la malig
nidad o benignidad de sus tejidos.
Lo que en la Epoca Clásica de los antiguos griegos pertenecía al arte de la
poética o de la retórica, a saber: un buen número de poesías y discursos retó
ricos en prosa hasta entonces vivos y funcionales, pasó a ser literatura anqui
losada y congelada por el hielo de la escritura en la Epoca Helenística.
La poética y la retórica estudian, respectivamente, las poesías y los discur
sos retóricos con el fin de enseñar a fabricar otros nuevos. La literatura, en cam
bio, enseña a leer, entender y disfrutar poesías y discursos previamente selec
cionados por la “crítica” como ejemplares.
18
anatomías de composiciones literarias enhechizadoras y persuasivas, pues ellos
fueron desde muy pronto conscientes de que con el lenguaje se podían con
feccionar obras poéticas que deleitaban a los oyentes y discursos retóricos que
los persuadían y al mismo tiempo los seducían con cierto encanto similar al
poético.
Ellos descubrieron esas virtudes del lenguaje, esas sus capacidades poéti
ca y retórica, y reflexionaron sobre ellas. El lenguaje sirve para hacer algo tan
importante como deleitar a los oyentes de poesía y convencer de una determi
nada tesis a los que escuchan a un orador.
Y, además, el lenguaje engalanado, enhechizador y persuasivo puede ser
objeto de aprendizaje para realizar con él funciones poéticas y retóricas y pue
de, por tanto, en cuanto sustancia material de la realización de literatura, de
obras poéticas y retóricas, ser sometido a crítica literaria, a enjuiciamiento basa
do en determinados criterios estéticos, labor que también -inevitablemente-
se hace con lenguaje, porque hasta al lenguaje se le juzga con el lenguaje mis
mo. Esta es, ni más ni menos, la filosofía de la poética, de la retórica y de la crí
tica literaria. Con la poética y la retórica se estudia el lenguaje en pleno fun
cionamiento, con la crítica se le juzga una vez se ha asentado y consolidado
por obra de la escritura. Pero -q u e no se nos olvide- la poética, la retórica y la
crítica literaria las realizamos con lenguaje.
El lenguaje, en efecto, sirve para la acción, para cautivar a los oyentes y para
persuadirlos, y también para pensar. Por tanto, el poeta que encandila a su públi
co, el orador que persuade a sus jueces y el crítico literario que reflexiona sobre
las virtudes del lenguaje empleado poética o retóricamente coinciden todos en
emplear el lenguaje para comunicar y pensar, que es justamente lo que asimis
19
sus receptores, e imita acciones, caracteres y pasiones humanas, una imitación,
que, según los griegos, pueden llevarla a cabo también la música y la danza,
mientras que el discurso retórico no imita nada y, en cambio, se nutre de argu
mentos lógicos (se argumenta también con lenguaje), aunque no desdeña las
estrategias psicológicas y estéticas que son esenciales en poesía, y su fin es, más
que el deleite de los oyentes, su persuasión.
Bien es verdad, sin embargo, que a veces -ya lo hemos dicho- resulta que
quien hace uso del lenguaje para confeccionar un discurso retórico sólo tiene
que persuadir a su auditorio de su facilidad para enhechizarlo (esto ocurre en
el discurso llamado “epidictico” o de lucimiento, del que forman parte los
solemnes discursos conmemorativos de señalados eventos o efemérides) y
entonces el orador, recreándose en la suerte, se acerca a la poesía empleando
muchas de sus connaturales galas. Este tipo de discurso retórico alcanza asi
mismo altas cotas de musicalidad e incluso muchas veces parece que en él dan
zan ballet, adoptando hermosas poses y figuras contrastadas y conspicuas, las
palabras en las frases y las frases en los períodos.
También ocurre que argumentando racionalmente se puede confeccionar
un discurso que a la vez nos embelesa, o, al revés, componiendo una obra poé
tica podemos emplear temas o argumentos verosímiles y racionales, porque lo
racional y lo deleitoso no se autoexcluyen, porque una cosa no está reñida con
la otra y se puede deleitar aprovechando.
Es decir: los oradores que preparan discursos retóricos nada pierden cau
tivando a su auditorio con dicción elegante- (pues ese enhechizamiento contri
buye no poco a la persuasión) y los poetas se pueden y hasta se deben apro
vechar de la racionalidad persuasiva, de esa verosimilitud tan importante en
retórica, que se nos ofrece espontáneamente en el uso del lenguaje, aunque la
poesía por sí misma nada tiene que argumentar.
Una vez que el lenguaje, como demostró Gorgias, es siempre bien distin
to de la realidad que dibuja, no tiene por qué ser necesariamente “real” ni “ver
dadero”, sino que le basta con deleitar, enhechizar, y, si cabe, aunque no nece
sariamente, enseñar (función de la poesía estudiada por la poética), y, sólo en
caso de aproximación a la presunta realidad, resultar verosímil, o sea, seme
jante a la inalcanzable, inaccesible, irrecuperable y siempre presunta verdad
Poéticas y retóricas griegas
20
1.6. Len g u aje, lógica y psicología
22
los ciudadanos podían ejercer, no sólo el lenguaje poético, sino también la músi
ca y la danza como transmisoras de caracteres y pasiones, de êthos y páthos, sus
ceptibles también de ser comunicados a través de lenguaje, bien solo, bien
reforzado por la armonía y el ritmo de la música y la danza, a su vez asimismo
transmisoras por sí solas de caracteres y pasiones.
Conviene desde ahora mismo saber que para los dos grandes teóricos de
la poética y la retórica del mundo clásico, Platón y Aristóteles, la poesía es esen
cialmente el drama, género poético en el que se realiza la íntima fusión de poe
sía, música y danza, modalidades de la mousiké transmisoras todas ellas por
separado de caracteres y pasiones. El “Divino Filósofo” se lamenta en Las Leyes
(710A) de lo que él mismo llama “la actual teatrocracia” que ha acabado -argu-
menta- con los cinco géneros propios de la mousiké (música y poesía), que eran
el himno, el lamento, el peán (canto coral en honor de Apolo o Artemis), el
ditirambo (canto coral en honor de Dioniso) y el nomo citaródico (solo vocal
acompañado de la cítara). Es decir, la poesía para los griegos es un aspecto de
la mousiké o complejo de música, danza y poesía, en la que se dan diferentes
géneros -e l más perfecto y completo, el dramático-, en todos los cuales salen
a relucir caracteres y pasiones. Dondequiera haya palabras, ritmos y armonías
hay manifestación de caracteres y emociones. En toda composición poética,
musical y retórica, por tanto, afloran caracteres y emociones que son operati
vos porque influyen sobre los oyentes.
Toda poética, por tanto, y toda retórica que se precien han de contar con
este presupuesto fundamental, a saber, el de la presencia, en toda obra foijada
con lenguaje, música o danza, de caracteres y pasiones, de êthos y páthos. De
hecho Aristóteles distingue tragedias éticas, en las que predomina el primer
elemento, y patéticas, en las que abunda más bien el segundo. Asimismo, muy
agudamente definió la Odisea como un poema épico de cone “ético” o de carac
teres, mientras que la Ilíada vendría a ser, en su opinión, un poema épico más
bien “patético” o conmovedor. Y en retórica no se puede negar que, siguiendo
las enseñanzas de los primeros tratadistas y luego del propio Aristóteles, el buen
carácter del orador (êthos) puesto de manifiesto a través de sus palabras y el
contagioso patetismo (páthos) que un discurso transmita son dos estrategias
persuasivas enormemente importantes, tan eficaces o más que la estratégica
lógica de la argumentación.
Existe además, según el Estagirita, en la tragedia, que es el género que estu
dia como especialmente representativo de la producción poética, una parte
importante ligada a los caracteres de los personajes, que es la diánoia, que podría
definirse como la capacidad intelectual y cognoscitiva que los personajes de un
drama ponen de manifiesto a través del lenguaje o sea haciendo uso del len
guaje para expresar sus pensamientos. Pues bien, esa diánoia, esa manera de
hablar para expresar los pensamientos que emplean en poesía los personajes
de un drama y en retórica los oradores es sin duda un elemento común a la
poesía y al discurso retórico que interesa, por consiguiente, tanto a la poética
como a la retórica.
Pero, además, la manera de hablar para cautivar por la belleza del lengua
je al oyente es otra estrategia psicológica fundamental tanto en poética, como
en retórica. El oyente embelesado por la galanura del lenguaje es el sujeto pacien
te ideal de la obra poética y de la retórica. La buena poesía debe enhechizar al
oyente y la buena retórica debe lograr que el oyente -preso de una falacia o
paralogism o- asocie la hermosura de lo dicho con su presunta veracidad, el
“cómo” con el “qué” de su discurso. En efecto, no hay que olvidar que la “dic
ción”, el “estilo”, la léxis, más o menos deslumbrante o encumbrada, es una
parte esencial no sólo de la poesía, que por su función tiende a proporcionar
placer, sino también del discurso retórico, pues, aunque su propósito es per
suadir a un auditorio, importa mucho, con vistas a la consecución de este pro
pósito, hacerlo con dicción elegante, con estilo admirable, agradable y, por tan
to, persuasivo.
En resumen: poética y retórica son artes distintas, es cierto, sus objetos
son diferentes, sus propósitos son diversos, pero necesariamente, dado que
una y otra trabajan con lenguaje, que es operativo, activo, dinámico y pragmá
tico, y está provisto de estrategias lógicas o argumentativas, psicológicas y esté
ticas con las que un hablante puede influir eficazmente en el receptor con vis
tas a su conquista mediante el placer o la persuasión, ambas artes coinciden
en el estudio y recomendación del empleo de determinadas e idénticas estra-
tregias lingüísticas, fundamentalmente de índole cognitiva, psicológica y esté
tica, que favorecen tanto el propósito de la una como el de la otra.
Como hablar es hacer y las palabras se entremezclan con las acciones, parece
lógico que allí donde haya representación de una acción (pensemos en la tra
Poéticas y retóricas griegas
24
minadas cuestiones litigiosas y propuestas políticas. Luego la poética y la retó
rica coinciden a la hora de estudiar en la poesía y en el discurso retórico, res
pectivamente, su carácter pragmático. Y esa pragmaticidad de la poesía y del
discurso retórico depende del esencial carácter pragmático y político-social
del lenguaje.
25
1.9. Lo pragmático y lo real en la poesía y en el discurso retórico
No hay, pues, que olvidar que tanto la poesía como el discurso retórico son
lenguaje y, por consiguiente, ambos son esencialmente necesarios e inevitables
actos de habla, que, como todos los actos de habla del lenguaje, son operati
vos, activos, dinámicos, pragmáticos, indiferentes al criterio de verdad y fun
damentalmente político-sociales. En efecto, poesía y discurso retórico sirven
-com o el lenguaje mismo- para hacer algo y no reproducen la realidad (pues
la textura del lenguaje no es la de las cosas reales) ni tienen por qué acercarse
ni mucho ni poco a ella (el discurso retórico se contenta con lo verosímil) y no
se entienden fuera de lo político-social. Todo esto lo percibieron claramente
los antiguos griegos.
La poesía y el discurso retórico deben producir determinadas acciones o
ejercer concretas y precisas influencias sobre los oyentes, lectores o especta
dores que los contemplan. La tragedia, por ejemplo, es, según Aristóteles, una
acción mimética destinada a que sus espectadores logren la kátharsis o purifi
cación de pasiones como la conmiseración y el terror a través de la contem
plación de tales pasiones, con lo que obtendrán subsiguientemente placer. Y
el objetivo del discurso retórico es convencer a los oyentes que actúan como
jueces juzgándolo en los tribunales de justicia, en las asambleas o en las solem
nidades públicas. Luego la poesía y el discurso retórico sirven para hacer algo
en los conciudadanos mediante el lenguaje, son político-sociales y pragmáti
cos a través de la palabra.
Pero precisamente por ello, porque la palabra no coincide con la reali
dad a la que se refiere, la poesía y el discurso retórico no tienen por qué
reproducir la verdad, sino tan sólo lo verosímil. Una de las maravillas de la
Poética aristotélica es que su autor concibe la imitación o mimesis ideal en
que consiste la poesía, no, como Platón, en términos de una copia exacta de
la verdad, sino más bien como representación de lo verosímil, de lo que, si
no sucedió, pudiera haber sucedido en virtud de la verosimilitud o la pro
babilidad. Y es asimismo estupendo y gratificante comprobar cómo Aristó
teles en la Retórica no exige del orador un discurso verdadero, sino simple
mente un discurso verosímil. Con lo verosímil o semejante a la verdad basta,
ya está bien.
Poéticas y retóricas griegas
26
rico. Éste es el más extraordinario y el modernísimo hallazgo de los antiguos
griegos en materia de poética y retórica.
27
guaje para la composición de la poesía y el discurso retórico, entendidos ambos
procesos como hechos de repercusión político-social. En los poemas homéri-
eos, efectivamente, menudean los discursos de los héroes y las alusiones a la
: capacidad y la labor de los poetas-cantores que eran los aedos.
28
Esta palabra del griego antiguo, lógos, significa “palabra”, “discurso”, “razón”
y “lenguaje”, y ello es así porque para los antiguos griegos (y también para los
modernos, griegos o no, así como para los cristianos y para los gentiles en gene
ral) se piensa, se habla, se hace literatura, se arguye, se retoriza y se poetiza con
palabras, o sea con lenguaje. Aquí, en la mera mención de la posibilidad de hacer
poesía y retórica con el lenguaje, con el lógos (“discurso-razón”), comenzaba ya a
plantearse un grave y delicado problema para el filósofo Platón, nada menos que
el derivado de la función político-social del lenguaje, del lógos, que además de dis
curso hablado es discurso pensado o pensamiento y puede, al mismo tiempo, pre
sentarse muy atractivamente en envoltura poética o en forma de discurso retóri
co. Así las cosas, el “Divino Filósofo”, convencido del gran poder del lenguaje
poético, del lenguaje retórico y de la música para moldear el carácter e influir en
la actitud moral de los ciudadanos que los disfrutan, se sentía obligado a juzgar
la poesía, la música y la retórica como educador y reformador social.
A partir de este siglo, el siglo en el que Isócrates abrió escuela de retórica enten
dida como general “filosofía” (es decir, filosofía política y ética) (Isócrates, Con
tra los sofistas, 1) y se dedicó a componer impecables discursos retóricos confia
dos a la escritura en un alarde de literaturización de la retórica, resulta inútil e
inoperante distinguir entre retórica y poética porque la retórica se ha adueñado
de la formación humanística y de la literatura. Y este mismo sistema educativo
pasó a las ciudades helenísticas y a Roma y a Bizancio y brotó pujante en las ciu
dades italianas del Renacimiento. Estamos ante el triunfo definitivo de la educa
ción o paideía retórica que un siglo antes trataban de imponer los sofistas. La retó
rica se adueñó de la poesía y en la escuela la poesía se hizo retórica y la retorización
de la poética terminó por literaturizarlo todo, incluido el discurso retórico.
En la Comedia Antigua de Aristófanes y Eupolis, aún en la Atenas del si
glo V a. C., los personajes ya no aprenden la pedagogía política arcaica, propia
de la ya pasada generación de los combatientes de Maratón, a través de la eje
cución de composiciones líricas corales acompañadas de la cítara, sino que pre
fieren las atractivas galas de la moderna poesía retórica de los dramas de Eurí
pides, una poesía más en consonancia con el discurso retórico individualista
del momento que con la elevada y patriótica poesía del luchador en Maratón
durante las Guerras Médicas que había sido el dramaturgo Esquilo. El moder
no Fidípides de Las Nubes de Aristófanes, por ejemplo, se niega a cantar una
oda de Simónides, tal y como le propone su arcaico padre Estrepsíades, y pre
fiere, en cambio, recitar una resis (una tirada de versos de una tragedia que con
figuran un discurso) del retórico dramaturgo Eurípides. Y Eupolis se queja de
que sus contemporáneos no ejecuten ya canciones de Píndaro, Estesícoro, Ale
mán o Simónides, pues prefieren ya la retórica o la literatura retorizada.
La retórica se literaturizó y la literatura se retorizó y con ello se acabó defi
nitivamente la posibilidad de convertir en realidad el mito de la edad de la ino
cencia por la que presuntamente habrían pasado los primitivos géneros litera
rios. A partir de ahora ya todo es aprendido. No hay -n o la hubo nunca- ninguna
inocencia ni en el lenguaje ni en sus productos ni en sus usuarios. Pero ahora
eso es ya cosa bien sabida: desde finales del siglo iv a. C., en Grecia y más tar
Poéticas y retóricas griegas
30
1 .1 3 . La retó rica titeratu rizada y la crítica literaria
31
tudes y defectos estilísticos para enseñar a sus contemporáneos, a las genera
ciones venideras de estudiosos, y por ende a nosotros, a escoger acertadamente
lo que merecería la pena imitar literariamente y lo que deberíamos, en cambio,
a toda costa evitar. Fueron críticos censores, escolares, evaluadores de lo lite
rariamente imitable, enormemente prescriptivos y normativos. Con ellos esta
mos ya ante una nueva orientación de los estudios literarios que ha superado
la distinción entre poética y retórica y que no mira sino a la literatura. Lo que
ahora hay que imitar no es la poesía o el discurso retórico para emplearlos acti
vamente en la vida político-social de la polis. Lo que hay que imitar ahora no
es más que literatura.
Todavía Aristóteles, sin embargo, distinguía bien entre poética y retórica, pues
la primera es un arte que estudia obras que se basan en la imitación de carac
teres, pasiones y acciones humanas, mientras que la segunda es un arte que
busca la persuasión mediante el discurso racional y argumentativo. Pero para
su discípulo, sucesor en la dirección del Liceo (323 a. C.) y sobrino Teofrasto,
el estudioso de poética y retórica se diferencia básicamente del filósofo en que
éste sólo se interesa por los hechos y por la validez de sus deducciones sin
depender para nada de su auditorio, mientras que aquél no puede prescindir
en absoluto de la relación del poeta o del orador con sus oyentes o lectores,
antes bien debe dedicar un capítulo importante a estudiar la causa del placer
Qiedoné) y del asombro (ékplexis) que las palabras del uno y del otro producen
en quienes les escuchan o les leen. Para Teofrasto, por consiguiente, el audito
rio, el receptor, es la marca común que unifica la producción poética y la retó
rica, toda poesía y todo discurso retórico. El filósofo filosofa a solas sobre los
hechos desnudos coherentemente deducidos de unas premisas correctamen
te formuladas. En cambio, el aprendiz de poesía y retórica en la escuela -d on
de la retórica se ha hecho con la poesía y se ha impuesto como crítica litera
ria- ha de ocuparse con especial ahínco de la manera de producir impacto con
sus palabras en sus oyentes y lectores, ha de dedicarse en cuerpo y alma al esti
Poéticas y retóricas griegas
lo, a comunicar lo que tenga que decir de una manera placentera, impactante
y sorprendente.
Como recordará siglos más tarde Quintiliano de Calahorra, Teofrasto reco
mendaba a los oradores la lectura de poesía (X, 1, 27). Por otro lado, ha llega
do a nosotros una preciosa obrita de Teofrasto, Los caracteres, treinta y seis sim
páticos bosquejos de las maneras de ser de los hombres, que fueron concebidos
32
para que sirviesen de ayuda por igual a poetas, oradores y estudiosos de lite
ratura sin distinción entre ellos. Se dedicó además el sobrino y sucesor del Esta
girita con particular empeño al estudio del estilo, de la léxis, materia sobre la
que publicó un libro en el que tal vez expuso, entre otras fórmulas, un par de
ellas poco originales, pero muy afortunadas en el futuro, a saber: la de las cua
tro virtudes del estilo (aretai tés léxeos): pureza, claridad, propiedad y ornato, y
la de los tres estilos: llano (como el de Lisias, por ejemplo), grandioso (el de
Gorgias) e intermedio (el de Trasímaco de Calcedón).
Hay, pues, una razón de peso -aparte otras- que en Epoca Helenística
aconseja el estudio del estilo de las obras poéticas y de los discursos literarios
sin distinción y sin penetrar en sus contenidos, a saber: el carácter fundamental
y la inexcusable presencia del estilo en toda composición poética y en todo
discurso retórico, hechuras que en consecuencia pasan ahora ya a unificarse
como realizaciones literarias, es decir, como discursos escritos, sometidos o
no a metro, dignos de estudio, recordación e imitación. Tanto en prosa como
en verso -decía Teofrasto, según el testimonio de Dionisio de Halicarnaso (Isó
crates 3 ) - la dignidad o elevación (megabprepés) se alcanza en la elección de
los vocablos, la composición de las palabras en la frase y el empleo de tropos
y figuras.
La poética, por tanto, se ha encontrado con la retórica en la escuela y la
retórica ya no puede enseñar a componer discursos políticos, pues los tiempos
no están para discursear en los centros del poder democrático que ya no exis
ten, sino para centrarse con especial interés en la oratoria epidictica, la más
próxima a la poética y, por tanto, a la literatura. Se imponen así los estudios
estilísticos y las comparaciones y juicios de valor entre los estilos de los dife
rentes autores representativos de los distintos géneros literarios. Entre los poe
tas épicos, los tragediógrafos y los comediógrafos y los historiadores y los ora
dores hay autores que se encuadraban en el estilo austero o llano, otros en el
grandioso o elevado, otros en el intermedio. Hasta a los héroes homéricos cuan
do peroraban en los poemas épicos se les asignaba la pertenencia a tal o cual
estilo. La escuela domina con férrea ley por igual a poetas, prosistas, oradores
y personajes literarios.
Se establecen, pues, sin que ningún género se libre, juicios valorativos sobre
los estilos de los diferentes autores y en una ocasión -e n la obra del genial Lon
gino titulada Sobre lo sublim e- nos topamos con una perfecta combinación de
juicios críticos sobre el estilo con otros acerca de la temática de las obras y el
pensamiento y la actitud moral de los autores juzgados, que nos explican por
qué a veces al leer una obra literaria en prosa o verso nos sentimos conmocio
nados por “lo sublime”, que no es sino la nobleza, la altura, la grandeza y la
elevación moral que en ella percibimos en medio de una repentina y brusca
sensación de placer Qiedoné) y de asombro (ékplexis). Ya ningún autor se salva
del juicio crítico acerca de su obra y, por tanto, de su adecuación al impres
cindible programa de la imitación literaria o mimesis. La retórica es ya crítica
literaria o ciencia de la literatura.
Ahora bien, al igual que -según hemos dicho- la literatura griega parecía des
de sus orígenes predestinada a contar con dos artes, la poética y la retórica, que
habrían de ocuparse de ella, también es cierto que ya desde antiguo anuncia
ba o presagiaba el surgimiento de la crítica literaria, pues la literatura griega fue
desde sus orígenes altamente competitiva y estuvo sometida al juicio de los jue
ces, unos jueces que en un principio se limitaban a velar por la pervivenda de
la tradición del género de la obra representada, mientras que más tarde, en Epo
ca Helenística, cuando surja definitivamente la crítica literaria, se convertirán
en los críticos literarios encargados de valorar la calidad del autor y de su obra.
La literatura, la poética y la retórica clásica son, por consiguiente, el resultado
de una larga e ininterrumpida selección a base de juicios críticos que sobre las
obras poéticas y los discursos retóricos se fueron emitiendo.
La poesía griega, efectivamente, en sus orígenes está en gran medida aso
ciada a las competiciones o agones de las fiestas en las que los rapsodos recita
ban poesía épica, yámbica y elegiaca, y los coros cantaban y danzaban y los
actores y los coros representaban tragedias y comedias. Es más, hubo también
probablemente exhibiciones competitivas de piezas en prosa, entiéndase: lec
turas públicas de historias, mitos, genealogías o leyendas en prosa, pues Tucí-
dides, en el prólogo a su Historia de la guara del Peloponeso (I, 22, 4), afirma no
estar dispuesto a que su obra sea una mera pieza competitiva (agónisma) des
tinada a ser escuchada y considerada únicamente en las fugaces circunstancias
de lo momentáneo, del aquí y del ahora. Por el contrario, prefiere que a su obra
se la considere más bien como una particular adquisición para siempre aun
que la ausencia de mitos en ella la haga menos deleitosa o entretenida. Y los
discursos retóricos griegos surgen asimismo en un ambiente competitivo, de
Poéticas y retóricas griegas
34
el que toda producción poética y retórica se configuraba y afianzaba en un
ambiente de oralidad y la poesía más que recitada era cantada y se acompaña
ba de música y danza. La poética y la retórica griegas tratan de unas produc
ciones a base de lenguaje que se fueron reproduciendo siguiendo una muy lar
ga tradición literaria. Tan larga, que sus primeras manifestaciones eran orales,
anteriores a la invención y el uso generalizado de la escritura, y en algunos géne
ros poéticos (como, por ejemplo, la épica) los predecesores de sus composi
tores no recitaban sino cantaban, no eran rapsodos sino aedos.
35
La literatura griega antigua lleva indeleblemente marcados en ella los sellos
de la competitividad, la oralidad, y de la tensión entre la oralidad y la escritu
ra, por lo que, tras haber estado continuamente sometida a la valoración del
público, la discusión y el debate, así como al cambio de soporte y contexto, se
prestaba inmejorablemente primero a la poética y la retórica y luego a la críti
ca literaria.
Toda obra literaria, todo poema o discurso retórico, es un acto de habla, una
realización del lenguaje, y por tanto no puede ser sino, como el lenguaje mis
mo, o sea, pragmática, indiferente al criterio de verdad y eminentemente polí
tico-social. En este sentido, lo que más se le parece es el mito, que es una his
toria ni verdadera ni falsa sino todo lo contrario, que tiene una clara función
pragmática y político-social. Ciertamente, al igual que el mito, la poesía, y lue
go la literatura en general, es, como el lenguaje mismo, pragmática y político-
social, y además es indiferente al criterio de verdad o veracidad, pues, como le
dijeron a Hesíodo (s. vil a. C.) las Musas el día que le consagraron poeta en las
faldas del Helicón: “pues sabemos decir muchas mentiras / a cosas verdaderas
parecidas, / aunque también sabemos / verdades proclamar cuando queremos”
(Teogonia 27-28).
El mito es una historia que hay que contar de una determinada manera, sin
abrir mucho la boca, y hay que escuchar muy atentamente con los ojos casi
cerrados para ver mejor (mito y miope son voces griegas derivadas de una mis
ma raíz), porque el mito va muchas veces encadenado a una serie de acciones
rituales y porque en definitiva el mito es un acto de habla especial que se cuen
ta para robustecer la cohesión social y política de sus oyentes en solemnes
momentos conmemorativos y sagrados. El mito, tan íntimamaente ligado al
ritual, con su halo poético y su función didáctica y paradigmática, se convirtió
en el imprescindible alimento de la poesía, la retórica y la literatura griegas. La
literatura griega más antigua fue mítica, ritual y competitiva o agonal en virtud
de su conexión íntima con la festividad religiosa.
Poéticas y retóricas griegas
Así empezó siendo la poesía, que luego se fue secularizando. Una tragedia
griega, por ejemplo, formaba parte del ritual de una festividad en honor del
dios Dioniso en Atenas y no se representaba sola sino en competición con otras
de otros poetas dramáticos, y en aquella festividad (las Grandes Dionisios), que
se celebraba todos los años por las mismas fechas según el sagrado ritual del
eterno retomo, tenían lugar una procesión de la estatua del dios (una pompé),
36
un sacrificio (en los teatros griegos, sobre la orquestra, había un altar sacrificial
llamado thuméle) y un banquete ritual. Y, naturalmente, en una celebración reli
giosa, en la que se producía tanto despliegue ritual, tenía que hacerse presen
te necesariamente el caudaloso río de los mitos. Pues bien, una tragedia no era
sino una mera partícula de una parte más amplia del festival o festividad, a
saber: el agón.
Pero a los discursos retóricos les ocurre lo mismo, a saber, que surgen en
ambiente agonal, en ambiente competitivo, pues toda obra oratoria -como muy
bien explicitó Aristóteles- se dirige a persuadir a un juez y normalmente impli
ca un discurso de réplica (al menos eso es lo normal en la oratoria judicial y la
deliberativa o política) y, en caso contrario (el de la epidictica, de exhibición o
aparato), el orador se esfuerza al menos por ganar la voluntad del espectador-
juez para que le considere digno del honor de deleitarle con su discurso. En
los discursos retóricos nos encontramos, pues, con un ritual más o menos lai
co, según los casos, de competición, que se desarrolla entre los oradores ante
los jueces o ante su auditorio.
37
orador de discursos, para que así llegase a destacar con ambas habilidades no
sólo en el campo de batalla, sino también en la asamblea, donde se celebra la
lid o el agón de los discursos (Ilíada IX, 443). Sorprendentemente, pues, ya en
los poemas homéricos descubrimos el carácter ritual y agonal o competitivo de
la poesía y de la oratoria griegas y la pragmaticidad de toda función del lenguaje
en acción, lo que es un rasgo importantísimo para poder entender la poética,
la retórica y la crítica literaria griegas.
Los primeros poetas de la literatura griega, los aedos, y luego los rapsodos, y
luego ya todos los demás, son poetas que compiten, que rivalizan y se emulan
unos a otros porque la primera poesía helénica está ligada al ritual del agón. Por
eso hay en la poesía griega y en toda su literatura una especie de afán de supe
ración y deseo de victoria propios del espíritu atlético (las competiciones atlé
ticas son antiguos rituales), que les viene de su connatural carácter agonal.
La poesía helénica (y luego tras ella toda la literatura griega) es una poesía de
competición, es una poesía atlética, es una poesía que aspira en todo momento a
ganar el galardón político-social, el premio de los jueces, el aplauso del público.
Por eso no tardó nada en convenirse en didáctica y hacerse incluso, de puro com
petitiva y deseosa de enseñar, filosófica y moral (o sea, ético-política).
Los aedos o poetas-cantores son profesionales que actúan en los funerales
cantando poéticos lamentos o trenos (por ejemplo, en el funeral de Héctor: Ilíada
XXiy 723) y compiten entre sí en los mismos funerales y en las festividades, como
hicieron más tarde los rapsodos, dentro del acto ritual, colmado de mitos, propio
de los festejos, llamado agón (Himno Homâico a Afrodita, II, 19 = Himnos Homé
ricos VI, 19 “concédeme la victoria en este certamen [agón]"). De esos certáme
nes, competiciones o agones la tradición nos guarda un ilustre y ejemplificador
recuerdo en el famoso y bien conocido Certamen de Homero y Hesíodo.
Aunque este opúsculo, en la forma en que actualmente lo leemos, es de
época romana, posterior por lo menos a la muerte del emperador Adriano, tuvo
Poéticas y retóricas griegas
38
entre Marsias y Apolo, o entre las Sirenas o las Piérides, por un lado, y las insu
perables Musas, por otro.
El ya mencionado poeta Hesiodo ganó, según él mismo nos cuenta (Los
Trabajos y los Días, 650), un trípode en el marco de un certamen, competición
o agón poético en el que intervino en Cálcide, ciudad de la isla de Eubea, cele
brando unas rituales fiestas de Juegos Funerarios para festejar la memoria del
difunto rey de la ciudad, Anfidamante, un héroe magnánimo -n o s refiere el
poeta- cuyos hijos habían dispuesto de antemano para tan fausta y memora
ble ocasión un gran número de premios o galardones para los ganadores de las
competiciones atléticas y poéticas, en una palabra, de los agones.
En esas competiciones o justas poéticas, que, como vemos, iban asociadas
a las celebraciones, festividades y rituales, había siempre un juez o unos jueces
que emitían al final su veredicto. Como la voz griega para decir “juez” es h i
tes, de la que deriva nuestra palabra “crítica”, no es menester comentar más
por extenso cuál es el origen remoto o último de la “crítica literaria”. La críti
ca literaria se explica bien dentro de una literatura cuyas composiciones ve
nían siendo secularmente competitivas y rituales porque estaban asociadas a
rituales ciudadanos en los que figuraba como elemento esencial la competi
ción, el agón.
Pero no sólo la épica era agonal. También lo fue la lírica y luego lo será el
drama. Y además estas competiciones poéticas estaban asociadas a rituales que
rebosaban mitos. Homero se refiere -ya lo hemos dicho- al certamen de Támi-
ris y las Musas (Iliada II, 594) que debió ser de poesía lírica y nos cuenta asi
mismo cómo el aedo Demódoco, con una composición lírica, a saber: un him
no o proemio a Afrodita, abría o inauguraba la celebración del competitivo ritual
En los más remotos tiempos que precedieron a las más alejadas fechas de las
obras literarias que han llegado hasta nosotros, la poesía griega (y con ella el
mito) formaba parte del ritual que se ejecutaba ante los templos, de las pro
cesiones y de los himnos, sacrificiales o no, en honor de un dios. Estas poe
sías y canciones, a cargo de individuos o de grupos, acompañadas o no de
instrumentos y de baile, no se limitaban a tratar temas relacionados con el
ritual concreto del dios al que el templo estaba adscrito y dedicado, como
tampoco lo hacían las obras de arte que adornaban el santuario o las com
peticiones atléticas que se celebraban en el festival que en él se organizaba.
39
Su tema era, en este sentido, bastante libre. Pero, lo más importante de todo,
es que estas poesías, al igual que los juegos atléticos, se celebraban en forma
de certámenes, competiciones o agones entre contendientes que podían ser
individuos o grupos. Estas poesías y canciones, en forma de rapsodias, cita-
rodias (canciones ejecutadas por un cantante acompañado de la lira) y can
tos corales, eran los agones mousikoí o certámenes poético-musicales, entre
los que se encontraban también los precedentes de las tragedias, comedias y
dramas satíricos, que participaban de distintas variedades de composiciones
poético-musicales, y además eran comparables a las competiciones deporti
vas porque su celebración se limitaba a las fechas concretas de los escrupu
losa y estrictamente periódicos festivales divinos o festividades en honor de
una determinada divinidad.
A partir del siglo vil a. C. sabemos que a los poetas líricos se les encarga
ban composiciones para ejecutarlas en los certámenes, competiciones o agones
de las numerosas fiestas religiosas celebradas en el continente griego, las islas
y ultramar, o se les invitaba a ellos en persona para que hicieran su trabajo in
situ, con lo que el trasiego de poetas itinerantes por todo el mundo griego se
realizaba en paralelo a la zigzagueante ruta que siguieron las importantes inno
vaciones que a la sazón la lírica griega experimenta.
Ya a finales del siglo vin a. C., Eumelo de Corinto compuso un canto pro
cesional, un prosódion, para que lo ejecutaran los mesemos en Délos dentro
del ambiente agonal de la fiesta religiosa. Y Terpandro de Antisa, natural de
esta ciudad de la isla de Lesbos, ganó en Esparta, a comienzos del siglo vil a.
C., el premio en el certamen poético musical o mousíkos agón allí celebrado en
honor de Apolo Carneo. Y en las fiestas religiosas de la Esparta del siglo vil a.
C. se cantaban los partenios o “cantos de doncellas” de Alemán y a estas fes
tividades espartanas acudió para intervenir en sus certámenes musicales has
ta el poeta Estesícoro de Hímera, ciudad ésta situada en la lejana Sicilia.
Es imposible separar la poesía griega de ese trasfondo religioso, competi
tivo, ritual y mítico en el que nació. Los partenios de Alemán y los de Pinda
ro, los himnos y epitalamios de Alceo y de Safo se mueven, sin duda alguna,
en el ambiente de las celebraciones, de los banquetes, del “simposio”, de los
certámenes, de las fiestas religiosas, de las ofrendas y otros ritos que se dejan
Poéticas y retóricas griegas
40
1.19. Rito, mito y poesía en la festividad
de las Grandes Dionisias en Atenas
41
La poesía griega nace en las ceremonias colectivas de la fiesta religiosa, for
mando parte esencial de sus certámenes, competiciones o agones, por lo que
no es nada raro que la primera concepción del fenómeno de la poesía que apa
rece en el mundo griego sea la de un hombre inspirado por los dioses que es
un sabio y que guía con su inspirada sabiduría a la sociedad de la que forma
parte, la cual juzga sus composiciones y ejecuciones poéticas en el ambiente
religioso de la fiesta cargado de mitos, rituales y ceremonias.
En las Dionisias Ciudadanas las ceremonias de la procesión (pompé) y del
sacrificio (thusía) de numerosos toros eran, ya por sí mismas, impresionantes,
todo un espectáculo. En la procesión intervenían nutridos cortejos de hom
bres y mujeres que portaban cestas con ofrendas, pellejos de vino, inmensas
hogazas de pan y -¿cómo no?—falos. Y después de la procesión se organizaba
toda una parranda, jarana, zarabanda o kómos. Nos falta, desgraciadamente,
una representación dramática de la procesión o pompé de las Dionisias Ciuda
danas, pero, felizmente, contamos con la de una de las Dionisias Rurales. Nos
la ofrece en clave cómica Aristófanes en su comedia Los Acarnienses (273), y en
ella vemos cómo los celebrantes se dirigían al altar para ejecutar el sacrificio y
portaban cestas de ofrendas y esgrimían falos y cómo tras ella un grupo de com
parsas iba siguiendo en plan de parranda.
Resumiendo, la primera poesía griega es la poesía religiosa y competitiva
de los agones mousikoí o certámenes poético-musicales que eran pieza esencial,
como asimismo lo eran la procesión (pompé), el sacrificio (thusía) y el banque
te (sumpósion), de los festivales religiosos que, por estar enmarcados en la polis,
en la ciudad-estado, eran político-sociales.
42
nes, la competición, la concepción religiosa sigue todavía presente en la Época
Helenística (siglos iii-i a. C.) aunque ciertamente en forma ya un tanto con
vencional.
La poesía griega es, pues, por raza, por casta, una poesía agonal, de com
petición. Y el discurso retórico también es agonal, pues un discurso es un deba
te o un litigio o una prueba de competencia ante jueces que deciden. Pero es
una composición agonal de raíces más laicas que las de la poesía. El discurso
retórico ya no nace a la sombra de los templos y en el ambiente de las festivi
dades (exceptuando la oratoria epidictica que cuenta con discursos festivos
como, por ejemplo, los “olimpíacos” u “olímpicos”), sino en el marco del foro
y la asamblea política. Pero sigue siendo, como la poesía, agonal.
De hecho la voz griega agón significa también “acción legal” y, como tér
mino técnico esencial de la retórica, “debate o argumento principal”. En efec
to, no debemos olvidar que, en la más acendrada terminología retórica, las tres
partes fundamentales de que se compone un discurso retórico son el “proe
mio” (prooímion), los “debates” (agones) o “pruebas” (pistéis) y la “peroración”
o “epílogo” (epílogos). La etimología de la palabra helénica agón nos resulta a
43
se enfrenta a sus iguales para apoyarse demagógicamente en las masas popu
lares), unos nuevos valores, a saber, los valores democráticos.
Los antiguos contaban (lo hace, por ejemplo, Cicerón en el Bruto emplean
do enseñanzas aristotélicas) que la retórica había nacido en Siracusa cuando,
en el segundo cuarto del siglo v a. C., a la tiranía hasta entonces imperante le
sucedió la democracia y los aristócratas desterrados por el tirano, cuyas tierras
les habían sido confiscadas trataron, a su regreso, de recuperarlas pleiteando
ante tribunales populares constituidos al efecto. Fue entonces -sigue refirien
do el Arpinate- cuando se implantó en Siracusa una escuela de retórica dirigi
da por Córax y Tisias; el primero, probablemente, el maestro, y el segundo, su
discípulo que además fue autor de un Manual o Arte. La retórica, pues, nació
en el terreno más laico del cambio político que acabó con los privilegios legis
lativos y judiciales de la aristocracia y sustituyó la tiranía por la democracia, un
sistema político en el que legislaban, juzgaban y ejecutaban sus decisiones pro
pias los simples ciudadanos.
por ellos a realizar el mismo ritual ya más bien laico y político que religioso,
aunque todavía guarda el recuerdo de remotos tiempos en los que se creía en
el “mágico poder de la palabra”.
Pues bien, si esto es así, resulta claro que todo discurso retórico es políti
co, agonal y competitivo, ya que se ejecuta en el ineludible marco de la ciudad-
estado, entra en liza con otros y se somete al veredicto de un juez. Y también
44
que el discurso retórico es planta necesitada de un suelo democrático del que
nutrirse y en el que hundir sus raíces y afincarse. Y, en tercer lugar, resulta asi
mismo evidente que el discurso retórico en gran medida se mueve ya en ambien
tes más bien laicos y no sacrales como la primitiva poesía.
Digo en gran medida porque hay en el mundo griego antiguo e incluso en
la actualidad de nuestras modernas comunidades un tipo de discurso retórico
asociado a celebraciones de una liturgia religiosa y político-social a la que sir
ve maravillosamente: el epidictico o declamatorio, el discurso de despliegue de
estrategias retóricas de lucimiento, que recuerda los no tan remotos tiempos en
los que religión y política eran como las dos caras de una misma moneda. Recor
demos que a Sócrates los atenienses lo condenan a muerte el año 399 a. C.
por no aceptar los dioses de la ciudad-estado y corromper a la juventud.
Este tipo de discurso se mueve en un ambiente laico que, sin embargo,
recuerda mucho el religioso de preteridas épocas. Me refiero a los discursos
político-conmemorativos, entre los que se cuentan los conmemorativos, los
encomiásticos y los funerarios, en los que el orador trata de infundir en sus
oyentes la fe en la cohesión ciudadana o comunitaria, así como la adhesión
incondicional a determinados proyectos político-sociales.
Hubo en la antigua Grecia y sigue habiendo hoy día discursos conmemo
rativos de determinadas efemérides o sucesos, discursos encomiásticos de los
vencedores de un certamen o de los homenajeados en fiestas o de los muertos
caídos en defensa de la patria, que aún no han perdido del todo su lastre reli-
gioso-político y ritual. Podríamos decir que todos esos discursos retóricos (de
una retórica epidictica o de exhibición) son sucesores, sustitutos o herederos
directos de géneros líricos más antiguos como los himnos, los epitalamios y los
45
so Olímpico de Gorgias de Leontinos, su discípulo Isócrates escribió (ya no pro
nunció, sino publicó por escrito) un discurso sobre el mismo tema y desarrollando
similares tópicos, el Panegírico. En este último discurso comprobamos que los
tiempos han cambiado y la escuela se ha convertido en un factor importante del
tránsito de la oralidad a la escritura y del proceso de la literaturización de la poe
sía y de la retórica. Recordemos que Isócrates no sólo fue maestro de una escue
la famosa en toda Grecia en el siglo IV a. C., sino que además compuso discursos
escritos de tema político y envió cartas (literatura del género epistolar) a los pro
hombres de la Hélade de entonces exhortándolos a emprender o seguir determi
nadas líneas de actuación política panhelénica.
No obstante, como vemos, aunque los tiempos hayan cambiado, la oratoria
griega, aun en los discursos epidicticos (incluso en los escritos y no realmente pro
nunciados), sigue siendo política, político-social, tal como lo fuera en el momen
to mismo de su nacimiento. Gorgias y Lisias en sus respectivos rituales discursos
“olímpicos” elogiaban la figura del fundador de los Juegos en honor de Zeus, del
inaugurador de la fiesta olímpica, o sea, del héroe Heracles, y seguidamente exhor
taban a los griegos a la concordia y a la lucha contra sus comunes enemigos. Y
respecto del discurso de Lisias sabemos, además, de buena fuente que el orador,
en una parte de su alocución por desgracia perdida, arengaba a sus oyentes inci
tándolos a liberar Sicilia de la afrenta de la tiranía luchando contra el tirano Dio
nisio de Siracusa y a no tolerar ya entonces tan siquiera, en aquella misma olim
píada, la presencia de la delegación enviada por el tirano siciliano. Las masas que
escuchaban al orador, enardecidas por sus palabras, saquearon la tienda de la dele
gación del tirano de Siracusa (Dionisio de Halicarnaso, Sobre Lisias 29).
Estamos, pues, ya ante rituales muy diferentes de los que albergaron las com
posiciones poéticas; estamos ante rituales laicos, pues en estos nuevos rituales en
los que se envuelven los discursos retóricos ya asoman los ideales políticos y demo
cráticos y hasta panhelénicos, y contemplamos además cómo el discurso-tipo de
este género ritual laico, que en principio era de naturaleza oral (los de Gorgias y
Lisias), se convierte más tarde en un discurso escrito (el Panegírico de Isócrates).
Este proceso del paso de la oralidad a la escritura es todo un inequívoco signo del
paso de lo sagrado a lo laico, de lo religioso a lo profano, del mito al lógos, de la
aristocracia a la democracia, y, en general, del avance de los tiempos.
Poéticas y retóricas griegas
Este avance de los tiempos se ve también en la diferencia que media entre los
cantos poéticos denominados trenos y los discursos retóricos llamados “epita-
46
ños” o discursos funerarios, una diferencia que es clara no sólo formal, sino
también funcionalmente: en efecto, con los trenos se lloraba ritualmente a los
aristócratas caídos en el campo de batalla; en cambio, con los discursos epitafios
atenienses se hacía el elogio asimismo ritual de los ciudadanos libres que habían
muerto luchando contra el enemigo en defensa de su patria. Y además la com
posición de los trenos se hacía aún dentro de la modalidad compositiva de la ora
lidad, mientras que se podía ya componer discursos epitafios escritos.
47
deliberativo, sino también en la del epidictico, pues, como muy bien explicó
Aristóteles al aleccionamos en su Retórica sobre la teoría del “oyente-juez”, en
esta última modalidad de discurso el oyente juzga la capacidad del orador, si
es capaz o no. En la retórica epidictica el orador compite contra el discurso ideal
que de él cabría esperar. Si el orador del momento no cumple, otro habrá en el
inmediato futuro que le sustituya.
Las obras que estudia la poética y las que estudia la retórica, es decir, las poesías
y los discursos retóricos respectivamente, son, por consiguiente, en la antigua Gre
cia, unas y otras, agonales, es decir, productos de un ambiente de competición,
certamen yjuicio crítico. Y aquí era donde queríamos llegar, porque la crítica lite
raria que nace en la Hélade cuando, ya en época postclásica, en la Epoca Hele
nística, la poesía y la retórica se funden, sigue siendo una labor de enjuiciamien
to y valoración de las obras poéticas y retóricas convertidas ya en obras literarias
en general, estén escritas en prosa o en verso. Estos nuevos jueces, que ya no son,
como en la Epoca Clásica, los conciudadanos (en los procesos judiciales los jue
ces, o -mejor dicho- los jurados, eran también conciudadanos elegidos por sor
teo), sino los entendidos, sabios y eruditos, estudian la literatura pertrechados de
un arsenal de terminología técnica y una presuntuosa técnica metodológica muchas
veces rayana en la pedantería. Se interesan sobre todo por la descripción de los
fenómenos estilísticos, por la detección de lo mucho digno de imitación literaria
que hay en los clásicos y por la relación existente entre la naturaleza del lenguaje
y la composición e interpretación de la literatura.
En la Alejandría de Ptolomeo, el monarca que, a finales del siglo IV a. C.
