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Moderna
Descartes
(1596–1650) 6
«El buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues
cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más descon-
tentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya
tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien
esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso,
que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente
igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opi-
niones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo
de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no con-
sideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo
principal es aplicarlo bien. Las almas más grandes son capaces de los mayores
vicios, como de las mayores virtudes; y los que andan muy despacio pueden
llegar mucho más lejos, si van siempre por el camino recto, que los que corren,
pero se apartan de él.» [Descartes, R., Discurso del método, 1.]
Historia de la Filosofía – 6. Descartes Índice
Índice
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 1. Introducción: De omnibus dubitandum est
«En la ciudad de H. vivió hace algunos años un joven estudiante, de nombre Johan-
nes Climacus, cuyo anhelo no era en modo alguno llamar la atención del mundo, pues, al
contrario, se complacía en pasar oculto y en paz. Quienes le conocían un poco más íntima-
mente trataban de explicar su naturaleza introvertida, que evitaba todo contacto continua-
do con la gente, con la suposición de que se encontraba melancólico o estaba enamorado.
Quienes suponían lo segundo no carecían en cierto sentido de razón, aunque se equivoca-
ban si creían que el objeto de sus sueños era una muchacha. Tales sentimientos eran comple-
tamente extraños para su corazón. […] Estaba enamorado, apasionadamente enamorado,
pero del pensamiento, o mejor, del pensar. […] Entonces, cuando su cabeza repleta de pen-
samientos se inclinaba como una espiga madura, no era porque escuchara la voz de la ama-
da, sino porque prestaba oído al secreto susurro de los pensamientos. […] Así, se regocijaba
comenzando con un pensamiento particular y ascendiendo desde éste, peldaño a peldaño,
por la vía de la consecuencia, hasta uno más elevado. […] Cuando había ascendido hasta
el pensamiento más elevado, experimentaba un placer indescriptible, un apasionamiento
voluptuoso, precipitándose de cabeza por las mismas consecuencias hasta llegar al punto
del que había partido. […] El gozo no le permitía conciliar el sueño por la noche, pero eso
no importaba: no dejaba en ningún momento de hacer el mismo movimiento, pues este
sube y baja, baja y sube del pensamiento era un placer que no tenía parangón. […]
Aunque el modo de ser de Climacus pu-
diera resultar algo llamativo para quienes no
le conocían de cerca, en absoluto era extraño
para quienes estaban un poco al tanto de su
vida anterior; pues, aunque a la sazón contaba
con veintiún años de edad, hasta cierto pun-
to siempre había sido así. Las aptitudes de su
alma no había sido perturbadas durante la in-
fancia: más bien había sido desarrolladas por
una circunstancias propicias. Su casa no ofre-
cía muchas diversiones y, como por lo demás
nunca salió demasiado, tuvo pronto que en-
tretenerse consigo mismo y con sus propios
pensamientos. […]
Mientras que la vida en la casa paterna
contribuía así a desarrollar su fantasía, ense-
ñándole a encontrar gusto a la ambrosía, todo
aquello se hallaba en armonía con la educa- John Peter Frankestein, Retrato de
ción que recibía en la escuela. La sublime au- Godfrey Frankenstein. Ca. 1840,
toridad de la gramática latina, la divina digni- Smithsonian Art Museum, Washington.
dad de las reglas, desarrollaron en él un nuevo
entusiasmo. Pero fue especialmente la gramática griega lo que llamó su atención. A causa
de todo ello, olvidó leer a Homero en voz alta para sí mismo, como solía hacer en ocasio-
nes para deleitarse con los ritmos de los poemas. Y es que el profesor de griego expuso la
gramática de una manera mucho más filosófica. Cuando le explicó que el acusativo, por
ejemplo, es la extensión en el tiempo y en el espacio, que los casos no los rige la preposición
¹ Søren Kierkegaard, Johannes Climacus, o De todo hay que dudar. Barcelona, Alba Editorial, 2008, págs.
31 y sigs.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 1. Introducción: De omnibus dubitandum est
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii
enunciado y el hecho de llegar a ser filósofo. No sabía si podría llegar a serlo, pero haría
cualquier cosa para que así fuera. Con tranquila solemnidad, fue decretado entonces que
tenía que comenzar. Se animaba a sí mismo recordando el entusiasmo de Dión, quien, al
embarcarse en compañía de unos pocos para entablar la lucha con Dionisos, dijo: “Haber
participado en esto es suficiente para mí. Aunque tenga que morir en el instante en que
ponga pie en tierra, sin haber hecho nada más, consideraré esa muerte honrosa y feliz’’.
Dio comienzo entonces a sus operaciones y confrontó enseguida las tres afirmaciones
principales que había oído respecto a la relación del enunciado con la filosofía.
Estos tres enunciados rezaban así: 1) La filosofía comienza con la duda; 2) Uno tiene
que haber dudado para llegar a filosofar; 3) La filosofía moderna comienza con la duda.»
