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Filosofía

Moderna
Descartes
(1596–1650) 6

Frans Hals, Retrato de René Descartes.


Ca. 1650, Museo del Louvre, París.

«El buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues
cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más descon-
tentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya
tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien
esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso,
que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente
igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opi-
niones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo
de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no con-
sideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo
principal es aplicarlo bien. Las almas más grandes son capaces de los mayores
vicios, como de las mayores virtudes; y los que andan muy despacio pueden
llegar mucho más lejos, si van siempre por el camino recto, que los que corren,
pero se apartan de él.» [Descartes, R., Discurso del método, 1.]
Historia de la Filosofía – 6. Descartes Índice

Índice

1. Introducción: De omnibus dubitandum est . . . . . . . . . . . . . . . . 3


2. El siglo xvii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
2.1. Una época de crisis y divisiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
2.2. El Barroco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8
2.3. Búsqueda de soluciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
3. La filosofía moderna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
3.1. El giro epistemológico de la filosofía moderna: las heridas del logos . . 11
3.2. El racionalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
3.2.1. Confianza plena en la razón . . . . . . . . . . . . . . . 12
3.2.2. Búsqueda de un nuevo método . . . . . . . . . . . . . 12
4. Biografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
5. Teoría del conocimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
5.1. El problema de Descartes: la unidad de la razón o la mathesis universalis 16
5.2. El ideal matemático de conocimiento: la intuición y la deducción . . . 17
5.3. Las reglas del método . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
5.4. La búsqueda de la certeza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18
5.5. La moral provisional . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
5.6. La evidencia del cogito: el criterio de certeza . . . . . . . . . . . . . 19
5.7. La ideas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
6. La metafísica cartesiana: los tres órdenes de la realidad . . . . . . . . . . 21
6.1. El yo o res cogitans . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
6.2. Dios o res infinita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
6.3. El mundo o res extensa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22
7. Antropología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
7.1. Las pasiones del alma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
7.2. El inacabado proyecto de una ética . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
9. Post-scriptum . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
9.1. Husserl: Meditaciones cartesianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
9.2. Borges: Un poema cartesiano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 1. Introducción: De omnibus dubitandum est

1. Introducción: De omnibus dubitandum est¹

«En la ciudad de H. vivió hace algunos años un joven estudiante, de nombre Johan-
nes Climacus, cuyo anhelo no era en modo alguno llamar la atención del mundo, pues, al
contrario, se complacía en pasar oculto y en paz. Quienes le conocían un poco más íntima-
mente trataban de explicar su naturaleza introvertida, que evitaba todo contacto continua-
do con la gente, con la suposición de que se encontraba melancólico o estaba enamorado.
Quienes suponían lo segundo no carecían en cierto sentido de razón, aunque se equivoca-
ban si creían que el objeto de sus sueños era una muchacha. Tales sentimientos eran comple-
tamente extraños para su corazón. […] Estaba enamorado, apasionadamente enamorado,
pero del pensamiento, o mejor, del pensar. […] Entonces, cuando su cabeza repleta de pen-
samientos se inclinaba como una espiga madura, no era porque escuchara la voz de la ama-
da, sino porque prestaba oído al secreto susurro de los pensamientos. […] Así, se regocijaba
comenzando con un pensamiento particular y ascendiendo desde éste, peldaño a peldaño,
por la vía de la consecuencia, hasta uno más elevado. […] Cuando había ascendido hasta
el pensamiento más elevado, experimentaba un placer indescriptible, un apasionamiento
voluptuoso, precipitándose de cabeza por las mismas consecuencias hasta llegar al punto
del que había partido. […] El gozo no le permitía conciliar el sueño por la noche, pero eso
no importaba: no dejaba en ningún momento de hacer el mismo movimiento, pues este
sube y baja, baja y sube del pensamiento era un placer que no tenía parangón. […]
Aunque el modo de ser de Climacus pu-
diera resultar algo llamativo para quienes no
le conocían de cerca, en absoluto era extraño
para quienes estaban un poco al tanto de su
vida anterior; pues, aunque a la sazón contaba
con veintiún años de edad, hasta cierto pun-
to siempre había sido así. Las aptitudes de su
alma no había sido perturbadas durante la in-
fancia: más bien había sido desarrolladas por
una circunstancias propicias. Su casa no ofre-
cía muchas diversiones y, como por lo demás
nunca salió demasiado, tuvo pronto que en-
tretenerse consigo mismo y con sus propios
pensamientos. […]
Mientras que la vida en la casa paterna
contribuía así a desarrollar su fantasía, ense-
ñándole a encontrar gusto a la ambrosía, todo
aquello se hallaba en armonía con la educa- John Peter Frankestein, Retrato de
ción que recibía en la escuela. La sublime au- Godfrey Frankenstein. Ca. 1840,
toridad de la gramática latina, la divina digni- Smithsonian Art Museum, Washington.
dad de las reglas, desarrollaron en él un nuevo
entusiasmo. Pero fue especialmente la gramática griega lo que llamó su atención. A causa
de todo ello, olvidó leer a Homero en voz alta para sí mismo, como solía hacer en ocasio-
nes para deleitarse con los ritmos de los poemas. Y es que el profesor de griego expuso la
gramática de una manera mucho más filosófica. Cuando le explicó que el acusativo, por
ejemplo, es la extensión en el tiempo y en el espacio, que los casos no los rige la preposición

¹ Søren Kierkegaard, Johannes Climacus, o De todo hay que dudar. Barcelona, Alba Editorial, 2008, págs.
31 y sigs.

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 1. Introducción: De omnibus dubitandum est

sino la relación, entonces todo se ensanchó delante de él. La preposición desapareció y la


extensión en el tiempo y en el espacio se ofrecieron a su intuición como la imagen de un
monstruo vacío. […]
Así, mientras se desarrollaba en él una entonación casi vegetativa de la fantasía —a
ratos más estética, a ratos más intelectual—, se formó sólidamente en otra parte de su alma
el sentido para lo imprevisto, para la admiración. […]
Climacus llegó a la Universidad, pasó su segundo examen y alcanzó la edad de veinte
años, pero no experimentó ningún cambio, pues era y siguió siendo extraño para el mundo.
A pesar de todo, no rehuía a la gente: al revés, intentaba dar con personas afines. Pero no se
manifestaba, nunca daba a conocer lo que sucedía en su interior, su erotismo era demasiado
profundo. Sentía que se ruborizaría si hablase de ello, temía llegar a saber demasiado o de-
masiado poco. Por el contrario, siempre estaba atento cuando los demás hablaban. Prestaba
atención a todo sin decir palabra, como una joven muchacha profundamente enamorada
a quien no le gusta hablar de su amor pero escucha con expectación casi atormentada lo
que las otras hablan de los suyos para comprobar en silencio si ella es tan feliz o, incluso,
más feliz que ellas. Luego, cuando volvía a casa, reflexionaba sobre lo que los filósofos había
dicho, porque naturalmente era la compañía de éstos la que buscaba. […]
Aunque había sido estudiante varios años, las lecturas de Johannes eran relativamente
escasas, sobre todo tratándose de un estudiante. Poseía un buen conocimiento de los clási-
cos, en los que había sido instruido en el colegio, y siempre se alegraba de volver a ellos de
vez en cuando, aunque su contenido no estuviese en relación con el movimiento de su inte-
rior. Ocasionalmente, llegaba a sus manos alguna que otra obra reciente, pero no conseguía
aclararse acerca del significado que su lectura podía tener para él. Las obras históricas no
le intrigaban, pues la evolución dominante de su espíritu le había desposeído del sentido
para la realidad empírica, y así como le traían sin cuidado las costumbres de su tiempo,
lo que los demás decían o hacían, cuando no estaba en relación con el pensar, le resultaba
indiferente cualquier noticia sobre lo que las personas que habían vivido anteriormente
habían dicho o hecho. Si topaba con una obra filosófica nueva, no la dejaba de lado antes
de haberla leído, pero después de hacerlo quedaba a menudo descontento y abatido. toda
su tendencia espiritual le llevaba a no sentirse bien leyendo. Así, alguna vez le tentaba el
título y abordaba la obra con placer y lleno de expectación, pero ¡ay!, trataba de cualquier
cosa menos de lo que uno se podía haber figurado. […]
Leía cada vez menos, se dejaba llevar por su inclinación a ocuparse con calma del pensa-
miento y se hacía cada vez más tímido por temor a que los pensadores distinguidos pudie-
ran reírse si se enteraban de que él también quería pensar, igual que las damas distinguidas
se ríen de una pobre muchacha cuando se atreve también a querer conocer la dicha del
amor. Estaba callado, aunque escuchaba con la mayor atención. […]
Al escuchar las conversaciones de los demás, le llamaba especialmente la atención un
enunciado [De omnibus dubitandum est²] que aparecía una y otra vez, que iba de boca en
boca, siempre alabado, siempre venerado. Se halló entonces frente al enunciado que iba a
desempeñar un papel decisivo en su vida. Este enunciado llegó a ser para su vida lo que en
otras circunstancias es frecuentemente un nombre para la historia de un hombre, a saber,
que puede decirse todo brevemente mencionando ese nombre.
Este enunciado se convirtió en un cometido para su pensamiento. No sabía si iba a tar-
dar mucho o poco en analizarlo, pero sabía que no lo abandonaría antes de que ese instante
llegase, aunque ello le costase la vida.
Lo que más le entusiasmaba era la relación que generalmente se establecía entre este
² De todo hay que dudar.

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii

enunciado y el hecho de llegar a ser filósofo. No sabía si podría llegar a serlo, pero haría
cualquier cosa para que así fuera. Con tranquila solemnidad, fue decretado entonces que
tenía que comenzar. Se animaba a sí mismo recordando el entusiasmo de Dión, quien, al
embarcarse en compañía de unos pocos para entablar la lucha con Dionisos, dijo: “Haber
participado en esto es suficiente para mí. Aunque tenga que morir en el instante en que
ponga pie en tierra, sin haber hecho nada más, consideraré esa muerte honrosa y feliz’’.
Dio comienzo entonces a sus operaciones y confrontó enseguida las tres afirmaciones
principales que había oído respecto a la relación del enunciado con la filosofía.
Estos tres enunciados rezaban así: 1) La filosofía comienza con la duda; 2) Uno tiene
que haber dudado para llegar a filosofar; 3) La filosofía moderna comienza con la duda.»

2. El siglo xvii

Las transformaciones económica hacen que el centro de gravedad de la cultura euro-


pea se traslade de Italia y España a Francia, Holanda e Inglaterra. A las esperanza del rena-
cimiento sucede una etapa de crisis, desequilibrios y angustias. El estado de ánimo resul-
tante encuentra su forma de expresión en el Barroco. Es un siglo muy inquieto, en el que
se buscan nuevas soluciones para graves y viejos problemas.

