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El infierno es tan viejo como el mal.

A la
falta moral debe aplicarse un castigo; una
sanción impuesta por poderes
sobrenaturales o como resultado del
destino vengador, el lugar donde se
aplica el sufrimiento de la condena se le
conoce con el nombre de Infierno, un
reino de sombras poblado de fantasmas
errantes y plagado de tormentos.

Las concepciones más antiguas


representan al infierno, por una parte
como un espacio subterráneo, brumoso,
casi siempre lúgubre donde las almas de
los muertos se reúnen o habitan llevando
una vida fantasmal, y por otra parte como
una región muy similar a la Tierra en la
que los difuntos continúan con la misma
existencia. El castigo se traduce en
diversas desgracias: enfermedades,
pobreza, etc; las calamidades de la vida
humana se prolongan después de la
muerte. El viaje, con su carácter más o
menos iniciático, del descenso a los
infiernos se populariza, desde Oriente
Medio (Mesopotamia, Babilonia)
pasando por el hades homérico, los
pueblos germánicos, escandinavos y
celtas precristianos, las tradiciones
chamánicas, hasta las diversas culturas
de la polinesia, todos ellos recogen ritos
de visita al averno. Sin embargo, los
primeros infiernos que se pueden definir
para condenados, aparecen en Egipto,
Irán y la Grecia Clásica. El infierno
egipcio tiene como objeto la destrucción
de los malvados no su sufrimiento,
reduce al individuo a la nada mediante la
demolición de sus componentes. En Irán
la idea de una retribución y un castigo
después de la muerte queda precisada en
los escritos de Zoroastro; los sufrimientos
infernales purifican, en realidad este
infierno es un purgatorio donde se
aguarda el día de la resurrección. En la
península helénica las corrientes
filosóficas de la Época Clásica responden
al problema del mal mediante el
fatalismo y acentúan la idea de un juicio
después de la muerte en el que justos e
injustos quedarán separados, a unos el
sufrimiento les salvará del mal, otros los
incurables deberán soportarlo por toda la
eternidad. Estas alegorías fabulosas
proyectan una marcada influencia en la
imaginería filosófica y popular del
judaísmo y el cristianismo.
Establecido en el culto hebreo el
principio de responsabilidad individual,
Dios castiga y recompensa en esta vida,
por lo tanto “no hagas el mal y nada malo
te sucederá”. Los testigos directos y
próximos a la vida de Jesús dicen poco
sobre el infierno, en los evangelios es
designado con el nombre de gehena, un
lugar real y concreto. Pablo, el testigo
más antiguo, primer organizador del
pensamiento cristiano y fundador del
cristianismo, presta poca o ninguna
atención al infierno. En los siglos
venideros (del I al III) la creciente
influencia de los cultos orientales (cuyo
más allá está repleto de demonios), la
preocupación cada vez mayor por la
salvación individual y la inquietud
escatológica que se traduce en una
multitud de sectas, hacen que la idea del
infierno se divulgue. Los primeros
escritos que desarrollan con cierta
definición los rasgos del infierno popular
corresponden a textos apócrifos y
apocalípticos; se puede ver en ellos un
ansia manifiesta de clasificación de las
penas según el tipo de pecado, pero
también un inicio de distinción de
categorías sociales. El éxito de estas
leyendas les otorga prestigio quedando a
veces incorporadas al cuerpo de la
doctrina oficial. Algunos acusan a los
cristianos de practicar una pastoral del
miedo, reproche que recaerá sobre la
Iglesia hasta el siglo XX. La creencia en
un infierno futuro para los perversos de
esta vida creado por la imaginación
popular, se muestra como un todo
confuso, exuberante, cuyo único atributo
seguro es el sufrimiento. El espíritu
fecundo de los fieles inventó una
multitud de suplicios sin la más mínima
preocupación por la coherencia. Lo
inverosímil del infierno popular cristiano
provoca los sarcasmos de los
intelectuales paganos. Así pues, hay que
organizar y racionalizar las creencias y
defender la fe con argumentos creíbles.
Suben al púlpito, como si de una pandilla
de superhéroes se tratara, los Padres de
la Iglesia. Inventariando un resumen
muy esquemático los podemos ubicar en
dos corrientes teológicas: una corriente
indulgente, alegórica y universalista que
se distingue ante todo por la negación de
la eternidad infernal, Dios castiga no
para vengarse sino para corregir a los
culpables, los condenados deben
purificarse mediante el fuego durante un
tiempo más o menos largo y una vez
cumplida la penitencia también se
salvan; los tormentos son completamente
espirituales, remordimientos de la
conciencia; esta doctrina es minoritaria
dentro de la iglesia y será condenada
enérgicamente en los grandes concilios
del siglo VI. Y otra corriente rigorista,
realista y selectiva mucho más próxima a
la concepción popular; el fuego del
infierno comenzará con todo su rigor
después del juicio final y los sufrimientos
serán estrictos para toda la eternidad.
Como es de suponer, este pensamiento
mayoritario, estructura, oficializa y
define el prototipo de sermón de
cuaresma que los predicadores adaptan
hasta el día de hoy. En medio de estas
dos hipótesis discordantes, San Agustín
confecciona una síntesis con un poco de
aquí y otro poco de allá que servirá de
guía para elaborar la doctrina social de la
Iglesia.

