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El origen de los exempla suele situarse en la Edad Media, sin embargo, la sociedad medieval no
es la primera en emplear este tipo de narraciones, cuyos inicios se remontan varios siglos atrás: gran
parte de estos relatos desciende de los apólogos orientales, ampliamente difundidos y perfeccionados
en la cultura asiática (Prat, 2007: 168-169). Rescatados por el cristianismo -encabezado primero por
Pedro Alfonso y más tarde por Alfonso X-, durante el llamado Siglo de Oro del exemplum, serán
recogidas y traducidas al castellano obras como el Calila e Dimna (1251) o el Sendebar (1253),
escritos que pasan a constituir la base de la “literatura sapiencial hispano-oriental” (Bravo, 2000: 316).
Su influencia es decisiva, pues en ellos se sustentan varios de los “tópicos de la misoginia medieval”,
los que se repiten a su vez en los “catecismos didácticos” recién llegados a la región (María J. Lacarra,
1986: 347-348; 345).
Su apogeo en el medioevo se atribuye a factores como el pronunciado analfabetismo de una
considerable parte de la población, el extendido uso de prácticas como la lectura en voz alta y la gran
escasez de libros, concentrados además en un sector social bastante reducido (Prat, 2007: 172), factores
que generan una ambigüedad limítrofe entre los ámbitos de la oralidad y la escritura; el exemplum
encierra en sí mismo una gran paradoja, pues supone la asimilación e interacción entre dos culturas: la
letrada (latina y clerical) y la folclórica (oral y popular) (Bravo, 2000: 354). Esto se ve reflejado en
diversas instancias: en primer lugar, en su aparición y conservación, pues si bien el exemplum nace, se
desarrolla y se difunde en el discurso oral, finalmente queda plasmado por escrito (Bravo, 2000: 309-
310); en segundo lugar, encierra un particular desdoblamiento ya que, por una parte, “la transmisión
real se realiza de forma escrita” mientras, por otra, “la transmisión ficticia se realiza de forma oral”
(Cepedello, 2003-04: 220).
Tal como se mencionó anteriormente, el uso reiterado y sistemático del exemplum comienza
dentro del ámbito religioso, gracias al trabajo divulgativo y recolector de los frailes y evangelizadores,
quienes lo consideraban un infaltable aliado en las prédicas y demás prácticas religiosas que supusieran
un acercamiento del discurso moral y teológico a la multitud (Prat, 2007: 169). No obstante, en el siglo
XVI su uso comenzará a ser restringido mediante ciertas disposiciones conciliares, ya que la intención
didáctica que rige y legitima su empleo termina por distorsionar fácilmente la homilía: “el predicador
los inserta cada vez en mayor cantidad en sus sermones sin perjuicio de hipertrofiar su discurso,
insistiendo cada vez más en los aspectos humorísticos, escabrosos o incluso obscenos de su intriga”
(Bravo, 2000: 314-316).
En un intento por definir el género, Le Goff sostiene que el exemplum corresponde a “un relato
breve dado como verídico y destinado a estar inserto en un discurso (en general un sermón) para
convencer a un público por medio de una lección salutífera” (Bremond, Le Goff y Schmitt, 1982: 37-38
cit. en Prat, 2007: 169), descripción que más tarde resume en una escueta frase al definirlo como una
“anécdota histórica empleada en una retórica de la persuasión” (1988: 78 cit. en Prat, 2007: 168). Su
naturaleza es camaleónica; debido a sus características, logra adaptarse y desarrollarse con gran
facilidad, incorporando “diversos tipos de narrativa: anécdotas, casos, leyendas, pero también cuentos
jocosos y de animales, y fábulas de origen popular o culto” (Prat, 2007: 169). Se nutre tanto de la esfera
sagrada como de la profana, se sustenta en fuentes orientales u occidentales, nace de la improvisación o
emerge desde la tradición, evoca el pasado o refleja el presente, es decir, “el fondo narrativo de que se
nutre el discurso didáctico medieval es propiamente ilimitado” (Bravo, 2000: 304-305). De este modo,
al requerir la ficcionalización de una situación que considere el precepto a enseñar de manera concreta,
el exemplum se convierte en un género didáctico-literario, no obstante, su estatuto es mucho más
complejo: en él se aúnan problemáticas de índole literaria -por ser el origen del cuento hispánico-,
pedagógica -supone cierta actitud por parte del emisor y una capacidad interpretativa del receptor-,
ideológica -por ser a su vez un instrumento didáctico y de manipulación- y psicológica -puede generar
lecturas “subversivas”- (Bravo, 2000: 305).
Su principal función es la de “servir de prueba con que sostener las afirmaciones doctrinales,
religiosas o morales” (Prat, 2007: 167), de manera sencilla, mediante un caso concreto que facilite su
memorización y retención (Bravo, 2000: 320). Frente a este fin didáctico, la autonomía de este relato
permite observar el artificio: el exemplum constituye un acto de manipulación mediante el cual “se
intenta elevar a rango de ley lo que no es más que un caso concreto que no tiene nada de universal”
(Bravo, 2000: 317). En otras palabras, “[f]uera de contexto, un exemplum no es ni moral ni inmoral, y
puede incluso decirse que ni siquiera es ejemplar”, razón por la cual suele requerir una explicación que
permita sustentar su valor argumentativo (Bravo, 2000: 324). Tales características propician su
divulgación, que se ve reforzada por su carácter “fragmentario” y “discontinuo” que admite la
intervención del orador permitiéndole “añadir, suprimir o permutar textos” de acuerdo a sus
requerimientos (Bravo, 2000: 304; 306).
