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Onto-porno-grafía: concepto y sentido de la relación lenguaje-sexo en la industria pornográfica

En los heroicos tiempos en que dioses y diosas

amaban, iban juntos mirada, deseo y goce

Goethe

Una madrugada de 1938. Un viejo M1903 permanece oculto envuelto en una manta grisácea
llena de agujeros, semejante a una constelación que ha perdido su brillo. Una figura anónima
aparta una alfombra de rastrojos amarillentos, como si estuviera barriendo un sol, y abre una
trampilla. Se apodera del rifle e introduce en él cinco balas. Antes había cargado un revólver
que guardaba en la mesilla de noche y se lo había entregado a su mujer. Volveré sano y salvo,
consiguió decir. Monta en su antiguo Ford T y se dirige hacia el centro de la ciudad a toda
velocidad, escuchando la radio y, mientras conduce, cree ver cómo Marte vuelve a centellear
en la inmensa negrura de la noche. Apretando contra su pecho un rosario que colgaba de su
cuello, esperaba una señal como esperó las bombas en las trincheras de la Ofensiva de los Cien
Días. Cuando llega a la plaza del pueblo, comprueba, no sin cierto alivio, que esta había sido
tomada por hombres como él que, rifle en mano, ya estaban preparando una milicia urbana.
Una sensación de angustia, de neurosis, volvió a cruzar su espíritu.

Era 30 de Octubre y Orson Wells había retransmitido una falsa invasión alienígena. Las
estrellas brillaban con un guiño especial a los hombres que se reunían armados hasta los
dientes bajo el manto azul espectral con el que la luna llena les arropaba. Recordaba que iba a
ser otra noche larga y ya podía sentir esa sensación que solo los hombres que han combatido,
que han disparado al enemigo, conocían. Una noche de astucia y terror. Una noche de realidad
y ficción.

Lo acontecido aquella noche ilustra perfectamente lo que ocurre cuando lo ficcional se


transforma en real: las personas se convierten en personajes y la ficción irrumpe sobre la
superficie de la realidad como un leviatán dispuesto a arrasar los designios de lo humano. No
es una mera indistinción de aquello que sucede entre el sueño o la vigilia: las aguas no pueden
contener algo que subyace en la intimidad del océano de uno. Es una pesadilla de la cual,
cuando uno despierta, aún conserva las heridas como si esta mentira revelara un secreto
profundo del observador, un trauma sublimado, como si los símbolos que la pantalla emite
descubrieran un resentimiento inquietante o un deseo fallido en la constitución del yo.

La historia del mundo bien podría considerarse, desde el punto de vista del lenguaje, una
historia del nombrar. Este monólogo humano sin respuesta, que otorga un revestimiento
indestructible para asir el universo, se encuentra inmerso en una designación arbitraria que se
ha urdido como auténtica. A saber, la capacidad de otorgar sentido al mundo crea un juego de
lenguaje que, dadas sus características, se convierte en veraz, y que, por un proceso de
automatización, finge ser real. Esta modalidad fílmica recuerda que esta construcción es dura y
frágil como si un cristal antibalas intercediera entre la realidad y su contrario. Este cristal, que
para los teóricos se llama pacto de ficción, es la membrana que otorga consistencia a la
apariencia ficticia. Y, también sea dicho, ampara a los seres humanos del peligro que acontece
detrás del espejo.

Esta clase de películas destaca por su capacidad para quebrar el pacto ficcional. Este acuerdo,
que sustenta los significados y limita el rango de acción del lenguaje, es el principal armazón
de este mundo creíble. El pacto narrativo indica que lo que sucede en el texto se queda en el
texto y mantiene alerta al individuo, advirtiéndole que lo que acontece es tan solo posible y
verosímil. Por ese mismo motivo, se puede mirar las vías de la estación de ferrocarriles de
Moscú intentado buscar el punto exacto donde se tiró Anna Karenina sabiendo, con cierta
mezcla de compasión y alivio, que el suicidio ocurrió en dos lugares (en la mente y en el libro)
pero que jamás tomo lugar. Y esta inseguridad momentánea –el recorrido entre el las
pesquisas y el final de la investigación- produce terror. El verbo no se hizo carne.

