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La filosofía medieval y los

trascendentales:

Un estudio sobre Tomás de Aquino

Jan A. Aertsen *

Sorprende encontrar un libro tan profundo y claro al mismo tiempo. Una obra de
filosofía al más alto nivel, que se entiende a la primera lectura. Aertsen vuelve sobre los
temas clásicos de la filosofía medieval aportando nuevas luces, y esto lo deja claro
desde el primer momento, al polemizar con distintas interpretaciones que han
predominado en la disciplina de la filosofía medieval en los últimos años. No se trata
sólo de un manual o compendio de ideas anteriores mejor expuestas. Hay tesis
originales e importantes en el planteamiento general del libro y en muchos de sus
pasajes.

El hilo conductor de la obra es la importancia de la temática de los trascendentales


como denominador común de la filosofía medieval. Esta tesis ha de defenderse en
contra de quienes interpretan que tal aproximación ya existía en la filosofía antigua, o
de que la filosofía medieval se basa primordialmente en otros parámetros. Frente a los
primeros, Aertsen se empeña al principio en una narración histórica del renacimiento
del interés por este tipo de filosofía, con un desarrollo de apertura y profundización que
culminará en Tomás de Aquino. Realmente toda esa introducción sirve para poner al
Aquinate, una vez más, en el centro de la filosofía medieval.

Santo Tomás no sólo realiza por primera vez un estudio sistemático de los
trascendentales (si bien diseminado a lo largo de su amplia obra), sino que extiende su
número y desarrolla el estatuto epistemológico que los dota de significado. Está en
juego la misma posibilidad de una filosofía de los trascendentales, pues el estatuto de
los trascendentales puede llevar bien al panteísmo, con la consiguiente anulación de la
autonomía de las realidades temporales, bien al inmanentismo mediante su exaltación en
detrimento del origen, bien al relativismo si ni siquiera se alcanza a comprender y
aceptar la posibilidad e la aproximación a la trascendentalidad.

Aertsen da mucha importancia a ese justo estatuto de los trascendentales, y se


empeña en desvelar cómo llegó a caracterizarlo Santo Tomás, cribando interpretaciones
de la filosofía tomista que deforman estos aspectos. Para ello hace gala de una gran

*
EUNSA, Pamplona 2003, 464 pp. Título original: Medieval Philosophy and the
Trascendentals, Adacemic Publishers Brill.
soltura en el manejo de las fuentes, y va al meollo de las cuestiones sin abrumar al lector
con discusiones bizantinas de carácter interpretativo.

En definitiva, reconoce que el Aquinate llegó a una cima en la filosofía de los


trascendentales, a través del desarrollo de la precedente filosofía Aristotélica —mediada
por los pensadores árabes receptores del Estagirita—, conjugada con la tradición
platónica, y sublimada por la tradición cristiana, sobre todo a partir de Dionisio
Areopagita. No hace falta señalar mucho más, porque todo el argumento viene resumido
en las conclusiones del propio autor en el último capítulo que, en un libro extenso, son
de agradecer.

En este último punto entra en polémica con Gilson, pues de la relevancia de una
filosofía cristiana, Aertsen deriva que el canadiense malinterpreta el papel de los
trascendentales marginándolos indebidamente. En varias ocasiones cita los pasajes de la
obra de Gilson sobre el episodio de la revelación del nombre de Yahvé en el Sinaí, para
señalar el error de punto de mira que una filosofía de los trascendentales cometería si se
centrara en los aspectos de la revelación en detrimento de lo alcanzable racionalmente;
si hiciera irrelevante el punto de vista trascendental como una aproximación desde el
hombre, llegaríamos a un momento problemático, pues, esa es, precisamente, la
perspectiva propia de la filosofía.