En cuanto a su estructura, el exemplum suele organizarse en torno a un marco. Al respecto,
Marta Haro sostiene que se debe diferenciar el marco narrativo del enunciativo o dialógico: el primero
supone un “diálogo escueto entre el rey y un privado” sobre el que se construye la historia, compuesta
a su vez por una cadena de relatos gracias al mecanismo conocido como “caja china”; caracterizado por
la inserción de nuevas historias que a su vez actúan como marco para la siguiente (Haro, 1995: 175 cit.
en Cepedello, 2003-04: 209-210), esta estrategia solo se ve limitada por la habilidad del orador (Bravo,
2000: 317-318). En contraposición, el marco enunciativo presenta una historia elaborada gracias a “una
estrategia dialógica entre maestro y discípulo en torno al esquema de preguntas-respuestas”, aunque
también se encuentran variantes en donde el emisor y el receptor no dialogan explícitamente o en las
que se designa a un receptor dentro del texto sin que existan intervenciones directas de su parte (Haro,
1995: 172-173 cit. en Cepedello Moreno, 2003-04: 210-211).
Específicamente, en el presente estudio se pretende abordar la obra El conde Lucanor o Libro
de Patronio (1335) que reúne parte de la tradición cuentística oriental, grecorromana e hispánica (Prat,
2007: 172), destacando tanto por su contenido doctrinal como por sus innovaciones en el ámbito
retórico y narrativo (Burgoyne, 2011: 134): su estilo conciso, “claro y sencillo”, combina con gran
maestría la forma y el tema tratado (De Stefano, 1982: 349-350). Esta colección forma parte de las
obras que “estaban pensadas para la educación de príncipes y concebidas para la transmisión escrita”;
independiente de las restricciones sociales o intelectuales con las que se pretenda delimitar su
audiencia, la obra debió haber estado dirigida a hombres que pertenecían a “una minoría lectora que no
podía ir socialmente mucho más allá de las clases nobles y la alta burguesía”, grupos educados para
regir y administrar la nación (2003-04: 207; 217-218; 214). Por esta razón incluye una amplia variedad
de personajes de distintas clases sociales y una extensa gama de temáticas centradas en los trabajos,
actividades e intereses masculinos; pensadas como seres dependientes, incapaces de ostentar tales
compromisos y, por lo mismo, solo aptas para ayudar al varón, las mujeres serán rechazadas como
“receptoras directas de la sabiduría que se imparte en los ejemplos” (E. Lacarra, 1995: 38).
Sin considerar el prólogo y el llamado anteprólogo, El conde Lucanor se divide en dos grandes
segmentos: el primero se titula Libro de los enxiemplos y se subdivide en cincuentaiun cuentos,
ensiemplos o apólogos más bien breves (Quintana, 1997: 25-26), mientras que el segundo, el Libro de
los proverbios, se divide en cuatro partes: las tres primeras reúnen gran cantidad de refranes, mientras
que la última presenta un tratado doctrinal (Cepedello, 2003-04: 212). Concretamente, los exemplos se
caracterizan por poseer una estructura más o menos fija que incluye fórmulas de entrada y de cierre que
rodean tres momentos narrativos: uno introductorio, en el que el conde Lucanor cuestiona a Patronio a
raíz de algún problema personal, uno narrativo, en el que el consejero presenta un relato (exemplo) y
uno práctico, en donde se reflexiona en torno a la historia y se relaciona con el problema en cuestión
(Cepedello, 2003-04: 213). Cada uno de estos personajes presenta un particular punto de vista: al
tiempo que Lucanor luce “desconcertado, indeciso, agobiado por la incertidumbre”, Patronio se
muestra decidido y tranquilo, dualidad que se resuelve pacíficamente cuando el conde acepta cada una
de las recomendaciones de su consejero (Baquero, 1982: 33). Posteriormente, al terminar cada episodio
aparece la figura del autor con la finalidad de “mandar escribir el ejemplo y componer unos versos que
encierren abreviadamente la lección” (María J. Lacarra, 1999: 164 cit. en Cepedello, 2003-04: 213),
estableciendo un juego con los diferentes niveles y voces del relato. De este modo, es posible apreciar
que tanto la obra en general como los exempla en particular reúnen diversos géneros; en cuanto a la
primera, nos encontramos con cinco partes en las que convergen diferentes géneros didácticos, como
“el exemplum, la sentencia o proverbio y el tratado doctrinal”, mientras que en los segundos se integran
diálogos, narraciones y versos (Cepedello, 2003-04: 213).
Si bien esta obra retoma temas comúnmente abordados en la época -omitiendo la materia
amorosa (Quintana, 1997: 26)-, se aproxima a ellos de manera única; centrado en la salvación del alma,
el texto apunta al cumplimiento de los deberes sociales y el desciframiento de “las intenciones, tantas
veces deformadas o disfrazadas socialmente” (Baquero, 1982: 43), es decir, lo que presenta “no son
sino ejemplos de cómo [han de] manejarse los hombres en el mundo” (De Stefano, 1982: 340-341).
