Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
GRINOR ROTO
La especificidad de los textos literarios con respecto a otros textos, lo que nues-
tros mayores IIamaban la «literariedad» o la «literaturidad» de la escritura, es hoy
dudosa. El postestructuralismo, cuyos antecedentes más remotos se pueden
rastrear en las boutades del joven Borges, pero realizado ya cabalmente en la
desconstrucción derridiana o en la más tardía de los profesores de Yale, ha
desdibujado, cuando no suprimido por completo, unos límites que hasta hace
no mucho tiempo se consideraban infranqueables. En 1971, sentenciaba Paul
de Man: «llamamo 'literario', en el sentido pleno de este término, a cualquier
texto que implícita o explícitamente significa su propio modo retórico y prefi-
gura su propio malentendimiento [misunderstanding] como un correlato de su
naturaleza retórica, esto es, de su 'retoricidad'. Puede hacerlo mediante una
afirmación [statement] declarativa o por inferencia poética». Y agregaba en
una nota al pie de página: «Un texto discursivo, crítico o filosófico, que hace
esto por medio de afirmaciones, no es más o menos literario que un texto
poético, que evita la afirmación directa. En la práctica, las distinciones se con-
funden a menudo: la lógica de muchos textos filosóficos se apoya en gran
medida en la coherencia narrativa y en las figuras del lenguaje, mientras que
en la poesía abundan las afirmaciones generales. El criterio de especificidad
literaria no depende de la mayor o menor discursividad del modo sino del
grado de consistente retoricidad del lenguaje»'.
Partiendo pues de una noción de dominio común, que entre otras cosas
cabe notar que forma parte del equipaje conceptual de la crítica angloamerica-
na previa al arribo del estructuralismo y que establece que todos o casi todos
los textos se hallan dotados de un excedente retórico, el que es origen de su
«malentendimiento», Paul de Man concluye que es ahí, en la proporción y
manejo de ese surplus figurativo, donde se aloja aquello a lo cual nosotros le
damos o podemos darle el nombre de literatura. Las etapas que cubre su ar-
gumento son tres: primero, de Man detecta la potencialidad metalingüística
que todo lenguaje posee de suyo y a través de cuyo despliegue ese lenguaje
va a experimentar con sus propios medios y para sus propios fines la eviden-
cia de sus límites o su «ceguera» significacional. Postula en seguida que es en
el conocimiento que de sus limitaciones acaba por tener el lenguaje donde
nosotros debemos buscar el domicilio de una contrapulsión compensatoria,
fuente ésta del surplus retórico. Y, por último, sostiene que es ese surplus retó-
rico el que genera un surplus extra o seudosemántico, el que, de acuerdo con
la sugerencia de I. A. Richards en The Philosophy of Rhetoric, sería la causa de
nuestro malentendimiento. El corolario que se desprende de un raciocinio
como el suyo es que lo que el lenguaje pierde en el plano de la potencialidad
«comunicativa» (Richards, otra vez), lo gana en el de la literaturidad.
Mi impresión es que, al construir su cadena de inferencias, de Man
llega a un resultado que es positivo en el nivel superficial y negativo en el
profundo. Si por un lado es cierto que su retoricismo lo habilita para defender
con eficacia la existencia de la literatura, basándose en una maniobra de
repliegue hacia las seculares compartimentalizaciones del trivium (que él apro-
vecha explícitamente en «The Resistance to Theo ry », donde fustiga la grama-
ticalización que se suele hacer del trivium a expensas de la retórica y propone
para combatir ese vicio «una 'verdadera' lectura retórica, que esté a salvo de
cualquier indebida fenomenalización o de cualquier indebida codificación gra-
matical o performativa del texto» 2 ), por otro no es menos cierto que ese reto-
ricismo pone en descubierto los escrúpulos que se apoderan de él cuando le
llega el momento de dar cuenta de «lo literario» de un modo que, como se
viene diciendo desde un tiempo a esta parte y no sin la más grande repugnan-
cia, se atenga a los protocolos de una definición «esencialista». Coincide así,
creo yo, en el ámbito de su discurso profundo, con un criterio ampliamente
difundido en los círculos de la lingüística contemporánea. Por ejemplo, Mi-
chael Halliday, un especialista inglés de renombre, quien ha concentrado sus
actividades profesionales en la investigación de las estructuras lingüísticas
que se levantan por sobre el nivel de la frase, dictamina que «no importa cuá-
les sean las configuraciones fpatterns] y propiedades especiales que pueden
hacer que nos refiramos a algo como un texto literario, ellas son por cortesía;
su existencia depende de configuraciones que ya están en el (nada simple)
material del que están hechos todos los textos [...] Hay pocas, quizás ninguna,
categorías lingüísticas que pueden aparecer en la descripción de los textos
literarios que no puedan encontrarse también en el análisis de los textos no
literarios»3
Evidentemente, a través del veredicto que acabamos de citar, Halliday
retorna y a la vez expande la opinión de los viejos retoces, por lo menos la que
ellos sostuvieron hasta los tiempos de la fusión entre retórica y poética, la que
se inaugura con Ovidio y Horado y se consolida en la Edad Media. Para la
retórica anterior a aquella simbiosis, sabemos que el objeto de estudio era
doble, lo que como en Aristóteles hacía de la retórica misma o bien una tejné
retoriké, que trataba «de un arte de la comunicación cotidiana, del discurso en
público», o bien una tejné poietiké, que trataba «de un arte de la evocación
imaginaria» 4 . Más aún: para aquellos maestros augurales el «material» lin-
güístico con que ambas técnicas trabajaban era neutro. Era el emisor quien,
merced al aprovechamiento que hacia de ese material, infundía en él su poder
«persuasivo» o «poético». Pero el posterior afinamiento en la inteligencia del
papel de la tejné poietiké y la identificación de los medios que, en el campo de
la organización y/ o el embellecimiento lingüístico, eran los más idóneos para
llevar a cabo una faena distinta a la meramente persuasiva, y los que con el
andar del tiempo fueron descritos, delimitados y codificados de la manera
que todos conocemos, apunta ya en una dirección que se aproxima a la con-
temporánea de Halliday y de Man, para quienes la virtud poética se encuen-
tra instalada en el interior del lenguaje mismo, como una de sus propiedades,
y actuando de una manera que es natural y profesionalmente rastreable en
cada nivel de su estructura. Convergen, por esta vía, el crítico de propensio-
nes medievalizantes, admirador nostálgico de la limpieza metodológica del
trivium, con el lingüista metafrástico y, en el horizonte de investigaciones vir-
tuales que se abre gracias a dicha convergencia, a nosotros nos cuesta poco
percatamos de que la literatura deja de ser un discurso con un radio de acción
que le pertenezca sólo a ella y que por el contrario se transforma en un atribu-
to cuantitativamente variable de todos los discursos.
No es que una caracterización cuantitativa sea del todo indigna de nuestro
aprecio, sin embargo. No lo será si nos ponemos de acuerdo en que también
se puede tender un puente entre el aspecto cuantitativo y el cualitativo de las
unidades que integran el espectro de las emisiones lingüísticas que nosotros
nos sentimos inclinados a indagar. Para que eso se produzca, es necesario
otorgarle prioridad no tanto a la «discreción» (al «número») como a la «conti-
nuidad» (a la «magnitud») de la relación que se advierte entre ellas 5 . El
empleo de este método de análisis permitirá que saquemos un mejor prove-
cho de las frases de Paul de Man que yo cité más arriba, minimizando la refe-
rencia que se hace en ellas a la cantidad (esto es, al monto de la retoricidad) y
maximizando en cambio la referencia a la relación intencional que establecen
las partes que componen el conjunto (es decir que estaremos poniendo así el
acento sobre el «grado de consistencia» de su común participación en el
despliegue retórico del texto, como dice de Man), lo que al cabo debiera auto-
rizarnos para dar el salto que conduce desde el peldaño inferior cuantitativo
hasta el superior cualitativo según la escala de las categorías.