Para que las imágenes tomen posesión de la materialidad, esto es, para que el verbo se haga
carne, el artefacto cultural debe abolir el sistema narrativo que Lejeune propone: “un sistema
referencial ‘real’ (…) y un sistema literario en el que la escritura ya no aspira a la transparencia
pero puede perfectamente imitar, movilizar las creencias del primer sistema”.(1) Los dos
sistemas descritos son eliminados por la pornografía porque esta es un acto de habla. Orson
Wells no se queda en Orson Wells, lo que sucede en el porno no se queda en el porno. Esto es
lo que se conoce como la distancia entre ilocución y perlocución. El acto ilocutivo tiene como
objetivo dar placer, mientras que acto perlocutivo entraña el secreto no deseado del
descubrimiento de uno mismo debido al posicionamiento de este género para con el
consumidor.

Estos dos rasgos del lenguaje, que desvelan el ente pornográfico, equivalen a la diferencia
entre arbitrio (apetito) y deseo en términos kantianos.(2). El porno contenta el apetito, que
tiene un cariz material, y controla la producción de sujetos. Estos no pueden alcanzar la cota
mínima del desear en infinitivo, esto es, la capacidad de hacer sus deseos acción y, por ello,
reales. Se transforman en participios, en deseados, en una lago que media entre la potencia y
el acto. Los espectadores anochecen porque no acceden a una subjetividad de primera mano.
Aceptan, pensando que eligen, una impuesta por la narrativa. Así, el ser y sus categorías están
plegadas en sí mismas porque están subyugadas a un acontecimiento que amputa su libertad
de existencia. En otras palabras, la pornografía revela la siguiente pregunta: ¿puede existir algo
fuera de las determinaciones externas? Dicho de otro modo: pavor a que exista no solo
Fortunata sino también Jacinta. Revisando a Kafka: miedo al porno, miedo al no-porno. Este
espacio de nulidad es el espacio de imputación, el espacio de devenir sujeto.

Solo se puede acceder a este ritual si se considera un acto de habla. El no cumplimiento de las
condiciones impuestas por el acto de habla supone el fracaso de la pornografía, arruina su
utilidad, desvela su falsedad y termina inutilizada, pero nadie se sustrae a eso. La importancia
de aceptar estos requisitos es vital para su supervivencia: una no aceptación supone que su
categoría se reduce a comedia. Por esto mismo es importante recalcar que, en todo este
proceso de vencimiento de la realidad, solo la aceptación de estos términos consigue que el
engranaje de la suspensión de la credulidad pueda funcionar. Si no, el sujeto amanece y ya no
es amenazado. Atlas ha tirado la bola del mundo. Esta imagen idílica no ocurre en el porno.

El pacto de ficción, que había organizado previamente los significados de las imágenes, se
esfuma. El texto visual, ya sin pacto que lo retenga, se alza sobre el lenguaje y pasa de ser un
significado a un significante totalizador; de siervo a amo en un movimiento de
autoconsciencia. Las imágenes abandonan el reino de las ideas, se hacen autoconscientes y
ponen el pie en el reino natal de la verdad. Es gracias a este proceso de producción de
consciencia que el porno se vuelve independiente de la tiranía de los significados y cancela al
individuo, ahora condenado a una servidumbre y a un mundo sin respuestas comandado por
signos: es K. frente al castillo y definido por el castillo. Es decir, por aquello que no toca pero
que contempla.