(Alejandro Magno, de quien Ptolomeo era general, murió el 323 a. O , fundó
las grandes instituciones culturales del Museo y la Biblioteca, brotaron con sin
gular pujanza los estudios científicos (por ejemplo, los estudios geográficos de
Eratóstenes) y los literarios. Éstos consistían fundamentalmente en la colección o
acopio, la colación de variantes transmitidas, la fijación del texto, la edición y la
Poéticas y retóricas griegas
48
La principal preocupación de los cuatro eminentes filólogos alejandrinos,
que fueron Zenódoto, Eratóstenes, Aristófanes de Bizancio y Aristarco, fue la
de editar los textos de la manera más íntegra y fiable en relación con lo que
podía suponerse que hubieran sido sus originales entidades, las que se supo
nían salidas del cálamo de sus autores, para seguidamente gozar a fondo del
placer estético de su lectura. Y en esta su labor realmente ejercían de jueces, y
de jueces muy severos. Por ejemplo, Zenódoto trazaba una línea horizontal
rematada en punta de flecha, para que adquiriera toda ella la forma de un espe
to (obelo), y la situaba a la izquierda de aquel verso homérico cuya autentici
dad le resultara sospechosa, señalando indisimuladamente su probable carác
ter de verso espurio. Esta “obelización” podía deberse a sospechas de muy
variadas índoles, causas y razones. Aristófanes de Bizancio, por ejemplo, que
fue director de la Biblioteca en tomo al 200 a. C., señalaba con un asterisco
aquel verso homérico que estaba repetido y que se encontraba en otro pasaje
con mayor propiedad, o sea, mejor adaptado al contexto. Todavía estos sabios
no habían dado en pensar que la poesía homérica, como poesía de tradición
oral, era más repetitiva que la poesía nacida en y para la comunicación escrita.
La crítica literaria que ejercieron estos filólogos alejandrinos fue a veces
buena y a veces no tanto. No es hoy en día aceptable cuando, por ejemplo,
“atetiza” o elimina las palabras con las que Nausicaa en la Odisea comenta a
sus sirvientas, tras haber contemplado a Odiseo recién bañado y embellecido
por obra de la diosa Atenea, su deseo de que tan bien parecido galán fuera su
marido. A Zenódoto, el primer bibliotecario, semejante lenguaje le parecía
impropio e indigno de una doncella. Una joven de ascendencia regia, una prin
cesa como Nausicaa, no podía ni debía expresarse con tan intolerable desen
voltura. Otro ejemplo: todos los grandes filólogos alejandrinos eliminaban de
la llíada aquellas brutales palabras con las que Aquiles, despidiendo a Patroclo
antes de entrar en batalla, le exhortaba a no perdonar la vida a ningún troya-
no, para llegar así entre los dos a arrasar Troya. A los sabios filólogos de Ale
jandría les parecía que esos versos habían sido interpolados en el poema por
individuos interesados en poner de manifiesto falsamente un inventado y nada
real amor homosexual que habría existido entre ambos héroes.
Por el contrario, dentro de la buena crítica, Aristarco insistía en la necesi
dad de distinguir en los poemas de Homero entre las palabras atribuibles al
propio poeta y las que son propias de sus personajes literarios, y asimismo en
la conveniencia de interpretar los poemas homéricos a la luz de los usos socia
les de aquellos tiempos, de la Edad Heroica reflejada en ellos, un principio crí
tico que había sido enunciado ya por Aristóteles.
El puritanismo y el historicismo como principios críticos ejercidos por los
alejandrinos sobre Homero remontan asimismo a Aristóteles, que fue autor de
unos Problemas homéricos en seis libros (Diógenes Laercio Y 26) y dedicó a
ellos el capítulo XXV de su Poética. En las resoluciones que de ellos hacía adu
cía argumentos morales e históricos. A este filósofo y experto en poética remon
tan, pues, el puritanismo y el historicismo como principios aplicables al estu
dio de la poesía y de él los tomaron los eruditos críticos alejandrinos.
Volviendo a los críticos alejandrinos, Aristarco hizo, además, inteligen
tes observaciones en el campo de la lengua y el estilo. Por ejemplo, distin
guió con exactitud y acierto la lengua de la tragedia, acomodada al nivel heroi
co de los acontecimientos en ella representados, de la de la comedia, mucho
más adaptada al lenguaje cotidiano, al habla de todos los días. Concedió,
además, gran importancia a aquellas palabras que en los textos literarios no
se emplean más que una vez Qiápax legómena), voces que, a su atinado ju i
cio, más que eliminar de la edición de los textos, lo que habría que hacer
sería explicarlas.
Aristarco de Bizancio, el más importante de los estudiosos alejandrinos,
fue maestro de Dionisio Tracio, el autor de la primera gramática griega a fina
les del siglo II a. C. Y fue, asimismo, de entre todos los filólogos que acudieron
a Alejandría, el que más fielmente siguió las sugerencias que en materia de poé
tica habían legado a la posteridad Aristóteles y los peripatéticos. En concreto,
fue el más tolerante con esas pequeñas incoherencias, leves faltas de conexión
entre episodios o contradicciones de detalle que se dan en los textos poéticos
sin afectar grandemente a su consistencia poética, recordando el precioso con
sejo de Teofrasto, el sobrino y sucesor de Aristóteles en la dirección del Liceo
cuando éste abandonó Atenas el año 3 23 a. C., según el cual el buen poeta
debe convertir a su lector en su favorable colaborador y partidario dejando que
sea él quien personalmente infiera lo que a propósito no se dice expresamen
te en el texto.
En cualquier caso, los filólogos alejandrinos “obelizan” y “canonizan” con
autoridad, tal y como ha hecho la Iglesia con los libros sagrados anatemati
zando o santificando a troche y moche. Y así Homero, en el ranking de estos
críticos, es el poeta épico por antonomasia, los yambógrafos antiguos dignos
de imitación fueron tres, presididos por el gran Arquíloco de Paros, los poetas
líricos griegos conformaron un coro de nueve presidido por el excelso vate Pin
Poéticas y retóricas griegas
daro, los grandes tragediógrafos áticos -ta l como queda claro en Las Ranas de
Aristófanes- fueron Esquilo, Sófocles y Eurípides, y, más tarde se forma el
“Canon de los Diez Oradores”, cuya figura culminante es sin lugar a dudas
Demóstenes. Pero, a la postre y en definitiva, de esos juicios críticos que ter
minaron en la autorizada fijación de un Canon inalterable surgieron - y esto es
lo que a nosotros más nos interesa destacar en este mom ento- interesantes
concepciones de la poesía.
50
1.24. Crítica literaria y poética
Qué duda cabe de que a fuerza de juzgar, criticar, aceptar y refutar la poesía lle
ga uno a hacerse, cuando menos, una somera idea de lo que la poesía es y pre
tende. Así les ocurrió a los alejandrinos y así les ocurrió también a los filósofos
estoicos que juzgaron la poesía desde los presupuestos de su particular filoso
fía. Unos y otros llegaron a conclusiones opuestas respecto de la esencia y fun
ción de la poesía. Por ejemplo: a Eratóstenes de Cirene, sucesor de Apolonio
Rodio como director de la Biblioteca el año 245 a. C., que, aunque fue el pri
mero que, según Suetonio (Sobre los gramáticos, 10), se autodenominó “filólo
go”, era también un fuera de serie en matemáticas y geografía (calculó con bas
tante aproximación la medida de la circunferencia de la Tierra y de su distancia
al Sol), le parecía, con muy buen juicio, que Homero en la Odisea se había
inventado todas las rutas del peregrinaje de Odiseo. Y así afirmaba graciosa
mente que la ruta del errante Odiseo quedaría definitivamente descubierta y
fijada en las cartas geográficas el día en que se encontrase al talabartero que
había cosido el odre en el que Eolo introdujo prisioneros a los vientos. Dedu
jo , en consecuencia, que el fin último de la poesía no era sino proporcionar
placer al auditorio o los lectores, que un poeta lo que tiene que hacer es sedu
cir el alma de sus lectores y no enseñarles nada de nada, ni tan siquiera geo
grafía. Dos siglos más tarde Estrabón (I, 15) se opondrá abiertamente a este jui
cio. Se oponía de este modo Eratóstenes a la tradicional teoría vigente en la
Grecia arcaica y clásica que veía en el poeta un vate inspirado y, por tanto, un
maestro de los hombres, un maestro de conocimientos varios y de enseñanzas
diversas, en particular de moralidad. La crítica literaria no debe perder tiempo
buscando conocimientos ciertos y útiles enseñanzas en la poesía, cuya función
51
ornato, retazos de filosofía (filosofía estoica, claro) aderezados con sabrosós
condimentos.
Un juez crítico epicúreo, Filodemo de Gádara, filósofo y poeta del si
glo i a. C., volvió a la tesis de Eratóstenes: Homero no tenía por qué saber ni
enseñar geografía -e n contra de lo que expondrá en época de Augusto el geó
grafo Estrabón (I, 1, 2 ) - , porque no es tarea de un poeta formar a su audito
rio, ni proporcionarle conocimientos en general o educación moral en parti
cular, sino emplear el criterio estético, el criterio único de la acción poética, que
es indiferente a la distinción entre realidad y ficción, a la diferencia entre la ver
dad y lo fabuloso, entre el relato racional y el irracional (álogos mûthos). Se opo
ne así Filodemo tanto a los partidarios del carácter didáctico de la poesía como
a los defensores de su interpretación alegórica, los estoicos. Y, además, conce
de tanta libertad a la poesía que llega hasta a afirmar que ni siquiera la imita
ción de la realidad limita el tema del que un poeta puede tratar en ella, sino
que la temática poética es cualquier asunto de pura imaginación, que dará como
resultado un poema en el que forma y contenido no podrán separarse entre sí.
Esta fusión íntima de forma y contenido de un poema implica que éste confi
gura una unidad en sí mismo que no tiene por qué basarse en la referencia a
la realidad como modelo.
Estas ideas del filósofo epicúreo y poeta Filodemo, filósofo serio y poeta
de versos ligeros, proceden en gran medida de su admirado maestro Zenón de
Sidón, de quien tomó no sólo la teoría de que al menos la retórica epidictica
sí era un arte, lo que era tesis contraria a la doctrina de su escuela filosófica, el
Epicureismo, sino asimismo todo un conjunto de nociones contrarias en muchos
casos a las vigentes en su época, que a través de su maestro le habían llegado
procedentes de la crítica alejandrina. Digamos, además, que gracias a Filode
mo conocemos los temas de discusión de la poética alejandrina y en general
de la poética de la Época Helenística. Si el filósofo epicúreo sostiene que la poe
sía no tiene que albergar propósitos didácticos o moralizantes, que no tiene
que imitar la vida o reflejar la verdad ni la realidad, que un poema ha de estu
diarse en su conjunto sin diseccionarlo en partes, que no se puede hacer exce
sivo hincapié en la eufonía de una composición poética porque la poesía en su
conjunto es más bien cosa del intelecto que de los sentidos y que, por último,
la poesía nada tiene que ver con la filosofía, todas estas afirmaciones aceptan y
Poéticas y retóricas griegas
52
poesía hacían los estoicos confundiendo así literatura y filosofía. Y en cuanto a
la insistencia en la unidad de la obra literaria y la inseparabilidad de sus partes,
hemos de entender que nuestro filósofo está arremetiendo contra la doctrina,
aún en boga en el siglo i a. C., de dos enemigos del programa poético del poe
ta y crítico alejandrino Calimaco, a saber, Praxífanes el Peripatético y Neopto
lemo de Parió.
Praxífanes, que vivió de finales del siglo IV a mediados del in a. C. en Rodas,
se enfrentó al programa poético de Calimaco, que respondió escribiendo contra
él un libro titulado Contra Praxífanes. Y Neoptólemo de Parió (siglo ni a. C ), cuya
obra fue fuente del Arte Poética (o Epístola a los Pisones) horaciana, dividía la obra
poética en tres secciones o cortes para su estudio: la del contenido (poíesis), la
de la forma (poíema) y la del autor (poietés), esquema que alcanzó extraordinaria
difusión y reencontramos, todavía en el siglo I d. C., por ejemplo, en el famoso
de Quintiliano (II, 14, 5) “arte (ars), artista (artifex) y obra (opus) ”.
La poesía alejandrina, tal como la plantea la poética calimaquea, es una
poesía que no busca enseñar sino entretener, que se nutre de géneros meno
res, como el himno, el epigrama, la poesía bucólica, la lírica y el epilio, que
aspira a ser no más que una poesía de libro pequeño, porque “un libro grande
es un gran mal”. Es una poesía que no quiere rivalizar con la gran e inimitable
poesía del pasado, una poesía que está destinada a los entendidos, a los con
naisseurs, y que por ello no tiene nada que ver con los gustos del vulgo que,
debido a su total desconocimiento de los grandes paradigmas literarios, no
podría entender la refinada nueva poesía que remite a sus modelos. Esta nue
va poética se opone a la de Neoptólemo de Parió, que proponía como ideal una
poesía que además de deleitar al lector le aprovechara (Horacio toma de Neop
tólemo de Parió su doctrina del delectare y prodesse expuesta en su Ars Poetica),
53
turizada de la que venimos hablando, una retórica que más que otra cosa valora
ba el estilo. Era ésta, efectivamente, una retórica de escuela en la que el género
epidictico se iba imponiendo a los otros dos y, de este modo, atrayendo a sus
dominios cada vez con más fuerza a la poesía, con lo que se iba preparando la
fusión definitiva de poética y retórica. Pero el de Gádara va más allá, se adelanta a
su tiempo tratando de destronar definitivamente a la retórica a favor de un estu
dio del “discurso hermoso por naturaleza” (phúsd halos lógos) (Sobre la retórica I,
149-153 Sudhaus), que es, pura y simplemente, nuestro discurso literario.
Es una lástima que no nos haya llegado entera la interesantísima obra de
Filodemo, porque, de haber llegado íntegra y no tan fragmentaria como hoy la
leemos, habríamos visto en ella con claridad la exposición de la unión de poé
tica y retórica, más concretamente de la poética y una especie de retórica epi
dictica que sólo aspira al “discurso hermoso por naturaleza”, una razonable
fusión, pues ambas coinciden en sus propósitos, ya que tanto la una como la
otra aspiran exclusivamente a producir placer en los oyentes o lectores si pre
tensión didáctica alguna. La innovación de Filodemo es, pues, importante, toda
vez que intenta fundir poesía y prosa sometiéndolas al estudio de una especie
de moderna crítica literaria que haría las veces de la retórica, que fue la disci
plina imperante en la Epoca Helenística, en general, y en el siglo i a. C., el siglo
en que a él le tocó vivir, en particular.
En efecto, la retórica se había adueñado ya de la poética. Por ejemplo, pare
ce claro que cuando Horacio escribió, en época de Augusto, en el siglo i a. C.,
su Ars Poetica, la influencia de su formación retórica sobre su concepto de la
poesía es ya un hecho indiscutible. Sin embargo, para Filodemo, que va aún
más lejos, empeñado en desenmarañar la poesía y el “discurso hermoso por
naturaleza” en prosa de las inextricables redes de la todopoderosa retórica, que
se había enseñoreado ya de la prosa y la poesía, no hay más retórica aceptable
que una modalidad de la epidictica, que es para él el arte de escribir discursos
con estilo sin propósito alguno de persuadir ni convencer a nadie, ni de mora
lizar, ni de aleccionar, sino, simplemente, el arte capaz de confeccionar “el dis
curso hermoso por naturaleza”. Da, pues, la impresión de que para él la poe
sía y el discurso en prosa forman un continuum en el que no cabe introducir
cortes tajantes ni criterios basados en algo más que el placer estético derivado
de la fusión de lo cognitivo y lo emocional del lenguaje, de su forma y de su
Poéticas y retóricas griegas
54
tada y defendida por Cicerón y más tarde por Quintiliano, de que la formación
retórica garantiza la educación moral hasta el punto de foijar la especie de ora
dor definido por Catón como vir bonus dicendi peritus, “un varón bueno exper
to en el uso de la palabra”. Con mucha gracia arguye Filodemo que afirmar que
el estudio de la retórica incrementa la moralidad es comparable a sostener
que un músico mejora notablemente sus ejecuciones musicales si conoce la
retórica (Sobre ¡a retórica II, 272).
Por otro lado, Filodemo insiste en recomendar la naturalidad y la sencillez
del estilo tanto en la poesía como en el discurso retórico, y en comentar que
la eufonía no sólo no es un buen criterio para enjuiciar la poesía, sino que, por
mucho que uno se empeñe, con las palabras los seres humanos no vamos a
conseguir imitar cabalmente las cosas que designan. Esta insistencia en atacar
el valor eufónico de los discursos en prosa o verso recoge probablemente un
ataque contra el asianismo, ese estilo de elocuencia a base de frases rotas en
cláusulas métricas que redondeban el ritmo con innecesarias palabras, un esti
lo que se asociaba al nombre de Hegesias de Magnesia, que floreció a media
dos del siglo ni a. C.
No obstante, lo que a nosotros más nos interesa retener de este tan inte
resante filósofo epicúreo es que concibiera la poesía y la prosa del “hermoso
discurso por naturaleza” como el resultado de una actividad autónoma, inde
pendiente de la moral, de la lógica, de las artes y las ciencias de la naturaleza y
la vida humana, y hasta de la retórica tradicional, y no determinada en abso
luto ni, en consecuencia, valorable por la importancia de su contenido, sino
sencillamente por su valor estético.
55
escrito, la siguieron juzgando unos sabios y selectos jueces críticos, los críticos
literarios.
Y mi pregunta es: si los poetas y oradores griegos produjeron poesías y dis
cursos retóricos siempre agonales o competitivos y político-sociales, o sea,
sometidos al juicio crítico de sus conciudadanos, ¿cómo iba a ser posible que
desde la filosofía, desde su afición a encontrar el “discurso racional” (lógos)
interno de todos los procesos, no indagasen en el “discurso racional” dogos) in
terno de la composición y de la recepción de poesías y de discursos retóricos
con el fin de deducir del lógos o “discurso racional” de esos procesos sus apli
caciones prácticas, es decir, las reglas pertinentes para generar competitivos y
eficaces discursos y poemas?
No era posible que los griegos, tan ansiosos de conocimientos y descubri
mientos, tan convencidos ya desde su pensamiento mítico de que todo, el
“mundo grande” o macrocosmo y el “mundo pequeño” o microcosmo (el hom
bre), puede entenderse como sometido a infalibles leyes o “racionales discur
sos”, dejaran de lado tan atractivos y prácticos campos de la acción político-
social como eran el ámbito de la poesía y el del discurso persuasivo. No era
posible, y, como no lo era, no lo hicieron. Más bien hicieron lo contrario. Se
dedicaron con ahínco al estudio de la esencia, la función y las constantes de la
poesía y del discurso retórico en cuanto realizaciones del lógos o lenguaje racio
nal colmadas de interés político-social. Así surgieron las artes poética y retóri
ca, que, por ser “artes”, tékhnai, son a la vez teoréticas y aplicadas, especulati
vas y prescriptivas, analíticas y prácticas, doctrinales y normativas. De esas artes
vamos a tratar en los capítulos siguientes.
Poéticas y retóricas griegas
56
C a p ítu lo 2 La poética
2.1. La poética
57
guerreros (kléa andrón), producen un enorme placer en sus oyentes, pues delei
tan sus corazones con su canto acompañado por la lira.
Los primeros poetas de la poesía épica griega cantaban sus poemas. Home
ro exhorta a la Musa en la llíada a “cantar” la cólera de Aquiles que produjo
muertes incontables tanto en el bando aqueo como en el troyano. Pero más
tarde estos poetas-cantores, que se llamaban por eso mismo aedos (el verbo
griego atído significa “cantar”), dieron paso a recitadores o rapsodos que ejer
citaban y exhibían sus dotes con ocasión de determinadas festividades ciuda
danas. Esa habilidad de los homéricos poetas-cantores o aedos, luego recita
dores o rapsodos, la poseen por donación generosa de las Musas, algunas veces
en compensación de alguna imperfección con que la divinidad les hubiera las
trado. Por ejemplo, en la Odisea (Vil, 63), en la corte del rey Alcínoo aparece
un aedo, Demódoco, que es ciego pero al que, en compensación, las Musas le
dotaron de la inefable facultad de producir el dulce canto. Este es tal vez el ori
gen de la leyenda del ciego poeta Homero.
Los aedos son, pues, poetas-cantores que acompañan su poético canto con
la lira y que producen placer en sus oyentes contándoles gloriosas gestas de la
Edad Heroica con palabras que producen deseo y añoranza (épea himeróenta).
Son poetas inspirados por las Musas, aunque hay ya en la Odisea un aedo más
moderno, llamado Femio, que vive en la corte de Odiseo en Itaca, que, aun
reconociendo que una divinidad le inspiró los repertorios de sus cantos, se jac
ta nada menos que de ser autodidacto, es decir, de haberse enseñado a sí mis
mo las técnicas de la poesía (Odisea XXII, 344). Por tanto, en el efecto placen
tero que produce la poesía del aedo homérico intervienen la divinidad y también
el natural talento del poeta-cantor.
jandro Magno soñaba ser un segundo Aquiles y dormía con una edición de la
llíada debajo de su almohada.
Y Hesíodo, un poeta un poco posterior a Homero, del siglo vil a. C., reco
noce en su poema Teogonia (98) que cuando un hombre apenado escucha la
canción de un aedo que, inspirado por la divinidad, interpreta en su canto las
hazañas gloriosas de los héroes o de los dioses, inmediatamente depone la tris
58
teza porque se le alivian los pesares. Este don divino que poseen los aedos,
divino porque procede de la inspiración de Apolo y de las Musas, viene a ser,
a juzgar por sus efectos, como una especie de encantamiento o enhechiza-
miento, pues la poesía es una especie de magia por la que el poeta se asimila
a los hechiceros o magos, una especie de magia que, literalmente, “encanta" a
los oyentes.
El aedo es, pues, un hechicero con la palabra como la maga Circe que en
la Odisea encantó con palabras mágicas a los compañeros de Odiseo. Al héroe
en persona no pudo hechizarlo porque éste, prudentemente, había tomado las
debidas precauciones, por indicación y consejo del dios Hermes, bebiendo un
brebaje compuesto con una hierba llamada molu, que actuaba de eficaz antí
doto de las hechicerías (Odisea X, 305). La encantadora poesía de los hechice
ros aedos homéricos es “dulce” Qiedús), es decir, agradable, por la historia que
cuenta, las palabras que emplea -unas palabras que producen añoranza Qiime-
róenta)- y la voz musical con la que el poeta las interpreta.
cos o los escritores cristianos primitivos, a quienes Dios les inspira sus textos,
así a los aedos homéricos divinidades como Apolo o las Musas les refieren his-
59
tonas verdaderas sazonadas de detalles que a los seres humanos normalmente
se les escaparían y, por tanto, los poetas o aedos por sí solos, sin la inspiración
y el auxilio divinos, no podrían referir.
La poesía homérica es, por consiguiente, una poesía inspirada que, ade
más, da testimonio de poéticos cantos que, andando el tiempo, se convertirán
en diferentes y deleitosos géneros literarios, y hasta de elocuentes discursos
que servirán para ejemplificar los distintos estilos de oratoria, todos ellos atrac
tivos y sabrosos. En efecto, en los poemas homéricos se conocen el peán o him
no en honor de Apolo, el treno o lamentación funeraria, el canto de bodas, el
canto de cosechas, y las distintas modalidades de una elocuencia todavía espon
tánea y natural ejemplificadas en discursos, estilísticamente diversos, como los
de Odiseo, Fénix, Ayax y Menelao.
La poesía homérica, una poesía del género épico aún instalada en la orali
dad y, por tanto, en un proceso de memorización de ancestrales técnicas de
composición poética transmitidas de padres a hijos, al mismo tiempo hace inol
vidables las famosas gestas de los remotos tiempos y pone en práctica una intui
tiva y aún no fundamentada poética del deleite de las palabras que, de tan her
mosas, producen añoranza en los oyentes. Epica, oralidad, memorización de
técnicas poéticas y de hazañas gloriosas para deleitar a los oyentes son con
ceptos que se apoyan unos en otros.
60
Como todavía no había nacido la prosa engalanada y prestigiosa, sino que
a la hora de generar actos de habla dignos de recordación predominaban la ora
lidad y la poesía, que se consideraba inspirada por los dioses, se esperaban de
la enaltecida y mágica palabra poética los consejos, las normas de conducta, la
sabiduría moral y las enseñanzas de toda suerte. Pues bien, a partir de enton
ces, los poetas griegos ya no van a dejar nunca de ser o de ser considerados
maestros, didáskaloi. Desde Hesíodo a Arato y Nicandro, poetas helenísticos,
pasando por los líricos, los grandes trágicos y el genial Aristófanes Qos poetas
que componían dramas se llamaban “maestros de coro” o khorodiddskaloi),
todos los poetas griegos son ya, o al menos son considerados, en mayor o menor
medida, maestros.
Homero y Hesíodo son poetas, no críticos literarios, pero expresan una actitud
hacia la poesía que ya va a estar presente de forma constante a lo largo de toda
la historia de la poética griega. En ambos percibimos el amor por las bellas pala
bras que dejan tras ellas un rastro de añoranza, el gusto por las hermosas his
torias del glorioso y mítico pasado, la importancia concedida a la voz en la eje
cución de la poesía, el planteamiento de la cuestión de en qué medida la
inspiración divina y el arte de cada poeta intervienen en la producción poéti
ca, y, por último, la reflexión sobre el problema de la relación de la poesía con
la verdad.
En uno de los llamados “himnos homéricos”, el Himno a Apolo, que era
para Tucídides indudablemente obra de Homero (IH, 104), encontramos la
palabra clave mimeísthai, “imitar”, palabra fundamental de la poética griega y
por tanto de la poética en general, empleada por vez primera en el sentido de
“imitación artística”. Se refiere el autor del himno, sea quien fuere, a un coro
de muchachas délias que, celebrando a la diosa Letó y sus hijos los dioses Apo
lo y Artemis, además de bailar y tocar los crótalos, saben imitar al mismo tiem
po la lengua de todos y cada uno cantando un himno en el que cuentan his
torias de hombres y mujeres de antaño con el que encantan a las tribus de los
hombres. La poesía es, por consiguiente, imitación deleitosa.
En este interesante himno homérico, cuya parte dedicada a Apolo Delio es
de finales del siglo vil o comienzos del vi a. C, el simpático poeta que lo com
puso y recitó no se nos muestra ya con ínfulas de profeta ejerciendo su magis
La poética
61
es porque, en el fondo, sigue vivo el dilema de si el poeta proporciona funda
mentalmente placer o enseñanzas con su poesía. En efecto, se va a seguir
discutiendo a lo largo de los siglos si el poeta debe esforzarse sobre todo en
deleitar a su auditorio, siguiendo con ello el modelo homérico, o si, al hesió-
dico modo, el poeta es más bien un maestro o instructor de la sociedad en la
que vive.
Debajo de cada una de estas dos diversas concepciones late un contexto
social distinto: el aristocrático de los palacios en los que los aedos gozan del
favor de los príncipes (por ejemplo, Agamenón, al partir a Troya, encomendó
su esposa a los cuidados de su aedo: Odisea III, 267) y el popular de una ciu
dadanía que ya empieza a moverse y exigir sus derechos y que requiere conse
jos y enseñanzas ético-políticas ante el marcado declive de una aristocracia clau
dicante que se desmorona.
En los poemas hesiódicos Teogonia y Trabajos y Días se nos presenta el poe
ta proclamando arrogantemente su igualdad con los reyes feudales de Beocia,
pues, si los reyes descienden de Zeus, los aedos como él mismo reciben de
Apolo y de las Musas el inefable don de la canción poética acompañada por la
lira. Pero, además, a veces el poeta o aedo supera por su sabiduría y sus cono
cimientos ético-políticos propios de la moral popular a aquellos reyes que, ejer
ciendo de jueces, se dejan con frecuencia sobornar porque no saben, como
sabe el poeta, maestro de moralidad, hasta qué punto es muchas veces mejor
la mitad que el todo (Hesíodo, Trabajos y Días, 40).
Por el contrario, el poeta homérico, que gozaba de mayor prestigio social
en los palacios de reyes y aristócratas, presume menos de sus enseñanzas, aun
que también las proporciona al inmortalizar con su canto las gloriosas empre
sas del pasado, que del placer que procura al referirlas, con el que hechiza o
encanta poéticamente a sus oyentes.
El legendario Certamen entre Homero y Hesíodo, una composición ya moder
na, de la época de los Antoninos pero que se basa en más antiguas versiones
precedentes, refleja probablemente la neta oposición de estas dos irreconcilia
bles posturas ante la poesía: ¿procura sobre todo placer o a la vez y funda
mentalmente enseñanza? Huellas del enfrentamiento de estas dos contradic
torias posturas se encuentran asimismo en el extraordinario poeta cómico
Poéticas y retóricas griegas
62
palacios se troca en poeta enseñante, que ya se compara a los reyes, los cen
sura y se dirige a sus conciudadanos aconsejándolos, instruyéndolos, exhor
tándolos y hablándoles de su propia persona.
En esa joya literaria ya mencionada que es el Himno a Apolo, el autor, que
se presenta picaramente a las muchachas como “el viejo aedo ciego de la escar
pada Quíos” (172), es el sucesor de los aedos que moraban en los palacios de
los reyes y aristócratas sirviendo a sus señores y, a su vez, tratados por ellos con
aprecio y regalo (Odisea VIII, 62 y ss.). Ahora bien, como los tiempos cambian
incesantemente y no se detienen, el aedo de antaño mimado por su señor vive
ahora del favor público y pide a las muchachas délias que no se olviden de él,
para lo que les suministra sus señas de identidad. La alteración del contexto
socio-político repercute, sin duda alguna, en la poética y produce la alteración
del concepto de poesía.
ba, y debe en todo tiempo mediar, entre poesía y filosofía. Pero incluso dos
siglos antes, en el siglo vi a. C., Solón declaraba sin ambages lo mucho que
mienten los aedos, y poco más tarde Heráclito oponía su racional y filosófico
sistema conceptual de la unidad de los contrarios a la absurda y vulgar creen
cia hesiódica de separar como entidades distintas el Día de la Noche (B 57 D-
K). La poesía era bella y cautivadora, pero falsa e inmoral; la filosofía, empero,
era el único camino seguro hacia la verdad y la ética.
64
Pero la poesía tuvo también en el siglo vi a. C. sus defensores, que, como
Ferécides de Siró y Teágenes de Region, resolvieron el conflicto surgido entre
la poética belleza y la moralidad filosófica por vía de la interpretación alegóri
ca física y ética. Así, las guerras de los dioses en el cielo no serían más que el
reflejo poético de 1a oposición de los elementos contrarios presentes en la Natu
raleza, que, como el calor, el frió, lo seco y lo húmedo, realmente batallan enco
nadamente y sin tregua los unos contra los otros en el mundo físico real.
Cuando los dioses luchan entre sí -se piensa entonces-, tales teomaquias no
son sino representaciones poéticas que, despojadas de su connatural alegoría,
o sea, debidamente descodificadas, significan que en el mundo real de la Natu
raleza, en el mundo de la Phúsis, de la que se ocupan la física y la ética, se enzar
zan en continuas reyertas las fuerzas que los batalladores dioses homéricos y
hesiódicos simbolizan. Ares, Afrodita y Atenea se pelean en la poesía porque
también en el mundo real físico y ético entran en conflicto la fuerza bruta (Ares),
la incoercible fuerza del deseo amoroso (Afrodita) y el poder de la inteligencia
y la sabiduría (Atenea).
En virtud de esta interpretación alegórica a cargo de la física y la ética, toda
poesía encierra discursos o mitos en clave poética, en virtud de la cual, el poe
ta es un refinado filósofo, capaz de poetizar con la modalidad abstracta de sus
pensamientos filosóficos. Nosotros no creemos que por lo general así sea, pero,
por otro lado, debemos admitir que hay retazos poéticos y mitos en los que la
intención alegórica es tan'clara que no se puede dudar de ella. Por ejemplo,
parece evidente que al pergeñar Homero en la Ilíada el combate singular entre
el dios Hefesto y el dios-río Escamandro, de alguna manera quería reflejar ale
góricamente esa lucha, que se da en el mundo de la física y es a la vez tan impor
tante desde el punto de vista ético y socio-político, del agua contra el fuego.
Tampoco me cabe duda alguna de que el poeta de la Odisea nos ofrece una ale
goría de corte moral o ético cuando nos presenta a Odiseo resistiendo brava
mente los atractivos cantos de las Sirenas o salvándose, gracias a su prudencia,
de ser convertido en cerdo por la maga Circe.
La poesía y el mito son lenguaje, y el lenguaje, tal como nos lo ha hecho
ver la moderna Pragmática Lingüística, gusta de los actos de habla indirectos,
alegóricos, con los que se dice una cosa (“¿quieres, querido colega, hacerme el
favor de cerrar la puerta por fuera?”) y en realidad se comunica otra (“¡lárgate
ya de una vez, pesado!”).
Por ese camino, el de admitir prudentemente la presencia de la alegoría en
algunos textos poéticos y míticos, un siglo más tarde, ya el filósofo jónico Ariaxá-
goras de Clazomenas (s. v a. C.) veía en los poemas homéricos poesía que ver
saba sobre la virtud y la justicia y que acertaba a describir la realidad con la
envoltura embellecedora del mito poético, como hacía bien claramente, por
ejemplo, al describir al dios Apolo destellante a la manera en que resplandece
despidiendo rayos el Sol.
Lo que no se puede ni debe hacer es lo que hacían sabios filósofos estoi
cos, como Crisipo (s. m a. C.) y Cornuto (s. i d. C.), que convirtieron los bellí
simos poemas homéricos en un compendio de filosofía estoica y a los más anti
guos poetas griegos en filósofos estoicos avant la lettre (Cicerón, Sobre la naturaleza
de los dioses I, 14, 41; Séneca, Epístola 88).
66
En paralelo a la discusión sobre la corrección moral y la exactitud en la doc
trina física o ética de la poesía, el problema que realmente se planteaba a la
hora de encararse con la poesía era si no merecía la pena suspender a veces un
punto la filosofía o amor a la sabiduría, el filosofar (philosopheîn), para ejercitar
ante obras poéticas tan conspicuamente hermosas el amor a la belleza (philo-
kaleín). Al menos el gran estadista Pericles, con motivo de las honras fúnebres
de los atenienses caídos en el primer año de la guerra del Peloponeso (una gue
rra que se extendió del 431 al 404 a. C ), pronunció un discurso en el que, tal
y como lo transmite Tucídides, afirmó, refiriéndose a los ciudadanos de Atenas,
que éstos se caracterizaban por amar la sabiduría (philosopheîn) con parsimo
nia, pero, al mismo tiempo, por amar la belleza (philokaleín) sin blandenguería
(Tucídides, II, 40).
Pero cuando Pericles pronunciaba esas hermosas palabras, lo hacía en una ciu
dad, Atenas, la democrática polis o ciudad-estado, en la que la hermosa y tra
bajada prosa de los discursos retóricos tenía su connatural asiento. También en
la Atenas de aquel entonces -segunda mitad del siglo V a. C.—había nacido
una nueva filosofía democrática, la Sofística, que gustaba de debatirlo todo, lo
humano y lo divino, y de poner en tela de juicio los tradicionales saberes y las
creencias heredadas.
Sin embargo, en otras partes de la Hélade, todavía en el siglo V a. C. domi
naban la aristocracia y con ella una rancia moral religiosa que dejaron clara
impronta en la poesía y orientaron hacia su ideología esa incipiente “poética”
o poética avant la lettre que hemos venido viendo surgir al hilo de las reflexio
nes que los poetas hacían sobre su propia poesía. En Beocia, por ejemplo, Pin
daro, en sus aristocráticas odas corales (epinicios, o “cantos por la victoria”) en
honor de los nobles señalados en el rito atlético y campeones en las competi
ciones panhelénicas, magnificaba, de paso, la selectiva calidad aristocrática de
su condición de poeta, se autotitulaba profeta de Zeus y se consideraba inspi
rado sacerdote de las Musas que cumplía el ritual poético de aconsejar con
engalanadas sentencias, ilustrar la doctrina con sabrosos mitos y entrelazar con
bellísimas metáforas la exposición de los poéticos enigmas oraculares. Por eso
Píndaro es oscuro, pues se considera poeta inspirado y profético, profeta de las
Musas cuyo “entusiasmo” -e n griego esta palabra quiere decir “efecto de tener
La poética
67
De entre los aedos que pueblan los poemas homéricos, Píndaro al que más
se parece es al odiseico y moderno Femio, porque también se proclamaba,^ la
vez que inspirado por la divinidad, autodidacto, es decir, afirmaba que, además
de contar con la inspiración poética al abordar sus cantos, componía y ejecu
taba con su natural talento, ya que se había enseñado la poesía a sí mismo.
También Píndaro -así nos lo hace saber- sabe poetizar por su propia naturale
za que posee como don divino. Su genio -d ic e - es natural y para nada necesi
ta del arte (Olímpica II, 94). Es más, los poéticos efluvios de su naturaleza, que
él comunica al campeón atlético al que dedica sus inspiradas odas ejecutadas
por coros, son precisamente los que le convierten en inmortal de la misma
manera que Homero hizo inmortales con su canto a los héroes que lucharon
en Troya.
La “poética” pindárica es un discurso precientífico y religioso, aristocráti
co y poéticamente selectivo, que, lógicamente, genera una altísima y muy sutil
poesía, poesía llena de arcanos y de bellezas nunca antes dichas o jamás expre
sadas hermosuras, poesía no de muchos, sino para los más selectos. Su poesía
es un entramado de espíritu aristocrático, por un lado, de religiosidad de una
religión sin dogma pero rica en hermosos mitos, sabias sentencias y poéticos
y sugestivos rituales, por otro, y, finalmente, de una religiosa veneración sin
límite por las “dulces palabras”. Así se explica que este poeta modifique a su
gusto y dulcifique los crudos mitos tradicionales o plasme en verso como nadie
lo ha hecho nunca la belleza del atleta triunfador o nos obsequie con deleito
sas definiciones, que son pura y afiligranada metáfora, originales y sutiles, como
la del volcán siciliano Etna, que es “nodriza de nieves perennes” (Pítica I, 20)
o la del hombre, que no es sino “el sueño de una sombra” (Pítica VIII, 95). Pín
daro, en suma, es un poeta que se esfuerza en hacemos creer que sus versos
cantados han surgido de él en un esfuerzo y una labor a los que han asistido
divinidades como las Gracias, Mnemósine y las Musas, pues él mismo cree en
el don divino de producir la magia enhechizadora de las “dulces palabras”.
Por más o menos las mismas fechas en que vivió Píndaro (518-438 a. C.), flo
reció en Acragante (Sicilia) un poeta que también se consideraba inspirado y
creía en el mágico poder de la palabra. Se trata de Empédocles (493-433 a. C.),
que fue filósofo y poeta (aunque para Aristóteles fue más lo primero que lo
segundo), mago, taumaturgo, curador de enfermedades y amainador de los
vientos por la fuerza de la palabra, experto en purificaciones, ensalmos y encan
68
tamientos. Es curioso que el Estagirita lo considere el inventor de la retórica.
Tal vez ello se explique precisamente por esa su concepción poética prerracio-
nal, subyacente al empleo taumatúrgico que hacía de la palabra, con la que, al
parecer, curaba las enfermedades y aplacaba la furia de los vientos, como si
poseyera un poder mágico. Para el nacimiento de la retórica es fundamental la
firme convicción de que la palabra posee, entre sus mágicos poderes, una gran
fuerza psicagógica o de atracción de las almas que es capaz de encandilar, cau
tivar, convencer y hacer cambiar de actitud a los oyentes más reacios a dejarse
persuadir de tesis alguna. Esta fuerza psicagógica de la palabra, que no sólo
persuade, sino también embelesa, enhechiza y encanta, explica por igual los
fenómenos y los hechos, las causas y los efectos que se vislumbran tanto en la
práctica del discurso retórico como en la de la poesía. Se encuentran, así, las
reflexiones sobre la poesía y las centradas en tomo al discurso retórico, pues,
en el fondo, en uno y otro caso se reflexiona sobre el efecto psicagógico, o seduc
tor del alma del oyente, que se descubre en la entraña misma de la palabra.
69
su ciudad natal Leontinos. Al oír discursos retóricos pertrechados de tan raras e
inesperadas galas, los atenienses, de por sí amantes de los discursos, quedaron
embelesados por la rareza y la extrañeza (lo que Aristóteles llamará “extranjeris
mo”, xenismós: Retórica 1405a8; 1406al5; Poética 1458a22) de la dicción (Dio
doro Siculo XII, 53, 4). Las “figuras gorgianas” son todas ellas filigranas lingüís
ticas basadas en la recurrencia y, por tanto, importadas por la prosa desde ese
discurso esencialmente recurrente que es el discurso poético.
A consecuencia de esta inevitable fusión de poética y retórica, tal como la
planteó Gorgias, resultará que Platón, un siglo más tarde, condenará con la mis
ma severidad la poesía y los discursos retóricos. Pero, asimismo, a consecuen
cia de esa indiferenciación, la retórica, siempre más práctica, desenvuelta y ope
rativa en una más amplia zona de aplicación que ¡a poética, llevó en todo
momento la delantera e influyó decisivamente en toda producción de poesía.
La poética y la poesía, ya a partir del siglo va. C., se subordinaron ancilar-
mente a la soberana retórica, que amplió tanto sus horizontes que se convirtió en
la disciplina educadora por excelencia, en la piedra angular de la paideía. La retó
rica extendió sus largos brazos, por un lado, hasta el ámbito de la poética, y, por
otro, hasta el de la educación cabal del ciudadano, es decir, del político ideal en
una democracia, o sea, la filosofía, la ética y la política. En efecto, después de cur
sar la gramática, con la que se enseñaba a los niños a leer y contar (los números
de los antiguos griegos eran letras), la formación del ciudadano relevante en polí
tica exigía que, siendo aún adolescente, se dedicara con ahínco a los estudios de
retórica, una disciplina en la que ya el análisis y el comentario de la poesía eran
equivalentes a los realizados sobre el discurso retórico, con lo que la poesía iba
considerándose poco a poco una mera variedad o especie del discurso oratorio,
en particular del discurso epidictico. Y, por otra parte, el estudio de los poetas,
considerados portavoces y maestros de doctrinas ético-políticas, y del manejo del
lenguaje persuasivo planteaba directamente las cuestiones de formación integral
del ciudadano y el político ideales, o sea, cuestiones políticas, éticas y filosóficas.
Aunque la incipiente poética y la poesía eran las hijas mayores del lenguaje,
resultaban de aplicación más inmediata y práctica sus hermanas más jóvenes,
esas realizaciones del lenguaje más modernas que eran la retórica, ya consoli
dada como arte en el siglo V a. C., y la prosa persuasiva del discurso retórico.
No es, pues, difícil de entender que la poética se dejase influir por la retórica
y que, en el teatro de Atenas, en comparación con los dramas de Esquilo, que
70
pertenecía a la generación de los luchadores de Maratón, anterior por tanto a
la de los sofistas, los del dramaturgo Eurípides, perteneciente ya de pleno a la
de los sofistas y muy influido por ellos, sonaran a retórica, repletos como esta
ban de discursos construidos según las normas de tan prestigioso y difundido
arte ahora dignificado y fundamentado por esa filosofía democrática y relati
vista que era la filosofía de los más renombrados sofistas, como Protágoras y
Gorgias. La retórica, en una palabra, estaba de moda, lo llenaba todo y reso
naba en todos los ámbitos ciudadanos.
La voz psicagogía quiere decir en griego “acción y efecto de arrastrar las almas
Poéticas y retóricas griegas
72
co de la Odisea (XXIV, 6 y ss.) cuando se nos narra cómo aparecen las almas de
los pretendientes graznando desconcertadas como esas fúnebres aves.
La seducción del alma o psicagogía que produce la poesía es el resultado
de un “engaño” (apáte), que no una “mentira” o “falsedad” (pseúdos), en el que
es mejor engañar y dejarse engañar que no hacerlo o no dejárselo hacer. El poe
ta, con su “engaño” (apáte), que no es -insistimos- una “mentira” o “falsedad”
(pseúdos), no pretende dañamos, sino, muy al contrario, hacemos disfrutar,
seduciendo nuestras almas, tal vez evocándolas del infierno de la cotidianidad
en el que moran tan tristemente como las de las muertos, que, semejantes a
murciélagos, habitan en el Hades.
Así explicaba Gorgias el placer derivado de la contemplación de la trage
dia. El oyente o espectador de una obra poética, elaborada por tanto con el len
guaje engañador colmado de apáte, que se deja engañar y se entrega de este
modo al disfrute del placer psicagógico y estético de la poesía, es más inteli
gente y prudente que el que no se deja (Plutarco, Sobre la gloria de los atenien
ses 348C), porque entre otras cosas disfruta de los goces de la facultad psica-
gógica, o arrastradora del alma, del lenguaje. Esta taumatúrgica facultad del
lógos, que, como las drogas o los fármacos, altera la estabilidad del alma pro
duciendo en ella placer o dolor (B 11, 14 D-K), es la más aprovechable políti
ca y socialmente, por medio de la poesía y el discurso retórico, porque la capa
cidad del lenguaje para pensar y comunicar la verdad es una vana ilusión en la
que sólo creen los filósofos ilusos. La seducción o arrastre del alma del oyente
provocados por la poesía y el discurso provisto de estrategias poéticas es el
resultado de un proceso psicológico comparable al de la evocación de las almas.
El oyente se entrega sin resistencia preso de los encantos y sensaciones pla
centeras y aplacadoras de las pasiones del alma con que le seduce el poeta o el
orador mediante su palabra hechizadora.
Y ello se lleva a cabo con estrategias de índole psicológica que actúan sobre
el alma como las drogas o los fármacos lo hacen sobre el cuerpo, o sea, movien
do las pasiones anímicas del oyente y encandilándolo, dejándolo pasmado y
boquiabierto, por obra de un lenguaje, en prosa o en verso, típicamente poé
tico por estar cargado de recurrencias.
Para los sofistas esa maleabilidad del lenguaje era una de sus más impor
Poéticas y retóricas griegas
74
Por el contrario, la doctrina tradicional sobre el divino, inspirado y cauti
vador lenguaje poético está aún presente en un filósofo contemporáneo del
movimiento sofístico, el atomista Demócrito (nacido el 460 a. C.), para quien
la encandiladora dicción de la poesía era el resultado de un trance en los poe
tas producido por la instilación en ellos de una divina locura por obra de unos
seres compuestos de átomos finísimos, los dioses, cuya existencia, al parecer,
no podía ser negada ni tan siquiera por el materialismo de la doctrina atomis
ta debido a las sobrenaturales visiones que, según opinión generalizada, envia
ban a los humanos durante el sueño o incluso en estado de vigilia.
Los sofistas, en cambio, con su doctrina del lenguaje poético-retórico capaz
de adoptar poses, “figuras”, giros, vueltas o dobleces, elegancias todas ellas psi-
cagógicas y estéticas, es decir, emotivas y encantadoras de las almas de los oyen
tes o lectores, explican el “inefable” efecto de la poesía y del discurso retórico
sin salirse de los límites de este mundo, por lo que constituyen un hito impor
tante en la historia de la poética y la retórica de todos los tiempos.
75
de ello. Recordemos cómo en los poemas homéricos el aedo se manifiesta cada
vez más orgulloso de su misión de hacer eternas con sus versos las hazañas glo
riosas de los héroes de antaño. Pues bien, asimismo la gran poesía de la Atenas
del siglo V a. C. continúa portando en sí misma este tradicional rasgo de la cul
tura oral que es el de la transmisión de los valores ético-políticos vigentes.
En efecto, los grandes dramaturgos de la Atenas de época clásica, que cul
tivaban un género que era desde sus mismísimos orígenes religioso, ritual y
político, no tenían más remedio que aprovechar sus dramas para cumplir con
ellos la importante misión propia de los cultivadores de un género poético de
la polis, o sea, la de representar ejemplos con los que formar política y moral
mente a sus conciudadanos. El tipo de enseñanza o formación impartidas por
los dramaturgos era -n o podía ser de otro m odo- fundamentalmente ético-
política Ga ética era una ética ciudadana del hombre de la polis), una formación
moral, entendiendo “moral” en el sentido estricto de la moralidad, no perso
nal, sino ciudadana.