Pero de todos modos creo que es de mínima justicia que convengamos
en este punto en que la metamorfosis de la cantidad en cualidad, aun cuando
abastezca al argumento de marras con una cuota de convicción que es menos
mezquina de lo que pudo parecemos a la luz del primer enunciado, no nos
entrega todavía una definición de inexpugnable fortaleza. Teniendo presente
los requisitos cuyo cumplimiento la lógica clásica le exige a todo aquel que
pretenda definir con rigor y que son requisitos que, como es bien sabido, de-
mandan el uso de un «predicado de definición», es decir, de un predicado que
expresa una propiedad esencial del sujeto, que pertenece a él y a nada o a
nadie más que a éI, lo que se logra calzando el genus con la differentia, no cabe
duda de que para buscarle un desenlace adecuado al discrimen que ahora
estamos ensayando nos hace falta un elemento respecto del cual sea legitimo
hipotetizar con confianza que él es patrimonio exclusivo de la literatura. Por-
que, si la diferencia en cuestión no es una diferencia específica, lo que
habremos seleccionado es una «propiedad no esencial» de la especie. Y así, si
decimos que la literatura es «lenguaje retórico», a la expresión «lenguaje
retórico» nosotros no podemos acordarle la jerarquía de un predicado de de-
finición, porque, aun cuando es incontrovertible que el adjetivo «retórico»
apunta a una propiedad de la especie literatura, esa propiedad en unión con
el género «lenguaje» no forma una síntesis esencial, o sea, no constituye un
predicado del que se pueda decir sin discordia que pertenece o corresponde a
ese sujeto y sólo a él.
Es en tales circunstancias que se puede echar mano del recurso «cuan-
titativo». Cierto, la literatura no es el único lenguaje retórico que existe en el
mundo, es lo que diremos entonces, pero es, sí, el más retórico de todos. No
sólo eso, sino que cuando decimos «más retórico» y acordándonos esta vez de
Paul de Man, no nos estaremos refiriendo exclusivamente a la cantidad ni nos
encerraremos sólo en el reducto de los «tropos» y «figuras», ya que al fin y al
cabo cualquier pasquín de prensa amarilla supera en ese regusto por la facun-
dia artificiosa a, por ejemplo, la poesía de Pound, Eliot y sus discípulos los
bardos «objetivistas» angloamericanos del medio siglo (o a la de sus parien-
tes entre nosotros, desde los sencillistas a los conversacionalistas, a los
antipoetas y a los contrapoetas). Hablaremos más bien del «diseño retórico»
del texto, de la «textura» o la «tesitura» del mismo, del trabajo que el escritor
ha hecho en o sobre esa dimensión del objeto y de la importancia que ello
tiene para una delimitación de algún modo de la identidad de la obra que nos
proponemos conocer.
Todo lo cual nos lleva a una reconsideración del aparentemente inofen-
sivo dictum de Jakobson en 1958, cuando en la conferencia de Bloomington
éste afirmó que «puesto que el principal objeto de la poética es la differentia
specifica del arte verbal en relación con las demás artes y con las otras clases
de conducta verbal» y que «puesto que la lingüística es la ciencia global de la
estructura verbal, la poética puede ser considerada como una parte integral
de la lingüística» 6 . Vemos que Jakobson definió en aquel legendario congreso
la diferencia especifica de la literatura por medio de la expresión «arte ver-
bal», una expresión en cuyo interior la palabra «arte» nombraba al género y la
palabra «verbal» a la diferencia, produciendo de esta manera una síntesis que
en sí misma a mí no me parece objetable. Pero no me inspira igual sentimien-
to de tranquilidad el primer corolario de la definición jakobsoniana: según
ese corolario, la «poética», que en la opinión del conferenciante y al parecer
siguiendo para ello a sus antiguos amigos los formalistas rusos, es la discipli-
na que tiene que ocuparse de los objetos de la literatura, también constituye o
debería constituir una parte de la «lingüística». Por mi lado, yo confieso que,
aun cuando sea cierto que el arte del lenguaje puede considerarse una
diferencia «interna» del lenguaje en general7 , no veo cómo ni por dónde la poé-
tica, que es y no puede ser sino una rama de la estética, podría llegar a ser
(¿además?) una rama de la lingüística. No ha habido aquí, es lo que se puede
intuir, una selección correlativa y satisfactoria del género próximo, malentendi-
do que deviene de las más graves consecuencias, porque apenas la poética pasa
a albergarse bajo el paraguas de la lingüística, los objetos que son de su incum-
bencia, esto es, los objetos literarios, tienden a definirse genéricamente no como
objetos de arte, sino como objetos de lenguaje. La dimensión estética, a primera
vista prioritraria en la expresión «arte verbal», pasa a un segundo plano de he-
cho, retrocede y acaba por esfumarse del mapa epistémico. Personalmente, y
sólo en el mejor de los casos, yo pienso que la lingüística se encuentra habilita-
da para dar cuenta de la literatura en cuanto «verbo». En ningún caso, estaría
dispuesto a conceder que ella pueda dar cuenta de la literatura como un «arte»
verbal. Lo que este segundo objetivo exige es que le demos cabida en la discu-
sión acerca de la naturaleza de «lo literario» a un razonamiento de otro orden,
que apunta hacia un genus alterno al lenguaje. Me refiero al genus que el propio
Jakobson sugirió en primer lugar, que introdujo en el texto de su definición y
del que después se olvidó yo no sé si por casualidad o porque él mismo era más
un lingüista que un crítico de literatura.
De ahí que de la doble plataforma teórica de la que Jakobson se sirvió
para definir el discurso literario en 1958, aislando como las dos llaves maes-
tras de su programa el predominio de la autorreflexividad del mensaje, el
aspecto cuantitativo del funcionamiento lingüístico desde nuestro punto de
vista (se trata aquí de la mayor cantidad de atención que el mensaje se dedica
a sí mismo) y la ley de proyección del principio de equivalencia desde el eje
paradigmático de la selección al sintagmático de la combinación, el aspecto
cualitativo (se trataría, en esta segunda instancia, de la postulación de la
metáfora como el mecanismo que caracteriza normalmente a la secuencia poé-
tica, lo que a su vez constituye una secuela necesaria de la teoría, si considera-
mos que ésta es la que patrocina un recobro en el territorio estético del predo-
minio de la autorreflexividad del mensaje), no se puede decir que ella sea una
plataforma «poética» hablando con la mínima precisión deseable. Jonathan
Culler, que captó esto bien y tempranamente, señaló que «Jakobson ha hecho
una contribución importante a los estudios literarios, llamando la atención
sobre la diversidad de las figuras gramaticales y sus funciones potenciales,
pero sus propios análisis están viciados por la creencia de que la lingüística
suministra un procedimiento de descubrimiento automático de los patterns
poéticos y por su fracaso para percibir que la tarea central consiste en explicar
cómo las estructuras poéticas emergen de la multiplicidad de las estructuras
lingüísticas potenciales»$
A eso y a otras razones tal vez no tan doctas, en las que no creo que sea
de caballeros insistir, se debe que Paul de Man, y no sólo Paul de Man, ya que
los formalistas rusos hicieron lo mismo mucho antes que él, apueste en su
argumento a la alternativa más segura de todas, atrincherándose detrás de
aquel rasgo que con más firme regularidad se repite entre los textos a los
cuales la experiencia de los lectores identifica como literarios: el componente
retórico. Una enciclopedia de lingüística, aparecida en Inglaterra hace menos
de diez años, funcionando con un haz de supuestos que son similares a los de
Paul de Man, es menos astuta (o más sarcástica) que él y recurre por eso al
expediente que los lógicos describen a menudo en sus manuales como una
definición ostensiva. Leemos en el artículo sobre «estilística»: «La distinción
entre lo que es y lo que no es literatura se cuestiona con frecuencia, pero es
posible seguirla manteniendo con un espíritu puramente práctico: hay algu-
nos textos que llegan a ser literatura porque se los trata de una manera espe-
cial, que entre otras cosas abarca su inclusión en los cursos de literatura...» 9.