2. El siglo xvii
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii
para luchar contra la política absolutista de Mazarino. Los hugonotes (calvinistas) siguen
creando problemas y la revocación del Edicto de Nantes, en 1685, empeora aún más las
cosas: cerca de medio millón de hugonotes emigra en masa, lo cual origina graves daños a
la economía mercantil y las primeras críticas al absolutismo.
No van mejor las cosas en España, donde la burguesía está arruinada, y nobleza y clero
son dueños de la tierra: expulsión de los moriscos tras la guerra de las Alpujarras (1609),
motines en Vizcaya (1630–1631), guerra de Cataluña (1640–1652), rebelión de Portugal
(1640), revueltas populares en Sevilla (1652).
En Inglaterra hay dos revoluciones y una guerra civil, la cual termina con la ejecución
del rey y el triunfo del sistema parlamentario. En Alemania, después de la guerra de los
Treinta Años, es un país absolutamente dividido: unos 300 territorios soberanos a los que
no aglutina un sentimiento nacional común. Frente a todo esto, los problemas internos de
Holanda tienen mucha menor importancia.
Si esta es la situación interior de los Estados, la relación entre ellos no es mucho mejor:
lo normal es la guerra, y lo excepcional, la paz.
¶ La Guerra de los Treinta Años (1618–1648): Constituye uno de los hitos
más importantes de la crisis en que se verifica el triunfo hacia la plena modernidad.
Con este enfrentamiento, se consumará el declive de los grandes monstruos políticos,
o sea, de los Imperios, y con ello el eclipse de las restauraciones universalistas político-
religiosas. Tanto el Imperio español como el Imperio de los Habsburgo de Austria
ceden la hegemonía a los pujantes estados del centro y norte de Europa.
Las raíces de la guerra hay que buscarlas en las tensiones religiosas entre el ca-
tolicismo y la Reforma protestante, siendo la Guerra de los Treinta Años su último
y decisivo episodio. Ahora bien, lo que empezó siendo un problema religioso, rápi-
damente se transforma en un problema político que afectará a todas las potencias
europeas.
La paz de Augsburgo de 1555 decretada en el Imperio ponía al luteranismo al
mismo nivel que el catolicismo. Reconocía, mediante el principio cuius regio, eius
religio, la libertad religiosa a los príncipes, quienes podían imponer a sus súbditos la
religión que profesasen. Sin embargo, lejos de resolver la situación, las tensiones entre
católicos y protestantes, sobre todo, tras la irrupción del calvinismo y el Concilio de
Trento, fueron agravándose.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii
D. Religión. Para los europeos de principios del siglo xvii la creencia en Dios era in-
cuestionable. El efecto que ello tuvo en sus vidas es muy difícil de comprender en nuestro
tiempo, ya que la fe era, para los hombres normales, una fe activa, ciega y —al parecer—
punto menos que inconmovible. Sin embargo, hacia 1700 para muchos intelectuales la
certidumbre racional de al fe se había desvanecido para siempre, los aspectos de la vida
controlados por la religión se habían reducido notablemente y el clero había perdido gran
parte de su poder. Hay que achacar esta transformación a las circunstancias de la época.
Mientras que en España e Italia la Contrarreforma mantiene férreamente la unidad de la
fe católica —lo cual tendría, sin embargo, efectos negativos para el desarrollo de la filosofía
y la ciencia—, el resto de Europa sigue agitado por los conflictos religiosos.
¶ En Francia, donde los jesuitas ejercen una notable influencia religiosa e intelectual,
encontramos las más diversas tendencias: calvinistas hugonotes, jansenistas, quietis-
tas, oratorianos. En Alemania pugnan católicos, protestantes y calvinistas. En Ho-
landa se enfrenta el arminianismo tolerante de los burgueses con el gomarismo del
pueblo y la nobleza (calvinismo estricto). Y en Inglaterra la división entre católicos,
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii
E. Los conocimientos. El siglo xvii se enfrenta con una auténtica crisis de la razón.
Las Universidades entran en decadencia y la vida intelectual se centra en los salones y las
recién creadas Academias. La filosofía escolástica ha perdido fuerza creativa. La nueva cien-
cia ha provocado el hundimiento de la imagen aristotélica del mundo, y por todas partes
se buscan nuevos horizontes intelectuales. La cultura se nacionaliza: hasta ahora poco im-
portaba la procedencia del filósofo o científico; en adelante sucederá todo lo contrario:
Descartes es francés, Locke es inglés. Tampoco la teología es capaz de unificar los conoci-
mientos: la Biblia deja de ser una enciclopedia de las ciencias, y lo teólogos pierden influen-
cia. «Silete theologi in muniere alieno» («que se callen los teólogos en lo que no es de su
competencia»), esta frase de Alberico Gentile (De iure belli, 1588) hará época entonces.