Este enclave fantasmal, este hacerse ser, pivota en torno a un eje humano y, por lo tanto, no
adquiere su significado en sí mismo. Materializa su poder gracias a la absorción del yo que
contempla pasivamente la sucesión de escenas. Mediante su posición de acto de habla, y a
través de la liturgia que suponen las condiciones de felicidad, nombra. La cuestión de nombrar
es importante: esta variedad de películas ha pasado de tener un valor de facto a tener un valor
de iure. O, lo que es lo mismo, es dar existencia al crimen: el paso de la naturaleza al estado de
derecho. Con este mecanismo, obtiene una capacidad de producción de la realidad en cuanto
asume la función de acto de habla. La pornografía, en estos términos, es ley y soberano:
ejerce, en un mismo cuerpo, la función legisladora, ejecutiva y judicial. La nueva normatividad
canaliza la realidad y la subvierte: las imágenes han dejado de transmitir únicamente
posibilidad para transmitir factualidad. La imagen obscena adquiere un destino: Occidente.
Arma un estado de excepción y se nombra a sí misma soberana de la realidad. El estado
ordinario de las cosas no desaparece: simplemente se suspende. El acuerdo ficcional, que
sostenía los significados de lo visual, ha sido trasferido y la realidad permanece, por unos
breves instantes, volatilizada, inútil para sí misma. En este trasvase de poderes, el hombre
deambula por una zona de indiferencia, como un país sin bandera, en “un tránsito permanente
entre el hombre y la bestia, la naturaleza y la cultura”.(3)

Esta inscripción fuera del mundo tiene como consecuencia la exclusión de la autenticidad
porque sufre una modificación en su esencia: durante la inmersión en la imagen, es un
personaje. La narrativa de estas películas no habla de sexo: su argumento es el espectador.
Este pierde su historia y se arropa en una falacia que destrona sus significados en pos de una
imagen. Aquí el porno ejerce esa función soberana de la ficción como realidad en la medida en
la cual los significados expulsados por este texto generan un juego de lenguaje que funciona y
que es realidad. El discurso se inscribe en el cuerpo y se revuelve amasando el material ficticio
y tornándolo real tal y como afirma Žižek: “el acto sexual obraría como intrusión de lo real,
socavando la consistencia de esa realidad”.(4)
Se puede trazar un correlato que une el concepto de estado de excepción con la ruptura del
pacto de ficción. El estado de excepción no revoca, sino que ignora la legislación vigente(5).
Por lo tanto, la suspensión de la normatividad del mundo no se invalida: resiste simplemente
difuminada bajo el abrigo de una muda etérea, es decir, algo que está pero que no puede
terminar de hacerse carne. Mientras que, por otra parte, la estructura ficticia evocada por la
pornografía sufre del proceso contrario: ahora tiene la efectividad suficiente para legislar
sobre la realidad de uno. Ha dejado de estar fuera de sí misma para reposar en uno mismo: el
este texto visual se instala en el receptor y abraza un encuentro donde la distancia entre
pornografía y espectador, significado y significante, se diluyen en lo real que atesora atributos
correspondientes a la realidad. Libra una guerra subsidiaria sin fin entre el yo y lo real.

Este movimiento indica que la realidad sufre una transferencia de significados y se torna
ficción. Ahora bien, el proceso tiene su gemelo malvado: la ficción absorbe los mecanismos de
su opuesto. Este efecto conlleva que, aquellos que experimentan esta tergiversación de su
mundo, apliquen reglas y reproduzcan experiencias anteriores a un modelo esquemático que
solo existe en virtud del poder que ellos mismos han concedido al espectáculo de la
pornografía. Han traslado su autoconsciencia de sí a unas imágenes. Esto quiere decir, en
términos hegelianos, que “lo que es racional es real y lo que es real es racional”.(6) De este
modo, la audiencia pasa a ser un mero figurante que ha plegado sus categorías sensoriales
para verse anulado por la externalidad del aparato pornográfico.

Dentro de la lógica de esta cesión de significados, ese yo soy yo de la autoconsciencia


hegeliana es abolido. El sujeto, que ha perdido su agencia para significar, habita un reino
donde el mundo habla y él, anterior amo del significado, es un esclavo del decir. Este efecto
revierte el estado natural donde, como afirma Rorty, “el mundo no habla. Solo lo hacemos
nosotros”(7). La ficción se empodera y toma el control de la realidad porque el espectador ha
perdido la certeza de sí mismo debido a la violencia que genera la imagen. El público entrega
todo su esencia a una estructura falsa que se ha revelado como verdad. El ser queda desoculto
porque es un proceso de aletheia: el ser se hace evidente. Este tipo de cine esconde algo que
da miedo y que, al mismo tiempo, seduce. Aquí la cuestión no radica en ese algo: no somos
detectives. Somos forenses: el cadáver yace bajo la luz grisácea de la televisión, devorado por
una corriente de realidad que ha estrujado cada una de sus fantasías y que, en este proceso
del nombrar, ha hecho que los sueños que arropan al público no sean más que las espinas que
cruzan su alma. El porno no emite tan solo imágenes: emite lo real individual de cada uno. El
porno es consciencia de uno mismo.