Recordemos ahora que la raya que separa el texto literario del no litera-
rio se tiró también en el pasado haciendo un uso más o menos explícito del
criterio de ficción. Cualesquiera hayan sido los «estratos» o «niveles» de la
«obra» en los que los distintos teóricos pusieron el ojo, al escoger ellos esta
segunda avenida para el enfoque del problema que aquí nos convoca, la opo-
sición entre lo ficticio y lo real constituía la base de sus razonamientos. El
mundo de la literatura era ficticio y, por lo tanto, diferente del mundo real. El
lenguaje de la literatura era imaginario y, por lo tanto, diferente del lenguaje
real.
En el último cuarto de siglo, un grupo de prestigiosos contendores en las
disputas en torno a la naturaleza del texto, entre los que se cuentan Tzvetan
Todorov, Ter ry Eagleton, Mary Louise Pratt, Richard Rorty y sobre todo
Jacques Derrida, han puesto esta convicción en tela de juicio. No tanto para
desmentir el aserto de acuerdo con el cual aquello que la literatura nombra es a
unos entes que se alimentan de ficciones, cosa en la que todos o casi todos con-
cuerdan, como para dudar de que ese rasgo sea suyo en exclusiva. Es decir que,
si ponemos nuestras esperanzas en la colaboración del principio de la ficciona-
lidad, pensando que con ese principio vamos a construir una definición que
satisfaga nuestras aspiraciones cabalmente, nos veremos enfrentados por se-
gunda vez, si es que no con una derrota completa, en todo caso con una victoria
de Pirro. Por ejemplo, en el pensamiento de Derrida, quien como todo el mun-
do sabe ha hecho profesión de fe del ataque contra la pretensión del filósofo de
decir lo que dice con un lenguaje que no es literario —pues cuando es el filósofo
quien lo usa, ese lenguaje se trueca mágicamente en «serio», «literal» y «verda-
dero»—, el desmantelamiento de tan grande soberbia no es menos sistemático
que la soberbia misma. La desconstrucción que Derrida lleva a cabo del con-
cepto de verdad, encomendándose para tales propósitos a l'enseignement meta-
fórico de Nietzsche, y su manipulación del texto filosófico como si se tratara de
un texto literario más, ateniéndose para esto otro a los consejos de Paul Valéry,
son dos indicadores contundentes de ese trabajo suyo desestabilizador de certi-
dumbres monótonas al que ahora me estoy refiriendo. Advirtamos que la
teoría de lo primero, que se encuentra en muchas partes, adquiere una nitidez
excepcional en «Le facteur de la verité» (1975), en medio de la crítica que Derri-
da le hace ahí a la interpretación lacaniana de «The Purloined Letter», en tanto
que la de lo segundo puede seguirse muy bien en el bellísimo ensayo sobre
Paul Valéry, que forma parte de Marges de la philosophie (1972), y donde Derrida
concluye con una asertividad que no suele ser frecuente en su prosa: «Una tarea
se impone entonces: estudiar el texto filosófico en su estructura formal, en su
organización retórica, en la especificidad y diversidad de sus tipos textuales, en
sus modelos de exposición y producción —más allá de lo que previamente se
designó como géneros—, y también el espacio de sus mises en scene, en una sin-
taxis que no sólo será la articulación de sus significados, de sus referencias al
Ser o a la verdad, sino también el manejo de sus procedimientos y de todo lo
que en ellos se ha invertido. En una palabra, la tarea consiste en considerar
también a la filosofía como un 'género literario particular'» 1°. Como vemos, en
el pensamiento derridiano la filosofía termina siendo tanto o más literaria que
la literatura o, como ironizó Borges en «Tlón...», termina siendo «una rama de
la literatura fantástica»".
También, si para las necesidades de este despeje de nuestro teatro de
operaciones teóricas nos movemos hacia el costado de las convergencias y
divergencias entre literatura e historia, aquél cuya explicación inaugura la
Poética, comprobaremos que Hayden White efectúa una parecida faena de
zapa. La tesis que recorre todos sus libros de los años setenta y ochenta es la
del tropologismo que infesta invariablemente al lenguaje de la historia. Esta
tesis, que como la de Derrida respecto de la filosofía se estrena con el designio
de una pesquisa retórica, acaba deslizándose, también como la de Derrida,
debajo de las sábanas de la ficción. En las primeras páginas de «The Fictions
of Factual Representa tion», cuyo título desafiantemente oximorónico antici-
pa los contenidos del razonamiento por venir, White declara: «los artefactos
verbales llamados historias y los artefactos verbales llamados novelas son in-
distinguibles los unos de los otros. No se los puede distinguir fácilmente des-
de un punto de vista formal a menos que nos acerquemos a ellos con precon-
cepciones específicas acerca de las clases de verdades de las que se supone
que cada uno trata. Pero el objetivo del escritor de una novela tiene que ser el
mismo que el del escritor de una historia. Ambos quieren proporcionarnos
una imagen de la `realidad'. El novelista puede presentar su noción de esta
realidad indirectamente, es decir por medio de técnicas figurativas, en vez de
directamente, o sea registrando una serie de proposiciones que se supone que
corresponden punto por punto con algún dominio extratextual de ocurren-
cias o acontecimientos, que es lo que el historiador dice hacer. Pero la imagen
de la realidad que el novelista construye tiene el propósito de corresponder
en su bosquejo general con algún dominio de la experiencia humana que no
es menos `real' que el que no es referido por el historiador» 12 .
Es así como el análisis de White se resbala, con una facilidad que a los
historiadores de la vieja escuela ha de haberles parecido escandalosa, pero que
en último término hay que aceptar que no lo es, desde el terreno «formal», pura-
mente retórico, en el tratamiento de los textos que involucra su programa
cognoscitivo, a una consideración de las «imágenes de la realidad» con que
nos regalan el novelista y el historiador. En esta segunda etapa de la investi-
gación de White, a mí me parece evidente que su tesis pega un brinco, que
deja de referirse a la carga tropológica del discurso histórico, y se convierte en
cambio en una pregunta relativa a los procesos de desrealización (y de desve-
rificación) que, según él mismo nos deja saber, serían consustanciales al relato
del historiador.
En resumen: si de todos los discursos —de los literarios, pero también
de los filosóficos y de los históricos— se puede predicar que son ficticios o, lo
que es más grave, si de todos ellos se puede predicar que no son verdaderos, ya
sea porque la correspondencia con sus referentes extratextuales es indemos-
trable, como asegura Derrida, ya sea porque «el dominio de la experiencia
humana» con que trabaja el escritor de una novela «no es menos 'real' que el
que nos es referido por el historiador», como discurre White, la plataforma de
apoyo que este segundo grupo de nuestros maestros escogió para dar origen
a su trabajo especulativo es tanto o más sospechosa que la que pone sus hue-
vos en la canasta retórica 13
Los discursos que habitan un texto se relacionan hacia adentro, entre ellos, y
hacia afuera, con otros discursos. El primer hemistiquio de esta tercera tesis nues-
tra no debiera provocarle al lector ningún asombro si es que éste se ha resig-
nado ya a las consecuencias de la tesis previa, aquélla que hace del texto el
continente de una pluralidad de discursos. Si en un texto existen numerosos
discursos, es concebible e inclusive previsible que se forme algún tipo de en-
lace entre ellos. Más herético deviene por supuesto pensar que ese mismo
enlace se proyecta también «hacia afuera». Respecto de este costado no tan
complaciente de nuestra proposición, lo que nosotros sostendremos en el pre-
sente ensayo es que, así como los discursos que encontramos en un texto se relacio-
nan entre ellos, ellos se relacionan también con otros discursos que se pueden encon-
trar en otros textos. Muchos son los temas de debate que se abren a partir de
nuestra tercera tesis y mi sospecha es que habría que empezar por el más
obvio.