Esto se une a la perfección y superación que alcanzan los dos marcos mencionados por Haro con
anterioridad: “la introducción de los exempla no se hace al hilo de un desarrollo narrativo elaborado
[…] pero tampoco se presentan simplemente en medio de un diálogo escueto y figurado”, pues la
presencia de Lucanor y Patronio serán las encargadas de enlazar la totalidad de la obra (Cepedello,
2003-04: 211; 218). Por todo lo señalado, no es de extrañar que se afirme que en El conde Lucanor don
Juan Manuel alcanza “la perfección de su arte”, ya que en ella logra plasmar narrativamente y con gran
maestría su doctrina (De Stefano, 1982: 351).
escribió en romance cuando más hombres eruditos podrían ser tentados a escribir en latín;
confiaba en su experiencia personal cuando hombres más educados trataban de basarse en la
autoridad bíblica y clásica; expresó su deseo de escribir claramente y sin ambigüedad en un
momento en el que un buen conocimiento de la retórica se celebró en alta estima
(Mcpherson, 1973: 17-18 cit. en Funes, 2007: 11, la traducción es mía).
La primera puñalada: la mujer frente al patriarcado medieval
El binomio mujer-literatura “puede abordarse desde tres puntos de vista distintos, pero
complementarios: las mujeres escritoras, el consumo literario por un público femenino y las mujeres
como tema literario” (María J. Lacarra, 1986: 339); en cuanto a la narrativa medieval, sera este último
el que destaque en el presente estudio. Para comenzar tal análisis, es preciso intentar delimitar no sólo
el contexto en el que se inserta la obra, sino el término en torno al que se trabajará -violencia de
género-, procurando acercarnos a su significado en el período medieval. Al respecto, Cristina Segura
realiza una afirmación categórica al sostener que “todas las mujeres en la Edad Media sufrieron
violencia”, si bien afirma que es necesaria una aclaración terminológica: maltrato antes que violencia,
mujeres antes que género (2008: 26). El término 'violencia' se centra en el daño físico (golpes,
violaciones, muertes) ignorando otras formas de daño (discriminación, acoso), al tiempo que denota
masculinidad y suaviza la realidad; el concepto de 'género' oculta a las mujeres agredidas, apelando al
'ser humano' en general (Segura, 2008: 12; 4-5). Por su parte, Eukene Lacarra destaca la definición de
Covarrubias (1611), de Autoridades (1739), de Terreros y Pando (1788) y de la RAE (2008) para
sostener que la violencia es “una fuerza que se ejerce contra el modo racional y natural de proceder y
contrario a la justicia”, no obstante -recalca- resulta muy difícil precisar “qué se entiende en cada época
y cultura por fuerza y por natural proceder” (2008: 230).
Para Marc Bloch la Edad Media, encarnada en la sociedad patriarcal y feudal, “fue
especialmente violenta y masculina” (1986 cit. en Segura, 2008: 6); se incita a ejercer el derecho de
dominar sobre el débil y se instaura la violencia “como una herramienta válida y necesaria para ello”
(Expósito, 2011: 20-21). A pesar de que existieron instancias, lugares y personificaciones mujeriles
excepcionales que desafiaban la norma, su aparición no hace más que confirmar la regla (Segura, 2008:
6-7). Tal mecanismo de poder funciona apoyándose en “dos efectos fundamentales, uno opresivo (uso
de la violencia para conseguir un fin) y otro configurador (redefine las relaciones en una situación de
asimetría y desigualdad”: a cambio de 'protección', las mujeres deben mantener una postura sumisa y
obediente que permita ejercer fácilmente la fuerza sobre ellas, en otras palabras, “[l]a violencia es un
recurso que la sociedad y la cultura ponen a disposición de los hombres para su uso en «caso de
necesidad», dejando a criterio de cada uno cuándo surge ese requerimiento”, que podrá ejercerse
prácticamente sin oposición, al amparo de la ideología dominante (Expósito, 2011: 21-22).
Es imposible negar que las representaciones mujeriles observadas en literatura resultan ser una
construcción patriarcal: “[a]dscribir significados a lo femenino es, en esencia, una modalidad de
territorialización, un acto de posesión a través del lenguaje realizado por un Sujeto masculino que
intenta perpetuar la subyugación de un Otro” (Guerra, 1995: 13-14). Semejante proceso depende de dos
movimientos: la exclusión social de la mujer y la “creación de construcciones imaginarias con respecto
a la mujer y 'lo femenino'” que permitirán sustentarla; la Mujer surge entonces en el imaginario
colectivo, como un ser “escindid[o] entre lo deseado y lo temido” (Guerra, 1995: 14).