2.2. El Barroco
El Barroco —cultura y arte de toda Europa— supone una crisis de la sensibilidad,
consecuencia de las demás crisis examinadas más arriba. Es la ruptura del equilibrio emo-
cional, la necesidad de vivir apasionadamente. Los cuedros de Rubens son un buen ejem-
plo: cada escena representa un exceso y un desbordamiento. Y, en las grandes obras del
Barroco, se adivinan las tragedias y amenazas de la época. También en la nueva visión del
mundo que parte de Copérnico: un mundo infinito y en movimiento en el que el hombre
—arrojado del centro— busca encontrar su lugar.
El gran historiador José Antonio Maravall, en su obra sobre el barroco, señalaba lo
siguiente:
«La conciencia social de crisis que pesa sobre los hombres en la primera mi-
tad del siglo xvii suscita una visión del mundo en la que halla expresión el desorden
íntimo bajo el que las mentes de esa época se sienten anegadas. Son unos hombres
tristes, como alguna vez los llama Lucien Febvre, esos que empiezan a ser vistos sobre
el suelo de Europa, en los últimos lustros del siglo xvi y que seguirán encontrándose
hasta bien entrada la segunda mitad del siglo siguiente. […] El Barroco parte de una
conciencia del mal y del dolor y la expresa. […] Unas décadas de duras penalidades
influyen en crear y difundir un ánimo de desencanto, de desilusión.»³
Por eso, la visión del Barroco no podía sino ser pesimista. Es frecuente hablar de la
«locura del mundo», o de un «mundo al revés» en el que todo parece alterado (Queve-
do). Y se convierte en proverbial el verso de Plauto: homo homini lupus («el hombre es
un lobo para el hombre»). En el mismo año, 1651, aparece en el Leviatán de Hobbes y en
El criticón de Gracián; pero también es citado y comentado por otros muchos autores. El
misántropo, de Molière, parece, pues, reflejar un cierto estado de opinión.
Todo es movimiento, mudanza, fugacidad: «La vida no es otra cosa que movimien-
to» (Hobbes); nada es estable, «no hay estado sino continua mutabilidad en todo» (Gra-
cián), por lo que la metafísica escolástica —basada en la permanencia de la sustancia—
parece derrumbarse. El tiempo se convierte en una obsesión, justamente en una época en
la que el reloj es la máquina por excelencia: «Tú eres, Tiempo, el que te quedas / y yo soy
el que me voy» (Góngora). En este tiempo fugaz manda el capricho de la Fortuna, que ya
había sido el tema favorito de autores renacentistas como Maquiavelo; todo es contingen-
te y azaroso: no hay en el mundo humano necesidad ni orden. Por fin todo es apariencia,
³ Maravall, J. A., La cultura del Barroco. Madrid, Ariel, 1975, págs. 309–310.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii
y la esencia de las cosas queda oculta: «La vida humana», dirá Pascal, «no es sino ilusión
perpetua; y el hombre es disfraz, mentira e hipocresía para sí mismo y para los demás».
Por eso, cuando Calderón habla de la vida como «sueño», del mundo como un «gran
teatro», o busca como título En esta vida todo es verdad y es mentira, no hace sino utilizar
los tópicos de la época. La búsqueda de Descartes de la certeza en medio de las dudas y de
los engaños del sueño no es, en definitiva, una búsqueda retórica.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 3. La filosofía moderna
En conclusión, el siglo xvii es un siglo en plena crisis y que, en su esfuerzo por encon-
trar un nuevo equilibrio, suscita crisis aún mayores. Los espíritus demuestran tal vitalidad
y creatividad que se desemboca en lo que Paul Hazard ha llamado «crisis de la conciencia
europea» que conduce, directamente, al «Siglo de las Luces».
3. La filosofía moderna
Descartes es el filósofo que, a partir del siglo xvii, inaugura la Modernidad. Su pensa-
miento no sólo tendrá influencia sobre el resto de los filósofos racionalistas, sino también
sobre el empirismo inicial, a la vez que da comienzo a una búsqueda de autonomía para la
razón que culminará en el siglo xviii con Kant. La apuesta cartesiana por la autonomía de
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 3. La filosofía moderna
⁴ La noción de ‘posición metafísica fundamental’ está tomada de Heidegger. V. Heidegger, M., Nietzsche.
Madrid, Tecnos, 1998, pág. 632 y sigs.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 3. La filosofía moderna
3.2. El racionalismo
Las palabras ‘racionalismo’ y ‘racionalista’ datan —al menos— del siglo xviii y reci-
ben diversos significados, siendo quizá el más extendido e inexacto el siguiente: «Doctrina
de los que no reconocen como fuente de conocimiento más que la razón, rechazando, por
tanto, la revelación y la fe». Sin embargo, para los historiadores de la filosofía posee un
sentido más restringido. Se considera a Descartes como el fundador de la corriente racio-
nalista. Otros autores importantes son Baruch Spinoza (1632-1677) y Gottlieb Wilhelm
Leibniz (1646-1716).
