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Universidad de Concepción

Fac. Humanidades y Arte


Dpto. de Español

Un exemplo de violencia de género:


representaciones 'mujeriles' en El conde Lucanor de don Juan Manuel

Geraldine A. Villa Sánchez

La primera amenaza: el estado de la cuestión

En la actualidad, es común que términos como 'feminismo' o 'violencia de género' sean


abordados en el ámbito comunicacional o académico para referir la lucha de millones de mujeres que,
insertas en la esfera pública o privada, se ven oprimidas y silenciadas: sumergidas en un sistema
ideológico que las sitúa por debajo de este Hombre que emula a Dios, las mujeres son atrapadas en un
círculo ominoso que inicia en la vagina y culmina en una feminidad estrictamente definida y
delimitada. No existe lugar o época en que una mujer no haya experimentado algún tipo de maltrato por
parte de este sistema que se camufla con sorprendente naturalidad en las más variadas circunstancias:
paternalismo, amor, galantería, educación.
El teocentrismo como expresión del patriarcado permite que, en la Edad Media, este mito
perviva con gran fuerza y se convierta en el orden natural y necesario para sostener la armonía del
mundo. Hombre o mujer, señor o sierva: las leyes, los conocimientos científicos, los preceptos morales,
los principios religiosos y las más variadas expresiones artísticas definían y promulgaban sin vergüenza
la inferioridad y subordinación de la Mujer. Si bien esta situación se extiende de manera alarmante en
el tiempo, no se ha de olvidar el contexto particular que circunda cada época: un análisis 'moderno' que
observa hacia el pasado para cuestionarlo o reflexionar en torno a él, resulta entonces una tarea no muy
sencilla, más aún cuando se pretende abordar de manera crítica a don Juan Manuel, uno de los mayores
escritores medievales, así como uno de sus textos icónicos: El conde Lucanor.
A grandes rasgos, el objetivo de este estudio no parece novedoso ni pretencioso pues ya ha sido
abordado con anterioridad, con mayor o menor exhaustividad. No obstante, el análisis previo suele
centrarse en los mismos exemplos (principalmente, el XXVII y el XXXV), con vagas o nulas alusiones
al resto. Por esta razón, en esta ocasión se pretende abordar la 'violencia de género' presente en El
conde Lucanor, exponiendo estas pero también el resto de las representaciones mujeriles que aparecen
repartidas en los cincuentaiun relatos incluidos en la primera parte. Para ello, se comenzará por definir
el género de los exempla y abordar la figura del polémico autor desde un punto de vista biográfico y
escritural. Por último, se dará paso al análisis de la obra: se describirá la posición de la mujer del
medioevo a partir de las principales disposiciones médicas, legales y religiosas de la época, se
evaluarán los ejemplos concretos de aquellos modelos femeninos presentes en el texto y finalmente
-aunque de forma paralela-, se reflexionará en torno a la presencia de la violencia de género en la obra,
considerando tanto la definición del signo mujer como su proceso de construcción.

El primer golpe: un intento de definición para el género

El origen de los exempla suele situarse en la Edad Media, sin embargo, la sociedad medieval no
es la primera en emplear este tipo de narraciones, cuyos inicios se remontan varios siglos atrás: gran
parte de estos relatos desciende de los apólogos orientales, ampliamente difundidos y perfeccionados
en la cultura asiática (Prat, 2007: 168-169). Rescatados por el cristianismo -encabezado primero por
Pedro Alfonso y más tarde por Alfonso X-, durante el llamado Siglo de Oro del exemplum, serán
recogidas y traducidas al castellano obras como el Calila e Dimna (1251) o el Sendebar (1253),
escritos que pasan a constituir la base de la “literatura sapiencial hispano-oriental” (Bravo, 2000: 316).
Su influencia es decisiva, pues en ellos se sustentan varios de los “tópicos de la misoginia medieval”,
los que se repiten a su vez en los “catecismos didácticos” recién llegados a la región (María J. Lacarra,
1986: 347-348; 345).
Su apogeo en el medioevo se atribuye a factores como el pronunciado analfabetismo de una
considerable parte de la población, el extendido uso de prácticas como la lectura en voz alta y la gran
escasez de libros, concentrados además en un sector social bastante reducido (Prat, 2007: 172), factores
que generan una ambigüedad limítrofe entre los ámbitos de la oralidad y la escritura; el exemplum
encierra en sí mismo una gran paradoja, pues supone la asimilación e interacción entre dos culturas: la
letrada (latina y clerical) y la folclórica (oral y popular) (Bravo, 2000: 354). Esto se ve reflejado en
diversas instancias: en primer lugar, en su aparición y conservación, pues si bien el exemplum nace, se
desarrolla y se difunde en el discurso oral, finalmente queda plasmado por escrito (Bravo, 2000: 309-
310); en segundo lugar, encierra un particular desdoblamiento ya que, por una parte, “la transmisión
real se realiza de forma escrita” mientras, por otra, “la transmisión ficticia se realiza de forma oral”
(Cepedello, 2003-04: 220).
Tal como se mencionó anteriormente, el uso reiterado y sistemático del exemplum comienza
dentro del ámbito religioso, gracias al trabajo divulgativo y recolector de los frailes y evangelizadores,
quienes lo consideraban un infaltable aliado en las prédicas y demás prácticas religiosas que supusieran
un acercamiento del discurso moral y teológico a la multitud (Prat, 2007: 169). No obstante, en el siglo
XVI su uso comenzará a ser restringido mediante ciertas disposiciones conciliares, ya que la intención
didáctica que rige y legitima su empleo termina por distorsionar fácilmente la homilía: “el predicador
los inserta cada vez en mayor cantidad en sus sermones sin perjuicio de hipertrofiar su discurso,
insistiendo cada vez más en los aspectos humorísticos, escabrosos o incluso obscenos de su intriga”
(Bravo, 2000: 314-316).
En un intento por definir el género, Le Goff sostiene que el exemplum corresponde a “un relato
breve dado como verídico y destinado a estar inserto en un discurso (en general un sermón) para
convencer a un público por medio de una lección salutífera” (Bremond, Le Goff y Schmitt, 1982: 37-38
cit. en Prat, 2007: 169), descripción que más tarde resume en una escueta frase al definirlo como una
“anécdota histórica empleada en una retórica de la persuasión” (1988: 78 cit. en Prat, 2007: 168). Su
naturaleza es camaleónica; debido a sus características, logra adaptarse y desarrollarse con gran
facilidad, incorporando “diversos tipos de narrativa: anécdotas, casos, leyendas, pero también cuentos
jocosos y de animales, y fábulas de origen popular o culto” (Prat, 2007: 169). Se nutre tanto de la esfera
sagrada como de la profana, se sustenta en fuentes orientales u occidentales, nace de la improvisación o
emerge desde la tradición, evoca el pasado o refleja el presente, es decir, “el fondo narrativo de que se
nutre el discurso didáctico medieval es propiamente ilimitado” (Bravo, 2000: 304-305). De este modo,
al requerir la ficcionalización de una situación que considere el precepto a enseñar de manera concreta,
el exemplum se convierte en un género didáctico-literario, no obstante, su estatuto es mucho más
complejo: en él se aúnan problemáticas de índole literaria -por ser el origen del cuento hispánico-,
pedagógica -supone cierta actitud por parte del emisor y una capacidad interpretativa del receptor-,
ideológica -por ser a su vez un instrumento didáctico y de manipulación- y psicológica -puede generar
lecturas “subversivas”- (Bravo, 2000: 305).
Su principal función es la de “servir de prueba con que sostener las afirmaciones doctrinales,
religiosas o morales” (Prat, 2007: 167), de manera sencilla, mediante un caso concreto que facilite su
memorización y retención (Bravo, 2000: 320). Frente a este fin didáctico, la autonomía de este relato
permite observar el artificio: el exemplum constituye un acto de manipulación mediante el cual “se
intenta elevar a rango de ley lo que no es más que un caso concreto que no tiene nada de universal”
(Bravo, 2000: 317). En otras palabras, “[f]uera de contexto, un exemplum no es ni moral ni inmoral, y
puede incluso decirse que ni siquiera es ejemplar”, razón por la cual suele requerir una explicación que
permita sustentar su valor argumentativo (Bravo, 2000: 324). Tales características propician su
divulgación, que se ve reforzada por su carácter “fragmentario” y “discontinuo” que admite la
intervención del orador permitiéndole “añadir, suprimir o permutar textos” de acuerdo a sus
requerimientos (Bravo, 2000: 304; 306).
En cuanto a su estructura, el exemplum suele organizarse en torno a un marco. Al respecto,
Marta Haro sostiene que se debe diferenciar el marco narrativo del enunciativo o dialógico: el primero
supone un “diálogo escueto entre el rey y un privado” sobre el que se construye la historia, compuesta
a su vez por una cadena de relatos gracias al mecanismo conocido como “caja china”; caracterizado por
la inserción de nuevas historias que a su vez actúan como marco para la siguiente (Haro, 1995: 175 cit.
en Cepedello, 2003-04: 209-210), esta estrategia solo se ve limitada por la habilidad del orador (Bravo,
2000: 317-318). En contraposición, el marco enunciativo presenta una historia elaborada gracias a “una
estrategia dialógica entre maestro y discípulo en torno al esquema de preguntas-respuestas”, aunque
también se encuentran variantes en donde el emisor y el receptor no dialogan explícitamente o en las
que se designa a un receptor dentro del texto sin que existan intervenciones directas de su parte (Haro,
1995: 172-173 cit. en Cepedello Moreno, 2003-04: 210-211).
Específicamente, en el presente estudio se pretende abordar la obra El conde Lucanor o Libro
de Patronio (1335) que reúne parte de la tradición cuentística oriental, grecorromana e hispánica (Prat,
2007: 172), destacando tanto por su contenido doctrinal como por sus innovaciones en el ámbito
retórico y narrativo (Burgoyne, 2011: 134): su estilo conciso, “claro y sencillo”, combina con gran
maestría la forma y el tema tratado (De Stefano, 1982: 349-350). Esta colección forma parte de las
obras que “estaban pensadas para la educación de príncipes y concebidas para la transmisión escrita”;
independiente de las restricciones sociales o intelectuales con las que se pretenda delimitar su
audiencia, la obra debió haber estado dirigida a hombres que pertenecían a “una minoría lectora que no
podía ir socialmente mucho más allá de las clases nobles y la alta burguesía”, grupos educados para
regir y administrar la nación (2003-04: 207; 217-218; 214). Por esta razón incluye una amplia variedad
de personajes de distintas clases sociales y una extensa gama de temáticas centradas en los trabajos,
actividades e intereses masculinos; pensadas como seres dependientes, incapaces de ostentar tales
compromisos y, por lo mismo, solo aptas para ayudar al varón, las mujeres serán rechazadas como
“receptoras directas de la sabiduría que se imparte en los ejemplos” (E. Lacarra, 1995: 38).
Sin considerar el prólogo y el llamado anteprólogo, El conde Lucanor se divide en dos grandes
segmentos: el primero se titula Libro de los enxiemplos y se subdivide en cincuentaiun cuentos,
ensiemplos o apólogos más bien breves (Quintana, 1997: 25-26), mientras que el segundo, el Libro de
los proverbios, se divide en cuatro partes: las tres primeras reúnen gran cantidad de refranes, mientras
que la última presenta un tratado doctrinal (Cepedello, 2003-04: 212). Concretamente, los exemplos se
caracterizan por poseer una estructura más o menos fija que incluye fórmulas de entrada y de cierre que
rodean tres momentos narrativos: uno introductorio, en el que el conde Lucanor cuestiona a Patronio a
raíz de algún problema personal, uno narrativo, en el que el consejero presenta un relato (exemplo) y
uno práctico, en donde se reflexiona en torno a la historia y se relaciona con el problema en cuestión
(Cepedello, 2003-04: 213). Cada uno de estos personajes presenta un particular punto de vista: al
tiempo que Lucanor luce “desconcertado, indeciso, agobiado por la incertidumbre”, Patronio se
muestra decidido y tranquilo, dualidad que se resuelve pacíficamente cuando el conde acepta cada una
de las recomendaciones de su consejero (Baquero, 1982: 33). Posteriormente, al terminar cada episodio
aparece la figura del autor con la finalidad de “mandar escribir el ejemplo y componer unos versos que
encierren abreviadamente la lección” (María J. Lacarra, 1999: 164 cit. en Cepedello, 2003-04: 213),
estableciendo un juego con los diferentes niveles y voces del relato. De este modo, es posible apreciar
que tanto la obra en general como los exempla en particular reúnen diversos géneros; en cuanto a la
primera, nos encontramos con cinco partes en las que convergen diferentes géneros didácticos, como
“el exemplum, la sentencia o proverbio y el tratado doctrinal”, mientras que en los segundos se integran
diálogos, narraciones y versos (Cepedello, 2003-04: 213).
Si bien esta obra retoma temas comúnmente abordados en la época -omitiendo la materia
amorosa (Quintana, 1997: 26)-, se aproxima a ellos de manera única; centrado en la salvación del alma,
el texto apunta al cumplimiento de los deberes sociales y el desciframiento de “las intenciones, tantas
veces deformadas o disfrazadas socialmente” (Baquero, 1982: 43), es decir, lo que presenta “no son
sino ejemplos de cómo [han de] manejarse los hombres en el mundo” (De Stefano, 1982: 340-341).
Esto se une a la perfección y superación que alcanzan los dos marcos mencionados por Haro con
anterioridad: “la introducción de los exempla no se hace al hilo de un desarrollo narrativo elaborado
[…] pero tampoco se presentan simplemente en medio de un diálogo escueto y figurado”, pues la
presencia de Lucanor y Patronio serán las encargadas de enlazar la totalidad de la obra (Cepedello,
2003-04: 211; 218). Por todo lo señalado, no es de extrañar que se afirme que en El conde Lucanor don
Juan Manuel alcanza “la perfección de su arte”, ya que en ella logra plasmar narrativamente y con gran
maestría su doctrina (De Stefano, 1982: 351).