De este modo, no son pocas las similitudes posibles de establecer entre la relación Hombre-
Mujer y la del Sujeto colonizador-Otro colonizado, obviando la especificidad y especial complejidad de
la primera, pues la Mujer es “un ser colonizado que, en su rol primario de madre y esposa, es también
un Otro amado con el cual se comparte generalmente el mismo origen étnico y los mismos valores de
una clase social determinada” (Guerra, 1995: 21). La Mujer constituye así la imagen que encarna “todo
aquello que [el Hombre] no es o no quiere ser”, razón por la cual se le suele caracterizar de manera
negativa, resaltando diversos “vacíos y carencias” (Guerra, 1995: 23-24); en tanto Otro, las mujeres
conforman “una colectividad anónima que siempre lleva la marca de lo plural y el juicio
generalizador”, propiciado a partir de recursos como el “ingenio” y el “humor” (Guerra, 1995: 24; 29).
Específicamente, este estudio se centrará en cuatro discursos que originan y ejercen un maltrato
sostenido sobre las mujeres, no solo por reducirlas a un signo definido por los significados ya descritos,
sino por propiciar una violencia directa sobre ellas; el discurso eclesiástico, el jurídico, el científico e,
influenciado por todos ellos, el literario, las (re)tratan sin piedad a partir de la premisa de la que,
posteriormente, se derivan todas las demás, esto es, la supuesta superioridad del Hombre (E. Lacarra,
2008: 231). Estos relatos son elaborados e impulsados principalmente por “clérigos” u “hombres
letrados”, ligados o pertenecientes al estamento nobiliario o eclesiástico, si bien para su promulgación y
consolidación requieren de la ayuda -voluntaria o no- de la población femenina (E. Lacarra, 1995: 7-8).
El discurso eclesiástico se sustenta en el Génesis, particularmente en el rechazo de Lilith -mujer
que, creada a la par del hombre, rehúsa ser dominada por él- y la aparición de Eva -mujer que nace del
costado de Adán, estando naturalmente subordinada a él-. Será San Pablo quien interprete los signos
que más tarde sustentarán esta asimetría: Adán no solo fue creado primero, sino que su imagen emula a
Dios, mientras que la mujer es “creada a imagen del hombre y para su ayuda” (Epístola a los Corintios,
I, 11, 9-7 cit. en E. Lacarra, 1995: 2), objetivo que no tarda en contradecir al provocar la “expulsión del
Paraíso” y la consecuente condena de la Humanidad (Epístola a Timoteo I, 2, 14 cit. en E. Lacarra,
1995: 2). Esta figura, doblemente imperfecta y débil, deberá consentir su propia tragedia y renunciar a
su libertad en favor de su esposo e hijos, de su castidad y de la caridad, para aspirar a alcanzar la vida
eterna (Epístola a Timoteo, I, 2, 15 cit. en E. Lacarra, 1995: 2). Será a partir de esta imposición de la
castidad -reforzada por la aparición de María, mujer santa y madre virgen- que el matrimonio se
convierte en “una institución fundamental para el control de la mujer”, permitiendo instaurar el
dominio del varón y cimentar los “modelos de conducta” en los que se sustenta la idea de género (E.
Lacarra, 1995: 3).
Esta percepción se refuerza tanto en las ceremonias religiosas y los actos sacramentales como
en la producción escrita de los clérigos y sus mecanismos de castigo y expiación; por medio de ellos,
los varones situados en la cúspide de la Iglesia defienden su privilegio, desplegando una red de
complicidad que se extiende hacia el resto de la sociedad para crear un ilusorio vínculo fraterno entre la
población masculina (E. Lacarra, 1995: 3-4). En este sentido, destaca el vínculo que se establece con el
sistema judicial, de modo que un delito equivale también a un pecado (Segura, 2008: 8); a pesar de que
el derecho canónico sostiene la “equiparación espiritual de hombres y mujeres”, es notoria la diferencia
de las normas que sancionan y defienden a los unos y a las otras: resulta fácil observar una mayor
tolerancia hacia la promiscuidad masculina y una marcada ligereza para juzgar la violencia doméstica,
pues se promovía la reconciliación de la víctima con su agresor, esperando hasta las últimas instancias
para concretar la separación, multar al marido o excomulgarlo (E. Lacarra, 1995: 11; 35). Si se
considera que una mujer que abandonaba su familia o convento debía enfrentar la vergüenza, la infamia
y el escarnio público, es fácil suponer que solo se acudía a los juzgados eclesiásticos cuando la
situación era realmente insostenible (E. Lacarra, 1995: 12-13).
El discurso jurídico se sostiene en leyes que no solo disciernen entre criminales, derechos y
deberes; antes que asegurar la 'igualdad', en la Edad Media existen diversas circunstancias 'atenuantes'
frente a un delito, entre las que destaca el sexo de quienes o bien lo cometen o bien acuden al tribunal
buscando 'justicia' (Segura, 2008: 8). Un caso paradigmático es el del matrimonio, acto que legaliza la
superioridad del varón al limitar el rango de acción de la mujer, sometiéndola a la autoridad legítima
del marido (E. Lacarra, 1995: 5). Más que un sacramento, el matrimonio instituye una “alianza
política”; al procurar ciertas “ventajas económicas” se convierte en un contrato comercial basado en el
intercambio de mujeres (M. E. Lacarra, 1991: 395-397 cit. en E. Lacarra, 1995: 5). Es por ello que la
distancia que media entre el castigo y la marginación social y familiar o la aceptación de la comunidad
frente a una unión, es la (des)ventaja que tal enlace supone para el padre, quien se encargaba de
seleccionar al marido: las mujeres eran “valiosas” en la medida que estaban “al servicio de [los]
intereses y ambiciones” del varón (E. Lacarra, 1995: 5-6; 30), de modo que este podía disolver su
matrimonio, repudiar o abandonar a su mujer o casarse con otra sin mayores motivos (Segura, 2008: 9).