2.1. Una época de crisis y divisiones


A. Economía. La economía europea del siglo xvii sigue siendo esencialmente agrícola.
Incluso en Inglaterra —el país más avanzado— cuatro millones y medio de habitantes,
sobre un total de cinco, viven del campo. Lo cual no impide que el hambre sea una amenaza
permanente: se llegan a citar seis grandes hambrunas en Francia, entre 1629 y 1710. La
población disminuye alarmantemente: la mitad de los niños fallecía antes de cumplir un
año, y los supervivientes moría frecuentemente entre los 30 y los 40 años; la edad media de
vida era de unos 25–30 años. Además, el incipiente desarrollo del capitalismo se ve afectado
por la inestabilidad de los precios.
B. Sociedad.Se mantiene el tipo de sociedad estamental, basada en la propiedad de la
tierra, pero su agudizan los antagonismos sociales. La inestabilidad económica orienta las
actividades hacia la satisfacción de las crecientes necesidades del Estado, sobre todo, gue-
rras; ello acreciente también la importancia de los agentes financieros y de los funcionarios
de finanzas, justicia y policía. Igualmente, se asiste a la paulatina ascensión de los mercade-
res y fabricantes.
¶ En Francia los antagonismos son múltiples: nobles y burgueses, señores y cam-
pesinos, grandes patronos frente a pequeños artesanos y obreros. La bajada de sala-
rios provoca las primeras insurrecciones de los obreros y la aparición de asociaciones
clandestinas. En Inglaterra, en cambio, continúa la primera revolución industrial y
un mayor desarrollo del capitalismo. En Holanda se enriquecen los comerciantes a
través del comercio marítimo y florece la industria. La burguesía detenta el poder. Y
aunque no faltan las tensiones internas, Holanda será el país de la tolerancia, refugio
de filósofos y librepensadores.

C. El Estado. En todas partes la revuelta está a punto de estallar y la guerra civil es un


peligro permanente. En Francia se registran revueltas campesinas sin interrupción, mo-
tivadas por el aumento de los impuestos para financiar las guerras y por las hambrunas.
Tampoco la nobleza está tranquila y en la llamada guerra de la Fronda se una a la burguesa

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii

para luchar contra la política absolutista de Mazarino. Los hugonotes (calvinistas) siguen
creando problemas y la revocación del Edicto de Nantes, en 1685, empeora aún más las
cosas: cerca de medio millón de hugonotes emigra en masa, lo cual origina graves daños a
la economía mercantil y las primeras críticas al absolutismo.

Mapa de Europa a mediados del siglo xvii.

No van mejor las cosas en España, donde la burguesía está arruinada, y nobleza y clero
son dueños de la tierra: expulsión de los moriscos tras la guerra de las Alpujarras (1609),
motines en Vizcaya (1630–1631), guerra de Cataluña (1640–1652), rebelión de Portugal
(1640), revueltas populares en Sevilla (1652).
En Inglaterra hay dos revoluciones y una guerra civil, la cual termina con la ejecución
del rey y el triunfo del sistema parlamentario. En Alemania, después de la guerra de los
Treinta Años, es un país absolutamente dividido: unos 300 territorios soberanos a los que
no aglutina un sentimiento nacional común. Frente a todo esto, los problemas internos de
Holanda tienen mucha menor importancia.
Si esta es la situación interior de los Estados, la relación entre ellos no es mucho mejor:
lo normal es la guerra, y lo excepcional, la paz.
¶ La Guerra de los Treinta Años (1618–1648): Constituye uno de los hitos
más importantes de la crisis en que se verifica el triunfo hacia la plena modernidad.
Con este enfrentamiento, se consumará el declive de los grandes monstruos políticos,
o sea, de los Imperios, y con ello el eclipse de las restauraciones universalistas político-
religiosas. Tanto el Imperio español como el Imperio de los Habsburgo de Austria
ceden la hegemonía a los pujantes estados del centro y norte de Europa.
Las raíces de la guerra hay que buscarlas en las tensiones religiosas entre el ca-
tolicismo y la Reforma protestante, siendo la Guerra de los Treinta Años su último
y decisivo episodio. Ahora bien, lo que empezó siendo un problema religioso, rápi-
damente se transforma en un problema político que afectará a todas las potencias
europeas.
La paz de Augsburgo de 1555 decretada en el Imperio ponía al luteranismo al
mismo nivel que el catolicismo. Reconocía, mediante el principio cuius regio, eius
religio, la libertad religiosa a los príncipes, quienes podían imponer a sus súbditos la
religión que profesasen. Sin embargo, lejos de resolver la situación, las tensiones entre
católicos y protestantes, sobre todo, tras la irrupción del calvinismo y el Concilio de
Trento, fueron agravándose.

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii

La elección como emperador de Fernando ii, continuador de la política anti-


protestante de su predecesor Matías, precipitó los acontecimientos, tras la famosa
defenestración de la Dieta de Praga en la primavera de 1618. Ante las políticas abier-
tamente antiprotestantes del emperador Matías y de su heredero Fernando, los di-
sidentes reformados y los católicos nacionalistas bohemios convocaron una dieta en
Praga que concluyó con la defenestración de Martinitz y Slawata, emisarios imperia-
les, por una ventana del castillo de Hradschin. La rebelión tomó estado público y se
extendió a Moravia y a Hungría, llegando la rebelión hasta las puertas de Viena, la
capital imperial.

La defenestración de Praga de 1618. Grabado.

El conflicto se extenderá a lo largo del tiempo a toda Centroeuropa y atravesará


diversas fases, según el estado europeo que en cada momento ocupe la iniciativa bélica
protestante (Dinamarca, Suecia y Francia). En la última fase de la guerra, se produce
la participación de Francia en ayuda del bando protestante, lo que desata una guerra
abierta entre Francia y España que se salda, tras la derrota de las tropas españolas e
imperiales en la fortaleza de Rocroi (1643), con la firma de la paz de Westfalia (1648),
de donde surge un nuevo orden europeo basado en el equilibrio de poder y en el
reconocimiento teórico de las razones de cada Estado. En la práctica, esto significaba
el fin de la hegemonía de la corona imperial y la apertura del espacio europeo a la
ambición expansionista de cualquier potencia, siendo Francia la primera que trata de
sacar partido del nuevo statu quo.

D. Religión. Para los europeos de principios del siglo xvii la creencia en Dios era in-
cuestionable. El efecto que ello tuvo en sus vidas es muy difícil de comprender en nuestro
tiempo, ya que la fe era, para los hombres normales, una fe activa, ciega y —al parecer—
punto menos que inconmovible. Sin embargo, hacia 1700 para muchos intelectuales la
certidumbre racional de al fe se había desvanecido para siempre, los aspectos de la vida
controlados por la religión se habían reducido notablemente y el clero había perdido gran
parte de su poder. Hay que achacar esta transformación a las circunstancias de la época.
Mientras que en España e Italia la Contrarreforma mantiene férreamente la unidad de la
fe católica —lo cual tendría, sin embargo, efectos negativos para el desarrollo de la filosofía
y la ciencia—, el resto de Europa sigue agitado por los conflictos religiosos.
¶ En Francia, donde los jesuitas ejercen una notable influencia religiosa e intelectual,
encontramos las más diversas tendencias: calvinistas hugonotes, jansenistas, quietis-
tas, oratorianos. En Alemania pugnan católicos, protestantes y calvinistas. En Ho-
landa se enfrenta el arminianismo tolerante de los burgueses con el gomarismo del
pueblo y la nobleza (calvinismo estricto). Y en Inglaterra la división entre católicos,

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii

anglicanos y puritanos calvinistas se traduce en luchas políticas. La división de los


espíritus es profunda.

E. Los conocimientos. El siglo xvii se enfrenta con una auténtica crisis de la razón.
Las Universidades entran en decadencia y la vida intelectual se centra en los salones y las
recién creadas Academias. La filosofía escolástica ha perdido fuerza creativa. La nueva cien-
cia ha provocado el hundimiento de la imagen aristotélica del mundo, y por todas partes
se buscan nuevos horizontes intelectuales. La cultura se nacionaliza: hasta ahora poco im-
portaba la procedencia del filósofo o científico; en adelante sucederá todo lo contrario:
Descartes es francés, Locke es inglés. Tampoco la teología es capaz de unificar los conoci-
mientos: la Biblia deja de ser una enciclopedia de las ciencias, y lo teólogos pierden influen-
cia. «Silete theologi in muniere alieno» («que se callen los teólogos en lo que no es de su
competencia»), esta frase de Alberico Gentile (De iure belli, 1588) hará época entonces.

2.2. El Barroco
El Barroco —cultura y arte de toda Europa— supone una crisis de la sensibilidad,
consecuencia de las demás crisis examinadas más arriba. Es la ruptura del equilibrio emo-
cional, la necesidad de vivir apasionadamente. Los cuedros de Rubens son un buen ejem-
plo: cada escena representa un exceso y un desbordamiento. Y, en las grandes obras del
Barroco, se adivinan las tragedias y amenazas de la época. También en la nueva visión del
mundo que parte de Copérnico: un mundo infinito y en movimiento en el que el hombre
—arrojado del centro— busca encontrar su lugar.
El gran historiador José Antonio Maravall, en su obra sobre el barroco, señalaba lo
siguiente:
«La conciencia social de crisis que pesa sobre los hombres en la primera mi-
tad del siglo xvii suscita una visión del mundo en la que halla expresión el desorden
íntimo bajo el que las mentes de esa época se sienten anegadas. Son unos hombres
tristes, como alguna vez los llama Lucien Febvre, esos que empiezan a ser vistos sobre
el suelo de Europa, en los últimos lustros del siglo xvi y que seguirán encontrándose
hasta bien entrada la segunda mitad del siglo siguiente. […] El Barroco parte de una
conciencia del mal y del dolor y la expresa. […] Unas décadas de duras penalidades
influyen en crear y difundir un ánimo de desencanto, de desilusión.»³

Por eso, la visión del Barroco no podía sino ser pesimista. Es frecuente hablar de la
«locura del mundo», o de un «mundo al revés» en el que todo parece alterado (Queve-
do). Y se convierte en proverbial el verso de Plauto: homo homini lupus («el hombre es
un lobo para el hombre»). En el mismo año, 1651, aparece en el Leviatán de Hobbes y en
El criticón de Gracián; pero también es citado y comentado por otros muchos autores. El
misántropo, de Molière, parece, pues, reflejar un cierto estado de opinión.
Todo es movimiento, mudanza, fugacidad: «La vida no es otra cosa que movimien-
to» (Hobbes); nada es estable, «no hay estado sino continua mutabilidad en todo» (Gra-
cián), por lo que la metafísica escolástica —basada en la permanencia de la sustancia—
parece derrumbarse. El tiempo se convierte en una obsesión, justamente en una época en
la que el reloj es la máquina por excelencia: «Tú eres, Tiempo, el que te quedas / y yo soy
el que me voy» (Góngora). En este tiempo fugaz manda el capricho de la Fortuna, que ya
había sido el tema favorito de autores renacentistas como Maquiavelo; todo es contingen-
te y azaroso: no hay en el mundo humano necesidad ni orden. Por fin todo es apariencia,

³ Maravall, J. A., La cultura del Barroco. Madrid, Ariel, 1975, págs. 309–310.