La silueta del agresor: el autor manuelino


Don Juan Manuel (1282-1348), destacado político y escritor medieval, fue miembro de la
familia real de Castilla, una de las más adineradas e influyentes de su tiempo; a pesar del prematuro
fallecimiento de su padre y su madre, desde pequeño es “adiestrado por ayos y preceptores en las artes
de las letras, la guerra y la caza” (entre estos destaca Martín Fernández Pantoja, hombre al que
emularía Patronio) (Quintana, 1997: 24). Si bien su progenitor, el infante don Manuel, “'parece un
hombre bastante gris' en las páginas de la historia” le deja un legado de gran riqueza y poder, herencia
que impulsa a don Juan a buscar “la dignificación del nombre y el acrecentamiento del patrimonio”
dejado por su padre (Alvar, 1983: 11). Inicia su carrera de escritor “hacia 1320, a la madura edad de 40
años y en una posición política descollante como tutor del rey Alfonso XI”, hecho a partir del cual se
puede suponer que su educación fue “lo suficientemente desarrollada como para permitirle la consulta
y el uso de fuentes latinas y la adopción de modelos literarios corrientes en su época” (Funes, 2007: 12-
13), entre los que destacan los empleados por Alfonso X, San Isidoro de Sevilla y, por supuesto,
Raimundo Lulio (De Stefano, 1982: 339).
Su producción puede ser dividida “en expositiva y narrativa, clasificación que coincide con la
de obras menores y mayores”, muchas de las cuales se han perdido irremediablemente: el primer grupo
consta del Libro de las cantigas, La crónica cumplida, La crónica abreviada, Tratados sobre las armas
que fueron dadas a su padre, De las reglas de cómo se debe trovar, El libro de los castigos, El libro de
las maneras de amar y Opúsculo mariano; el segundo, está constituido por el Libro de la caballería,
Libro del cavallero e del escudero, Libro de los estados y El conde Lucanor (Quintana, 1997: 25).
Como es fácil de suponer a partir de sus títulos, el conjunto de su obra abarca los más variados
conocimientos, los que apuntan a la “formación del ideal de hombre cristiano” (Quintana, 1997: 25).
Don Juan Manuel sostiene que, inmerso en “un mundo de incertidumbres, enfermedades y traiciones”,
el hombre debe mantenerse firme a través del saber y sus buenas obras para alcanzar la vida eterna,
camino en el que las mujeres, sus placeres y engaños no son más que un estorbo innecesario (E.
Lacarra, 1995: 39-40).
En general, sus “obras doctrinario-didácticas” se configuran en base a contradicciones propias
de la época; en ellas confluyen la claridad y la oscuridad retórica, el saber libresco y la experiencia
personal, la humildad del artista y la conciencia de su actividad escritural (De Stefano, 1982: 338). Si
se considera que antes del siglo XV la anonimia y el anonimato eran la norma general al momento de
escribir, no es de extrañar que don Juan Manuel resalte en tanto autor, identidad derivada “de una
conciencia estamental y de una voluntad personal” (Funes, 1989 cit. en Funes, 2007: 9). Esta
preocupación de matices individualistas ha dado pie a interpretaciones biográficas defendidas hasta la
exageración como la de Giménez Soler, quien sostiene que don Juan Manuel “se personificaba en el
conde Lucanor y que los casos planteados a Patronio eran directamente biográficos y reproducían
conflictos y problemas de su conciencia” (Funes, 2007: 7- 8; 9).
Este autorreconocimiento de su labor escritural deriva en una serie de prácticas que permiten
situarlo como creador antes que recopilador; en primer lugar, no remite “a una voz interior, a una
autoridad, a un texto previo y ajeno” -práctica común y requerida en la Edad Media-, lo que no refleja
la originalidad o novedad del contenido de su obra -incluso en este caso se evitaba proclamar la
autoría-, sino que señala la elección consciente de no dar a conocer sus fuentes, aunque estas lograran
ser “fácilmente reconocible[s] por el público inmediato” (Funes, 2007: 1). En segundo lugar, menciona
y evoca explícitamente sus propias creaciones, introduciendo reiteradamente “autocitas” (Funes, 2007:
1-2). En tercer lugar, la aparición de su figura al final de cada exemplo manifiesta un amplio
conocimiento del universo ficcional, lo que propicia un juego entre la realidad histórica y su
ficcionalización (Funes, 2007: 3-4). En cuarto y último lugar, se encuentra su preocupación por el nivel
del discurso, problemática que lo pone en la disyuntiva de “escribir breve y oscuramente o escribir
clara y extensamente”, hecho que denota una inquietud respecto a la recepción y sus efectos; por medio
de Patronio, el autor pretende aclarar y justificar su “estilo reiterativo, de otro modo censurable por lo
que implica de ofensa al lector o de actitud deshonesta del escritor” (Funes, 2007: 5-6).
Frente a su obra, se postula la existencia de una “aparente contradicción ética entre la vida
política de don Juan y los principios morales y religiosos proclamados en su [trabajo]”, no obstante,
este tipo de apreciación obvia la pertenencia del autor al estamento nobiliario y la sujeción a su ética,
así como la conjunción de su fecunda producción, el auge de su lucha política y el tratamiento social
que recibía de sus pares (Funes, 2007: 9); por un lado, su ocupación era incompatible con sus “deberes
estamentales” de modo que recibía constantes críticas y burlas; por otro lado, para los “clérigos
letrados” no era más que “un aficionado, un amateur que cumplía su actividad en una posición
periférica y descentrada en relación con los parámetros de la cultura letrada” (Funes, 2007: 11-12). Se
sitúa entonces en un espacio limítrofe: “su competencia supera con mucho la instrucción básica de
cualquier noble de su alcurnia, pero no alcanza las sofisticaciones del escritor letrado” (Funes, 2007:
13). De una u otra forma, don Juan Manuel destaca por sus particulares métodos:

escribió en romance cuando más hombres eruditos podrían ser tentados a escribir en latín;
confiaba en su experiencia personal cuando hombres más educados trataban de basarse en la
autoridad bíblica y clásica; expresó su deseo de escribir claramente y sin ambigüedad en un
momento en el que un buen conocimiento de la retórica se celebró en alta estima
(Mcpherson, 1973: 17-18 cit. en Funes, 2007: 11, la traducción es mía).
La primera puñalada: la mujer frente al patriarcado medieval

El binomio mujer-literatura “puede abordarse desde tres puntos de vista distintos, pero
complementarios: las mujeres escritoras, el consumo literario por un público femenino y las mujeres
como tema literario” (María J. Lacarra, 1986: 339); en cuanto a la narrativa medieval, sera este último
el que destaque en el presente estudio. Para comenzar tal análisis, es preciso intentar delimitar no sólo
el contexto en el que se inserta la obra, sino el término en torno al que se trabajará -violencia de
género-, procurando acercarnos a su significado en el período medieval. Al respecto, Cristina Segura
realiza una afirmación categórica al sostener que “todas las mujeres en la Edad Media sufrieron
violencia”, si bien afirma que es necesaria una aclaración terminológica: maltrato antes que violencia,
mujeres antes que género (2008: 26). El término 'violencia' se centra en el daño físico (golpes,
violaciones, muertes) ignorando otras formas de daño (discriminación, acoso), al tiempo que denota
masculinidad y suaviza la realidad; el concepto de 'género' oculta a las mujeres agredidas, apelando al
'ser humano' en general (Segura, 2008: 12; 4-5). Por su parte, Eukene Lacarra destaca la definición de
Covarrubias (1611), de Autoridades (1739), de Terreros y Pando (1788) y de la RAE (2008) para
sostener que la violencia es “una fuerza que se ejerce contra el modo racional y natural de proceder y
contrario a la justicia”, no obstante -recalca- resulta muy difícil precisar “qué se entiende en cada época
y cultura por fuerza y por natural proceder” (2008: 230).
Para Marc Bloch la Edad Media, encarnada en la sociedad patriarcal y feudal, “fue
especialmente violenta y masculina” (1986 cit. en Segura, 2008: 6); se incita a ejercer el derecho de
dominar sobre el débil y se instaura la violencia “como una herramienta válida y necesaria para ello”
(Expósito, 2011: 20-21). A pesar de que existieron instancias, lugares y personificaciones mujeriles
excepcionales que desafiaban la norma, su aparición no hace más que confirmar la regla (Segura, 2008:
6-7). Tal mecanismo de poder funciona apoyándose en “dos efectos fundamentales, uno opresivo (uso
de la violencia para conseguir un fin) y otro configurador (redefine las relaciones en una situación de
asimetría y desigualdad”: a cambio de 'protección', las mujeres deben mantener una postura sumisa y
obediente que permita ejercer fácilmente la fuerza sobre ellas, en otras palabras, “[l]a violencia es un
recurso que la sociedad y la cultura ponen a disposición de los hombres para su uso en «caso de
necesidad», dejando a criterio de cada uno cuándo surge ese requerimiento”, que podrá ejercerse
prácticamente sin oposición, al amparo de la ideología dominante (Expósito, 2011: 21-22).
Es imposible negar que las representaciones mujeriles observadas en literatura resultan ser una
construcción patriarcal: “[a]dscribir significados a lo femenino es, en esencia, una modalidad de
territorialización, un acto de posesión a través del lenguaje realizado por un Sujeto masculino que
intenta perpetuar la subyugación de un Otro” (Guerra, 1995: 13-14). Semejante proceso depende de dos
movimientos: la exclusión social de la mujer y la “creación de construcciones imaginarias con respecto
a la mujer y 'lo femenino'” que permitirán sustentarla; la Mujer surge entonces en el imaginario
colectivo, como un ser “escindid[o] entre lo deseado y lo temido” (Guerra, 1995: 14).
De este modo, no son pocas las similitudes posibles de establecer entre la relación Hombre-
Mujer y la del Sujeto colonizador-Otro colonizado, obviando la especificidad y especial complejidad de
la primera, pues la Mujer es “un ser colonizado que, en su rol primario de madre y esposa, es también
un Otro amado con el cual se comparte generalmente el mismo origen étnico y los mismos valores de
una clase social determinada” (Guerra, 1995: 21). La Mujer constituye así la imagen que encarna “todo
aquello que [el Hombre] no es o no quiere ser”, razón por la cual se le suele caracterizar de manera
negativa, resaltando diversos “vacíos y carencias” (Guerra, 1995: 23-24); en tanto Otro, las mujeres
conforman “una colectividad anónima que siempre lleva la marca de lo plural y el juicio
generalizador”, propiciado a partir de recursos como el “ingenio” y el “humor” (Guerra, 1995: 24; 29).
Específicamente, este estudio se centrará en cuatro discursos que originan y ejercen un maltrato
sostenido sobre las mujeres, no solo por reducirlas a un signo definido por los significados ya descritos,
sino por propiciar una violencia directa sobre ellas; el discurso eclesiástico, el jurídico, el científico e,
influenciado por todos ellos, el literario, las (re)tratan sin piedad a partir de la premisa de la que,
posteriormente, se derivan todas las demás, esto es, la supuesta superioridad del Hombre (E. Lacarra,
2008: 231). Estos relatos son elaborados e impulsados principalmente por “clérigos” u “hombres
letrados”, ligados o pertenecientes al estamento nobiliario o eclesiástico, si bien para su promulgación y
consolidación requieren de la ayuda -voluntaria o no- de la población femenina (E. Lacarra, 1995: 7-8).
El discurso eclesiástico se sustenta en el Génesis, particularmente en el rechazo de Lilith -mujer
que, creada a la par del hombre, rehúsa ser dominada por él- y la aparición de Eva -mujer que nace del
costado de Adán, estando naturalmente subordinada a él-. Será San Pablo quien interprete los signos
que más tarde sustentarán esta asimetría: Adán no solo fue creado primero, sino que su imagen emula a
Dios, mientras que la mujer es “creada a imagen del hombre y para su ayuda” (Epístola a los Corintios,
I, 11, 9-7 cit. en E. Lacarra, 1995: 2), objetivo que no tarda en contradecir al provocar la “expulsión del
Paraíso” y la consecuente condena de la Humanidad (Epístola a Timoteo I, 2, 14 cit. en E. Lacarra,
1995: 2). Esta figura, doblemente imperfecta y débil, deberá consentir su propia tragedia y renunciar a
su libertad en favor de su esposo e hijos, de su castidad y de la caridad, para aspirar a alcanzar la vida
eterna (Epístola a Timoteo, I, 2, 15 cit. en E. Lacarra, 1995: 2). Será a partir de esta imposición de la
castidad -reforzada por la aparición de María, mujer santa y madre virgen- que el matrimonio se
convierte en “una institución fundamental para el control de la mujer”, permitiendo instaurar el
dominio del varón y cimentar los “modelos de conducta” en los que se sustenta la idea de género (E.
Lacarra, 1995: 3).
Esta percepción se refuerza tanto en las ceremonias religiosas y los actos sacramentales como
en la producción escrita de los clérigos y sus mecanismos de castigo y expiación; por medio de ellos,
los varones situados en la cúspide de la Iglesia defienden su privilegio, desplegando una red de
complicidad que se extiende hacia el resto de la sociedad para crear un ilusorio vínculo fraterno entre la
población masculina (E. Lacarra, 1995: 3-4). En este sentido, destaca el vínculo que se establece con el
sistema judicial, de modo que un delito equivale también a un pecado (Segura, 2008: 8); a pesar de que
el derecho canónico sostiene la “equiparación espiritual de hombres y mujeres”, es notoria la diferencia
de las normas que sancionan y defienden a los unos y a las otras: resulta fácil observar una mayor
tolerancia hacia la promiscuidad masculina y una marcada ligereza para juzgar la violencia doméstica,