Pero con la Sofística, con la revisión crítica de los presupuestos tradicio
nales que traía consigo y su nueva concepción de la moral y la ciudadanía, bro
tó en Atenas una tragedia Ga de Eurípides) que puso en tela de juicio los anti
guos valores ético-políticos.
76
momento estaba -claro está- la producción poética, en especial la dramática.
Si la tragedia, que era la producción poética más prestigiosa de aquella época
y además era didáctica, instructiva y moralizante, daba en defender, por obra
de un dramaturgo innovador (Eurípides), una moral un tanto nueva, aún desa
costumbrada o discutible, influida por esos filósofos rompedores del pensa
miento tradicional que fueron los sofistas, la franja más conservadora de la ciu
dadanía se escandalizaba por ello y la mayoría de los ciudadanos, en general,
se sentían aún deshabituados a esas tan novedosas ideas. Y justamente en esa
situación, un estupendo poeta cómico, como era Aristófanes, que vivió en el
siglo va. C., podía, operando en el ámbito de la moral ciudadana, sacar parti
do del contraste entre las expectativas tradicionales y conservadoras, por un
lado, y las innovaciones aún no maduras ni mayoritariamente aceptadas, por
otro, novedades que el genial comediógrafo procuraba inteligentemente pre
sentar en escena con la exageración y la caricatura que más favorecían su pro
pósito. Para un poeta cómico de valía ése era el camino a seguir, a saber, el de
censurar lo novedoso.sobre la escena y de cara a los espectadores de sus come
dias, aunque personalmente él no estuviera en desacuerdo con ello.
Y ése fue, efectivamente, el camino que Aristófanes siguió al ridiculizar en
sus comedias el realismo extremo, la cotidianidad ramplona y antiheroica, la
defensa de la individualidad a ultranza y la ubicuidad de la retórica como ras
gos, todos ellos, típicos y conspicuos de los dramas de Eurípides, el poeta trá
gico contemporáneo suyo y fuertemente influido por la Sofística, frente al patrio
tismo acrisolado, el idealismo heroico, la enfervorecida expresión y la
grandiosidad poética que caracterizaban las tragedias de Esquilo, el tragedió-
grafo de la generación anterior, de la de aquellos bravos atenienses que habían
derrotado a los persas en la batalla de Maratón (490 a. C.).
Entre una generación y la otra se había abierto, efectivamente, un insalva
ble abismo que implicaba a la religión, la moralidad, o sea, la ética política, y
la educación o paideía. Los conservadores eran todavía poderosos, como había
quedado claro con el destierro del filósofo Anaxágoras, el riesgo que corrió la
vida de Diógenes de Apolonia y la lamentable muerte de Sócrates, acusados
todos ellos de impiedad. Pero no es menos cierto que el discurso innovador a
la sazón en boga, inspirado fundamentalmente en la Sofística, independiente
de la ética política de la ciudad-estado de la Atenas del momento, se iba impo
niendo a pasos agigantados.
Pues bien, las pullas, las burlas, las parodias, las chanzas y las bromas de
la comedia aristofánica se dirigen no sólo al contenido moral del discurso inno
vador, sino también a sus estrategias estéticas, por lo que el nombre del gran
poeta cómico es insoslayable en la historia de la poética, y no por haber sido
un crítico literario, que en absoluto lo era, sino por haberse servido para sus
propósitos de comediógrafo, para hacer reír a los espectadores, de la ridiculi-
zación de las nuevas ideas morales y poéticas juzgadas según una valoración
de la poesía, que sin duda alguna no era la suya personal, basada en criterios
ético-políticos, una valoración propia de una vetusta sociedad que todavía vivía
de la cultura oral. De este recurso se valió, efectivamente: en la comedia Las
Ranas el dios de la tragedia, Dionisio, desciende al reino de Hades o mundo
de los muertos, donde ya se encuentran Esquilo y Eurípides, con el propósito
de sacar de él y devolver a la vida a aquel de los dos poetas trágicos cuyas ense
ñanzas más aprovecharan a la ciudad-estado, a la polis. Al confrontar a los dos
poetas, el comediógrafo se burla especialmente de la nueva moral y la nue
va poética de Eurípides.
ses, 11 y 138-140).
Ahora bien, la retorización del lenguaje poético coincidía con la expresión
de novedosas ideas más individualistas que las de antaño, menos patrióticas,
no acordes con la religión tradicional, que era -n o lo olvidemos- una religión
política, pues el poético lenguaje retorizado del dramaturgo Eurípides, exper
to en retórica, difundía con empeño a los cuatro vientos ideas de claro cuño
78
sofístico. Y aquí se le brindaba a Aristófanes, comparando a la tragedia del con
servador Esquilo la del innovador Euripides, todo un arsenal de posibilidades
para oponer estilos poéticos distintos emparejados a caracteres dispares y mora
lidades diversas.
Aunque el estilo novedoso, retorizante, sofístico e innovador correspon
diente a una mentalidad individualista y poco o nada ético-política (el estilo
euripidesco), recibe, lógicamente, más pullas y es objeto de mayor número de
chanzas que el contrario, el prerretórico, antisofístico, patriótico, conservador
y moral según las normas ciudadanas (el estilo esquileo), no debemos olvidar
que ello se debe a las necesidades del contraste cómico de una especie de come
dia que, como la de Aristófanes, es una comedia política o ciudadana. No quie
re ello decir, en absoluto, que el gran poeta no percibiera los defectos del vie
jo estilo y las sutilezas del nuevo, sino que a éstas las ridiculiza con mucha
mayor frecuencia por la sencilla razón de que, por ser aún recientes y no haber
se impuesto todavía, se prestaban magníficamente, debidamente caricaturiza
das y exageradas, a producir el efecto cómico.
Tal y como se deduce del estudio atento de Las Ranas, aunque al final de
la comedia, entre Esquilo y Eurípides, por obvias razones de la poética de cor
te ético-político que Aristófanes emplea como criterio en la ficción de la obra,
el poeta trágico elegido para volver a la vida abandonando el mundo de los
muertos es Esquilo, en el agón o competición en que los dos tragediógrafos se
enfrentan se percibe que ambos contaban con sus virtudes y sus defectos estric
tamente estilísticos. Así, el abuso en el empleo de los silencios, la pompa y la
magnilocuencia de la expresión eran defectos claros del estilo esquileo, como
también lo eran del estilo euripidesco el prosaísmo y el empleo de “frasecillas”
de tres al cuarto, de indisimulable corte retórico y escasa entidad, con las que,
según hacía decir a sus personajes nuestro comediógrafo en el desempeño de
su función cómica, Eurípides degradaba la tragedia.
Aristófanes no fue un crítico literario, sino un excelente comediógrafo que
compuso un tipo de comedia, la comedia política, en la que la burla y la sátira
de las nuevas ideas y los novedosos estilos le procuraban las mejores posibilida
des de éxito. Pero en los versos de sus comedias se nota que no era tan reacio a
las nuevas modas de los nuevos tiempos ni, en particular, al estilo de los inno
vadores dramas euripídeos, como por razones estrictamente de estrategia cómi
ca aparenta. De hecho, Eurípides, ya desde la generación misma de Aristófanes,
empezó a ser preferido a Esquilo, y en la subsiguiente historia del teatro (por
ejemplo, en la Comedia Nueva) fue él y no Esquilo quien influyó con su nuevo
teatro de gentes normales y nada heroicas ni paradigmáticas en cuestión de éti
ca política, gentes que no hablaban ya con grandilocuencia, sino que eran más
bien usuarios de una jerga no muy alejada de la lengua conversacional.
2 . 1.17. Ética y metafísica contra poética: la filosofía de Platón
E )- las inspiraciones poéticas, al igual que los sueños, pueden ser verdaderas o
falsas, tal y como lo escuchara Hesíodo de boca de las Musas, cuando le dijeron:
“pues sabemos decir muchas mentiras / a cosas verdaderas parecidas, / pero tam
bién sabemos / verdades proclamar cuando queremos” (Teogonia, 27-28).
Ahora bien, las inspiraciones divinas no pueden ni deben ser inmorales ni
falsas, según reza la rígida moral platónica de fundamentación metafísica, en la
80
que lo bueno se funde con lo verdadero, toda vez que la idea de Bien es nada
menos que el fundamento metafísico de la metafísica “teoría de las ideas” de
Platón, esas “ideas” de las que el mundo real no es más que un mero reflejo.
No se puede ni debe, por tanto, según Platón, negar la función didáctica de la
poesía, y hasta es normal y lógico admirar las opiniones de los poetas, tal como
el mismo filósofo hace (República 283A), pero de su valor no puede uno nun
ca estar seguro. Con ellas pasa como con los sueños, que unos proceden de
nuestros apetitos y otros, los más fiables, de nuestra razón (República 571C-
572A).
Para que una obra poética sea moral, dado que la poesía es una represen
tación (mimesis) de la vida y la vida es en sí misma teleológica (o sea, tiende
hacia un fin concretó, que es el de su perfección), es menester que el poeta
albergue un propósito moral, por lo que la obra poética en sí misma dista mucho
de la moralidad. Más bien es inmoral, sobre todo -argumenta Platón- lo son
todas esas tragedias Qa mayoría de ellas) en las que los dioses castigan tan dura
e inmisericordemente a hombres, a los que hunden en la más desoladora y
deplorable miseria. Pero, en cualquier caso, la crítica definitiva a la poesía como
obra de arte es la metafísica.
81
ñas. No resulta, por consiguiente, extraño que a la pintura, la danza y . la poe
sía se las considerase imitación o mimesis, y se definiera la poesía corito una
danza a base de voces, y la danza como una poesía silenciosa (así lo recoge Plu
tarco, autor de los siglos i- ii d. C., en Cuestiones convivales 748A), y asimismo
la pintura como una poesía silente (definición que remonta al poeta lírico de
los siglos Vl-V a. C. Simónides de Ceos, según Plutarco 17F, 58B, 346F y la
Retórica a Herennio iy 28).
Los poetas griegos no creaban de la nada (“la creación de la nada” es un
concepto semítico y cristiano, no griego y pagano), sino que modelaban con
palabras las formas imitadas al igual que hacía el pintor con sus pinturas o el
escultor con el mármol o el bronce. Los poetas griegos imitaban con palabras
acciones como los choques feroces de los ejércitos aqueo y troyano o la toma
de la alta ciudadela de Troya, y caracteres y pasiones, implícitas en las acciones
humanas, como la astucia de Odiseo o la cólera de Aquiles. Pero, como no cre
aban de la nada, sino que imitaban, siempre imitaban la realidad. Y aquí, en
este punto concreto, encontraba Platón el talón de Aquiles de la poesía. Si ya
la realidad es la imitación o reflejo del verdadero y real mundo que es el “mun
do de las ideas”, la imitación poética es una copia o imitación de otra copia o
imitación, es decir, una apariencia demasiado lejana de la verdadera realidad
(el verdadero y real “mundo de las ideas”, modelo del mundo sensible) que se
encuentra tan lejos que ya ni tan siquiera le sirve de modelo que mimar y repro
ducir. La mimesis o imitación poética se aleja así en tres grados de la Verdad.
A este problema derivado del hecho de que toda poesía es por su esencia
misma mimética, se añadía el evidente (al menos para el “Divino Filósofo”) de
que los poetas -y él estaba pensando en los verdaderos poetas o generadores
de representaciones miméticas y, en especial, Homero y los tragediógrafos-
explotaban excesivamente el páthos o las emociones que perturban el alma
robándole el necesario sosiego para el raciocinio.
82
que la poesía platónica es esencialmente mimética). Pues bien, desde estos pre
supuestos el arte entero de la ciudad platónica ideal y, por tanto, también la
poesía, requieren un previo control de moralidad, una censura previa puesta
en práctica en nombre del “Discurso Verdadero”, que es el que se apoya en los
pilares de la filosofía, o sea, sobre todo en la metafísica y en la ética.
El Platón de Las Leyes consiente ya en no expulsar a los poetas de su ideal
ciudad, como hiciera en La República, pero impone sobre ellos una férrea cen
sura moral que se justifica desde la ética política Qa ética es siempre una ética
ciudadana subordinada por ello a la política) y desde la misma metafísica. Pues
bien, la censura moral de la poesía, además de basarse en razones metafísicas
que la abonan y recomiendan, se fundamenta también en el argumento psico
lógico que Platón emplea contra la poesía: el alma humana es tripartita (vege
tativa, pasional y racional), y la poesía, que es enormemente psicagógica, exal
ta justamente la parte pasional del alma -exaltación a todas luces pegudicial
para las almas de los ciudadanos-, por lo cual, salvo los himnos a los dioses y
las loas poéticas en honor de los hombres virtuosos, toda la demás poesía ha
de ser desterrada de la ciudad ideal. En ella no deben representarse obras poé
ticas -imitativas- capaces, como la tragedia, de producir en los espectadores
esas emociones descritas por Gorgias en su Encomio de Helena que eran los estre
mecimientos preñados de dolor, las conmiseraciones lacrimosas y la nostalgia
que se complace en su propio penar (B 11, 9 D-K).
Parece, pues, claro que Platón, que definió la retórica como “una especie
de “psicagogía” o arrastre del alma” (Fedro 271C10), es consciente del poder
psicagógico de la palabra, ese poder que arrastra las almas como el nigroman
te evoca las almas de los muertos, pues, cuando pergeña en el Fedro su retóri
ca ideal, insiste en la necesidad de conocer las almas de los oyentes y su parti
cular propensión a dejarse persuadir o arrastrar por una determinada especie
de discurso.
84
2 .2 . La Poética de A ristó teles
Voy a poner otro ejemplo para que esta idea fundamental quede suficiente
mente clara, como sería de desear: a mí y a muchos otros helenistas nos hubiera
gustado que Aristóteles en su tratado de poética se hubiera detenido en la esplén
dida lírica griega arcaica, en Arquíloco y en Safo y en Alceo y en Píndaro, pero en
los antiguos textos griegos que hay que leer filológicamente, o sea, con filológico
respeto a los datos textuales y sin inventarse lo que en eEos no consta, las cosas no
son como nosotros queremos que sean sino como realmente son. Y lo cierto es que
tanto la poesía lírica griega arcaica, en general, como los mismos nombres de tan
excelsos poetas, en particular, brillan por su ausencia en la Poética de Aristóteles. Si
tuviéramos que juzgar sobre la poesía griega antigua basándonos tan sólo en esta
obra del Estagirita que es la Poética, llegaríamos a la conclusión de que los antiguos
griegos sólo conocieron poesía dramática, en especial tragedia, y un tipo de poesía
épica muy dramática y unitaria, la de Homero, frente a otra especie de épica muy
Poéticas y retóricas griegas
inferior a la anterior pero de la que se extrajeron buenas tragedias, o sea, la épica del
Ciclo. La restante poesía, los demás géneros literarios que tienen menos que ver con
la acción, con el drán, parece que no cuentan. iQué triste es esto! Pero esto es así.
86
como el resultado de la acción de drán-, es la poesía dramática o, secundaria
mente, todo lo más, la poesía épica que, como la de Homero, se parece mucho
a la dramática porque sus personajes están de continuo dialogando y entran
do con sus palabras en acción tal cual si fueran personajes de un drama. Al
Estagirita, como a su maestro, le interesa la poesía en cuanto que es drama o
se parece al drama. Y punto. En cambio, como no cabe hacer mimesis o imita
ción de una acción a base de presentarse el propio poeta hablando en su pro
pia primera persona (Poética 1460a5) y es inconcebible un arte de la poesía
cuyo propósito sea mostrar al propio poeta haciendo afirmaciones sobre el mun
do (Sobre ¡a inteipretación 17a5), los poetas didácticos como Hesíodo o los poe
tas filósofos como Empédocles, aunque este último escriba hexámetros for
malmente comparables a los del mismísimo Homero, o los poetas que hablan
de sus propias pasiones o transmiten su particular visión del mundo, o sea toda
la pléyade de los brillantísimos líricos griegos, no son poetas en sentido estric
to según la filosofía platónico-empírica de Aristóteles.
a los animales “políticos” o político-sociales que son los hombres por el hecho
de vivir en comunidad, en sociedad.
87
La Poética aristotélica es, pues, un libro difícil y lejano que hay que leer filo
lógicamente y por tanto en el contexto de la obra entera del Estagirita, tenien
do muy en cuenta especialmente la Retórica y la Política, pues desde ellas el
autor alude a tratamientos sobre específicos temas que en un principio tal vez
figuraban en su obra sobre la poesía y que, sin embargo, a fecha de hoy no apa
recen en ella por ninguna parte, como, por ejemplo, el de las especies de lo
cómico o el de la kátharsis o purgación o purificación de las pasiones.
No ha llegado, efectivamente, a nosotros la obra entera que Aristóteles com
puso, y, por si esto fuera ya de por sí pequeña dificultad, a juzgar por lo que
hasta nosotros sí ha llegado, la Poética es un tratado, escrito en un estilo nada
fácil, que, en el fondo, no es sino una reflexión sobre la poética realizada des
de la teleológica y platónico-empírica filosofía de su autor. Y precisamente por
ser la teleológica filosofía aristotélica una filosofía a la vez platónica y empírica,
es por lo que en este primer tratado de poética nos encontramos, junto a espe
culaciones de alta filosofía epistemológica y moral o discutibles conceptos onto-
lógicos y metafísicos como el de la teleología, también observaciones puntua
les y objetivas de la estructura y la función de la obra poética que son, pese a
todo (es decir, aun no aceptando la teleológica filosofía aristotélica), realmen
te prácticas y todavía merecedoras de consideración en los estudios sobre poé
tica que se llevan a cabo en los tiempos modernos.
88
mático”, pues lo mejor de lo épico es, en opinión de ambos filósofos, maestro
y discípulo, la cualidad dramática, la “dramaticidad” de los poemas homéri
cos. El Estagirita llega incluso a recomendar para la épica argumentos dramá
ticos (Poética 1459al8) y se niega, como ya hemos dicho, a considerar mimé-
tica una poesía en la que el poeta no utiliza el “tú” puesto en boca de personajes
que hablan y que actúan (Poética 1460a5), sino que habla solamente en pri
mera persona y a título propio, como el historiador o el filósofo o el para noso
tros poeta lírico, o como el autor de versos Empédocles, o como los poetas
didácticos que describen o reflexionan, los cuales no hacen, según Aristóteles,
poesía en modo alguno.
Si no hay imitación de una acción ejecutada lingüísticamente entre el emi
sor y el receptor del mensaje que aparecen representados actuando, hablando
y operando dramáticamente, de forma directa mejor que a través de una narra
ción, no hay poesía. Los poetas que monologan o cuentan pero no hacen actuar
a sus personajes a través de la palabra no hacen poesía. Serán muy sentimen
tales o muy sabios o ambas cosas a la vez, pero no son poetas. Para hablar de
poesía, debemos topamos ante la imitación de una acción humana envuelta
en palabras, es decir, ante una dramatización que se refleje lingüísticamente en
el uso del “tú” por parte de personajes que ejerecen mutua interacción los unos
sobre los otros.
Empédocles, aunque se valió de versos hexámetros como Homero, no com
puso poesía porque escribió sobre filosofía de la Naturaleza sin presentar nin
guna imitación de una acción humana. Luego cometió dos errores contra la
esencia de la poética tal como Aristóteles la concebía, a saber: no representar
dramáticamente una acción imitada y no representar la imitación de una acción
humana.
Asentado firmemente en la “dramaticidad” o carácter dramático de la mime
sis que es toda poesía, un presupuesto que hubiera admitido muy a gusto el
mismísimo Platón, y excluyendo de la poesía todo tema que no tuviera que ver
con el hombre, con las acciones y los caracteres de los hombres, Aristóteles
prepara hábilmente la defensa de la poesía contra los ataques de inmoralidad
y falsedad que enconadamente contra ella dirigía su maestro el “Divino Filó
sofo”. La poesía no es un tratado sobre la verdad ni sobre los cuatro o más ele
mentos de la Naturaleza. La poesía es drama o, como mucho, épica muy dra
matizada. La poesía es mimesis de acciones humanas, de acciones de la vida o
la experiencia humanas, acompañadas de los rasgos de los caracteres de quie
nes las ejecutan, y no trata de aleccionar a nadie sino de proporcionar placer a
quienes la contemplen. Aristóteles es en este punto, una vez más, platónico y
La poética
89
demostrar verdad ninguna porque su finalidad es otra mucho más práctica
(empírico). La poesía proporciona placer intelectual, psicagógico o psicológi
co y estético.
Como la poesía es mimesis o imitación de una acción humana, no hay más
poesía que la dramática y, sólo subsidariamente y en un escalón inferior, la épi
ca. De momento, pues, el Estagirita cuenta con una poesía restringida, pues
sólo es poesía lo que es imitación o mimesis de una acción humana, o sea, una
representación dramática o cuasidramática (como la épica homérica) de accio
nes humanas y, al ser imitación de acciones, también lo es de caracteres y pasio
nes, pues las acciones y pasiones las generan y explican los caracteres.
Una vez bien establecidos estos fundamentos Qa poesía es la imitación,
representada dramáticamente, de una acción humana sin propósito de sentar
cátedra con ella), ya sólo le quedaba al Estagirita echar mano de su peculiar
filosofía platónico-empírica, para demostrar que su maestro exageraba al recha
zar la poesía por incapaz de tener acceso, como la filosofía, a las verdades uni
versales, a las ideas, y de ser, por tanto, vehículo seguro de falsedades e inmo
ralidades, lo que la hacía indeseable para una ideal república bien organizada.
Platón, en sus ataques a la poesía, a la que criticaba desde el punto de vis
ta ético-político, psicológico y epistemológico, seguía la línea iniciada por los
filósofos presocráticos Jenófanes de Colofón y Heráclito de Efeso, que reaccio
naban contra la tradicional opinión hasta entonces generalizada que veía en los
poetas grandes maestros de doctrina verdadera y de intachable y recomenda
ble moral. Para Platón la poesía imitaba acciones y caracteres que no podían
ser universales, porque los verdaderos universales son las Ideas, que no están
en este mundo y sólo son accesibles, y ello con no poco esfuerzo, al filósofo,
y en particular al filósofo que fuera seguidor de su personal doctrina de filóso
fo dogmático: la doctrina del “Discurso Verdadero”, del Alethés Lógos, que el
“Divino Filósofo” proponía. En cambio, en la más empírica filosofía de Aristó
teles, la poética tiene acceso a los universales, que están en este mundo, en las
acciones y los caracteres humanos, porque la poesía, al contrario de la histo
ria, no cuenta una acción humana individual que sucedió por obra de un deter
minado, singular y particular carácter humano Qo que hizo Alcibiades un de
terminado día del año), sino lo que pudo suceder por obra de un genérico
Poéticas y retóricas griegas
90
lo que la poesía imita dramáticamente es de naturaleza tan universal como las
proposiciones que hacen posible el saber verdadero, la filosofía, la ciencia, pero
no tiene por qué identificarse con el saber verdadero, con la verdad, con el “Dis
curso Verdadero” o Lógos Alethés.
Con ello el Estagirita no sólo ha reducido la poesía a imitación dramática,
sino que además la ha elevado al nivel de los universales. La poesía, aunque se
inspire en hechos individuales y concretos, tiene que presentarlos como la imi
tación de “acciones determinadas que acontecen a determinados caracteres en
virtud de lo probable o lo necesario” (Poética 1451b8). La poesía tiene así su
coherencia interna, su verdad dentro de ella misma, que no es necesariamen
te superponible con la verdad de la realidad, con la verdad de las acciones rea
les y concretas. De este modo, Aristóteles se va separando, a base de puro empi
rismo, de la concepción negativa que Platón albergaba sobre la poesía. El poeta
imita en forma de drama acciones humanas no con el afán de capturar y ense
ñar la verdad que mueve al filósofo, sino para, ejerciendo de poeta, producir
placer en los espectadores con su imitación a base de presentar las acciones o
como eran o son, o como los hombres dicen y creen que son, o como deberían
ser (Poética 1460b8). La poesía no se identifica con la filosofía, pero tampoco
está tan alejada de ella, tampoco se encuentra la una en los antípodas de la otra,
pues, al fin y al cabo, ambas se nutren de los universales.
El poeta de Aristóteles y el filósofo de Platón se mueven en el nivel de los
universales, pero el poeta para poetizar con ellos y el filósofo para filosofar. El
poeta aristotélico no intenta reproducir la verdad en su mimesis, sino tan sólo
una verdad interna, la consistente en la coherencia y verosimilitud de lo repre
sentado. Y no es lo mismo lo verdadero, a lo que aspira el filósofo, que lo cohe
rente, lo lógico, lo verosímil o lo probable, que constituyen la única exigencia
de índole cognitiva a la que se somete la poesía. Lo coherente lógicamente y
lo verosímil, si no se han producido, podrían haber tenido lugar.
El tema o contenido de la poesía está a unos pocos palmos por encima de
la realidad individual de todos los días, de las acciones que de verdad nos pasan,
pero sin salirse de ellas. La poesía está, sencillamente, en la universalización o
elevación a genéricas de las acciones que nos pasaron o nos hubieran podido
pasar en virtud de o bien lo probable, verosímil o razonable, o bien lo necesa
rio. Un poeta puede inspirarse en un hecho real, pero no debe presentarlo tal
cual, sino que ha de seleccionar de él los hechos más relevantes y universales,
organizados y sistematizarlos de manera que el resultado sea una imitación dra
mática de aplicación universal. Debe hacer como el filósofo que discurre sobre
la “fruta” refiriéndose a las características comunes de las “uvas”, las “peras”
y las “manzanas”. Ello es así porque, según Aristóteles, los universales, las ideas,
no están en un lugar celeste, en un topos ouránios, como los de la doctrina de
su maestro Platón, sino en este mundo. Están en las cosas y el filósofo y el poe
ta aristotélicos operan con ellos, aunque con diferentes propósitos.
El poeta y el filósofo aristotélicos ven la semejaza que existe entre cosas tan
alejadas una de otra como la espada de Ares y la copa de Dioniso, y de este
modo pueden establecer una relación entre ellas al verlas como enseñas o atri
butos esencialmente pertenecientes a la mano de un dios que las blande (Poé
tica 1457b20). Así es como el poeta foija las metáforas cuyo desciframiento
proporciona placer, y así es como el filósofo descubre y trabaja con los univer
sales mediante una acción también placentera que da lugar a la filosofía y a la
ciencia. La metáfora es tan placentera como la pesquisa filosófico-científica,
pues ambas producen placer intelectual. En el fondo, atinar con la resolución
de la metáfora “la copa de Ares”, o sea, “la espada”, produce un placer similar
al de alcanzar la solución de un planteamiento silogístico. Por tanto, el Estagi
rita cree que el poeta tiene no poco de filósofo. Pero el filósofo aspira a la con
templación de la verdad, mientras que el poeta ofrece placer a través de la
contemplación de la imitación dramática de una acción humana de carácter
universal cuyos elementos pueden no ser verdaderos pero sí deben ser cohe
rentes en virtud de lo verosímil o razonable o lo necesario.
Así pues, si la poesía es una imitación de las acciones y los caracteres como
eran o son, o como los hombres dicen y creen que son, o como deberían ser
(Poética 1460b8), con el fin de producir placer, la poesía no debe medirse o
juzgarse o valorarse por ningún criterio de verdad o realidad o moralidad. El
platónico empírico que era Aristóteles pone así la poesía a buen recaudo de las
críticas epistemológicas y morales de su maestro Platón. La poesía, que es más
filosófica que la historia porque maneja universales, no es, sin embargo, ni cien
cia ni filosofía porque no se mide con el criterio de verdad, realidad o morali
dad. Sófocles y Eurípides fueron, ambos, espléndidos tragediógrofos y, sin
embargo, como muy acertadamente decía el primero, él mismo representaba a
los hombres como deberían ser, mientras que Eurípides los representaba tal y
como eran (Poética 1460b32). Las dos imitaciones son, desde el punto de vis
ta poético, igualmente buenas y aceptables. Y, en cuanto a los dioses, los poe
tas no tienen necesariamente que representarlos en su imitación o mimesis como
de verdad son, sino como, según la opinión generalizada, se les representa (Poé
tica 1460b35). El poeta, aunque su actividad no está muy lejos de la del filó
Poéticas y retóricas griegas
92
la hembra del ciervo, que en la realidad no tiene cuernos, provista de abun
dante cornamenta (Poética 1460b29). La poesía, bien al contrario, ha de medir
se con criterios exclusivamente poéticos. “No son el mismo criterio de correc
ción el que rige en política y el que rige en poesía ni el vigente en cualquier
otro arte y el vigente en la poética” (Poética 1460bl3). Al decir Aristóteles “polí
tica” debemos entender “éticay política”, o sea, “ética” en cuanto que la ética
está subordinada a la “política” o arte de orientar y regir las comunidades huma
nas configuradas con vistas a un bien común.
Hay en la poesía, sin embargo, a decir verdad, otros placeres subsidarios, el esté
tico y el psicológico. Ambos placeres son, al igual que el primero y fundamental, o
sea el del reconocimiento de la acción imitada, asimismo de índole cognitiva. El
estético se debe al hecho de que el ser humano, a diferencia de los animales, posee
como regalo de los dioses el instinto del ritmo y la armonía (Platón, Las Leyes 653E;
Aristóteles, Poética 1448b20) y la capacidad de reconocerlos. El psicológico sería el
resultante de la purificación o purgación o kátharsis de emociones o pasiones que
se da contemplando la tragedia y la comedia. La contemplación de la imitación de
acciones en las que se dan la conmiseración y el terror nos libera, según el Estagiri-
ta, de tales pasiones en el caso de la tragedia. En la comedia -aunque esto sólo lo
suponemos pues nos falta el definitivo y fehaciente testimonio del fundador del
liceo - la contemplación de la imitación de pasiones como el libertinaje libidinoso
y el desenfreno podría tal vez liberamos de tales pasionales impulsos. Pero -insis
to- esto no nos lo dice Aristóteles, sino que nos lo imaginamos algunos helenistas.
93
2 .2 .2 . Los presupuestos básicos
94
de a un fin de perfección, el arte, que imita a la Naturaleza, ha de generar obras
racionales, inteligibles, coherentes, para que así alcancen con mayor eficacia el
fin y la perfección que les son propios. Esto debe ser así, porque, entre otras
razones, la actividad artística, la mimesis poética, es en el fondo una actividad
natural humana, ya que el hombre imita y siente placer en la imitación, en lo
imitado, por naturaleza. En efecto, los niños -argumenta nuestro filósofo-
aprenden imitando y los hombres todos nos gozamos en la imitación, en lo
imitado, porque nos deleita entender y aprender siempre cosas nuevas. En ese
enraizamiento de la mimesis en la Naturaleza precisamente se encuentra una
de las causas por las que el ser humano hace poesía.
Así resulta que el placer que se experimenta al contemplar la mimesis poé
tica a base de universales unitaria y coherentemente presentados es similar al
que se experimenta cuando aprendemos también -e n filosofía y en ciencia- a
base de universales coherentes y unitarios. La poética es, pues, un arte que,
como todas las artes, imita a la Naturaleza, y, en consecuencia todo en poesía
posee una base y fundamento naturales y humanos que están presentes tanto
en su génesis y evolución como en sus realizaciones y efectos. La poesía, efec
tivamente, nació de improvisaciones connaturales al hombre y se dividió, en vir
tud de la dicotomía de los improvisadores humanos, en poesía seria y poesía
burlesca, o sea, poesía propia de individuos elevados de alma y de individuos
éticamente inferiores. Nacieron así, por un lado, los himnos y encomios, la épi
ca nanativa, la dramática épica homérica, el ditirambo, y, coronando este pro
ceso, en el que se combinan el criterio formal y el teleológico, lo contingente y
lo esencial, esa espléndida floración de la poesía que es la tragedia. Y, por la otra
banda, de las improvisadas invectivas surgieron el yambo, la épica cómica (el
Margítes, poema épico burlesco cuya autoría en tiempos de Aristóteles se ads
cribía a Homero), los cantos fálicos, la comedia siciliana de Epicarmo y, alcan
zando el fin y la perfección propios, probablemente, la comedia ática.
En el punto medio de ambas evoluciones, pergeñadas a base de entrelazar
el criterio del desarrollo formal de un objeto, de su forma, con el teleológico,
de su tendencia a la perfección como meta o final Oa tragedia procede formalmen
te del ditirambo, pero teleológicamente de la épica, y la comedia formalmente
de los cantos fálicos, pero teleológicamente de la poesía yámbica) está el gran
poeta, el inexcusable poeta por antonomasia Homero. Toda evolución de la
poesía pasa inevitablemente por él.
En cualquier caso -observemos- no hay poesía del “yo”, sino siempre poe
sía del “tú” y de la acción o poesía del “tú” en acción, o poesía acompañada
de esa modalidad de acción que es el diálogo. Recordemos que Homero es para
Platón y Aristóteles el gran épico que pone en acción a sus personajes y les deja
hablar y actuar por su cuenta en conformidad con sus caracteres (1460a5). De
manera que la poesía es la natural representación mimética de algo tan natural
como la acción de caracteres humanos entrelazada con palabras. Nada más
natural que esa imitación, connatural al hombre, de la acción de los caracteres
humanos.
Así pues, la poesía, que no es más que un producto artístico, está, sin
embargo, sólidamente anclada en la Naturaleza, y concretamente en la natura
leza del hombre, porque surge de un instinto humano, el instinto de imitar y
aprender de las imitaciones; y porque el hombre posee también el instinto del
ritmo y la armonía, según Platón un impagable regalo de los dioses que dife
rencia al hombre del animal; y porque la poesía desde sus orígenes dio lugar a
dos especies distintas basadas en diferencias naturales de carácter entre los
hombres; y porque produce en el ser humano efectos psicológicos de reper
cusión ética (por ejemplo, la tragedia produce la kátharsis o purificación o pur
gación de pasiones) ; y porque puede someterse a la observación y reglamen
tación características de todo arte. La prueba más evidente de este último aserto
es el mismo tratado que estamos estudiando, el magnífico tratado aristotélico
titulado Arte poética.
En este singular y señero estudio sobre la poética y sus especies, se com
prueba que, entre otras excelencias, predomina el punto de vista del receptor
sobre el del productor de la poesía. Se aparta así el Estagirita de su maestro,
que en tomo a la poesía exponía doctrina desde el punto de vista de su pro
ducción, a saber: cómo compone sus poemas el poeta, preso de una especie
de locura o manía divina, una fuerza o dúnamis divina y puramente emocional
que actúa como el imán que comunica su fuerza de atracción a una serie de
anillos en cadena que sucesivamente se la van comunicando unos a otros (Jon
533D-E). El poeta -explicaba Platón- en el momento de componer poesía cae
en una especie de éxtasis similar al que sufren los coribantes en sus danzas
extáticas en honor de Cibeles o al del delirio y frenesí de las bacantes cuando
entran en trance. El poeta -añad ía- es una cosa ligera, alada y sagrada, fácil
presa de la emoción y la irracionalidad, y por ello es justamente en el momen
to crucial del trance o deliquio, cuando se halla en esa situación, capturado y
poseído, en pleno arrobamiento, por la irracional pasión de la locura (manía)
poética, cuando compone sus poemas (Jon 533D-E).
Poéticas y retóricas griegas
96
contento. El placer de la poesía es, por tanto, un placer derivado de una funda
mental fuente cognitiva: la contemplación de una imitación o mimesis.
Este hecho explica tanto la primera y general satisfacción que proporciona
la poesía, a saber, la intelectual que nos procura el reconocimiento del mode
lo en el que se basa la imitación, como la segunda, la que se basa en el reco
nocimiento del ritmo y la armonía, y la tercera y específica de cada género poé
tico concreto como, por ejemplo, la de la tragedia, que procede de la acción
purgativa o purificadora provocada en el espectador a raíz de su contemplación
de una determinada mimesis o imitación. Pues, en el fondo, estas dos últimas
son asimismo de índole cognitiva.
Contemplando en la tragedia la imitación o mimesis de una acción que nos
llena de terror y nos mueve a conmiseración, los espectadores experimenta
mos, además del imprescindible y general placer humano de conocer y del gus
to, asimismo connatural entre los hombres, derivado del reconocimiento del
ritmo y la armonía (pues la acción de la tragedia se representa con lenguaje rít
mico y armónico), el específico placer, subsiguiente a la liberación o purga de
las pasiones inherentes a tales sentimientos, que resulta de la contemplación
de un ejemplar del género poético de la tragedia. En cualquier caso -tomemos
buena nota de ello-, el platónico-empírico Aristóteles ha trasladado el estudio
de la poesía al punto de vista del oyente.
97
Y en cuanto al placer psicológico, o mejor aún, ético-psicológico, de la ká-
tharsis, hemos de dejar muy claro que la psicología de las emociones que dise
ña Aristóteles es esencialmente cognitiva, pues, en su opinión, las emociones
son las naturales respuestas a las percepciones mentales, de manera que sin
conocimiento o percepción previos no habría emoción. La kátharsis o purifi
cación o purgación en sí que propone el Estagirita no es, a nuestro juicio, exclu
siva de la tragedia, sino característica y propia de toda poesía en cuanto mime
sis o imitación dramática de una acción humana (recordemos que para Aristóteles
toda poesía es dramática). La contemplación, pues, de una representación dra
mática de acciones y pasiones humanas acompañadas de los caracteres que las
ejecutan (que esto y sólo esto es poesía) purifica o purga de pasiones al espec
tador. Y como la kátharsis deriva de la contemplación de la imitación de una
acción humana que, a su vez, es inconcebible sin caracteres que la ejecuten,
resulta que no sólo es de naturaleza psicológica, sino también ética (entiénda
se “ético-política”, pues toda ética es política). De hecho la kátharsis o purifi
cación o purgación mejora moralmente a los espectadores de una tragedia, a
la ciudadanía. Y como, según hemos dicho, lo emotivo o psicológico en la doc
trina aristotélica requiere previamente lo cognitivo, la kátharsis, a modo de cul
minación, proporciona a los receptores de poesía el placer de triple raíz, cog
nitiva, ética y psicológica, que es connatural al ser humano.
Resumiendo: la poesía es la mimesis o imitación de una acción humana
provista de caracteres, cuya contemplación proporciona placer a sus recepto
res o espectadores, y este placer es un placer natural y plenamente humano de
tres distintas raíces, de raíz intelectual, estética y ético-psicológica, si bien estas
tres raíces son asimismo de naturaleza básicamente intelectual. El placer poé
tico, en sus distintas variedades, es siempre, por tanto, en última instancia,
intelectual. Y queda, al mismo tiempo claro que Aristóteles traza una poética
o examina el fenómeno de la poesía y sus variantes, no como Platón, toman
do como punto de partida la producción del fenómeno, sino, de una manera
nueva y original, partiendo del hecho de que el fenómeno es recibido o perci
bido con gusto y placer por el hombre y examinándolo luego, consiguiente
mente, desde ese su punto de vista, desde el punto de vista del receptor.
Poéticas y retóricas griegas
Esta nueva y novedosa perspectiva aparecerá todavía más clara cuando el Esta
girita se refiera con abundancia de pormenores y detalles concretamente a la
98
tragedia y explique en qué consiste el placer específico que a sus contempla
dores les produce, a saber, el derivado de la purificación, purgación o kátharsis
de pasiones como el terror y la conmiseración.
Además, en la Retórica Aristóteles deja bien claro que no basta con las estra
tegias persuasivas de índole lógica (la argumentación), sino que hay que echar
mano además de las de naturaleza ético-psicológica y estética por causa de la con
natural perversión de los oyentes, de los “oyentes-jueces”, que no son teoréticos
filósofos puros, a los que bastaría, para considerar probado un caso, con la mera
argumentación racional, sino gentes normales y corrientes que son realmente las
que mandan, deciden e imponen su criterio en la realidad de la vida y también,
como vemos, en el propio tratado del Estagirita, ese estupendo filósofo platónico
y empírico a un tiempo. También en la Retórica, por tanto, y no sólo en la Poética
todo se estudia desde el punto de vista del receptor del discurso retórico.
99
un placer general, de índole intelectual, derivado de.la contemplación de una
imitación que de inmediato compara con su modelo, un placer estético resul
tante de la percepción de la perfección artística que capta gracias a sus innatos
sentidos del ritmo y la armonía, y, por último, un placer particular, de índole
ético-psicológica, que, en el caso concreto de la tragedia, se produce en él por
un proceso de purificación, purgación o kátharsis de sus pasiones de terror y
conmiseración puesto en marcha a través de la contemplación de esas mismas
pasiones escenificadas, o sea, sometidas a imitación o mimesis.
Quisiera recordar en este punto que asimismo en la Retórica el Estagirita
establece que los oyentes del orador se dejan persuadir por estrategias persua
sivas lógicas, como el entimema o “argumentación” y el parádeigma o “ejemplo”,
por estrategias persuasivas estéticas como las estilísticas a las que dedicó casi
todo el libro III, y por estrategias persuasivas ético-psicológicas como el carác
ter o éthos del orador y la excitación pasional o emocional o páthos del oyente.
Y lo que más me interesa destacar en este punto es que los tres órdenes de estra
tegias, lógico, ético-psicológico y estético, intervenían en las lucubraciones que
sobre la poesía y el discurso retórico llevaban a cabo los sofistas y Platón.
Pero, volviendo ahora a la Poética, está también muy claro, a juzgar por la
proporción de capítulos dedicados en el tratado a cada uno de los tres temas
capitales que, según acabamos de indicar, en él se abordan (cinco capítulos a
cuestiones generales de poesía, diecisiete capítulos a la tragedia y cuatro capí
tulos a la épica comparada con la tragedia), que el autor no quiere teorizar en
abstracto, sino mostrar lo que es la poética con ejemplos, empíricamente, a tra
vés de sus realizaciones concretas y, de entre éstas escogiendo dos, a saber: la
épica y la tragedia, y de esas dos concediendo mayor importancia a la mencio
nada en último lugar. Todo esto tiene su porqué, que ahora mismo pasamos a
explicar.
Aristóteles es, como ya hemos dicho previamente (2.2.1) y hemos de decir
más tarde (3.3.5), un platónico empírico que parte de conceptos platónicos
pero que, en vez de aplicarlos tal cual, los adapta a su particular pragmática
filosofía. No fue, como sostuvo hace tiempo Wemer Jager, un platónico que se
fue haciendo empírico, no. A juzgar por la Poética, el Estagirita es un platóni
co empírico, un filósofo de corte platónico cuya doctrina está sazonada con
Poéticas y retóricas griegas
100
poesía), pero al mismo tiempo nos topamos en ella con rasgos empíricos pro
pios de su peculiar manera pragmática de filosofar, como, por ejemplo, estos
dos que estamos considerando, a saber, el hecho de estudiar la poesía por sus
efectos y el ejemplificar no con toda la poesía en general sino sólo con una de
sus especies, a su juicio la más perfecta y evolucionada.
. Aquí estamos ya plenamente ubicados en la pragmática y empírica poéti
ca de la recepción propia del filósofo Aristóteles, que es a la vez un filósofo pla
tónico y un filósofo empírico, sin que resulte posible separar al uno del otro.
Veámoslo: en efecto, aunque el Estagirita no acepta la “teoría de las Ideas sepa
radas de las cosas” de su maestro, para él la “forma”, el eídos, de las cosas, no
es un mero concepto subjetivo, sino que está objetivamente en la realidad de
los individuos, pues ninguna materia es representable sin “forma” y por tanto
la “forma” es tan real, tan increada y tan eterna como la “materia”.
Aristóteles fundamenta, por tanto, la poética en la imitación o mimesis direc
ta de lo que antaño fueron las Ideas platónicas y ahora -en su filosofía- son las
“formas”, con la diferencia de que las antes “Ideas platónicas” y ahora “formas”
aristotélicas ya no están, según el Estagirita, en un lugar supraceleste, sino que
se encuentran aquí, en la realidad misma, en las cosas, en el mundo sublunar,
habitando entre nosotros en calidad de “formas” de los seres. Cada una de estas
aristotélicas “formas”, a semejanza de cada una de las “Ideas platónicas”, hace
posible comprender la cosa individual en que se encuentra y, en la Naturaleza,
es una fuerza que actúa inconscientemente con una finalidad, mientras que en
el arte lo hace asimismo con una finalidad pero conscientemente.
Así pues, la “causa formal” y la “causa final” son idénticas en el dominio
de la Naturaleza y de este modo la realización de la “causa formal” de una cosa
natural es al mismo tiempo el cumplimiento de su finalidad o “causa final” (ente-
1equia). Igualmente ocurre en el dominio del arte, ya que el arte -nos enseña el
Estagirita- “imita a la Naturaleza”. Por consiguiente, en virtud de esta teleolo
gía aristotélica, derivada de la expuesta por Platón en el Timeo, el fin propio de
un ser (su “causa final”) es realizar cabalmente su “forma”. Por ejemplo, el fin
propio del hombre es ser lo más hombre posible, el fin de toda la Naturaleza es
ser lo mejor posible. En las Partes de los animales leemos una frase sobrecoge-
dora que dice así: “y aquel fin por el que se ha constituido o ha llegado a ser ha
ocupado el puesto de la belleza” (645a25). Es decir, el filósofo ve la belleza en
un animal, en un ser vivo, porque sabe apreciar su “forma” como resultado de
una “causa final” que “no ha operado al azar sino con vistas a un determinado
objetivo”. Pues bien, con ese mismo pensamiento, de claro origen platónico,
encara la obra poética. Resulta, por tanto, que así también debe ocurrir en poe
sía: en un poema su “causa final”, su finalidad, ha de coincidir con su “forma”,
tal y como acontece en los seres vivos orgánicos de la Naturaleza, en los que “el
fin por el que han sido configurados o han llegado a ser ha ocupado el púesto
de la belleza”, o sea, su belleza formal coincide con su “causa final”.
En medio de esta teleología aristotélica de base innegablemente platónica,
por la que existe una finalidad, una “causa final” de perfección en el universo que
se plasma en la “forma” compacta y bella de los seres vivos y orgánicos, una “for
ma” o “causa final” que se realiza mirando al “bien” y a “lo mejor” porque la Natu
raleza es inteligente, consciente y está dotada de una providencia oculta en la esen
cia de las cosas por la que éstas tienden hacia lo óptimo, lo mejor posible y lo
“bello” o la “belleza”, cuyas “más importantes facetas son el orden, la proporción
y la delimitación” (Metafísica 1078a36), en medio -digo- de todos estos concep
tos y principios metafísicos, que están vigentes en la filosofía aristotélica, percibi
mos aún intacta e incólume la filosofía del divino Platón. Ahora bien, todos estos
conceptos de clara raigambre platónica los adapta el Estagirita al empirismo pro
pio de su filosofía, pues los aplica a una poética empírica de la recepción en la
que, adoptando el punto de vista del espectador, la poesía se examina y estudia
en sus componentes estructurales obtenidos a base de compaginar la contem
plación de su forma y de su función, de su “causa formal” y su “causa final”.
Está, pues, claro, que, según el empírico platónico que era Aristóteles, a las dife
rentes formas corresponden diferentes funciones. Ahora bien, hay distintas espe
cies de poesía, de formas y funciones de la poesía, o sea, diferentes géneros poé
ticos. Es más, para los antiguos griegos eran géneros poéticos la música y la danza,
puesto que su poesía en los primeros tiempos (la mousiké o arte de las Musas) apa
recía inseparablemente unida a estas dos manifestaciones artísticas.