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 2. El siglo xvii

Antonio de Pereda, El sueño del caballero. 1655, Real Academia de San


Fernando, Madrid. El ángel advierte al caballero de la fugacidad de los
bienes terrenales: «Eternamente hiere, vuela veloz y mata» (Aeterne
pungit, cito volat et occidit).

y la esencia de las cosas queda oculta: «La vida humana», dirá Pascal, «no es sino ilusión
perpetua; y el hombre es disfraz, mentira e hipocresía para sí mismo y para los demás».
Por eso, cuando Calderón habla de la vida como «sueño», del mundo como un «gran
teatro», o busca como título En esta vida todo es verdad y es mentira, no hace sino utilizar
los tópicos de la época. La búsqueda de Descartes de la certeza en medio de las dudas y de
los engaños del sueño no es, en definitiva, una búsqueda retórica.

2.3. Búsqueda de soluciones


A. El mercantilismo. La doctrina mercantilista, la cual cifra la riqueza de un país en
su reserva de oro y plata, es el intento de hacer frente a la crisis económica. No se trata
sólo de atesorar el oro procedente de ultramar, sino de favorecer al máximo la producción
nacional, proteger el comercio e industrializar la país. En este sentido, el mercantilismo
es proteccionista y está al servicio del Estado. La prosperidad no es sino un medio para
sostener el poderío del Estado absoluto, y sólo puede garantizarse mediante una política de
autoridad y seguridad. Pero el desarrollo del capitalismo comercial terminará por minar
el absolutismo del Estado, ya que la burguesía se considerará lo bastante fuerte para ser
asociada al ejercicio del poder.
B. El absolutismo. La monarquía absoluta es contemplada como el mejor medio para
garantizar lo que todos desean: la paz y la seguridad. Por eso el siglo xvii es el siglo del
absolutismo (Luis xiv y Richelieu en Francia; dictadura de Cromwell e imitación del ab-
solutismo francés por Carlo ii de Inglaterra; Felipe iv y Olivares en España; Guillermo iii
de Orange en Holanda). Y tiene sus teóricos en Hobbes y Bossuet: el monarca es la encar-
nación de la voluntad y del poder de Dios. Pero el absolutismo agrava la crisis en lugar de
resolverlas: guerras continuas, enfrentamientos con nobleza y pueblo, etc. Y comienzan las
críticas: en Francia, los jansenistas, los protestantes y Fenelón; en Holanda, Spinoza; y en
Inglaterra, Locke.

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 3. La filosofía moderna

Portadas de El Leviatán (Hobbes) y de El criticón (Gracián),


publicadas ambas en el año 1651.

C. La cultura oficial. El arte del Barroco posee un carácter apologético de exalta-


ción religiosa. Y la monarquía se sirve de la cultura para controlar las crisis y reducir las
inquietudes y las protestas. En España, la Inquisición controla y censura. en Francia sur-
ge un nuevo estilo el Clasicismo, como estética del orden y la unidad. La fundación de las
Academias tiene la misma finalidad. el Barroco, como cultura urbana y de masas, tiene un
carácter de propaganda monárquica: «Aplaudir a Lope en su Fuenteovejuna era estar junto
a la monarquía, con sus vasallos, sus libres y sus pecheros» ( J. A. Maravall).
D. La filosofía. El cartesianismo —no hay que olvidar que Descartes fue un moderado
en política y religión— supone un intento de solución a la crisis del pensamiento creada
por la nueva ciencia y el hundimiento de la escolástica. Un cartesiano, Leibniz, luchará
denodadamente en favor de la unidad política y religiosa de Europa. Pero, en definitiva, el
cartesianismo acentúa la crisis: desecadena incontables polémicas filosóficas y teológicas,
plantea problemas irresolubles, rompe con el pasado y suscita la aparición de personajes
tan controvertidos como Pascal y, sobre todo, Spinoza.

En conclusión, el siglo xvii es un siglo en plena crisis y que, en su esfuerzo por encon-
trar un nuevo equilibrio, suscita crisis aún mayores. Los espíritus demuestran tal vitalidad
y creatividad que se desemboca en lo que Paul Hazard ha llamado «crisis de la conciencia
europea» que conduce, directamente, al «Siglo de las Luces».

3. La filosofía moderna

Descartes es el filósofo que, a partir del siglo xvii, inaugura la Modernidad. Su pensa-
miento no sólo tendrá influencia sobre el resto de los filósofos racionalistas, sino también
sobre el empirismo inicial, a la vez que da comienzo a una búsqueda de autonomía para la
razón que culminará en el siglo xviii con Kant. La apuesta cartesiana por la autonomía de

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 3. La filosofía moderna

la razón viene a dejar de lado la subordinación medieval de aquélla a la religión. La razón va


a ser vista como facultad autónoma y autosuficiente, que se presenta como fundamentado-
ra de un conocimiento basado en la certeza que sobrepasa el estricto ámbito gnoseológico
para convertirse en el juez de cuanto afecta al hombre desde el punto de vista moral, social
y político.
Para ello, Descartes tomó la ciencia físico-matemática, que tan amplio desarrollo había
experimentado en la etapa final del Renacimiento y contemporáneos suyos como Galileo,
como modelo de un saber elaborado de acuerdo con un preciso método. en esto también
será Descartes seguido por el resto de movimientos filosóficos de la Edad Moderna. Si la
ciencia es, en síntesis, un compendio de deducción y experimentación, el racionalismo se va
a fijar especialmente en lo primero, intentando construir el conocimiento filosófico con-
forme al modelo de razonamiento deductivo, mientras que los empiristas adoptarán la
experiencia sensible y la inducción como fundamentos de todo su sistema filosófico.

3.1. El giro epistemológico de la filosofía moderna: las heridas del logos


La filosofía moderna, que se inicia con Descartes, supone un cambio radical en la histo-
ria del pensamiento occidental. Con la expresión «giro epistemológico» significamos esta
nueva orientación fundamental que recibirá la filosofía y que señalará el hito fundacional
del pensamiento posterior.
Hasta el siglo xvii, la filosofía se había movido en las coordenadas que había trazado
el pensamiento clásico griego (Platón y Aristóteles). La posición metafísica fundamental
puede ser descrita atendiendo al término logos.⁴ Para el griego, el logos señalaba la unidad
sustancial de realidad, pensamiento y lenguaje. Estos ámbitos no estaban problematizados
en su trabajo filosófico. La realidad se hacía completamente transparente al pensamiento
aplicado y podía ser explicitada por entero a través del discurso lingüístico. O dicho de otro
modo, la verdad se impone ante el hombre de forma objetiva.
La filosofía cartesiana viene a trastocar este esquema. Se produce el primer resquebraja-
miento en el seno del logos: pensamiento y realidad quedan separados, y se abre un abismo
ante ellos. Esto es posible porque Descartes pone, como punto de partida para su reflexión,
el espacio interior del sujeto —es decir, el pensamiento— y lo somete a una purga radical
a través de la duda metódica, revelando a través de ella la falta de fundamento de los cono-
cimientos y de la ciencia. Este fundamento primero —que Descartes hallará en el cogito—
asegurará un punto de apoyo a partir del cual edificar de nuevo el edificio del conocimien-
to y la ciencia. La posición metafísica fundamental de Descartes comienza, por tanto, con
la conquista de la noción de sujeto y su atributo natural: el pensamiento.
La pregunta esencial es ahora la del tránsito de forma segura y cierta del pensamien-
to a la realidad: cómo asegurar que las ideas que piensa el hombre se corresponden con
objetos existentes y reales fuera del pensamiento. Esta pregunta —cómo asegurar— es la
cuestión del método, asunto por el cual se interesan todos los filósofos modernos. Así, pre-
guntar por la verdad de un conocimiento dado no es sino preguntar por la certeza de que
dispone el sujeto. La verdad queda traducida en certeza subjetiva. La respuesta a esta cues-
tión trazará los límites En consecuencia, el proyecto cartesiano imprime un giro radical al
pensamiento posterior —al menos, hasta el siglo xix— y exige, de forma incondicional,
como tema propio de la filosofía la investigación y reflexión sobre la naturaleza y límites
del conocimiento.

⁴ La noción de ‘posición metafísica fundamental’ está tomada de Heidegger. V. Heidegger, M., Nietzsche.
Madrid, Tecnos, 1998, pág. 632 y sigs.

11
Historia de la Filosofía – 6. Descartes 3. La filosofía moderna

3.2. El racionalismo
Las palabras ‘racionalismo’ y ‘racionalista’ datan —al menos— del siglo xviii y reci-
ben diversos significados, siendo quizá el más extendido e inexacto el siguiente: «Doctrina
de los que no reconocen como fuente de conocimiento más que la razón, rechazando, por
tanto, la revelación y la fe». Sin embargo, para los historiadores de la filosofía posee un
sentido más restringido. Se considera a Descartes como el fundador de la corriente racio-
nalista. Otros autores importantes son Baruch Spinoza (1632-1677) y Gottlieb Wilhelm
Leibniz (1646-1716).

3.2.1. Confianza plena en la razón


La razón es la única facultad que puede conducir al hombre al conocimiento de la
verdad. Razón se opone, por tanto, no a fe-revelación, sino a los sentidos, la imaginación y
la pasión, que son considerados como engañosos. el poder de la razón radica en la capacidad
de sacar de sí misma las verdades primeras y fundamentales (las ideas innatas), a partir de
las cuales, y por deducción, es posible obtener todas las demás, y construir el sistema del
mundo: la razón es una facultad sistematizadora y coincide con la realidad. Reaparece así
el postulado parmenídeo: lo mismo es pensar y ser. La confianza en la razón es tal que se
acepta su valor sin previa crítica; es, como dirá más tarde Kant, una razón dogmática. Es
conocida la frase de Pascal: «No hay por qué oponer la razón y la fe: la razón también es
dogma de fe».
En este sentido, el racionalismo se opone decididamente al empirismo inglés. Bacon
describió esta oposición: «Los empiristas, igual que las hormigas, se contentan en acumu-
lar y utilizar; los racionalistas son como las arañas: tejen telas a partir de su propia substan-
cia». También se opone el racionalismo a las tendencias escépticas de la época, en especial
a las doctrinas de Montaigne (†1533), que gozaban todavía de gran influencia en Francia.