Actos como el adulterio o la violación eran considerados graves, aunque solo bajo ciertas
circunstancias. La infidelidad era un delito y pecado propiamente femenino: merecía la muerte, la
tortura o las penas del infierno para quien lo cometía e incluso actuaba como atenuante cuando el
marido asesinaba a su mujer e incluso llegaba a eximirlo de toda culpa (E. Lacarra, 1995: 8-9). Por su
parte, el delito de violación muchas veces era 'castigado' ignorando o culpando a la víctima: no solo se
consideraba el estado civil de la mujer para determinar el alcance del delito, sino que para los hombres
apenas suponía una multa o el casamiento con la víctima (Segura, 2008: 8). En general, las mujeres
“sólo tenían obligaciones y limitados derechos”, mientras que las obligaciones del varón eran
recompensadas con los más variados derechos y privilegios; aunque existían delitos frente a los que los
hombres eran sancionados legalmente, en estos casos se “castigaba la agresión a un bien del patrimonio
familiar y a un hecho determinado” antes que el acto de violencia en sí (Segura, 2008: 10-12).
En cuanto a la 'violencia intrafamiliar', la creencia de que las mujeres -en tanto descendientes de
Eva- eran propensas al mal, llamaba a los padres y maridos a ejercer, tanto de manera correctiva como
anticipatoria, el castigo pertinente (verbal o físico) (Segura, 2008: 12). La complejidad reside en la
ambivalencia jurídica que desdibuja y confunde los límites existentes entre “la legitimidad de la
corrección y la crueldad marital” (E. Lacarra, 1995: 4), diferencia que recaería en la presencia o
ausencia de “lesiones de arma blanca” (Vinyoles, 2006: 194-195 cit. en E. Lacarra, 1995: 7). Aunque la
comunidad en la que la pareja vivía “ejercía presión” sobre los abusadores, llegando incluso a frenar
directamente la violencia, esto se debía a la falta de autoridad y virilidad que suponía tal exceso para el
varón (E. Lacarra, 2008: 234). De una u otra forma, en este contexto es fácil suponer que tanto la
sociedad como las mujeres “anticipaban una corrección física fuerte en el matrimonio, algo que se
consideraba legítimo porque estaba respaldado por la justicia” (E. Lacarra, 1995: 9). Por ello,
generalmente las mujeres buscaban la separación apelando a “causas de índole económica”, pues frente
a la violencia se requerían pruebas de difícil comprobación -e incluso obtención- que ratificaran la
existencia de un peligro real (E. Lacarra, 1995: 11). En pocas palabras, la violencia marital no suele
incluirse en la esfera del derecho o, al menos, no como lo es en la actualidad: “en la sociedad medieval,
desde la perspectiva institucional, se veía a las mujeres como agresoras y a los hombres como sus
víctimas” (E. Lacarra, 1995: 14-15). Si bien esta situación llega a su extremo frente a las prostitutas, las
moras o las esclavas, frente a la ley todas las mujeres conforman “un único estado o condición mugeril,
sólo diferenciadas por su edad y estado civil”; se ignoraba su “linaje, mérito o actividad laboral”, pues
estos se derivan de sus parientes varones o de sus esposos (Segura, 2008: 14; E. Lacarra, 1995: 4).
El discurso científico en general y médico en particular confirma y a la vez difiere un poco de
los anteriores; instaura al varón como “norma de perfección”, con la consecuente inferioridad e
imperfección tanto física como intelectual de la mujer, rasgos que inducirían su líbido y disminuirían su
papel en la procreación, prácticamente la única tarea que le es encomendada socialmente (E. Lacarra,
1995: 6-7). Aun cuando en el campo médico existe un gran desconocimiento respecto del cuerpo
femenino (evasión 'consciente' que propicia gran cantidad de muertes y dificultades dentro y fuera de
los alumbramientos), a diferencia de los otros discursos, se aborda directamente la sexualidad
conyugal; considerada como parte de la “higiene corporal”, se aconseja su práctica, se describen las
mejores posturas “con fines sanitarios y/o recreativos” e incluso se recomienda la ingesta de distintos
afrodisíacos (Constantino el Africano, 1983: 158-185 cit. en E. Lacarra, 1995: 7).
Estos paradigmas aparecen de manera reiterada en la literatura de la época, especialmente la que
se inserta en la esfera culta (Di Camilo, 1991: 145-169 cit. en E. Lacarra, 1995: 8-9), por lo tanto, sería
erróneo considerar al intelectual como “la 'buena conciencia de la sociedad'” o como una forma de
ofrecer “resistencia al poder o a la ideología colectiva” (E. Lacarra, 1995: 9). No obstante, para Lacarra
las fuentes y géneros literarios imponen cierta “visión de la vida” de modo que no toda la
responsabilidad recaería sobre el escritor: “no se puede pensar que un autor es misógino o por el
contrario, defensor de las mujeres”, pues tales posturas muchas veces son requeridas por el género
empleado de manera que “[n]o se trata de una posición personal, sino de un juego literario”, de modo
que se ha de centrar la atención crítica en la forma más que en el contenido propiamente tal (E.