Reflexionemos, pues, ahora sobre los diferentes géneros poéticos o especies
de poesía según Aristóteles. Los géneros poéticos -nos dice el maestro- que una
poética que se precie debe estudiar son la épica, la tragedia, el ditirambo, la músi
ca de la flauta, la música de la lira y la danza. ¿Qué tienen en común todos estos
géneros? Sólo una cosa: se basan todos ellos en la imitación (mimesis) de caracte
res, pasiones y acciones humanas. En todo lo demás difieren, pues se diferencian
Poéticas y retóricas griegas
efectivamente por los medios con los que imitan y la manera en la que llevan a
cabo la imitación.
Para empezar, por tanto, la obra poética no se confunde con la realidad ni
con la vida misma, sino que es una imitación más o menos cargada de medios
según los géneros, pues unos emplean sólo uno, otros dos y otros finalmente
(por ejemplo, el ditirambo, la tragedia y la comedia) tres, a saber: lenguaje, rit-
102
mo y armonía. El metro o verso métrico es la combinación de lenguaje con rit
mo, y la armonía se da en el canto y el baile de las ejecuciones corales.
Ni que decir tiene que a diferente forma corresponde diferente efecto, dife
rente función, y que no es la misma imitación o mimesis la que produce un
género que la que genera otro. Por eso, ya al comienzo del tratado el Estagiri
ta nos va disponiendo la opinión de una manera favorable a su visión de los
hechos: en poética, el ditirambo, la tragedia y la comedia son géneros más ricos
y elaborados que la música de la flauta, la música de la lira y la danza, géneros
poéticos que así va imperceptiblemente descartando.
Por otro lado, hay que eliminar previamente también un tipo de pseudo-
poesía que se parece formalmente a la épica pero que, aunque compuesta en
verso, no es en absoluto poesía -nos explica Aristóteles- por el simple hecho
de que no imita lo que la poesía debe imitar, a saber, acciones, caracteres y
pasiones humanas, sino que expone doctrina o filosofía de la Naturaleza. Se
trata de la poesía didáctica o filosófica que transmite en verso, en hexámetros
formalmente similares a los que empleó el mejor de los poetas, Homero, sabi
durías, doctrinas o lucubraciones, pero nada, en el fondo, que tenga que ver
con la imitación o mimesis de una acción humana pertrechada de los caracte
res y pasiones de sus ejecutantes. Eso, por más que opere con versos hexamé-
tricos al homérico modo, no es poesía, y, en cambio, un mimo o un diálogo sí
lo son aunque estén en prosa, pues imitan acciones, caracteres y pasiones de
los hombres. Lo mimético, lo imitativo, lo dramático en la presentación de una
acción o pasión humana acompañada de sus inexcusables caracteres es lo que
en último y definitivo término caracteriza como tal a la poesía.
Con esto Aristóteles se va preparando muy hábilmente el camino. ¿Qué géne
ros son los que imitan acciones, caracteres y pasiones de los hombres con lengua
je, ritmo y armonía? Dejando aparte la epopeya dramática de Homero, los géneros
por los que nos preguntamos son el ditirambo y el drama en sus dos variedades de
tragedia y comedia. Ya sólo le falta reducir el ditirambo a una forma arcaica y pri
mitiva que se localiza en los orígenes de la tragedia, presentar la comedia como un
género menos serio moralmente que la tragedia y comparar ésta con la comedia para
llegar así a corroborar su apetecida teoría teleológica de la evolución de la Natura
leza y, consiguientemente, del arte (“el arte imita la Naturaleza”) hacia la perfección.
El Estagirita parte, pues, en su concepción del arte poética, del mismo prin
cipio que formuló más tarde en su Arte Poética Horacio de que “la poesía es
comparable a la pintura”, ut pictura poiesis. La diferencia que existe entre la poe
sía y la pintura reside en el material o los medios que una y otra emplean para
realizar la imitación, de los que resultan formas distintas de imitación provis
tas, consiguientemente, de distintas funciones. La pintura y la escultura se valen
de formas y colores, mientras que la poesía emplea lenguaje, ritmo y melodía.
Con las palabras, con los colores, con los sonidos y con el cuerpo se hacen imi
taciones, y con las palabras en particular se lleva a cabo una sumamente pecu
liar especie de imitación conocida con el nombre de “poesía”. Platón y Aristó
teles consideran que esto es tan evidente que no requiere más larga explicación.
Ya el poeta Simónides, de los siglos vi-v a. C., definía la pintura como poe
sía silenciosa y la poesía como pintura parlante (Plutarco y Pseudo-Plutarco,
Obras Morales 18A, 58C, 347A, 748A; y Vida de Homero, 216). Por otro lado,
para los griegos los ritmos musicales eran portadores y transmisores de rasgos
de carácter y emociones, y poseían cualidades morales, pues ellos percibían
muy nítidamente la diferencia entre la música marcial y la lasciva, los ritmos y
canciones asimilables a la cólera o a la mansedumbre, y no vacilaban, por con
siguiente, en absoluto -tampoco lo hacen Platón y Aristóteles-, a la hora de
relacionar estrechamente los ritmos y los caracteres. Y también los “movi
mientos” del cuerpo en la danza (kinéseis) los asimilaban los griegos a los “movi
mientos” caracterológicos y emocionales del alma (kinéseis). De modo que la
música, la danza y la palabra transmiten y comunican, según los antiguos grie
gos, caracteres y emociones del alma.
esta concepción, la de que los discursos y las palabras que los tejen transmi
ten rasgos de carácter y pasiones. En retórica, por ejemplo, el éthos es la cuali
dad del atractivo y fiable carácter del orador transmitida por el discurso retóri
co. Y el páthos es el contagioso apasionamiento con que un discurso o porción
de discurso retórico conmueve a sus oyentes. Las palabras del discurso retóri
co imitan templados caracteres y arrebatados apasionamientos más o menos
sinceros.
104
Es más, llegando más lejos en el concepto de imitación, hasta las palabras
son imitaciones, ya no sólo de caracteres y pasiones, sino incluso de los obje
tos a los que se refieren. Esto lo dice Platón en el Crátilo, refiriéndose a la rela
ción de la palabra con la cosa que designa. Y en otro sentido lo dice también
Aristóteles en la Retórica, en un pasaje en el que, para redondear su teoría de
que los poetas fueron los primeros en dedicarse a las cuestiones de estilo, argu
menta que los poetas imitan efectivamente al hacer poesía y que las mismas
palabras son imitaciones (1403a). Hay que entender, no obstante, en este tex
to que lo que el Estagirita quiere decir es que, tal como leemos en Sobre la inter
pretación, las palabras imitan caracteres, acciones y pasiones en cuanto que son
signos y símbolos de las afecciones del alma (16a3).
Así pues, cuando el Estagirita compuso la Poética, pensaba que las pala
bras, si no imitan, como pensaba Platón, las cosas que designan, en cuanto sig
nos y símbolos que son, sí imitan, como la música y la danza, caracteres, pasio
nes y acciones, y que, por tanto, allí donde se dé imitación de una acción
humana a base de melodías o de ritmos o de palabras o de las tres cosas a la
vez, allí hay una composición que interesa a la poética.
Si, como ya hemos visto, Aristóteles nos ofrece una poética de la recepción,
es evidente que lo hace porque desde ese punto de vista es decisivo el juicio apre
ciativo del receptor. El receptor es así juez y sus juicios son decisivos. Y la con
templación de la obra poética, como la de las artes plásücas, que también son imi
tativas o miméticas, produce en el espectador, según el Estagirita, efectos claramente
Poéticas y retóricas griegas
108
ticas, el oyente -que es el factor decisivo- se distraerá esperando que vuelvan
a aparecer las estructuras recurrentes, y de este modo perderá el hilo de la argu
mentación, que es lo más importante (Retórica 1408b Ross; Kassel, 1976; Gri
maldi, 1980 y 1988; Tovar; Racionero). Para Aristóteles, en poética, retórica y
arte, el punto de vista del receptor es el que fundamenta y hace brotar toda la
doctrina y toda la práctica, toda la teoría y la praxis que componen las “artes”
o tékhnai. Pero volvamos a la Poética.
Quien contempla una obra de arte, una estatua o una pintura, experimenta
tres distintas sensaciones, más o menos placenteras, que anteceden a su vere
dicto de valoración, a saber: la derivada de descubrir el modelo de la imitación,
la de comprobar si la obra en sí está bien o mal hecha independientemente de
su fidelidad al modelo, y la causada por el impacto ético-psicológico que la
obra de arte produzca en su ánimo o carácter.
Eso en cuanto a los medios con los que se realiza la imitación de los dife
rentes géneros poéticos. Pero, por lo que a la esencia de la poesía se refiere, lo
más importante es para Aristóteles el hecho mismo de la imitación o mimesis,
lo que explica que a la hora de hablar de poesía en general, de géneros poéti
cos como la poesía, la música y la danza, no atienda más que a este aspecto y
dé la impresión de que, como la imitación o mimesis es lo más importante de
la poesía, ésta sólo pueda proporcionar un placer de corte intelectual.
Estagirita, además de mimética, catártica. Por tanto, uno se explica que al prin
cipio Aristóteles en su Poética se valga preferentemente de la referencia a los cri
terios de la mimesis o imitación y de la perfección (el estético), tal y como lo
hace en el capítulo iy dejando el ético-psicológico para más adelante.
Paralelamente, fuera del campo de la poética, en las artes plásticas, que tan
bien se venían prestando, al menos desde los tiempos del poeta Simónides
110
(siglos vi-v a. C.), a la comparación con las artes poéticas, una pintura o una
estatua son buenas si representan con exactitud sus modelos o los sentimien
tos y los caracteres de sus modelos, pero pueden también serlo si, aun sin saber
el que la admira cuál ha sido el modelo, combinan rítmica y armónicamente
las formas, los volúmenes, las líneas, los colores. Esta comparación y los tres
requisitos de las artes plásticas (a saber: la calidad de la imitación, la exactitud
de la representación de los caracteres y sentimientos y la perfección técnica
independientemente del modelo), que son luego los de la poesía según Aris
tóteles, eran ya tema de conversación en el círculo socrático.
En Las Memorables de Jenofonte contemplamos a Sócrates felicitando al escul
tor Clitón por saber imitar a la perfección en sus estatuas de atletas sentimientos
de vitalidad y de operatividad anímica, una imitación que se trasvasa en forma de
satisfacción y placer, durante la contemplación, a los espectadores (III, 10, 8), cuan
do1de la perfección de la imitación de los sentimientos se percatan. He aquí, pri
meramente, el placer de la mimesis o imitación y el criterio para enjuiciar las obras
de arte (plásticas o poéticas) por la calidad de la semejanza al modelo. Y, en segun
do lugar, el placer que produce la contemplación de sentimientos o pasiones imi
tados. Pero en la misma obritajenofonte nos muestra a Sócrates preguntándole al
coracero Pistias por qué las corazas que él fabricaba eran las más caras, a lo que
aquél respondió que porque eran las más “rítmicas” y “armónicas” (III, 10, 9). Las
corazas “rítmicas” y “armónicas” son las menos pesadas de llevar, las más cómo
das, las mejores, las más y mejor ajustadas a la capacidad y características toráci
cas del portador, es decir, las perfectas. He aquí el criterio de la perfección como
generador de placer estético por parte de la obra de arte. Lo mismo ocurre en poé
tica, donde una obra, una poesía, produce placer por tres razones: por el recono
cimiento del modelo de la mimesis o imitación; por la imitación de caracteres, sen
timientos o pasiones; y por la perfección rítmica y armónica con la que ha sido
ejecutada; o -podríamos añadir- por las tres razones a la vez, que es lo ideal.
Así pues, englobada la poesía en la mousiké, no había más remedio que limitarse,
en la definición de lo perteneciente al arte, a la imitación y a la perfección rítmica
y armónica, pues los efectos ético-psicológicos son distintos en cada género o
especie de composición poético-musical. E incluso en la clasificación de obras
por la perfección rítmica y armónica, existe una gradación desde la tragedia, que
tiene palabras, ritmo en el verso y en la música y armonía en los cantos y los bai
les, por un lado, y la danza, en la que no hay sino ritmo, por otro. De manera que
el criterio unificador común a todos los géneros y especies poéticas era la imita
ción o mimesis de una acción o pasión humana acompañada de los caracteres de
sus ejecutantes. Por eso, Aristóteles, para insistir en ese punto de vista, afirma que
los diálogos socráticos en prosa son poesía, aunque no tengan metro (ritmo métri
co) ni armonía, mientras que un poema didáctico (por ejemplo, de Empédocles)
compuesto en el ritmo métrico de los hexámetros, el que empleó el mismísimo
Homero, el poeta por antonomasia, no es poesía porque carece de lenguaje que
imite caracteres, pasiones o acciones humanas, sencillamente porque no se imi
tan en él caracteres, pasiones o acciones humanas.
Este concepto aristotélico de poesía -lo sabemos muy bien- no se impuso
en la posteridad, pues hoy día la poesía es sobre todo una composición en for
ma métrica. Suele decirse, ciertamente, que la poesía está generalmente some
tida a la disciplina o tiranía rítmica del verso. En cambio, según Aristóteles, ni
el ritmo ni la armonía son esenciales en la poesía, mientras que la música, que
se compone de ritmo y armonía, y la danza, que es puro ritmo en las figuras cor
porales del danzante, forman parte del objeto de estudio de la poética en pie de
igualdad con la mismísima poesía. ¿Cómo se explica esto? Sólo se explica acep
tando que el rasgo primario común que une a poesía, música y danza es el de
ser mimesis o imitación de caracteres, pasiones y acciones humanas, mientras
que el ritmo y la armonía son secundarios y puede existir poesía sin ellos.
Pues bien, así se entiende que al comienzo del capítulo IV el Estagirita esta
blezca dos causas naturales de la poesía, a saber:
112
lo concreto conocido, deriva del reconocimiento de que los humanos poseen
un sentido especial del ritmo y de la armonía, por el que se recrean en él eje
cutando y percibiendo imitaciones rítmicas y armónicas, y entonces esta segun
da causa bien puede decirse que es propiamente platónica (Leyes 654D).
Es decir: el placer que proporciona la poesía es triple, pues, al placer inte
lectual de imitar y de contemplar la imitación o mimesis, hay que sumar el pla
cer estético derivado del especial sentido que el hombre posee para el ritmo o
la armonía, dos cualidades que, sin ser indispensables, acompañan con fre
cuencia a la obra poética, y, por último, el placer ético-psicológico derivado del
carácter catártico o purgativo de la poesía, del que el Estagirita tratará al enca
rarse con la tragedia. Los tres placeres, no obstante, presuponen la actividad
intelectual del hombre como animal inteligente.
114
las imitaciones poéticas. Por ello, la poesía desde un principio -n o s explica
Aristóteles- imitó tanto acciones moralmente malas como acciones buenas y
la elección entre las unas y las otras dependió siempre de la postura o posición
ética adoptada por el poeta: el idealista y serio de carácter compuso siempre
obras poéticas nobles y elevadas, moralmente superiores, mientras que el lige
ro y liviano de espíritu se contentó con producir obras poéticas menores, flo
jas o inferiores desde el punto de vista ético, y de escaso peso y menguada
enjundia. El primero se dio a la composición de poemas épicos o tragedias,
mientras que el segundo se dedicaba a componer poemas satíricos y comedias.
El origen platónico de esta concepción parece claro: la moralidad de la poe
sía depende absolutamente del carácter moral del poeta que la compone. Pero
Aristóteles la emplea adaptándola a su extensiva y bien arraigada teleología (tam
bién de origen platónico), en virtud de la cual todo lo que evoluciona lo hace
hacia una meta de perfección. Y así, adoptando este punto de vista teleológi-
co (que defiende la existencia en todo de una imparable tendencia a la perfec
ción), el gran Homero compuso -según é l- poesía de la moralmente buena y
elevada (la llíada y la Odisea) y asimismo de la moralmente baja y rastrera, a
saber, el Margites, poema narrativo cómico del siglo vi a. C., en hexámetros y
trímetros yámbicos, que narraba las risibles aventuras del necio Margites, sobre
todo las de su noche de bodas, y se atribuía a Homero. De la primera deriva la
tragedia, punto álgido de la evolución de la poesía de altas miras morales, y de
la segunda la comedia, cénit de la evolución de la poesía de baja graduación
moral. Ambas especies de poesía son realizaciones poéticas teleológicamente
perfeccionadas en comparación con las que fueron su lejano origen.
Una vez constituidas la tragedia y la comedia como resultado de esa teleo
lógica evolución de la poesía moralmente seria y la menos seria respectivamente,
ambas alcanzaron su definitiva forma deseable y perfecta y, en consecuencia,
todo el mundo ya dirigió la atención a los dos nuevos géneros dramáticos, y
buena parte de los poetas de la una y la otra modalidad se dedicó a limar las
últimas asperezas e imperfecciones de cada una de las dos especies dramáticas
hasta hacerlas alcanzar su redondo, acabado e impecable aspecto. Mayor dosis
de doctrina teleológica parece imposible.
116
sis teórico de la forma y contenido de una tragedia de las recomenda
ciones prácticas que de él pudieran derivarse.
El núcleo, de la Poética -ahora se entiende bien- es, sin duda alguna, la teoría
de la tragedia. Si el Estagirita fuera contemporáneo nuestro, haría del cine el
núcleo de su Poética por ser el género poético (de imitación de acciones, pasio
nes y caracteres humanos) teleológicamente perfecto.
La tragedia es la representación mimética de una acción moral seria, repre
sentación completa, bien cerrada y redonda, provista de una determinada exten
sión, mediante una lengua sazonada y formalizada, unas veces solamente reci
tada y otras veces acompañada también de música y cantos corales.
La acción referida la llevan a cabo personajes que en verdad actúan (no se
cuentan sus hechos) y a través del “tú” entreveran de acciones sus palabras. Y
el propósito de la tragedia por entero es el de representar a través de esa acción
situaciones que produzcan en los espectadores sensaciones de terror y conmi
seración para purificarlos de tales disposiciones o estados pasionales del alma.
Una tragedia, según el análisis estructural de forma y contenido que lleva
a cabo el Estagirita, se compone de seis partes cualitativas, que, desde las más
externas a las más internas, son: la composición musical, la puesta en escena,
la exposición del pensamiento o diánoia, para cuyo conocimiento el autor remi
te a su tratado de Retórica, el estilo, que es expuesto sólo fragmentariamente
(también sobre esta cuestión el tercer libro de la Retórica aristotélica contiene
abundante información), y, por último, el meollo mismo de la obra dramática,
constituido por el argumento y los caracteres de los personajes.
Avanzando en sus pesquisas desde el exterior (el ámbito de lo musical y la
puesta en escena) hasta el corazón mismo de la tragedia, Aristóteles va reco
rriendo su estructura unitaria hasta llegar al centro mismo de la imitación o
mimesis de la acción en que la tragedia consiste, es decir, hasta la estructura
misma de la acción mimética (el argumento) realizada por unos personajes dota
dos de determinados caracteres.
Al llegar al argumento y los caracteres, es decir, al meollo de la acción trá
gica, se plantean automáticamente, en opinión del Estagirita varias cuestiones,
expuestas también (como todas las demás) desde lo más externo a lo más ínti
mo, para tratar de esbozar una teoría del núcleo de la tragedia, compuesto,
como hemos dicho, por el argumento de la acción y los caracteres de los per
sonajes que la ejecutan. A partir de este momento estamos ya inmersos en el
contenido de la obra poética, de la tragedia.
118
poesía produce placer intelectual por ser a la vez mimética, estética y catártica,
pues el reconocimiento de la imitación o mimesis y la percepción del ritmo y la
armonía son procesos intelectuales, cognitivos, como también lo es la catártica
respuesta emocional, previa intelección de la mimesis, a lo contemplado.
Hemos llegado, pues, al último y definitivo placer de la poesía, un placer
que es asimismo fundamentalmente de índole intelectual, pues, al ser ético-
psicológico el particular efecto de la tragedia, la forma más sublime y mejor
cuajada de la poesía, hay que entender que éste deriva de la respuesta a la
acción, o sea, de la respuesta al proceso intelectual de la percepción y enten
dimiento del argumento de la obra trágica, de la obra poética. El sentimiento
y la pasión se ligan así al conocimiento y la intelección. Por ello y para ello la
acción trágica grabada en el argumento debe poder ser representada en una
especie de línea de sucesos coherentes, unificados de modo que la acción gene
ral resulte unitaria y ellos mismos aparezcan encadenados en tres fases princi
pales: peripecia, reconocimiento y catástrofe. Por último, la acción representa
da y planificada en el argumento debe ser necesaria e inexcusablemente una
acción humana, puesta al alcance del espectador y propuesta a su decisivo jui
cio (de nuevo estamos ante una poética de la recepción), por lo que el héroe
trágico protagonista de una tragedia debe poseer unas determinadas cualida
des de carácter de tal manera dispuestas y combinadas que sean capaces de
generar el requerido efecto trágico. No es verdad que valga todo ni en la trage
dia ni, por tanto, en la poesía. Se requieren una acción humana y un determi
nado y peculiar carácter propio del “héroe trágico”, bien estudiado por el Esta
girita (Poética 1452b34).
119
Para Platón la poesía imita la realidad de este mundo, que es una falsa rea
lidad al ser mero reflejo de la auténtica realidad de las ideas, y por eso, entre
otras razones implicadas en ello, no tenía más remedio que expulsar a los poe
tas de su ideal ciudad. Y en cuanto al discurso retórico de la retórica filosófica
que enseña en el Fedro, el “Divino Filósofo” no buscaba convencer a través de
lo verosímil, sino a través del “Discurso Verdadero”, es decir, la “Verdad”, por
lo que tampoco la retórica no platónica era de su agrado.
Para Aristóteles, en cambio, la poesía es reflejo o imitación no de la verdad
o de lo real sino de lo verosímil o probable, de lo que podría haber sido en vir
tud de las leyes de lo necesario o lo probable, y asimismo el discurso retórico
no tiene que demostrar la verdad sino lo verosímil, que, aunque está en el cami
no de la verdad o mora en sus aledaños, no se confunde con ella. Aristóteles
cree todavía optimista e inocentemente que el hombre consigue muchísimas
veces o hasta las más de las veces atrapar la verdad, como si fuera una fácil pie
za de caza. Hoy en día somos mucho más escépticos y desconfiamos con toda
la razón del mundo del relativo concepto de verdad. Pero el esfuerzo del empí
rico Aristóteles por distinguir entre lo verosímil y lo verdadero sin por ello dejar
caer en el vacío lo verosímil, recusado por no ser más que verosímil, fue un logro
importante. Fue una pieza clave en la construcción de la poética y la retórica.
120
do. En lugar de esas archisabidas consideraciones, al Estagirita le interesa pre
sentamos la tragedia desde las coordenadas de su estructura formal y de con
tenido, y de su efecto en el espectador, de su estructura y su finalidad, de su
“causa formal” y su “causa final”.
La tragedia tiene seis partes cualitativas que van, como hemos visto, des
de la melopea o canto, el estilo de la léxis o diálogo, y además la puesta en esce
na -las tres partes más externas-, hasta el meollo mismo de la acción y el carác
ter de los personajes actuantes, que son la expresión del pensamiento de ellos
Qa diánoia), sus caracteres y la acción misma condensada en el propio diseño
básico de la obra que es el argumento. Esa estructura formal y de contenido le
es necesaria a la tragedia para obtener como resultado su correspondiente efec
to trágico. Sin tal estructura (“forma”) no hay tal función.
En efecto -avanzando desde fuera hacia adentro-, la diánoia o forma en
que los personajes que actúan expresan sus conocimientos y sentimientos va
madurando la acción misma, y, junto con ello, va prefigurando el carácter (ethos)
de éstos, que, a su vez, con sus palabras y sus actos explican y justifican el cur
so de la acción. Para Aristóteles el éthos o carácter de los personajes y la diánoia
o forma de que éstos se valen para expresar sus conocimientos y sentimientos
son las causas últimas de la acción representada. Por último, llegamos a la sucin
ta y escueta exposición básica de la acción imitada, del entrelazamiento y co
nexión de sucesos, a la síntesis de los acontecimientos, que es el argumento
(mú-thos), que viene a ser como el “alma” o el corazón o el elemento esencial
de la tragedia. Los caracteres de los personajes y su forma de expresarse depen
den últimamente del tipo de la acción en la que intervienen.
Estamos percibiendo dos cosas, a mi juicio, muy importantes: una, que Aris
tóteles se decanta por la explicación del placer como finalidad última de la poe
sía. Y la otra, que -lo comprobamos una vez más- la poética y la retórica no están
tan lejos la una de la otra. Ambas, en su configuración aristotélica como artes, son
el resultado de la aplicación de la filosofía platónico-empírica del Estagirita a dos
posibilidades, posibles realizaciones o facultades del lenguaje, del lógos.
Pero volviendo ahora al área de la poesía, el efecto poético del placer comu
nicado al receptor de una composición poética se cumple mediante el perfec
to acoplamiento de la estructura de forma y contenido, o sea, la “forma” de la
poesía, y la función o “finalidad” del poema.
122
extremidades) son las partes de un ser que es un todo unitario, entero y bien
cohesionado.
En ese memorable paso del Fedro, fundamental para entender toda poética y
toda retórica antiguas o modernas, el “Divino Filósofo” establecía que todo dis
curso racional o logos debería tener, como un organismo vivo, su propio cuer
po entero y no estar descabezado o sin pies, sino bien pertrechado de su tron
co y sus extremidades y de todas sus partes bien colocadas en su sitio y bien
dispuestas y apropiadas no sólo en su relación de unas con otras, sino también
con vistas a la funcionalidad u operatividad del todo.
En esta magnífica comparación apreciamos tres principios que son funda
mentales en la poética griega. El primero -algo que ya nos es familiar- es que,
tal y como se deduce del contexto del Fedro, en el que se comprueba que Pla
tón está comparando todo discurso racional o lógos a un ser vivo y que se refie
re tanto a la poesía como al discurso retórico (258D y 25 9E), poética y retóri
ca se tocan constantemente y hasta a veces se solapan. En segundo y tercer
lugar, respectivamente, descubrimos los otros dos principios, que son: el de las
facetas de la hermosura y el de la funcionalidad de la obra estética.
Dejando el de la funcionalidad para el final, el de las facetas de la hermo
sura se podría definir diciendo con Aristóteles que éstas son tres: el orden, la
delimitación y la simetría (Metafísica 1078a3 6).
El debate sobre las facetas de la hermosura era antiguo. Que nosotros sepa
mos, remonta, por lo menos, al escultor Policleto de Argos, autor de estatuas
en bronce y particularmente del “Dorífora” o “Lancero”, que le servía de refe
rencia a un tratado que compuso bajo el título de Canon o Regla. En él expli
caba el genial y señero escultor los principios de su arte estableciendo el prin
cipio general de que la perfección o belleza de una obra artística se logra a base
de la minuciosamente elaborada combinación apropiada, proporcional y simé
trica de cantidades o magnitudes, en definitiva, de números, que cuantifican
armónicamente sus partes (Filón Mecánico IX 1, 49, 20).
Para ejemplificar esta idea mostraba cómo en su “Dorífora” o “Lancero”,
él había tenido en cuenta matemáticamente la delimitación, proporción y sime
tría de todas y cada una de las partes del cuerpo del efebo escultóricamente
representado en relación al todo, empezando por las medidas de los dedos de
la mano y de los dedos del pie. La longitud de la cabeza desde la punta más
prominente de la mandíbula o extremo del mentón hasta los rizos del cabello
estaba en una relación numérica de proporción o simetría con la longitud de
todo el cuerpo Qa ratio se repite siete veces y media a lo largo de la altura del
cuerpo ideal ejemplificado en el “Dorífora” o “Lancero”). Y, además, el esque
ma compositivo de la estatua resultaba, mediante este método, absolutamen
te perfecto, redondo, cerrado, entero, total y unitario. En efecto, se había bus
cado deliberadamente en ella la compensación simétrica de sus dos partes
contrapuestas, de la una respecto de la otra: a juzgar por las copias de la bella
y ejemplar pieza escultórica, el efebo carga su peso sobre su pierna derecha y
mantiene la izquierda relajada, mientras que, por lo que respecta a las extre
midades superiores, la disposición es la contraria: el brazo derecho se mantie
ne fláccido a lo largo del cuerpo y el izquierdo muestra la tensión resultante de
su flexión para mantener la lanza sobre el hombro.
Esta oposición de brazos y piernas, sin duda alguna buscada para hacer
resaltar fuertemente la unidad y organicidad del todo a través de la oposición
analógica de las partes, se denomina disposición quiástica. Este último adjeti
vo, “quiástica”, es voz que deriva del nombre de la letra griega “khi”, letra pare
cida a nuestra X, formada por dos trazos que se oponen de forma cruzada en
diferentes planos secantes. Disposición “quiástica” quiere, pues, decir “dispo
sición cruzada de elementos colocados en forma d ex ”. Y no puedo dejar esca
par el hecho de que el “quiasmo”, el sustantivo correspondiente al adjetivo
“quiástico”, es también el nombre de una figura retórica por la que se emplean
en la frase expresiones iguales o semejantes o antitéticas en forma cruzada y
simétrica, de forma que de tal disposición resulte una especie de antítesis cuyos
elementos se cruzan, lo que subraya la sensación de unidad, de coherencia, de
acabamiento, perfección y rotundidad de la frase, por ejemplo: En la consulta
de un psiquiatra “ni son todos los que están ni están todos los que son”.
Pues bien, la perfección y la belleza del todo, logradas a través de la dis
posición proporcional y simétrica de las partes, eran cualidades mutuamente
implicadas sobre las que se filosofaba ya en la Atenas del siglo v a. C. Del con
cepto de Policleto sobre la perfección y la belleza en cuanto cualidades mutua
mente implicadas en los conjuntos simétricos, al que Aristóteles expone en
la Metafísica, pasando por el de Platón, que comparaba el poema o discurso
ideal a un ser vivo, se pasa muy derecha, cómoda y suavemente, sin topamos
Poéticas y retóricas griegas
124
coherente que aspire a la perfección y la belleza, puede la obra poética o la trá
gica cumplir plena y satisfactoriamente su función, su “finalidad”, en los espec
tadores Qie aquí de nuevo una confirmación del carácter de “poética de la recep
ción” que define y califica el tratado sobre poesía del Estagirita). El argumento
de la tragedia, el “alma de la tragedia”, debe ser fácil de contemplar en su con
junto y fácil de retener en la memoria, de manera que no será ni muy largo ni
muy corto; ha de ser ordenado, unitario y entero y ha de tener todas sus par
tes perfectamente ajustadas entre sí y con relación al todo.
Con esta formulación llegamos al último gran principio del arte y de la poé
tica, el enunciado en tercer lugar, a saber, el de la funcionalidad de la obra esté
tica aplicado ahora a la obra poética y, particularmente, a la tragedia. Al igual
que ocurre en la Naturaleza con los seres vivos (he aquí al empírico biólogo
Aristóteles), que están dotados de “formas” adaptadas a sus “causas finales”,
a sus funciones (he aquí al platónico Aristóteles), así debe ocurrir en el arte,
que no es sino una imitación de la Naturaleza.
La tragedia tiene la forma (la estructura de forma y contenido) que tiene por
que la función que debe cumplir es la de producir placer en los espectadores
a base de provocar en ellos afecciones catárticas o purificatorias mediante la
imitación o mimesis de una acción o pasión humana combinada solidaria e inse
parablemente con los caracteres y pasiones de quienes la llevan a cabo. Si fal
ta alguno de estos ingredientes, la imitación, la dramatización, la acción o pasión
humana, los caracteres y las pasiones de sus ejecutantes, y la finalidad de pro
vocar en los receptores una reacción placentera, no hay ni tragedia ni poesía.
La imitación de la tragedia se hace con palabras, con canto, con música y
con danza, y es de una acción o pasión humana presentada junto con los carac
teres de sus ejecutantes, porque su finalidad es triple, a saber, la de procurar
placer intelectual, placer estético y placer ético-psicológico, si bien todos ellos
pueden reducirse a placer de índole intelectual o cognitiva. Por eso, en virtud
de sus claros y bien delimitados fines y propósitos, tiene la tragedia la bien dise
ñada estructura de forma y contenido que tiene.
La imitación o mimesis de la tragedia no lo es de lo que ha ocurrido real
mente, sino de lo que pudiera ocurrir o haber ocurrido en virtud de lo nece
sario o lo probable, verosímil o posible. Por eso la poesía es más filosófica que
la historia, pues se localiza por encima de la realidad primaria de las cosas y los
hechos que acaecen, es decir, no está constreñida a contar o representar mimé-
ticamente la verdad concreta o lo que ocurrió en una individual instancia, lo
que le pasó o lo que hizo cierto personaje un determinado día del año, sino lo
verosímil en general, lo probable o posible en el ámbito de los universales.
Poéticas y retóricas griegas
128
pues, por encima de las verdades o realidades concretas y el ámbito de su mimé-
tica “filosofía” no es sino el humano. Por “mimética” filosofía de la poesía hay
que entender el hecho de que ésta rebasa el nivel de lo particular (qué hizo o
padeció Alcibiades un día determinado) para elevarse al del género, a lo que
Alcibiades, en cuanto ser humano, hizo o pudo haber hecho en virtud de lo
necesario o verosímil que rige las acciones y padecimientos humanos.
uno bien” o “irle a uno mal” son en ático, respectivamente, eú práttein y kakos
práttein.
129
Como el verbo ático práttein en uso transitivo significa “hacer” y en el intran
sitivo “irle a uno las cosas bien o mal”, “encontrarse uno bien o mal”, el nom
bre verbal correspondiente a este verbo, es decir, práxis, significa tanto “acción”
como “padecimiento” o “situación favorable o desfavorable”. De manera que
la poesía es la imitación de una “acción” o “pasión” de un ser humano pre
sentadas no en su individualidad sino en su generalidad humana, y no en su
perfil concreto, sino en su universalidad. La acción o pasión o situación huma
na representada o imitada en poesía está situada en el nivel de las ideas, por lo
que la poesía tiene, según el Estagirita, un halo filosófico en su entorno que la
acerca a la prestigiosa filosofía, la ennoblece y dignifica frente a la mala opinión
que de ella había propagado Platón al presentarla como imitación de una imi
tación, o sea como una degradada imitación de tercera mano.
La poesía tiene, pues, según Aristóteles, una bien visible faceta o vena filo
sófica. Pero nada tiene que ver la poesía con la filosofía de los “fisiólogos” o
filósofos de la Naturaleza que especulaban sobre la composición del mundo y
el origen del Cosmos, aunque envuelvan estas sus especulaciones en verso hexa-
métrico, como hizo Empédocles.
130
concepto aristotélico de poesía, el carácter necesariamente mimético de ésta la
convierte espontáneamente en dramática. Para que exista poesía, según el Esta
girita, tiene que haber lengua en acción del “yo” al “tú”, lengua de personajes
que hablan y actúan influyéndose mutuamente, tiene que haber interacción
verbal imitada, imitación de una acción ejecutada o sufrida o experimentada
en la que intervienen las palabras.
Al igual que en la retórica es indispensable que las palabras del orador revelen
su carácter, consuenen o armonicen con él y encajen bien en él, lo que es una
estrategia retórica de primer orden, en la poética a la imitación de la acción o
pasión hay que sumar siempre la del carácter del sujeto agente o paciente de
ella. Toda acción o pasión humana imitada por la poesía ha de casar perfecta
mente con el talante o carácter de quien la realiza o la sufre. Este principio lo
ejemplifica el Estagirita, como nos tiene ya acostumbrados, con reflexiones
sobre la tragedia y el héroe trágico.
El héroe de una tragedia ha de ser un hombre de cualidad moral media, situa
do entre los extremos de la bondad y la maldad, que se ve de pronto y sin espe
rárselo sumido en la desgracia no por mengua moral o por su mal carácter, sino por
un error, falta o equivocación. El héroe trágico es el hombre expuesto al peligro de
no entender el mundo tal y como se le ofrece, de sobrepasarse por error humano
Poéticas y retóricas griegas
132
apropiado a su sexo, edad y condición social, para que la acción sea verosímil,
y, además, debe parecerse a la figura del mito del que está extraído el argumento
de la tragedia en la que aparece y no discrepar o alejarse en demasía del nivel
del espectador virtuoso medio (de nuevo comprobamos que la Poética aristo
télica es una poética de la recepción), y, por último, los rasgos de su carácter
no deben alterarse a lo largo de toda la obra.
No hay posibilidad de evolución caracterológica en la poética según Aris
tóteles. Y ello es así por el excesivo celo con el que el Estagirita guarda el prin
cipio de la unidad de la obra poética. Toda acción o pasión humana imitada por
la poesía ha de encajar perfectamente con el talante o carácter de quien la rea
liza o la sufre. Se prohíben los cambios de carácter de los personajes del drama.
El principio de la unidad de la poesía impone todas estas limitaciones en
pro -tal como lo entiende el Estagirita- de la mayor eficacia de la acción poé
tica coherente. Una acción coherente, debidamente cohesionada, compacta y
bien trabada, nada difusa, en la que el carácter del ejecutante es también de
una sola pieza, es la que mejor puede producir el efecto poético o, concreta
mente en el caso de la tragedia, el efecto trágico de la conmiseración y el terror
miméticos que resulten purgativos de estas mismas nocivas pasiones reales,
con lo que se conseguirá el placer intelectual, ético-psicológico y estético pro
pios de toda obra poética, derivados, respectivamente, del entendimiento, el
alivio o la relajación de las pequdiciales pasiones y el disfrute producido por
el connatural sentido del ritmo y la armonía que el hombre posee.
poesía épica en las nuevas formas o géneros poéticos que son la comedia y la
tragedia. Las imperfectas poesías yámbicas y épicas se hicieron verdadera y col
mada poesía en cuanto fueron dramatizadas por obra de Homero. En el cam
po concreto de la poesía épica, efectivamente, Homero llevó a esta especie de
poesía a una inusitada perfección que la acerca a la tragedia y la comedia, pues
en los poemas homéricos los héroes aparecen hablando y actuando unos con
otros, como en la poesía dramática, y no dependen única y exclusivamente de
134
lo que el poeta, hablando en tercera persona, nos pueda contar de ellos. Tie
nen vida dramática, mimética, propia.
Para Aristóteles, Homero no sólo era el autor de la llíada y la Odisea, pre
cedentes ilustres de la tragedia, sino también de un poema, el Margites, perte
neciente a una especie de épica burlesca que el Estagirita considera anteceso
ra de la comedia. En el Margites, poema del que quedan unos pocos versos, se
entremezclaban, probablemente, hexámetros épicos con yambos propios pri
mero de la poesía yámbica de escarnio y posteriormente de la comedia, y en él
se hacía burla o mofa de un antihéroe, el propio Margites, que sabía muchas
cosas pero todas mal (Platón, Alcibiades II, 147B).
Un escalón más arriba, pues, en la teleológica evolución de la poesía, en
la evolución de la poesía hacia su propia perfección, muy por encima de sus
precedentes y antecesores épicos y, por supuesto, del ditirambo y el saturíkón,
origen remoto de la tragedia, y de los yámbicos cantos fálicos, origen remoto
de la comedia, están los géneros poéticos trágico y cómico. Y entre uno y otro
escalón se encuentra Homero. En la épica homérica, la tragedia y la comedia
se encuentra ya fraguada y consolidada la auténtica poesía, la dramática e imi
tadora de caracteres, pasiones y acciones, la que encaja cabalmente en la con
cepción que de ella alberga el Estagirita.
La tragedia, que, al igual que la épica, tiene como protagonistas a hombres
de alta talla moral, es el género dramático que, sin duda alguna, más le gusta
ba al puritano Aristóteles. Pero, en cualquier caso, la épica, que para el Estagi
rita es un género no tan desarrollado y, por tanto, no tan perfecto como la tra
gedia y, por consiguiente, inferior a ella, debe estar sometida a las mismas
exigencias de unidad, integridad y coherencia que el drama, y de hecho el buen
poeta épico que fue realmente Homero instala como protagonistas de sus poe
mas a una sola figura principal y narra una sola y unitaria acción a base de varios
episodios que están unos con otros en relación causal. Es decir, respeta escru
pulosamente las normas del arquetipo del drama ideal (de la tragedia). Por el
contrario, los malos poetas épicos, que son los del Ciclo épico, presentan en sus
poemas un solo protagonista, pero nos lo muestran realizando muchas accio
nes inconexas y deshilvanadas que no están en relación causal unas con otras,
sino simplemente dispuestas una tras otra en secuencia temporal, como si el
post hoc (“después de esto”) fuese idéntico al propter hoc (“por causa de esto”).
Resulta así que la llíada, que es un poema larguísimo, pues está provisto de
numerosos episodios, es, no obstante, un poema unitario y uno, tan unitario
y uno como lo es la definición de “hombre: animal racional”, en la que lo defi
nido (“hombre”) engloba perfectamente los términos de la definición (“animal
racional”). Por el contrario, poemas más breves del Ciclo son un desastre o des
barajuste de poemas épicos precisamente por no ser compactamente unitarios.
Pues bien, Aristóteles en su Poética se mueve en la dimensión vertical, al
comparar histórica y teleológicamente, como estamos viendo, la épica con la
tragedia según el punto de vista, cronológico del desarrollo histórico y el grado
de la evolución de la poesía hacia la perfección (teleología), pero también lo hace
en la dimensión horizontal, comparando la tragedia con la comedia.
136
(1371b21), y es al mismo tiempo tan apetecedor de emulación, tan ávido de
honores, tan philótimos, y tan amante de sí mismo, tan phílautos (1371b20),
que se complace y encuentra placer en los reproches o censuras que se dirigen
al prójimo (1371b35). De manera que -continúa explicando en la Retórica el
autor de la Poética- el chiste, la invectiva, la broma, la burla, formas todas ellas
de “lo risible”, y, en general, todo tipo de relajación pertenecen al orden de las
cosas placenteras, pues necesariamente todo “lo risible” procura placer, ya se
trate de hombres, de acciones o de discursos risibles. Tras estas palabras Aris
tóteles remite a su obra Poética (1372al), en la que asegura haber tratado por
extenso y particularmente el tema, pero en la que, por desgracia, tan sugesti
vo tratamiento hoy día brilla por su ausencia.
La Poética es una reflexión filosófica que la poderosa mente analítica del Esta
girita lleva a cabo sobre la tragedia en cuanto género ejemplar y perfecto que
cumple a las mil maravillas la función de género culminante de toda poesía.
Pues la poesía ha de ser, por su propia naturaleza, dramática y mimética, o sea
representación de una acción humana en la que intervienen caracteres de per
sonajes que obran y sufren, actúan y padecen, que son foqadores de acciones
y están sometidos a pasiones. Y Aristóteles lleva a cabo este su filosófico análi
sis de la poesía conjugando forma (estructura formal y de contenido) y función
de la tragedia, lo que le permite descubrir sus partes constitutivas y las exi
gencias de unidad y coherencia de la obra poética.
Hay a lo largo del librito, en efecto, toda una larga serie de muy sonoros y
nada amortiguados ecos de una argumentación en defensa de la poesía: la poe
sía no es inmoral porque, aunque excita y solivianta las pasiones de los espec
tadores, con ello los purifica y los mejora ética y políticamente; y no es desca-
rriadora de la lógica y la verdad porque se contenta con lo verosímil y está más
cerca de la filosofía que la mismísima seria y apreciable historia; y si uno encuen
tra errores lógicos o éticos en ella es porque muchas veces interpretamos mal
sus datos.
138
Fue éste tan excelso y singular poeta, que propiamente creó la poesía al dar
forma dramática a sus composiciones. Antes de Homero no había sino formas
elementales de poesía (himnos, épica, yambo, sátira) que él se encargó de con
vertir en verdadera poesía con su épica dramática que representa imitaciones
de acciones humanas en que intervienen hablando y actuando los personajes
que las ejecutan.
Para terminar, quiero, una vez más, también en este punto mostrar la proxi
midad de la Poética a la Retórica, pues asimismo en esta última obra se percibe el
tono apologético o de defensa de la retórica que asume su autor frente a la con
cepción francamente negativa que acerca de este arte albergaba el maestro Platón.
La retórica -argumenta Aristóteles- no tiene que ser necesariamente inmoral. Es
más, debe ser moral, ya que el bien y la justicia son más fáciles de defender retó
ricamente que sus contrarios. Y tampoco la retórica está en franca contradicción
con la verdad, pues la retórica, que se distingue muy bien de la filosofía, trabaja
con lo verosímil (Retórica 1355a), que es una entidad próxima a la verdad.
Aunque lo verosímil no es, ciertamente, la verdad, el Estagirita no quiere
dejarlo desamparado, sino incorporarlo a su filosofía, y con ello, con lo mera
mente verosímil o probable, todo el pensamiento, el discurso, las actividades
y los hechos no filosóficos de la vida corriente y consuetudinaria en las comu
nidades humanas.
El filósofo platónico-empírico que era Aristóteles se preguntaba si no había
manera de defender filosóficamente la poesía y el discurso retórico y escribió
sus dos tratados para demostrar que era posible hacerlo, pues en la poesía hay
su pizca de filosofía (“la filosofía es más filosófica que la historia”: Poética 1451b5)
y en retórica hay tanto de ella que hasta se puede concebir como una discipli
na “en responsión estrófica con [esa filosófica disciplina que es] la dialéctica”
(Retórica 1354al).
141
y nueva, que acepta el Tractatus sin vacilar, y, sin embargo, es claramente pos
terior a Aristóteles. Según esa doctrina, en la comedia antigua se llevan a esce
na feroces ataques personales; en la media quedan ciertas reconvenciones resi
duales dirigidas ya no a personas sino a grupos sociales o, en cualquier caso,
se dirigen censuras y se hace burla pero sin mencionar en la agresión crítica y
burlesca a nadie por su nombre; y en la comedia nueva ya no hay ni rastro de
acometidas burlescas ni de invectivas contra nadie. Ahora bien, a juzgar por
lo que sabemos de la Poética de Aristóteles, el filósofo valoraba el paso decisi
vo que había supuesto para el género de la comedia el hecho de que, ya bien
cerca de sus orígenes, Crates hubiese comenzado a componer argumentos
desprovistos de la hiriente invectiva personal. Luego la clasificación tripartita
de la Comedia griega que nos brinda el Tractatus es, cuando menos, sospe
chosa.
del chocarrero y del irónico, y nos aconseja hacemos pasar más por irónicos
que por chocarreros, pues la ironía es mucho más propia del hombre libre que
la bufonería o la payasada (1419b).
Tiene también trazas de ser en el fondo aristotélica, pues al menos es inte
ligente, esa contraposición que hace nuestro tratadito del argumento de la come
dia frente al de la tragedia en relación con la realidad: la tragedia representa
142
sucesos verdaderos del pasado, la comedia, en cambio, pone en escena puras
invenciones a partir de la realidad. Por último, podría ser asimismo de origen
aristotélico, al menos por lo acertado y sensato que resulta, el consejo que diri
ge al poeta cómico de hablar la lengua popular y coloquial, dialectal, a través
de los personajes de sus comedias.
A pesar de todas las críticas que contra el Tractatus Coislinianus llevamos hechas,
en ninguna otra fuente nos encontramos con un tratamiento tan completo de
las especies de lo risible como en este tratado. Lo risible -explica el autor- sur
ge de la expresión verbal, de la léxis, o bien de las cosas y de los sucesos, de los
prágmata.
La risa es un placer -decía Aristóteles en la Retórica- tanto si la producen
los hombres, las palabras o los hechos (1372a), y como los seres humanos son
amantes del placer, ambiciosos de gloria, rebosan amor propio, y son compe
titivamente celosos de la honra y los honores ajenos y profundamente egoís
tas por naturaleza, es natural que encuentren placer tanto en la risa como en
la censura de sus prójimos (1371b), la invectiva o la burla, que pasa así a inte
grarse en la categoría de “lo risible”. Seguidamente el Estagirita remitía a su
Poética, donde afirmaba haber tratado el asunto de “lo risible” con especial
atención.