Cuando el sexo llega a la pantalla, el desdibujo del pacto narrativo acontece: lo que ocurre en
la pantalla es lo que sucede. No hay mediación. La penetración no es simulada: es real. El
marco que sujeta a la ficción es detonado por la fuerza de la existencia que contienen esas
imágenes. No es una descripción; es una toma de lugar, una carnalización del verbo: “el actor
porno no interpreta su orgasmo: lo tiene delante de la cámara”.(8) Ese tomar lugar,
precisamente, agrieta el molde que contenía los significados de la narración. Así, la pornografía
domina la experiencia y la expresión del sexo, conquistando un espacio central designado
exclusivamente a la realidad. Por este motivo, se resiste a la objetivación de sus cualidades. No
existe una ley de designación genérica y, por lo tanto, su definición no yace en su
inaprensibilidad ontológica. Su enunciación se formula en torno al circuito de significados que
habita en su uso, en el decir porno.

En otras palabras, y como dice Deleuze sobre En busca del tiempo perdido, “hay tantas
Albertines que sería preciso dar un nombre distinto a cada una de ellas y, sin embargo, es
como un mismo tema, como una misma cualidad bajo diversos aspectos. Las reminiscencias y
los descubrimientos se mezclan estrechamente en cada amor”.(9) La significación más
auténtica del porno encuentra respuesta en el lenguaje con el cual se modula. De ahí que
pueda conjugar la infinitud y la nulidad de cualquier etiqueta genérica. Es, justamente, un
concepto inquieto que espera ser colmado de significados y que acecha, desposeído de un
predicado propio, de una historia y de una consciencia suya, ser encarnado. Este
descubrimiento y este juego de memoria, esta capacidad de concebir en el nombramiento de
cada una de las visualizaciones, define el género como un punto de vista. Ya no es un
argumento, es la principal idea de Walter Kendrick en The Secret Museum. Ahora es una
posición frente al mundo.

A diferencia de lo comentado por Bataille sobre este género(10), estas proyecciones ordenan
un recubrimiento de los espacios de lo factual y lo simbólico donde lo hiperreal es
desenfocado. Por consiguiente, el porno no es tan solo la absorción de lo real sensible. En un
procedimiento de desvelamiento, corre el manto de lo material para exponer visceralmente lo
real–un cuerpo, es un cuerpo, es un cuerpo- abriéndose paso hacia este estadio de la
sensibilidad. Si se explicara este proceso como una simulación, se acercaría al término de
imaginación terrorista de Baudrillard. Si fuera así, la imaginación y la proyección de la imagen
solo funcionarían como una materialización de los anhelos secretos. El porno puede llegar a
conseguir esto en una primera aproximación superficial donde el deseo de uno se ve
proyectado en la pantalla, del mismo modo que las películas de Hollywood ya imaginaron la
destrucción del World Trade Center.

El porno, sin embargo, avanza en esta relación imagen-receptor-realidad. No se satisface con


generar horizonte de expectativas, sino que posibilita las opciones del diálogo: abre un claro
en el bosque donde se lleva a cabo un aquelarre: el bosque ha dejado de ser bosque para ser
una representación animada del fuego. Cubre otros huecos recónditos de la subjetividad
propia: el abismo donde uno jamás se atreve a mirar. Es una cuestión de sensibilidad, del
cuidado de sí. Por este motivo, cuando recubre al consumidor, le convierte en objeto. Ser
conscientes frente a lo real de este tipo de cine tendría el mismo efecto, en términos literarios,
que los personajes que se enfrentan al horror cósmico en los relatos de Lovecraft. Pierden las
coordenadas de la realidad porque se enfrentan a un misterio que excede sus potencias. Hay
algo de misterio revelado en todo esto: la pornografía es la historia secreta de cada uno.