De ahí que, por ejemplo, Aertsen alabe repetidamente la tendencia de Santo


Tomás a resaltar el enfoque antropológico de la aproximación a los trascendentales,
especialmente al hablar de verdad y bien. Sin embargo, no termina de reconocer que
incluso el enfoque antropológico puede tener un fundamento teológico. Es significativo
que Aertsen no se refiera en ningún momento —al menos no lo hemos encontrado en el
libro— a la caracterización de la criatura humana como “imagen y semejanza” de Dios.
Este empeño de Santo Tomás en llegar a la caracterización adecuada de “verum” y
“bonum” a partir de las facultades del alma humana, ¿no puede estar sustentado en que
precisamente estas facultades son resellos de su semejanza con el Creador? En este caso
la revelación cristiana habría ayudado una vez más a la razón natural a atinar en el
camino de una gran solución filosófica, sin desvirtuar en absoluto el estatuto de
autonomía de la razón. Por supuesto, que esta afirmación podría ser rebatida a partir de
datos históricos sobre los avances en los trascendentales ajenos a los pensadores
cristianos, pero no parece probable ni fácil encontrar esa vía.

La insistencia de Gilson en el episodio de la zarza parece anecdótica, y hay que ir


mucho más allá: a sus frecuentes alusiones al modo en que la revelación y la tradición
cristianas ayudaron a los filósofos medievales a encontrar la vía del ser y, a partir de
ella, la del resto de los trascendentales, y la de su orden. Y, precisamente, una
característica de esa filosofía cristiana consiste en proporcionar una explicación que no
haga imprescindibles sus propias premisas. De esta forma triunfa la “filosofía cristiana”;
así es como su éxito llega a pasar desapercibido, e incluso como sus logros pueden ser
aprovechados por sus contrincantes.

Lo que sí parece fundamental es que el enfoque que Aertsen demuestra que el


Aquinate dio a los trascendentales respeta de modo eminente la autonomía de la
filosofía, y, precisamente por eso, está en condiciones de proporcionar un fuerte
impulso al estudio de la teología. La importancia de ese respeto se pone de manifiesto al
describir las aproximaciones fallidas a los trascendentales por parte de autores también
cristianos, pero con concepciones filosóficas desviadas. Para llegar a un término medio,
tendríamos que señalar también el extremo opuesto de autores que desviaron sus
filosofías por carecer de una visión teológica adecuada.

Otra consecuencia de centrar la atención sobre los trascendentales supone conjurar


el hechizo que la lógica medieval está ejerciendo sobre las contemporáneas filosofías
analíticas del lenguaje. Estos autores modernos intentan incluso cambiar el interés y
relevancia de la época medieval trasladándola del plano ontológico al plano lógico.
Nada mejor que la “cura de los trascendentales” que nos ofrece Aertsen para librarnos
de tales tendencias. El pensamiento medieval es fundamentalmente metafísico, un
regreso al ser de las cosas y a su relevancia. Por eso, en el orden de los trascendentales
que formula Tomás de Aquino, vuelve a estar en primer lugar “ens”, frente al “bonum”
platónico, y se mantendrá como maxime primum frente a los embates del “verum”
moderno.

La tercera posible desviación de la atención principal sobre la metafísica medieval


de los trascendentales se debe a la proliferación del estudio de la ética. Pero es
importante recordar que la separación entre ética y metafísica es muy tardía: tiene su
origen en la modernidad, que problematiza la posición del hombre en el mundo
haciendo necesaria la aproximación ética como modo urgente de consenso en la
convivencia, incluso antes de un acuerdo en la filosofía del ser. Esta separación no se
daba en el medioevo. Y, de modo característico, Santo Tomás sólo aborda los aspectos
morales, como una consecuencia, una vez sentados los presupuestos metafísicos
(operare sequitur esse), o como en términos de Aertsen, “por extensión”. De ahí que en
el capítulo dedicado al trascendental “bonum” el tratamiento del bien en la acción
humana reciba una atención especial con una brillante fundamentación de estos
aspectos. Desde el punto de vista de la razón práctica, lo primero es el “bonum” que
persigue la acción. Ésta es la peculiaridad de la ética, que, sin embargo, Santo Tomás
siempre describe en paralelo con la razón teórica. Porque razón teórica y razón práctica
“no son dos ‘ramas’ del conocimiento. No son capacidades distintas, sino que difieren
sólo en sus fines” (pág. 317). “‘Bien’ es lo primero que cae bajo la aprehensión de la
razón práctica. (...) En el causar, el bien es anterior al ente. El bien tiene el aspecto de
causa final que en sí misma goza de primacía entre las causas” (pág. 318). Los
trascendentales sirven así de nexo entre los distintos aspectos, teórico y práctico de la
razón humana.