El placer de reír y burlarse de los demás van juntos -aseguraba el filósofo-
porqué el hombre es egoísta, busca con ansia el placer, es amigo de los hono
res y competitivamente ambicioso, por lo que no ve con buenos ojos los éxi
tos ajenos. Y así se explicaría la comedia antigua, cuyo propósito era el de hacer
reír a los espectadores con burlas e invectivas, puestas en escena, dirigidas con
tra personas reales. Y ello es así -n os confirma el Estagirita- porque se puede
hacer reír con personas, palabras y acciones.
El Tractatus, empero, se contenta con señalar únicamente las estrategias
generadoras del efecto cómico, de las cuales, unas lo logran a base de palabras
y otras con acciones. Entre las primeras hay siete: la homonimia, la sinonimia,
la charlatanería, la paronomasia, el hipocorismo o empleo de lenguaje dimi-
nutivo-afectivo o diminutivo-despectivo, el barbarismo y el solecismo. En todos
estos casos se da un contraste entre lo que se oye y lo que en condiciones nor
males se esperaría oír.
Seguidamente voy a comentar esas estrategias cómicas mediante ejemplos
tomados de las comedias aristofánicas: la homonimia es el hecho de que dos
objetos distintos se nombran de la misma manera (ejemplo: “Filocleón no es
filóxeno (“amigo de los extranjeros”) porque Filóxeno (nombre propio de una
persona) es maricón”. La sinonimia consiste en que para una y la misma cosa
o persona existen nombres varios: “el Heracles de Melite” era el sobrenombre
satírico aplicado al rico Calías por ser de Melite, localidad en la que el héroe
Heracles se había iniciado en los misterios, y por haber combatido en la bata
lla naval de las Arginusas disfrazado de Heracles. La paronomasia consiste en
distorsionar una voz a base de modificarle un sonido, por ejemplo, llamar Labes
(“Rapaz”) al general Laques acusado de robo. La charlatanería se refiere a la
repetición innecesaria de determinadas palabras. El hipocorismo en su moda
lidad afectiva o despectiva, muy empleado cómicamente por Aristófanes, es
frecuente también en español, “una mujerita”, “el hombrito”, “una putilla de
tres al cuarto”. Por último, el barbarismo es el empleo de una palabra que no
forma parte de la lengua canónica y que es, por tanto, indebida, como decir,
por ejemplo, “la heralda” o “la maricona”, y el solecismo consiste en emplear
giros sintácticos ajenos y extraños a la lengua que se usa, como, por ejemplo,
poner un complemento directo a un verbo que es intransitivo o añadir un com
plemento de “lugar adonde” a un verbo que indica reposo, por lo que nor
malmente rige un complemento de “lugar en donde”: “quedándote en direc
ción a mí”.
Entre las segundas estrategias, las que se valen de acciones, figuran las
siguientes nueve categorías: La igualación por el rasero de lo mejor o de lo peor,
el engaño, lo imposible, lo desmesurado, lo inesperado y sorpresivo, la carica
tura, el baile grosero y ordinario del coro, la elección de lo peor frente a mejo
res alternativas (video meliora proboque, deteriora sequor, “veo lo mejor y lo aprue
bo, pero sigo lo peor”) y el discurso incoherente.
Uno de los grandes fallos de este tratado es, a mi modo de ver, el hecho
de que en la clasificación de las estrategias de la risa a partir de las acciones
se incluyen claramente no sólo acciones, sino acciones acompañadas necesa
riamente de palabras y de pensamientos (se piensa con palabras), que son
también palabras, pues los seres humanos o pensamos con palabras o no pen
samos.
Se ve que son mucho más estables las categorías de las estrategias de la risa
a base de palabras, porque, como decía Cicerón (Sobre el orador II, 62, 252), si
en una frase graciosa o chistosa se cambian las palabras, el humor, el encanto
o la gracia desaparece de toda ella. Modernamente sabemos, gracias a la Lin
güística Pragmática, que hablar es hacer y que el hablar y la acción normal
mente se entrelazan en la gestión humana, de modo que hablar y obrar son dos
aspectos solidarios e inseparables de una misma y única actividad.
2 .4 . El tratado Sobre lo sublime de Longino
El tratado Sobre lo sublime de Dionsio Longino, ese libellus aureus como lo desig
nara Casaubon, a pesar de que ha llegado a nosotros mutilado, tras haber per
dido una tercera parte de lo que en su origen fue, es uno de los escritos sobre
literatura más enriquecedores e iluminadores que nos ha legado la Antigüedad
Clásica. Descubierto el año 1554 por Francesco Robortello, gozó de un extra
ordinario éxito durante los siglos xvi al xviii, su fama se desvaneció en el xix,
pero volvió a recuperarse e imponerse durante el pasado siglo y los pocos años
transcurridos del actual. Es el tratado más importante que poseemos sobre la
elevación, la altura, la sublimidad en literatura, concebida esta virtud como un
conjunto de propiedades que rebasa lo meramente estilístico y afecta a la tota
lidad de una obra por lo que se refiere tanto a la invención del tema como a la
disposición del texto.
“Lo sublime’’-piensa su autor- es imposible de definir, pero existe y es des-
criptible, pues agrada a todos los hombres de todas las épocas, a individuos de
las más distintas ocupaciones, modos de vida, lenguas y lugares. “Lo sublime”
aparece de súbito como el rayo y se lo lleva todo por delante (I, 4 Mazzucchi;
García López), arrebata al lector y le muestra, en medio de un momentáneo y
revelador chispazo que produce un enorme e inesperado resplandor, toda la
enorme fuerza del escritor.
El librito es, en realidad un tratado de retórica, pero de una especie de retó
rica que, tras haber asimilado la poética, se había convertido ya en crítica lite
raria. Sin embargo, como en nuestra tradición fue recibido como tratado fun
damentalmente poético, ya que en los siglos en que estuvo de moda (xvn y
xviii) “lo sublime” se vinculaba fundamentalmente a la poesía, nosotros lo estu
diamos también en el apartado dedicado a la poética.
“lo sublime”, que es algo más que una simple y mera categoría estilística.
Su autor lo compuso en tono pretencioso y polémico contra Cecilio de
Calacte (Kalè Akté) -u n crítico literario de la época de Augusto, amigo de Dio
nisio de Halicarnaso y, como él aticista intransigente hasta el punto de prefe
rir también Lisias a Platón-, cuyas teorías sobre “lo sublime” ataca por insu
ficientes y por alejadas de toda posibilidad de ser llevadas a la práctica, cosa,
146
que, según Dionisio Longino, es la finalidad indefectible de toda teoría. El
autor del Sobre lo sublime, en cuestión de gustos literarios, frente a Cecilio y
el de Halicarnaso, considera a Lisias muy por debajo del “divino Platón” (iy
6; XXXy 1).
En realidad, este opúsculo es en esencia un tratado de retórica cuyas cate
gorías estilísticas no tienen otro origen que el de la tradición retórica. Pero no
olvidemos que por estas fechas -la época de Augusto, en tomo a los comien
zos de la Era Cristiana- la retórica se ha adueñado ya definitivamente de la
poesía y se ha convertido en una retórica fundamentalmente escolar que es ya
más que nada crítica literaria. En efecto, nada más empezar, Dionisio Longi
no advierte que su libro va destinado sobre todo al hombre público, al políti
co, que necesita instrucción, y a lo largo de su obra repite una y otra vez que
su doctrina se dirige a los entendidos en literatura y retórica (ya a la sazón crí
tica literaria).
Ahora bien, como, efectivamente, la obrita no se contenta con el discurso
político, sino que adjunta a la oratoria como objeto de estudio la prosa filosó
fica e historiográfica, así como géneros poéticos importantes, con el fin de des
cubrir en todas esas bien distintas manifestaciones de lengua formalizada y artís
tica el origen y el efecto de la sublimidad o “lo sublime”, no es de extrañar que
en el momento en que Occidente lo conoció y se familiarizó con él (los si
glos XVII y xvn i) llamase la atención como obra de poética teórica. Por aquel
entonces en Europa la sublimidad o “lo sublime” se vinculaba sin vacilación
alguna a la función de la poesía. Ésta es fundamentalmente la razón de que este
mos estudiando este tratado dentro del capítulo de la poética, cuando en rea
lidad, como decimos, pertenece más bien al de la retórica y la crítica literaria
griegas.
En los siglos xvil y xviii este tratado ejerció una enorme influencia en Europa.
Se le tenía en tan alta valoración que no se dudó en aumentarle el prestigio y
realzar su aureola adjudicándole la legendaria e improbable autoría de un per
sonaje un tanto novelesco y aureolado de trágico destino como Casio Longi
no, a pesar de las indicaciones contrarias que se podían leer en el más anti
guo y fiable manuscrito transmisor del opúsculo, el Codex Parisinus 2036 (del
siglo x).
La poética
En la primera hoja de este códice, al final del sumario del folio lv, lee
mos que el autor del tratado fue “Dionisio o Longino”, mientras que en su
147
justo lugar, en el arranque mismo del texto, que aparece al final de los Pro
blemas Físicos del Pseudo-Aristóteles, leemos que se trata de la obra de “Dio
nisio Longino”, probablemente el verdadero nombre de su genial autor. No
eran infrecuentes en época de Augusto, sin duda alguna la del tratado que
nos ocupa, los nombres propios compuestos a base de uno griego y uno lati
no del tipo de “Dionisio Longino”. El único problema es la conjunción dis
yuntiva o que separa los dos nombres que aparecen desunidos en la primera
página del Codex Parisinus 2036, una fechoría de un erudito bizantino que
malentendió el nombre compuesto Dionisio Longino, lo consideró un error
y lo corrigió, para nuestro mal, en “Dioniso o Longino”, como si dudase entre
Dionisio de Halicarnaso, el gran crítico de época augústea, y el ya mencio
nado Casio Longino, que fue el director o escolarca de la Academia Platóni
ca en el siglo m d. C.
Desde el siglo XIX se piensa con toda razón que, respecto del nombre del
autor del tratado, no hay que fiarse en absoluto de la recién mencionada indi
cación que nos proporciona la primera página del Codex Parisinus 2036, que
transmite la malhadada interpretación del erudito bizantino que se empeñó
en corregir lo que no necesitaba enmienda, sino más bien confiar en el nom
bre tal y como aparece en el comienzo mismo de la obra o, en el peor de los
casos, si se prefiere, curarse en salud, cortar por lo sano y referirse a un autor
anónimo. A decir verdad, el desacierto del erudito bizantino no pudo ser
mayor, pues el pensamiento y el estilo del autor del tratado que nos ocupa
nada tienen que ver ni con los que apreciamos en los ensayos de Dionisio de
Halicarnaso ni con los que se vislumbran en los restos de la Retórica de Casio
Longino.
¿Por qué entonces durante los siglos xvil y xviii se mantenía con ahínco,
como si de un dogma de fe se tratase, la autoría de Casio Longino? Porque la
admiración que la obrita de la que tratamos suscitaba en sus lectores, debido
sobre todo a la intensidad vivencial con que su autor penetraba en lo inefable
y sublime de la poesía, casaba excelentemente con la vida romancesca, apa
sionada e intransigente de Casio Longino, que había malogrado su destino por
causa de su exaltado anhelo de libertad y su grandeza de ánimo. Se pensaba
que esas sus ansias de libertad, la entrega y el compromiso con que la defen
dió, y, en general, su magnanimidad, que habían llegado a ser bien patentes a
Poéticas y retóricas griegas
148
el año 268 a. C., habían establecido en aquella localidad -u n oasis que, situa
do en medio del desierto de Siria, venía siendo un singular y muy frecuentado
nudo de comunicaciones entre muy importantes rutas comerciales que reco
rrían las caravanas de mercaderes- un imperio autonómico, independiente y
libre al estilo del modélico imperio romano, que resultó, sin embargo, más bien
efímero, pues fue definitivamente neutralizado y sojuzgado por Aureliano el
año 273 a. C.
Ahora bien, nada permite atribuir la obrita que estudiamos a Casio Longi
no, cuyo estilo es sencillo y claro pero frío, muy igual y aburrido (IX Walz; Spen-
gel I, 299-328; Spengel-Hammer 179-216), mientras que el de Dionisio Lon
gino es animado, vigoroso, lleno de calor y de inspirada locuacidad. A Casio
Longino le gusta el orador Isócrates, mientras que Dionisio Longino lo cita un
par de veces para censurarlo y ridiculizar a sus seguidores (XXXVIII, 2, y XXI, 1,
respectivamente). Además, Dionisio Longino no cita ningún autor posterior a
la época de Augusto y, por tanto, ninguno del siglo III d. C., el siglo en que
vivió el neoplatónico Casio Longino, que murió en el reinado de Aureliano,
que acabó con el reino de Zenobia, emperador entre el 270 y el 275 d. C. Por
estas fechas el Imperio Romano luchaba por su subsistencia a orillas del Rin,
el Danubio y el Eufrates, por lo que mal hubiera podido referirse Casio Lon
gino -com o hace, en cambio, Dionisio Longino (XLIY 6 ) - a la contemporá
nea “paz universal que corrompe los grandes talentos”. Por tanto, olvidémo
nos definitivamente de Casio Longino (con quien nos encontraremos más
adelante: 3.4.9) como autor del tratado Sobre lo sublime.
Es fácil de imaginar cuánto influyó esta exaltada vida del infortunado filósofo
Casio Longino, entregada a la defensa de la libertad, la independencia y la
autonomía dentro de la inmensa y aplastantemente pesada maquinaria del
Imperio Romano, en el hecho de que fuese considerado sin vacilación autor
de un libro en el que se añoraban las libertades políticas y de palabra y se defen
día la doctrina de que “lo sublime”, un destellante y cegador relámpago momen
táneo dentro del discurso, no es más que la resonancia o el eco de la grande
za de alma.
Añadiré simplemente, para confirmar la enorme influencia que sobre la cul
tura europea ejercieron el tratadito que estudiamos y la leyenda de su presun
to autor, que incluso el descubrimiento de la impresionante ciudad de Palmi
ra, tan asociada a la difundidísima obrita, acaecido en el Siglo de las Luces,
repercutió notablemente en el auge y afianzamiento del Neoclasicismo euro
peo. Ocurría que ya a finales de la anterior centuria el libro falsamente atribui
do a Casio Longino (su autor fue en realidad Dionisio Longino) se había con
venido, gracias sobre todo a la paráfrasis que de él hizo Boileau, en pieza esencial
e inexcusable en toda discusión literaria que pretendiera encontrar cierta reso
nancia o eco, y ello no sólo en Francia, sino en toda Europa. En los siglos xviii
y XIX el tratado fue imprescindible en toda discusión, tratamiento o exposición
de temas filosóficos o de crítica literaria, y sus inequívocas huellas están en los
filósofos Burke, Kant, Hegel, o en poetas románticos como Wordsworth, Hôl-
derlin o Leopardi.
150
2.4.5. El propósito del tratado Sobre lo sublime
152
“Lo sublime” es la culminación de un discurso o un poema. De ello deriva
la fama inmortal que conquistan los grandes poetas y escritores en prosa, pues
se impone con mayor fuerza que lo digno de crédito en el discurso retórico y
que lo deleitoso en poesía. La fuerza de su efecto en el receptor es mucho mayor
que lo uno y lo otro porque no arrastra a la simple convicción o al mero delei
te, sino al mismísimo éxtasis. “Lo sublime” sorprende, conmueve, convulsiona,
entusiasma (I, 4) y pone en estado de estupefacción a quien con ello se topa, y
se precipita con fuerza irresistible sobre el lector o el oyente que no se espera
ser arrebatado y arrastrado por tan impetuoso torrente. Cuando estalla en el
momento oportuno -nos explica Dionisio Longino- nos resquebraja y nos quie
bra o nos hiende como hace el rayo con lo que encuentra a su paso, y de esta
guisa pone de manifiesto la fuerza del orador en prosa o de ese orador en verso
que es el poeta. A través de este símil y de otros que aparecen a lo largo de la
obra, el lector va comprendiendo que “lo sublime” es algo más que una senci
lla y escolar cuestión de estilo. Y ésta es otra de las genialidades del tratado.
Para Dionisio Longino “lo sublime” es una fuerza que sobrepasa todos los
medios de los que dispone la inteligencia, pero una fuerza que es posible medir
por el efecto que ejerce sobre los oyentes o lectores, por el efecto que produ
ce en los receptores.
Que la fuerza en cuestión es una realidad y no una invención de rétores o
expertos en retórica y críticos literarios lo prueba el hecho indiscutible de la
validez eterna de los “clásicos”, de esos modelos literarios del pasado, dignos
de imitación, en los que “lo sublime” está presente, tal como se nos hace ver
a lo largo del tratado con especial insistencia. “Lo sublime”, pues, es una arro
lladora fuerza, situada muy por encima de la inteligencia y de la persuasión
retórica y del deleite poético, que los autores literarios comunican a sus obras
y los lectores entendidos y bien formados perciben en ellas en el momento mis
mo en que, repentinamente, en un punto de su lectura, entran en una situa
ción de arrobo y embeleso.
¿Es “lo sublime” una cualidad o capacidad productiva con la que se nace o más
bien una excelencia o virtud que se puede aprender con el estudio del método
de un arte y seguidamente poner en práctica? Nuestro autor se coloca en el tér
mino medio entre la superficialidad de Cecilio de Calacte, que creía haber encon
trado la piedra filosofal de la sublimidad, y el irracionalismo de la teoría de la ins
piración poética.
“Lo sublime”, según Dionisio Longino, es el resultado de una producción
literaria en la que intervienen al unísono las dotes naturales o predisposición
innata del autor y el método aprendido, pues todo lo perfecto (y “lo sublime”
lo es) no es ni puede ser sino el resultado de la combinación de disposición
natural y método aprendido (II, 2).
La condición fundamental de toda producción es la buena disposición para
ella, la capacidad natural para realizarla, pero toda naturaleza bien dotada se
expone a ciertos e inesquivables peligros si se abandona a su ciego impulso,
por lo que necesita del control del método que la embride y la oriente sobre la
justa medida y el momento oportuno. Como decía Demóstenes -n o s sugiere
hábilmente Dionisio Longino (II, 3 ) - en la vida ordinaria de los hombres el pri
mer bien es la buena suerte y el segundo -esencial para no perder el primero-
el saber tomar buenas resoluciones.
Siempre son necesarias y resultan muy beneficiosas en la producción lite
raria unas indicaciones técnicas que guíen a los autores por el difícil camino
que lleva hasta la sublimidad (II, 2). Además sólo el arte nos puede enseñar
que ciertas particularidades estilísticas se basan únicamente en la naturaleza
(II, 3) y sólo él nos muestra los vicios del estilo. Pues hay siempre cuatro inmi
nentes peligros que acechan a los poetas y oradores en ciernes y que son vicio
sos desvíos y auténticas depravaciones de “lo sublime”, a saber: la ampulosi
dad, el amaneramiento, el falso patetismo y la frialdad. De cada uno de estos
vicios el autor del tratado proporciona ejemplos (III y IV).
Con sus ejemplos de poesía y prosa, el autor del Sobre lo sublime se nos revela
como rétor experto, conocedor de esa retórica de escuela propia de ese largo
período que es la Epoca Helenística e Imperial Romana, que estudia indistin
tamente la poesía y el discurso retórico, y, en suma, como un crítico literario
de cuerpo entero. Aunque nos comunica su intención de alentar la producción
retórica, en realidad adopta la posición del crítico literario que analiza fenó
Poéticas y retóricas griegas
154
hermosa y verdadera sublimidad la que eternamente agrada a todos los hom
bres” (Vil, 4). Estamos, pues, ante el crítico literario clasicista que examina el
efecto que sobre sus contemporáneos lectores ejercen los paradigmáticos ejem
plares literarios, ya “clásicos”, del pasado, proponiendo como ideal “la imita
ción y la emulación de los grandes escritores del pasado tanto en prosa como
en verso” (XIII, 2).
no, los comienzos del “Clasicismo”, se vuelve una obra enigmática, inexplica
ble, y deja inmediatamente de tener sentido. En efecto, el tratado que estudiamos
155
se entiende muy bien si se le ubica en el contexto de la retórica o crítica lite
raria clasicista de Dionisio de Halicarnaso, crítico contemporáneo de Augusto
(cfr. 3.4.5), que, como Dionisio Longino, adjuntó al capítulo de la oratoria la
prosa histórica y filosófica, buscó definir los caracteres estilísticos y anímicos
de los grandes escritores clásicos y detectó virtudes del estilo tanto en la forma
como el contenido de un texto, por lo que la separación de prosa y verso resul
taba inoperante.
156
y ensamblaje de las frases? No son más que los contenidos de tres capítulos
fundamentales que todo estudiante de retórica tenía que dominar al dar fin a
su currículum escolar: el del ornato a base de tropos (trópoi) y figuras (Mié-
mata), el de la elección de las palabras (eklogé) y el de la composición de las
palabras y las frases (súnthesis).
Sobre la necesidad de combinar elevados pensamientos con elocución ele
gante a base de figuras había escrito, sin duda, Cecilio de Calacte, autor de un
tratado sobre las figuras y otro sobre lo sublime, ambos perdidos, y sobre la
importancia de la composición de palabras y frases o súnthesis había sentado
doctrina Dionisio de Halicarnaso, y sobre el mismo tema había compuesto un
par de estudios nuestro autor (XXXIX, 1). Nada nuevos son, pues, los materia
les que emplea Dionisio Longino y, sin embargo, ¡qué novedoso su pensamiento
por entero, al presentamos “lo sublime” como algo más que el resultado de la
aplicación mecánica de una fórmula o receta aprendida en los libros o en la
escuela!
estética.
El objetivo de la tradición retórica anterior eran los componentes estéticos
de una lengua formalizada que ya desde Gorgias de Leontinos era menester
someter al arbitrio de la ética porque podía siempre y en cualquier caso resul
tar un arma de doble filo. Por el contrario, para el autor del tratado Sobre lo subli
me las categorías éticas son susceptibles de convertirse en objetos de una con
158
templación de naturaleza estética. Así se explica la definición que nos da de “lo
sublime” como “el eco de un alma grande” (IX, 2), o el ejemplo que nos pro
pone de ese noble y digno silencio con que respondió el héroe Ayante a Odi-
seo en su visita al Hades (Odisea, XI, 563), adecuada respuesta de un alma alti
va y llena de orgullo a quien había sido para él en vida un mal compañero de
armas, artero y desleal. En opinión del autor del tratado, alcanza “lo sublime”
aquel escritor que desprecia las gratificaciones contingentes, como el poder o
las riquezas, y sólo aspira a la gloria en derechura (VII, 1-2; XL1V 11) porque
su alma está abierta a lo absoluto y no se sacia con las mezquinas satisfaccio
nes materiales (XXV, 2-XXXVI, 2; XLiy 6-12).
Hay pensamientos que son de por sí sublimes, como, por ejemplo, el comien
zo del Génesis o determinadas escenas del mundo heroico de la Ilíada en las
que se despliegan ante nuestros ojos las fuerzas del mundo físico y del mítico,
o esas otras del mismo poema épico en las que los potros divinos avanzan a
trechos equivalentes a la distancia de la oscuridad que con sus ojos atraviesa
un hombre (Ilíada, V, 770). Todas estas valoraciones son propias de una esté
tica de la producción, al igual que la famosa interpretación de la Ilíada como
una obra dramática de juventud, y de la Odisea como una obra narrativa de
vejez, pues en la primera -argumenta- predomina el patetismo, el páthos, y en
la segunda, en cambio, el carácter, el éthos. Una edad avanzada -com enta- es
poco proclive al patetismo, al páthos, que más bien requiere el vigor juvenil,
mientras que la vejez se complace en el carácter y la narración (IX, 13-15). Es
evidente lo mucho que estos juicios deben a la Poética de Aristóteles y aún más
al concepto de la inspiración como hecho fisiológico, que forma parte de la
doctrina peripatética como la expuesta en Pseudo-Aristóteles, Problemas Físi
cos XXX, 1.
Nuevo es, sin embargo, el juicio crítico a través de categorías estéticas de
la recepción: dramático es lo movido, lo tenso, lo colmado de acción, mientras
que narrativo es lo fabulado y lo que es referido desde la tranquilidad de la leja
nía. En efecto, las categorías de éthos, “carácter”, y páthos, patetismo, eran cate
gorías bien claras de la retórica que se referían respectivamente al apacible y fia
ble modo de ser del orador que el discurso retórico debe dejar traslucir y a la
excitación de los sentimientos o pasiones que el orador debe suscitar en sus
oyentes. Pero ahora, en esta nueva retórica que es a la vez poética y crítica lite
raria, ya estas categorías significan cosas distintas, y este nuevo significado de
ambos conceptos, que acompaña al giro o nueva orientación de la retórica,
arranca ya de la mismísima Poética de Aristóteles, de aquel pasaje concreto en
que el Estagirita define la litada como poema patético y la Odisea como poema
ético (Poética, 1459 b l3 ). Sin embargo, se aparta Dionisio Longino de Aristó
teles al considerar que la Odisea es como una comedia, mientras que, según
opinaba el Estagirita al esbozar la prehistoria de la tragedia, este poema era el
precedente de un tipo de drama trágico.
160
combinarlos (súnthesis o episúnthesis) acto seguido con el fin de que inme
diatamente suqa de esta fusión una unidad orgánica (X, 1 y XXX), y, en segun
do lugar, la que resulta de la estrategia retórica de la “amplificación”, deno
minada diócesis en griego y amplificatio en latín (XI; XII, 1-2). Para ilustrar estas
ideas recurre el autor a la lírica arcaica griega, donde, entre ejemplos de otros
famosísimos poetas, selecciona uno de la poetisa Safo. Ahora bien, esta selec
ción es importante, pues, mientras que Aristóteles en su Poética prácticamente
ignoraba la lírica, en la época en que vive nuestro Dionisio Longino, en los
comienzos de la Epoca Imperial Romana, la lírica arcaica griega está ya pre
sente en los ejemplos de esa nueva retórica, una retórica-poética que es a la
vez y sobre todo crítica literaria y que no se interesa ya especialmente, como
la poética de Aristóteles, por la acción dramática y su estructura, sino por los
deliciosos y muy significativos pequeños detalles de índole estilística y temá
tica que se aprecian en los poemas líricos y las obras en prosa y despiertan el
interés de filólogos y clasicistas. Al igual que la poesía helenística era una poe
sía de detalle, de filigrana, muy en consonancia con la filología que se prac
ticaba en esa misma época, también la crítica literaria del momento gusta
observar los pequeños detalles de estilo y tema en composiciones de todo
tipo y ya no exclusivamente en la tragedia, tal vez la comedia, y la épica, como
hiciera el Estagirita en su Poética.
El autor del tratado Sobre lo sublime, según vamos comprobando, era aristo
télico a su modo. Y esta misma opinión es asimismo válida por lo que al con
cepto de unidad y organicidad de la obra literaria se refiere. En efecto, insis
te en el hecho de que una obra literaria debe ser una “unidad orgánica”, un
conjunto de elementos ensamblados orgánicamente en un solo y único cuer
po (X, 1). Ahora bien, al hablar de unidad, nuestro autor no se refiere a la
famosa unidad de acción, como hacía Aristóteles en su Poética, sino a una
especial unidad, a la coherencia y conformidad de los motivos temáticos de
una obra literaria con su expresión estilística. Una obra literaria puede ser más
bien dramática (en el sentido que da a este término [enagónios} Dionisio Lon
gino) o más bien narrativa (diegematikós), pero tanto en un caso como en el
otro es necesario que el tema tratado configure una unidad con los rasgos de
estilo, con la especie de la dicción empleada. La llíada es un poema unitaria
La poética
161
2.4.18. El clasicismo antihelenístico del tratado Sobre lo sublime
162
que presupone la existencia de unos ejemplares literarios únicos, canonizados,
rebosantes de sublimidad, compuestos por unos autores dotados de almas
especialmente dotadas para la elevación y la grandeza en pensamientos y sen
timientos, ejemplares literarios que serán apreciados por unos expertos discí
pulos que, a su vez, han aprendido dónde está y en qué consiste “lo sublime”
leyendo precisamente -¡qu é feliz coincidencia!- las exquisitas e insuperables
obras literarias de tan modélicos autores.
Aunque desde que nuestro tratado fue conocido en Europa se le ha venido con
siderando y estudiando más como una poética que como una retórica, noso
tros ya hemos expuesto que se trata en realidad de un ejemplar de una retóri
ca específica y particular que ha incluido en su seno el estudio de la producción
poética y ha adoptado ya un nuevo estilo de apreciar y enjuiciar los hechos que
no es el de las antiguas poéticas ni el de las primitivas retóricas, sino más bien
el de la retórica convertida en crítica literaria.
Veamos algunos ejemplos claros de su origen retórico: el autor da por sabi
das la naturaleza, el número y las virtualidades de tropos y figuras (XVI, 1),
insiste muchísimo en la “oportunidad”, el “momento oportuno”, el kairós, del
empleo de cada estrategia estilística (II, 2), e incluso en lo provechosa que pue
de resultar una improvisación (XVIII; 2; XXII, 3), valoración esta última que
sólo puede proceder de la retórica.
Por otro lado, se trata de una retórica que admite a los poetas en pie de
igualdad con los oradores. Por ejemplo: el estilo patético, que es el que sobre
todo produce el efecto de “lo sublime”, lo asocia nuestro autor inmediatamente
al del mejor de los oradores, Demóstenes, y al del más admirable de todos los
poetas, Homero, o mejor, el Homero de la llíada.
Por último, la retórica está en la terminología que usa y en la misma forma
de exponer los hechos de la que se vale el autor del tratado cuando describe
“lo sublime”, el objeto mismo de la obrita: “lo sublime” es en gran medida
patetismo, páthos, y por ello es competitivo, belicoso, batallador (enagónion) y
vehemente, compacto y lleno de intensidad (deinón, deinótes, sphodrótes). Y la
patética sublimidad es similar al caudaloso Nilo en sus extensos desborda
mientos e inundaciones y al Etna cuando entra en súbita e inesperada erup
ción y a los incontrolables y arrasadores vientos de los torbellinos o los hura
La poética
163
2.4.20. La estética de la producción en el tratado Sobre lo sublime
Lo ideal es la alianza del arte con la Naturaleza (XXXVI, 4). La mejor figu
ra es la que no se nota que es una figura y el mejor arte es el que no parece arte
sino pura Naturaleza (XVII, 1; XXXVIII, 3; XXII, 1). Todo lo artístico, en el fon
do, debe ser mimesis de la Naturaleza que es quien tiene siempre la última pala
bra a la hora de intentar generar “lo sublime”. He aquí tres pruebas de esta ase
veración: un buen diálogo literario es aquel que mejor imita la viveza del real
intercambio verbal propio de la verdadera coloquialidad del habla que se emplea
todos los días en la conversación (XVIII, 2). Una segunda prueba: la Natura
leza misma nos dice que debemos ser decentes a la hora de la expresión, pues
para convencerse de ello no tenemos más que estudiar la disposición que la
Naturaleza ha otorgado a nuestro propio cuerpo (XLIII, 5). Por último: cuan
do, pese a todas las previsiones de la técnica, de la tékhne, del arte que corre
siempre el peligro de incurrir en la superficialidad, se cometen errores, como
el empleo de escabrosas y difíciles metáforas, nada está aún definitivamente
perdido; todo puede todavía ser salvado merced al patetismo, al páthos, capaz
de ocultar su propia técnica porque su fuerza natural, como la de un huracán,
todo lo arrastra y se lo lleva consigo y cautiva y embelesa de tal manera al lec
tor y al oyente que ni se les ofrece a la mente la posibilidad de someter a seria
reflexión las frases y las palabras de la poesía o el discurso retórico colmados
de patetismo y sublimidad que, en medio de un éxtasis arrobador, están per
cibiendo.
Finalmente, muy aristotélicamente, Dionisio Longino nos ofrece esta pre
ciosa comparación: Hay que imitar siempre a la Naturaleza, que, al formar nues
tro cuerpo humano, no nos ha colocado en la frente ni las partes innombra
bles ni el aparato excretor, sino que los alejó y los ocultó lo más posible para
no descompner o deslucir la belleza del conjunto (XLIII, 2).
Con esta explicación llegamos al final del tratado, claramente una obra señera
de la crítica literaria de todos los tiempos a pesar de su estado fragmentario,
pues ya sabemos que, desgraciadamente, le falta una tercera parte de lo que en
su origen fue.
Ninguna otra fórmula que nos haya legado la Antigüedad Clásica en poé
tica o retórica, ni la de las cinco partes del discurso retórico, ni la de los debe
res del orador, ni la de los tres grandes tipos de estilo, ni la fórmula “poema,
poesía, poeta”, ninguna de ellas, digo, es comparable a la de las cinco fuentes
de “lo sublime” que el tratado de Dionisio Longino nos ha legado. Desde Pla
tón ningún filósofo, rétor o crítico literario insistió tanto como Dionisio Lon
gino en las cualidades del artista como condición imprescindible para produ
cir una sublime obra literaria.
Hay en Dionisio Longino una notable agudeza y una exquisita sensibilidad
para captar en los detalles estilísticos, en las llamadas “figuras del pensamien
Poéticas y retóricas griegas
166
que hace entrar en éxtasis al lector u oyente, procede del vigor y la nobleza del
autor, pues “lo sublime” es el eco de un alma grande (IX, 2).
Hay, por último, una nota simpática en el tratado, propia, naturalmente,
de su autor. Este, efectivamente, va poniendo en práctica las enseñanzas que
despliega ante nuestros ojos. Por ejemplo: al tratar de la amplificación, lo hace
con una figura de esta especie (XII, 1-2) ; al tratar de la interrogación retórica,
comienza diciendo: “¿Y qué decir de las interrogaciones y las preguntas?”; al
mostramos las excelencias estilísticas del brusco paso del estilo narrativo en
tercera persona al estilo del “tú”, lo hace dirigiéndose bruscamente al lector
(XXVI, 2); describe el hipérbaton con un enorme hipérbaton (XXII, 1); al tra
tar de la “composición” (súnthesis) rítmica y fónica de la frase, la quinta fuente
de “lo sublime”, que encierra en sí a todas las demás, lo hace con una prosa
soberbiamente trenzada (XXXIX) como experto que era en el tema, sobre el que
había escrito dos trabajos (XXXIX, 1), y -lo que ya es el colmo- define “lo subli
me” con estilo “sublime” (XXXV 4). Este proceder nos revela un rétor de cuer
po entero y un estupendo crítico que enseña la doctrina y la práctica del arte
a su amigo Postumio Floro Terenciano, compañero de deleites literarios, con
un guiño de simpática ironía.
C ap ítu lo 3 La retórica
170
ratios, los logógrafos o “redactores de discursos” y enseñaban los rétores o “maes
tros de retórica”.
Los tres factores que explican, pues, el nacimiento y desarrollo de la retó
rica en Grecia, primero en Siracusa (Sicilia), en el segundo cuarto del siglo V a. C.,
y luego, a mediados del siglo v a. C. en Atenas, son la oralidad, la democracia
y la filosofía.
3.1.1. La oralidad
172
lao, que hablaba concisa pero muy sonoramente, y la copiosa de Odiseo, seme
jante a los copos de la nieve, que le salía alta y grave de lo más hondo del pecho
(Iliada III, 211 y ss.).
Entre los héroes homéricos hay un experto y consumado orador, el viejo
Néstor, que, sin haber aprendido retórica, posee, no obstante, una dulce voz,
pues de su lengua “más dulce que la miel la voz fluía” (Iliada, I, 249), y ade
más interviene frecuentemente para mejorar situaciones en el campamento
aqueo con argumentos de autoridad y con ejemplos extraídos de la dilatada
experiencia de su larga vida.
Estamos, pues, ante una Prerretórica, una retórica práctica basada en la
oralidad, estamos en la antesala de la reflexión sobre la retoricidad del lengua
je. Algo se empieza ya a especular sobre las posibilidades del lenguaje elocuente
y persuasivo puesto en acción en juicios y asambleas.
El poeta Hesíodo, que vivió en tomo al 700 a. C., compuso dos obras en hexá
metros, la Teogonia, una especie de poesía didáctica sobre mitos referentes a los
dioses, y los Trabajos y Días, una especie de poesía moral que exalta la laboriosi
dad y la honradez. En ambos poemas aparece la elocuencia de los reyes en los
tribunales de justicia expuesta de forma muy diferente. En el primero, Calíope,
la más señalada de las Musas, infunde a los reyes recién nacidos la elocuencia en
la lengua, en forma de un “dulce rocío” instilado sobre ella, y ellos, ya pertre
chados de este don que les hace pronunciar melifluas palabras, dirimen pleitos
con justos y no torcidos veredictos, ponen fin a las rencillas, extinguen querellas
y a los peijudicados les conceden el desquite aconsejándoles con blandas pala
bras. Por eso las gentes a su rey lo invocan como a un dios (Teogonia, 79 y ss.).
Pero en el segundo la situación es bien distinta, pues en él reprende el autor
a su hermano Perses, que sobornando a los reyes-jueces había conseguido de
ellos, en un pleito por la común herencia, quedarse con la mayor parte de ella.
Estos reyes -expone nuestro poeta- no juzgan con veredictos justos, son inmo
rales, “devoradores de regalos”, desconocedores de esa especie de moral arcai
ca y campesina que exalta el trabajo de la tierra, esa moral de los hombres sen
satos que saben “cuánto más vale la mitad que el todo y cuánto provecho hay
en el asfódelo y la malva” (Trabajosy Días, 27 y ss.).
Es importante que en dos obras de un mismo autor aparezcan visiones tan
diferentes de la elocuencia de los reyes que imparten justicia. La palabra en
acción, la palabra retórica, es siempre pragmática, pero puede ser empleada
moral o inmoralmente, en sentencias “derechas” o “torcidas”. Vemos ya en
Hesíodo cómo en la literatura se va contando con esa actividad pragmática del
lenguaje que es la retórica y se va planteando la importante cuestión de la rela
ción de la elocuencia con la ética y la política.
él ante el tribunal presidido por Zeus, el padre de los dioses y los hombres.
Es, pues, claro que existe una prerretórica, una retórica práctica anterior al
arte misma, en el empleado de aquellas estrategias lingüísticas que responden
a la esencial retoricidad del lenguaje, cuya función principal es persuadir e influir
de alguna manera en los demás, en los conciudadanos, para propio beneficio
de su usuario.
174
3.1.5, El despertar de la conciencia retórica en la Grecia antigua
Mientras que en las Euménides de Esquilo, como acabamos de ver, todavía Ate
nea ejerce la justicia como en los antiguos tiempos, es decir, a base de un magis
trado que hace preguntas a las partes en litigio, en las tragedias de Sófocles y
Eurípides nos encontramos ya con personajes que pronuncian retóricos dis
cursos, similares a los judiciales, bien pergeñados, compactos y provistos de
estrategias claramente retóricas ya bien meditadas y elaboradas. Por ejemplo,
en la Antigona (683 y ss.) aparece Hemón, el hijo de Creonte, tratando de doble
gar la férrea voluntad de su padre que ha ordenado encarcelar a la heroína de
la pieza, y lo hace con un discurso pertrechado de captatio benevolentiae o “cap
tación de la benevolencia”, en el que exhibe un carácter o éthos persuasivo y
argumenta con una serie de ejemplos enderezados todos a unlversalizar las ven
tajas de la conducta humana flexible, dúctil y contraria a toda dureza y rigidez.
En la Electra (516 y ss.) Clitemnestra justifica su horrenda acción de haber ase
sinado a su marido, convirtiendo el hecho en una cuestión de cualidad, lo que
más tarde se denominará en retórica stásis poiótetos (status qualitatis). Ella -argu
menta- actuó con la Justicia (Dike) de su lado porque Agamenón previamen
te había sacrificado sin motivo a su hija Ifigenia, cuyo doloroso parto -com en
ta sutilmente la oradora para suscitar la emoción del auditorio o páthos- había
sido sólo cosa suya. ¿Estamos frente a la escena del teatro o ante un tribunal
de justicia? El mismo personaje vuelve a hacer su autodefensa del mismo cri
men, esta vez en la Ifigenia en Aulide de Eurípides (1146 y ss.), con un discur
so en el que muchas de las estrategias retóricas al uso (el páthos o apelación a
la emotividad del oyente, las preguntas retóricas y la alocución al ausente, el
estilo redundante, etc.) resultan tan sumamente patentes, que aparecen con
toda claridad ante nuestros ojos a la vez que son percibidas por nuestros oídos.
Asimismo el “argumentó de probabilidad”, que es el que se funda en la
frecuente veracidad de lo probable y comúnmente admitido, y que fue un fun
damento básico de la primitiva retórica, aparece en las tragedias de Sófocles y
Eurípides. En el Edipo Rey (583 y ss.) del primero y el Hipólito (1013 y ss.) del
segundo, los personajes Creonte e Hipólito respectivamente, para librarse de
las sospechas que sobre ellos recaen de pretender convertirse en tiranos, argu
yen, valiéndose del mencionado argumento, que es más sensato ocupar, como
ellos, el segundo puesto del rango jerárquico en una ciudad-estado, gozando
con tranquilidad de esa ventajosa y poco arriesgada situación, que ser el tira
no de ella gobernando en medio de todas las zozobras, inquietudes y temores
propios de la responsabilidad y el riesgo de tan encumbrado cargo.
De estos hechos parece deducirse que por estas fechas, a mediados del
siglo V a. C., la tragedia ática había sucumbido al irresistible atractivo de la retó
rica, concretamente de la aplicada a la oratoria judicial, cuyas técnicas y estra
tegias se aprendían y empleaban con profusión a la sazón en la democrática y
muy litigante y pleiteadora Atenas.
La retórica deslumbró a los atenienses probablemente antes del año 427 a. C.,
fecha de la llegada de Gorgias de Leontinos a Atenas. Los procesos judiciales,
que, merced a la reforma de Efialtes, del 462 a. C., eran ya discursos enteros y
verdaderos ante conciudadanos elegidos al azar para que intervinieran en cali
dad de jueces-jurados, una vez sometidos a elaboración retórica, hicieron bri
llar la elocuencia judicial, y la profundización democrática hizo surgir nuevos
políticos llamados en Atenas rhétores (“oradores públicos”) porque hacían uso
de la palabra en las asambleas. La retórica les ayudó no poco a confeccionar
sus discursos y a que resultaran atractivas y brillantes piezas de oratoria “deme-
górica” o deliberativa.
Pero este esplendor de la retórica invadió otros géneros literarios en prosa
diferentes de la oratoria. La historiografía de Heródoto y Tucídides se adornan
con la presentación de personajes pronunciando engalanados discursos no muy
diferentes a los entonces en uso. El primero, por ejemplo, insiste en la exactitud
histórica del hecho de que, tras el derrocamiento de los “Magos”, que habían
usurpado el trono de Persia, tres prohombres persas, Otanes, Megábizo y Darío,
pronuciaron sendos discursos en los que defendían, respectivamente, la demo
cracia, la oligarquía y la monarquía, que él transcribe fielmente (III, 80-82).
Maravillados por el encanto de la retórica, utilizan además estrategias retó
ricas de general aceptación, como la del ya nombrado “argumento de proba
bilidad” (eikós), aplicadas -eso s í- a la historiografía. Heródoto, por ejemplo,
no puede admitir por improbable, por no ser “probable” (eikós), que los Alc-
meónidas fueran partidarios de aceptar el poder de los persas y la tiranía de
Hipias, habiendo sido tan enconados enemigos de la tiranía ya en tiempos
de Pisistrato (VI, 121).
Poéticas y retóricas griegas
176
la batalla de Salamina, Temístocles arengó a los soldados con un discurso a base
de antítesis, expresando mediante oposiciones las opciones nobles y elevadas,
por un lado, y las bajas y viles, por otro, que están ínsitas en la naturaleza huma
na, y exhortándoles, naturalmente, a preferir y elegir las primeras (VIII, 83).
¿Cómo se enseñaba en Atenas, en el siglo V a. C., esa retórica que tanto influ
ye en la literatura? Los rétores como Gorgias enseñaban haciendo aprender a
sus discípulos discursos y pasajes de discursos a los que éstos con frecuencia
se verían obligados a recurrir, o, en el peor de los casos, les servirían de mode
lo. Y añade Aristóteles, que es quien nos proporciona esa información (Refuta
ciones sofísticas 183b6), que tal enseñanza era comparable a la de quien expli
cara a alguien cómo evitar hacerse uno daño en los pies al andar, no enseñándole
el arte de fabricar zapatos, sino proporcionándole unos cuantos modelos de
calzado. De manera que tales profesores atendían al uso práctico, momentá
neo e inmediato, pero no exponían un arte en condiciones, o sea, desarrollan
do por extenso un cuerpo doctrinal.
Isócrates, que era un rétor o maestro de retórica, el más importante de la
Atenas posterior a Gorgias, de quien era alumno, en Contra los sofistas 12, cen
suraba a aquellos maestros que creían que un asunto “poético” como el dis
curso retórico podía enseñarse como se enseñan las letras. No se dan cuenta
-argumentaba- de que las letras son siempre las mismas una y otra vez, mien
Poéticas y retóricas griegas
tras que los discursos son cada vez distintos en consonancia con los factores
cambiantes de su inmediato entorno, como la ocasión oportuna Qiairós), la
conveniencia (to prepon) y la modernidad de su estilo, forma y estructura (to
kainâs ékhein). La retórica -escribe Isócrates- no es una ciencia, como preten
den los embaucadores sofistas, sino un arte o un saber manejar las opiniones,
las dóxai u opiniones socialmente admitidas que se comportan como “verda
des sociales”, que enseña a deliberar y forma moralmente a quien lo aprende,
178
pero que, precisamente por no ser una ciencia, una epistéme, no se puede impar
tir como la enseñanza de las letras (Contra los sofistas, 8).
Este testimonio isocrateo no contradice en absoluto el de Aristóteles, sino
que lo confirma al sostener que no había en la retórica que le precedió un arte
concreto, o conjunto de conocimientos sistematizado y bien delineado para apli
carlo a los discursos, comparable al de las letras que se enseñaban a los niños
en las escuelas. Y Platón corrobora y ratifica asimismo la explicación que hemos
encontrado en Aristóteles. En efecto, Sócrates refiere en el Menéxeno (236A8)
que había escuchado a Aspasia recitar un “discurso funerario”, un epitáphios
lógos, y que ésta lo había hecho empleando dos tipos de elementos, unos que
eran “lo que en estos casos hay que decir”, hoía déoi, un concepto comparable
al de tá déonta (“lo debido”) que hemos visto en Tucídides, y otros consistentes
en una serie de elaboraciones estéticas prefabricadas que la oradora había for
jado previamente, cuando había compuesto el discurso de Pericles.
La retórica, pues, no se enseñaba y se aprendía como arte o ciencia, sino
como un mero empirismo, un saber hacer sin plantearse el “por qué esto sí y
esto otro no” de las actividades llevadas a cabo. Bastaba con memorizar, a lo
largo de una bien programada rutina, toda una serie de pasajes que a modo de
tópicos siempre recurrentes estaban destinados, ajuicio de los expertos réto-
res y sofistas, a desempeñar determinadas y fijas funciones dentro de la estruc
tura de los discursos.