Por ello, el paso siguiente al reconocimiento del valor de la razón es encontrar un mé-
todo adecuado de razonamiento. Ya Bacon, en su Novum Organum de 1620, había acusado
al método silogístico de Aristóteles de valer únicamente para exponer las verdades ya co-
nocidas, pero no para descubrir nuevas verdades y ampliar el conocimiento. Se trata, pues,
de encontrar un método de descubrimiento.
El modelo de este método se encuentra en la metodología científica del momento: el
método matemático. Los racionalistas, por lo tanto, quieren proceder del mismo modo
que lo hacen los matemáticos —more geometrico, dirá Spinoza—, de tal manera que el siste-
ma filosófico construido posea la misma evidencia y necesidad que un sistema matemático.
⁵ Descartes, R., Discurso del método. Traducción de Manuel García Morente. Madrid, Tecnos, 2002, pág.
68.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 4. Biografía
El modelo perfecto para ello son los principios geométricos de Euclides. Trasladado este
modelo a la filosofía se tratará de establecer —a la manera de los geómetras— unas defini-
ciones construidas a priori por la razón junto con unos axiomas de los que puedan deducirse
las proposiciones evidentes y necesarias de un sistema filosófico cerrado y completo.
Así, los principales pensadores del racionalismo elaboraron y describieron su propio
método: Descartes escribió su célebre Discurso; Spinoza, un Tratado de la reforma del en-
tendimiento; y, Leibniz, una Ars combinatoria.
4. Biografía
René Descartes nació en La Haya, población de la Turena francesa, en 1596. Era el ter-
cer hijo de una familia de origen supuestamente noble. Sus primeros años quedaron mar-
cados por el fallecimiento de su madre y la frágil salud. Así se lo cuenta el mismo Descartes
al final de su vida a la princesa Elisabeth de Bohemia:
«Nací de una madre que murió a los pocos días después de mi alumbramiento
de un mal de pulmón, causado por algunos disgustos, y heredé de ella una tos seca y
un color pálido que hacían que todos los médicos me condenasen a morir joven.»⁶
Ingresó en el famoso Colegio Real de los jesuitas de La Flèche en 1607, donde per-
maneció hasta los 19 años. Éste era un centro educativo de élite, pues, aparte de su gran
biblioteca y la calidad del profesorado, la dirección de la institución se caracterizaba por
innovaciones pedagógicas, como, por ejemplo, la incorporación de la enseñanza de las ma-
temáticas, las cuales hasta entonces sólo se enseñaban en las facultades universitarias. Así, a
lo largo de su vida, siempre recordará Descartes los beneficios de su estancia en La Flèche.
¶ El adolescente Descartes y La Flèche. Podemos reconstruir, a grandes
rasgos, cómo fue su periodo de formación en La Flèche. Descartes era considerado
un alumno excelente y, ya en estos primeros años de aprendizaje, destacaba por su
independencia frente a las opiniones recibidas, pues, a menudo, intentaba encontrar
por sí mismo las respuestas a las cuestiones suscitadas en el programa de enseñanza a
través de la consulta de las obras de autores extranjeros.
A causa de su frágil constitución, el centro le dispensaba de madrugar a la mis-
ma hora —las cinco de la mañana— que el resto de los alumnos. Podía, por tanto,
dormir todas las noches hasta diez horas seguidas. Las largas horas en la cama y en su
habitación las dedicaba Descartes al estudio y a la meditación. De esta manera, podía
leer todo cuanto caía en sus manos, lo que provocó una extraña y brillante combina-
ción de educación académica escolástica y formación autodidacta. De todas formas,
su débil salud no impidió que practicase con sus compañeros los deportes de la época:
el juego de la pelota y la esgrima.
También nos queda el testimonio de un vivo amor del joven Descartes por el
latín —no así por el griego, por el que nunca sintió un gran interés— y, sobre todo,
por la poesía, de la que valora la capacidad de elocuencia. Es interesante esta afición,
ya que Descartes insistía más, para los poetas, en la prioridad de los dones del espíritu
que en el fruto de los estudios. Los mejores poetas, en su opinión, podían considerar
como superflua el arte poética y cifrarlo todo a la intuición.
Por último, cabe recordar, según hace el propio Descartes en el Discurso del
método, la valoración insatisfactoria de las matemáticas y de la moral que estudió en
La Flèche. Con respecto a las primeras, señalaba que, aun asentándose sobre bases
⁶ Rodis-Lewis, G., Descartes. París, pág. 21. Traducción de MR.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 4. Biografía
sólidas, sólo tenían utilidad para las artes mecánicas. De la filosofía moral, por su
parte, consideraba que los antiguos escritos morales —sobre todo, los estoicos— se
presentaban como «palacios excepcionales», pero que, una vez profundizados, se
revelaban como carentes de fundamento. Sin duda, la inspiración general de la actitud
cartesiana con respecto a la necesidad de una reforma en el campo del conocimiento
ya estaba in nuce en su época de La Flèche.