pues se promovía la reconciliación de la víctima con su agresor, esperando hasta las últimas instancias
para concretar la separación, multar al marido o excomulgarlo (E. Lacarra, 1995: 11; 35). Si se
considera que una mujer que abandonaba su familia o convento debía enfrentar la vergüenza, la infamia
y el escarnio público, es fácil suponer que solo se acudía a los juzgados eclesiásticos cuando la
situación era realmente insostenible (E. Lacarra, 1995: 12-13).
El discurso jurídico se sostiene en leyes que no solo disciernen entre criminales, derechos y
deberes; antes que asegurar la 'igualdad', en la Edad Media existen diversas circunstancias 'atenuantes'
frente a un delito, entre las que destaca el sexo de quienes o bien lo cometen o bien acuden al tribunal
buscando 'justicia' (Segura, 2008: 8). Un caso paradigmático es el del matrimonio, acto que legaliza la
superioridad del varón al limitar el rango de acción de la mujer, sometiéndola a la autoridad legítima
del marido (E. Lacarra, 1995: 5). Más que un sacramento, el matrimonio instituye una “alianza
política”; al procurar ciertas “ventajas económicas” se convierte en un contrato comercial basado en el
intercambio de mujeres (M. E. Lacarra, 1991: 395-397 cit. en E. Lacarra, 1995: 5). Es por ello que la
distancia que media entre el castigo y la marginación social y familiar o la aceptación de la comunidad
frente a una unión, es la (des)ventaja que tal enlace supone para el padre, quien se encargaba de
seleccionar al marido: las mujeres eran “valiosas” en la medida que estaban “al servicio de [los]
intereses y ambiciones” del varón (E. Lacarra, 1995: 5-6; 30), de modo que este podía disolver su
matrimonio, repudiar o abandonar a su mujer o casarse con otra sin mayores motivos (Segura, 2008: 9).
Actos como el adulterio o la violación eran considerados graves, aunque solo bajo ciertas
circunstancias. La infidelidad era un delito y pecado propiamente femenino: merecía la muerte, la
tortura o las penas del infierno para quien lo cometía e incluso actuaba como atenuante cuando el
marido asesinaba a su mujer e incluso llegaba a eximirlo de toda culpa (E. Lacarra, 1995: 8-9). Por su
parte, el delito de violación muchas veces era 'castigado' ignorando o culpando a la víctima: no solo se
consideraba el estado civil de la mujer para determinar el alcance del delito, sino que para los hombres
apenas suponía una multa o el casamiento con la víctima (Segura, 2008: 8). En general, las mujeres
“sólo tenían obligaciones y limitados derechos”, mientras que las obligaciones del varón eran
recompensadas con los más variados derechos y privilegios; aunque existían delitos frente a los que los
hombres eran sancionados legalmente, en estos casos se “castigaba la agresión a un bien del patrimonio
familiar y a un hecho determinado” antes que el acto de violencia en sí (Segura, 2008: 10-12).
En cuanto a la 'violencia intrafamiliar', la creencia de que las mujeres -en tanto descendientes de
Eva- eran propensas al mal, llamaba a los padres y maridos a ejercer, tanto de manera correctiva como
anticipatoria, el castigo pertinente (verbal o físico) (Segura, 2008: 12). La complejidad reside en la
ambivalencia jurídica que desdibuja y confunde los límites existentes entre “la legitimidad de la
corrección y la crueldad marital” (E. Lacarra, 1995: 4), diferencia que recaería en la presencia o
ausencia de “lesiones de arma blanca” (Vinyoles, 2006: 194-195 cit. en E. Lacarra, 1995: 7). Aunque la
comunidad en la que la pareja vivía “ejercía presión” sobre los abusadores, llegando incluso a frenar
directamente la violencia, esto se debía a la falta de autoridad y virilidad que suponía tal exceso para el
varón (E. Lacarra, 2008: 234). De una u otra forma, en este contexto es fácil suponer que tanto la
sociedad como las mujeres “anticipaban una corrección física fuerte en el matrimonio, algo que se
consideraba legítimo porque estaba respaldado por la justicia” (E. Lacarra, 1995: 9). Por ello,
generalmente las mujeres buscaban la separación apelando a “causas de índole económica”, pues frente
a la violencia se requerían pruebas de difícil comprobación -e incluso obtención- que ratificaran la
existencia de un peligro real (E. Lacarra, 1995: 11). En pocas palabras, la violencia marital no suele
incluirse en la esfera del derecho o, al menos, no como lo es en la actualidad: “en la sociedad medieval,
desde la perspectiva institucional, se veía a las mujeres como agresoras y a los hombres como sus
víctimas” (E. Lacarra, 1995: 14-15). Si bien esta situación llega a su extremo frente a las prostitutas, las
moras o las esclavas, frente a la ley todas las mujeres conforman “un único estado o condición mugeril,
sólo diferenciadas por su edad y estado civil”; se ignoraba su “linaje, mérito o actividad laboral”, pues
estos se derivan de sus parientes varones o de sus esposos (Segura, 2008: 14; E. Lacarra, 1995: 4).
El discurso científico en general y médico en particular confirma y a la vez difiere un poco de
los anteriores; instaura al varón como “norma de perfección”, con la consecuente inferioridad e
imperfección tanto física como intelectual de la mujer, rasgos que inducirían su líbido y disminuirían su
papel en la procreación, prácticamente la única tarea que le es encomendada socialmente (E. Lacarra,
1995: 6-7). Aun cuando en el campo médico existe un gran desconocimiento respecto del cuerpo
femenino (evasión 'consciente' que propicia gran cantidad de muertes y dificultades dentro y fuera de
los alumbramientos), a diferencia de los otros discursos, se aborda directamente la sexualidad
conyugal; considerada como parte de la “higiene corporal”, se aconseja su práctica, se describen las
mejores posturas “con fines sanitarios y/o recreativos” e incluso se recomienda la ingesta de distintos
afrodisíacos (Constantino el Africano, 1983: 158-185 cit. en E. Lacarra, 1995: 7).
Estos paradigmas aparecen de manera reiterada en la literatura de la época, especialmente la que
se inserta en la esfera culta (Di Camilo, 1991: 145-169 cit. en E. Lacarra, 1995: 8-9), por lo tanto, sería
erróneo considerar al intelectual como “la 'buena conciencia de la sociedad'” o como una forma de
ofrecer “resistencia al poder o a la ideología colectiva” (E. Lacarra, 1995: 9). No obstante, para Lacarra
las fuentes y géneros literarios imponen cierta “visión de la vida” de modo que no toda la
responsabilidad recaería sobre el escritor: “no se puede pensar que un autor es misógino o por el
contrario, defensor de las mujeres”, pues tales posturas muchas veces son requeridas por el género
empleado de manera que “[n]o se trata de una posición personal, sino de un juego literario”, de modo
que se ha de centrar la atención crítica en la forma más que en el contenido propiamente tal (E.
Lacarra, 1995: 15). Dentro de la narrativa medieval (s. XIII- XIV) son pocos los textos -fuera de los
hagiográficos o aquellos que comparten algunos de sus rasgos- que presentan protagonistas mujeres,
aunque los personajes femeninos sí cumplen un rol importante “en las crónicas, en la épico-legendaria
y en la cuentística, en la narrativa sentimental e incluso en la poesía lírica cancioneril” e incluso fuera
del texto, al aparecer como lectoras, dueñas de importantes colecciones de libros o bibliotecas e,
incluso, como escritoras (E. Lacarra, 1995: 9-10). En torno a la obra manuelina, la escasa cantidad de
exemplos “directamente relacionados con la mujer”, la presencia de modelos 'positivos' y la omisión de
temas más escabrosos, simbolizarían una visión sino abiertamente positiva, al menos no totalmente
negativa (M. J. Lacarra, 1986: 354). No obstante, lo que se pretende afirmar -basados en la idea de
'violencia de género'-, es que incluso estos rasgos reafirman a El conde Lucanor como el “«book
of/power, of patriarchal power»” (de Sandoval, 1989: 86-87 cit. en Navas, 2007: 197-198).