Isócrates, por ejemplo, enseñaba “ideas”, o sea, formas temáticas genéri
cas, comparables a tópicos o lugares comunes de amplio uso, siempre de tema
general, político y helénico, muy bella y brillantemente expresadas en una pro
sa de no inferior calidad estética a la de la poesía. Estas “ideas” o formas por
su contenido semejan -n o s dice- entimemas o reflexiones robustas, macizas y
compactas pero a la vez novedosas, y, por su estructura externa brillan con una
dicción más poética, elaborada y abigarrada que la común de los pedestres dis
cursos judiciales pronunciados ante los tribunales (Antídosis, 46).
Lo cierto es que este tipo de enseñanza empírica daba sus resultados, pues
examinando los discursos que han llegado a nosotros, verificamos en ellos la
coincidencia de estructuras bastante fijas que se repiten en unos y otros y de
desarrollos de idénticos temas empleados a modo de tópicos. Por ejemplo, en
los discursos “epitafios” o funerales se descubren estructuras similares a base
de elementos formales y de contenido que reaparecen en todos ellos, como el
“elogio”, el “consejo”, la “exhortación”, el “consuelo” y la “fórmula litúrgica
final” (“y ahora, tras haber llorado a vuestros muertos como manda la ley, vol
ved a vuestras casas”, Platón, Menéxeno 249C). De manera que la enseñanza
empírica de los rétores y sofistas, aunque no construía un “arte” o auténtico
saber por causas a base de experiencias sistematizadas en un cuerpo de doc
trina teórico-práctica, servía al menos para la elaboración de hermosos y efica
ces discursos retóricos.
Poéticas y retóricas griegas
180
paideía. Y asimismo lamenta que los que, en cambio, sí se dedicaron a este
género oratorio se despreocuparan de sus virtudes morales y educativas y se
convirtieran más bien en maestros de la oficiosidad y la codicia (Contra los sofis
tas, 19). También él, pues, denuncia la inexistencia de un “arte retórica” y a la
vez propone la que en su opinión debiera ser la verdadera “arte retórica”, una
retórica de fuerte contenido ético-político y pedagógico.
La mejor retórica, en opinión de Isócrates, la que él denomina “filosofía”,
consiste en la disciplina que forma una inteligencia discursiva y oratoria capaz
de ir acertando la mayor parte de las veces con lo mejor en cada ocasión a base
de las “opiniones” (dóxai) corrientes (Antídosis, 270). Esa retórica, que contro
la todo lenguaje hablado y pensado, que nos enseña a deliberar y hablar en
público con éxito, es fuertemente moral, pues el que quiera triunfar en retóri
ca tiene que aprender a desarrollar tesis filantrópicas, honradas, nobles y deco
rosas, y debe ejercitar al mismo tiempo la virtud para, de este modo, resultar
creíble a sus conciudadanos a los que dirigirá sus discursos. La causa de ello
es que siempre parecen más verdaderos los discursos pronunciados por los ora
dores de buena fama que los de los infames, porque no hay pruebas de dis
cursos que posean tanto poder de persuasión como las que proporciona la vida
honrada y ética del orador. Resultará así -continúa enseñándonos Isócrates-
que cuanto más desee un aprendiz de orador alcanzar la cumbre de la retóri
ca, tanto más se habrá de esforzar por ejercitar la virtud y adquirir buena repu
tación entre sus conciudadanos. Si la retórica enseña a deliberar y pronunciar
discursos con éxito para que cuajen en las deseadas acciones, la virtud y la éti
ca del orador son las estrategias retóricas que más favorecen y apoyan sus dis
cursos y sus acciones (Antídosis, 275).
¿Cómo toda esta retórica, que es desde luego toda una “filosofía”, va a
poder enseñarse de la misma manera con la que el maestro enseña las letras
a sus discípulos? En la acertada opinión de Isócrates, el lenguaje es omnipre
sente en la vida político-social del hombre y se nutre de “opiniones” (dóxai),
de limitadas verdades sociales y no de absolutas verdades eternas, y, por eso
mismo, porque se mueve incesantemente y es absolutamente cambiante/depen
de en cada momento de “ocasiones propicias” (kairoQ siempre varias, por lo
que la retórica no puede ser jamás un disciplina rígida. Lo único que no se alte
ra en esa pedagógica y ética retórica isocrática es el principio de que la forma
ción moral del orador le hará más persuasivo, más eficaz, mejor orador, razón
por lo que enseñar retórica (o “filosofía”, como prefería decir el rétor) es ense
ñar educación (paideía) cívica y filosofía moral.
La parte inicial del discurso isocrateo titulado Nicocles (5 y ss.) contiene un
ataque a los sofistas autores de “artes retóricas” por haberse olvidado de tratar
o no haber caído en la cuenta de la maravillosa virtualidad del discurso, causa
de todos los bienes del hombre. Contiene también, como previo paso para el
elogio de la retórica, una exaltación del lenguaje. Por él, en efecto, nos dife
renciamos de los animales, que nos aventajan en muchas cualidades, como la
velocidad o la fuerza. Pero como gracias al lenguaje nos persuadimos a nostros
mismos (se piensa con palabras, con lenguaje) y persuadimos a los demás, a
diferencia de las bestias, hemos dado en vivir socialmente, promulgar leyes e
inventar artes, de todo lo cual el lenguaje es en última instancia el factor deter
minante. Pues sólo él permite legislar sobre lo justo y lo injusto, lo oprobioso
y lo noble, conceptos indispensables para la vida político-social, ya que con el
lenguaje elogiamos a los buenos y reprendemos a los malos y educamos a los
necios y aplaudimos a los inteligentes y establecemos leyes para fomentar lo
bueno y erradicar lo malo. Por eso el discurso verdadero, legal y justo es la ima
gen de un alma noble y fiable. Todo eso se lo debemos al lenguaje, causa de
todos esos bienes. Con el lenguaje, además, discutimos lo discutible y reflexio
namos sobre lo desconocido, pues para reflexionar y persuadimos a nosotros
mismos empleamos los mismos argumentos lingüísticos persuasivos con los
que persuadimos a los demás. En suma, nada inteligente se hace sin lenguaje.
El discurso, el lenguaje, es el guía indispensable de todas nuestras obras y nues
tros pensamientos, y por eso lo emplean máximamente los más inteligentes.
De modo que -concluye- a los que osan hablar mal de los educadores y filó
sofos del lenguaje, los maestros del discurso, justo es odiarlos con la misma
intensidad que a los que cometen delitos contra los dioses.
Creo que ésta es la página más bella y más exacta que yo he leído sobre la
importancia del lenguaje, del discurso racional o lógos, y, consiguientemente,
sobre la excelencia de la retórica. Nos pongamos como nos pongamos, nos gus
te o no, pensamos y comunicamos y por tanto actuamos política y socialmen
te con lenguaje, con discurso racional o lógos, y la retórica nos enseña a reali
zar todas esas actividades de la mejor manera posible.
Parece claro, a juzgar por cuanto precede, que la oralidad y la democracia desem
Poéticas y retóricas griegas
182
de “sólo el Ser existe, el No-Ser no existe, pues no puede pensarse o comu
nicarse”. Dando vuelta a esta proposición, pero con similar planteamiento for
mal, Gorgias argumentará: “como el Ser no puede ni pensarse ni comunicar
se, el Ser no existe”.
Por otra parte, todo estudioso de los orígenes de la retórica sabe muy bien
que su relación con la filosofía es innegable, aunque sólo sea por el hecho
de que los nombres y las doctrinas de Platón y de Aristóteles, grandes filóso
fos, son inexcusables en ese capítulo del nacimiento del arte de la elocuencia.
Luego en la fase ateniense de la retórica no hay más remedio que reconocer la
influencia que ejerció sobre ella la filosofía.
184
presente en el intento de hacer de la elocuencia o facultad de hablar bien un
arte, el arte retórica. Y lo más importante: en la Atenas de los sofistas se alcan
za un jalón fundamental en la historia del pensamiento racional, el del reco
nocimiento de que toda filosofía, todo pensamiento, es un tejido de palabras,
una trama verbal, que no coincide ni exacta ni laxamente con la realidad. A Pla
tón no le gustó nada ese descubrimiento que arruinaba su dogmática filosofía
del “Discurso Verdadero” (Alethés Lógos), y Aristóteles, el discípulo del “Divi
no Filósofo”, un filósofo platónico-empírico, hizo, en su tratado titulado Retó
rica, lo posible y hasta lo imposible por salvar lo salvable de la filosofía plató
nica y combinarlo con el saber empírico elaborado a base de las innegables e
indiscutibles experiencias de la retoricidad del lenguaje que inteligentemente
habían acopiado los sofistas.
Aristóteles, el filósofo del siglo IV a. C., con su tratado sobre retórica divide la
historia de la elocuencia en dos mitades. Él nos ofreció el primer estudio sis
temático, reflexivo y filosófico sobre el arte de la persuasión por la palabra, que
fue hasta tal punto definitivo, que aun hoy en día debe formar parte de la biblio
grafía esencial sobre retórica. Ningún tratado de retórica de los siglos V y iv a. C.
debió ser comparable, pues el titulado Retórica a Alejandro, que tiene el aspec
to del manual común y corriente de este arte de la palabra persuasiva, no se le
puede comparar, es mucho más ramplón, carece de amplitud de miras y de
fundamentadora base teórica y no aspira sino a dar consejos prácticos endere
zados al buen uso del arte. El tratado que hasta el día de hoy mejor abona, acre
dita y justifica el hecho de que exista un arte retórica, o sea, un compacto y sis
temático conjunto de conocimientos teóricos de los que sé derivan unas reglas
aprovechables para generar un discurso persuasivo y socio-políticamente exi
toso, es el de Aristóteles.
La retórica en sus orígenes fue un arte o, mejor, un conjunto sistemático
de consejos, normas y reglas prácticas enderezadas a alcanzar el éxito político-
social con la palabra, que nació en circunstancias políticas y económicas que
reclamaban la acción pragmática de la palabra como arma importante con la
que alcanzar determinados objetivos de índole económica y político-social. La
voz rhetoriké (“retórica”) se lee por vez primera en el Gorgias de Platón, diálo
La retórica
go escrito el 385 a. C., si bien la escena que en él traza ese genial escritor y
esmerado estilista que fue el “Divino Filósofo” remonta a los últimos años del
siglo V a. C. Existiera antes o no el vocablo, lo que sí existía era el ‘Arte de los
185
discursos”, tékhne ton logon, su equivalente, un conjunto de instrucciones y
reglas prácticas que ayudaban a confeccionar discursos eficaces en el plano polí-
tico-social. Los dos centros importantes de la gestación y desarrollo del arte
retórica fueron primero Siracusa y luego Atenas.
Las primeras Artes Retóricas o Artes de los Discursos o simplemente Artes, como
a la sazón se llamaban, existieron ya en el siglo V a. C. Según una tradición con
servada en numerosos autores antiguos, la retórica fue inventada en Siracusa,
ciudad de Sicilia, en el segundo cuarto del siglo V a. C. En esta ciudad, al menos,
se habría compuesto el primer tratado de retórica.
Fue el propio Aristóteles quien, en una obra que sólo conocemos indirec
tamente, titulada Colección de Artes Retóricas, en la que exponía compendios de
las Artes Retóricas anteriores a la suya, se refería a la del siracusano Tisias como
la primera de ellas. Este Tisias, junto con Córax, tal vez su maestro, fueron
según Cicerón en el Bruto (46 y ss.) los inventores de la retórica en el sentido
de haber sido los primeros en enseñar las técnicas de la elocuencia y compo
ner (Tisias), en la Siracusa del segundo cuarto del siglo v a. C., el primer trata
do titulado Arte sobre los discursos persuasivos, el primer tratado de lo que
más adelante dará en llamarse Retórica. Tisias definía la retórica como “artesa-
na de la persuasión” (B II, 13 Radermacher). Ambos, maestro y discípulo, se
dedicaron a enseñar, particularmente, la técnica de la retórica judicial a los sira-
cusanos, que, desacostumbrados al discurso público, necesitaron de ella en un
determinado y crucial momento de sus vidas debido a las circunstancias eco
nómicas y políticas a la sazón imperantes.
La necesidad de impartir tales enseñanzas y hasta de escribir un arte sobre
la capacidad del lenguaje para persuadir surgió, efectivamente, en los maestros
de retórica siracusanos Córax y Tisias, a raíz de las circunstancias socio-políti-
cas del momento en Siracusa. A la caída de la tiranía se instauró en esta loca
lidad, en el segundo cuarto del siglo V a. C., un gobierno democrático que puso
en marcha un nuevo sistema de procedimiento judicial: el de jurados popula
res elegidos por sorteo ante los que todo litigio había de debatirse. Ante ellos
debían litigiar en especial, por aquellas convulsas fechas del cambio político,
los antiguos propietarios de tierras confiscadas por los tiranos que, ahora, tras
la instauración del nuevo régimen, las quisieran recuperar.
La retórica, por consiguiente -tom em os buena nota-, es hija del estado
democrático y de derecho y del instintivo y muy humano interés por la pro
piedad y sus satélites, o sea, el dinero, la riqueza, el capital y el poder. Y, si segui
mos la versión ciceroniana, la primera especie de retórica que nació para satis
facer estas aspiraciones fue la retórica judicial, la retórica del género de la ora
toria judicial.
187
el Sol sale siempre por el Este). En la actualidad contamos con un ejemplo cla
rísimo del “argumento de probabilidad”, del eikós, a saber, el famoso criterio
del “cui prodest?”, “¿a quién aprovecha?” un asesinato -pongamos por caso—,
pues, como los seres humanos nos dejamos arrastrar con frecuencia por la
codicia, “probablemente” quien más se aproveche y beneficie de la herencia
del asesinado es el asesino. Antifonte (480-411 a. C.) juega con este argumento
en esos sus discursos fictivos de aprendizaje que son las Tetralogías, donde hace
decir a un imaginario acusado que si resulta verosímil (eikós) que él haya sido
el culpable por su declarada enemistad hacia la víctima, más verosímil (eikóte-
ron) sería haber previsto que todas las sospechas del crimen, en caso de come
terse, habrían de recaer sobre él (II, b, 3), Y Platón y Aristóteles recogen el
ejemplo de argumentación a través de lo “probable” que transmitían Córax y
Tisias: el hombre débil pero valiente acusado de maltratar a un hombre fuer
te cobarde debe argumentar que no es verosímil que el débil golpee al fuerte,
mientras que la víctima, el hombre fuerte pero cobarde, debe argumentar que
no es verosímil o probable que un hombre fuerte se deje golpear por un hom
bre débil, solo y desasistido del concurso de más gente (Platón, Fedro 273B3,
y Aristóteles, Retórica 1402al7). Por último, el autor de la Retórica a Alejandro,
un tratado del siglo IV a. C., del que más adelante hablaremos (3.4.1), con su
exagerada afición a las divisiones y subdivisiones, distingue tres especies de
tema de argumentación a través de lo “probable”, a saber: lo que se basa en lo
que suele acontecer a los hombres en virtud de la naturaleza, lo que se funda
en lo que constituye la costumbre, y lo que responde al deseo de ganancia o
provecho (1428a). A juzgar, pues, por la esencia misma y la aplicabilidad bási
ca de la argumentación a través de lo “probable”, la retórica es, desde sus mis
mos orígenes sicilianos, fundamentalmente retórica del discurso forense, o sea,
retórica del género oratorio judicial.
188
cual Córax era un orador político activo cuando se estableció la democracia en
Siracusa el año 476 a. C. Desde luego, la partición tripartita del discurso que
se le atribuye (“proemio”, agón o “argumentación y exposición de pruebas” y
“epílogo”) se adapta mucho mejor a la oratoria deliberativa o política que a la
judicial, porque en aquélla no hace falta la “narración” de los hechos, que ya
se conocen, mientras que en ésta es requisito fundamental e indispensable.
Debemos, pues, pensar que la retórica judicial de los terratenientes que con el
“argumento de probabilidad” trataban de recuperar sus propiedades ante jura
dos populares coexistía con la retórica política y que, en el fondo, el propósi
to, los argumentos y las alegaciones de los tenatenientes, probablemente nobles,
discurseando ante jurados democráticos populares que, actuando de este modo
como jueces, afianzaban definitivamente su poder, eran netamente de índole
política. No cabe que fuera de otra forma, dado que el lenguaje y, por tanto,
también la retórica, son entidades por su misma esencia político-sociales.
190
el párison es un paralelismo de estructura sintáctica, y el homeotéleuton es la
recurrencia fónica que se verifica en las terminaciones de dos o más cláusulas.
El isócolon es la igualdad del número de sílabas de dos miembros de frase o cola
consecutivos, lo que recuerda la recurrencia métrica de unidades silábicas metro
a metro y verso a verso que se dan en poesía.
¿Cómo reducir a la unidad todos estos datos con los que se dibuja la persona
lidad del filósofo sofista y rétor Gorgias? Teniendo en cuenta que Gorgias com
prendió muy bien y expuso muy claramente un hecho fundamental en el arma
zón teórico de la retórica y de la poética, a saber: que el discurso, el lenguaje,
es mucho más “psicagógico” o “arrastrador de almas” que lógico, puesto que
no reproduce debidamente la realidad, sino que más bien sirve para impresio
nar, arrastrar las voluntades y hasta esclavizar a los oyentes que por él se dejen
persuadir. Esta es la clave para entender a Gorgias, el filósofo que asentó la retó
rica y la poética sobre el carácter fundamentalmente “psicagógico” del lengua
je. Su concepción filosófica del lenguaje, del lógos, es la base de la retórica y la
poética.
Según Gorgias, nosotros no conocemos la realidad directamente, sino a
través de las palabras con las que pensamos y trasladamos al prójimo la reali
dad. Si yo introduzco la punta de un dedo en un tarro de miel y luego me la
llevo a la boca a la vez que pronuncio la palabra “miel”, estoy teniendo dos dis
tintas sensaciones de la miel, pero ¡hay que ver qué diferencia de sabor entre
la que me proporciona chuparme el dedo y la que suscita mi audición de la
palabra en cuestión! Es mucho más rica y agradable la primera. Pues bien, de
idéntico modo, cuando yo pienso la realidad y luego se la explico a los demás
no es la realidad misma lo que yo pienso y lo que yo transmito, sino solamen
te palabras, lenguaje, lógos.
Es más, el abismo que separa la realidad de nuestro conocimiento o figu
ración de ella a través del lenguaje es tan enorme e insalvable que incluso yo
puedo imaginar con palabras y relatar con palabras también cosas o sucesos
que ni han ocurrido nunca ni habrán de suceder jamás porque son imposibles,
como, por ejemplo, una carrera de carros que conen sobre la superficie del mar
(Gorgias, Sobre la naturaleza o sea sobre el no ser, B 3, 82 D-K). Si uno piensa
con palabras (porque se piensa con palabras) o comunica con palabras, con
lenguaje, que los carros corren sobre la superficie del mar, ¿por eso tiene que
ser posible que los carros corran sobre la superficie marina? Eso es absurdo,
pues asimismo puedo inventar la existencia de dos brujas monstruosas, Escila
y Caribdis, que, apostadas a ambos lados de un estrecho -e l estrecho de Mesi-
na-, engullen cuantas naves intentan atravesarlo (Homero, Odisea XII, 73), o
de Quimera (Homero, Iliada VI, 179), portentoso monstruo de cabeza de león,
busto de cabra y cola de serpiente, que despide llamaradas por la boca, seres
que -todos lo sabemos- en la realidad no existen pero que, al poder no obs
tante ser pensados y comunicados con palabras, nos persuaden de que el ser
real no coincide con el que se piensa, o, sencillamente, de que el ser no se pien
sa o incluso que el ser no existe, (B 3, 80 D-K), aserto que vendría a ser el gol
pe de gracia asestado a la filosofía parmenídea. En cualquier caso, como resul
ta que la presunta realidad se piensa con palabras y lo pensado se transmite
mediante palabras, nuestra única posesión son las palabras, no las cosas, y de
este hecho deduzco que el lenguaje, evidentemente, está bien lejos de la reali
dad. En efecto, ¿quién me dice a mí que lo que con palabras pienso y trans
mito es la realidad, cuando también con palabras soy capaz de pensar y de
comunicar o transmitir cosas que son de una absoluta, innegable y premedi
tada irrealidad?
192
embargo, a mí mismo y a los demás me lo refiero y se lo refiero todo, colores
y sonidos, con palabras, lo que significa que el objeto exterior, real, el de los
colores y los sonidos, ahí se queda, y que lo que yo poseo de él es otra cosa
distinta: palabra, lenguaje, lógos (B 3, 8 4 D-K), un ente que en modo alguno
reproduce la realidad.
La filosofía -argumenta el sofista de Leontinos- debe abandonar por inú
til la búsqueda de la realidad del ser y pregonar a los cuatro vientos que el ser
o no existe (B 3, 68 D-K} o, si existe, nosotros no lo podemos pensar ni comu
nicar tal cual sea, porque nosotros no transmitimos a los demás las cosas rea
les tal cual son, sino simbolizadas mediante el lenguaje (B 3, 84 D-K), que nos
permite pensar (se piensa con palabras) lo que no existe (B 3, 80 D-K) y fabri
car discursos tan verdaderos como falsos, porque la realidad del ser ni puede
pensarse con palabras ni con palabras puede comunicarse ni transmitirse. “Por
consiguiente, lo que existe no puede ser pensado ni captado. Y, si pudiera ser
captado, sería incomunicable a los demás” (B 3, 82-3 D-K). Al final, lo único
que podemos comunicar es lógos. Nos movemos, pensamos, nos comunica
mos, existimos y somos con lenguaje (lógos) y estamos irremediable e irrepa
rablemente situados en medio de lenguaje Qógos), atrapados en su enorme tela
de araña.
Así que mediante la facultad poética o fabricadora del lenguaje fabricamos
discursos, verdaderos o falsos, que eso ya a estas alturas no importa, porque
en cualquier caso nunca serán enteramente verdaderos, nunca coincidirán cabal
y absolutamente con la realidad. Y con la facultad retórica del lenguaje produ
cimos discursos persuasivos que hacen cambiar de opinión a nuestro prójimo
y le persuaden a adoptar los puntos de vista o los conceptos que a nosotros
nos interesa que adopte. Con el lenguaje hacemos poesía a base del “engaño”
(apáte) -n o del embuste o mentira (pseúdos)- connatural al lenguaje, que, aun
que nos desvía de la realidad porque no la transmite fiel y cabalmente, produ
ce placer arrastrando las almas de los oyentes a base de las impresiones psica-
gógicas o psicológicas y estéticas que en ellos produce. El lenguaje y, por tanto
la poesía, más que engañar, seduce. El oyente o espectador de una obra poéti
ca, elaborada por tanto con el lenguaje engañador y seductor colmado de apá
te, que se deja engañar y se entrega de este modo al disfrute del placer psica-
gógico y estético de la poesía, es más inteligente y prudente que el que no se
deja (Plutarco, Sobre la gloria de los atenienses 348C). Es de inteligentes dejarse
engañar por un engaño seductor previamente asumido para obtener disfrute,
sabiendo que el lenguaje, en cualquier caso, jamás nos dice la verdad del mun
do real.
La retórica
193
dadanos, no con un afán predeterminado de seducirlos con engaño (apáte),
como es normal en poesía, sino de ponerlos de nuestra parte a base de “opi
niones” (dóxai) que no aspiran sino a lo probable, a lo socialmente aceptable,
porque están fabricadas con lenguaje, que, una de dos, o es expresa y recono
cidamente engañador (caso de la poesía) o es incapaz de reproducir cabalmente
la realidad, o sea, de alcanzar la verdad absoluta, por lo que se presta a la defen
sa por igual de tesis contradictorias.
Es decisivo, como vemos, el hecho de poder pensar lo que no existe, para
que comencemos a sospechar de la presunta “verdad” de lo que pensamos que
existe, creyendo, además, que es la realidad misma (Gorgias, Sobre la naturaleza
o sea sobre el no ser, B 3, 79, D-K). La lección de Gorgias es clara: el lenguaje
mismo, que todo lo invade, bien estudiado, nos revela su connatural esencia
ilusoria. De manera que los filósofos ilusos que crean que con sus filosofías van
a ser capaces de obsequiamos con una copia exacta de la realidad, más valdría
que desistieran de tan vano intento. Pues los filósofos que tratan de explicar la
Naturaleza -argumenta Gorgias- cambian constantemente de explicaciones,
de lo que se deduce que ninguna de ellas es ni más exacta ni más segura ni
más verdadera que otra cualquiera. Es más, en realidad, así es como operan los
“fisiólogos” o filósofos de la Naturaleza, “quienes, sustituyendo una opinión
por otra a base de eliminar ésta y elaborar aquélla, consiguen que lo increíble
y oscuro se ofrezca como evidente a los ojos de la opinión” (Gorgias, Encomio
de Helena, B 11, 13, D-K). Este proceso se debe a que, en vez de verdades inmu
tables, existen “opiniones” que se van sucediendo unas a otras con el tiempo.
Si el lenguaje no reproduce la realidad, cabe siempre refutar las opiniones
tenidas por irrefutables. Y aquí entra la retórica en acción. Por ejemplo: según
el mito, Helena era culpable moralmente de adulterio, pues había abandona
do a su esposo Menelao por seguir a Paris, del que se había enamorado. Pero
se puede argumentar, por inducción y reducción al absurdo, que, si lo hizo,
ello se debió o a la voluntad de los dioses o al decreto del Hado o a la violen
cia o a la persuasión de la palabra o al amor, y en ninguno de esos casos sería
justo que a la bella heroína la considerásemos culpable (Gorgias, Encomio de
Helena, B 11, 6-8, D-K).
De igual manera se puede y debe proceder en la defensa ante los tribunales
de un presunto culpable. Según un conocido mito, Palamedes fue objeto de una
añagaza por parte de Odiseo. Este último introdujo en la tienda de campaña de
aquél, a guisa de incriminadoras pruebas falsas, una ficticia cana comprometedora
en la que se hacía referencia a una traición ya pactada entre el inocente héroe y el
enemigo troyano, y una bolsa de dinero que aparentemente le recompensaba por
la alevosía. Descubiertas las simuladas pruebas y tenidas por verdaderas, Palame
des fue juzgado y condenado a muerte convicto de alta traición.
No hubiera pasado eso, si el discurso de defensa hubiese sido el que pro
pone Gorgias en su Defensa de Palamedes ( l i a D-K) para que sus discípulos lo
aprendan de memoria. Se trata de un discurso en el que se recurre también a
la argumentación por la reducción al absurdo: si yo hubiera pactado con el ene
migo la traición que se me imputa -arguye el gorgiano Palamedes—, habría teni
do que existir un discurso previo, un lógos, el imprescindible lenguaje que ante
cede a la acción político-social. Para ello habría sido necesaria la celebración de
un encuentro mío con un bárbaro, y, en tal caso, ¿cómo fue?, ¿en qué lengua?,
habría sido necesario un intérprete, pues no nos hubiéramos entendido; y en
ese caso habría ya tres testigos de asuntos que deberían ocultarse (B l i a , 6 y
ss., D-K)· Pero además -añad e- ni aunque hubiera yo querido, habría podido,
ni, aunque hubiera podido, habría querido. Y seguidamente argumenta, como
es lógico, a su favor, en uno y otro sentido, alegando que, por una parte, nadie
lo vio en el campamento aqueo hablando con el enemigo, y, por otro lado, su
propia vida pasada reproduce la imagen de un filheleno, de un “amigo de los
griegos”, y no de un traidor a los suyos (B l i a , 21 y ss., D-K).
La argumentación es del mismo corte de la que emplea Gorgias en sus
escritos filosóficos. Veámoslo: si el ser existe, o es eterno o engendrado o eter
no y a la vez engendrado. Ahora bien, si es eterno, es ilimitado, y si es ilimita
do no está en ningún lugar que le imponga los límites. Y si no está en ningún
sitio, no existe. Pero tampoco es engendrado, porque lo engendrado o proce
de de un ser anterior o de la nada. Ahora bien, si procede de un ser anterior,
no es engendrado porque ya existía en cuanto ser. Y de la nada no es posible
que resulte algo. Luego el ser no es ni eterno ni engendrado ni al mismo tiem
po eterno y engendrado (B 3, 68 y ss., D-K).
Lo curioso es que esa argumentación es, justamente, la de la escuela eleá-
tica -obsérvese la de Meliso de Samos (B 2, D-K)- sólo que los eleatas defien
den que sólo el ser existe y que es eterno e ilimitado, mientras que Gorgias
defiende, paradójicamente, con el mismo método, que el ser ni es eterno ni
engendrado y que sencillamente no existe. Y además -añade—aunque existie
ra no podría ser pensado (B 3, 77, D-K) ni transmitido con palabras, con dis
curso, lógos, con lenguaje (B 3, 83, D-K).
El ser -ésta es la tesis fundamental de la filosofía gorgiana y el fundamen
to de toda retórica y toda poética- no se piensa (to ôn ou phroneîtai) (B 3, 77,
D-K), y lo que se piensa, por tanto, no son seres (táphronoúmena ouk estin ónta)
(B 3, 78, D-K). Es decir: contrariamente a la filosofía eleática y a la doctrina
básica de su fundador Parménides, las palabras pensadas y transmitidas no son
ser, no son la realidad, porque la realidad, si es que existe, no se reproduce ni
se transmite con palabras. Luego la palabra no es fuente fiable de verdad, con
el lenguaje no reproducimos realidad. Los filósofos de la Naturaleza nunca nos
explicarán definitiva, verdadera y cabalmente con palabras, con el lenguaje racio
nal, el lógos, la real estructura de su objeto de estudio, porque el lenguaje no
sirve para eso (Gorgias, Encomio de Helena, B 11, 13, D-K). En cambio, tiene
el lenguaje otra facultad, la psicagógica (englobadora de la función poética y
de la función retórica), que posee una muy gratificante aplicación práctica. Me
refiero, siguiendo al maestro Gorgias, a la facultad que nos permite fabricar dis
cursos que son como los ensalmos, inductores de placer y evacuadores de pena
(B 11, 10, D-K), que enhechizan, persuaden y hacen cambiar de opinión a
quienes los escuchan (B 11, 10, D-K). Con estas importantes palabras, el sofis
ta de Leontinos nos introduce de lleno en lo que es la sustancia del contenido
de su discurso titulado Encomio de Helena y a la vez el acta fundacional de la
retórica: “La palabra es un gran soberano, que con pequeñísimo y sumamen
te insignificante cuerpo lleva a cabo divinísimas obras” (B 11, 8, D-K).
Con Gorgias por vez primera nos encontramos, en medio de una seria re
flexión filosófica, con palabras que hacen cosas, con palabras que llevan a efecto
“divinísimas obras”. Y nos topamos, también por primera vez, con el recono
cimiento del elemento irracional, puramente “arrastrador de almas” o psica-
gógico de las palabras, del lenguaje. Las palabras transmiten emociones y pasio
nes de toda suerte y procuran una fruición estética que subyuga las almas de
los oyentes. Es más, las palabras son tan útiles y tan pragmáticas que incluso
producen risa como medio de refutación del adversario (Platón, Gorgias 473E2;
Aristóteles, Retórica 1419b3). Las palabras hacen cosas, entre otras enhechi
zan y persuaden. El lenguaje es, pues, un arma espléndida en el área pragmá
tica de lo político-social. Aunque es incapaz de reproducir la realidad, posee
extraordinarios poderes, pues seduce, engaña con intención hedonística o pla
centera, persuade, hace cambiar de opinión y mueve ora a lágrimas ora a risa.
Pero todo esto es irracional, todos estos poderes y efectos nada tienen que ver
con la reproducción cabal de la realidad, la gran esperanza vana a la que perti
nazmente no renuncian los ilusos filósofos que se obstinan en dar caza a la
“Verdad”.
196
cas y estilísticas. Los rétores y sofistas de finales del siglo v a. C. se dedicaban
en Atenas al estudio y la investigación de las posibilidades psicagógicas o “arras
tradoras de almas” de los oyentes y de las estilísticas, psicológicas también en
el fondo, que actuaban a modo de encantamientos sobre los auditorios.
Trasímaco de Calcedón, un importante maestro de retórica que ya era bien
conocido en Atenas el año 427 a. C. pues se burla de él Aristófanes en una obra
suya titulada Los Comensales, Daitalês, y representada este mismo año, com
puso una colección de apelaciones emocionales titulada en griego Éleoi o “Con
miseraciones”, destinadas a suscitar emociones y doblegar la voluntad de los
jueces a fuerza de epílogos lacrimógenos que llamaban con fuerza a compasión
y piedad a los jueces a la hora de emitir su veredicto. Y el rétor añadía en el
mismo tratado unas breves indicaciones sobre la manera en que había que eje
cutar las partituras de tan llorosas y emocionadoras súplicas (Aristóteles, Retó
rica 1404al4). Y este mismo rétor y sofista, que aparece en la República de Pla
tón defendiendo la tesis de que la justicia no es sino la ley que impone el más
fuerte, realizó importantes innovaciones estilísticas en el campo del ritmo de
la prosa, proponiendo la variedad de estructuras rítmicas y adoptando respec
to del ritmo del discurso una postura intermedia contraria a la vez a la ago
biante regularidad infalible del verso y a las repetitivas series de sílabas largas o
breves acumuladas al azar típicas de la prosa no artística. Se preocupó también
de evitar el malsonante o cacofónico efecto del hiato o yuxtaposición de una
palabra acabada en vocal a otra palabra que asimismo empezara por vocal. Tam
bién amplió y reglamentó el esquema del período discursivo en el que se arti
culaban rítmicamente las frases y los miembros de frase, esos componentes fra
seológicos que son las cláusulas (en griego, kóla). El período consta de frases y
en éstas se unen los “miembros de frase”, cláusulas o kóla.
Con estas investigaciones, Trasímaco inaugura una tendencia estilística del
todo volcada en el ritmo de la prosa, el desarrollo del estilo periódico, la evita
ción del hiato y el rechazo absoluto del empleo deliberado de las llamativas y
muy marcadas artificiosidades y estrategias poéticas del estilo gorgiano, de la que
van a apropiarse Isócrates, el maestro indiscutible de la exquisita prosa puli
mentada a la perfección, y su escuela (B IX, 13-17 Radermacher). Consiguió así
este sofista y rétor de Calcedón foqar un estilo “medio” o “mezclado” (meíkté),
compuesto de elementos del estilo “seco” o “austero” (austerá) y del “liso”, “sen
cillo” o “llano” Qité), que llevaron a su máximo esplendor, entre los oradores, Isó
crates, y, entre los filósofos, Platón (Dionisio de Halicarnaso, Demóstenes 3).
Pues bien, Trasímaco no fue el único en ejercer la labor de explorar para el
discurso retórico nuevos caminos en los campos de las estrategias psicagógicas
o de atracción de las almas de los oyentes, y de las estilísticas que encantan y
enhechizan al auditorio de un discurso retórico. Por ejemplo, Teodoro de Bizan-
cio se dedicó, en la misma línea, a estudiar las “novedosas expresiones” para
encandilar a los jueces y oyentes de sus discursos (Aristóteles, Retórica 1412a23);
Polo de Acragante escribió todo un libro sobre el estilo (Pen léxeos) (B XIV Rader-
macher) y aprendió de Licimnio de Quíos las definiciones de “palabras pro
pias”, “palabras compuestas”, “palabras relacionadas”, “epítetos” y otras cate
gorías léxicas que contribuyen a la “hermosa dicción” o euépeia (Platón, Fedro
266Ό5). Había que estudiar a fondo las facultades enhechizadoras del lengua
je, del lógos, porque las epistemológicas o productoras de conocimientos ver
daderos se daban definitivamente por ineficaces.
Los estudios de retórica de los rétores y sofistas del siglo V a. C., pues,
como vemos, ignoran la argumentación retórica propiamente dicha. Se con
tentan con un “argumento de probabilidad” empleado de forma muy laxa y
despreocupada de la verosimilitud, y se entregan, en cambio, a las innovacio
nes en el área de las estrategias psicagógicas, esas estrategias que aspiran al con
trol de las emociones y sentimientos de los oyentes, y en el de las estrategias
estilísticas que enhechizan, encandilan y seducen a quienes sienten el atracti
vo de la palabra bellamente aderezada.
Aunque, un siglo más tarde, el propio Estagirita demostró en su Retórica
que esta disciplina se justifica porque es capaz de llevar a feliz término la argu
mentación racional sobre lo verosímil; asimismo nos explicó que en los dis
cursos retóricos se produce un “paralogismo”, falacia o falso juicio cuando con
sideramos que lo pronunciado con emoción o indignación es verdadero porque
nosotros mismos somos sinceros y veraces cuando nos emocionamos y nos
indignamos, y que la razón por la que hay que atender al aspecto estilístico del
discurso retórico no es sino el hecho de experiencia de que lo bellamente dicho,
por ser bello, nos parece verdadero.
con F. Dirlmeier) que, sin olvidar la visión teleológica (o finalista hacia la per
fección) del mundo que puede percibirse perfectamente en el Timeo del “Divi
no Filósofo”, de su maestro Platón, hizo uso de mucha doctrina y de abun
dantes preceptos contenidos en las ‘Artes retóricas” que precedieron a la suya.
Pero su empirismo no acaba ahí, sino que en la tercera línea de la primera pági
na de su novedoso tratado (Retórica 1354a3) nos explica que todo el mundo
que discute, critica, argumenta, acusa o se defiende de una acusación está
200
haciendo retórica, le guste o no, y, además, en su Poética nos asegura que inclu
so el poeta, a la hora de utilizar el lenguaje para dar con él curso a sus propios
pensamientos o a los de los personajes de sus dramas debe irremediablemen
te hacer retórica, por lo que no le vendría mal el estudio de este “arte” (Poéti
ca 1456a35).
Las Artes Retóricas o Artes de los Discursos o simplemente Artes, como a la sazón
se llamaban, existieron ya en el siglo v a. C. Fue el propio Aristóteles quien,
en una obra que sólo conocemos indirectamente, titulada Colección de Artes
202
Retóricas, en la que exponía compendios de las Artes Retóricas anteriores a la
suya, se refería a la del siracusano Tisias como la primera de ellas. Como ya
hemos visto (3.2.1), este Tisias, junto con Córax, tal vez su maestro, fueron
según Cicerón en el Bruto (46 y ss.) los inventores de la retórica en el sentido
de haber sido los primeros en componer, en la Siracusa del segundo cuarto del
siglo v a . C., el primer tratado titulado Arte sobre los discursos persuasivos, el
primer tratado de lo que más adelante dará en llamarse retórica. Y después del
manual de lisias el siracusano se escribieron sin duda alguna otros, pero ya no
en Siracusa, pues el interés por la retórica no tardó en trasladarse a la pujante
Atenas, a la sazón -mediados del siglo V a. C - una potencia política e intelec
tual de primer orden, en la que el movimiento cultural y filosófico de la Sofís
tica se encontraba ya por entonces en plena efervescencia e incesante produc
tividad.
Dejando ahora aparte a Gorgias de Leontinos (3.2.2), un filósofo que fun
damentó la retórica, debemos mencionar a un sofista y rétor famoso, Trasíma-
co de Calcedón (3.2.4), cuyo floruit o “flor de la edad” (la de los cuarenta años)
se sitúa en tomo al 400 a. C., autor de un “arte” en el que explicaba, a través
de una colección de epílogos (los epílogos son las peroraciones o partes fina
les de un discurso) que enseñaba a ejecutar o pronunciar debidamente, cómo
lanzar descargas emocionales a los jurados en forma de llamadas a la compa
sión hacia el acusado. También estudió la eficacia del variado ritmo de la pro
sa y de la construcción de períodos amplios y artísticamente desarrollados en
los que se trataba de evitar el hiato (el hiato es la disonancia que resulta del
encuentro de una vocal final de palabra con la inicial de la siguiente).
Otro manual de retórica o “arte” que también había reseñado Aristóteles
en la mencionada y, por desgracia, perdida Colección de Artes Retóricas era el de
Teodoro de Bizancio (3.2.4), que trataba de las partes de que ha de constar un
discurso (las canónicas eran cuatro para la oratoria judicial: proemio, nanación,
argumentación y epílogo) y la necesidad de introducir otras acompañadas a su
vez de divisiones y subdivisiones.
De manera que cuando nuestro filósofo emprendió la escritura de su Arte
Retórica, tenía ante sí y conocía perfectamente los tratados de sus predecesores
en el empeño. De hecho había compilado y comentado numerosas artes de la
elocuencia en su Colección de Artes Retóricas que podía tener ante los ojos a la
hora de redactar su Retórica. Este procedimiento de tener por delante los datos,
los hechos indiscutibles, los “hechos evidentes” (phainómena) y la “bibliogra
fía” de quienes han tratado previamente del tema que él se dispone a abordar
es muy típico de Aristóteles, un singular ejemplar de filósofo, filósofo platóni
co y a lavez empírico, dotado, pues, de una combinación perfecta de opuestas
metodologías sumamente difícil de conseguir y de llevar a buen término.
3.3.3. El peculiar filósofo A ristóteles
Aristóteles es el más brillante discípulo del gran filósofo Platón, pero es un pecu-
liarísimo filósofo, porque es un platónico empírico. Ahora bien, por extraño
que ello pueda sonar, aquí empieza el camino para entender su Retórica, que,
en caso contrario, pudiera parecer extremadamente contradictoria consigo mis
ma. En realidad, Aristóteles compone un Arte Retórica que pudiera haber com
placido a su maestro Platón que tan profundamente denostaba la que en sus
tiempos se consideraba tal. Así pues, entre la empírica y real retórica práctica
de rétores y sofistas y la que pudiera haber aceptado su maestro Platón sitúa
Aristóteles su nueva Arte Retórica.
Lo más genial del tratado aristotélico es que su autor con él no niega el pan
y la sal a la retórica, sino que la acepta empíricamente y además la platoniza,
es decir, la pone al nivel de los universales, de las ideas que se abstraen de las
experiencias, y la moraliza. Creo que así hay que entender este excelente tra
tado, en el que nuestro filósofo se esforzó por seguir las directrices de su maes
tro sobre lo que debería ser una retórica ideal, y, al mismo tiempo, no echó en
el olvido la retórica real tal y como se concebía y practicaba en su tiempo, pues,
además de ser platónico por su escuela, era empírico en su manera de abordar
el estudio de los hechos, de los incontestables hechos (phainómena) que impo
nen su realidad con infrangibie tozudez. En primer lugar, por tanto, a la hora
de redactar su obra tenía delante sus notas o el tratado ya redactado que lleva
ba por título Colección de Artes Retóricas. Eso ya es muy buena señal de sano
proceder empírico. Este procedimiento -ya lo hemos dicho- es muy aristoté
lico. A eso llamaba el magistral filósofo acopiar los datos indiscutibles, los
“hechos evidentes”, los “fenómenos” (phainómena), sin los cuales no cabe per
geñar o esbozar ninguna teoría. A nuestro filósofo, en efecto, le encantaba dis
poner de colecciones de datos indiscutibles y evidentes para luego teorizar par
tiendo de ellos. Por ejemplo, las arenas del desierto nos han devuelto, a finales
del siglo X K , una obrita titulada La constitución de los atenienses, que no era sino
un fragmento de una colección más amplia de Constituciones de ciudades-esta
dos griegas con la que nuestro filósofo trabajaba. Pues, efectivamente, todos
los datos contenidos en sus Constituciones los utilizó en la confección de su
Poéticas y retóricas griegas
obra titulada Política. Así se explica que este tratado suene con frecuencia a tra
bajo concienzudo y fiable, independientemente de que estemos o no de acuer
do con la doctrina en él expuesta. Sólo así se entiende, también, que en un
amplio pasaje de esta importante obra (Política 1290b-1291b) su autor nos
abrume con una clasificación de las varias formas políticas adoptadas en dife
rentes ciudades-estados griegas por los órganos de sus respectivos cuerpos polí
ticos. Es una clasificación que suena a las archiconocidas clasificaciones de las
204
especies de los animales por la disposición de los órganos de sus cuerpos, del
tipo de las que encontramos en su Historia de los animales.
hombre posible, el fin de toda la Naturaleza es ser lo mejor posible. Estos enun
ciados recuerdan el escenario platónico del “Mundo de las Ideas” presidido
205
por su Sol, que las ilumina, o sea, el Bien. Según ese platónico escenario dibu
jado en ese impresionante diálogo que es el Timeo, la Naturaleza y los artistas
humanos han de imitar al Primer Artista o Demiurgo que modeló el cosmos
para que por su misma esencia y forma fuera la obra más bella y la mejor (29A).
La Naturaleza, por consiguiente, no hace nada en vano, la Naturaleza se com
porta como si previera el futuro (Sobre la generación de los animales 744b l6; a36;
Sobre las partes de los animales 686a22, etc.). En su Sobre las partes de los ani
males, un tratado fundamental para entender al filósofo, leemos una frase sor
prendente que dice así: “y aquel fin por el que se ha constituido o ha llegado
a ser ha ocupado el puesto de la belleza” (645a25).
Es decir, el filósofo ve la belleza en un animal, en un ser vivo, orgánico,
porque sabe apreciar su “forma” en cuanto resultado de una “causa final” que
“no ha operado al azar sino con vistas a un determinado objetivo” (Sobre las
partes de los animales 645a23). Con ese mismo pensamiento, con idéntico plan
teamiento, encara la obra poética y el discurso retórico y de él usa como crite
rio para juzgarlos. O sea, en este pasaje Aristóteles sigue operando con la obser
vación empírica de los animales, pero su pensamiento es platónicamente
teleológico, o sea, defensor de la existencia de una finalidad, interpretable como
la perfección a la que tiende, en su marcha y evolución continua, el universo.
En la Naturaleza la “causa final”, a la que todo tiende, se identifica con la “cau
sa formal”, con la forma y la belleza misma de cada cosa, de manera que en
cada cosa la belleza coincide con su inteligibilidad.
Este es el Aristóteles platónico que, sin embargo, no cree, como su maes
tro, que las “Ideas” estén en un mundo aparte, fuera de éste, sino aquí, en el
mundo mismo. La teleología de Aristóteles es inmanente, interna a cada espe
cie de ser vivo, tal como se percibe en sus estudios biológicos. Las operacio
nes teleológicas las realiza la Naturaleza y sólo alguna vez “la Naturaleza y Dios”
(Sobre el cielo 271a33 “Dios y la Naturaleza no hacen nada en vano”).
Debo confesar que, aunque lo que digo suene paradójico, nunca he visto
un Aristóteles más platonizante y platónico que el Aristóteles que hace biolo
gía, el que, por ejemplo, estudia las partes de los animales. Soy consciente de
que este aserto equivale a decir que cuando Aristóteles es más empírico es cuan
do a la vez más platónico resulta ser, lo que no deja de sonar extraño. Pero eso
Poéticas y retóricas griegas
208
empírica, en “arte” sin eliminar sus logros prácticos aceptables y ya consolida
dos, pero siguiendo en su empresa directrices platónicas. Por tanto, frente a la
opinión de W Jáger, que explicaba la doctrina aristotélica como la de un pla
tónico que se fue haciendo empírico poco a poco, con el tiempo, apartándose
así de los fundamentos epistemológicos y los puntos de vista de su maestro,
en mi opinión el Estagirita fue desde muy pronto un filósofo “platónico-empí
rico”, o, si se prefiere, a la vez “platónico” y “empírico”, capaz, por una parte,
de hablar de los “los fines de la Naturaleza”, y, por otro lado, de reconocer que
la Naturaleza no delibera (Física 199b26), que no está necesariamente contro
lada por una mente divina desde fuera de ella misma y que los fines de los obje
tos y de los seres vivos animales o plantas son inmanentes a ellos mismos.