En los ocho años que permaneció Descartes en el colegio siguió un plan de estudios
muy completo, empezando con las materias tradicionales: gramática, retórica y teología;
después, un curso de filosofía escolástica centrado en las obras de Aristóteles. Las clases
eran al estilo medieval: exposición de problemas, objeciones y discusiones. La filosofía es-
colástica fue, por tanto, el horizonte intelectual de su periodo de formación. Horizonte
del que, como veremos, el pensamiento cartesiano se esfuerza en desprenderse.
Estudió Derecho en la Universidad de Poitiers. Terminados sus estudios, regresó con
su familia. Pero, ni los libros de filosofía escolástica, ni los de matemáticas, ni sus estudios
universitarios llegaron a satisfacerle, por lo que su siguiente paso fue salir a conocer «el
gran libro del mundo». Se hizo soldado para conocer las cortes y las costumbres de los
hombres. Se enrola en el ejército del príncipe protestante de Orange y se instala en Bre-
da, donde tiene un encuentro decisivo con Isaac Beeckman. Ambos discutieron de física
y matemáticas, y este intercambio intelectual provocó en Descartes el abandono de la fí-
sica aristotélica en favor del mecanicismo; también le llevó a concebir una ciencia nueva,
una «matemática universal» (mathesis universalis) que resolviese todos los problemas. En
estos años de vida militar, Descartes viaja mucho; con la idea de crear una ciencia nueva
sale de Holanda y va a Alemania, donde tuvo sus tres famosos sueños en una habitación
caldeada por una estufa en los cuarteles del duque de Baviera, revelaciones que más tarde
relatará en el Discurso del método.
Por esta época adopta, asimismo, las reglas de la moral provisional que luego explicará
en la tercera parte del Discurso del método. Todo esto culminará en su primera gran obra,
las Regulae ad directionem ingenii (Reglas para la dirección del espíritu), escrita en latín
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento
hacia 1628. En esta obra pone en tela de juicio todo la que había aprendido hasta enton-
ces, reclamando la necesidad de un comienzo nuevo a partir de cero. Se busca la unidad
de la ciencia, no la diversidad de objetos de cada una. Una ciencia universal, la mathesis
universalis, que consiste en aplicar procedimientos insipirados en las matemáticas a todo
conocimiento, lo que conforma el método.
En 1629, Descartes se estableció en Holanda, donde viviría hasta 1649, buscando cum-
plir su deseo de una vida en soledad para concentrarse en el estudio sin ser molestado. En
1633 compone un ambicioso tratado que titula El mundo o Tratado de la luz, que incluía,
además, el Tratado del hombre. En esta obra, a pesar de los restos conceptuales del esco-
lasticismo, Descartes da un golpe definitivo a la física medieval al explicar el mundo y el
hombre en términos de sus propiedades geométricas. La obra no se publicó en vida de
Descartes, pues cuando estaba preparada ya para la imprenta, se enteró de la condena por
la Inquisición romana de las tesis de Galileo; tuvo miedo de enfrentarse a las autoridades
eclesiásticas y suspendió la publicación de la obra.
En consecuencia, preparó la publicación anónima de tres ensayos: Dióptrica, Meteoros
—en la que sus afirmaciones astronómicas eran más prudentes— y Geometría. Los tres
escritos estaban precedidos por un Discurso del método que llevaba el subtítulo siguiente:
para conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias. Fueron publicados en 1637.
En los ensayos y, también, en algunas partes del Discurso, se ocupa de cuestiones físicas
y matemáticas, pero poco a poco el interés va concentrándose en temas de epistemología
y de metafísica. Ahora bien, el Discurso no es la exposición de un sistema, sino más bien
un relato novelado. Encontramos ya las piezas de su sistema en la cuarta parte: la duda
metódica, el cogito, la distinción entre alma y cuerpo, y la existencia de Dios.
Estos temas serán los que desarrolle sistemáticamente en su siguiente obra, las Medi-
taciones metafísicas, escritas en latín alrededor de 1640 y publicada al año siguiente. Junto
a las Meditaciones aparecieron seis series de críticas, las Objeciones, a las ideas cartesianas
por parte de filósofos contemporáneos —entre los cuales figuraban Hobbes, Arnauld y
Gassendi— y teólogos, así como las Respuestas del propio Descartes a las mismas.
Sus últimos años son de frenética actividad: mantiene una continua correspondencia,
sigue componiendo obras, viaja y, lo más cansado de todo, los enfrentamientos con las uni-
versidades holandesas, con los teólogos de la Sorbona, y, hasta con los jesuitas, sus antiguos
maestros. Por estos años traba amistad Descartes con la princesa Elisabeth de Bohemia, a
la que conoció en La Haya en 1643. A ella le dedica Los principios de la filosofía, publicada
en 1644. La correspondencia que mantenía con la princesa era muy intensa, sobre todo por
lo que hace a la cuestión de la relación entre cuerpo y alma. Esta circunstancia le llevará a
concentrarse en el proyecto de una ética en su última publicación, Las pasiones del alma,
que apareció en 1649.