Presiento desde luego que al lector que haya sido adiestrado en el pen-
samiento crítico de antes de ayer una propuesta como esta que yo acabo de
hacerle le va a resultar bastante menos simpática que la anterior, pues nada
cuesta percatarse de que ella atenta desvergonzadamente contra un concepto
o un seudoconcepto que viene constituyendo ya, para dos o tres generaciones
de estudiosos de la literatura, un artículo de fe. Pienso en el dogma de la
autonomía de la obra literaria, en el extremo de cuyas presentaciones didácti-
cas cada texto, y pudiera ser que también cada discurso, si es que a ese
pensamiento que nos ha precedido se le hubiese ocurrido incurrir en seme-
jante distingo, abarcaba un todo autosuficiente que contenía dentro de sí cuanto
al lector le hacía falta para su goce y comprensión. En los libros de los neocrí-
ticos estadounidenses de los años cuarenta y cincuenta, los de Crowe Ron-
som (que fue quien le dio nombre a la tendencia, en The New Criticism, 1941),
Allen Tate, Yvor Winters, Cleanth Brooks, W.K. Wimsatt, Robe rt Penn Warren
y los demás, expuestos todos ellos a las persecuciones que fueron producto
del mcCarthysmo y la Guerra Fría, las que los predisponían para identificar
en los tratos con la historia el camino más seguro al infierno, es donde esta
brida axiomática alcanzó su formulación e imposición poco menos que abso-
luta. Su consecuencia necesaria fue la operación quirúrgica por medio de la
cual los facultativos más competentes dentro del grupo se dieron maña para
separar al texto del contexto y el anatema que tanto ellos como sus acólitos
nacionales (actitud que prestamente imitaron los internacionales 48 ) descarga-
ron sobre cualquier tentativa de introducir «conexiones sociológicas» en el
terreno del análisis concreto. En cambio, llamaron a que los estudiosos de la
literatura nos uniéramos en una cruzada a favor de una «crítica intrínseca»,
que desde su punto de vista sería la única acreedora de validación científica o
semejante puesto que era una crítica que se confesaba desde el comienzo pro-
clive a encauzar su desempeño epistémico haciendo suya la premisa de la
independencia del objeto o, para ponerlo en las palabras del guía espiritual
de la secta, el checo René Wellek, la premisa de que «el estudio literario debe
ser específicamente literario»49.
Ese llamado revelaba desde luego, es casi superfluo que yo lo señale, la
confianza sin límites que el maestro y sus discípulos tenían en sus habilida-
des para discriminar entre lo que era y no era literatura. A ello se debe que,
antecediendo al primer capitulo de la parte cuarta del caballo de batalla del
grupo, la Theory of Literature, destinada en su integridad a «El estudio intrín-
seco de la literatura», y que como se nos deja saber en el prefacio del libro es
de pluma y letra de Wellek, nos encontremos con una «Introducción» cuyo
escrutinio se presume que debiera dejarnos abundantemente persuadidos de
que «El punto de partida natural y sensato en los estudios literarios es la
interpretación y el análisis de las obras literarias mismas», ya que «sólo las
obras mismas justifican nuestro interés en la vida de un autor, en su ambiente
conlsocial
usió y en el proceso entero de la literatura» 50. Un poco más adelante, la
a la que llega Wellek es que «el verdadero poema debe concebirse
como una estructura de normas, actualizadas sólo parcialmente en la expe-
riencia real de sus muchos lectores», a lo que añade que esas normas constitu-
yen al fin de cuentas un sistema de varios «estratos, cada uno de ellos impli-
cando su propio grupo subordinado». La cita que sigue pertenece, como es de
suponerse, a Roman Ingarden 51 .
Como se ha visto al comienzo de estas notas, esa antigua y confortable
confianza ya no está con nosotros. Hoy no nos sentimos en condiciones de
decir, ni menos todavía con la seguridad con que lo hicieron Rene Wellek y
los neocríticos estadounidenses, qué sea eso del «verdadero poema».
En cambio, debemos contentarnos con el despliegue de una plataforma de
trabajo un poco menos ambiciosa que la que ellos propugnaron en su tiempo,
pero a la que intuimos defendible (si bien no inmodificable) y que dice relación
con lo que pudieran ser el discurso y el texto. Agreguemos a esto, como que-
dó establecido más arriba, que el texto en el que estamos ahora pensando se
encuentra ordinariamente habitado por más de un discurso, que los discur-
sos que lo ocupan se relacionan hacia adentro, entre ellos, y hacia afuera, con
otros discursos, y que en vista de tales antecedentes la autonomía y la autosu-
ficiencia, en cualquier caso de la manera beata en que las entendieron y apli-
caron nuestros predecesores de los años cuarenta y cincuenta, no pasan de ser
una superstición.
Más aún: consideramos que convertirse en un devoto de dicha supers-
tición y hacer historia literaria es un contrasentido de proporciones
bochornosas. Digo esto porque hacer historia literaria a base de un libreto epis-
temológico que admite desde la partida la total vanidad del ademán compara-
tivo o, mejor dicho, la obstinación estrambótica y sin destino que iría aparejada
a un esfuerzo mediante el cual lo que se busca es investigar a unos objetos
apelando a su voluntad de vinculo, que es algo que esos objetos supuestamente
no tienen o tienen sólo por añadidura, se aproxima, se comprende que caricatu-
rescamente, a los trabajos de Sísifo. De acuerdo con este predicamento,
historiar la literatura significa ni más ni menos que relacionar a unos textos que
son «autosuficientes», o sea que son textos que carecen historia o no la necesitan,
con otros textos a los cuales ni la compañía de sus pares ni su exposición a los
estímulos del tiempo parecen conmoverlos o serles de ninguna utilidad. La
única y desconsoladora moraleja que los interesados en el tópico podemos
extraer de un evangelio tan peregrino como ése es la que afirma que la histo-
ria literaria, si para algo sirve, no es para una mejor recepción de la literatura.
Otra vez, la opinión de René Wellek es la más enfática al respecto: «La histo-
ria literaria tiene delante suyo el problema análogo [análogo al de la pintura o
la música] de trazar la historia de la literatura como un arte, en un aislamien-
to comparativo [sic] de la historia social,52
las biografías de los autores, o la
apreciación de las obras individuales» .
En realidad, aunque no menos desconfiable, debo decir que resulta más
de mi gusto el cinismo del que hace alarde Paul de Man al ponerse a reflexio-
nar sobre este tema. A la pregunta sobre si es posible pensar en la historia de
una entidad tan «autocontradictoria» como la literatura, su respuesta acumu-
la una serie de tres negaciones y una afirmación. Considera Paul de Man que
no es posible pensar en una «historia positivista», de amontonamiento de datos,
por las razones que todos conocemos y no hace falta repetir; que tampoco es
posible pensar en una historia «intrínseca», a la manera de Wellek, porque ese
es un proyecto ingenuo, que a menudo presupone una noción de la historia
de la que el crítico mismo no se da cuenta (o no quiere darse cuenta, agregue-
mos nosotros); y, por último, que ni siquiera cabe proponerse la escritura de
una historia a partir de la «literaturidad», al modo de los estructuralistas fran-
ceses, porque ello da por existente en el objeto un fundamento esencial (y, por
lo tanto, una estabilidad) de la que éste carece. En tales condiciones, lo único
concebible y tolerable según piensa de Man es una historia que respete el
estatuto autocontradictorio de la literatura, la «aporta» literaria, dicho esto con
su propio lenguaje, y que se haga cargo así de la verdad y la falsedad del cono-
cimiento que la propia literatura nos entrega acerca de sí misma, distinguiendo
de manera rigurosa entre el lenguaje metafórico y el lenguaje histórico, y dan-
do cuenta de la modernidad literaria y de su historicidad a partir de dicha
distinción. Pero esto requeriría de la entrada en el debate teórico de una idea
de la historia que es distinta de todas aquellas que comúnmente se encuen-
tran en el mercado epistémico, lo que para de Man constituye una «empresa
desesperadamente vasta», aunque la misma pudiera ser un modelo, un «pa-
radigma» es lo que él escribe, para la historia en general, pues «al hombre,
como a la literatura, se lo puede definir como una entidad capaz de poner en
entredicho su propio modo de ser». Puesto de otra manera: olvídese usted de
la historia literaria como una disciplina que se ocupa de un objeto homogé-
neo, estable y acerca del cual se pueden postular algunas regularidades. En la
literatura, como en los seres humanos, la homogeneidad, la estabilidad y la
regularidad sólo existen para aguardar el instante de su autodestrucción 53 .
