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A la
falta moral debe aplicarse un castigo; una
sanción impuesta por poderes
sobrenaturales o como resultado del
destino vengador, el lugar donde se
aplica el sufrimiento de la condena se le
conoce con el nombre de Infierno, un
reino de sombras poblado de fantasmas
errantes y plagado de tormentos.
Con el
propósito de evitar desviaciones de las
creencias hacia posiciones heréticas,
entre los siglos VI y X, la Iglesia mediante
coacciones, presiones físicas y
psicológicas, arrestos, deportaciones,
convocatorias y manipulaciones de
concilios, en un clima que carece en
absoluto de serenidad, formula la
doctrina oficial del infierno y establece el
dogma en el que todo buen cristiano debe
creer. El indiscutible retroceso cultural
característico de esos tiempos se
manifiesta en un pensamiento teológico
de ánimo zafio que fomenta una
espiritualidad atascada en lo mirífico y en
la superstición. El infierno monástico a la
vez más terrible y familiar, gana en
elementos pintorescos pero pierde
dignidad. Ciertos monjes y obispos de la
alta Edad Media descubren el miedo
como arma pastoral ante el pueblo,
poseen las llaves de la manipulación del
infierno al servicio de una causa política.
Al mismo tiempo se desarrolla en esta
época la expansión del Islam. El Corán
utiliza la rica mitología infernal del
Próximo Oriente, en ella se mezclan
elementos egipcios, semitas,
indoeuropeos y cristianos, edificando un
concepto del infierno
extraordinariamente detallado. Según la
tradición, en el infierno musulmán hay
una gran mayoría de mujeres, sus faltas
son innumerables, Mahoma explica en un
hadiz las razones por las que serán
condenadas; pero también se hallan en
este infierno un gran número de ricos y
poderosos. Divergencias aparte, la
posición del Islam respecto al infierno es
más flexible que la del cristianismo; en
resumidas cuentas, si eres un pecador
más te vale caer en el abismo musulmán
que en el
cristiano.
allá.
En contra de lo que a veces se piensa, el
final de la Edad Media no supone el más
mínimo desarrollo en la imaginería
infernal; más bien se da un atasco del
pensamiento en este ámbito, la
producción se limita a estereotipos
creados en los siglos precedentes. El
balance doctrinal es escaso y riguroso. Se
reduce a pocas palabras, pero esas
palabras tienen un peso extraordinario:
el infierno existe, comienza en el
momento de la muerte, es eterno y todos
los fieles muertos en pecado mortal van a
él, donde sufren penas de daño y de
sentido. Lo esencial respecto al infierno
ya está dicho. A finales del siglo XIV la fe
se impone a la razón y la desprecia, abre
la puerta a la superstición, el misticismo
y el fanatismo.
Una vez inventariados, ordenados y
clasificados los suplicios, se asiste a la
apoteosis de las representaciones
pictóricas, tremendamente humanas, del
infierno. Glorificaciones que señalan al
mismo tiempo el apogeo y el comienzo de
su ocaso. La omnipresencia del infierno
popular en los sermones de los siglos XV
y XVI es más bien el reflejo de su
ineficacia que el de una verdadera
obsesión social. Los excesos desembocan
en una irrupción del infierno en la vida
terrena, bajo diferentes formas: el
infierno físico con las grandes catástrofes
demográficas y guerreras; el infierno
diabólico con la ola de brujería y el
infierno psicológico con el
endurecimiento de las amenazas
condenatorias. Mientras el infierno se
convierte en una realidad terrestre, las
tinieblas del más allá comienzan a perder
fuerza. Los teólogos y los eclesiásticos
circunscribirán cuidadosamente el
infierno y le asignarán un papel bien
concreto: el de aterrorizar a los cristianos
para apartarlos del mal y hacerlos
avanzar en la vida religiosa, queda
integrado en el plan de salvación del
hombre. El infierno de los siglos XVII y
XVIII es una obra maestra cartesiana
indispensable a la moral, necesario,
ineluctable y sin escapatoria; la pesadilla
lógica al servicio de las reformas
religiosas. Las iglesias protestantes
manipulan el miedo con igual destreza
que la Iglesia Católica. El periodo
revolucionario no altera
fundamentalmente el status de los
infiernos. La jerarquía eclesiástica para
evitar ser arrastrada por la corriente de
las nuevas y nefastas ideas, se aferra a
todo lo inmóvil, endurece sus posiciones,
se obstina en mantener íntegros los
antiguos esquemas frente a la evolución
de las mentalidades, oponiéndose a esa
misma evolución. El infierno tradicional
atacado por todas partes, criticado por
autores cristianos o no, creyentes o no, se
fosiliza, sufre un claro retroceso
convirtiéndose en un elemento del
folclore popular. A trancas y barrancas se
mantiene hasta el desarrollo de las
sociedades occidentales del siglo XX,
donde se desmorona. El viejo infierno, el
de Dante y los predicadores, sobrevive
aún en seminarios, en algunos sermones
y en los manuales de teología dogmática,
el pueblo lo aprende en el catecismo pero
apenas cree en él. Ha nacido el mundo
moderno, un mundo que se sacude las
antiguas creencias y se inclina más bien
por los infiernos presentes.