La muerte: representaciones mujeriles en el Libro de los enxiemplos

En general, en los exemplos existen dos posibilidades para que las mujeres expresen su
feminidad: una “positiv[a] que conduce a la armonía y otr[a] negativ[a] que lleva a la destrucción
propia y ajena”, peligro que justifica la subyugación y la condena de la mujer subversiva, “no sólo por
los hombres, sino por las propias mujeres 'buenas' [que] se erigen en ejecutoras de la ideología
masculina” (E. Lacarra, 1995: 35). Si bien una obra puede abarcar ambas opciones, resulta algo
evidente que solo se retratan literariamente “los casos más paradigmáticos, obviando -directamente o
por no considerarlos como tal- muchos actos de violencia cotidianos, tanto dentro como fuera del hogar
y la familia” (Segura, 2008: 12).
En El conde Lucanor no llegan a concretarse casos de adulterio, pero sí la condena de las
intenciones -reales o ficticias- de cometerlo, además se retrata la vida matrimonial y la castidad de las
mujeres, centrándose en la conducta correcta y los métodos que permiten imponerla. De este modo,
destacan principalmente tres modelos de pareja: la mujer violenta y rebelde, unida a un marido que
busca educarla y someterla desde el primer instante; la esposa incorregible y el marido que opta por
eliminarla definitivamente para para evitar daños irreversibles; por último, la mujer confiable y
bondadosa y el esposo que, sabedor de tales virtudes, delega en ella importantes responsabilidades (E.
Lacarra, 1995: 47). Sin embargo, incluso en este último caso la esposa representa un mal, “un
padecimiento o una cruz”, frente a la que se opta por “elegir la menos pesada” (Arredondo, 2014: 251).
Antes que víctimas, las mujeres actúan como “agresoras”; incapaces de superar físicamente al hombre,
ejercen una violencia verbal e intelectual sobre él (E. Lacarra, 1995: 28).
Por su finalidad didáctica, es común que “los personajes, más que individuos de personalidad
bien perfilada, [sean] estereotipos, esbozados a partir de unos pocos rasgos generales” (Navas, 2007:
198). En este sentido, de acuerdo a Marta Haro, “[l]a figura femenina se va modelando mediante la
conjunción de tres niveles de actuación muy concretos, que permiten diferenciar su papel social, moral
e intelectual”: en primer lugar, socialmente la mujer depende de su edad, posición y estado civil,
elementos que dictan sus pautas de comportamiento: frente a la sociedad, debe cuidar su reputación,
obviando la exhibición pública y la compañía de otras mujeres de mala fama, ha de mantener un apetito
mesurado y evitar el contacto masculino, sin importar el parentesco; en el medioevo, la elección de la
esposa resulta entonces una preocupación esencial pues toda acción u omisión social “repercute en el
honor y la posición del marido” (1995: 460-463). En segundo lugar, en cuanto a su intelecto, en los
exemplos escasean las mujeres 'sabias' y, en las raras ocasiones en las que aparecen, son de edad muy
avanzada: solo “la madurez trae consigo la experiencia y el buen seso” necesario para poder ayudar, ya
sea con sus buenas o malas artes, a quienes las necesitan (Haro, 1995: 467-468). La sabiduría e
inteligencia femenina se desvirtúa al ser dotada de un carácter negativo o excepcional: una mujer sabia
o utiliza su saber como un “arm[a] para atacar al varón” o adscribe a su sapiencia, reforzándola: “La
sabiduría de la mujer es creer, sin dar resquicio alguno de duda, que las verdades de los discursos
masculinos, provengan de donde provengan, son siempre correctos” (E. Lacarra, 1995: 50-51).
Finalmente, en tercer lugar, en cuanto a la “moralidad femenina”, se exige de toda mujer un carácter
ingenuo e inocente, una fe ciega y fervorosa, gran respeto por su padre y una especial preocupación
“por la salud espiritual [de su] esposo” pero, por sobre todo, ha de cuidar su virginidad, requisito
esencial para ostentar una “conducta moral perfecta” (Haro, 1995: 469-471). Sin embargo, no solo ha
de protegerla, alejando o venciendo las tentaciones que se le presenten, sino que ha de intentar
conservarla por todos los medios posibles, ya sea que opte por su “talento e inteligencia” o por acabar
con su propia vida (Haro, 1995: 471-474).
Junto a las esposas infieles, las viejas alcahuetas y las hermosas o terribles siervas del mal, “los
correlatos positivos aparecen en las mismas colecciones, si bien es cierto que en notable menor
número”: frente a la adúltera, la “esposa casta (o también joven-virgen)”, frente a la alcahueta, la “vieja
modelo de virtudes […] y experta consejera”; frente a las representaciones malignas, “las mujeres
obedientes, las monjas castas, jóvenes virtuosas, reinas prudentes y sabias” (M. J. Lacarra, 1986: 344-
345). Las imágenes femeninas de don Juan Manuel se sustentan en el “deber ser”, tal como lo proponía
el modelo patriarcal de modo que en El conde Lucanor se presentan dos grandes tipos que construyen
el signo mujer: las Marías, marcadas por “el rol de mujer-vientre, mujer-leal” y las Evas, que encarnan
todas las maldades y vilezas del género; el primer grupo representa a “la mujer modelo” mientras que
el segundo “muestra las características que la mujer tiene y no debe poseer”, siendo ambos opuestos al
masculino, encarnado en las más variadas habilidades y virtudes (Serra, 2006: s/p). De este modo,
acorde con el modelo reinante en la Edad Media, la Mujer se muestra como “naturalmente malvada,
débil, inclinada a la mentira y a la difamación, causante del pecado y la corrupción, voraz desde el
punto de vista de su sexualidad, caprichosa, rebelde y desagradecida”: serán muy pocas las que
alcancen el ideal femenino y solo “gracias a la actividad y trabajo de los hombres” (Serra, 2006: s/p.).
No obstante, Evas o Marías, los modelos femeninos obedecen a “criterios masculinos”, aspecto que se
olvida fácilmente para intentar “una especie de exculpación del cargo de misoginia” que recae sobre
don Juan Manuel; esta defensa, apoyada “en el silencio y en la elusión deliberada de las historias
relatadas en [sus] exemplos”, destaca a su vez el escaso número de narraciones que incluyen mujeres, la
aparente “indulgencia” del autor -para muchos/as, mayor a la de otros escritores de la época- y la
presencia de modelos femeninos supuestamente positivos (Navas, 2007: 207-208; 215).
El primer personaje femenino se introduce en el séptimo exemplo. Se trata de doña Truhana, una
mujer que, de camino hacia el mercado, sueña con la fortuna que amasará una vez venda la olla de miel
que transporta sobre su cabeza, sin embargo, la golpea en un descuido y esta se rompe. Del relato, lo
primero que destaca es el nombre del personaje, demasiado similar a la palabra truhán que remite a una
persona “sinvergüenza, que vive de engaños y estafas” o aquella “que con bufonadas, gestos, cuentos o
patrañas procura divertir y hacer reír” (RAE), connotación por lo demás negativa. Además, sus
principales rasgos -su continua ensoñación y su preferencia por cumplir sus deseos terrenales- denotan
una gran debilidad de espíritu y una fuerte tendencia al pecado (Serra, 2006: s/p.).
El siguiente exemplo -el XXV- relata lo que sucede con el conde de Provenza, su yerno y el
sultán Saladín, unidos en torno al matrimonio de la hija del primero; preso en las tierras del monarca, el
conde recibe una carta de su esposa y sus parientes con el propósito de concertar con quién debían
casar a la joven. Una vez elegido el pretendiente más adecuado, gracias al consejo del sultán, se
concreta la boda, luego de la cual el joven parte en busca de su suegro, dejando a su esposa en manos
de sus familiares. Finalmente, consigue la liberación del conde y ambos regresan cargados de riquezas
y honores a su patria. Debido a la nula participación y presencia de la hija, resulta evidente que esta no
es más que “un mero objeto de intercambio”: no tiene posibilidad (¿o capacidad?) de opinar -el padre
selecciona a su esposo, el esposo decide por ella-, ni de ostentar el poder del conde o disponer de su
dinero, elementos que recaen automáticamente en su marido (Serra, 2006: s/p). En definitiva, esta
mujer sin nombre ni voz, queda confinada en su tierra, bajo la autoridad de los hombres (Serra, 2006:
s/p), conducta que se ve replicada en parte por su madre quien -siempre acompañada por sus parientes-,
no es capaz de decidir el mejor esposo para su hija ni de intentar gestionar el rescate de su marido.
Luego, a solo dos exemplos de distancia, se presentan dos tipos diferentes de parejas, quienes
emulan la situación que atraviesan los hermanos del conde. Al respecto, cabe destacar que si bien
Patronio afirma que ninguno actúa correctamente, reconoce que tal error podría ser inducido “por la
propia condición de las mujeres” (CL, 101). La primera parte presenta a un matrimonio noble: el
emperador Fadrique se enlaza a una mujer que “aunque era noble dama y muy respetada, comenzó a
ser la cosa más fuera de razón y la más mala y más revesada del mundo”, pues sus deseos y gustos
siempre contradecían los de su marido (CL, 102). Por más consejos, conversaciones o amenazas que
recibe, persiste tercamente en su actitud, causando “gran daño para su hacienda y para sus gentes”; si
bien el Papa se niega a separarlos, incita al emperador para que busque la solución más oportuna (CL,
103). Finalmente, Fadrique urde un plan: antes de salir de cacería, aconseja a su esposa -delante de sus
súbditos- que utilice su ungüento y no el otro, pues era venenoso. Como era de suponer, la mujer lo
desobedece y muere al poco tiempo de que su esposo hubiera partido.
El comportamiento de la emperatriz la muestra como una mujer caprichosa y necia, egoísta y
desconsiderada e, incluso, estúpida: a pesar de observar claramente cómo el emperador cura sin
problemas sus heridas, se empeña en usar el otro ungüento, es más, su intervención al momento de
decidir actuar explicita que sus desavenencias maritales son el resultado consciente de sus intentos por
desagradar y molestar a su esposo, conducta acorde con su naturaleza. Al resaltar su carácter malicioso,
este final no hace sino “corrobora[r] la tozudez malévola y oposicionista de la mujer”, comportamiento
que termina por dictar su sentencia de muerte (Arredondo, 2014: 251). Por lo demás, al tiempo que se
compara a la emperatriz con un animalillo tonto (pues se emplea el mismo método usado para matar
ciervos), se proclama la inteligencia y paciencia del emperador, quien logra acabar con su 'problema' de
la mejor forma, es decir, librándose no solo de su esposa insumisa y desobediente, sino de todo aquello
que podría incriminarlo.
En la segunda parte, don Alvarfáñez solicita al conde Pedro Anzúres que le presente a sus hijas
para elegir como esposa a la que mejor le pareciera. Ya frente a ellas, se describe como un hombre
viejo, débil ante el vino, que se orina fácilmente en la cama y exhibe conductas no muy agradables, de
modo que “toda mujer que no tuviese el entendimiento muy maduro, se podía considerar por no muy
bien casada con él” (CL, 105). Al escuchar la respuesta de doña Vascuñana, quien se muestra honrada
de ser su esposa, no tarda en concretar el compromiso. Durante su convivencia, Alvarfáñez la complace
en todo, pues tal era su amor y su entendimiento, que la joven era incapaz de contradecirle o tomar
alguna decisión que le perjudicara. Tiempo después, al recibir la visita de su sobrino, no tarda en ser
criticado por tener tales atenciones con su mujer, por lo que Alvarfáñez urde un plan: da a entender a
Vascuñana que él creía que unas vacas eran yeguas y viceversa, afirmando luego que “el río corría
hacia donde nacía” (CL, 109). El sobrino, atónito, presencia cómo la mujer reafirma sin dudar sus
apreciaciones, logrando convencer al resto de que él tenía razón. Para concluir, Patronio “advierte sobre
el comportamiento de los maridos en los casos intermedios” y sostiene “cómo el amoroso no debe
excederse ni dejar de cumplir con sus obligaciones, y cómo el desventurado ha de saber corregir
aquello que no supo prever” (Arredondo, 2014: 253), recalcando que lo importante es que “desde el
primer día el hombre que se casa dé a entender a su mujer que él es el señor, y le haga entender la vida
que ha de llevar” (CL, 112).
En el exemplo no solo destaca el que el padre deje a sus hijas a entera disposición del
pretendiente, sino lo extraordinario que resulta para Alvarfáñez el encontrar a una mujer con el
entendimiento de Vascuñana. Además, la complacencia que expresa hacia su esposa no hacen más que
reforzar su visión narcisista, de modo que no tiene ningún mérito: la “confianza [que] sustituye a la
obediencia […] no es habitual ni gratuita, sino ganada a pulso por la mujer, siempre complaciente con
el marido, nunca disconforme con sus decisiones y carente de otros intereses distintos de los suyos”
(Arredondo, 2014: 252; 253). Aún más, tal confianza es dudosa, pues Alvarfánez compara los consejos
de su esposa con los recibidos por el enemigo, de modo que la relación aparentemente insólita no hace
más que reafirmar los principios patriarcales (Arredondo, 2014: 252; 253). Frente a la actitud indócil de
la reina, insensible a todo intento de reforma marital, doña Vascuñana encarna el modelo de “mujer
perfecta” al (re)presentar “«la imagen modélica de la esposa sometida»” (Tapia, 1991: 236 cit. en
Navas, 2007: 211). De este modo,
la mujer de buen entendimiento [debe] aniquila[r] por completo su personalidad;
renuncia[r] a su voluntad en favor de la de su marido, renuncia[r] a su entendimiento porque
también delega su razón en él, y renuncia[r] a su memoria porque es incapaz de reconocer la
realidad visible por sí misma si su marido no la reconoce (E. Lacarra, 1995: 24).

Posteriormente, en el exemplo XXX reaparece el modelo de la mujer caprichosa, ahora