3.2.2. Búsqueda de un nuevo método


Descartes comienza su Discurso del método diciendo:
«La facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente
lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres;
y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean
más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por
derroteros diferentes y no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener
el ingenio bueno; lo principal es aplicarlo bien.»⁵

Por ello, el paso siguiente al reconocimiento del valor de la razón es encontrar un mé-
todo adecuado de razonamiento. Ya Bacon, en su Novum Organum de 1620, había acusado
al método silogístico de Aristóteles de valer únicamente para exponer las verdades ya co-
nocidas, pero no para descubrir nuevas verdades y ampliar el conocimiento. Se trata, pues,
de encontrar un método de descubrimiento.
El modelo de este método se encuentra en la metodología científica del momento: el
método matemático. Los racionalistas, por lo tanto, quieren proceder del mismo modo
que lo hacen los matemáticos —more geometrico, dirá Spinoza—, de tal manera que el siste-
ma filosófico construido posea la misma evidencia y necesidad que un sistema matemático.

⁵ Descartes, R., Discurso del método. Traducción de Manuel García Morente. Madrid, Tecnos, 2002, pág.
68.

12
Historia de la Filosofía – 6. Descartes 4. Biografía

El modelo perfecto para ello son los principios geométricos de Euclides. Trasladado este
modelo a la filosofía se tratará de establecer —a la manera de los geómetras— unas defini-
ciones construidas a priori por la razón junto con unos axiomas de los que puedan deducirse
las proposiciones evidentes y necesarias de un sistema filosófico cerrado y completo.
Así, los principales pensadores del racionalismo elaboraron y describieron su propio
método: Descartes escribió su célebre Discurso; Spinoza, un Tratado de la reforma del en-
tendimiento; y, Leibniz, una Ars combinatoria.

4. Biografía

René Descartes nació en La Haya, población de la Turena francesa, en 1596. Era el ter-
cer hijo de una familia de origen supuestamente noble. Sus primeros años quedaron mar-
cados por el fallecimiento de su madre y la frágil salud. Así se lo cuenta el mismo Descartes
al final de su vida a la princesa Elisabeth de Bohemia:
«Nací de una madre que murió a los pocos días después de mi alumbramiento
de un mal de pulmón, causado por algunos disgustos, y heredé de ella una tos seca y
un color pálido que hacían que todos los médicos me condenasen a morir joven.»⁶

Ingresó en el famoso Colegio Real de los jesuitas de La Flèche en 1607, donde per-
maneció hasta los 19 años. Éste era un centro educativo de élite, pues, aparte de su gran
biblioteca y la calidad del profesorado, la dirección de la institución se caracterizaba por
innovaciones pedagógicas, como, por ejemplo, la incorporación de la enseñanza de las ma-
temáticas, las cuales hasta entonces sólo se enseñaban en las facultades universitarias. Así, a
lo largo de su vida, siempre recordará Descartes los beneficios de su estancia en La Flèche.
¶ El adolescente Descartes y La Flèche. Podemos reconstruir, a grandes
rasgos, cómo fue su periodo de formación en La Flèche. Descartes era considerado
un alumno excelente y, ya en estos primeros años de aprendizaje, destacaba por su
independencia frente a las opiniones recibidas, pues, a menudo, intentaba encontrar
por sí mismo las respuestas a las cuestiones suscitadas en el programa de enseñanza a
través de la consulta de las obras de autores extranjeros.
A causa de su frágil constitución, el centro le dispensaba de madrugar a la mis-
ma hora —las cinco de la mañana— que el resto de los alumnos. Podía, por tanto,
dormir todas las noches hasta diez horas seguidas. Las largas horas en la cama y en su
habitación las dedicaba Descartes al estudio y a la meditación. De esta manera, podía
leer todo cuanto caía en sus manos, lo que provocó una extraña y brillante combina-
ción de educación académica escolástica y formación autodidacta. De todas formas,
su débil salud no impidió que practicase con sus compañeros los deportes de la época:
el juego de la pelota y la esgrima.
También nos queda el testimonio de un vivo amor del joven Descartes por el
latín —no así por el griego, por el que nunca sintió un gran interés— y, sobre todo,
por la poesía, de la que valora la capacidad de elocuencia. Es interesante esta afición,
ya que Descartes insistía más, para los poetas, en la prioridad de los dones del espíritu
que en el fruto de los estudios. Los mejores poetas, en su opinión, podían considerar
como superflua el arte poética y cifrarlo todo a la intuición.
Por último, cabe recordar, según hace el propio Descartes en el Discurso del
método, la valoración insatisfactoria de las matemáticas y de la moral que estudió en
La Flèche. Con respecto a las primeras, señalaba que, aun asentándose sobre bases
⁶ Rodis-Lewis, G., Descartes. París, pág. 21. Traducción de MR.

13
Historia de la Filosofía – 6. Descartes 4. Biografía

sólidas, sólo tenían utilidad para las artes mecánicas. De la filosofía moral, por su
parte, consideraba que los antiguos escritos morales —sobre todo, los estoicos— se
presentaban como «palacios excepcionales», pero que, una vez profundizados, se
revelaban como carentes de fundamento. Sin duda, la inspiración general de la actitud
cartesiana con respecto a la necesidad de una reforma en el campo del conocimiento
ya estaba in nuce en su época de La Flèche.

Mapa de La Flèche en tiempos de Descartes.


Siglo xvii, Museo Nacional (París)

En los ocho años que permaneció Descartes en el colegio siguió un plan de estudios
muy completo, empezando con las materias tradicionales: gramática, retórica y teología;
después, un curso de filosofía escolástica centrado en las obras de Aristóteles. Las clases
eran al estilo medieval: exposición de problemas, objeciones y discusiones. La filosofía es-
colástica fue, por tanto, el horizonte intelectual de su periodo de formación. Horizonte
del que, como veremos, el pensamiento cartesiano se esfuerza en desprenderse.
Estudió Derecho en la Universidad de Poitiers. Terminados sus estudios, regresó con
su familia. Pero, ni los libros de filosofía escolástica, ni los de matemáticas, ni sus estudios
universitarios llegaron a satisfacerle, por lo que su siguiente paso fue salir a conocer «el
gran libro del mundo». Se hizo soldado para conocer las cortes y las costumbres de los
hombres. Se enrola en el ejército del príncipe protestante de Orange y se instala en Bre-
da, donde tiene un encuentro decisivo con Isaac Beeckman. Ambos discutieron de física
y matemáticas, y este intercambio intelectual provocó en Descartes el abandono de la fí-
sica aristotélica en favor del mecanicismo; también le llevó a concebir una ciencia nueva,
una «matemática universal» (mathesis universalis) que resolviese todos los problemas. En
estos años de vida militar, Descartes viaja mucho; con la idea de crear una ciencia nueva
sale de Holanda y va a Alemania, donde tuvo sus tres famosos sueños en una habitación
caldeada por una estufa en los cuarteles del duque de Baviera, revelaciones que más tarde
relatará en el Discurso del método.
Por esta época adopta, asimismo, las reglas de la moral provisional que luego explicará
en la tercera parte del Discurso del método. Todo esto culminará en su primera gran obra,
las Regulae ad directionem ingenii (Reglas para la dirección del espíritu), escrita en latín

14
Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento

hacia 1628. En esta obra pone en tela de juicio todo la que había aprendido hasta enton-
ces, reclamando la necesidad de un comienzo nuevo a partir de cero. Se busca la unidad
de la ciencia, no la diversidad de objetos de cada una. Una ciencia universal, la mathesis
universalis, que consiste en aplicar procedimientos insipirados en las matemáticas a todo
conocimiento, lo que conforma el método.
En 1629, Descartes se estableció en Holanda, donde viviría hasta 1649, buscando cum-
plir su deseo de una vida en soledad para concentrarse en el estudio sin ser molestado. En
1633 compone un ambicioso tratado que titula El mundo o Tratado de la luz, que incluía,
además, el Tratado del hombre. En esta obra, a pesar de los restos conceptuales del esco-
lasticismo, Descartes da un golpe definitivo a la física medieval al explicar el mundo y el
hombre en términos de sus propiedades geométricas. La obra no se publicó en vida de
Descartes, pues cuando estaba preparada ya para la imprenta, se enteró de la condena por
la Inquisición romana de las tesis de Galileo; tuvo miedo de enfrentarse a las autoridades
eclesiásticas y suspendió la publicación de la obra.
En consecuencia, preparó la publicación anónima de tres ensayos: Dióptrica, Meteoros
—en la que sus afirmaciones astronómicas eran más prudentes— y Geometría. Los tres
escritos estaban precedidos por un Discurso del método que llevaba el subtítulo siguiente:
para conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias. Fueron publicados en 1637.
En los ensayos y, también, en algunas partes del Discurso, se ocupa de cuestiones físicas
y matemáticas, pero poco a poco el interés va concentrándose en temas de epistemología
y de metafísica. Ahora bien, el Discurso no es la exposición de un sistema, sino más bien
un relato novelado. Encontramos ya las piezas de su sistema en la cuarta parte: la duda
metódica, el cogito, la distinción entre alma y cuerpo, y la existencia de Dios.
Estos temas serán los que desarrolle sistemáticamente en su siguiente obra, las Medi-
taciones metafísicas, escritas en latín alrededor de 1640 y publicada al año siguiente. Junto
a las Meditaciones aparecieron seis series de críticas, las Objeciones, a las ideas cartesianas
por parte de filósofos contemporáneos —entre los cuales figuraban Hobbes, Arnauld y
Gassendi— y teólogos, así como las Respuestas del propio Descartes a las mismas.
Sus últimos años son de frenética actividad: mantiene una continua correspondencia,
sigue componiendo obras, viaja y, lo más cansado de todo, los enfrentamientos con las uni-
versidades holandesas, con los teólogos de la Sorbona, y, hasta con los jesuitas, sus antiguos
maestros. Por estos años traba amistad Descartes con la princesa Elisabeth de Bohemia, a
la que conoció en La Haya en 1643. A ella le dedica Los principios de la filosofía, publicada
en 1644. La correspondencia que mantenía con la princesa era muy intensa, sobre todo por
lo que hace a la cuestión de la relación entre cuerpo y alma. Esta circunstancia le llevará a
concentrarse en el proyecto de una ética en su última publicación, Las pasiones del alma,
que apareció en 1649.
Los últimos días de Descartes transcurrieron en Estocolmo. La reina Cristina de Suecia
le invitó a su corte para recibir clases de la nueva filosofía cartesiana. El frío le enfermó de
pulmonía, de la que murió en 1650.

5. Teoría del conocimiento

Descartes es el fundador de la filosofía moderna. El giro epistemológico que deter-


mina la nueva filosofía subraya la importancia de la cuestión del método para investigar
la verdad de las cosas. La insistencia en el método como fundamento sobre el que apoyar
la construcción de un nuevo pensar, le llevará a enfrentarse con la filosofía tradicional, el

15
Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento

aristotelismo, que estaba dominado por el principio de autoridad. Frente a éste, Descartes
toma inspiración de la revolución científica de Kepler y Galileo, que hace desmoronarse a la
física aristotélica, pero también, del escepticismo filosófico y moral que había resurgido con
fuerza a través de escritores tan influyentes como Montaigne. Así, Descartes se encuentra
entre los escépticos, que combaten con argumentos muy sólidos las antiguas verdades de
la religión y la filosofía, y los esolásticos, la tendencia conservadora que se defiende de la
nueva ciencia y del escepticismo con las armas de la lógica y de la dialéctica tradicional.
Hay, en cualquier caso, una voluntad de ruptura, por parte de Descartes, con lo anterior y
una necesidad de construir un nuevo edificio del conocimiento con fundamentos sólidos.