Por su parte, Cedomil Goié, que entre los críticos latinoamericanos fue
aquél que se pronunció con mayor profundidad, coherencia y firmeza en de-
manda de una postura historiográfica «intrínseca», en la «Introducción» a su
Historia de la novela hispanoamericana pone el proyecto promotor de esta clase de
discurso historiográfico bajo la autoridad de Roman jakobson, el que según
refiere Goié con indisimulado alborozo se burló en cierta ocasión de los histo-
riadores literarios no «intrínsecos», o sea de los «extrínsecos», en la jerga de
Wellek, diciendo que ellos se asemejaban «a esos policías que cuando van a
detener a alguien detienen a todo el que encuentran en la habitación donde
vive e incluso a las personas que pasean por la calle próxima»54 . Yo tengo para
mí, sin embargo, que originariamente la intención de producir una historia de
la literatura que iba a hacerse responsable nada más que por las determinacio-
nes «inmanentes» de su objeto constituyó una suerte de second thought o de
concesión forzosa a la que contra sus naturales instintos se vieron arrastrados
los fundadores de esta última época en la historia de la crítica moderna de
Occidente, y me refiero a los formalistas rusos. Ello ocurrió cuando los repre-
sentantes de esa escuela empezaron a sentir el aprieto verdaderamente temible
en el que podían meterlos sus propios prejuicios o en el que podían meterlos los
prejuicios de otros que no sólo eran menos formalistas que ellos sino que ade-
más eran los dueños del poder en el nuevo Estado soviético.
Por eso, no es raro que sea el adalid del grupo, Victor Shklovsky, quien
publicita el nuevo objetivo, en 1923, precisamente en los momentos en que a
los miembros del Círculo Lingüístico de Moscú y a los de la Opoyaz de Petro-
grado la presión bolchevique por «historizar» sus planteamientos les estaba
llegando muy cerca del cuellos'. Ese mismo año Leon Trotsky había publicado
su libro Literatura y arte, en cuyo segundo capítulo observaba que «los forma-
listas (y el más grande de sus genios fue Kant) no miran hacia la dinámica del
desarrollo sino que hacen un corte transversal dentro de ella, en el día y la
hora de su propia revelación filosófica. En la intersección de ese corte, ellos
muestran la complejidad y la multiplicidad del objeto (no del proceso, por-
que no piensan en términos de proceso). Esa complejidad la analizan y la
clasifican. Le dan nombres a los elementos, los que de inmediato son transfor-
mados en esencias, en subabsolutos» 56.
Con más agudeza que muchos de sus camaradas de entonces y de des-
pués, deslizando junto con su crítica algún aplauso entre líneas, Trotsky des-
cubre en las palabras que acabo de citar el impacto que tenían o estaban te-
niendo sobre el programa del formalismo ruso algunas aspiraciones filosófi-
cas que son sus coetáneas. Pienso en aquéllas que son imputables por ejemplo
a la fértil siembra de la fenomenología o, más precisamente, al amplio crédito
que se les dispensó a las propuestas husserlianas desde la fecha de la primera
publicación de los dos volúmenes de las Investigaciones Iógicas, en 1901, entre
otras cosas porque su propósito era ahondar en los «contenidos inmanentes
de la conciencia», prescindiendo el observador para el deslinde de la materia
de análisis hasta del objeto mismo sobre el que había decidido centrar su
atención, «reduciéndolo», poniéndolo «entre paréntesis», así como también
.suspendiendo el juicio» respecto de aquellas determinaciones ideológicas
que a no ser que seamos cuerpos celestes (o celestiales) condicionan y restrin-
gen nuestro acceso al mundo real.
Con ello, en medio de este clima filosófico de belicoso antihistoricismo,
consiguió su salvoconducto el cambio de método que durante esos años se
empieza a producir en el dominio genérico de las investigaciones sobre el
lenguaje desde una postura diacrónica hacia otra sincrónica. Como advertía
Ferdinand de Saussure, circa 1912: «Lo primero que sorprende cuando se es-
tudian los hechos de la lengua, es que para el sujeto hablante su sucesión en el
tiempo es inexistente. Así el lingüista que quiere comprender ese estado tiene
que hacer tabla rasa de todo lo que lo ha producido y desentenderse de la
diacronía. Nunca podrá entrar en la conciencia de los sujetos hablantes más
que suprimiendo el pasado. La intervención de la historia sólo puede falsear
SU juicio [...] Después de conceder lugar excesivo a la historia, la lingüística
volverá al punto de vista estático de la gramática tradicional, pero con un
espíritu nuevo y con otros procedimientos» 57 . A decir verdad, no son pocos
los lingüistas que hoy achacan el título de «padre» de la «ciencia» sobre cuya
arena ellos exhiben sus destrezas y que clamorosamente depositan sobre la
persona de Ferdinand de Saussure, no tanto a la división entre «lengua» y
«habla» o a la teoría de las dos caras del signo lingüístico que el maestro pro-
puso, ni siquiera al estreno en sociedad del dadivoso principio de la «diferen-
cia», sino más bien al hecho de que, apoyándose en la premisa de que el obje-
to de conocimiento de la disciplina debe ser el lenguaje tal y como éste se
presenta en la conciencia del hablante, Saussure «fue el primero que alejó a la
lingüística europea de su ocupación exclusiva con las explicaciones históricas
de los fenómenos lingüísticos volviéndola hacia las descripciones de la es-
tructura del lenguaje en un punto dado del tiempo» 58 .
De ahí que Trotsky no sólo reconozca sino que también aprecie el pro-
yecto de sus compatriotas formalistas. Percibe las ventajas que tiene el ocupar-
se y el dar cuenta de «la complejidad y la multiplicidad del objeto», el trabajo
de «analizarlo» y de «clasificarlo». Esto porque, aun sin ser un especialista en
los laberintos lingüístico-literarios, es lo suficientemente culto como para darse
cuenta de que hay en todo eso un proyecto de productividad potencial más
que probable, que trae consigo el aval de un respaldo científico genuino, mere-
cedor de algún respeto, aunque por otra parte no les perdone a los interpelados
su ahistoricismo, la negativa a pensar los textos literarios «en términos de
proceso».
Los formalistas no le dieron la espalda a los fraternales consejos de la
némesis de Stalin y, habiéndose convencido de que no pensar «en términos
de proceso» era un programa de trabajo al que ellos podían acoplarle todos
los pergaminos de cientificidad imaginables pero que no por eso se transfor-
maba en una opción salutífera en la Rusia postzarista, inauguraron una línea
de indagaciones literarias que incorporaba la diacronía entre los asuntos que
eran susceptibles de convertirse en materia de estudio. De juzgarlo nosotros
desde la distancia que nos ofrecen los casi cien años transcurridos desde en-
tonces hasta ahora, ese cambio de rumbo no puede menos que parecernos
próximo a una abjuración de principios por cuanto los investigadores que se
mostraban endosándolo eran los mismos que hasta no mucho tiempo antes se
habían abstenido, con explicaciones diversas, de hacer efectivo cualquier
vínculo entre el arte y la historia. Cito ahora a Victor Erlich: «Los Formalistas
tenían toda la razón [aun cuando una razón maravillosamente oportuna, como
se ha visto] al apuntar al dinamismo interior del proceso literario, insistiendo
en que las tendencias artísticas no se pueden deducir mecánicamente de o
reducir a los datos de las otras 'series' culturales. Pero da la impresión de que
confundieron la autonomía con el separatismo cuando, en una reacción extra-
vagante contra la Falacia Reductiva, parecieron negar cualquier interacción
entre las varias partes del tejido social y construir así la evolución literaria
como si ésta fuera un proceso autocontenido por completo» 59 .