personificado en una reina; su esposo, quien la amaba mucho, intenta cumplir sus deseos de la mejor
forma posible, pero esto no impide que ella le recrimine, con lágrimas en los ojos, afirmando que él
“nunca hacía nada por complacerla” (CL, 119). En general, la reina parece ser buena y bondadosa, sin
embargo, su único defecto opaca el resto de sus virtudes; presentándola como una mujer infantil,
antojadiza y superficial, se omite por completo la torpeza e irresponsabilidad del rey, quien no
considera los gastos o dificultades que debe sortear, tanto él como su reino, para complacer los deseos
intrascendentes de su reina.
El siguiente relato -el exemplo XXXV-, es ampliamente reconocido por su extrema violencia:
un moro, “el mejor joven que pudiera haber en el mundo”, se ve incapacitado de realizar grandes
empresas, por no tener ni el dinero ni el poder suficiente para ello (CL, 130). Entonces, pide a su padre
que interceda por él ante su amigo -hombre de gran fortuna-, quien quería desposar a su hija. El
problema era que “cuanto [él] tenía de buenas condiciones, tanto las tenía ella de malas y revesadas”,
razón de su larga soltería (CL, 131). El hombre acepta aunque con bastante reticencia, pensando que el
esposo de su hija “sería muerto o más le valdría la muerte que la vida” (CL, 131). Sin embargo, luego
de la boda, al quedar los dos solos, tiene lugar un episodio escalofriante: el joven, acorde a su plan,
pide a su perro alano, a su gato y al único caballo que poseía, le ayudasen a lavar sus manos y estos, al
ser incapaces de comprender y obedecer tal orden, son brutalmente asesinados. Al observar lo que
sucedía, la mujer “lo tuvo por loco y fuera de juicio […] y tanto miedo le dio, que no sabía si estaba
muerta o viva” (CL, p. 133); frente a este hombre furioso, con una espada ensangrentada al alcance de
la mano, la mujer no tiene más opción que obedecer en silencio, temerosa de ser la próxima víctima. Al
día siguiente, al saber qué había sucedido, todos manifiestan gran aprecio por el joven “porque así
supiera hacer lo que cumplía y tan bien enseñara su casa”, gracias a lo cual ambos esposos “llevaron
muy buena vida” (CL, 134). Finalmente, para reforzar la enseñanza, se presenta un episodio en donde
el suegro del joven intenta amilanar a su esposa imitando su sanguinario comportamiento, sin ningún
resultado debido a los años de convivencia.
En este caso, aparece el tópico de la arpía y “su proceso de domesticación”: la joven posee
cualidades que supuestamente le corresponden de manera natural al varón (fortaleza y bravura), lo que
plantea una transgresión genérica, un desorden que debe ser rápidamente contrarrestado (Navas, 2007:
211-213). La mujer, sometida a un “proceso de animalización” que reúne en ella “rasgos rayanos en la
bestialidad y en lo demoníaco”, termina por ser transformada en un monstruo, mientras que el joven
que “sólo pretendía mejorar su posición económica y social, es decir, [e]l ambicioso novio, [se ve
convertido] en una especie de «héroe épico» que ha de realizar una tarea de conquista y civilización
provista incluso, como es preceptivo, de todas las bendiciones religiosas” (Navas, 2007: 213). El relato
destaca entonces por el cambio drástico que va desde la rebeldía de la mujer hasta su temerosa
obediencia, caso extremo de agresión simbólica que intenta ser 'contrarrestado' con un toque de humor
y la perspectiva de un matrimonio 'feliz' (Arredondo, 2014: 249). Por lo demás, si bien se menciona el
horrible carácter femenino, este nunca es mostrado en la práctica; rápidamente, este pasa a un segundo
plano con el fin de destacar “la reflexión, la astucia y la prudencia masculinas, junto a la obediencia y
la calma femeninas” (Arredondo, 2014: 254). Finalmente, al igual que en el exemplo XXVII, en esta
ocasión se reflexiona sobre “la elección de esposa, y la manera de tratar con ella cuando demuestra
repetidamente su mala condición” (Arredondo, 2007: 249), abordando “la importancia de la paz”, el
equilibrio e incluso la hipocrecía conyugal (Haro, 1995: 462). No obstante, es indudable que este relato
es el epítome de violencia en la obra: en él, las relaciones maritales y familiares recaen “«sobre el
imperio del miedo...»”, así como en “«...un grado de coacción mental y una violencia física
escalofriantes»” (Navas, 2007: 211).
En el siguiente exemplo, se aborda un supuesto adulterio; cuando un mercader regresa en
secreto de su viaje y se oculta en su casa -esperando averiguar lo que en ella sucedía-, encuentra a un
hombre que come y duerme con su mujer, siendo llamado por esta 'marido'. El mercader, al creer que
su esposa “cometía alguna maldad” (CL, 137), piensa en asesinarlos. Sin embargo, al recordar un
consejo recibido antes de iniciar su viaje, decide abstenerse. Más tarde, cuando el hombre escucha
cómo su esposa le pide a su “marido e hijo” que se acerque al puerto a ver si encontraba noticias de su
padre, el mercader recuerda que al partir dejó a su mujer embarazada; al comprender que quien convive
con su mujer no es otro que su hijo, “agradeció a Dios por no haberlos matado como lo quisiera hacer,
por cuya desgracia hubiera quedado muy malandante” (CL, 137). De este modo tan fortuito, la mujer se
salva de ser asesinada sin razón por un marido que, al creerse engañado, rápidamente se muestra
dispuesto a dejarse llevar por la ira y asesinarla, haciendo valer su derecho. En otras palabras, la mujer
no es digna de la confianza de su marido, aun cuando ella sí ha de confiar plenamente en él. Por lo
demás, la esposa se sitúa en un entorno doméstico, dedicada a llorar al marido, cuidar de su hijo y
encargarse del hogar, debiendo soportar la soledad y la falta de noticias.
La siguiente narración corresponde al exemplo XL, en el que vemos aparecer a un 'curioso'
personaje femenino: se trata de una mujer tan endemoniada que era el mismo diablo quien “hablaba por
su boca” (CL, 144). Debido a que llega a la villa poco tiempo después de la muerte del senescal de
Carcasona, los frailes del lugar la visitan para preguntar por el alma del hombre; ella no duda en
responder que se encontraba en el Infierno, explicándoles que sus buenas acciones no tenían validez,
pues solo debían ser cumplidas de hacerse efectiva su muerte. Es así como se realiza una alusión
explícita a la afinidad existente entre la mujer y lo diabólico, que en este caso llega hasta el extremo al
reunirlos en un mismo cuerpo.
Algo similar ocurre dos exemplos más adelante con la “falsa devota” (CL, 143) quien pretende
superar al diablo con sus malas artes, sembrando la discordia en una joven pareja donde el demonio no
logra causar daño o discusión alguna, todo a cambio de su obediencia. Con sus engaños, convence al
joven esposo de que su mujer y su amigo intentaban asesinarlo para poder estar juntos, al tiempo que
persuade a la joven de conseguir unos pelos de la barba del hombre para que un sabio arreglara sus
problemas maritales. El círculo se completa cuando, creyéndose engañado, el marido degüella a su
mujer; ante tales gritos, la familia de la víctima llega para presenciar la horrible escena y “como hasta
aquel día nunca habían oído al marido ni a ningún otro hombre decir nada malo de ella, por el gran
dolor que esto les causó, se echaron todos sobre el marido y lo mataron” (CL, p. 153). Entonces inicia
una cadena de muertes que condena a gran parte de la villa razón por la que, cuando se descubre la
verdad, la falsa devota sufre una muerte cruenta.
En este caso, no solo destaca la asociación de la mujer con lo diabólico o el que esta logre
superar al demonio al separar a la feliz pareja con sus artimañas, sino la violencia con la que reacciona
el marido ante la supuesta infidelidad de su esposa: aunque tal adulterio no se comete, la sospecha no
basta para detener al marido enfurecido. Del mismo modo, el enojo de la familia resalta porque “si la
joven esposa realmente hubiera cometido adulterio, o un hombre lo hubiese afirmado” habrían apoyado
el actuar del esposo (Serra, 2006: s/p). Por último, uno de los mayores males se relaciona con la imagen