Lacarra, 1995: 15). Dentro de la narrativa medieval (s. XIII- XIV) son pocos los textos -fuera de los
hagiográficos o aquellos que comparten algunos de sus rasgos- que presentan protagonistas mujeres,
aunque los personajes femeninos sí cumplen un rol importante “en las crónicas, en la épico-legendaria
y en la cuentística, en la narrativa sentimental e incluso en la poesía lírica cancioneril” e incluso fuera
del texto, al aparecer como lectoras, dueñas de importantes colecciones de libros o bibliotecas e,
incluso, como escritoras (E. Lacarra, 1995: 9-10). En torno a la obra manuelina, la escasa cantidad de
exemplos “directamente relacionados con la mujer”, la presencia de modelos 'positivos' y la omisión de
temas más escabrosos, simbolizarían una visión sino abiertamente positiva, al menos no totalmente
negativa (M. J. Lacarra, 1986: 354). No obstante, lo que se pretende afirmar -basados en la idea de
'violencia de género'-, es que incluso estos rasgos reafirman a El conde Lucanor como el “«book
of/power, of patriarchal power»” (de Sandoval, 1989: 86-87 cit. en Navas, 2007: 197-198).
En general, en los exemplos existen dos posibilidades para que las mujeres expresen su
feminidad: una “positiv[a] que conduce a la armonía y otr[a] negativ[a] que lleva a la destrucción
propia y ajena”, peligro que justifica la subyugación y la condena de la mujer subversiva, “no sólo por
los hombres, sino por las propias mujeres 'buenas' [que] se erigen en ejecutoras de la ideología
masculina” (E. Lacarra, 1995: 35). Si bien una obra puede abarcar ambas opciones, resulta algo
evidente que solo se retratan literariamente “los casos más paradigmáticos, obviando -directamente o
por no considerarlos como tal- muchos actos de violencia cotidianos, tanto dentro como fuera del hogar
y la familia” (Segura, 2008: 12).
En El conde Lucanor no llegan a concretarse casos de adulterio, pero sí la condena de las
intenciones -reales o ficticias- de cometerlo, además se retrata la vida matrimonial y la castidad de las
mujeres, centrándose en la conducta correcta y los métodos que permiten imponerla. De este modo,
destacan principalmente tres modelos de pareja: la mujer violenta y rebelde, unida a un marido que
busca educarla y someterla desde el primer instante; la esposa incorregible y el marido que opta por
eliminarla definitivamente para para evitar daños irreversibles; por último, la mujer confiable y
bondadosa y el esposo que, sabedor de tales virtudes, delega en ella importantes responsabilidades (E.
Lacarra, 1995: 47). Sin embargo, incluso en este último caso la esposa representa un mal, “un
padecimiento o una cruz”, frente a la que se opta por “elegir la menos pesada” (Arredondo, 2014: 251).
Antes que víctimas, las mujeres actúan como “agresoras”; incapaces de superar físicamente al hombre,
ejercen una violencia verbal e intelectual sobre él (E. Lacarra, 1995: 28).
Por su finalidad didáctica, es común que “los personajes, más que individuos de personalidad
bien perfilada, [sean] estereotipos, esbozados a partir de unos pocos rasgos generales” (Navas, 2007:
198). En este sentido, de acuerdo a Marta Haro, “[l]a figura femenina se va modelando mediante la
conjunción de tres niveles de actuación muy concretos, que permiten diferenciar su papel social, moral
e intelectual”: en primer lugar, socialmente la mujer depende de su edad, posición y estado civil,
elementos que dictan sus pautas de comportamiento: frente a la sociedad, debe cuidar su reputación,
obviando la exhibición pública y la compañía de otras mujeres de mala fama, ha de mantener un apetito
mesurado y evitar el contacto masculino, sin importar el parentesco; en el medioevo, la elección de la
esposa resulta entonces una preocupación esencial pues toda acción u omisión social “repercute en el
honor y la posición del marido” (1995: 460-463). En segundo lugar, en cuanto a su intelecto, en los
exemplos escasean las mujeres 'sabias' y, en las raras ocasiones en las que aparecen, son de edad muy
avanzada: solo “la madurez trae consigo la experiencia y el buen seso” necesario para poder ayudar, ya
sea con sus buenas o malas artes, a quienes las necesitan (Haro, 1995: 467-468). La sabiduría e
inteligencia femenina se desvirtúa al ser dotada de un carácter negativo o excepcional: una mujer sabia
o utiliza su saber como un “arm[a] para atacar al varón” o adscribe a su sapiencia, reforzándola: “La
sabiduría de la mujer es creer, sin dar resquicio alguno de duda, que las verdades de los discursos
masculinos, provengan de donde provengan, son siempre correctos” (E. Lacarra, 1995: 50-51).