Con el
propósito de evitar desviaciones de las
creencias hacia posiciones heréticas,
entre los siglos VI y X, la Iglesia mediante
coacciones, presiones físicas y
psicológicas, arrestos, deportaciones,
convocatorias y manipulaciones de
concilios, en un clima que carece en
absoluto de serenidad, formula la
doctrina oficial del infierno y establece el
dogma en el que todo buen cristiano debe
creer. El indiscutible retroceso cultural
característico de esos tiempos se
manifiesta en un pensamiento teológico
de ánimo zafio que fomenta una
espiritualidad atascada en lo mirífico y en
la superstición. El infierno monástico a la
vez más terrible y familiar, gana en
elementos pintorescos pero pierde
dignidad. Ciertos monjes y obispos de la
alta Edad Media descubren el miedo
como arma pastoral ante el pueblo,
poseen las llaves de la manipulación del
infierno al servicio de una causa política.
Al mismo tiempo se desarrolla en esta
época la expansión del Islam. El Corán
utiliza la rica mitología infernal del
Próximo Oriente, en ella se mezclan
elementos egipcios, semitas,
indoeuropeos y cristianos, edificando un
concepto del infierno
extraordinariamente detallado. Según la
tradición, en el infierno musulmán hay
una gran mayoría de mujeres, sus faltas
son innumerables, Mahoma explica en un
hadiz las razones por las que serán
condenadas; pero también se hallan en
este infierno un gran número de ricos y
poderosos. Divergencias aparte, la
posición del Islam respecto al infierno es
más flexible que la del cristianismo; en
resumidas cuentas, si eres un pecador
más te vale caer en el abismo musulmán
que en el
cristiano.

La utilización del miedo al infierno para


preservar a los fieles del pecado era una
máxima natural. La visión de los
tormentos infernales puede purificar y a
la vez apartar del yerro. La condena al
infierno es el fruto de un juicio soberano
del Dios Juez, y también de un balance
casi matemático de todas las acciones
buenas y malas. Surge la diferencia entre
pecados veniales y pecados mortales, la
distinción se hace oficial. Va al infierno
quien muere en pecado mortal: para que
se sepa, la trilogía orgullo-codicia-
impureza domina el palmarés de las
faltas graves, para salvarse hay que ser
humilde, pobre y puro. Como hay grados
de pecado, justo es que los haya también
de pena; el gran invento es un principio
adoptado desde la época de los Santos
Padres: el purgatorio. A comienzos del
siglo XIII, Inocencio III consagra la
aparición del purgatorio en un sermón
del día de Todos los Santos, en esa
homilía habla de los cinco lugares donde
residen las almas: el lugar supremo, el
cielo para los buenos; el lugar ínfimo, el
infierno para los malos y entre ambos,
otros tres lugares donde se hallan los
medianamente malos. El advenimiento
oficial del purgatorio permite a los
predicadores de la pastoral del miedo
utilizar la amenaza con mayor libertad.
La necesidad de una purificación del
alma (antes de su entrada en el paraíso)
conlleva a la compra de las reducciones
de las condenas por medio de la oración,
ciertamente, pero también por medio del
dinero. El dinero compra fundaciones
pías y misas que alivian las conciencias y
lustran las almas del purgatorio a la vez
que proporciona méritos. De este
mercadeo todos sacan sus beneficios; los
difuntos, los vivos y sobre todo la Iglesia
puesto que recibe las donaciones y
refuerza su poder extendiéndole al más