Entonces, el porno como juego de lenguaje se calibra en una suerte de desvencijado lenguaje
privado. Él habla, pero este diálogo se somete a la suspensión común de las reglas del discurso:
emana significados que nos cosifican. Reifica al consumidor porque es capaz de enunciar
significados propios que el receptor, aquí convertido en mundo, en una tabula rasa por
completar de rasgos semánticos, cae del lado del objeto y se torna indistinto de los demás: no
existe distinción posible entre quienes observan. La pornografía es Comala y sus consumidores
son reproducciones exactas de sus habitantes: son espíritus en busca de una materialidad que
solo puede volver con la reubicación de la otrora ficción a su punto de partida.

Dadas estas condiciones, es capaz de abrir un nuevo espacio de significantes que reasignan
especificidades de la ficción a la realidad en una suerte de entrada en la dimensión de lo real.
Se rasga el telar con el cual se confecciona este espacio y la pornografía amenaza con ponerse
cara a cara contra lo real y contra el propio consumidor, quien hace las veces de reflejo en el
espejo. El porno se puede pensar, por lo tanto, como un juego de lenguaje donde el emisor y el
receptor adquieren un contrato de significados. En contra de la inclinación del lenguaje, donde
el discurso tiene claramente una deuda material, esto es, donde el lenguaje se rinde y se
desvela todo significado en busca de una intercomprensión, el porno ofrece un material
claroscuro que entra en aporía para con la espectacularidad de las imágenes. Es probable que
no haya imágenes más cercenadas de su expresión que las de este cine: son
autorreferenciales, autoexplicativas, cerradas.

Se genera así una suerte de paradoja. Dentro y fuera son espacios transparentes, la realidad
está fuera de sí misma y, como resultado, el espectador es apeado de ella. Ahora, sin un mapa
que indique cómo actuar, se ve recubierto por una ficción que ha sobrevenido su perspectiva.
Ocurre como en Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, que no deja de ser una
suerte de relato funcional de la pornografía. Como Alicia, se ve sometido a una realidad donde
proyecta su experiencia y actúa en base a ella. Esta zona de indiferencia cambia su estatus en
objeto, dado que las referencias sistemáticas de apropiación del mundo que tienen los sujetos
autoconscientes se niegan en este mundo de propiedades relativamente oníricas,
relativamente factuales.

Decía Borges que “la metafísica es una rama de la literatura fantástica”.(11) Desde la cita
borgiana, en este decurso de la no-ficción, la pornografía pervierte la cita de Borges y
configura su propio estatuto sobre la convencionalidad: la pornografía es una (la) rama de la
realidad. El hombre quiebra la posibilidad de comprenderse a sí mismo –una biografía propia-
y queda desnudo ante sí y para sí cuando la visualiza. Su identidad actual, la narrativa de su
pasado y la condición lingüística de su experiencia desaparecen. La suspensión de la
incredulidad no puede aplicarse porque anula la voluntariedad de esta interrupción. Es
propiedad del porno.

La pornografía penetra en la fortaleza del mundo de lo humano. Cuando esto ocurre, los
muros que protegen contra lo real caen hechos añicos contra la tierra yerma donde, durante
los instantes que dura la proyección, nada puede reproducirse salvo imágenes en movimiento.
Las ruinas que yacen en el suelo pierden su superficie y retransmiten fragmentos de imágenes
en movimiento. El mundo, cuando el porno se reproduce, pierde materia y de él solo
permanece en una pantalla especular. Cuando el vídeo termina y la televisión es un fundido
negro, esta refleja al espectador, desnudo e indefenso, revelando lo privado. Delante del
televisor es un cúmulo de sombras vencido. La noche en la cual todos los gatos son pardos. La
subjetividad se vuelve ocaso, si acaso alguien puede sobrevivir en la noche del lenguaje. La
historia de uno sucumbe a la tecnología del otro.