He ahí el acta de nacimiento, fruto de una circunstancia forzada, de
una polémica con las motivaciones no del todo descubiertas y de una
solución de los dientes para afuera, según comprueba el propio Erlich, del
proyecto de escribir una historia «intrínseca» o «interna» de la literatura. Pero
la posición de Shklovsky pudiera ser menos contradictoria de lo que Erlich
sugiere. Porque como se ha visto uno acaba arribando a la conclusión de que
la doctrina de la autonomía de los textos literarios no es un producto del libre
ejercicio de la conciencia crítica, de una decisión de conocimiento personal,
inmotivada y espontánea, por parte de todos aquellos que la suscriben, sino
que, muy por el contrario, ella depende (¡horror de horrores!) de un sistema
de determinaciones que son extrapersonales e inclusive, lo que es mucho peor,
extracientíficas.
No sólo eso, sino que, después de habernos tropezado con esta eviden-
cia preocupante por demás, a renglón seguido nos vamos a ver obligados a
conceder también que el tal sistema sobrepasa generosamente los límites del
escenario ideológico y político de la contemporaneidad. Es decir que los for-
malistas rusos no fueron los primeros en acusar el impacto sobre su labor
crítica de las pugnas del mundo moderno ni iban a ser los últimos tampoco.
Por eso, porque el autonomismo literario no es un capricho sino una perspectiva
congruente en sí misma y congruente además con muchos otros autonomismos,
y por lo tanto un elemento que forma parte de la urdimbre subterránea de
nuestra cultura, es que nosotros quisiéramos dedicarle, en las páginas que
vienen, un brevísimo excurso.
Y es que poseemos ya más datos de los que hacen falta para demostrar
que en la historia de Occidente, cuando en los albores de la modernidad el
dominio de «lo estético» reemplaza al dominio de «lo sagrado», ese relevo
llega a ser el que hoy día conocemos (y padecemos...) sólo después de un
descuento considerable en la caja de caudales del elemento sustitutor. A lo
estético se le asigna la tarea de reemplazar a lo sagrado en las conciencias de
los individuos de la nueva edad moderna, esto con el fin de contrarrestar el
estado de alienación que una filosofía reaccionaria y mitificadora de la edad
premoderna pretende que es el propio del cotidiano burgués, pero sin que
para la materialización de semejante encomienda se le destinen los recursos
que serían compatibles con la magnitud de la tarea: «Desde este punto de
vista, que es el que corresponde al arte en su más alta y verdadera dignidad,
queda claro de inmediato que el arte pertenece a la misma provincia a la que
pertenecen la religión y la filosofía. En todas estas esferas del espíritu absolu-
to, el espíritu se libera de las gravosas barreras de su existencia en el mundo
exterior, abriendo para sí una salida desde la contingencia de su existencia
mundana, y del contenido finito de sus objetivos e intereses allí, hacia la con-
sideración y completamiento de su ser en y para sí mismo» 60 .
Estas palabras de Hegel, que destacan la que a su juicio es «Ia más alta
y verdadera dignidad del arte», dan la impresión de haber sido escritas por el
autor de Estética en los revuelos de un arranque de euforia especulativa que
por lo menos en esa ocasión no tuvo en cuenta para nada el hecho de que en el
mundo social que era su contemporáneo y con respecto a la misma temática
de sus disquisiciones se estaba extendiendo una conducta que era muy dis-
tinta de la que él preconizaba6 1 . Así, aun si fuese verídico, y yo me atrevo a
pensar que no lo es o que lo es sólo a medias, que lo que pretende el orden
burgués es que los productores de artefactos estéticos cierren la brecha que
separa a lo particular de lo universal, al fin de los medios, al concepto del
objeto y al espíritu de la naturaleza, no es menos verídico que ese orden no
siente que le deba al artista un tratamiento que esté en relación con tales de-
mandase.
La indiferencia burguesa no es arbitraria. Por el contrario, proviene de
una idea del arte que, aunque no siempre se explicite con todo el candor que
sería deseable, es coherente, y que en el concierto ideológico de la moderni-
dad se nos aparece como la contracara perversa de las esperanzas de Hegel.
Según esa otra idea burguesa del arte, éste, que desde las primeras definiciones
del idealismo se concibió como un «juego», es decir, como una manifestación
del espíritu libre de unos sujetos casi angélicos, los que por razones que nadie
se explica consumaban su trabajo en el mundo absueltos de los constreñi-
mientos que en los demás seres humanos descargan las miserias de la mayoría
de edad, es, al mismo tiempo o por eso mismo, una ocupación ingrávida,
desprovista del peso que para sí reclaman la ciencia, la moralidad y la ley,
estas últimas las ocupaciones que junto con el arte conforman, según el razo-
namiento de Kant, el núcleo básico de la cultura moderna. A partir de esta
premisa de verdadera discriminación categorial entre aquellas actividades que
se llevan a cabo en el espacio simbólico entre cuyas coordenadas todavía vivi-
mos, a nadie debiera extrañarle que los buenos burgueses deduzcan que el
arte es una práctica no seria (en el fondo, lo que deducen es que es una no
práctica) y, por consiguiente, que es un afán prescindible o poco menos y con
respecto del cual tanto los individuos como las instituciones pueden desen-
tenderse sin desmedro ni perjuicio para nadie. La tarea del artista no consiste
en salvar al mundo sino en adornarlo. De la noción idealista de juego, hemos
pasado, casi imperceptiblemente, a la menos noble de decoración.
De manera que en el ámbito histórico de la modernidad el que se siente
realizando una faena indispensable para la salud espiritual de sus conciuda-
danos es el constructor de artefactos estéticos (o, para no ser tan excluyentes,
digamos que también son de ese mismo parecer aquéllos que como Hegel se
establecen y emiten su propio discurso reclamando para tales efectos un pun-
to de hablada que según se les ocurre es coincidente con o incluso pudiera ir
más allá que el del artista y de acuerdo con el cual, como hemos visto ante-
riormente, éste junto con ellos serían los sucesores de Dios). Pensándose a sí
mismos como los guardianes de la trascendencia («Pararrayos celestes, torres
de Dios...», es lo que exclama Darío en un poema de Cantos de vida y esperanza,
a lo que Neruda responde con su jactancioso «para mí que entro cantando
como con una espada entre indefensos...»), pero a cargo de unas funciones
que sus empleadores califican de supernumerarias en el mejor de los casos, el
artista y el filósofo modernos actúan obnubilados por un malentendido. Por
culpa de ese malentendido es que con su boca filosófica, que según él profiere
versículos que pertenecen a «la misma provincia» a la que pertenecen los del
arte y la religión, Hegel habla en el párrafo transcrito echándose en el bolsillo
la existencia de una postura que es paralela a la suya, y que además, como si
lo anterior no bastara, desde una historia que a él no puede menos que agra-
viarlo igualmente, es la que prevalece alrededor.