allá.
En contra de lo que a veces se piensa, el
final de la Edad Media no supone el más
mínimo desarrollo en la imaginería
infernal; más bien se da un atasco del
pensamiento en este ámbito, la
producción se limita a estereotipos
creados en los siglos precedentes. El
balance doctrinal es escaso y riguroso. Se
reduce a pocas palabras, pero esas
palabras tienen un peso extraordinario:
el infierno existe, comienza en el
momento de la muerte, es eterno y todos
los fieles muertos en pecado mortal van a
él, donde sufren penas de daño y de
sentido. Lo esencial respecto al infierno
ya está dicho. A finales del siglo XIV la fe
se impone a la razón y la desprecia, abre
la puerta a la superstición, el misticismo
y el fanatismo.
Una vez inventariados, ordenados y
clasificados los suplicios, se asiste a la
apoteosis de las representaciones
pictóricas, tremendamente humanas, del
infierno. Glorificaciones que señalan al
mismo tiempo el apogeo y el comienzo de
su ocaso. La omnipresencia del infierno
popular en los sermones de los siglos XV
y XVI es más bien el reflejo de su
ineficacia que el de una verdadera
obsesión social. Los excesos desembocan
en una irrupción del infierno en la vida
terrena, bajo diferentes formas: el
infierno físico con las grandes catástrofes
demográficas y guerreras; el infierno
diabólico con la ola de brujería y el
infierno psicológico con el
endurecimiento de las amenazas
condenatorias. Mientras el infierno se
convierte en una realidad terrestre, las
tinieblas del más allá comienzan a perder
fuerza. Los teólogos y los eclesiásticos
circunscribirán cuidadosamente el
infierno y le asignarán un papel bien
concreto: el de aterrorizar a los cristianos
para apartarlos del mal y hacerlos
avanzar en la vida religiosa, queda
integrado en el plan de salvación del
hombre. El infierno de los siglos XVII y
XVIII es una obra maestra cartesiana
indispensable a la moral, necesario,
ineluctable y sin escapatoria; la pesadilla
lógica al servicio de las reformas
religiosas. Las iglesias protestantes
manipulan el miedo con igual destreza
que la Iglesia Católica. El periodo
revolucionario no altera
fundamentalmente el status de los
infiernos. La jerarquía eclesiástica para
evitar ser arrastrada por la corriente de
las nuevas y nefastas ideas, se aferra a
todo lo inmóvil, endurece sus posiciones,
se obstina en mantener íntegros los
antiguos esquemas frente a la evolución
de las mentalidades, oponiéndose a esa
misma evolución. El infierno tradicional
atacado por todas partes, criticado por
autores cristianos o no, creyentes o no, se
fosiliza, sufre un claro retroceso
convirtiéndose en un elemento del
folclore popular. A trancas y barrancas se
mantiene hasta el desarrollo de las
sociedades occidentales del siglo XX,
donde se desmorona. El viejo infierno, el
de Dante y los predicadores, sobrevive
aún en seminarios, en algunos sermones
y en los manuales de teología dogmática,
el pueblo lo aprende en el catecismo pero
apenas cree en él. Ha nacido el mundo
moderno, un mundo que se sacude las
antiguas creencias y se inclina más bien
por los infiernos presentes.

El concepto del infierno apareció mucho


antes que el cristianismo, es universal,
pertenece a toda la humanidad tanto
creyente como no creyente, sin embargo
el infierno cristiano ocupa el lugar central
puesto que ha sido el sistema más
duradero, organizado, absoluto,
completo, y la más terrible maquinaria de
triturar conciencias que jamás se haya
inventado con el fin de aterrorizar al
pueblo y conseguir su sumisión.

“La condición humana sería triste si


tuviera que actuar por temor al castigo o
por la esperanza de la recompensa
después de la muerte”. Albert Einstein.

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