Pues bien: ¿qué hacemos ahora con un filósofo tan peculiar que es a la vez
platónico y empírico? Pues, sencillamente, lo que nos habíamos propuesto, es
decir, explicar la Retórica que compuso, porque -modestamente lo digo- de
otra manera la veo llena de contradicciones y no consigo entenderla. Si la Retó
rica no la compuso un filósofo a la vez platónico y empírico, resulta un trata
do del todo ininteligible.
Aristóteles fue un filósofo griego del siglo iv a. C. que, nacido en Estagiro (más
tarde Estagira), era súbdito del rey de Macedonia pero estaba enamorado de la
cultura ateniense y sus manifestaciones y, entre ellas, aparte la tragedia, de
la retórica deliberativa o política que floreció a la sazón en Atenas como nunca.
No olvidemos que Aristóteles es rigurosamente contemporáneo de Demóste
nes, el mejor orador político de todos los tiempos. Resulta por ello curioso que
el Estagirita ignore prácticamente a tan insigne figura de la oratoria en una obra
como la Retórica, a no ser que para explicar este chocante hecho recurramos a
la idea de que la política todo lo envenena y recordemos que el año 338 a. C.,
el monarca Filipo de Macedonia, en la batalla de Queronea, acabó con el ideal
político de la polis o ciudad-estado griega independiente y autárquica o auto-
suficiente que el orador Demóstenes, autor de incendiarios y patrióticos dis
cursos políticos contra Filipo (las Filípicas), se había pasado la vida defendien
do como modelo político de Atenas y de las demás ciudades-estados griegas.
El año 367 a. C., cuando no contaba más que diecisiete años, se trasladó
a Atenas a estudiar en la Academia con Platón y en ella permaneció durante
veinte años, hasta la muerte del “Divino Filósofo” el año 3 4 7 a. C., primera
mente como estudiante y más tarde como investigador. Pero durante los tres
primeros años de su estancia en Atenas Platón no se encontraba allí sino en
Sicilia y el joven discípulo tuvo el necesario tiempo para madurar una filosofía
platónico-empírica, compuesta de doctrinas de la filosofía de su maestro apren
dida en la Academia y doctrinas derivadas de su propia experiencia en la cien
cia natural, más concretamente en la biología, en cuya investigación le había
iniciado su padre, que había sido médico personal y amigo del monarca mace-
donio Amintas II en la córte del reino situada en su capital Pela. La lección más
importante que aprendió de su experiencia biológica fue - a juzgar por sus estu
dios en este campo- el método empírico de anotar y tener bien presente todo
lo fundado en la observación y la experiencia, el empirismo que no permite
teorizar o construir teorías sin la necesaria asistencia previa de los datos y sin
las pertinentes observaciones y comprobaciones.
210
quia en la primera frase de su Retórica con esta nueva definición: “La retórica
es correlativa (antístrophos) de la dialéctica” (1354al).
alma del oyente. Y, por último, para que un discurso ejerza su efecto persuasivo
-opina el “Divino Filósofo”- tiene que estar bien organizado, de manera seme
jante a como lo está un ser vivo, orgánico, y no descabezado o sin pies, sino debi
damente provisto de cabeza, tronco y extremidades, y con todas sus partes bien
proporcionadas y relacionadas entre sí y con relación al conjunto en el que se inte
gran perfectamente (Fedro 264c). Esta su compacta y coherente estructura no sería
sino el reflejo de su compacidad y cohesión interna. El discurso ideal, lógica y psi
212
cológicamente perfecto -requisitos indispensables del discurso en la filosófica retó
rica platónica- es, en consecuencia, al mismo tiempo un discurso coherente y
organizado comparable al ser vivo orgánico.
213
si se prefiere, del lenguaje. Primero se lanza a la conquista del componente dia
léctico, luego del psicológico y, por último (en el libro III), del estilístico.
Hay dos pasajes de la Retórica del Estagirita que, a mi juicio, confirman la idea
de que en el momento mismo en que decidió componerla su autor se colocó entre
Platón y los sofistas, entre la exigente retórica platónica y la empírica retórica sofís
tica. En el primero dice que la retórica es, por un lado, semejante a la dialéctica, la
ciencia que controla la lógica de los argumentos (y en este punto es platónico),
pero que, por el otro, se parece a los razonamientos sofísticos, que atendían sobre
todo a ganarse el aplauso del auditorio (Retórica 1359b ll) (y en este punto es empí
rico). Es decir, la retórica en cuanto método correlativo de la dialéctica, sistemáti
co y lógico, basado en un conocimiento de causas y efectos, es un “arte” similar o
comparable al de esa rama de la filosofía. Pero la retórica práctica, revestida del
atuendo de la política (1356a27), como “arte” que no admite la certeza o exacti
tud absoluta, sino sólo puede capturarlo “probable”, lo “verosímil”, como “arte”
que emplea las proposiciones de todas las artes y los axiomas comunes a todas
ellas, como “arte” que carece de objeto concreto y que es capaz de argumentar
sobre los polos opuestos de una misma cuestión, se parece a los discursos sofísti
cos. En el segundo, nuestro filósofo nos dice que la dialéctica, o ciencia que con
trola la lógica de los argumentos, es una facultad o ane, mientras que la sofística es
una desviación de ese control de la lógica del que es responsable la dialéctica (y en
este punto es platónico), pero que sólo existe un nombre para el arte del discurso
retórico, tanto el controlado por la lógica de la dialéctica, como el francamente des
viado de ella, a saber: la retórica (y en este punto es empírico) (1355b 17). Este
pasaje debe interpretarse, a mi juicio, así: como el razonamiento del discurso retó
rico no es necesario, sino sólo probable y por su verosimilitud persuasivo, o sea,
aparentemente persuasivo, en retórica se puede proceder legítimamente aplicando
a los discursos la facultad de la dialéctica, o ilegítimamente, con depravada inten
ción moral, como hacen los sofistas. El dialéctico escogerá bien entre el silogismo
y el silogismo aparente, mientras que el sofista hará su elección de forma inmoral,
distinguiéndose así la dialéctica de la sofística. Pero la retórica, en cambio, será siem
pre la misma, tanto la regulada por la dialéctica como la desviada de ella.
Poéticas y retóricas griegas
A) La constitución de un arte
214
ción frustrada de hacer un arte sobre una actividad o práctica que en realidad
todo el mundo lleva a cabo, a saber, la de argumentar y hablar en público per
suasivamente sobre asuntos generales y comunes. Todo el mundo habla para
convencer en los juzgados y las asambleas. Todo el mundo, unos al descuido
y otros por la costumbre engendrada por el hábito, se dedica a pasar revista y
sostener argumentos, a defender y acusar (Retórica 1354a4). Luego si estudia
mos la causa por la que aciertan y alcanzan sus objetivos los que hablan per
suasivamente ya por hábito ya improvisadamente, estaremos haciendo, aun sin
damos cuenta, un “arte” retórica (1354a9). Todo el mundo argumenta con el
lenguaje y ahí, justamente ahí, en la argumentación sobre asuntos generales o
comunes convertida en discurso, en el entimema, debe estar el “cuerpo de la
persuasión” (1354al5) y, por tanto, el cuerpo de la retórica, que se puede enga
lanar luego con más o menos vistosos ropajes. El “cuerpo de la persuasión”, el
corazón de la retórica, es, justamente, la argumentación, pues eso es lo que ata
ñe al tema del discurso, mientras que otros elementos del discurso retórico,
como la insinuación, la excitación de las pasiones, a los que los tratadistas anti
guos concedían la máxima atención, se refieren no al “cuerpo de la persuasión”,
sino al juez. Por tanto, esos elementos son, en realidad, suplementarios, pues
el cuerpo de la acción de persuadir, que es lo que todo el mundo hace o pro
cura hacer con el lenguaje, es propiamente la argumentación, el entimema
(1354al3ss.). Todo el mundo, pues, aun sin saberlo, practica la dialéctica y la
retórica.
Existía un arte, la dialéctica, que regulaba la aplicación de la lógica a las
cuestiones filosóficas, cuya función era la de estudiar el raciocinio deductivo
(silogismo) o inductivo (inducción) con vistas a alcanzar la verdad. La dialéc
tica, entendida todavía al platónico modo, era el arte de las definiciones y de
las demostraciones de las que hacen uso las ciencias particulares (Aristóteles,
Tópicos 146a26). La dialéctica era sumamente útil por una razón que Aristóte
les expuso muy inteligentemente (Refutaciones sofisticas 165a): nosotros no argu
mentamos con las cosas mismas sino con palabras y las palabras son muy infe
riores o mucho más escasas en número que las cosas o los asuntos a los que
se refieren. Y de la misma manera que hay embaucadores a base de los núme
ros y las cuentas, así también los sofistas abusan de las argumentaciones que
son como las cuentas que hacemos con las palabras. Por eso viene muy bien
para argumentar la dialéctica.
Pues bien, la retórica podría apoyarse en la dialéctica, de cuyo carácter de
“arte” nadie dudaba y convertirse así en una dialéctica sobre las opiniones,
sobre los asuntos opinables, sobre “las cosas que pueden ser también de otra
manera” (1357a24), “sobre las cuestiones de las que es costumbre deliberar”
(1357al) en la ciudad-estado, es decir, en nuestro común marco político-social,
“y de las que sin embargo no tenemos artes” (1357a2). En tal caso, podría apli
carse a la retórica todo ese arsenal de estrategias lógicas que, en dialéctica,'el
Estagirita llamaba “tópicos”, de los cuales nos ofrece nada menos que veintio
cho en el capítulo veintitrés del libro segundo de su tratado de retórica.
Ejemplo de tópico dialéctico-retórico: en dialéctica se estudian los térmi
nos de relaciones recíprocas, pues frente a “Antonio es amigo de Juan” y “Juan
es amigo de Antonio”, no caben coexistiendo las frases ‘Antonio es padre de
Juan” y “Juan es padre de Antonio” [“Juan es hijo de Antonio”]. El primer tér
mino, “amigo”, se puede aplicar a la vez a los dos miembros de la frase, lo que
no ocurre en el caso de “padre”e “hijo”. Pues bien, del mismo modo, en retó
rica, como “vender” y “comprar” son opuestos relativos de una relación, pue
de alguien argumentar así: “si para vosotros no es deshonroso vender los impues
tos, tampoco para mí lo será comprarlos”(1397a26). En cambio, deducir que
si alguien sufrió justamente un castigo fue porque el que se lo impuso se lo
aplicó justamente, es una falsa deducción, un “paralogismo” o falacia, pues tal
vez quien lo sufrió lo merecía pero quien se lo impuso tal vez no estaba legiti
mado para imponerlo (1397a28).
La dialéctica y la retórica no son disciplinas concretas, sino métodos gene
rales, no pertenecen en exclusiva a ninguna disciplina delimitada y específica
(1354a3), son métodos generales de una actividad que todos los animales racio
nales político-sociales realizamos cuando sopesamos pros y contras, cuando
rendimos cuentas, cuando nos defendemos y cuando acusamos (1354a4). La
primera se ocupa de cuestiones generales, de las cuestiones que más adelante,
en la jerga retórica tradicional, se llamarán “tesis”, y lo hace mediante pregun
tas y respuestas; la segunda, empero, se centra en cuestiones concretas, polí-
tico-sociales, las que con el tiempo se llamarán “hipótesis”, y procede median
te un discurso largo y tendido.
La retórica, pues, es uñ “arte” -argumenta Aristóteles- porque responde
con semejanzas o equivalencias punto por punto (es “correlativa”, antístrophos)
al arte de la dialéctica, que es el arte que controla sistemáticamente el racioci
nio silogístico, que es deductivo, y el epagógico o inductivo. De la misma mane
ra, la retórica al desnudo, como “correlativa” o antístrophos de la dialéctica, es
el “arte” que se ocupa del equivalente retórico del silogismo dialéctico deduc
Poéticas y retóricas griegas
216
sus conciudadanos de Himera el poeta Estesícoro, cuando Faláride, so pretex
to de vengarse de los enemigos de la patria, pedía en la asamblea, en la que se
le acababa de nombrar general con plenos poderes, que se le proveyese ade
más de una guardia de corps, albergando secretamente el propósito, astuto y
artero como era el estratego, de hacerse acto seguido con el poder absoluto y
convertirse en tirano. La fábula que en aquella ocasión contó el vate decía así:
un caballo que disfrutaba solo de una pradera vio un día cómo se la destroza
ba un ciervo, y, para vengarse de él por la fechoría, acudió a un hombre y le
pidió colaboración en la venganza. El hombre aceptó a condición de que el
caballo se dejase montar por él previamente embridado a conciencia con boca
do y riendas. Como al insensato y estúpido equino le pareció bien la tortuosa
y envenenada propuesta del hombre, víctima de su propia estupidez, la acep
tó y se dejó hacer, con lo que se quedó sin vengarse del ciervo y convertido
para siempre en esclavo de quien lo montó y lo sometió definitivamente a su
albedrío (1393b8).
218
montarlas en su oportuno momento (1355a29). La opción más lógica, más
verosímil o verdadera es la moral frente a su contraria, que sería la inmoral. Aris
tóteles es tan sumamente platónico que está convencido de que las realidades
mismas de las proposiciones contrarias o, mejor, contradictorias, sometidas a
debate retórico no son nunca igualmente verdaderas o verosímiles e indiferen
tes a la moral, a la ética, y por tanto moralmente equivalentes, de forma que
por igual podamos defender la una o su contraria, sino que lo verdadero y lo
que es mejor moralmente que su opuesto son siempre susceptibles de un razo
namiento más compacto y persuasivo (1355a36). Se persuade mejor, con más
comodidad y fuerza persuasiva operando con tesis y argumentos verdaderos y
morales que con sus contrarios. Ello se debe a que la verdad y la justicia -h e
aquí de nuevo al platónico Aristóteles- son más fuertes que sus contrarios
(1355a21), por lo que es absolutamente recriminable el hecho de dejarse ven
cer por los contrarios de ambas virtudes a causa de la ignorancia del arte retó
rica (1355a22).
La retórica es, pues, un “arte”; está controlada por la dialéctica, que vigila
la lógica de nuestros argumentos retóricos, que, aunque no versen sobre lo ver
dadero, tratan de lo verosímil, que no se encuentra lejos de lo verdadero. Es,
además, moral, pues la razón de la dialéctica nos lleva directamente a la mora
lidad, a la ética, toda vez que el argumento verdadero, moral o ético es más fácil
de argumentar y probar que su contrario (1355a37). Todo esto es platonismo
puro y duro. Platón podría estar contento con el nuevo invento del “arte retó
rica” llevado a cabo por su discípulo Aristóteles. Ya la retórica diseñada por el
discípulo ha dejado de ser, como proponía el maestro, “una rutina y un empi
rismo” y se ha convertido definitivamente en “arte” (Platón, Fedro 270b5) y
además un arte controlado por la lógica y, por tanto, por la moral.
Por último, habrá que usar necesariamente de esta nueva “arte retórica”
controlada por la lógica y la moral, y ello por tres razones: la primera porque,
aunque poseyéramos la ciencia más exacta del mundo, en determinadas cir
cunstancias (las circunstancias político-sociales del discurso retórico) no podría
mos emplearla ante nuestro auditorio compuesto de ciudadanos corrientes y
no de especializados docentes y sabios investigadores, pues, si lo hiciéramos,
estaríamos pronunciando un discurso de docencia o enseñanza (1355a26) y
no un discurso retórico, que es aquel cuyos argumentos se elaboran mediante
nociones comunes (1355a24) asequibles a la ciudadanía y aceptadas en su
generalidad, que se cumplen por lo general, aunque pueden aceptablemente
ser también de otra manera (1357a34), y que, sin ser necesarias, se refieren a
asuntos “sobre los que ya es costumbre deliberar” (1357al). En segundo lugar,
La retórica
219
ser derrotadas por sus contrarias en los tribunales de justicia y las asambleas y,
en general, en la vida en común, política, de la ciudadanía (1355a21). Y, final
mente, hay una tercera razón: sería absurdo que fuera vergonzoso no poder
defenderse uno mismo con su propio cuerpo y, en cambio, no lo fuera ser inca
paz de defenderse con el discurso, que es más propio, peculiar y específico del
hombre, en cuanto animal racional que hace uso del “lenguaje-razón” o lógos,
que su propio cuerpo (1355a38).
B) La retórica psicológíco-ético-polítíca
Creo que la clave para entender el giro que experimenta la Retórica de nues
tro filósofo en este determinado momento se encuentra esta metáfora: “La retó
rica se reviste con el atuendo de la política” (1356a27). Y de este mismo atuen
do -a ñ a d e - se apropian también unos por falta de formación, otros por
fanfarronería u otras causas poco confesables, pero, en realidad —insiste—, a
pesar de las galas de su atuendo, la retórica posee un núcleo similar al de la
dialéctica, o bien, sencillamente, es una parte de ella (1356a28). Es decir: la
220
retórica desnuda que se apoya en la dialéctica es su propia justificación como
“arte”, como-conjunto sistemático de conocimientos teórico-prácticos, pero
luego se reviste con el atuendo de la política, y, a juzgar sólo por este atuendo,
ya nadie diferenciaría la retórica del filósofo serio y moral de la del inmoral y
desaprensivo sofista, salvo por el hecho de que la del primero es ética y la del
segundo no.
222
vidad politico-social que es, del ropaje que le proporcionan la ética y la políti
ca, pues ambas disciplinas son el ámbito en el que la retórica debe moverse,
porque la retórica sirve para actuar entre conciudadanos que deliberan sobre
asuntos comunes, cuestiones ético-políticas que “pueden ser también de otra
manera” (1357a24), cuestiones que se suelen tratar en la ciudad (1357al), y
porque, justamente por esa precisa razón, ética y política suministran a la retó
rica la mayor parte de los temas sobre los que versa. La retórica en acción cons
ta, por consiguiente, de un núcleo de argumentación controlado por la dia
léctica y de un ropaje o atuendo ético-político, dado que en el discurso retórico
alguien -u n ciudadano- dirige un discurso persuasivo a alguien -u n conciu
dadano- o a todo un colectivo de conciudadanos.
224
tud. Con ese fin precisamente compuso nuestro empírico pero a la vez plató
nico poeta ese capítulo de su Retórica.
226
mente lo que hay que decir, pues eso contribuye mucho a que el discurso parez
ca apropiado (1403b 16). El estilo del discurso retórico ha de ser, por consi
guiente, claro, pues en caso contrario, el discurso no cumplirá su cometido ni
alcanzará su primordial objetivo (1404b l), fallará el primer objetivo de su fina
lidad, que es la comunicación. Pero, por otra parte, no ha de ser ni bajo ni
encumbrado por encima de lo debido, sino adornado con ciertos aderezos no
muy marcados, de los que -añade- se ha tratado en la Poética (1404b4). Y ello
debe ser así -nos explica- porque el apartarse de la dicción ordinaria confiere
al estilo una dignidad que actúa favorablemente en el proceso persuasivo en el
que se instala el discurso retórico. Es necesario, pues, hacer extraña, “extran
jera”, la lengua -n os aconseja-, porque se admira lo extraño, lo “extranjero”,
lo que está lejos, y lo que se admira es agradable (1404b8) y -añadiría yo inter
pretando el pensamiento del Estagirita- a lo que resulta agradable los jueces
dan su aquiescencia con mayor facilidad. El estilo ideal, por tanto, del discur
so retórico es el que resulta a la vez sencillo y brillante, lúcido y rutilante. En
poesía, en la dicción trágica, fue Eurípides el primero que dio con esta sutil
mezcla de sencillez y elegancia, claridad y extrañamiento o “extranjería”, pues
acertó a combinar elegantemente palabras elegidas de la lengua corriente
(1404b25). La esencial organicidad del discurso retórico en suá partes, tal como
la expusiera Platón en el Fedro, es la causa de que Aristóteles estudie las pala
bras estilísticamente seleccionadas (este proceso se llamará ekloge) sin perder
de vista su combinación en lo que hoy llamamos el eje sintagmático en el que
se integran (más tarde este proceso se denominará súnthesis) (1404b25). Un dis
curso es como un trenzado de palabras que se eligen y se combinan las unas con
las otras. Y así, con este trenzamiento enderezado a una finalidad única, se va for
mando un tejido orgánico y unitario, el discurso retórico, a base de partes bien
enlazadas las unas con las otras, provistas cada una de su función concreta bien
integrada en el todo orgánico del discurso. Toda esta doctrina estilística aristoté
lica presupone el concepto de la organicidad de la obra poética o del discurso
retórico como resultado de la coincidencia de “finalidad” y “forma”.
228
los oyentes. El orador debe emplear el tono que le corresponde y ha de tener
en cuenta asimismo el carácter de los oyentes, de modo que proceda como
hacían con harta frecuencia los “logógrafos” o escritores de discursos judicia
les, a saber: se dirigían a sus oyentes, los humildes e indoctos jurados-jueces
populares atenienses, diciéndoles frases como “¿y esto quién no lo sabe?” o
“todos lo saben”, pues los ignorantes oyentes que juzgaban en los tribunales
de justicia daban aquiescencia al orador con el fin de aparentar participar del
conocimiento que en apariencia poseían todos sus colegas los demás jueces-
jurados (1408a25). Por último, será patético o emocional si se habla apasio
nadamente, lo que es muy útil a efectos de la persuasión, pues, poruña espe
cie de “paralogismo”, falacia o juicio falso, el alma del oyente deduce que el
orador dice la verdad por el hecho de que las emociones que contempla son
las habituales en casos semejantes (1408a20).
230
de el consistente en amplificar nombrando a un personaje muchas veces, como
hizo Homero con Nireo: “Nireo, de Sime.../ Nireo hijo de Aglaya.../Nireo, el
más hermoso. . . ” (1414a3).
Pero, resumiendo, la idea fundamental en este campo del estilo es la de la
funcionalidad o “finalidad” influyendo en la “forma” del discurso, organizán-
dolo y dotándolo así de la debida eficacia, una idea platónica que el Estagirita
hace empírica y saca a relucir constantemente en el tratamiento que hace del
estilo nuestro filósofo platónico-empírico. Veamos un ejemplo: “Cuanto más
numerosa sea la multitud que contempla, desde más lejos se realiza la con
templación” (1414a9). El filósofo comenta esta frase diciendo que ocurre con
los discursos deliberativos lo mismo que con la pintura de la escenografía en
el teatro. Es decir, si es grande la masa de los contempladores, del auditorio,
de los asistentes a la representación, los pormenores sobran, son absolutamente
superfluos y hasta parecen mal. El discurso en ese caso debe pergeñarse a base
de gruesos trazos y no de sutilezas e inasibles quintaesencias. Donde hay más
teatro hay menos exactitud y la voz es más fuerte (retórica deliberativa); en cam
bio, donde hay más exactitud formal es en el discurso epidictico, que es el más
gráfico, el más literario, porque su objeto es la lectura -las obras literarias pue
den ser consideradas discursos epidicticos-, y entre uno y otro género orato
rio se sitúa la retórica judicial.
He aquí, una vez más, al teleológico filósofo platónico convencido de que
la “forma” de un discurso depende de su “finalidad”, y al mismo tiempo al filó
sofo lo suficientemente empírico para comprender que, precisamente por ello,
en la dura y cotidiana realidad, el discurso dirigido a las masas no debe ser en
exceso sofisticado o minucioso, porque no se entenderá, del mismo modo que
las menudencias y pequeñeces en la pintura del telón de fondo colocado en la
escena del teatro no podrán en modo alguno ser percibidas desde las filas más
alejadas del hemiciclo. Formalmente, el discurso epidictico, gráfico, escrito,
literario, es el más exacto pero el menos acoplado a las acciones y momentos
reales, el menos teatral.
232
blemente las libertades ciudadanas, la independencia,y la autarcía o autosufi
ciencia de las póleis o “ciudades-estados”, no puede enseñar la oratoria delibe
rativa con la que a través de preciosos discursos vehementes e incendiarios
Demóstenes, en la Atenas del siglo IV a. C , atacaba a Filipo II de Macedonia a
la vez que defendía la libertad de su patria. Luego, como es sabido, los reinos
macedónicos fueron conquistados por Roma y las libertades antes perdidas
siguieron estándolo sin novedad ni alteración. Desde el punto de vista de la
retórica, un arte que nació en el ambiente político de la democracia, el cambio
de amos en los dominios en los que se practicaba no resultó significativo.
Tras la batalla de Queronea (338 a. C ), en la que se impusieron los mace-
donios, ya no se alzaron nuevas voces que, como la de la Demóstenes, recla
maran y exigieran los derechos de las póleis hasta entonces independientes,
libres y capaces de trazar, mediante la oratoria deliberativa de sus ciudadanos,
una línea de acción política determinada a su gusto y elección. A partir de enton
ces, cuando las ciudades-estados ya no decidían su propio destino, la antigua
oratoria deliberativa se fundió con la epidictica y fabricó encomios y alocucio
nes ceremoniales públicas para halagar con ella a los indiscutibles amos, los
regentes y los prohombres poderosos.
La oratoria judicial cambió también de estilo, porque el orador de la retóri
ca forense ahora ya no se dirigía a los conciudadanos que actuaban como jura
dos-jueces tratando de persuadirles con un discurso pronunciado de un tirón,
sino a un solo juez que en cualquier momento podía interrumpirle, interrogarle
y someterle a una inquisición sistemática según unos esquemas rígidos referen
tes a los estados (stáseis, estatus) de cada cuestión en litigio. De modo que sobre
todo florecía la retórica epidictica en el aula, que es donde se forman ahora, nece
sariamente, los personajes influyentes en la administración de los imperios.
Pero hay dos factores para mí al menos decisivos en la morfología de las
nuevas retóricas: el primero es que esas nuevas retóricas son y se jactan de ser
griegas, o de ser aticistas (imitadoras de la oratoria ática), o de ser helénicas, o
de ser clasicistas (imitadoras de los modelos o paradigmas fÿados como “clá
sicos”); en suma, de conectar de algún modo con el inimitable pasado de los
griegos. Este compulsivo afán por conectar con el pasado helénico tiene su lógi
ca explicación: tras el proceso de helenización de las nuevas tierras conquista
das por Alejandro Magno, es griego o heleno el que habla griego, es culto y ha
leído a sus clásicos. Y por ser culto y griego, el que antes era bárbaro tiene aho
ra el legítimo derecho a recrearse, en la escuela de retórica, con declamaciones
que le transportan a un irrepetible pasado cultural y le hacen soñar, con enor
me disfrute por su parte, en ese mundo añorado que antaño fue real y ahora
considera el mejor legado que ha podido heredar pues es sin duda la más bri
llante de sus señas de identidad. ‘Aconseja a Agamenón -proponía un maes
tro de retórica a sus alumnos como tema de declamación- sobre si debe sacri
ficar o no a su hija Ifigenia”. Y los alumnos se convertían, en virtud de esta
ensoñadora didáctica de la elocuencia, en consejeros de Agamenón.
El segundo factor es que, al igual que con el estudio a fondo de los textos
literarios se creó una filología y una crítica textual altamente tecnificadas y cien
tíficas, como también lo fueron la astronomía, la geografía, las matemáticas, la
física y la gramática, a la retórica le correspondía un similar desarrollo. Y, en
efecto, se percibe en los manuales de retórica postaristotélicos un fuerte empe
ño por sistematizar, establecer metodologías, fijar definiciones y, en suma, con
figurar teorías sólidas y de gran alcance sobre cuestiones retóricas tan impor
tantes como la stásis o “asunto” o “estado de la cuestión” de un pleito o un
discurso, o como el estilo, sus virtudes y sus efectos, asuntos todos ellos capi
tales en el arte de la elocuencia.
dición de los corintios a Sicilia del año 341 a. C , fecha que, por tanto, se con
vierte en terminus post quem de la composición de la obra, que además resulta
confirmada por la de un papiro (Papiro de Hibeh, I, 26, 114-138) que contiene
un fragmento de la obra y asimismo data del siglo IV a. C.
A su autor se le identifica con Anaximenes de Lámpsaco, que fue, al igual
que Aristóteles, maestro de Alejandro Magno. Esta identificación se basa en un
234
pasaje de Quintiliano en el que se dice que Anaximenes de Lámpsaco recono
cía siete especies de oratoria (III, 4, 9): exhortación y disuasión, elogio y vitupe
ración, acusación y defensa, e investigación. Y, en efecto, esas mismas siete espe
cies aparecen mencionadas en la tercera línea del tratado que nos ocupa
(142lb 9). La investigación, que queda desparejada en la enumeración, se pue
de aplicar a todas las demás especies de oratoria y no es sino la demostración
de las incoherencias del discurso contrario (1427b 12).
Hay elementos comunes a todas las especies de discurso, como las estra
tegias de ampliación y minimization, las pruebas, la anticipación, la reclama
ción, la explicación, la brevedad, la prolijidad, la interpretación, la ironía, las
elegancias del estilo, la elección y combinación de las palabras, las figuras gor-
gianas (capítulos VI yXVII-XXVIII). En el área de la argumentación, las prue
bas son directas (como las probabilidades, los ejemplos, los entimemas) o suple
mentarias (basadas en la opinión del orador o testimonios extraídos por tortura)
(capítulos VII-XIV).
Todo esto aparece expuesto de forma más bien práctica que teórica, con el
propósito de dotar al lector de un mínimo de conocimientos de base y, en cam
bio, de muchos modelos de ejemplos prácticos. Por ejemplo, nada más empe
zar, el autor del tratado escribe: “Discurramos primero sobre la exhortación y la
La retórica
disuasión, puesto que son las especies más empleadas tanto en las conversa
ciones privadas como en las deliberaciones públicas” (1421b).
235
¿Cómo hacer buen uso, pues, de las siete mencionadas especies que se
ubican por parejas dentro de los tres géneros oratorios? Esa es la cuestión que
se plantea el autor de este tratado, como se ve, mucho más práctico y menos
analítico que el homólogo del Estagirita.
Hay, por otra parte, sin embargo, un paralelismo estructural entre la Retó
rica a Alejandro y la Retórica aristotélica que nos confirma que ésta sirvió de
modelo a aquélla, pues, para empezar, la primera parte de aquel opúsculo (capí
tulos I al V) trata de los argumentos específicos de cada especie de retórica,
más o menos como el primer libro de la Retórica aristotélica. Un segundo ras
go del tratado atribuido a Anaximenes, que nos hace pensar en la Retórica aris
totélica, es que se ocupa de las khréseis o “utilidades”, que recuerdan los “tópi
cos”, de los que el Estagirita trata en la parte final de su libro II. Ya en las primeras
líneas del tratado que estudiamos su autor nos propone discutir las especies
de oratoria una tras otra enumerando sus cualidades, sus posibilidades (duná-
m ás), sus “utilidades” (khréseis), y sus disposiciones (táxeis) (1421b). Los tra
tamientos de las khréseis o “utilidades”, entimemas, “ejemplos” y “máximas”,
recuerdan los de Aristóteles, si bien mutatis mutandis, o sea, teniendo en cuen
ta que en Aristóteles todo es profundidad y en la Retórica a Alejandro todo es
más bien superficial. Por último, en la Retórica a Alejandro se abordan los pro
blemas del estilo (XXIII al XXVIII) y de la disposición del discurso (XXIX al XXX-
VII), más o menos a la manera en que se estudian estos mismos temas en la
segunda parte del libro III de la Retórica aristotélica.
La disposición de los discursos se expone en tres sucesivos tratamientos
siguiendo el orden, también seguido por Aristóteles, de oratoria deliberativa, epi
dictica y judicial. Como sabemos que el Estagirita reaccionaba contra la reducción
de toda la retórica a su variedad judicial, lo que venía siendo un hábito y un bien
arraigado vicio de sus predecesores, tal vez el nuevo orden, que concede el pri
mer puesto a la retórica deliberativa, podría haber sido en buena parte una inno
vación aristotélica aceptada y seguida por el autor de la Retórica a Alejandro. Sin
embargo, hay una gran diferencia entre el tratamiento de la disposición del dis
curso que hace Aristóteles y el que lleva a cabo Anaximenes o quienquiera se ocul
te tras ese nombre, pues el primero, con la amplitud de miras y la capacidad de
generalización propias de un filósofo, la estudia por géneros, mientras que el segun
do, como ya hemos explicado, lo hace por especies, según las seis especies de dis
Poéticas y retóricas griegas
236
La estructura de la oratoria epidictica, o sea, de las especies del ebgio y la vitu
peración, se configura a base de ensalzar o criticar a los individuos de los que se
trate, su genealogía, fortuna, y conducta pasada durante su juventud y su edad
madura, teniendo bien en cuenta, a lo largo del discurso, que en este género, por
no ser agonístico, no hay competición, no se compite en un certamen, sino que
todo en él es mera exhibición u ostentación. En cuanto a los tópicos de este géne
ro, se recomienda empezar estableciendo una distinción entre los bienes ajenos a
la virtud (alcurnia, fuerza, belleza, riqueza) y los inherentes a la virtud (prudencia,
justicia, fortaleza y hábitos dignos de crédito) (capítulo XXXV).
Los elementos estructurales de la oratoria forense o judicial varían según se
trate de la acusación o la defensa. En la acusación, el orador debe comenzar con
una introducción para ganarse la buena voluntad de los jueces y con una refu
tación de los posibles prejuicios o inexactas representaciones que sobre el caso
pudieran albergar. Seguidamente, debe probar su acusación. En tercer lugar, el
acusador ha de anticiparse a los argumentos del defensor para neutralizarlos, y,
por último, ha de ofrecer una recapitulación. En la defensa, el orador debe refu
tar la acusación de la parte contraria, o, si acepta el cargo, ha de justificar o paliar
la acción de la que se le acusa. Debe asimismo replicar a la anticipación del acu
sador, emplear preguntas retóricas, y poner en juego todas las estrategias retó
ricas conducentes a ganar para él mismo la buena voluntad de los jueces y a
provocar en ellos animosidad contra su acusador (capítulo XXXVI).
La estructura de la oratoria investigativa debe constar de una introducción
que cree una impresión favorable a base de combinar la crítica con un tono
suave y unas maneras conciliadoras (capítulo XXVIII).
El tratado termina con un pasaje en el que se entremezclan asuntos polí
ticos desconectados entre sí, como el ritual de los sacrificios, las amistades, las
alianzas, los impuestos, la política internacional, las formas de gobierno, la gene
rosidad, la necesidad.de lograr aliados, el “espejo” o modelo del buen ciuda
dano, las rupturas de alianzas, la conducta justa y, finalmente los bienes del
cuerpo y del espíritu (XXXVIII). Hay que entender, tal vez, que este misceláneo
y bien revuelto capítulo nos ofrece recortes que el autor, concluido su tratado,
consideraba aún aprovechables como tópicos que podían emplearse eficaz
mente en unas u otras de las diferentes especies de discursos.
237
o educador de Alejandro Magno y, según Dionisio de Halicarnaso (i a. C ), fue
un diletante que se dedicó a la historia, la retórica y la poética o lo que hoy lla
mamos crítica literaria, pero no sobresalió por su actividad en ninguno de los
mencionados campos (Dionisio de Halicarnaso, Iseo, 19).
238
que utillaje, meros utensilios comunes a todas las especies, al igual que ciertos
tópicos o las estrategias de amplificación o aminoración o las anticipaciones
para refutar al contrario o los alargamientos de un discurso, la prolijidad o la
concisión del mismo (según convenga), la explicación y la recapitulación (capí
tulo VI). Es fundamental este capítulo VI del tratado para comprender real
mente qué es lo que su autor pretende y nos ofrece en su opúsculo. Al igual
que las diferentes especies de los seres humanos -argumenta- presentan seme
janzas y diferencias, lo mismo ocurre con las especies de los discursos retóri
cos. Hay que emplearlas separadamente cuando así conviene, pero no por ello
hay que olvidar que a veces se pueden combinar sus “potencialidades” (duná-
meis), porque muchas de ellas son comunes a todas las especies, pues el esti
lo, la amplificación y la minoración, las pruebas y argumentaciones, las antici
paciones y las recapitulaciones, así como tópicos generales y de generalizado
uso (no en vano el autor los denomina khréseis, “utilidades”) del tipo de “lo
justo”, “lo conveniente”, “lo honorable”, “lo agradable”, son “potencialidades”
(idunámeis) o elementos comunes a todas las especies oratorias (1427b).
Pues bien, he ahí lo que nos aporta de interesante el tratado conocido como
Retórica a Alejandro. Es el típico manual de retórica práctica, casuístico y a la
vez conciso como un prontuario, que no pretende ofrecer reflexiones filosófi
cas generales como las de la Retórica de Aristóteles, sino una muy tenue teoría
seguida de exposiciones muy sucintas de argumentos y de tópicos (khréseis,
“utilidades”) que, si se memorizan, serán de mucha utilidad al orador. He aquí
-viene a decimos el autor- lo que hay en los discursos, sus “potencialidades”
(dunámeis) y sus tópicos o, como él los llama, sus “utilidades” (khréseis); aho
ra no resta sino aprenderlas y emplearlas. Así se debía estudiar la retórica en el
siglo V a. C., pues no hay otra explicación para la técnica casi formular de los
discursos de la oratoria judicial tan excelentemente estudiada por F. Cortés
Gabaudan. De modo que el manual que estudiamos seguía la tradición de este
tipo de enseñanza de la elocuencia.
240
parte contraria, magnificar y aminorar, excitarlas emociones de los oyentes y reca
pitular (Aristóteles, Retórica 141 9 b l0 y ss.).
El primer tratado acerca del estilo, tan próximo a la Retórica del Estagirita que
exhibe doctrina peripatética de Aristóteles y Teofrasto, es el de un tal Deme
trio, desde luego no Demetrio Falereo, como se ha pretendido, compuesto tal
vez a comienzos del siglo i a. C. El tratado en cuestión se titula Sobre la inter
pretación (Peri hermeneías), o sea, Sobre el estilo (Rhys Roberts; García López).
Es de época helenística y utiliza en muy gran medida material peripatético. Pare
ce que su autor conoce bien a figuras de mediana entidad que vivieron en el
siglo IV a. C., pues las cita con conocimiento de causa, y, en cambio, no ha per
cibido todavía el debate sobre el Aticismo, al que, en caso contrario, se habría
referido, lo que coloca cronológicamente a esta primera monografía sobre el
estilo entre el siglo ill y el I a. C.
Es claro que Demetrio no da pruebas de tener la menor idea de cuestiones
estilístico-literarias que estaban firmemente planteadas y eran tema de contro
vertidas discusiones en el siglo I a. C., discusiones en las que intervinieron tan
notables críticos literarios como Dionisio de Halicarnaso, Cicerón y Horacio.
Ni una sola palabra nos dice nuestro autor sobre el Aticismo y el Asianismo,
sobre la Analogía y la Anomalía o sobre la mimesis retórica o la educación del
orador. Da la impresión de que toda esa problemática le era total y absoluta
mente ajena, lo que no puede dejar de ser significativo. En cambio, cita a Déma-
des (282-286) y a Sotades (186-189), poeta contemporáneo de Ptolomeo II
Filadelfo, y conoce a Artemón, editor de la correspondencia epistolar de Aris
tóteles (223-235). Todos éstos son datos de peso a la hora de establecer la cro
nología del autor y su obra.
Los estilos de los que trata Demetrio, más que propiamente estilos, son
“rasgos de estilo” (kharaktêres), y la cuestión general del estilo, tal como él la
Poéticas y retóricas griegas
242
“tosquedad”. Estos vicios son también “rasgos de estilo” Qiharaktéres), aunque,
naturalmente, negativos.
En general, la doctrina de la frase que expone Demetrio es la aristotélica, si
bien aderezada con algunos cambios terminológicos e ideas propias añadidas.
Por ejemplo, introduce una clasificación tripartita de los períodos en “conversa
cional”, “histórico” y “retórico”, cada uno más intrincado que el anterior. El más
suelto es, obviamente, el “conversacional”, y el más enrevesado, el “retórico”.
Como los estilos no son propiamente estilos sino “rasgos de estilo” (kha-
raktéres), pueden, excepción hecha del “elevado” y el “llano”, emplearse a la vez.
He aquí otro aspecto diferencial y específico de la doctrina estilística de Deme
trio. Y hay otros, como, por ejemplo, éste: por primera vez Demetrio (si no se le
anticipó Teofrasto) explicita la fórmula, implícita ya en la Retórica de Aristóteles
(1404a24), de entender el estilo como resultado de un proceso doble: el de la
elección (ekbgé) y el de la composición de las palabras (súnthesis). La elección
(eklogé) consiste en seleccionar entre palabras corrientes, inusuales, neologismos,
voces compuestas, palabras que expresan pasión o carácter, de manera que de
esta elección dependen ya en gran medida los “rasgos estilísticos” o kharaktéres.
De la combinación (súnthesis) dependen el sonido o musicalidad de las palabras
yuxtapuestas, la estructura de las cláusulas y las frases, y sobre todo el ritmo de
ello resultante. Todos los aciertos y sus correspondientes desaciertos o vicios los
ilustra el autor con ejemplos de poesía y prosa del griego clásico.
Es inusual el reconocer cuatro estilos en vez de tres. Sólo reencontramos
esta división cuatripartita en el tratado de Filodemo (Sobre la Retórica I, 165
Sudhaus), compuesto hacia el 70 a. C., que, en vez de contar como cuarto esti
lo con el “intenso” de Demetrio, se refiere a un estilo “medio”.
La obra de Demetrio es todo un cabal tratado de estilística compuesto con
una gran sensibilidad que corresponde a un implícito concepto de “gusto” (67;
137; 287 Rhys Roberts 1902). Éste es el primer tratado de estilística en el que
se hace una distinción entre “figuras de pensamiento” y “figuras de diccción”
y en el que se emplean denominaciones técnicas para las figuras, como apo
siopesis, prosopopeya, anadiplosis y klímax.
Las figuras del discurso o “figuras de dicción” se describen como “espe
cies de composición” que llevan consigo repetición, cambios en el orden de las
palabras o variación de las formas gramaticales (59).
Otra característica peculiar del tratado de Demetrio es su capítulo dedica
do a la epistolografía a base de citar, entre otras, cartas de Aristóteles (223-235).
El estilo de las cartas debe ser una mezcla de los estilos “llano” y “elegante”, y
ellas mismas son como una parte de un diálogo, un diálogo con el ausente
cuyas intervenciones han quedado truncadas.
Aunque las explicaciones que nos da este autor de los fenómenos estilísti
cos que describe son con frecuencia incompletos y a veces hasta ilógicos, no
obstante hace gala de una alta sensibilidad para la crítica literaria.
En la segunda mitad del siglo I a. C., las escuelas de retórica florecían en las
ciudades griegas. El hijo de Cicerón estudió en Atenas con un tal Gorgias (que
nada tiene que ver, naturalmente, con el sofista de Leontinos) que escribió un
tratado sobre las “figuras del discurso”, que, traducido al latín por Rutilio Lupo,
mostraba cierto gusto asianista, o sea, un estilo ostensiblemente marcado por
la amplificación y la pomposidad (Halm, 3-21).
Julio César seleccionó al rétor Apolodoro de Pérgamo para que enseñara
retórica a Octaviano (Augusto) el 45 a. C. Este rétor enseñaba una doctrina que
fijaba unas reglas sumamente rígidas para delinear la estructura del discurso
La retórica
judicial. Formó una escuela de fervorosos seguidores que era rival irreconci
liable de la que fundó Teodoro de Gádara, más joven que Apolodoro, que lle
245
gó a ser maestro de retórica de Tiberio y que en algunos puntos era menos
rígido que Apolodoro, pero en casi todos igualmente redicho y engolado (Gra-
natelli).
Y hubo otros expertos maestros señeros de retórica, como Cecilio de Calac
te, a quien ya hemos tenido ocasión de nombrar a propósito del Pseudo-Lon-
gino, o, mejor dicho, Dionisio Longino y Teodoro de Gádara.
Pues bien, Apolodoro de Pérgamo, Dionisio de Halicarnaso y el descono
cido autor del capítulo IX de un manual de retórica falsamente atribuido a Dio
nisio (la Retórica de Dionisio, de fines del siglo II o comienzos del m d. C.) afir
maron que todo lenguaje es figurado, oponiéndose así a los filósofos estoicos
para los que existe un lenguaje “llano”, liso, sin figuras, y un lenguaje “figura
do” construido abase de “figuras” (skhémata) que no son sino formas de pen
samiento y de dicción que no están en absoluto de acuerdo con la naturaleza.
Es de celebrar que ya en la Antigüedad Clásica se percibiera con claridad
no sólo la pragmaticidad del lenguaje (Gorgias, Encomio de Helena, B 11,
8 D-K: “el lenguaje lleva a cabo divinísimas obras”, theiótata érga apoteleí), sino
también su esencial retoricidad y figuratividad, de forma que el lenguaje litera
rio, en prosa o verso, no puede ni debe considerarse una anormalidad del len
guaje corriente, del estilo “llano”, que sería la naturalidad.
El lenguaje es siempre figurado -d ice el inteligente “Pseudo-Dionisio”-
porque tampoco existe el lenguaje puro, simple y llano: “No hay ningún dis
curso sin figuras como tampoco hay ningún discurso simple” (Ps.-D. H. VI,
p. 323 Usener-Radermacher). “El dirigirse a alguien -continúa razonando nues
tro autor- no se produce sin figuras, pues uno lo hace con amabilidad, otro
con modestia, otro en plan de burla, otro lleno de alegría, otro como con admi
ración.” Ni siquiera las invitaciones a cenar que uno cursa -dice nuestro “moder
nísimo” rétor- se salvan de las “figuras”, porque uno escribe a unos de una
manera y a otros de otra, cursándoselas a cada cual según resulte convenien
te; ni tampoco han de ser ni son iguales las reclamaciones de dinero prestado,
pues unas son más atrevidas, otras más mesuradas y otras, finalmente, se ocul
tan bajo otro pretexto: “Las invitaciones a las cenas propias necesitan lengua
je figurado, pues uno no invita a todos de la misma manera, sino que a cada
uno le adjudica la invitación conveniente. Las reclamaciones de dineros pres
Poéticas y retóricas griegas
tados no son iguales para todos, sino que necesitan decoro y administración;
pues unas son más atrevidas, otras más mesuradas, y otras necesitan otro pre
texto” (Ps.-D. H. VI, p. 323 Usener-Radermacher).
Ahora bien, el Arte Retórica transmitida bajo el nombre de Dionisio de Hali
carnaso no sólo no es de él, sino que es, como ya hemos adelantado, más bien
un opúsculo datable entre los siglos ll-πι d. C.
246
En realidad, este rétor, Dionisio de Halicarnaso, es importante en la His
toria de la Retórica porque intentó restablecer las normas estilísticas áticas en
la dicción y la composición a base de imitar a los maestros de la prosa ática en
oratoria e historiografía. Tras la muerte de Alejandro Magno -n os dice en Sobre
1os oradores antiguos- la antigua y filosófica retórica fue sometida a escarnio y
reemplazada por una retórica teatral, ignorante e histrionica de origen asiáni-
co, que acudió presta, en su condición de barragana, a sustituir o reemplazar
a una auténtica y legítima señora, la retórica ática. Ahora bien -continúa- las
cosas están cambiando, en gran medida gracias a los virtuosos y responsables
dominadores del mundo que son los romanos, pues ya los oradores y escrito
res en general comienzan a ser conscientes de la retórica “filosófica”, la autén
tica y elegante retórica, que es la aticista, mientras que la detestable y carente
de gusto retórica asiánica sólo perdura en Asia Menor. Sólo merece la pena
-expone- la retórica “filosófica”, la “filosofía”, entendiendo ambos términos
en el sentido en que los entendía Isócrates, para quien la retórica era una autén
tica filosofía, pues nada importante y socio-política o culturalmente interesan
te se puede hacer sin lenguaje (Nicocles, 8). Sin la retórica que domestica el len
guaje no hay ni siquiera educación, paideía (Contra los sofistas; Antídosís).