Porque, a despecho de lo que Hegel afirma, el artista y el filósofo mo-
dernos carecen del poder y ni siquiera concitan el silencio que sus antecesores
premodemos se granjeaban de parte de los miembros de sus comunidades res-
pectivas. Consecuencia de ese menoscabo degradante, cuyas manifestaciones
cuesta muy poco comprobar, es aquel déficit de «espíritu absoluto» que tanto él
como los que son como él detectan y repudian en el cotidiano burgués, un défi-
cit al que cualquiera de nosotros se puede exponer escuchando las banalidades
que difunden a diario los burócratas que dicen representarnos en las institu-
ciones de la república, lo que a los buenos burgueses (que son quienes al fin y
al cabo les encomiendan a aquellos otros el cuidado de la república) no los
perturba ni mucho ni poco. Por último, me parece asimismo al margen de
dudas que es de la creencia en los «plenos poderes» del arte, así como de la
creencia en el para ellos posible remedio gracias a sus servicios balsámicos de
las penurias espirituales de la modernidad, de donde exprime su entusiasmo
la entera familia de los poetas románticos y postrománticos. La inmensa nos-
talgia del paraíso perdido, así como el resentimiento derivado de sus tratos
con la bajeza y la barbarie que ocupó el lugar vacante, el mismo en el que
alguna vez reinó la dicha, eran, son todavía, el combustible no tan misterioso
que se encargaba y se encarga de alimentarles la pluma. Con él, a causa del
empeño que esos liridas ponen para vencer (para «sublimar» es lo que F re ud
hubiese escrito seguramente) su disgusto, trasladándolo hacia y metamorfo-
seándolo en el dominio de las expresiones lingüísticas que constituyen su
fuerza, ellos se aseguran un domicilio que les permite contrarrestar las des-
venturas de su inicuo destierro. Por razones que se vinculan con su pertenencia
a un cuerpo organizado de poder, que es la Iglesia, me gustaría que también
quedara claro en este punto que la situación del sacerdote moderno es muy
diferente a la del artista y que algo semejante es lo que puede comprobarse en
cuanto a la situación del filósofo académico.
Pero no sólo eso, ya que el orden burgués se encarga de disuadir tam-
bién al artista moderno de cualquier expectativa que él/ ella pudiese abrigar
vis-á-vis la redistribución de papeles que exigiría un funcionamiento «más
humano» de las nuevas estructuras históricas. La iniciativa, en la que Schiller
fatigó su ingenio filosófico hace algo más de dos siglos, y con la que como es
bien sabido él se propuso demostrar las bondades individuales y sociales de
una «educación etética del hombre», se cuenta entre los primeros intentos, y
puede que sea todavía el mejor de todos ellos (en América Latina, su émulo es
el maestro uruguayo José Enrique Rodó), destinados a imaginarle al artista
moderno una funcionalidad que, sin ser equivalente a esa otra de cuyas ven-
tajas disfrutaron sus predecesores premodernos, ofrezca un remedo puesto al
día, pero después de todo nada más que un remedo, de sus virtudes salvíficas. El
arte, que en el pensamiento schilleriano llega a ser un «juego serio», es tam-
bién, opina él, el único resorte del que el sujeto moderno puede echar mano
cuando lo que él/ ella anda buscado es un puente de integración consigo mis-
mo y con sus prójimos, el único instrumento de autoconexión y de interconexión
al que los habitantes de la modernidad podemos recurrir cuando los nexos
artificiales que la razón instrumental ha construido para el logro de un
54
rodaje menos problemático de la sociedad civil nos dejan ver la pobreza de
sus limites. En el pensamiento de Schiller, el arte moderno acabará así por
mostrarse como una ventana abierta que en una región muy precisa de su
contradictorio edificio la conciencia burguesa se ha administrado a sí misma
con el fin de facilitarle su libre curso al oxígeno no utilitario. En cuanto al
intercambio con el prójimo, Schi ller nos participa su convencimiento de que,
en todas las esferas que no son la del arte, el diálogo moderno es un diálogo
de sordos: «Todas las otras formas de comunicación dividen a la sociedad,
porque todas ellas se relacionan exclusivamente con la receptividad privada
o con la pericia privada de cada individuo, esto es, con lo que distingue a un
hombre de otro hombre; sólo el modo de comunicación estética une a la socie-
63
dad, porque se relaciona con aquello que nos es común a todos» .
Ocurre sin embargo que los sordos son muchos, innumerables más bien,
Schque
iler esos sordos no escuchan, no han escuchado ni escucharán jamás ni a
ni a los que son como Schiller (al Adorno de la Dialéctica de la IIustración o
al de la Teoría estética, sin ir más lejos), y que lo que sigue a este reconocimiento
de la descarnada elocuencia de los hechos es un desencanto profundo y, des-
pués de él, el ademán narcisista, el gesto de aquél que ha perdido la batalla y
que a causa de eso ya no mira sino que se mira mirar.
De ahí al aislamiento del creador de objetos arte, ala (auto)marginalización
de su persona (la bohemia es el ejemplo que descuella en la segunda mitad
del siglo XIX y el «marginalismo» hoy día tan en boga pudiera ser el que
corresponde a la segunda mitad del siglo XX) y a la mistificación de sus pro-
ductos hay un tramo muy corto. Ese tramo se cubre en poco tiempo, el «cam-
po del arte» se enrarece, la práctica estética se «autonomiza» y la producción
y recepción de las obras de esta clase adquiere las características de la puesta
en movimiento de una máquina de saberes especializados y cómplices. En el
análisis sociológico que nos ha dado a conocer Pierre Bourdieu en lo que toca
a las particularidades que este procedimiento adopta en el caso tantas veces
paradigmático de Francia, deviene por lo pronto tremendamente ilustrativa
su comprobación de que en ese país modelo los «progresos» del campo litera-
rio en pos del desiderátum autonómico se caracterizan por el hecho de que «a
fines del siglo XIX la jerarquía entre los géneros (y los autores) según los criterios
específicos del juicio de los pares es casi exactamente la inversa de la jerarquía
según el éxito comercial». A lo que agrega Bourdieu: «el campo literario tiende a
organizarse según dos principios de diferenciación independientes y jerarqui-
zados: la oposición principal, entre la producción pura, destinada a un mercado
restringido a los productores, y la gran producción, dirigida a la satisfacción de
las expectativas del gran público» 64 .
Casi no hace falta insistir en que, de acuerdo con este reordenamiento
de las «reglas del arte», que como vemos se completa en Francia durante los
últimos años del XIX, la «verdadera» literatura (y, en general, el arte
«verdadero») es/son los que pertenecen a la primera de las dos categorías
examinadas por Bourdieu en su estudio, a esa categoría en la que los productores
son los mismos que los consumidores. Llega a ser ostensible también, a partir del
análisis sociológico que Bourdieu realiza, cuáles son las motivaciones concretas
del proceso de ensimismamiento cada vez más absorto que desde por ejemplo
los experimentos escriturarios de Mallarmé se apodera del quehacer poético,
considerado el non plus ultra de la literatura. Ese ourobórico autoalimentarse
de la poesía con y por la propia poesía constituye, puede concluirse entonces,
al mismo tiempo un efecto que una causa de la doble conciencia que la bur-
guesía promueve en lo que toca a su comercio con el arte.
En una perspectiva de análisis que tiene algunos puntos de contacto
con la de Bourdieu, pero que también se aventura un poco más lejos, Ter ry
Eagleton, quien a comienzos de esta década procuró dar cabida a una posi-
ción marxista fresca respecto del tema autonómico, nos explica que si bien es
cierto que la noción moderna del artefacto estético es ideológica y que ella se
construye junto con la construcción de las demás formas ideológicas de la
moderna sociedad de clases, precisamente por poner el acento en la autono-
mía del objeto artístico esta noción termina constituyéndose en una especie
de metonimia/ metáfora de la noción (en último término, del tipo) de subjeti-
vidad, también autónoma, que el aparato económico capitalista requiere para
un mejor cumplimiento de sus designios de continuado crecimiento de las
fuerzas productivas, lo que no sólo no es tan espantoso como suena sino que
hasta pudiera ser, y valga la paradoja, celebrable.