5.1. El problema de Descartes: la unidad de la razón o la mathesis universalis


El problema que domina toda la especulación de Descartes, es el del hombre Descartes.
El procedimiento de Descartes es esencialmente autobiográfico, aun cuando, como en los
Principios, tiene la intención de exponerlos en forma objetiva y escolástica. Su precedente
y su modelo es Montaigne. «Mi finalidad», dice Descartes, «no es la de enseñar el méto-
do que cada uno debe seguir para conducir rectamente su razón, sino solamente hacer ver
de qué manera he procurado conducir la mía».⁷ Como Montaigne, Descartes no quiere
enseñar, sino describirse a sí mismo, y por ello debe hablar en primera persona. Su proble-
ma surge de la necesidad de orientación que él siente a la salida de la escuela de La Fleche,
cuando, aun habiendo asimilado con éxito el saber de su tiempo, se da cuenta de que no
posee ningún criterio seguro para distinguir lo verdadero de lo falso y que todo lo que ha
aprendido poco o nada sirve para la vida.
El problema del hombre Descartes y el problema de la recta razón y de la bona mens —
es decir, de la prudencia de la vida— son en realidad un solo y único problema. Descartes no
ha buscado resolver más que su propio problema, pero está cierto de que la solución que
ha encontrado no solamente sirve para él, sino que vale para todos, porque la razón que
constituye la sustancia de la subjetividad humana es igual en todos los hombres, de manera
que la diversidad de las opiniones humanas se origina solamente de los diferentes modos
de guiarla y de la diversidad de los objetos a los cuales se aplica. Este principio de la unidad
de la razón, que es, además, la unidad sustancial de los hombres en la razón, fue la primera
gran inspiración de Descartes, la de 1619. En las Regulae, que sin duda son el primer escrito
en el cual esta inspiración queda expresada, afirma claramente la unidad del saber humano,
fundada en la unidad de la razón. «Todas las diversas ciencias», señala, «no son otra cosa
que la sabiduría humana, la cual permanece siempre una e idéntica, aunque se aplique a
diferentes objetos, y no recibe de ellos mayor distinción que la que recibe la luz del sol de
los diferentes objetos que ilumina».⁸ La única sabiduría humana, a la cual todas las ciencias
se reducen, es llamada por Descartes bona mens y es, al mismo tiempo, la prudencia por la
cual el hombre se orienta en la vida y la razón por la cual distingue lo verdadero de lo falso.
Es un principio a la vez teórico y práctico, que es la misma esencia del hombre.
Esta unidad de la razón implica la idea de una ciencia universal que fundamente todo
el conocimiento, la mathesis universalis. Éste es el núcleo común que subyace a toda
ciencia. En los Principios de filosofía Descartes lo expresaba con la imagen del árbol:
«Toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es
la física, y las ramas que salen de este tronco son todas las demás ciencias las cuales se
pueden reducir a tres principales: la medicina, la mecánica y la moral. Quiero decir

⁷ Descartes, R., Discurso del método, 1.


⁸ Descartes, R., Reglas para la dirección del espíritu, 1.

16
Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento

la más elevada y perfecta moral, que, al presuponer un completo conocimiento de las


otras ciencias, es el ultimo grado de la sabiduría.»⁹

5.2. El ideal matemático de conocimiento: la intuición y la deducción


La mathesis universalis cualquier conocimiento habría de tomar como modelo el méto-
do de las matemáticas. De esta manera, cabría enfrentarse al problema del conocimiento:
cómo distinguir lo verdadero de lo falso.
Así, considera dos modos de conocimiento validos:
1. La intuición: la captación directa e inmediata de conceptos en la razón misma.
Mediante ella, la mente capta ideas simples.
2. La deducción: procedimiento mediante el cual la razón descubre conexiones en-
tre las ideas simples. Se obtienen unas ideas simples (intuiciones) de otras ideas
simples (intuiciones).

5.3. Las reglas del método


Descartes busca un «fundamento absoluto inconmovible de verdad» ( fundamentum
absolutum inconcussum veritatis) en el que poder basar el conocimiento científico. Este
conocimiento no puede obtenerse sin método, hasta el punto de que es preferible no buscar
la verdad que ponerse a hacerlo sin él. Este método se expresará en reglas, a modo de pasos,
pues la verdad no está dada de antemano, sino que el sujeto tiene que descubrirla a través
de la aplicación de estas reglas.
Para Descartes, el método consiste en la marcha natural y espontánea de la propia razón
mediante reglas. En este sentido, cuando la razón razona de la manera que le es propia,
sin ningún tipo de interferencias ni perturbaciones, razona correctamente y descubre la
verdad. Entonces, ¿por qué es necesario el método? Para vigilar la marcha de la razón, esto
es, para evitar el error y garantizar frente a éste el conocimiento obtenido. Así, el método
es la forma que tiene la razón para vigilarse a sí misma.
Descartes entiende por método:
«Una serie de reglas ciertas y fáciles, tales que todo aquel que las observara exac-
tamente no tome nunca algo falso por verdadero y , sin gasto alguno de esfuerzo
mental, sino por incrementar su conocimiento paso a paso, llegue a una verdadera
comprensión de todas aquellas cosas que no sobrepasen su capacidad.»¹⁰

En el Discurso del método, Descartes propone las reglas metodológicas que ha de seguir
la razón para garantizar el conocimiento obtenido mediante la razón. Estas reglas son las
siguientes:
1. Evidencia: No se puede aceptar ningún conocimiento como verdadero que no
sea claro y distinto. La verdad es la certeza del sujeto provocada por la claridad
y distinción (evidencia) con que se presenta la idea ante la mente. Hay que
evitar toda precipitación y prejuicio, por lo que, como puede suponerse, esta regla
invita a la precaución y prudencia.
2. Análisis: Debemos dividir todas cuantas dificultades encontremos en cuantas
partes fuera posible y requiriese su mejor solución. Hay que dividir, por tanto,
los elementos complejos en sus partes simples para facilitar la tarea del conoci-
miento.
⁹ Descartes, R., Principios de filosofía, carta al traductor.
¹⁰ Descartes, R., Reglas para la dirección del espíritu, 4.

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento

3. Síntesis: Hay que recomponer ordenadamente lo que antes se ha analizado y


dividido, con el fin de comprenderlo mejor. La operación de la síntesis es la inver-
sa del análisis: se trata de ascender desde los elementos simples analizados hasta
los objetos complejos.
4. Enumeración: Sirve para repasar las dos reglas anteriores. Se refiere a la necesi-
dad de hacer un recuento completo y una revisión general con el fin de no omitir
ningún paso intermedio tanto en el análisis como en la síntesis.
Descartes lo escribe así:
«Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los vicios, sien-
do un Estado mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente obser-
vadas, así también, en lugar del gran número de preceptos que encierra la lógica, creí
que me bastarían los cuatro siguientes, supuesto que tomase una firme y constante
resolución de no dejar de observarlos una vez siquiera:
Fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con
evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención,
y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distin-
tamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades, que examinare, en cuantas par-
tes fuere posible y en cuantas requiriese su mejor solución.
El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los ob-
jetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradual-
mente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden
entre los que no se preceden naturalmente.
Y el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan
generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada.»¹¹

5.4. La búsqueda de la certeza


«Hace mucho tiempo que me he dado cuenta de que, desde mi niñez, he admi-
tido como verdaderas una porción de opiniones falsas, y que todo lo que después he
ido edificando sobre tan endebles principios no puede ser sino muy dudoso e incierto;
desde entonces he juzgado que era preciso seriamente acometer, una vez en mi vida,
la empresa de deshacerme de todas las opiniones a que había dado crédito, y empezar
de nuevo, desde los fundamentos, si quería establecer algo firmemente constante en
las ciencias.» (Descartes, R., Meditaciones metafísicas.)

Preguntarse por la validez de todo conocimiento supone haber pasado por la expe-
riencia fundamental de la duda. Por exigencia del método, Descartes muestra, a través de
la duda metódica, cómo todo conocimiento podría ser pensado, en realidad, un error o
una ilusión.
• No hay que confiar en los datos de los sentidos. En el pasado han sido fuente de
error y engaño, por lo tanto no son fiables.
• Puede haber confusión entre la vigilia y el sueño.
• También es posible que Dios nos engañe.
• En última instancia, podemos suponer la existencia de un genio maligno que con-
tinuamente se dedique a confundirnos. En realidad, esta hipótesis es la misma
que la anterior, pero salva la circunstancia de considerar a Dios como ser enga-
ñador y, por tanto, malo.
¹¹ Descartes, R., Discurso del método, ii.

18
Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento

5.5. La moral provisional


Mientras Descartes está a la búsqueda de su filosofía, en el ejercicio de la duda, ha de
seguir viviendo. Para ello necesita una moral provisional, ya que la moral definitiva sólo
puede ser obtenida como fruto último del sistema filosófico. Sin embargo, la ética cartesia-
na será un proyecto inacabado. Para explicar la necesidad de la moral provisional, emplea
la imagen de la construcción: estas máximas morales provisionales son una habitación pa-
ra aguardar cómodamente, mientras se reconstruye el edificio del conocimiento. Bastan
cuatro máximas en la moral provisional:
1) La primera máxima expresa una actitud de cautela y prudencia. Puesto que «no
veía en el mundo ninguna cosa que permaneciera siempre en el mismo estado»,
decide obedecer las leyes y costumbres de su país, ser fiel a su religión y seguir las
opiniones más moderadas y comúnmente aceptadas.
2) La segunda propone que, ya que nada es muy seguro, lo mejor es seguir lo más
probable como si se tratase de algo muy verdadero y cierto. Hay que evitar a toda
costa ser indeciso.
3) La tercera está inspirada en la moral estoica: «Procurar vencerme a mí mismo
antes que a la fortuna, y alterar mis deseos antes que el orden del mundo; y acos-
tumbrarme a creer que sólo nuestros pensamientos están enteramente en nuestro
poder».
4) Por fin, pasar revista a todas las ocupaciones posibles para elegir la mejor. Y Des-
cartes encuentra que la que él ha elegido —«aplicar a mi vida entera al cultivo de
mi razón y adelantar todo lo posible en el conocimiento de la verdad según el mé-
todo que me había prescrito»— es la mejor de todas. Se refiere, evidentemente,
a la filosofía.¹²

5.6. La evidencia del cogito: el criterio de certeza


Encontrar el fundamento de un método que debe ser la guía segura de la investiga-
ción en todas las ciencias, es posible, según Descartes, sólo con una crítica radical de todo
el saber. Es menester suspender al menos una vez el asentimiento a cualquier conocimien-
to aceptado comúnmente, dudar de todo y considerar provisionalmente como falso todo
aquello sobre lo cual es posible la duda. Si, persistiendo en esta postura de crítica radical, se
alcanza un principio sobre el cual la duda no es posible, este principio deberá ser juzgado
como firmísimo y tal que pueda servir de fundamento a todos los demás conocimientos.
En este principio se encontrará la justificación del método.
¿Dónde y cómo encuentra Descartes este principio? La duda parecía haber eliminado
todas las creencias y conocimientos, pues se podía dudar de todo (sentidos, razonamien-
tos, realidad del mundo exterior, etc.). Pero, justamente, Descartes encuentra en el interior
mismo del acto de dudar, un resto firme e inconmovible, algo que resiste toda duda posible:
el hecho mismo de dudar. Es decir, la duda sólo se puede extender a los objetos sobre los
que se ejerce la acción de dudar. La duda no puede dudar de sí misma. Es, por tanto, el
primer principio inconmovible: si dudo, no puedo dudar de mi duda, que existe. O, como
lo dice Descartes:
«Pienso, luego existo.» (Cogito, ergo sum.)
Hay que notar que Descartes enuncie el principio con el verbo ‘pensar’ en vez de con
el verbo ‘dudar’. La razón es que, para el filósofo francés, pensamiento (cogitatio) es todo
¹² Para todo lo anterior v. ibíd., iii.