Pues bien, asimismo para Dionisio de Halicarnaso, que recoge la antorcha
de manos de Isócrates, la “filosofía” o “retórica filosófica” ha de enseñar a quie
nes la estudien a cumplir con el sacrosanto deber y la obligada responsabilidad
de expresar y dar a conocer la paideía de la tradicional cultura helénica, que se
centra en el hecho de distinguir al hombre del animal y al griego del bárbaro
por el manejo del lenguaje, del logos. Y, dentro del lógos, a Dionisio de Hali
carnaso, al igual que a Isócrates, le interesa sobre todo el estilo. ¿Cuáles son las
fuentes del “placer” Qxedone) del “encanto” (khdris) y de la “belleza” Qzalón) que
se crea con palabras? Hay cuatro fuentes fundamentales según el de Halicar
naso: la “melodía”, el “ritmo”, la “variedad” y la “propiedad” (Sobre la compo
sición literaria) (Bécares Botas, 1983). Y por encima de ellas está la armonía,
que es de tres especies tanto en prosa como en poesía: la “austera” de Pinda
ro y Tucídides, la “pulida” de Safo e Isócrates, y la “mixta” de Homero y Demós-
tenes (Sobre Demóstenes) (Rhys Roberts, 1901; 1910; Bécares Botas, 1992).
Todo esto es pura y mera estilística, pues él, efectivamente, desdeñó áreas
enteras de la retórica teórica y práctica como la teoría de las stáseis o “cuestio
nes retóricas” o el amplísimo capítulo didáctico e interpretativo de la retórica
que se dedicaba a la “declamación”, a la sazón tan en boga. En cambio, se entre
gó de lleno al estudio del estilo y de los “rasgos” que el punzón o “estilo” va
dejando sobre el material en el que escribe a fuerza de trazos, o sea, sus kha-
raktéres (“rasgos”), entendiendo el proceso metafóricamente. Estos “rasgos” que
se perciben nítidamente en las obras de los clásicos, por ser hechura de manos
maestras, de maestros de estilo, contienen un buen número de “virtudes” o
“excelencias” (aretai) dignas de imitación (mimesis) e incluso “emulación” (zélos).
Y esto es así, porque el imitador no ha de limitarse a copiar los manierismos de
un escritor considerado clásico, sino que debe tratar de entenderlas especiales
cualidades que hacen de él un clásico y a partir de ese momento intentar supe
rarlas aplicándolas al tratamiento de otros temas (Sobre la imitación).
Preparando el camino a la retórica del siglo il d. C., a la Retórica de Aristi
des y a Sobre las ideas del estilo de Hermógenes, que son los tratados más impor
tantes de este siglo, además de las virtudes del estilo necesarias, que son la
“corrección”, la “claridad” y la “concisión” o “brevedad”, menciona un buen
número de otras, que serán en gran medida las vigentes en la retórica de la refe
rida centuria, como el éthos o caracterización, el páthos o emoción, la belleza, la
magnificencia, el vigor, la fuerza, la intensidad, la abundancia, la dulzura, la per
suasión, la gracia, la naturalidad, la elegancia, la solemnidad, la gravedad, la com
batividad y la sublimidad Qiúpsos) (Sobre la imitación y Sobre Tucídides).
Es importante que haya incluido entre las virtudes del estilo la sublimidad
Qiúpsos), porque sobre ésta escribió Cecilio de Calacte (rétor contemporáneo
de Dionisio de Halicarnaso) un tratado, y, justamente reaccionando contra su
contenido compuso Dionisio Longino su obra Peri húpsous, De sublimitate, de
la que ya hemos tratado (2.4).
Hermógenes de Tarso fue el más importante rétor griego del Imperio Romano.
De joven fue un prodigio en la “declamación” (Filóstrato II, 577) al que, atraí
do por su reputación, visitó el emperador Marco Aurelio el año 176 d. C. Más
tarde, perdida la brillantez retórica, se dedicó a escribir manuales de técnica
oratoria. Dos obras de este cariz, indiscutiblemente genuinas, son Sobre las stá-
seis (Rabe, 1913; 1969) y Sobre las ideas del estilo (Rabe, 1913; 1969; Sancho
Royo, 1991; Ruiz Montero, 1993).
Para Hermógenes, en Sobre las stáseis, la parte más importante de la retóri
Poéticas y retóricas griegas
248
El trasfondo de la hermogeniana “teoría de las stdseis” está constituido por
la “declamación” y esa parte de la retórica que linda con la filosofía o, más con
cretamente, con la lógica. En este sentido es sumamente curioso que, al ejem
plificar sobre las stáseis tanto en situaciones judiciales como deliberativas, las
leyes y costumbres que aparecen reflejadas no son las del Imperio Romano, sino
las de las ciudades-estados griegas, o bien son leyes y costumbres imaginarias
derivadas de los ejemplos de las “declamaciones” que empleaban los maestros
de retórica. Los temas de una “declamación” son las personas o los hechos, que
a su vez se subdividen en especies. (Como vemos, las divisiones y subdivisio
nes de Epoca Helenística están a la orden del día y siguen vigentes en los trata
dos de retórica de Epoca Romana.) Y en la “declamación” se plantea como ejer
cicio de lógica, antes de abordar el tema del estilo, el asunto de la stásis. Las
cuestiones tratadas en cada “declamación” son susceptibles de stásis si en los
casos que se ofrecen hay personas y actos susceptibles de ser juzgados, si hay
argumentos plausibles a mano y si las decisiones son inseguras. Si no se dan
tales circunstancias, el caso es asústaton, es decir, carente de stásis. Las stáseis
-afirma Hermógenes- hay que estudiarlas antes de entrar en el capítulo del esti
lo. Esta es la opinión contraria a la mantenida por Dionisio de Halicarnaso. Para
nuestro autor la retórica es fundamentalmente una disciplina lógica, por lo que
se explica la recomendación que de ella hacían los neoplatónicos.
250
las combinaciones de stáseis que detectaban en los discursos de los maestros
de la elocuencia ática. Los escolios a los discursos de Esquines y de Demóste-
nes, por ejemplo, están llenos de tales observaciones y escolásticas disquisi
ciones.
La teoría de la stásis pertenece al capítulo de la “invención” oratoria, pero
no pretende en modo alguno agotarlo, pues siempre quedan rasgos de la “inven
ción” que se le escapan y no permanecen, por tanto, incluidos en ella.
El otro tratado auténtico de Hermógenes que ha llegado hasta nosotros es
el titulado Sobre las ideas del estilo. La traducción quizás no sea muy exacta por
lo que a la voz “ideas” se refiere, pero yo prefiero, al traducir los títulos de las
obras de los antiguos, apegarme mucho a la letra, para luego hacer las aclara
ciones oportunas. De manera que hablo del tratado Sobre la invención de Cice
rón y de la Institución oratoria de Quintiliano y del Sobre las ideas del estilo de
Hermógenes.
¿Qué son las “ideas” del título de la obra de Hermógenes? Son, evocando
las formas platónicas, aquellos conceptos trascendentes imitados en los parti
culares contextos concretos, teniendo en cuenta que los conceptos en cues
tión representan un desarrollo de los “caracteres” y “virtudes” del estilo tal
como los elaborara Dionisio de Halicarnaso.
En el tratado de retórica del siglo il d. C. falsamente atribuido a Elio Aris
tides y que hemos dado en llamar Retórica de Aristides, nos topamos con otra
versión de los mismos conceptos de los “caracteres” y “virtudes” en forma de
“ideas” del estilo.
Lo que hace Hermógenes en particular y de forma distintiva es tratar de
construir un sistema completo de estas “ideas” a imagen y semejanza de su sis
tema de las stáseis. La obra resultante de tal empeño, Sobre las ideas del estilo,
influyó decisivamente en la enseñanza retórica y en la composicióna de obras
literarias a lo largo del Período Bizantino, y, asimismo, traducida al latín, fue
muy importante y ampliamente usada en el Renacimiento y, a través de la difu
sión de la estética renacentista desde Italia a otros países, ejerció una enorme
influencia en la paulatina formación, composición y desarrollo de las literatu
ras europeas. Durante la Antigüedad Tardía, la Epoca Bizantina y el Renaci
miento, Hermógenes fue, sin duda, el maestro de retórica griega más leído y
más influyente.
Un orador y un crítico literario -argumenta Hermógenes en su tratado-
necesitan entender las “ideas” del estilo, pues las dotes naturales sumadas al
estudio y la práctica de las “ideas” del estilo producirán los más granados y cons
picuos éxitos. Las “ideas” son cualidades generales no exclusivas de un autor
concreto sino localizables en grupos de escritores en cuyos textos se percibe y
se cata un sabor especial. Estas “ideas”, combinadas de varias maneras, son las
que hacen surgir construcciones literarias dotadas de un determinado estilo,
como el estilo poético, el deliberativo, el panegírico, etc. Quien mejor ha sabi
do combinarlas, o dicho de otro modo, el maestro de la combinación de las
“ideas” que generan los estilos, fue, naturalmente, el orador Demóstenes.
Las siete “ideas” básicas cuyas combinaciones generan los estilos de los
géneros literarios en prosa o verso, son: la “claridad” (saphéneia), la “elevación”
(mégethos), la “belleza” (kállos), la “vehemencia” (gorgótes), el “carácter” (éthos),
la “sinceridad” (alétheia) y la “intensidad” (deinótes). Ahora bien, al igual que
ocurría con la enmarañada tela de araña de las stáseis, las subdivisiones de estas
“ideas” básicas incrementan su número, de siete que eran, a trece.
Estas “ideas” combinadas configuran -ya lo hemos dicho- los estilos de las
obras literarias en prosa o verso. Y así, de la combinación de ellas resultan los
cuatro estilos, el “elevado”, el “llano”, el “medio” y el “mixto”. Pero, en realidad,
Hermógenes opina que como se aprende verdaderamente retórica no es memo-
rizando las características de los cuatro estilos sino estudiando cada una de estas
“ideas” y precisamente sometiéndolas a estudio desde el punto de vista de los
“elementos del lenguaje”, que son el “pensamiento” (mnoia), el “método de tra
tamiento” (“figuras de pensamiento”) (méthodos), la “elección de palabras” Qéxis),
las “figuras de dicción” (skhémata), las “cláusulas” (Μα), la “combinación de
palabras” (súnthesis), la “cadencia” (anápausis) y el “ritmo” (rhuthmós).
Para lograr la “idea” de la “claridad”, por ejemplo, hace falta un “pensa
miento” claro, un “método de tratamiento” ordenado, una “elección de pala
bras” comunes, evitar las “figuras de dicción”, componer “cláusulas” cortas
divididas en “incisos" (kómmata), conseguir una “combinación de palabras”
sencilla y fácil de seguir, lograr que las “cadencias” y las “pausas” se ajusten a
la secuencia general del texto, y, por último, emplear el “ritmo” yámbico o tro
caico, que son los más conversacionales.
La “claridad”, pues, viene a ser lo que hoy llamaríamos el presunto y utópi
co “grado cero” de la escritura, a partir del cual comienzan a perfilarse los estilos.
Y de entre todas las “ideas” destaca la “intensidad” (deinótes), que es la mezcla
proporcionada y correcta de todas las “ideas” o “formas del lenguaje” y sus con
trarias (Rabe, 368-369). Con ella Demóstenes adquirió su indiscutible grandeza.
Poéticas y retóricas griegas
Y con esta metodología bien fÿada nuestro rétor continúa haciendo sus
exposiciones acerca del estilo a lo largo de su obra. La retórica deliberativa -nos
dice- requiere “elevación” e “intensidad”, la judicial procura sobre todo perfi
lar estilísticamente el “carácter”. Toda la poesía, que no es sino discurso del
género panegírico o epidictico, puede ser estudiada en los mismos términos.
que los discursos en prosa, es decir, examinando sus “ideas” a la luz de los “ele-
252
mentos del lenguaje”, y, así, por ejemplo, a Homero y a Hesíodo se los some
te ajuicio y medida con los raseros de los “elementos del lenguaje”, a saber, el
“pensamiento”, el “método de tratamiento”, la “elección de palabras”, las “figu
ras de dicción”, etc.
Hermógenes consideraba sus dos tratados, el Sobre las stáseis y Sobre las ideas
del estilo, como las dos partes de su peculiar retórica. Precisamente, los com
puso pensando en el declamador, en el autor de declamaciones. Pues este típi
co orador, al abordar su empresa, debe considerar, en primer lugar, cómo tra
tar el caso que le ha tocado declamar, es decir, ha de decidir cuál es la stásis de
su discurso. Para ayudarle a lograr este fin compuso Hermógenes su obra Sobre
las stáseis. En segundo término, debe parar mientes en lo que va a decir, en
cómo va a adaptar su argumento al tipo de “cuestión” o stásis del discurso que
se dispone a pronunciar. Y, por último, ha de tener en cuenta las cualidades
estilísticas de su declamación. Y justamente para prestarle ayuda en este pun
to escribió su tratado Sobre las ideas del estilo.
Al tratar de la obra de Hermógenes titulada Sobre las ideas del estilo, nos hemos
referido ya al tratado de retórica del siglo ii d. C. falsamente atribuido a Elio
Aristides, en el que nos topamos con otra versión de los mismos conceptos de
los “caracteres” y “virtudes” en forma de “ideas” del estilo, denominación ésta
de “ideas” muy del gusto del Neoplatonismo de la época.
Da la impresión por ciertos detalles, en los que no podemos ahora entrar
a fondo, de que Hermógenes, al componer su Sobre las ideas del estilo, tuvo ante
los ojos el primero de los dos libros de que se compone la obrita que denomi
namos, por no imponerle un nuevo nombre, Retórica de Aristides (Spengel, II,
459-554). La llamamos así, sencillamente, porque en dos pasajes (I, 141 y 174)
reproduce textos de los discursos de Elio Aristides sin citarle.
En realidad, el opúsculo es una combinación de varios tratados, en el pri
mero de los cuales, titulado Sobre el discurso político, se exponen las “ideas”
o virtudes del estilo, que son doce, a saber: la “solemnidad” (semnótes), la
“gravedad” (barútes), la “amplificación” (peribole), la “credibilidad” (axiópis-
tis), la “vehemencia” (sphodrótes), el “empaque” (emphasis), la “intensidad”
(deinótes), la “diligencia” (epiméleia), la “dulzura” (glukútes), la “claridad” (saphé-
neia), la “brevedad” (brakhútes), y la “corrección” (kólasis). Cada una de estas
“ideas” debe abordarse metodológicamente desde tres puntos de vista, el del
“pensamiento” (hoy diríamos el “contenido”) (gnóme), el de las “figuras”
(skhêma) y el de la “expresión” (apangelía). Las ilustraciones del funciona
miento de toda esta doctrina se toman, naturalmente, de Demóstenes, y el
objetivo del autor del tratado es convertir a sus lectores en sofistas de la talla
de Elio Aristides.
En el comentario que escribió Siriano (Rabe, 1892), el filósofo neoplató-
nico del siglo V d. C. al que ya nos hemos referido (3.4.6), a Sobre las ideas del
estilo de Hermógenes, se nos informa de que las fuentes de esta obra habían
sido las obras de Basilico y Zenón, y que la del primero era inferior en calidad
a la de Hermógenes tanto por su forma o disposición, como por su contenido
o calidad de los juicios vertidos en ella.
Poéticas y retóricas griegas
254
3.4 .8 . La Retórica de Dionisio
256
se refieren Quintiliano y otros. Y, a imagen y semejanza de Aristóteles, divide la
argumentación lógica, que él llama “epiquerema”, en “paradigma” (“ejemplo”)
y entimema, y añade que los tópicos son la fuente de los entimemas.
Al ya mencionado Menandro de Laodicea (3.4.8), que vivió a finales del
siglo ni y principios del iv d. C., se atribuyen dos tratados de retórica epidic
tica fundidos en una sola obra, tal como han llegado a nosotros, sumamente
interesantes no sólo porque nos ilustran sobre la práctica de la declamación
usual en las escuelas de retórica de entonces, sino además porque nos pro
porcionan, a guisa de datos valiosísimos, las precisas, estrictas y minuciosas
articulaciones que vertebran la estructura interna de todo discurso epidictico
de la literatura griega (Russell-Wilson, 1981; Romero Cruz, 1989). El prime
ro está incompleto y se titula División del discurso epidictico genetlíaco, aunque
abarca en su tratamiento himnos, plegarias, encomios de ciudades, etc. (Spen-
gel, 1966: 329 y ss.). El segundo (Spengel, 1966: 368 y ss.), en cambio, titu
lado Sobre el género epidictico y escrito en un estilo más vivo y menos relamido
que el anterior (se piensa con razón en dos obras de autores distintos), enu
mera unas treinta especies diferentes de discurso epidictico pertrechadas cada
una de ellas de su nombre técnico y sus correspondientes tópicos pertinentes.
A los ya consabidos y canónicos tipos de discurso epidictico añade una espe
cie nueva, la lalia (II, 4), un discurso encomiástico en tono conversacional y
desprovisto de las hechuras estructurales tan marcadas de los otros del mismo
género.
258
nándola con otros artes y saberes. Así lo hizo, por ejemplo, Aristóteles en su
tratado definiendo la retórica como arte correlativo de la dialéctica y así lo hizo
también Cicerón en el Sobre la invención exponiendo la relación entre retórica
y filosofía.
En los siglos IV y v d. C. abundan los Prolegomena (Rabe) prefijados a los
comentarios que los rétores escribieron a la obra entera (el corpus) de Her
mogenes o partes de ellla. Se caracterizan por estar impregnados, como es nor
mal en esta época, de Neoplatonismo. Así, a finales del siglo IV d. C., Sópatro
compuso un Prolegomenon (Walz) en el que presenta la retórica como una par
te de la filosofía, una disciplina que sirve de introducción a la lógica, y al ora
dor como una especie de filósofo que antes de entrar en el proceso de la héu-
resis o “invención” de los puntos de la argumentación del discurso y de la
diathesis o “disposición” de ellos, se ha de enfrentar a la nóesis o “considera
ción” del tema propuesto, que puede ser médico, filosófico o político. Sópa
tro, con su Prolegomenon, se propone convertir el Sobre las stáseis de Hermo
genes en un sistema de conocimientos muy adaptado al gusto y las apetencias
de la filosofía neoplatónica. De ahí sus constantes referencias a Porfirio, el dis
cípulo de Plotino en el siglo ill d. C. que tanto contribuyó al afianzamiento y
difusión del Neoplatonismo.
En la misma línea, comentando la obra de Hermógenes sin apartarse de la
filosofía neoplatónica, están los Prolegomena de Marcelino (Rabe, 1931), Jorge
de Alejandría (siglo v d. C.) (Walz y Parisinus Graecus 2919 en la Biblioteca
Nacional de París) y Febamón (s. vi d. C.) (Rabe, 1931), así como los comen
tarios a las dos obras de Hermógenes, Sobre las stáseis y Sobre las ideas, com
puestos por Siriano, a los que ya nos hemos referido (3.4.6 y 3.4.7).
La retórica, que nació como un arte de aplicación práctica a la vida pública regi
da por la democracia y fue auxiliada por la filosofía relativista de los sofistas,
perdidas las libertades, se convirtió en disciplina escolar y declamatoria. Se hizo
así pedagógica y se convirtió en un útil indispensable para el estudio de la lite
ratura y la creación literaria. Se desplazó de la política a la literatura. Perdió de
este modo su naturalidad, su espontaneidad, y, en vez de refugiarse bajo el cobi
jo de la filosofía antidogmática y democrática de la sofística, fue a buscar ampa
ro en la filosofía sucesora de la doctrina del dogmático filósofo Platón que tan
gravemente la denostara (“correlativa de la cocinería” la llamó en el Gorgia:
465D7) (3.3.6).
Las interminables divisiones y subdivisiones de stáseis y de ideas hermoge-
nianas explicadas en los numerosos Prolegomena son el último coletazo de una
retórica que se practica sobre todo en la escuela a base de “declamaciones”
que, por su tema, son o bien directamente meras ensoñaciones o bien se asien
tan cada vez menos sobre la tierra firme de la realidad del momento.
Un rétor de la Antigüedad Tardía, Libanio de Antioquía, que escribe un
griego aticista de indudable valor y es autor de cartas estilísticamente más que
apreciables, por lo que a sus discursos se refiere, hay que decir, en cambio,
que son más interesantes como documentos históricos, por lo que en ellos pue
de entreverse tras su oropel retórico y su ostentosidad declamatoria, que como
piezas oratorias. Unos de entre ellos son discursos escritos y otros o, mejor
dicho, todos, meras “declamaciones” que, utilizando una lengua ya no habla
da -e l ático del Aticismo-, se complacen en la recuperación imposible de un
pasado irrecuperable. La retórica languidece, y las quejas continuas del rétor
antioqueno por la decadencia imparable del arte de la elocuencia están sobra
damente justificadas. Las circunstancias eran ya muy otras, la retórica se iba
convirtiendo a pasos agigantados en rígida fraseología que terminará entrando
al servicio del protocolo bizantino. Las cosas no podían ser ya de otro modo.
índice nominal
Apolodoro de Pérgamo (104-22 a. C.): rétor que llegó a ser maestro de Octa
viano y compuso un Arte (Tékhne), traducida al latín por C. Valgio Rufo,
en la que exponía pareceres y doctrina contrarios a los de Teodoro de
261
Gádara. Este último era mucho más permisivo en cuanto a las partes,
disposición y composición del discurso. Por el contrario, Apolodoro
insistía en la necesidad de que todo discurso forense se articulase en
cuatro partes estrictamente ordenadas de esta guisa: proemio, narración,
pruebas y epílogo.
A ristarco de Samotracia (217-145 a. C.): fue director de la Biblioteca de Ale
jandría en tomo al 153 a. C. Con él empezó el estudio científico de la
filología y la crítica literaria, pues trató a fondo cuestiones de gramática,
etimología, ortografía, literatura y crítica textual.
Aristófanes (450-385 a. C.): el más brillante comediógrafo de la Comedia Polí
tica o Comedia Antigua griega, del que nos han llegado 11 comedias
enteras y un millar de fragmentos. Fue todo un maestro de la parodia,
la sátira, la exageración, la fantasía cómica y la crítica social, que, por
cierto, ejerció sin piedad contra prominentes políticos, poetas, músicos,
científicos y filósofos contemporáneos.
Aristófanes de Bizancio (257-180 a. C.): sucesor de Eratóstenes al frente de la
Biblioteca de Alejandría (194 a. C.), fue famoso por sus inteligentes edi
ciones de los clásicos, sus amplísimos conocimientos, sus investigaciones
en materia de lingüística, literatura y crítica textual, y por la lúcida y siem
pre grata sistematización que penetraba todos sus trabajos.
A ristóteles de Estagira (384-322 a. C.): filósofo discípulo de Platón, autor de
obras filosóficas y científicas aún hoy importantes, entre las que desta
can una Poética y una Retórica que son de referencia obligada para quie
nes en la actualidad estudian y tratan de estos temas.
Artábano: noble que, según Heródoto (VII, 51), aconsejó al rey persa Jeq'es que no
llevara consigo a los jonios entre los contingentes de su campaña contra
Grecia para que esclavizasen Atenas, pues esta ciudad era su metrópoli.
Artemisia: princesa caria que aparece luchando junto a los persas contra los
griegos en la Guerras Médicas, según el relato herodoteo (VIII, 68).
Aspasia: cortesana culta originaria de Mileto, de considerable talla intelectual y
bien formada en retórica hasta el punto de ser interlocutora de Sócra
tes, que fue compañera sentimental de Pericles desde el año en que éste
se divorció de su mujer (445 a. C.) hasta que murió víctima de la pes
te en el segundo año de la Guerra del Peloponeso (429 a. C.).
Casio Longino (213-273 d. C.): Rétor y filósofo que enseñó en Atenas y en los
últimos años de su vida fue consejero de los independentistas regentes
de Palmira que fueron Odenato y Zenobia, por lo que fue ejecutado
cuando la ciudad insurrecta fue definitivamente tomada por los roma
nos en tiempos del emperador Aureliano.
CICERÓN (106-43 a. C,): Marco Tulio Cicerón fue, además de político, un pro-
lífico hombre de letras de la Roma anterior al Imperio. Su obra sobre
retórica es esencial para entender el arte de la elocuencia o retórica y la
oratoria, o género de los discursos, de su tiempo, así como para llenar
el enorme vacío flagrante en nuestro fragmentario conocimiento de la
retórica griega postaristotélica.
Cleón: político y demagogo ateniense sucesor de Pericles en el poder, al que
Aristófanes y Tucídides nos describen, probablemente sin escatimar pre
juicios, como un político vulgar y poco escrupuloso, aunque eficaz,
merced a su vehemente oratoria, en sus gestiones ante el pueblo. El año
427 a. C. propuso en la Asamblea ateniense ejecutar a todos los varo
nes mitileneos como castigo por su revuelta y defección de la Liga Ático-
Délica, que en realidad era el Imperio Ateniense.
CÓRAX (siglo V a. C.): rétor siracusano. El primer maestro de retórica. Proba
blemente se deba a él la división tripartita del discurso retórico en “pro
emio”, “litigid” y “epílogo”. Fue maestro de Tisias.
Darío (5 2 1 - 4 8 6 a. C.): rey de Persia que penetró en Europa el año 5 1 2 a. C.
para castigar a los escitas, sofocó la rebelión de las ciudades jonias some
tidas a su yugo (4 9 9 -4 9 4 ), y, al intentar vengarse de los griegos que les
habían ayudado en la revuelta, se enfrentó a ellos en la llanura de Mara
tón, donde fue derrotado (4 9 0 a. C.).
Democrito de Abdera (460-380 a. O : filósofo atomista que defendió la exis
tencia de un universo infinito y perecedero, movido por causas mecá
nicas y dotado de una contextura meramente material a base de átomos,
teoría contraría a la del “cosmos” finito y eterno de la teleología aristo
télica, que es el que fue canonizado y declarado ortodoxo.
Demóstenes (384-322 a. C.): sin duda el más excelso de los oradores griegos,
que supo combinar el encanto aticista de Lisias con ciertas dosis de vehe
mencia y ritmo que más tarde serán exageradas para mal por el Asia-
nismo.
Diógenes Laercio: primera mitad del siglo III d. C. Autor de un compendio sobre
las vidas y doctrinas de los filósofos de la Antigüedad, desde Tales has
ta Epicuro.
Dionisio de Halicarnaso: rétor (maestro de retórica) e historiador que enseñó
en Roma durante muchos años a partir del 30 a. C. Aunque buena par
te de su doctrina es tradicional y da la impresión de estar presidida por
índice nominal
263
Dionisio Longino: llamado también “fteudo-Longino” para distinguirlo de Casio
Longino (213-273), rétor y filósofo que enseñó en Atenas. Vivió en el
siglo I d. C. y compuso una obra de importancia singular, el tratado Sobre
lo sublime, en el que, alejándose de la doctrina retórica imperante, expli
ca lo que en realidad constituye la elevación y la grandeza de determi
nadas obras literarias. Esta obra es aún hoy de inexcusable lectura y, a
decir verdad, de un valor permanente.
Dionisio Tracio (170-90 a. C.): maestro de gramática y literatura en Rodas. Com
puso un ‘Arte gramatical”, que es un epítome de las doctrinas sobre gra
mática de los estoicos y de los alejandrinos.
El Divino F ilósofo: Platón.
El Estagirita: Aristóteles.
Eveno de Paros (siglo v a. C ): poeta y sofista que dio forma métrica a reglas de
retórica y convirtió voces corrientes en terminología específica de este
arte (Platón, Fedro 267A).
F ilip o II DE M aced on ia (359-336 a. C.): rey de Macedonia que resultó un estupendo
estadista, diplomático y general. Fue el monarca que realizó la expansión
del reino macedonio, con lo que puso las bases de su grandeza. El nacio
264
nalista Demóstenes vio en él un déspota, los panhelenistas Isócrates y Éfo-
ro un líder de Grecia, y el individualista Teopompo lo consideró el hom
bre más brillante de entre los hasta entonces nacidos en Europa.
Gorgias de Leontinos (483-376 a. C.): sofista del siglo v a. C. Autor de opús
culos filosóficos y retórico-filosóficos, como Sobre la Naturaleza, o sea
sobre el No-Ser, el Encomio de Helena y la Defensa de Palamedes. De él arran
can las artes o ciencias que son la Poética y la Retórica.
Hermágoras de Temno: floreció en tomo al 150 a. C. Fue el rétor más importante
de la Epoca Helenística, autor de un compacto y elaborado sistema de
“posiciones” o “planteamientos” (stáseis) de las causas o litigios.
Hermógenes de ta r s o (siglo ii d. C.): autor de dos textos de retórica extraordi
nariamente famosos en la Época Bizantina y el Renacimiento. En uno
de ellos (Sobre las ideas) trata de las siete formas o cualidades del estilo,
que se vislumbran todas ellas en la inigualable prosa de los discursos
demosténicos. En la otra, Sobre las stáseis (“planteamientos” de los casos),
completa, sistematiza aún más y perfecciona la obra compuesta sobre
el mismo tema por Hermágoras de Temno.
Heródoto: primera mitad del siglo v a. C. Es, ajusto título, el “Padre de la His
toria”, como le llamó Cicerón, pues fue el primer escritor en prosa que
reflexionó sobre el significado profundo de los acontecimientos históri
cos. Para esta su reflexión eligió como tema las Guerras Médicas y los
sucesos que las precedieron y siguieron inmediatamente. Vislumbró así
la constante histórica de la ascensión y la decadencia de los sucesivos
imperios. No terminó su obra, pero la coronó con un epílogo muy sig
nificativo y esclarecedor de su filosofía (IX, 107-122).
Hesiodo: floreció en tomo al 7 0 0 a. C. Autor de dos poemas didácticos, uno
teogónico, la.Teogonia, que refiere la genealogía de los dioses, y otro,
didáctico moral (pues es una exhortación a la vida laboriosa y honrada),
Los Trabajos y los Días, que, aparte de su innegable valor literario, es un
interesante documento que refleja fidedignamente las condiciones socia
les de la Grecia Arcaica.
Homero (viii a. C.): poeta al que tradicionalmente se atribuyen dos poemas épi
cos de extraordinaria calidad, la llíada y la Odisea.
Horacio (65-8 a. C.): poeta lírico autor de odas y epodos, así como de poesía
hexamétrica en estilo conversacional (sermones) y epístolas poéticas, entre
las que destaca el Ars poetica.
índice nominal
Isócrates (436-338 a. C.) : orador y sobre todo rétor que ejerció una influencia
extraordinaria en el mundo griego por su modelo de retórica educativa
o paideía retórica.
265
Jerjes: rey persa hijo de Darío y Atosa que se propuso castigar a los griegos por
su participación en la revuelta jonia (490 a. C.). Así, en la primavera del
480 a. C., con un gran ejército invadió Grecia, pero su flota fue derro
tada por las naves que comandaba Temístocles en Salamina, y su ejérci
to, al mando de Mardonio, fue derrotado en Platea.
Jon DE Q.UÍOS (480-421 a. C.): poeta y prosista autor de comedias, dramas satí
ricos, poesía lírica, obras filosóficas e históricas, así com o libros de via
je y anecdotarios.
Menandro de Laodicea: rétor de finales del siglo m y comienzos del iv d. C. que
fue un indiscutible maestro de la retórica epidictica.
PARMENIDES DE Elea: floreció en tomo al 350 a. C. Filósofo importante y autor
de un poema filosófico en hexámetros. Su idea central es que el pensa
miento y el lenguaje tienen que tener un objeto del que se hable y sobre
el que se piense, por lo que todo lo que se dice o se piensa existe. A los
65 años de edad visitó Atenas (Platón, Parménides 127B).
PERICLES (495-429 a. C.): extraordinario estadista ateniense, nieto de Clístenes,
de incorruptible carácter, buen político y excelente orador. Fue en vida,
a lo largo de sus muchos años de ejercicio del poder político, amigo ínti
mo de relevantes personalidades del mundo de la filosofía y el arte, como
el filósofo Anaxágoras, el tragediógrafo Sófocles o el escultor Fidias.
PÍNDARO (518-446 a. C.): poeta lírico beocio (nació en el pueblito de Cinoscé-
falas, en Beocia) que compuso excelentes himnos, peanes y ditirambos,
partenios, encomios, trenos, cantos procesionales (prosodia), cantos para
la danza (huporkhémata) y epinicios (“cantos para la celebración de una
victoria”). El estilo de estos últimos es inimitable por sus raudas transi
ciones y sus veloces encadenamientos de variadas y cegadoras metáfo
ras. Poesía de la más pura y acrisolada.
PisIstrato: tirano de Atenas durante 3 6 años a partir del 546 a. C. El hijo de
Pisistrato, Hipias, fue depuesto y expulsado el año 410 a. C. gracias a
la intervención del rey de Esparta Cleómenes y de Clístenes, el noble
ateniense de la familia de los Alcmeónidas.
Platón (429-347 a. C.): uno de los pensadores más notables de la filosofía uni
versal. Autor de inolvidables diálogos escritos en un estilo riquísimo en
Poéticas y retóricas griegas
266
parecer había compuesto (448C). También se burla de él Platón por su
osadía y excesiva capacidad de verbalization en el proceso de la inven
ción o acuñación de nuevos términos para aplicarlos al arte de la elo
cuencia.
Pródico de Ceos: sofista contemporáneo de Sócrates, autor de la paráfrasis del
mito de la “Elección de Heracles entre la Virtud y el Vicio”. Trabajó a
fondo en el área del uso correcto de las palabras y la diferenciación de
aparentes sinónimos. Fue, por otro lado, un predecesor del ateísmo
de Evémero, pues explicaba el origen de la religión por causas naturales.
P rotágoras de Abdera: floreció a mediados del siglo v a. C. Sofista famoso que
fue autor del famoso dicho de “el hombre es la medida de todas las
cosas”, frase que resume su doctrina sobre la relatividad de todo cono
cimiento y el sano escepticismo frente a la inepta pretensión de validez
universal que caracteriza a la presuntuosa y acrítica ciencia.
Pseudo-Dionisio de HALICARNASO: desconocido autor de un brillante capítulo
(el IX) de un manual de retórica falsamente atribuido a Dionisio de
Halicarnaso (la Retórica de Dionisio, de fines del siglo π o comienzos del
ni d. C.), en el que afirmaba (afirmación de sabor moderno) que todo
lenguaje es figurado, oponiéndose así a los filósofos estoicos, según los
cuales existía un lenguaje “llano”, liso, sin figuras, y un lenguaje “figu
rado” construido a base de “figuras” (skhémata).
Quintiliano (35-90 d. C.): famoso abogado y rétor natural de Calagurris (Cala
horra), autor de una “Formación oratoria”, Institutio oratoria, publicada
antes de la muerte de Domitiano. El texto completo de esta obra lo des
cubrió Poggio Bracciolini en el monasterio de San Gal el año 1416 y fue
sumamente importante como manual de educación hasta finales del
siglo xvili. Hay de esta obra una excelente traducción al español, labor
del sabio maestro Alfonso Ortega Carmona, citada en la Bibliografía.
SÓFOCLES (496-406 a. C.): espléndido dramaturgo griego, autor de tragedias y
dramas satíricos, que introdujo un tercer actor en sus dramas, el uso de
los decorados o escenografía, y elevó a 15 el número de miembros
de sus coros.
TEMÍSTOCLES (585-462 a. C.): destacado político ateniense que, siendo arconte el
año 493 a. C., comenzó la ampliación y fortificación del puerto del Pireo.
Años más tarde (483 a. C ), también desde el poder, consiguió un aumen
to de los ingresos procedentes dé las minas de plata de Laurion con los que
índice nominat
267
TEODORO de Gádara: rétor que floreció en tomo al 33 a. C. Fue maestro de Tibe
rio y, en cuanto a la doctrina retórica, rival de Apolodoro de Pérgamo,
que era mucho más rígido que él respecto de la composición, disposi
ción y división de los discursos en partes.
Timeo DE Tauromenio (356-260 a. C.): autor de 38 libros de Historia que se refe
rían fundamentalmente a Sicilia, escritos en un estilo en el que los
resabios de la enseñanza retórica no brillaban precisamente por su
ausencia.
Tisias: siracusano del siglo v a. C. Con Córax, del que tal vez era alumno, fue
uno de los fundadores de la primera escuela de retórica. Se le adjudica
la implantación y promoción de la estrategia retórica del a la sazón nove
doso “argumento de probabilidad” (eikós).
TRASÍMACO de Calcedón: floreció en tomo al 420 a. C. Conocido por su brutal
tesis, expuesta en la República de Platón, de que la justicia es lo que
beneficia al más fuerte. Desempeñó como rétor un importante papel en
el desarrollo de la oratoria griega, pues estudió a fondo sus estrategias
emocionales y estilísticas y derivó de esos estudios importantes obser
vaciones y reglas prácticas que aplicar a los discursos.
Tucídides: autor de una excelente Historia de la Guerra del Peloponeso, conflicto
bélico que enfrentó a Atenas y Esparta entre los años 431-404 a. C. Su
estilo posee un indudable sabor poético y arcaizante; es áspero y cam
biante en la disposición del léxico, las figuras, los ritmos y las armoní
as; y es semánticamente veloz y rico en nuevas y hasta inauditas acu
ñaciones verbales.
Zenódoto de Éfeso: nació en tomo al 325 a. C. y fue, en el año 2 8 4 a. C., el
primer director de la Biblioteca de Alejandría.
Glosario
Agón: competición.
269
Asianismo: estilo florido p o r excelencia, colm ado de amplificaciones, figuras y
variadas estrategias, en contraposición al estilo riguroso, sucinto y cla
ro del Aticismo.
Asíndeton: ausencia de elemento lingüístico de unión entre grupos sintagmá
ticos, proposiciones, frases o párrafos.
Aticismo: estilo que se basa en la claridad, la brevedad, la concisión, y es ajeno,
por tanto, a toda amplificación ociosa.
ÁuXESlS: amplificación.
B e lle s - le t tr e s : humanidades, o sea, ciencias o conocimientos de la gramática,
retórica, poética e historia según el modelo de la formación de la Antigüe
dad Clásica. El nombre procede de la denominación institucional “Acadé
mie des inscriptions et Belles-Lettres”, vigente ya en la Francia del siglo xvil.
Burlesco: estilo que se basa en el contraste de los tonos, com o, por ejemplo,
el de un héroe épico o trágico, alternando dicción grandilocuente con
lenguaje vulgar y rastrero.
Clímax: gradación.
Composición: proceso de la elocución p or el que se com binan las palabras pre
viamente seleccionadas en el proceso de la selección o eklogé.
Dé ON: “lo debido”, lo que no hay m ás rem edio que decir de acuerdo con las
circunstancias (Tucídides I, 2 2 ).
Desenlace: último m om ento de la acción o intriga del sistema dramático clási
co, en el que el nudo se deshace, las tensiones se apaciguan y la situa
ción recupera el equilibrio.
270
DÊSIS: nudo de una acción dramática.
Deu s e x MACHINA: artificio empleado en el teatro para resolver una situación difí
cil o im posible, colm ada de tensión y paroxism o, co m o el de que un
dios aparezca en escena, con ayuda de una grúa y poleas, para dar solu
ción a lo que hum anam ente no la tenía.
Dialogismo: término de Bajtín para designar la pluralidad de voces del texto litera
rio, en el que, efectivamente, hablan a la vez el autor, los personajes, las dife
rentes clases sociales y las fórmulas estereotipadas del propio lenguaje.
DlÁNOlA: designio o intención de un personaje.
Dia t h e s is : disposición.
Dieg em á t ic o : narrativo.
Dié c e s is : narración.
Dik a s t é s : ciudadano ateniense que ejercía de juez en una causa o litigio.
DÓXA: opinión, m era opinión o parecer frente al conocim iento firme y funda
do (epistéme).
DunáMEIS: posibilidades retóricas de las diferentes especies de oratoria.
É k p l e x is : estupor.
E le u t h e r ia : libertad.
Elocución: formulación en forma de frases y períodos de los argum entos ya
encontrados y ordenados.
Elocuencia: propósito de la retórica, a saber: la capacidad de instruir, em ocio
nar y complacer, y por ende persuadir, al oyente de un discurso.
E lo c u tio : elocución.
E m p e ir íá : experiencia.
E pa g o g é : inducción.
Epidictico: de exhibición u ostentación de las habilidades oratorias.
Epílogo: peroración.
Epinicio: himno para festejar una victoria deportiva.
Episodio: parte dialogada del drama griego antiguo situada entre dos entradas
Géisodoi) del Coro.
E p is t é m e : ciencia, o sea, sistema de conocim ientos firmes y seguros.
H ed o n é : placer.
H e t a ir ía : club aristocrático de naturaleza y finalidad política.
H é u r e s is : invención.
Hipérbole: exageración.
272
HipocoRISMO: empleo de diminutivos o apelaciones familiares.
H ipó rq u em a : canto para la danza.
Hipótesis: cuestión que envuelve situaciones e individuos concretos, frente a
la tesis, que no versa sobre individuos o situaciones específicas.
H o m eo téleu to n : rima de finales de palabras sucesivas.
H óro s : definición.
274
Quiasmo: disposición en aspa (en forma de letra khi) de elementos lingüísticos
equivalentes dentro de la frase.
Rapsodo: recitador de cantos de los Poemas Homéricos.
Recurrencia: principio fundamental de la poética consistente en que los ele
m entos lingüísticos que com ponen un poema, al igual que las mágicas
palabras de las religiones, se reiteran en el sentido de que se cierran en
sí mismos y vuelven constantem ente al punto de que partieron.
Selección: proceso de la elocución p or el que se seleccionan o eligen las pala
bras para combinarlas luego en el proceso denom inado composición o
súnthesis.
Simposio: banquete.
SÍNCRisis: confrontación.
S khém ata : figuras en cuanto posturas del lenguaje.
S pho d ró tes : vehemencia estilística.
S t á s is : posición en que debe ponerse el orador para, a m odo de púgil, hacer
frente a la cuestión en litigio.
S tatus c a u sa e : stásis.
SÚGKRisis: síncrisis.
S únthesis: composición.
T eleología: doctrina filosófica que concibe y defiende la existencia de una fina
lidad en el universo.
T esis: cuestión o disputa que no versa sobre individuos o situaciones específi
cas, com o, por ejemplo, la cuestión filosófica de si hay algún otro bien
aparte de la honra o la de si se debe fiar uno de los sentidos.
T h u sía : sacrificio.
TÍASO: cofradía o cortejo activo en la celebración de los festivales.
T reno: canto fúnebre.
T ró po i: figuras en cuanto giros y maneras del lenguaje.
Verosimilitud: objetivo fundamental de la argumentación retórica. Con el len
guaje persuasivo sólo se puede aspirar a lo verosímil. La Verdad es patri
monio exclusivo de los talibanes.
X en ism ó s : extranjerismo.
Cronología
mármol.
Tales de Mileto predice un eclipse de
Sol.
277
Año Historia y sociedad Cultura y arte
5 6 0 -5 5 0 a. C. El rey persa Ciro conquista Media. Se establecen los Juegos cíclicos (Píri
Primera tiranía de Pisistrato en Ate cos, ístm icos, Ñem eos).
nas. Je n ó fa n e s de C olofón, activo co m o
filósofo y poeta.
278
Año H istoria y so cied a d C ultura y a rte
2 5 0 -2 0 0 a. C. Escipión derrota a Aníbal en Zama, Los rom anos em piezan a adm irar el
Cartago pasa a ser provincia roma arte griego.
Cronología
279
Año H istoria y so cied a d C ultura y a rte
m ógenes.
280
Año Historia y sociedad Cultura y arte
3 0 0 -4 1 0 L os visigod os, com an dad os por Se construyen las prim eras basílicas
Alarico, saquean Roma. cristianas.
Libanio escribe tediosos discursos y
bellísimas cartas. La retórica está ago
tada. Su discípulo Aftonio com pone
unos Progumnásmata. Sópatro redac
ta sus Prolegomena.
283
Grimaldi, W M. A. (1980): Aristotle, Rhetoric. 1, A Commentary. Fordham Uni
versity Press. Nueva York.
— (1980): Aristotle, Rhetoric. I I , A Commentary. Fordham University Press.
Nueva York.
Halm, C. (1863, reimpr. 1964): Rhetores Latini Minores. Teubner. Leipzig. Miner
va, Francfort.
Kassel, R. (1976): Aristotelis Ars Rhetorica. W de Gruyter. Berlin.
Lucas, D. W (1968, reimpr. 1972-1983): Aristotle. Poetics. Introduction, Com
mentary and Appendixes. Oxford.
Matthes, D. (1962): Hermagoras. Fragmenta. Teubner. Leipzig.
Mazzuchi, C. M. (1992): Dionisio Longino. Del Sublime. Introduzione, testo cri
tico, traduzione e commentari. Biblioteca di Aevum antiquum. Milán.
Merkelbach, R. y West, M. L. (1967): Hesiodi Fragmenta. Oxford.
Ortega Carmona, A. (1997-2002): Quintiliano de Calahorra. Obra Completa I-
IV Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca. Salamanca.
Patillon, M. (2001): Apsinès. Art Rhétorique. Problèmes à faux-semblant. Belles
Lettres. Paris.
Rabe, H. (1892): Syriani in Hermogenem Commentaria, I. Teubner. Leipzig.
— (1913, reimpr. 1969): Hamogenis Opera (Rhetores Graeci, 6). Teubner. Leip
zig. Stuttgart.
— (1931): Prolegomenon Sylloge. Teubner. Leipzig.
Racionero, Q. (1990): Aristóteles. Retórica. Introducción, traducción y notas.
Gredos. Madrid.
Radermacher, L. (1951): Artium Scriptores. Reste der voraristotelischen Rhetorik.
Ôsterreiches Akademie der Wissenschaften, Philosophisch-historische Klas-
se, Sitzungsberichte 227, Band 3. Viena.
Rhys Roberts, W (1901): Dionysius o f Halicarnassus. Three Literary Letters. Cam
bridge University Press. Cambridge.
•
— (1902, reimpr. 1969): Demetrius On Style. The Greek Text o f Demetrius De
elocutione. Cambridge University Press. Cambridge. Georg Olms Verlag.
Hildesheim.
— (1910): Dionysius o f Halicarnassus. On Literary Composition. Cambridge Uni
versity Press. Cambridge.
Romero Cruz, F. (1989): Menandro: Sobre los géneros epidicticos. Introducción,
Poéticas y retóricas griegas
284
Sancho Royo, A. (1991): Hermógenes. Sobre los tipos de estilo y Sobre el método
del tipo Fuerza. Introducción, traducción y notas. PUS. Sevilla.
Schmid, G. (1926): Aristidis qui feruntur libri rhetorici II. Teubner. Leipzig.
Spengel, L. (1853-1856, reimpr. 1966): Rhetores Graeci, 3 vols. Leipzig. Franc
fort.
Spengel, L. y Hammer, C. (1894): Rhetores Graeci ex recognitione Leonardi Spen
gel. Leipzig.
Sudhaus, S. (1902-1906): Philodemi volumina rhetorica, 2 vols, y supl. Teub
ner. Leipzig.
Tovar, A. (1953): Aristóteles. Retórica. Edición del texto con aparato crítico. Tra
ducción, prólogo y notas. Instituto de Estudios Políticos. Madrid.
Usener, H. y Radermacher, L. (1899, reimpr. 1965): Dionysii Halicarnassei quae
extant, VI. Teubner, Leipzig. Stuttgart.
Walz, CH. (1 8 3 2 -1 8 3 6 , reimpr. 1968): Rhetores Graeci, 9 vols., Londres.
Osnabrück.
2. Bibliografía crítica