de esta malvada mujer, el de la difamación (Serra, 2006: s/p.): la mentira, el cotilleo, la calumnia y el
engaño se asocia así al género femenino.
En el exemplo XLIII, nuevamente se recalca la relación entre el Mal y la Mujer: cuando el Bien
y el Mal comienzan a convivir, este prepara una serie de trampas, creyendo en la ingenuidad del Bien:
frente a las ovejas y los puercos, así como los vegetales que cultivan, el Bien permite que el Mal
obtenga lo que desee. Finalmente, cuando buscan una mujer “para que les sirviese”, por recomendación
del Mal, el Bien toma “el servicio de la cintura arriba que era la mejor parte del cuerpo”, mientras que
él “tom[a] la peor parte, que era la de la cintura abajo”, así la parte superior “hacía los menesteres de la
casa”, en tanto la del Mal cumplía con sus deberes maritales (CL, 156). En consecuencia, existe una
referencia explícita al cuerpo de la mujer, su labor reproductiva y su relación con el placer carnal; para
la sociedad, “'la mitad inferior del cuerpo femenino era un mundo aparte, un territorio prohibido', era el
sitio del pecado y de la herencia de la equivocación de Eva” (Serra, 2006: s/p). El que el Mal haya
logrado procrear con la Mujer, no puede ser una señal más unívoca de corrupción: el Bien se asocia con
la “mujer casta, pura, madre, María” mientras que el Mal se acopla con su equivalente: “el pecado”
(Serra, 2006: s/p.). La mujer no solo ve su labor reducida a la satisfacción de las necesidades
domésticas o la complacencia del varón, sino que su cuerpo aparece escindido de manera violenta: así
como el Mal se queda con la lana de las ovejas, las crías de los puercos, el cuerpo de los nabos y las
hojas de la col, consigue hacerse con lo más 'importante': la vagina.
La siguiente narración se centra en la historia del conde don Rodrigo y sus caballeros; el
primero es castigado por Dios al difamar a su esposa -quien fuera “muy buena dama”-, viéndose
aquejado por la lepra; consciente de su pronta muerte, inicia una peregrinación a Tierra Santa en
compañía de sus caballeros, quienes lo cuidan con gran cariño y entrega. Luego de fallecido su señor,
en el camino de regreso se adentran en una villa en donde se pretendía quemar a “una dama honrada,
porque la acusaba un hermano de su marido”; de no encontrar un caballero que la defendiera, moriría
(CL, 161). Para intentar salvarla, Pedro Núñez le pregunta si es inocente: esta afirma haber tenido la
intención, más no la oportunidad de concretarla. El caballero decide terminar aquel asunto, aunque, en
castigo por la falta de inocencia de la dama, pierde un ojo a pesar de salir victorioso. Más tarde, al
llegar a su hogar es recibido con risas de alegría que él malinterpreta creyéndolas burlas; frente a su
tristeza, su señora decide lastimar uno de sus ojos con una aguja, para evitar futuras y posibles bromas.
Por su parte, cuando don Rui González retorna a su hogar, se encuentra con que su esposa no había
comido más que pan y agua en su ausencia debido a sus palabras, pues su él había afirmado que si “ella
viviese como buena dueña [hasta su regreso] nunca le faltaría pan y agua en su casa” (CL, p. 162).
En esta ocasión, la lealtad es inspirada en las mujeres “por la virtud y honra del hombre”; de no
ser por sus esposos, ellas no se habrían convertido en “modelos de integridad moral”, puesto que el
sacrificio de una y la abnegación de la otra son producto de las actitudes y las palabras de sus maridos
(Serra, 2006: s/p). El epítome de la mujer-María se encuentra entonces en la esposa de Pedro Núñez,
quien ofrece su ojo -su cuerpo, su vista- para acabar con la infelicidad de su marido, igualando la
condición de ambos (Serra, 2006: s/p.).
En los exemplos XLVI y XLVII se reiteran dos modelos anteriores. El primer caso expone cómo
un filósofo marroquí con graves problemas digestivos, se integra en una callejuela para tener algo de
privacidad al momento de hacer sus necesidades, sin embargo, “fue tal su ventura que en [ese lugar] en
que él entró moraban las mujeres que públicamente viven en las villas haciendo daño a sus almas y a
sus cuerpos” (CL, p. 169), de modo que la infamia de tales mujeres termina por perjudicar su imagen
pública. Esta simple mención establece un vínculo directo entre las mujeres (prostitutas, hijas de Eva),
con la corrupción del alma y del cuerpo, propio y ajeno; víctima de la mala fama de estas mujeres, el
filósofo cae en la ruina al ser difamado y considerado en grave falta por sus discípulos. Por su parte, el
segundo exemplo cuenta la historia de un moro y su hermana quien “era tan remilgada que de cuanto
veía, o le hacían, de todo daba a entender que tenía miedo y se espantaba” (CL, 173). Debido a su
extrema pobreza, el hermano visita el cementerio para saquear tumbas; en una ocasión, cuando la mora
lo acompaña en una incursión nocturna, deben sortear una gran dificultad: frente a la alternativa de
romper las ricas vestimentas del difunto, la joven descoyunta la cabeza del muerto “sin duelo y sin
piedad” (CL, p. 174). Sin embargo, al regresar a su casa se muestra tanto o más miedosa que antes. La
imagen femenina aparece asociada al temor, la debilidad y el oportunismo, pues la muchacha solo se
muestra temerosa estando en su hogar, momento en el que puede depender de su hermano. De igual
forma, cabe señalar el exemplo LI -sin título en la edición consultada- en el que se presenta una
alabanza directa a la Virgen en la forma de un cántico, cuyos versos exaltan especialmente su
humildad: en cuanto mujer, María se declara la sierva del Señor al estar dispuesta a concebir al
Salvador. Madre, virgen, señora celestial, “ni antes ni después ninguna [otra] mujer pudo ser
bienaventurada” (CL, 194). De modo que cuando el rey ofende a María cambiando uno de sus versos,
Dios no duda en castigar su agravio: solo reconociéndose como una fiel sierva de Dios (Hombre),
María pasa a ser enaltecida.
Finalmente, el penúltimo apólogo retoma la figura de Saladín, quien en esta oportunidad se
enamora de la mujer de uno de sus vasallos, incitado por el diablo; debido a la sugerencia de un mal
consejero, envía lejos a su siervo y le confiesa su amor a la mujer. Ella, al ser incapaz de seguir
obviando tal situación, haciendo gala de su bondad y buen entendimiento, le hace prometer al sultán
que esperará hasta encontrar la respuesta a su pregunta: “cuál es la mejor cosa que el hombre podría
tener en sí, y era madre y cabeza de todas las bondades” (CL, 186-187). Luego de una ardua búsqueda,
Saladín descubre, con la ayuda de un antiguo súbdito, que se trata de la vergüenza; la mujer no solo
acepta su respuesta, sino que le pregunta a su vez si cree que exista un rey mejor que él, a lo que el
hombre responde que no. Entonces, la mujer cae a sus pies y declara: “os pido por merced que queráis
tener en vos la mejor cosa del mundo, que es la vergüenza, y os avergoncéis de lo que decís” (CL, 191).
Al comprender cuánta razón tenía la mujer, Saladín se arrepiente y agradece a Dios por evitar que
cometiera tal equivocación.
Respecto del relato, no son pocos quienes sostienen que esta historia reivindica la imagen
femenina que “no sólo es presentada como ejemplo de lealtad y fidelidad hacia el marido (condiciones
del modelo de la mujer-María), sino como mujer naturalmente sabidora” (Serra, 2006: s/p.); tal es su
inteligencia que sabe ocultarla, de modo que no pone en aviso al sultán, quien parte en busca de su
respuesta. En esta ocasión, “no es la presencia del hombre, la que guía y aconseja a la mujer, sino que
son su mismo buen entendimiento y su capacidad de pensar y discernir, los que la conducen a lograr un
buen fin”, salvando su castidad (Serra, 2006: s/p.). No obstante este modelo replica la misma lógica
heteropatriarcal que los anteriores; no es el hombre quien debe abstenerse de 'atacar', sino la mujer la
que debe saber escapar o hacer frente a sus insinuaciones para defender su virtud, de modo que esta
'inteligencia' -que no es más que instinto de supervivencia- es contraria a la del hombre, que se enfoca
en el estudio de la ciencia, la política y los más variados asuntos.