19
Historia de la Filosofía – 6. Descartes 5. Teoría del conocimiento

aquello que ocurre en nosotros como acto consciente de la mente: dudar, entender, negar,
querer, imaginar, sentir, recordar, etc. He aquí el fundamento de la postura subjetivista
de Descartes: la evidencia sólo se da en el interior del sujeto como certeza del propio pen-
samiento. Además, el cogito es el modelo de evidencia para todo conocimiento ulterior, es
decir, la claridad y distinción del cogito constituyen el criterio con el que medir la evidencia
del resto de conocimientos posibles.
También hay que precaverse frente a la conjunción ‘luego’ (ergo) que utiliza Descartes
en su formulación. El cogito no es una deducción, sino una intuición, esto es, una evidencia
inmediata, una idea clara y distinta; no es la conclusión de un razonamiento.
Así pues, la duda metódica de Descartes no lleva al escepticismo absoluto, sino a la
primera verdad indubitable, a la primera certeza metafísica. La duda metódica no es una
simple duda como ejercicio, tampoco debe relacionarse con la duda estéril del escéptico
sistemático. Lo que pretende es convertir la duda en un método. Revisando el pasado, Des-
cartes no se conforma con conocimientos más o menos probables o que parezcan ciertos
en alguna medida. Para evitar errores o incertidumbres, el radicalismo cartesiano pretende
alcanzar un saber absolutamente cierto cuya verdad sea tan firme que esté más allá de toda
duda. En definitiva, este «yo pienso» es la primera idea clara y distinta y, por ello, la pri-
mera evidencia de la que hay que partir para construir todo el edificio del conocimiento.
Por tanto, lo primero, en el orden del conocimiento, es la afirmación de la realidad de la
sustancia pensante (res cogitans) que es el sujeto, el yo pensante.

5.7. La ideas
Las ideas son lo que piensa el yo existente que ya ha sido demostrado mediante el
cogito. Para Descartes, de este modo, conocer es siempre conocer ideas, no conocer cosas
(giro epistemológico). Por idea se se ha de entender cualquier contenido de la conciencia,
esto es, los objetos del pensar, sentir, querer, concebir, imaginar…
Por otra parte, y atendiendo a su origen, las ideas pueden ser:
• Adventicias: puestas en nosotros por la realidad exterior. Confusas e inciertas.
• Facticias: formadas por nosotros a partir de otras ideas mediante la imaginación
(ej: centauro).
• Innatas: pertenecen al entendimiento por su propia naturaleza. Sólo las ideas
innatas son evidentes.
Además, hay que hacer una distinción dentro de cada idea: la idea como objeto del
pensamiento y la idea en cuanto representación de una realidad que no es idea. De este
modo, entre las ideas no hay ninguna diferencia si se consideran desde el punto de vista de
su realidad subjetiva o formal, esto es, como meros actos mentales. Imagine el sujeto una
idea de mesa o una idea de sirena, ambas ideas son realidades, en tanto que ideas, para la
mente que las piensa. Pero si se consideran desde el punto de vista de su realidad objetiva,
o sea, de las cosas que representan o de que son imágenes, son muy diferentes unas de otras:
una representa un objeto de la realidad física (mesa), la otra un objeto ficticio de la imagi-
nación (la sirena). Esta distinción será determinante para la demostración de la existencia
de la sustancia infinita, o sea, Dios.

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 6. La metafísica cartesiana: los tres órdenes de la realidad

6. La metafísica cartesiana: los tres órdenes de la realidad

Descartes considera tres tipos de realidad: el pensamiento, el mundo y Dios. O dicho


de otro modo, la realidad está compuesta de cosas pensantes, de cosas extensas y de una
cosa infinita. Con cosa, Descartes, señala que cada tipo de realidad es independiente de
los otros. En efecto, el término ‘cosa’ es equivalente al de sustancia: «aquello que existe
de tal manera que no necesita de ningún otro para existir».¹³ Es evidente que con esta
definición sólo habría, en rigor, una sustancia, Dios; mundo y pensamiento, por su parte,
serían sustancias por analogía con la sustancia divina.
Cuando Descartes define la sustancia, opera como los geómetras, pues procede de un
modo totalmente a priori y no considera que tenga que justificarla. Tampoco Euclides jus-
tifica sus definiciones: las construye para, a partir de ellas, comenzar a realizar demostra-
ciones y extraer consecuencias. Las definiciones son el principio de todo sistema teórico.
Por otro lado, a cada sustancia le corresponde un atributo. Es, por así decirlo, la esencia
de cada sustancia y sólo tiene uno: el alma es pensamiento; los cuerpos son extensión; y
Dios es infinitud.
Por último, las diversas formas en las que está dispuesta la sustancia se llaman modos.
Por ejemplo, un cuerpo (sustancia) es extensión (atributo) organizado en una figura deter-
minada (modo). Sustancia, atributo y modo son, por tanto, los tres conceptos fundamen-
tales de la metafísica cartesiana.
¶Cambios en el concepto de sustancia: el concepto cartesiano de sustancia
transforma el concepto escolástico correspondiente. En ambos casos, la sustancia se
define por relación a la existencia, pero de modo distinto. Para los escolásticos, la
sustancia es lo que existe en sí, es decir, lo que no necesita de un sujeto para poder
existir: la sustancia misma es el sujeto de los accidentes, los cuales no existen en sí,
sino en otro, en un sujeto, la sustancia. Por el contrario, para Descartes la sustancia
es lo que existe por sí sin depender en la existencia de ninguna otra sustancia (salvo
de Dios). Además, al identificarse la sustancia con su atributo, puede ser concebida
perfectamente mediante una idea clara y distinta.

6.1. El yo o res cogitans


A través del cogito, se conoce la primera existencia real, la del yo, como sustancia pen-
sante que se identifica con el alma y su atributo es el pensamiento. Como ya se ha visto,
pensar en Descartes se refiere a cualquier acto intelectual consciente (juzgar, razonar, con-
cebir, imaginar, recordar, etc.). Es importante notar que, en la filosofía cartesiana, no hay
espacio para el inconsciente. El yo es autotransparente consigo mismo: se conoce a sí mis-
mo de forma total y completa.
Ahora bien, este yo que duda y que es capaz de suspender el asentimiento respecto a
lo que a primera vista parece evidente, demuestra que soy libre; pero también demuestra
que soy imperfecto. Este es el camino mediante el cual Descartes deducirá la existencia de
Dios, como objeto independiente del pensamiento, a partir de la idea de perfección que se
encuentra inscrita, de forma innata, en el pensamiento del sujeto.

6.2. Dios o res infinita


La existencia de Dios es necesaria para Descartes ya que garantiza que las ideas que te-
nemos como evidentes sobre el mundo exterior son ciertas. Dios no permite que la claridad
¹³ Descartes, R., Principios de Filosofía, i, 51.

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 6. La metafísica cartesiana: los tres órdenes de la realidad

y distinción de nuestras ideas sobre el mundo externo sean un error.


Dios es demostrado con el argumento de la objetividad de las ideas: entre las ideas
innatas de la mente está la de infinitud, la cual, atendiendo a su realidad objetiva, eviden-
temente, no puede haber sido creada por nosotros, seres finitos, por lo que ha de proceder
de un ser real existente que tenga el atributo de la infinitud. Además, añade Descartes el
argumento ontológico de San Anselmo: la idea de perfección ha de proceder de un ser
perfecto. Este ser perfecto no nos puede engañar acerca de la realidad el mundo exterior.
En consecuencia, Dios ocupa la clave de bóveda de todo el sistema cartesiano: él es la garan-
tía de que las ideas que se presentan como evidentes —claras y distintas— son verdaderas
—representan objetos reales independientes del pensamiento— porque Dios —ser per-
fecto, bueno y veraz— así lo dispone.

El «pato que digiere» (canard digérateur) fue un autómata diseñado por


Jacques de Vaucanson en 1738. Era capaz de deglutir, digerir y defecar la
comida que se le proporcionaba.

6.3. El mundo o res extensa


A través de la existencia de Dios, Descartes establece el mundo como el tercer orden
de la realidad. Su principal atributo es el de la extensión, idea innata de la mente que ha de
corresponderse, puesto que Dios no nos engaña, con la existencia de los cuerpos (objetos)
del mundo externo que se nos presentan con claridad y distinción.
¶Sobre la física cartesiana: De la metafísica Descartes pasa a la física y deduce
sin dificultad los objetos matemáticos y físicos (números, espacio, tiempo, movimien-
to…). Así, el tronco del árbol de la filosofía, la física, hunde sus raíces en la metafísica.
La idea principal es que la física cartesiana es mecanicista porque demuestra los
fenómenos naturales a través de la materia y el movimiento. El modelo de la máquina
es la imagen que utiliza Descartes para describir los fenómenos del mundo físico. To-
do queda reducido a la materia y al movimiento —concebido como contacto entre
cuerpos—, eliminando, con ello, todas las «cualidades ocultas» de los aristotélicos
e incluso la noción de fuerza.
De cualquier manera, Descartes se ve forzado a admitir una primera causa que
ponga en movimiento el gran mecanismo del universo. Dios aparece como «la pri-
mera causa del movimiento y quien conserva siempre la misma cantidad de movi-

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 7. Antropología

miento en el mundo».¹⁴ La inmutabilidad divina es la causa de la conservación de la


materia, del movimiento y del reposo del universo.
A partir de esta primera causa, Dios, Descartes deduce a priori las tres leyes de
la naturaleza: 1ª) cada cosa permanece en el estado en que se encuentra, si nada la
cambia (principio de inercia); 2ª) todo cuerpo que se mueve tiende a continuar su
movimiento en línea recta; 3ª) si un cuerpo se mueve que se mueve encuentra otro
más fuerte que él, no pierde nada de su movimiento; y si encuentra otro más débil
que pueda ser movido por él, pierde tanto movimiento como transmite (principio
de la conservación del movimiento).