Los últimos días de Descartes transcurrieron en Estocolmo. La reina Cristina de Suecia
le invitó a su corte para recibir clases de la nueva filosofía cartesiana. El frío le enfermó de
pulmonía, de la que murió en 1650.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento
aristotelismo, que estaba dominado por el principio de autoridad. Frente a éste, Descartes
toma inspiración de la revolución científica de Kepler y Galileo, que hace desmoronarse a la
física aristotélica, pero también, del escepticismo filosófico y moral que había resurgido con
fuerza a través de escritores tan influyentes como Montaigne. Así, Descartes se encuentra
entre los escépticos, que combaten con argumentos muy sólidos las antiguas verdades de
la religión y la filosofía, y los esolásticos, la tendencia conservadora que se defiende de la
nueva ciencia y del escepticismo con las armas de la lógica y de la dialéctica tradicional.
Hay, en cualquier caso, una voluntad de ruptura, por parte de Descartes, con lo anterior y
una necesidad de construir un nuevo edificio del conocimiento con fundamentos sólidos.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento
En el Discurso del método, Descartes propone las reglas metodológicas que ha de seguir
la razón para garantizar el conocimiento obtenido mediante la razón. Estas reglas son las
siguientes:
1. Evidencia: No se puede aceptar ningún conocimiento como verdadero que no
sea claro y distinto. La verdad es la certeza del sujeto provocada por la claridad
y distinción (evidencia) con que se presenta la idea ante la mente. Hay que
evitar toda precipitación y prejuicio, por lo que, como puede suponerse, esta regla
invita a la precaución y prudencia.
2. Análisis: Debemos dividir todas cuantas dificultades encontremos en cuantas
partes fuera posible y requiriese su mejor solución. Hay que dividir, por tanto,
los elementos complejos en sus partes simples para facilitar la tarea del conoci-
miento.
⁹ Descartes, R., Principios de filosofía, carta al traductor.
¹⁰ Descartes, R., Reglas para la dirección del espíritu, 4.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento
Preguntarse por la validez de todo conocimiento supone haber pasado por la expe-
riencia fundamental de la duda. Por exigencia del método, Descartes muestra, a través de
la duda metódica, cómo todo conocimiento podría ser pensado, en realidad, un error o
una ilusión.
• No hay que confiar en los datos de los sentidos. En el pasado han sido fuente de
error y engaño, por lo tanto no son fiables.
• Puede haber confusión entre la vigilia y el sueño.
• También es posible que Dios nos engañe.
• En última instancia, podemos suponer la existencia de un genio maligno que con-
tinuamente se dedique a confundirnos. En realidad, esta hipótesis es la misma
que la anterior, pero salva la circunstancia de considerar a Dios como ser enga-
ñador y, por tanto, malo.
¹¹ Descartes, R., Discurso del método, ii.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento
aquello que ocurre en nosotros como acto consciente de la mente: dudar, entender, negar,
querer, imaginar, sentir, recordar, etc. He aquí el fundamento de la postura subjetivista
de Descartes: la evidencia sólo se da en el interior del sujeto como certeza del propio pen-
samiento. Además, el cogito es el modelo de evidencia para todo conocimiento ulterior, es
decir, la claridad y distinción del cogito constituyen el criterio con el que medir la evidencia
del resto de conocimientos posibles.
También hay que precaverse frente a la conjunción ‘luego’ (ergo) que utiliza Descartes
en su formulación. El cogito no es una deducción, sino una intuición, esto es, una evidencia
inmediata, una idea clara y distinta; no es la conclusión de un razonamiento.
Así pues, la duda metódica de Descartes no lleva al escepticismo absoluto, sino a la
primera verdad indubitable, a la primera certeza metafísica. La duda metódica no es una
simple duda como ejercicio, tampoco debe relacionarse con la duda estéril del escéptico
sistemático. Lo que pretende es convertir la duda en un método. Revisando el pasado, Des-
cartes no se conforma con conocimientos más o menos probables o que parezcan ciertos
en alguna medida. Para evitar errores o incertidumbres, el radicalismo cartesiano pretende
alcanzar un saber absolutamente cierto cuya verdad sea tan firme que esté más allá de toda
duda. En definitiva, este «yo pienso» es la primera idea clara y distinta y, por ello, la pri-
mera evidencia de la que hay que partir para construir todo el edificio del conocimiento.
Por tanto, lo primero, en el orden del conocimiento, es la afirmación de la realidad de la
sustancia pensante (res cogitans) que es el sujeto, el yo pensante.
5.7. La ideas
Las ideas son lo que piensa el yo existente que ya ha sido demostrado mediante el
cogito. Para Descartes, de este modo, conocer es siempre conocer ideas, no conocer cosas
(giro epistemológico). Por idea se se ha de entender cualquier contenido de la conciencia,
esto es, los objetos del pensar, sentir, querer, concebir, imaginar…
Por otra parte, y atendiendo a su origen, las ideas pueden ser:
• Adventicias: puestas en nosotros por la realidad exterior. Confusas e inciertas.