Finalmente, en tercer lugar, en cuanto a la “moralidad femenina”, se exige de toda mujer un carácter
ingenuo e inocente, una fe ciega y fervorosa, gran respeto por su padre y una especial preocupación
“por la salud espiritual [de su] esposo” pero, por sobre todo, ha de cuidar su virginidad, requisito
esencial para ostentar una “conducta moral perfecta” (Haro, 1995: 469-471). Sin embargo, no solo ha
de protegerla, alejando o venciendo las tentaciones que se le presenten, sino que ha de intentar
conservarla por todos los medios posibles, ya sea que opte por su “talento e inteligencia” o por acabar
con su propia vida (Haro, 1995: 471-474).
Junto a las esposas infieles, las viejas alcahuetas y las hermosas o terribles siervas del mal, “los
correlatos positivos aparecen en las mismas colecciones, si bien es cierto que en notable menor
número”: frente a la adúltera, la “esposa casta (o también joven-virgen)”, frente a la alcahueta, la “vieja
modelo de virtudes […] y experta consejera”; frente a las representaciones malignas, “las mujeres
obedientes, las monjas castas, jóvenes virtuosas, reinas prudentes y sabias” (M. J. Lacarra, 1986: 344-
345). Las imágenes femeninas de don Juan Manuel se sustentan en el “deber ser”, tal como lo proponía
el modelo patriarcal de modo que en El conde Lucanor se presentan dos grandes tipos que construyen
el signo mujer: las Marías, marcadas por “el rol de mujer-vientre, mujer-leal” y las Evas, que encarnan
todas las maldades y vilezas del género; el primer grupo representa a “la mujer modelo” mientras que
el segundo “muestra las características que la mujer tiene y no debe poseer”, siendo ambos opuestos al
masculino, encarnado en las más variadas habilidades y virtudes (Serra, 2006: s/p). De este modo,
acorde con el modelo reinante en la Edad Media, la Mujer se muestra como “naturalmente malvada,
débil, inclinada a la mentira y a la difamación, causante del pecado y la corrupción, voraz desde el
punto de vista de su sexualidad, caprichosa, rebelde y desagradecida”: serán muy pocas las que
alcancen el ideal femenino y solo “gracias a la actividad y trabajo de los hombres” (Serra, 2006: s/p.).
No obstante, Evas o Marías, los modelos femeninos obedecen a “criterios masculinos”, aspecto que se
olvida fácilmente para intentar “una especie de exculpación del cargo de misoginia” que recae sobre
don Juan Manuel; esta defensa, apoyada “en el silencio y en la elusión deliberada de las historias
relatadas en [sus] exemplos”, destaca a su vez el escaso número de narraciones que incluyen mujeres, la
aparente “indulgencia” del autor -para muchos/as, mayor a la de otros escritores de la época- y la
presencia de modelos femeninos supuestamente positivos (Navas, 2007: 207-208; 215).
El primer personaje femenino se introduce en el séptimo exemplo. Se trata de doña Truhana, una
mujer que, de camino hacia el mercado, sueña con la fortuna que amasará una vez venda la olla de miel
que transporta sobre su cabeza, sin embargo, la golpea en un descuido y esta se rompe. Del relato, lo
primero que destaca es el nombre del personaje, demasiado similar a la palabra truhán que remite a una
persona “sinvergüenza, que vive de engaños y estafas” o aquella “que con bufonadas, gestos, cuentos o
patrañas procura divertir y hacer reír” (RAE), connotación por lo demás negativa. Además, sus
principales rasgos -su continua ensoñación y su preferencia por cumplir sus deseos terrenales- denotan
una gran debilidad de espíritu y una fuerte tendencia al pecado (Serra, 2006: s/p.).
El siguiente exemplo -el XXV- relata lo que sucede con el conde de Provenza, su yerno y el
sultán Saladín, unidos en torno al matrimonio de la hija del primero; preso en las tierras del monarca, el
conde recibe una carta de su esposa y sus parientes con el propósito de concertar con quién debían
casar a la joven. Una vez elegido el pretendiente más adecuado, gracias al consejo del sultán, se
concreta la boda, luego de la cual el joven parte en busca de su suegro, dejando a su esposa en manos
de sus familiares. Finalmente, consigue la liberación del conde y ambos regresan cargados de riquezas
y honores a su patria. Debido a la nula participación y presencia de la hija, resulta evidente que esta no
es más que “un mero objeto de intercambio”: no tiene posibilidad (¿o capacidad?) de opinar -el padre
selecciona a su esposo, el esposo decide por ella-, ni de ostentar el poder del conde o disponer de su
dinero, elementos que recaen automáticamente en su marido (Serra, 2006: s/p). En definitiva, esta
mujer sin nombre ni voz, queda confinada en su tierra, bajo la autoridad de los hombres (Serra, 2006:
s/p), conducta que se ve replicada en parte por su madre quien -siempre acompañada por sus parientes-,
no es capaz de decidir el mejor esposo para su hija ni de intentar gestionar el rescate de su marido.