El juicio: conclusiones finales

Los parámetros analizados no se remiten a la presencia o ausencia de maltrato físico y directo


hacia los personajes femeninos presentes en la obra: la construcción de la imagen femenina, resumida
en unos pocos estereotipos, se destaca como una forma de maltrato mayor. Los apólogos referidos se
centran en fomentar y/o demostrar la debilidad, sumisión, obediencia, sacrificio y maldad de las hijas,
esposas, hermanas y madres, sin importar el estamento en el que éstas se inserten. Independiente del
modelo que se señale, estas características aparecen de una u otra forma; ya sea recalcando su valor
negativo o positivo, los parámetros siempre serán definidos por el colonizador, es decir, por este Sujeto
Masculino que, por el contrario, encarna valores y virtudes, ostenta la palabra, sostiene la acción del
relato, ejerce su autoridad y disfruta de su libertad. Así, no solo el asesinato de la emperatriz o el de la
joven engañada por la falsa devota cobran importancia: el tormento que debe atravesar la joven brava
en su noche de bodas, las renuncias de doña Vascuñana, la angustia de la mujer pretendida por el sultán,
el silencio de la hija del conde de Provenza, la debilidad de doña Truhana o el sacrificio de la esposa de
Pedro Núñez establecen y reafirman diversos grados de violencia física, verbal y simbólica: pasividad,
encierro, silencio y obediencia son los ejes que sustentan la vida y la representación de la mujer
medieval. Sin importar el género empleado por el autor, el contexto o su propia visión de mundo no
pueden abstraerse por completo de su obra, de modo que es posible establecer la adscripción de don
Juan Manuel a los discursos eclesiástico, legislativo y médico que sustentan la violencia ejercida en
todos los campos sobre la mujer. No obstante, en un intento de reafirmar tal postura, sería necesario
llevar a cabo un análisis comparado entre El conde Lucanor y alguna otra colección de exemplas de la
época o considerar, de igual modo, las configuraciones masculinas y las imposiciones que el
patriarcado supone también para los varones de la época.
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