Sobre un fondo blanco, sin historia alguna pero con una misión, aparece, imponente e
imposible, un simple cuadrado negro que parece mirar al espectador. Es el cuadrado negro de
Malevich. No es una ventana: es un microscopio de lo humano. La obra de arte parece señalar
un punto en el espacio, un grado cero, una apertura de un agujero negro sobre los conceptos
humanos. Haciendo referencia a Lacan, la obra encarna en el lienzo lo real: un punto donde los
terrores y las pasiones humanas parecen desembocar y cobrar vida, como si confluyeran en un
mismo espacio sublime la belleza más límite y el terror más primigenio. El cuadrado negro es
una esclusa por la cual las emociones han desertado. Convierte a su audiencia en objeto
porque la obra supera su experiencia: el lienzo es, en este punto, un encuentro de la
antimateria con la antiexperiencia. La desaparición de los conceptos y la metamorfosis del
universo son irremediables. Queda sentenciado: la mirada y su cuerpo es un objeto más. El
cuadro le mira y él es mirado. Este paso de la oración activa a la pasiva representa claramente
la dación de los procesos del sí mismo suspendiendo el espacio de la religión onto-teo-logía.
Los encuentros con los significados se vuelven inoperativos. El espectador es desactivado. De
algún modo perverso, y casi irónico, Malevich pintó un cuadro pornográfico. El cuadro es
tecnología del otro por el otro.

La tercera persona, punto localizado exclusivamente por el hablante, enuncia y anuncia un


lugar que pertenece a la localización del sujeto en el tiempo y el espacio. Designa aquello que
no es ni tú ni yo y emplaza así la posición del hablante, del receptor y de este tercero que
aparece en el lenguaje como una figura fantasmal. El porno ocupa este lugar: una coordenada
de enunciación que solo es posible en la intersubjetividad, que necesita del hablante para
alcanzar un significado que solo pertenece a la extensión de enunciación. Es así un paso atrás
que puede medirse como la refracción de la subjetividad humana que crea sombras, puntos
ciegos, recovecos cargados de semántica que definen qué es el sujeto, como si creara un doble
con un juego de luces. Se asemeja al relato del doppelgänger de Poe: el protagonista se vuelve
loco cuando es incapaz de hacerse cargo del funcionamiento casual de la realidad.

En términos mundanos, el espectador sufre del síndrome de Estocolmo. Busca su


reconocimiento y su subjetividad en un espacio imposible y la única forma que tiene de
conseguirlo es asumiendo sujeto donde solo hay objeto, asumiendo que ha elegido antes que
ser elegido, asumiendo ser Crimen antes que Castigo. El porno simboliza este gesto (ese
“antes que” anterior): el no reconocimiento del yo, la desviación de la mirada frente al reflejo.
Impone una hegemonía de signos del yo que se ve traducida, en esta dimensión liminal, en un
retorno de los deseos. Recuerda a una de las versiones del mito de Eco: descuartizada por Pan
y sus restos esparcidos por la Tierra, su voz es recogida por el bosque. Los deseos propios
funcionan con esta estructura: articulados en un lugar diferente al de la subjetividad -la tercera
persona- reverberan caprichos e impaciencias. Al fin y al cabo, la pornografía es un cuento de
hadas que ayuda a recordar el momento en el cual se descubre quién es cada uno.
La pornografía es una de las disposiciones anheladas por el sujeto. Este piensa que elige el
porno que ve, pero en verdad es esta quien le elige porque está dispuesto de antemano: la
capacidad de acción del yo es una mera entelequia. Como en el caso anterior de los rehenes y
el síndrome de Estocolmo, la elección no existe excepto como un salvoconducto que hace
escapar de la muerte y vuelve sujeto al secuestrado. El fenómeno del porno, desde este punto
de vista, es extensible a otros órganos de distribución de subjetividades. El capitalismo
convierte las potencias externas en potencias adquiribles. Hace del deseo un comercio, un
fetichismo de la mercancía, una idolatría del sujeto: pornografía = capitalismo. Mediante su
acople al sistema, la pornografía es un ser en el mundo dado que no limita su poder de
actuación a las trincheras de la falsedad o del soporte visual. Se alza, de hecho, por encima de
esta barrera en el hacerse lenguaje. Este pronunciamiento en imágenes supone una toma de
lugar en el mundo: ahora los mundos posibles se manifiestan reales. Es la realidad quien
comparece ante la ficción porque la pornografía hace cosas fuera de las imágenes.