Luego, a solo dos exemplos de distancia, se presentan dos tipos diferentes de parejas, quienes
emulan la situación que atraviesan los hermanos del conde. Al respecto, cabe destacar que si bien
Patronio afirma que ninguno actúa correctamente, reconoce que tal error podría ser inducido “por la
propia condición de las mujeres” (CL, 101). La primera parte presenta a un matrimonio noble: el
emperador Fadrique se enlaza a una mujer que “aunque era noble dama y muy respetada, comenzó a
ser la cosa más fuera de razón y la más mala y más revesada del mundo”, pues sus deseos y gustos
siempre contradecían los de su marido (CL, 102). Por más consejos, conversaciones o amenazas que
recibe, persiste tercamente en su actitud, causando “gran daño para su hacienda y para sus gentes”; si
bien el Papa se niega a separarlos, incita al emperador para que busque la solución más oportuna (CL,
103). Finalmente, Fadrique urde un plan: antes de salir de cacería, aconseja a su esposa -delante de sus
súbditos- que utilice su ungüento y no el otro, pues era venenoso. Como era de suponer, la mujer lo
desobedece y muere al poco tiempo de que su esposo hubiera partido.
El comportamiento de la emperatriz la muestra como una mujer caprichosa y necia, egoísta y
desconsiderada e, incluso, estúpida: a pesar de observar claramente cómo el emperador cura sin
problemas sus heridas, se empeña en usar el otro ungüento, es más, su intervención al momento de
decidir actuar explicita que sus desavenencias maritales son el resultado consciente de sus intentos por
desagradar y molestar a su esposo, conducta acorde con su naturaleza. Al resaltar su carácter malicioso,
este final no hace sino “corrobora[r] la tozudez malévola y oposicionista de la mujer”, comportamiento
que termina por dictar su sentencia de muerte (Arredondo, 2014: 251). Por lo demás, al tiempo que se
compara a la emperatriz con un animalillo tonto (pues se emplea el mismo método usado para matar
ciervos), se proclama la inteligencia y paciencia del emperador, quien logra acabar con su 'problema' de
la mejor forma, es decir, librándose no solo de su esposa insumisa y desobediente, sino de todo aquello
que podría incriminarlo.
En la segunda parte, don Alvarfáñez solicita al conde Pedro Anzúres que le presente a sus hijas
para elegir como esposa a la que mejor le pareciera. Ya frente a ellas, se describe como un hombre
viejo, débil ante el vino, que se orina fácilmente en la cama y exhibe conductas no muy agradables, de
modo que “toda mujer que no tuviese el entendimiento muy maduro, se podía considerar por no muy
bien casada con él” (CL, 105). Al escuchar la respuesta de doña Vascuñana, quien se muestra honrada
de ser su esposa, no tarda en concretar el compromiso. Durante su convivencia, Alvarfáñez la complace
en todo, pues tal era su amor y su entendimiento, que la joven era incapaz de contradecirle o tomar
alguna decisión que le perjudicara. Tiempo después, al recibir la visita de su sobrino, no tarda en ser
criticado por tener tales atenciones con su mujer, por lo que Alvarfáñez urde un plan: da a entender a
Vascuñana que él creía que unas vacas eran yeguas y viceversa, afirmando luego que “el río corría
hacia donde nacía” (CL, 109). El sobrino, atónito, presencia cómo la mujer reafirma sin dudar sus
apreciaciones, logrando convencer al resto de que él tenía razón. Para concluir, Patronio “advierte sobre
el comportamiento de los maridos en los casos intermedios” y sostiene “cómo el amoroso no debe
excederse ni dejar de cumplir con sus obligaciones, y cómo el desventurado ha de saber corregir
aquello que no supo prever” (Arredondo, 2014: 253), recalcando que lo importante es que “desde el
primer día el hombre que se casa dé a entender a su mujer que él es el señor, y le haga entender la vida
que ha de llevar” (CL, 112).
En el exemplo no solo destaca el que el padre deje a sus hijas a entera disposición del
pretendiente, sino lo extraordinario que resulta para Alvarfáñez el encontrar a una mujer con el
entendimiento de Vascuñana. Además, la complacencia que expresa hacia su esposa no hacen más que
reforzar su visión narcisista, de modo que no tiene ningún mérito: la “confianza [que] sustituye a la
obediencia […] no es habitual ni gratuita, sino ganada a pulso por la mujer, siempre complaciente con
el marido, nunca disconforme con sus decisiones y carente de otros intereses distintos de los suyos”
(Arredondo, 2014: 252; 253). Aún más, tal confianza es dudosa, pues Alvarfánez compara los consejos
de su esposa con los recibidos por el enemigo, de modo que la relación aparentemente insólita no hace
más que reafirmar los principios patriarcales (Arredondo, 2014: 252; 253). Frente a la actitud indócil de
la reina, insensible a todo intento de reforma marital, doña Vascuñana encarna el modelo de “mujer
perfecta” al (re)presentar “«la imagen modélica de la esposa sometida»” (Tapia, 1991: 236 cit. en
Navas, 2007: 211). De este modo,
la mujer de buen entendimiento [debe] aniquila[r] por completo su personalidad;
renuncia[r] a su voluntad en favor de la de su marido, renuncia[r] a su entendimiento porque
también delega su razón en él, y renuncia[r] a su memoria porque es incapaz de reconocer la
realidad visible por sí misma si su marido no la reconoce (E. Lacarra, 1995: 24).
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