7. Antropología

La antropología cartesiana es dualista: el hombre es la unión de dos sustancias, alma


(res cogitans) y cuerpo (res extensa). El hombre es, así, el cruce entre pensamiento y ser.
Como sustancias, cada una es independiente de la otra y no se necesitan para existir. Ahora
bien, Descartes reconoce que el hombre propiamente dicho reside en el alma —con lo que
su antropología es coherente con el desarrollo de la duda metódica (cogito)—: «Este yo, el
alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo».¹⁵
Esta concepción, sin embargo, plantea el problema de la comunicación entre ambas
partes del ser humano, ya que, como se ha señalado, pensamiento y extensión son sustan-
cias independientes. Para explicar este punto, Descartes recurre a una hipótesis ad hoc: la
glándula pineal es el punto de donde se produce la conexión entre alma (mente) y cuerpo.¹⁶

7.1. Las pasiones del alma


En Las pasiones del alma, Descartes trata las pasiones no como filósofo o moralista,
sino como médico. Tiene una idea moderna de las pasiones, por lo que critica a todos sus
predecesores en la distinción tradicional entre pasiones y razón, y en la distinción —griega,
en origen— entre lo concupiscible y lo irascible. El alma ya no es una forma del cuerpo en
términos aristotélicos, sino puro pensamiento. Hay que entender, por tanto, su teoría de
las pasiones en el marco del dualismo de las sustancias: las pasiones están en el alma, pero
es el cuerpo el que las causa.
En la máquina corporal todo son movimientos físicos que actúan sobre el mundo, por
lo que es activa; o bien recibe estímulos, y es pasiva. El cuerpo es acción y pasión con res-
pecto al mundo y se puede explicar con movimientos mecánicos.
Ahora bien, en ese cuerpo-máquina, también hay un alma que es puro pensamiento. Y,
al igual que el cuerpo, en ella se dan acciones y pasiones. Los pensamientos del alma pueden
ser de dos tipos: a) acciones o voliciones, que vienen directamente del alma y dependen
solo de ella; o b) percepciones (ideas), que son pasivas pues el alma no las produce, sino
que las recibe de las cosas que representan las ideas (adventicias) o las encuentra en sí misma
(innatas). La única excepción son las ideas facticias que son producto de la imaginación, y,

¹⁴ Ibíd., ii, 36.


¹⁵ Descartes, R., Discurso del método, 4.
¹⁶ Una hipótesis ad hoc («para esto», literalmente) es aquella hipótesis que se emplea para resolver un pro-
blema concreto dentro de una teoría y que, por ello, no se encontraba de forma explícita en la teoría original.
Generalmente, este tipo de hipótesis se formulan con posterioridad a la teoría para resolver las inconsisten-
cias detectadas entre diversas partes de la teoría. En consecuencia, su estatuto o validez epistemológica es
siempre débil y discutible.

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 7. Antropología

por ello, han de ser consideradas más bien como acciones del alma.
Llega, así, Descartes, siendo coherente con su pensamiento, a la definición de pasión
como percepciones (ideas) del alma causadas por el cuerpo sin ninguna intervención de la
voluntad. Las pasiones son emociones del alma causadas por el cuerpo. Descartes hace una
clasificaión muy compleja de las pasiones: hay seis emociones «primitivas», que oscilan
entre lo psicológico y lo fisiológico (admiración, amor, odio, deseo, alegría y tristeza) que se
combinan entre sí produciendo un gran número de pasiones nuevas. Por otro lado, según
su origen, se dividen en:
1. Las que percibiomos a través de los sentidos de los objetos que están fuera de
nosotros;
2. las que percibimos de nuestro propio cuerpo y que también son externas (ham-
bre, sed, dolor…);
3. y, por último, las propias del alma misma y que no pueden referirse a ninguna
causa exterior. Éstas son las pasiones del alma propiamente dichas.
En cuanto al uso de las pasiones, Descartes considera que podemos controlar las pa-
siones alterando las condiciones físicas que las producen. Atendiendo a la razón, para mo-
dificar el cuerpo, podemos construir nuestra propia vida, dirigiendo el hábito a intervenir
sobre las pasiones y, así, actuar sobre las pasiones. Se opone, por tanto, Descartes a las teo-
rías basadas en la herencia y en el temperamento, que señalaban la absoluta determinación
del carácter del hombre.

7.2. El inacabado proyecto de una ética


La única exposición de la moral cartesiana la encontramos en la tercera parte del Dis-
curso del método, donde Descartes describe un código moral provisional mientras dure la
duda metódica. Como ya hemos visto, son cuatro máximas: respeto a la tradición y cos-
tumbres; vivir de forma práctica y sin vacilaciones, mientras, de forma teórica, se duda;
dominio de uno mismo frente a los acontecimientos; dedicar la vida al cultivo de la razón
(filosofía).
Estas máximas son de carácter temporal, en espera de la elaboración de una ética futura,
esto es, la constitución de una moral que se fundamente sólidamente a través de la razón.
Sin embargo, aparte de estas máximas, Descartes no elaboró un sistema moral explícito.
Sólo podemos extraer ciertos esbozos de algunos principios morales que se entremezclan
en sus obras teóricas: el libre albedrío, la naturaleza del bien y la generosidad.
(a) El libre albedrío. Descartes afirma que tenemos la experiencia interior de la liber-
tad de la voluntad, y que esto constituye el mayor bien que puede tener el hombre,
pues le asemeja a Dios y le hace superior a los animales. Éstos no pueden hacer
nada por modificar sus pasiones; el hombre, por su parte, sí: su voluntad puede
alterar y anular las pasiones dañinas. A mayor conocimiento, esto es, cuando la
voluntad está orientada por la razón, más libre es el hombre. El error se debe a la
precipitación causada por la falta de conocimiento. En consecuencia, Descartes
se aproxima así, a su manera, a cierto tipo de intelectualismo moral socrático.
(b) La naturaleza del bien. Lo único que existe es el bien, vinculado, en última ins-
tancia, a Dios. El mal no existe, es un no-ser, una privación, ya que es imposible
que Dios sea autor del mal. Esto hace de Descartes un gran optimista: el mal sólo
es un accidente.
(c) La generosidad. Este tercer principio está en conexión con el optimismo carte-
siano que niega el mal. La virtud más elevada de la vida feliz es la generosidad, o,

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas

más propiamente, magnanimidad, grandeza o elevación de ánimo. Es entendida


como una perfección del resto de virtudes. El hombre generoso, o magnánimo,
no deseará apasionadamente cosas que están fuera de su alcance, y cuya no obten-
ción podría frustrarle y por lo tanto destruir su bienestar. El generoso es el que
sabe que nada le pertenece, salvo la libre disposición de sus voliciones. Hay que
superar los prejuicios a través de la educación y alcanzar la independencia res-
pecto de las cosas exteriores. El buen uso de la voluntad, por tanto, está dentro
de nosotros y cualquier hombre puede llegar a ser generoso.

8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas

§1. «Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré de
mi pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o al menos, como eso es casi imposible,
las reputaré vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis
adentros, procuraré ir conociéndome mejor y familiarizarme más conmigo mismo. Soy
una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas cosas, ignora
otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también imagina y siente, pues, como he
observado más arriba, aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí
mismo, con todo, estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan en mí, sin
duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado todo lo que sé de cierto, o,
al menos, todo lo que he advertido saber hasta aquí.
Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conoci-
mientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una cosa que piensa;
pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conoci-
miento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no
bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y dis-
tintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla
general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.»
[Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§2. «Cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría,
como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía con
claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas
tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme que acaso
Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que
me parecen más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento esa opi-
nión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a
reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas
que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las
cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto de que prorrumpo
en palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo
no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo
no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de
cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo, que como
las concibo.
Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios en-
gañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas

motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo,
metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto
se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser enga-
ñador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de
cosa alguna.» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§3. «De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos conviene
con propiedad el nombre de idea: como cuando me represento un hombre, una quimera, el
cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además, tienen otras formas: como cuando quiero,
temo, afirmo o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la acción
de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo de aquella
cosa; y de este género de pensamientos, unos son llamados voluntades o afecciones, y otros,
juicios. Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas, sin relación
a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con propiedad falsas; pues imagine yo una
cabra o una quimera, tan verdad es que imagino la una como la otra.
No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades;
pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos cierto
por ello que yo las deseo. Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no
errar. Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos con-
siste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están
fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento,
sin pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.»
[Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§4. «Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de
fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener la facultad de concebir lo que
es en general una cosa, o una verdad, o un pensamiento, me parece proceder únicamente
de mi propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado
hasta el presente que esos sentimientos procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí;
y, por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras quimeras de ese género, son
ficciones e invenciones de mi espíritu.
Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de las que llamo
extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de que todas han sido
hechas por mí, pues aún no he descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente
debo hacer, en este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de
ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos
objetos.» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§5. «La primera de esas razones es que parece enseñármelo la naturaleza; y la segunda, que
experimento en mí mismo que tales ideas no dependen de mi voluntad, pues a menudo se
me presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo o no, siento calor, y por esta causa estoy
persuadido de que este sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente de
mí, a saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo que me parezca
más razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en mí su semejanza, más
bien que otra cosa cualquiera.
Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y convincentes. Cuando
digo que me parece que la naturaleza me lo enseña, por la palabra «naturaleza» entiendo
sólo cierta inclinación que me lleva a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que
es verdadero. Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría poner

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas

en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero: por ejemplo, cuando
antes me enseñaba que del hecho de dudar yo podía concluir mi existencia. Porque, además,
no tengo ninguna otra facultad o potencia para distinguir lo verdadero de lo falso, que
pueda enseñarme que no es verdadero lo que la luz natural me muestra como tal, y en la que
pueda fiar como fío en la luz natural. Mas por lo que toca a esas inclinaciones que también
me parecen naturales, he notado a menudo que, cuando se trataba de elegir entre virtudes
y vicios, me han conducido al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón tampoco
para seguirlas cuando se trata de la verdad y la falsedad.» [Descartes, R., Meditaciones
metafísicas, 3.]
§6. «En cuanto a la otra razón —la de que esas ideas deben proceder de fuera, pues no de-
penden de mi voluntad—, tampoco la encuentro convincente. Puesto que, al igual que esas
inclinaciones de las que acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no siempre concuerden
con mi voluntad, podría también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad
o potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en efecto, me ha pa-
recido siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando duermo, sin el auxilio
de los objetos que representan. Y en fin, aun estando yo conforme con que son causadas
por esos objetos, de ahí no se sigue necesariamente que deban asemejarse a ellos. Por el
contrario, he notado a menudo, en muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto
y su idea. Así, por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos ideas del sol muy diversas; una
toma su origen de los sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen de
fuera; según ella, el sol me parece pequeño en extremo; la otra proviene de las razones de la
astronomía, es decir, de ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí
de algún modo: según ella, el sol me parece varias veces mayor que la tierra. Sin duda, esas
dos ideas que yo formo del sol no pueden ser, las dos, semejantes al mismo sol; y la razón
me impele a creer que la que procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la
que le es más disímil.
Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio cierto y bien
pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían
cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o
por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas.»
[Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§7. «Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí,
hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que
son ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y
todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes
que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas
de otras. En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen
(por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más gra-
dos de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más
aún: la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente,
omnipotente y creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea —digo—
ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me representan substancias finitas.
Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos
tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar
el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la
tuviera ella misma?» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 8. Textos PAU: Meditaciones metafísicas