La capacidad de nombrar la realidad convierte al porno en el tener-lugar del ser porque


posiciona al sujeto bajo los yugos de sus conceptos. Bajo este nuevo firmamento, el placer se
vuelve consciencia de sí mismo y lo real, por unos instantes, aborda y supera al sujeto. Este
acaba inmerso en un proceso de desubjetivización donde la ficción aniquila sus categorías y el
espectador consume y es consumido en el porno. Es lo que Lacan llama “pasaje del acto” que,
como indica Žižek, “suspende la dimensión del Otro, y el acto pasa a la dimensión de lo real (…)
[y] nos identificamos con el sinthome como ‘tic’ patológico que estructura el núcleo real de
nuestro goce”. (12)

Por la invasión del tejido de lo real, el sujeto se transforma en propiedad. El individuo deja de
ser el centro de las cosas para ser un forastero de sí mismo: es un marginal en los límites de la
realidad. Las imágenes y los gemidos, como grado cero del lenguaje, se contraponen con la
idea del lenguaje del individuo y proclaman esta diferencia. El porno solo habla en sí mismo y
para sí mismo: el otro, ya convertido en medio para la enunciación de lma imagen, es parte del
paisaje: la exploración de su subjetividad ha socavado su alma. Ya no es, en palabras de
Ricoeur, el “único centro de perspectiva sobre el mundo” (13).

Al usar un lenguaje de grado cero, inscribe al sujeto fuera del mundo porque su lenguaje es
inutilizado y, consecuentemente, se alza como una institución que se localiza entre aquello
que se puede enunciar y aquello que carece de enunciación. Su dependencia de lo real es
absoluta: fuera de esta dimensión se disuelve. Debe estar agarrado a la pornografía como
último bastión de la experiencia. En ese asidero, el hombre es un objeto residual porque
participa “cada vez menos del dominio sobre los objetos, y su parte de los favores del ser
dominante era cada vez menor. Cada uno pierde –en esa misma medida- de su valor, de sus
pretensiones, de su autonomía: pues su valor se encontraba en su cuota de dominación”(14).
Esta inversión de la dialéctica dominador-dominado convierte al porno en una dialéctica
negativa de la subjetividad y del cuerpo. Por consiguiente, expropia el yo: el cuerpo que ve es
un cuerpo sin alma. Esta ha sido desahuciada.
El acto pornográfico, al contrario que la plana realidad, carece de exégesis y de
desciframientos. Lo real encuentra una vía de escape mediante sus imágenes y así es como la
sintaxis de la ficción y de la realidad se rinden. Lo real interviene y efectúa un movimiento
similar al que describe Baudrillard del erotismo: “el erotismo (…) es (…) un desequilibrio en el
cual el ser se cuestiona a sí mismo, conscientemente. En cierto sentido, el ser se pierde
objetivamente, pero entonces el sujeto se identifica con el objeto que se pierde. Si hace falta,
puedo decir que, en el erotismo, YO me pierdo”.(15) Sin embargo, en la pornografía el sujeto-
objeto no se pierde, solo se ausenta momentáneamente y en el ausentarse se encuentra. En
este impasse, en este pasaje disoluto, la marea de los significados que expresa se torna en
autoconsciencia de sí mismo que luego es forzada al abandono del yo por la posesión de la
imagen. Cuando este movimiento sorpresivo toma lugar, es el porno quien obtiene el carácter
de autoconsciente y el espectador es herido de muerte en este duelo por la conquista de una
subjetividad. La pornografía, como aquel cuadro de Malevich, mira.

En Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania, Heine contaba un breve relato


sobre un inglés que fabricó, como si del doctor Frankenstein se tratara, un hombre. Este
hombre carecía de alma e iba en busca del científico que, desesperado, huía. Heine reflexiona
primero sobre lo terrible que es un cuerpo que mendiga un alma para luego pasar a meditar
sobre aquellas almas que solicitan un cuerpo. Esta reflexión termina con la siguiente cita: “el
pensamiento quiere ser acción, la palabra quiere ser carne (…) el mundo es la signatura de la
palabra”.(16) El porno es también un reflejo de esa alma que pide un cuerpo, que solo
encuentra una forma material recubriendo la inmaterialidad de las palabras: el porno es la
signatura del mundo.

El porno es una lámpara mágica que cumple nuestros deseos. Es el genio de la realidad a
nuestra disposición. Pero también es el ángel de la destrucción que nos anuncia que el precio a
pagar por saciar nuestro apetito es la devastación completa de nuestro mundo, de nuestro
lenguaje, de nuestra historia vital durante el lapso que transcurre entre el comienzo y el final
del orgasmo, siendo quizás la petite morte un acceso total de nuestro yo a lo real. Por eso es
una pequeña muerte: porque el yo y lo real se miran cara a cara, sin ambages. Sin nadie que
pueda evitar la confrontación. Una resolución del Eros y el Tánatos. Un encuentro donde la
autenticidad se resuelve en la muerte momentánea del sujeto.
Notas

1. LEJEUNE, Philippe, El pacto autobiográfico y otros estudios, Madrid: Megazul Endymion,


1994, p.133-134.
2. “La facultad de desear según conceptos se llama facultad de hacer u omitir a su albedrío,
en la medida en que el fundamento de su determinación para la acción se encuentra en
ella misma, y no en el objeto. En la medida en que esta facultad está unida a la conciencia
de ser capaz de producir el objeto mediante la acción, se llama arbitrio; pero si no está
unida a ella, entonces su acto se llama deseo” en KANT, Immanuel, La metafísica de las
costumbres, Madrid, Tecnos: 2012, p. 16.
3. AGAMBEN, Giorgio, Homo Sacer: El poder soberano y la nuda vida, Valencia: Pre-Textos,
2010, p. 141.
4. ŽIŽEK, Slavoj, Mirando al sesgo: una introducción a Lacan a través de la cultura popular,
Argentina: Paidos, 2010, p. 185.
5. AGAMBEN, Giorgio, op. cit., p. 30.
6. HEGEL, Georg W. F., Rasgos fundamentales de la Filosofía del Derecho, Madrid: Biblioteca
Nueva, 2010, p. 74.
7. RORTY, Richard, Contingencia, ironía y solidaridad, Madrid: Espasa, 2011, p. 26.
8. BARBA, Andrés y MONTES Javier, La ceremonia del porno, Barcelona: Anagrama, 2007, p.
115.
9. DELEUZE, Gilles, Proust y los signos, Barcelona: Anagrama, 1995, p. 81.
10. “Eso es lo fascinante, el exceso de realidad, la hiperrealidad de la cosa. El único fantasmas
en juego en el porno, si es que hay uno, no es el sexo, sino el de lo real, y su absorción,
absorción en otra cosa distinta de lo real, en lo hiperreal” en BATAILLE, George, El
erotismo, Barcelona: Tusquets, 2013, p.33.
11. BORGES, Jorge Luis, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” en Ficciones, Barcelona: Debolsillo, 2012,
p.25.
12. ŽIŽEK, Slavoj, op. cit, p. 228.
13. RICOEUR, Paul, Sí mismo como otro, Madrid: Siglo XXI, 1996, p. 29.
14. HEGEL, Georg W. F., “El amor y la propiedad” en Escritos de juventud, Madrid: Fondo de
Cultural Económica, 2003, p. 261.
15. BAUDRILLARD, Jean, De la seducción, Madrid: Cátedra, 2011, p. 35.
16. HEINE, Heinrich, Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania, Madrid: Alianza
Editorial, 2008, p. 151.
Bibliografía

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