El repaso de los trascendentales en Santo Tomás deja ver fácilmente las


innovaciones del Aquinate en este tema: desde su número, hasta la fundamentación de
la trascendentalidad de cada uno. Queda claro que no todo lo que tiene
trascendentalidad es propiamente un trascendental, y esto ocurre, por ejemplo, con
“multitudo”. El estatuto de “pulchrum” es débil como trascendental, y, concretamente,
Santo Tomás lo excluye del número de los trascendentales. Hubiera sido deseable, en
este caso, algo más sobre la coherencia del desarrollo de la belleza como trascendental a
partir de la propia perspectiva tomista y no sólo en la propia obra escrita del Aquinate.

El capítulo dedicado a “los trascendentales y lo divino” muestra que Aertsen tiene


bien fundamentada también la teología natural. Los riesgos de aplicar directamente a
Dios las nociones trascendentales se confrontan con la dificultad de la infinita diferencia
que lo separa de las criaturas. El gran hallazgo de Santo Tomás se basa en una síntesis
de la causalidad de Dios en la creación, con las doctrinas de la participación y la
analogía. Así, “la explicación causal entre Dios y los trascendentales se elabora con la
ayuda de tres modelos: el modelo platónico de la participación, el modelo de la
causalidad de lo maximum que Aristóteles propone en el libro segundo del su Metafísica
y la teoría de la analogía” (pág. 417). La fundamental de ellas es la participación. Los
trascendentales —maxima communia— se aplican a Dios por esencia, y a las criaturas
por participación: participan en esas perfecciones (pág. 417).

Otra originalidad el trabajo de Aertsen consiste en haber puesto de relieve el


motivo gnoseológico de Santo Tomás en la exposición de los trascendentales. Se trata
de su análisis de la primera Quaestio de De veritate, en la que se afirma que las
verdades han de reducirse a sus principios primeros, en los que ya no cabe el modelo de
scientia (nociones derivables de otras) sino el conocimiento de nociones que sean
conocidas per se. Es así como se llega a los trascendentales, que van añadiendo algo al
conocimiento del ‘ente’ que es el primero que se da de modo inderivable. Por
descontado, lo que añaden los trascendentales es de razón respecto a la realidad misma,
que permanece la misma y comunica “se convierte” en realidad con el mismo ente. De
ahí deriva también una gradación paralela en la perfección de los distintos
trascendentales: a mayor perfección del ente, mayor unidad, bondad, verdad, etc. La
correspondencia entre esas nociones primeras y la facultad de los primeros principios o
sindéresis, aunque viene enunciada en algunos pasajes quizás hubiera podido sugerir
mayores consecuencias.

En definitiva, nos encontramos con un trabajo avalado por una erudición histórica
y un aparato crítico nada común en su oportunidad y amplitud. Sólo se le podría
reprochar cierta falta de proyección sobre lo que pueden dar de sí alguna de las ideas
expuestas. El trabajo plantea indirectamente una acuciante necesidad de nuevas
profundizaciones sobre los trascendentales, tan seguras, y, al mismo tiempo, tan
avanzadas como las del Aquinate. Me hubiera gustado, por ejemplo, alguna
profundización sobre nuevos posibles trascendentales que no vislumbrara Santo Tomás.
Me pregunto si ‘acto’ podría ser uno de ellos, pues se encuentra en la base de todos.

Es posible que, para muchos, la filosofía medieval haya de ser aparcada para
siempre, como algo superado. Aertsen no sólo pretende sacar partido de nuevo a
nociones antiguas, sino que las dota de rabiosa actualidad.

Manuel García de Madariaga Cézar

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