§8. «Puesto que existo y puesto que la idea de un ser sumamente perfecto, esto es, de Dios,
está en mí, la existencia de Dios queda muy evidentemente demostrada. Sólo me resta exa-
minar de qué modo he adquirido esta idea; pues no la he recibido por los sentidos y nunca
se ha presentado a mí inopinadamente, como las ideas de las cosas sensibles, cuando estas
cosas se presentan o parecen presentarse a los órganos exteriores de los sentidos; tampoco
es una pura producción o ficción de mi espíritu, pues no está en mí el poder de disminuirle
ni aumentarle cosa alguna; y, por consiguiente, no queda más que decir que esta idea ha
nacido y ha sido producida conmigo, al ser yo creado, como también le ocurre a la idea de
mí mismo.» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§9. «Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no
pueda proceder de mí mismo. Por Dios entiendo una substancia infinita, eterna, inmuta-
ble, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las
demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios es
tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido es-
toy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir
necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de subs-
tancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita,
siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese
infinita.
Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino
por medio de una mera negación de lo finito (así como concibo el reposo y la oscuridad por
medio de la negación del movimiento y la luz): pues, al contrario, veo manifiestamente que
hay más realidad en la substancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo,
tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la de
mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y
que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación
con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?» [Descartes, R., Meditaciones
metafísicas, 3.]
§10. «Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente verdade-
ra; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, no puede fingirse
que su idea no me representa nada real, como dije antes de la idea de frío.
Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo que mi espí-
ritu concibe clara y distintamente como real y verdadero, y todo lo que comporta alguna
perfección. Y eso no deja de ser cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque ha-
ya en Dios innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi
pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda
comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas que concibo
claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así como acaso también infinidad de
otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo
de Dios sea la más verdadera, clara y distinta de todas.» [Descartes, R., Meditaciones
metafísicas, 3.]
§11. «Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea facilísimo de co-
nocer, en virtud de la luz natural, a todos los que quieran pensar en ello con cuidado. Pero
cuando mi atención se afloja, oscurecido mi espíritu y como cegado por las imágenes de las
cosas sensibles, olvida fácilmente la razón por la cual la idea que tengo de un ser más per-
fecto que yo debe haber sido puesta necesariamente en mí por un ser que, efectivamente,

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 9. Post-scriptum

sea más perfecto.


Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea de Dios, podría
existir, en el caso de que no hubiera Dios. Y pregunto: ¿de quién habría recibido mi exis-
tencia? Pudiera ser que de mí mismo, o bien de mis padres, o bien de otras causas que, en
todo caso, serían menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto que
Él, y ni siquiera igual a Él.
Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el autor
de mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y ninguna perfección me faltaría,
pues me habría dado a mí mismo todas aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería
Dios.» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]
§12. «Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. Pues no la he
recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado inesperadamente, como las ideas de
las cosas sensibles, cuando tales cosas se presentan, o parecen hacerlo, a los órganos externos
de mis sentidos. Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está en mi poder
aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por consiguiente, no queda sino decir que, al
igual que la idea de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mismo en que yo
he sido creado.
Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea
como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco es necesario que ese sello sea algo
distinto que la obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me
ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza
(en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que me
percibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que
soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin cesar a
algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también conozco, al mismo tiempo, que aquel de
quien dependo posee todas esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en
mí; y las posee no de manera indefinida y sólo en potencia, sino de un modo efectivo, actual
e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la
existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera
tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo
Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas perfecciones, de las que
nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que
no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que
no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende de
algún defecto.» [Descartes, R., Meditaciones metafísicas, 3.]

9. Post-scriptum

9.1. Husserl: Meditaciones cartesianas


«La posibilidad de hablar sobre la fenomenología trascendental en esta dignísima se-
de de la ciencia francesa, me llena de alegría por razones especiales. El máximo pensador
de Francia, Renato Descartes, ha dado con sus Meditaciones nuevos impulsos a la fenome-
nología trascendental. El estudio de las Meditaciones ha influido muy directamente en la
transformación de la fenomenología, que ya germinaba, en una variedad nueva de la filoso-
fía trascendental. Casi se podría llamar a la fenomenología un neocartesianismo, a pesar de
lo muy obligada que está a rechazar casi todo el conocido contenido doctrinal de la filosofía

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 9. Post-scriptum

cartesiana, justamente por desarrollar motivos cartesianos de una manera radical.


En esta situación, bien puedo estar seguro por adelantado del interés de ustedes, al
partir, como me propongo, de aquellos motivos de las meditationes de prima philosop-
hia que tienen a mi juicio una significación de eternidad, y al caracterizar, apoyándome
en ellos, las transformaciones e innovaciones en que surgen el método y los problemas
fenomenológico-trascendentales.
Todo principiante en filosofía conoce el memorable curso de pensamientos de las me-
ditationes. Recordemos su idea directriz. Su objetivo es una reforma completa de la filoso-
fía, que haga de ésta una ciencia de una fundamentación absoluta. Esto incluye para Des-
cartes una reforma homóloga de todas las ciencias. En efecto, éstas son, según él, simples
miembros subordinados de la ciencia universal y única, que es la filosofía. Sólo dentro de la
unidad sistemática de ésta pueden las ciencias llegar a ser genuinas ciencias. Ahora bien, tal
y como las ciencias se han formado históricamente, les falta esta genuinidad, la que depen-
de de la fundamentación radical y total partiendo de evidencias absolutas, de evidencias
más allá de las cuales ya no se puede retroceder. Necesítase, por lo tanto, una reconstruc-
ción radical que dé satisfacción a la idea de la filosofía como unidad universal de las ciencias
ínsita en la unidad de dicha fundamentación absolutamente racional. Este imperativo de
reconstrucción conduce en Descartes a una filosofía de orientación subjetiva. En dos sig-
nificativas etapas se lleva a cabo esta orientación subjetiva. En primer término: todo el que
quiera llegar a ser en serio un filósofo tiene que retraerse sobre sí mismo «una vez en la
vida», y tratar de derrocar en su interior todas las ciencias válidas para él hasta entonces, y
de construirlas de nuevo.
La filosofía —la sabiduría— es una incumbencia totalmente personal del sujeto filoso-
fante. Debe ir fraguándose como su sabiduría, como aquel su saber tendiente a universali-
zarse que él adquiere por sí mismo, de que él puede hacerse responsable desde un principio
y en cada paso, partiendo de aquella evidencia absoluta. Tomada la resolución de dedicar
mi vida al logro de este objetivo, que es la única resolución que puede ponerme en camino
de llegar a filósofo, dicho queda que he escogido como punto de partida la absoluta pobre-
za en el orden del conocimiento. En este punto de partida es paladinamente lo primero el
considerar cómo pueda encontrar un método progresivo capaz de conducir a un genuino
saber. Las Meditaciones cartesianas no pretenden ser, pues, una incumbencia meramente
privada del filósofo Descartes, por no decir una mera, brillante forma literaria dada a una
exposición de primeros principios filosóficos. Trazan, por el contrario, el prototipo de las
meditaciones forzosas a todo incipiente filósofo, de las únicas meditaciones de que puede
brotar originalmente una filosofía.
Volviéndonos ahora al contenido de las Meditaciones, tan extraño para nosotros, los
hombres de hoy, nos encontramos con que en ellas se lleva a cabo un regreso hacia el yo
filosofante en un segundo y más hondo sentido, hacia el ego de las puras cogitationes. El me-
ditador lleva a cabo este regreso en el conocido y sumamente notable método de la duda.
Dirigiéndose con radical consecuencia al objetivo del conocimiento absoluto, el medita-
dor se niega a admitir como existente nada que no resulte incólume ante toda posibilidad
imaginable de tornarse dudoso.
El meditador lleva a cabo, por ende, una crítica metódica de lo que es cierto en la vida
natural de la experiencia y del pensamiento, desde el punto de vista de la posibilidad de
dudar de ello, y eliminando todo aquello que deja abiertas posibilidades de duda, trata de
lograr un eventual residuo de evidencia absoluta.
En este método no resiste a la crítica la certeza de la experiencia sensible, en que está
dado el mundo en la vida natural; por consiguiente, en este estadio inicial tiene que quedar

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Historia de la Filosofía – 6. Descartes 9. Post-scriptum

en suspenso la existencia del mundo. Como absolutamente indudable, como innegable,


aun cuando este mundo no existiese, el meditador se encuentra solamente consigo mismo
en cuanto puro ego de sus cogitationes. El ego así reducido lleva a cabo, pues, una especie
de filosofar solipsista. Busca unos caminos apodícticamente ciertos por los cuales pueda
franquearse en su pura interioridad una exterioridad objetiva. Esto sucede del conocido
modo consistente en inferir ante todo la existencia y veracitas de Dios, y luego, por medio
de ellas, la naturaleza objetiva, el dualismo de las sustancias finitas, en suma, la base objetiva
de la metafísica y de las ciencias positivas y éstas mismas. Todas estas inferencias siguen,
como no pueden menos, el hilo conductor de principios inmanentes al ego puro, “innatos”
en él.» [Husserl, E., Meditaciones cartesianas. México, FCE, 2004, págs. 41–43.]

9.2. Borges: Un poema cartesiano


Soy el único hombre en la tierra y acaso no hay tierra ni hombre.
Acaso un dios me engaña.
Acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión.
Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna.
He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.
He soñado a Virgilio.
He soñado la colina del Gólgota y las cruces de Roma.
He soñado la geometría.
He soñado el punto, la línea, el plano y el volumen.
He soñado el amarillo, el azul y el rojo.
He soñado mi enfermiza niñez.
He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo en el alba.
He soñado el inconcebible dolor.
He soñado mi espada.
He soñado a Elisabeth de Bohemia.
He soñado la duda y la certidumbre.
He soñado el día de ayer.
Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido.
Acaso sueño haber soñado.
Siento un poco de frío, un poco de miedo.
Sobre el Danubio está la noche.
Seguiré soñando a Descartes y a la fe de sus padres.

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