• Facticias: formadas por nosotros a partir de otras ideas mediante la imaginación
(ej: centauro).
• Innatas: pertenecen al entendimiento por su propia naturaleza. Sólo las ideas
innatas son evidentes.
Además, hay que hacer una distinción dentro de cada idea: la idea como objeto del
pensamiento y la idea en cuanto representación de una realidad que no es idea. De este
modo, entre las ideas no hay ninguna diferencia si se consideran desde el punto de vista de
su realidad subjetiva o formal, esto es, como meros actos mentales. Imagine el sujeto una
idea de mesa o una idea de sirena, ambas ideas son realidades, en tanto que ideas, para la
mente que las piensa. Pero si se consideran desde el punto de vista de su realidad objetiva,
o sea, de las cosas que representan o de que son imágenes, son muy diferentes unas de otras:
una representa un objeto de la realidad física (mesa), la otra un objeto ficticio de la imagi-
nación (la sirena). Esta distinción será determinante para la demostración de la existencia
de la sustancia infinita, o sea, Dios.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 6. La metafísica cartesiana: los tres órdenes de la realidad
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 6. La metafísica cartesiana: los tres órdenes de la realidad
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 7. Antropología
7. Antropología
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 7. Antropología
por ello, han de ser consideradas más bien como acciones del alma.
Llega, así, Descartes, siendo coherente con su pensamiento, a la definición de pasión
como percepciones (ideas) del alma causadas por el cuerpo sin ninguna intervención de la
voluntad. Las pasiones son emociones del alma causadas por el cuerpo. Descartes hace una
clasificaión muy compleja de las pasiones: hay seis emociones «primitivas», que oscilan
entre lo psicológico y lo fisiológico (admiración, amor, odio, deseo, alegría y tristeza) que se
combinan entre sí produciendo un gran número de pasiones nuevas. Por otro lado, según
su origen, se dividen en:
1. Las que percibiomos a través de los sentidos de los objetos que están fuera de
nosotros;
2. las que percibimos de nuestro propio cuerpo y que también son externas (ham-
bre, sed, dolor…);
3. y, por último, las propias del alma misma y que no pueden referirse a ninguna
causa exterior. Éstas son las pasiones del alma propiamente dichas.
En cuanto al uso de las pasiones, Descartes considera que podemos controlar las pa-
siones alterando las condiciones físicas que las producen. Atendiendo a la razón, para mo-
dificar el cuerpo, podemos construir nuestra propia vida, dirigiendo el hábito a intervenir
sobre las pasiones y, así, actuar sobre las pasiones. Se opone, por tanto, Descartes a las teo-
rías basadas en la herencia y en el temperamento, que señalaban la absoluta determinación
del carácter del hombre.
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas
§1. «Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré de
mi pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o al menos, como eso es casi imposible,
las reputaré vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis
adentros, procuraré ir conociéndome mejor y familiarizarme más conmigo mismo. Soy
una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas cosas, ignora
otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también imagina y siente, pues, como he
observado más arriba, aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí
mismo, con todo, estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan en mí, sin
duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado todo lo que sé de cierto, o,
al menos, todo lo que he advertido saber hasta aquí.
Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conoci-
mientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una cosa que piensa;
pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conoci-
miento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no
bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y dis-
tintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla
general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.»
[Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§2. «Cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría,
como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía con
claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas
tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme que acaso
Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que
me parecen más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento esa opi-
nión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a
reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas
que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las
cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto de que prorrumpo
en palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo
no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo
no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de
cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo, que como
las concibo.
Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios en-
gañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas
motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo,
metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto
se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser enga-
ñador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de
cosa alguna.» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§3. «De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos conviene
con propiedad el nombre de idea: como cuando me represento un hombre, una quimera, el
cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además, tienen otras formas: como cuando quiero,
temo, afirmo o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la acción
de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo de aquella
cosa; y de este género de pensamientos, unos son llamados voluntades o afecciones, y otros,
juicios. Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas, sin relación
a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con propiedad falsas; pues imagine yo una
cabra o una quimera, tan verdad es que imagino la una como la otra.
No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades;
pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos cierto
por ello que yo las deseo. Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no
errar. Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos con-
siste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están
fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento,
sin pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.»
[Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§4. «Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de
fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener la facultad de concebir lo que
es en general una cosa, o una verdad, o un pensamiento, me parece proceder únicamente
de mi propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado
hasta el presente que esos sentimientos procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí;
y, por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras quimeras de ese género, son
ficciones e invenciones de mi espíritu.
Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de las que llamo
extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de que todas han sido
hechas por mí, pues aún no he descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente
debo hacer, en este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de
ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos
objetos.» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§5. «La primera de esas razones es que parece enseñármelo la naturaleza; y la segunda, que
experimento en mí mismo que tales ideas no dependen de mi voluntad, pues a menudo se
me presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo o no, siento calor, y por esta causa estoy
persuadido de que este sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente de
mí, a saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo que me parezca
más razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en mí su semejanza, más
bien que otra cosa cualquiera.
Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y convincentes. Cuando
digo que me parece que la naturaleza me lo enseña, por la palabra «naturaleza» entiendo
sólo cierta inclinación que me lleva a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que
es verdadero. Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría poner
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas
en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero: por ejemplo, cuando
antes me enseñaba que del hecho de dudar yo podía concluir mi existencia. Porque, además,
no tengo ninguna otra facultad o potencia para distinguir lo verdadero de lo falso, que
pueda enseñarme que no es verdadero lo que la luz natural me muestra como tal, y en la que
pueda fiar como fío en la luz natural. Mas por lo que toca a esas inclinaciones que también
me parecen naturales, he notado a menudo que, cuando se trataba de elegir entre virtudes
y vicios, me han conducido al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón tampoco
para seguirlas cuando se trata de la verdad y la falsedad.» [Descartes, R., Meditaciones
metafísicas, 3.]
§6. «En cuanto a la otra razón —la de que esas ideas deben proceder de fuera, pues no de-
penden de mi voluntad—, tampoco la encuentro convincente. Puesto que, al igual que esas
inclinaciones de las que acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no siempre concuerden
con mi voluntad, podría también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad
o potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en efecto, me ha pa-
recido siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando duermo, sin el auxilio
de los objetos que representan. Y en fin, aun estando yo conforme con que son causadas
por esos objetos, de ahí no se sigue necesariamente que deban asemejarse a ellos. Por el
contrario, he notado a menudo, en muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto
y su idea. Así, por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos ideas del sol muy diversas; una
toma su origen de los sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen de
fuera; según ella, el sol me parece pequeño en extremo; la otra proviene de las razones de la
astronomía, es decir, de ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí
de algún modo: según ella, el sol me parece varias veces mayor que la tierra. Sin duda, esas
dos ideas que yo formo del sol no pueden ser, las dos, semejantes al mismo sol; y la razón
me impele a creer que la que procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la
que le es más disímil.
Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio cierto y bien
pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían
cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o
por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas.»
[Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§7. «Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí,
hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que
son ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y
todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes
que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas
de otras. En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen
(por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más gra-
dos de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más
aún: la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente,
omnipotente y creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea —digo—
ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me representan substancias finitas.
Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos
tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar
el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la
tuviera ella misma?» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas
§8. «Puesto que existo y puesto que la idea de un ser sumamente perfecto, esto es, de Dios,
está en mí, la existencia de Dios queda muy evidentemente demostrada. Sólo me resta exa-
minar de qué modo he adquirido esta idea; pues no la he recibido por los sentidos y nunca
se ha presentado a mí inopinadamente, como las ideas de las cosas sensibles, cuando estas
cosas se presentan o parecen presentarse a los órganos exteriores de los sentidos; tampoco
es una pura producción o ficción de mi espíritu, pues no está en mí el poder de disminuirle
ni aumentarle cosa alguna; y, por consiguiente, no queda más que decir que esta idea ha
nacido y ha sido producida conmigo, al ser yo creado, como también le ocurre a la idea de
mí mismo.» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§9. «Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no
pueda proceder de mí mismo. Por Dios entiendo una substancia infinita, eterna, inmuta-
ble, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las
demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios es
tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido es-
toy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir
necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de subs-
tancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita,
siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese
infinita.
Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino
por medio de una mera negación de lo finito (así como concibo el reposo y la oscuridad por
medio de la negación del movimiento y la luz): pues, al contrario, veo manifiestamente que
hay más realidad en la substancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo,
tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la de
mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y
que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación
con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?» [Descartes, R., Meditaciones
metafísicas, 3.]
§10. «Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente verdade-
ra; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, no puede fingirse
que su idea no me representa nada real, como dije antes de la idea de frío.
Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo que mi espí-
ritu concibe clara y distintamente como real y verdadero, y todo lo que comporta alguna
perfección. Y eso no deja de ser cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque ha-
ya en Dios innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi
pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda
comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas que concibo
claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así como acaso también infinidad de
otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo
de Dios sea la más verdadera, clara y distinta de todas.» [Descartes, R., Meditaciones
metafísicas, 3.]
§11. «Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea facilísimo de co-
nocer, en virtud de la luz natural, a todos los que quieran pensar en ello con cuidado. Pero
cuando mi atención se afloja, oscurecido mi espíritu y como cegado por las imágenes de las
cosas sensibles, olvida fácilmente la razón por la cual la idea que tengo de un ser más per-
fecto que yo debe haber sido puesta necesariamente en mí por un ser que, efectivamente,
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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 9. Post-scriptum
9. Post-scriptum
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