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Hablar de escuela inclusiva en pleno siglo XXI parecería redundante. Pero son
muchos los contextos educativos que siguen reduciendo el concepto de escuela inclusiva a
los principios educativos, a las señas de identidad…, sin que esta forma de entender la
educación tenga un reflejo en la práctica educativa dentro del aula. Las escuelas reflejan el
modelo de sociedad que se persigue en un país y ello conlleva que lo que sucede dentro
de nuestras aulas sea una gran responsabilidad de todos. La escuela inclusiva debería ser
un principio moral fundamental para una sociedad que aspire a tener mayor equidad y
justicia social, un derecho humano que debería ser protegido y/o una razón para generar
procesos de transformación y mejora de los sistemas educativos (Echeita y Ainscow, 2011).
Que nuestra propia realidad ha cambiado, es un hecho. Pero ¿ha cambiado la escuela al
ritmo de la sociedad actual o seguimos ofreciendo un modelo escolar propio de décadas
anteriores? ¿Qué modelo de escuela ofrecemos hoy a nuestro alumnado?
Creemos que dos son las características fundamentales que debe tener nuestro
modelo de escuela del presente para un futuro inmediato: calidad y equidad. Todos
estaremos de acuerdo en afirmar que la educación debe ser de calidad, pero ¿qué significa
una educación de calidad? La calidad de la educación sólo puede alcanzarse si llega a
todos y es de calidad para todos, sin excepciones ni discriminación, así la equidad en
educación se convierte en un criterio de calidad. Por tanto, la equidad debe ser el núcleo
de la construcción de una sociedad inclusiva. Concepto profundo que refleja una idea
básica: los sistemas educativos que no respeten los derechos humanos no se pueden
considerar que sean de calidad. Esto significa también que todo progreso hacia la equidad
constituye una mejora de la calidad. (Muntaner, 2014). Esta situación conduce a los
sistemas educativos a la necesidad de implementar nuevas formas de enseñanza que
permitan personalizar los procesos educativos. Como comenta Pizarro (2003, citado por
Rodríguez, 2016): “La estructura del currículum, la selección de contenidos, las
metodologías elegidas, el uso de recursos avanzados, los modelos de evaluación, la
organización de los centros docentes…, tienen que acomodarse a los nuevos
conocimientos con que cuenta la sociedad actual para enseñar mejor y lograr, igualmente,
mejores y más funcionales aprendizajes en el alumnado”. En este sentido, la
neuroeducación, como disciplina que emana de los principios de la neurociencia cognitiva,
ha revolucionado conceptos como los de inteligencia y desarrollo. Reconocer que la
plasticidad cerebral es la capacidad del cerebro de permanecer abierto a las continuas
influencias del medio ambiente durante toda la vida y ser modificado por él, incita al
docente a entender que la enseñanza es determinante en la construcción del cerebro y de
las expectativas que pueden generarse sobre el desarrollo de los alumnos sin importar el
déficit que presenten.
Con la finalidad de construir una nueva cultura para las personas con Necesidades
Específicas de Apoyo Educativo (NEAE), aparece la escuela inclusiva como una respuesta
que no sólo reconoce, sino que además valora la heterogeneidad del alumnado, al
centrarse en el desarrollo de las potencialidades de cada cual, y no en sus dificultades. La
idea central -que conviene desarrollar- es que si queremos apostar por la inclusividad y la
atención a la diversidad, esto no se puede hacer en aulas específicas para el alumnado con
NEAE; por el contrario, debería hacerse en el aula ordinaria mediante las metodologías
activas y el uso de estructuras de aprendizaje y enseñanza cooperativas. Desde esta
perspectiva, intentamos reflexionar en este documento sobre las aportaciones que
provienen de la neuroeducación al respecto.
Ante esta situación, la educación debe ser concebida como un elemento facilitador
del desarrollo de todo ser humano, independientemente de los obstáculos físicos o de
cualquier otra índole que afecten al individuo. En consecuencia, la inclusión requiere la
adopción de una perspectiva amplia de la educación para todos que abarque la totalidad
de las necesidades de los educandos, incluyendo aquellos vulnerables a la exclusión y
marginación. Y esta educación inclusiva ha de permitir que tanto los profesores como los
alumnos perciban la diversidad como una oportunidad para enriquecer la enseñanza y el
aprendizaje y no como un problema (UNESCO, 2005, citados por Echeita y Ainscow, 2011).
Siguiendo estas ideas introductorias sobre educación inclusiva, Echeita y Ainscow (2011)
han identificado cuatro elementos determinantes:
La inclusión es un proceso.
La inclusión busca la presencia, la participación y el éxito de todos los estudiantes.
La inclusión precisa la identificación y la eliminación de barreras.
La inclusión pone una atención especial en aquellos grupos de alumnos/as en
peligro de ser marginados, excluidos o con riesgo de no alcanzar un rendimiento óptimo.
Complementando lo anterior, la definición de educación inclusiva, en la práctica, puede
precisarse y concretarse, según Booth y Ainscow (2015), en las tres dimensiones
siguientes:
El poder de la neurodiversidad
José Ramón Gamo lo explica de una manera genial: “Si eres miope, y yo te explico
toda mi materia con presentaciones con letra roja, pequeña y te siento al fondo de la
clase, no podrás ver nada, y por lo tanto perderás el hilo de mi explicación. En ese
momento, tú, persona miope, te conviertes en un discapacitado/a. ¿Tiene esto lógica
alguna? No. Basta con cambiar ciertos aspectos para integrarse en la clase, y que puedas
trabajar con los demás. La pregunta es: ¿Por qué en nuestras clases no adaptamos
nuestras materias, metodologías y estrategias para conseguir que todo el alumnado
participe? ¿O a alguno de nosotros se le ocurriría quitarle las gafas al alumnado miope, ya
que con eso cuenta con una ventaja con respecto a los demás?”
En relación con esto, nos gustaría también destacar que la terminología utilizada
despierta ciertas controversias. Por ejemplo, Flórez (2015) rechaza la idea de sustituir el
término de discapacidad por el de diversidad funcional, o el de discapacidad intelectual
por el de neurodiversidad. Según dicho autor, la diversidad funcional y la neurodiversidad
son propiedades que definen a todo ser humano. La discapacidad, en cambio, queda
definida por las limitaciones en las funciones cognitivas y conductas adaptativas que
condicionan el funcionamiento en la vida diaria. En palabras del propio Flórez (2016): “Lo
que intentamos mediante el análisis y el estudio neurocientífico del cerebro es
comprender y ofrecer soluciones a esa diversidad funcional que observamos en la
discapacidad, que es estricta consecuencia de la neurodiversidad, y fruto de la ineludible
fragilidad consustancial a la biología humana.”
Neuroeducación en el aula