Un poco más adelante, en el libro que ahora cito, el crítico británico nos
participa lo fundamental de su tesis. Dice ahí: «La emergencia de lo estético
como categoría teórica se liga estrechamente con el proceso material por cuyo
intermedio la producción de cultura, en una fase temprana de la evolución de
la sociedad burguesa, se convierte en 'autónoma' — se entiende que autónoma
con respecto a las varias funciones sociales que había desempeñado tradicio-
nalmente. Una vez que los artefactos de la cultura llegan a ser mercancías en
el mercado, ellos existen para nada y para nadie en particular, y en
consecuencia se pueden racionalizar, hablando ideológicamente, como si exis-
tieran entera y gloriosamente para sí mismos. Esta noción de autonomía o
autorreferencialidad es la que preocupa de manera prioritaria al nuevo dis-
curso de la estética; y es bastante claro, desde un punto de vista político de
izquierda [radical], cuán incapacitante [disabling] acaba por ser esa idea de la
autonomía estética. No sólo porque, como el pensamiento de izquierda ha
insistido de ordinario, el arte queda de esta manera secuestrado de las demás
prácticas sociales, convirtiéndose en un enclave solitario dentro del cual el
orden social dominante puede encontrar un refugio idealizado respecto de
sus reales valores de competitividad, explotación y posesividad material. Tam-
bién, con más sutileza, porque la idea de la autonomía —de un modo de ser
que se autorregula y autodetermina por completo— abastece a la clase media
con el modelo de subjetividad ideológica que esta necesita para sus operacio-
nes».
Pero es entonces cuando Eagleton se apresura a definir también los lí-
mites de su argumento y a demostrar que, no obstante su sesgo en primera
instancia «incapacitante», el concepto y la práctica de la autonomía poseen
además una fuerza de otro orden, suplementaria y antagónica, cuyos dividen-
dos no debieran descuidarse. En sus palabras: «[la autonomía] suministra un
constituyente básico de la ideología burguesa, pero también pone énfasis en la
naturaleza autodeterminante de los poderes y capacidades humanos, los mismos que
constituyen, en la obra de Karl Marx y de otros, la fundación antropológica de una
oposición revolucionaria a la utilidad burguesa» 65 .
En este argumento de Eagleton, lo que resalta, casi conmovedoramente
en mi opinión, es su deseo de salvaguardar la potencialidad humanizadora y
transformadora del arte. Para eso es que él apela a un cierto fundamento «an-
tropológico» de la doctrina autonomista, el que legitimaría las demandas de
validez de la misma, en lo que acaba teniendo todos los visos de ser un reci-
claje actual, pero hecho esta vez desde una posición politica de izquierda, y
sin duda que preocupada por la desconstrucción (y la descalificación)
postmoderna del humanismo y las ciencias humanas, del esfuerzo setentista
de Schiller.
En fin, independientemente del crédito que nosotros estemos dispues-
tos a otorgarle a las opiniones de Eagleton en lo que atañe a una debatible
«fundación antropológica» del autonomismo, yo estimo que su punto de
vista amerita ser escuchado en el contexto de un revival de las modernas dis-
ciplinas que se ocupan del hombre, un revival que Eagleton patrocina a con-
trapelo de las desconfianzas que simultáneamente lo asaltan respecto de la
vigencia del humanismo burgués, por cuanto ni a él ni a nadie se le escapa
que del recobro de las humanidades (de unas humanidades que no podrán
ser las humanidades burguesas, ni qué decirse tiene) depende la reformula-
ción de un nuevo proyecto de cultura y de vida, una tarea que a muchos de
nosotros nos parece que es, que está siendo ya, el gran imperativo de la histo-
ria del presente. Respecto de este asunto, de proyecciones que son mucho
más amplias por cierto, yo mismo me propongo allegar en una sección poste-
rior de mi libro dos o tres indicaciones que se me ocurre que a lo mejor pudieran
ser tenidas en cuenta durante el curso de una discusión fundamentada de
este problema, así es que por ahora me conformaré con recortar del razona-
miento que bosquejé más arriba sólo aquel sector que posee un interés
relevante para los fines de la etapa actual del análisis, a saber: el amarre que
Eagleton establece entre el «temprano» capitalismo, la moderna sociedad de
clases, la construcción de una nueva ideología y de un nuevo sujeto social, los
procesos de especialización que se generan y multiplican a causa de ello y el
autonomismo estético. Todo eso sin olvidarme ni por un segundo de que el
último de los fenómenos mencionados acarrea desde sus orígenes históricos
una carga diferencial y antitética, que no debe ni puede olvidarse, a la que por
el contrario hay que tener la precaución de percibir y distinguir como corres-
ponde y que es la misma que se seguirá profundizando en los siglos venide-
ros hasta llegar a extremos con los que los autonomistas de la época de aper-
tura ni siquiera soñaron.
Las relaciones entre discursos pueden ser de complicidad, cuando los discursos
que habitan un texto colaboran, de coexistencia pacífica, cuando solamente se toleran,
o de contradicción, cuando hay conflicto entre ellos. Un programa de crítica
práctica que preste atención a estos distingos o, lo que es lo mismo, que al
preparar al crítico para su enfrentamiento posterior con las obras singulares
anticipe con sabiduría e ingenio los tipos de conexiones con los que éste va a
encontrarse necesariamente, será, creo, de algún beneficio. No sólo eso, sino
que también se puede anticipar que los análisis específicos que se ejecuten a
partir de semejante programa arrojarán luz sobre un número significativo de
misterios no resueltos y que constituyen paraderos asiduamente frecuenta-
dos por el quehacer contemporáneo con los textos. Misterios tales como el del
rupturismo vanguardista o tan sólo renovador que anima el paso de determi-
nadas obras por la historia, dada su actuación dialécticamente conflictiva
dentro de un paradigma de textualidad que se manifiesta ya caduco, o el de la
«doble voz» de la escritura femenina, por lo menos de la más tradicional 68,
podrían abordarse por ejemplo con una mayor competencia metodológica si
hacemos nuestra esta herramienta. También estimo que con su ayuda debiera
sernos posible resemantizar todo un elenco de oposiciones binarias de gaseosa
circulación en el pasado y que son oposiciones que sacan la cabeza en prosce-
nios críticos y paracríticos diversos. Una de ellas es la de Heinrich Wölfflin ,
entre el arte clásico, «lineal», «compacto», «tectónico», «equilibrado» (entre la
importancia equivalente que el arte clásico le asigna a las partes y la que le asigna
al todo) y «claro», de un lado, y el arte «barroco, «pictórico», «estratificado»,
0
Además, los discursos que son objeto de nuestra atención crítica pueden
volcarse, y se vuelcan, en continentes textuales de distinta factura semiótica. El len-
guaje escrito, el continente casi único de la literatura en el campo de los viejos
estudios literarios (se hablaba también en aquella época de «literaturas ora-
les», pero hasta los estudiantes bisoños no tardaban en enterarse de que por
debajo de esa esplendorosa etiqueta reverberaba una contradicción asaz gro-
sera, por lo que a la hora de decir en qué consistían las literaturas orales sus
profesores o no lo hacían o lo hacían caminando cuanto más rápido mejor),
pierde, a partir del recorte epistemológico que estamos describiendo, su ex-
clusividad. Para fortuna de una región del planeta en la que contamos con un
vastísimo repertorio de sistemas semióticos alternativos, e incluyéndose den-
tro de éstos a cientos de lenguas naturales que no son los llamados «idiomas
patrios», y que también (pero esta vez no por fortuna) es una región del pla-
neta en la que en lo que concierne al empleo más o menos competente de esos
llamados «idiomas patrios» los porcentajes de analfabetismo o de semialfabe-
tismo han sido y siguen siendo indesmentiblemente obscenos, nuestro objeto
actual son los textos, no importa cuál sea su factura semiótica, y dentro de
ellos, el o los discursos que los colman. En cuanto a estos últimos, el factor
estético puede o no formar parte de la composición. Como nosotros lo hici-
mos ver en el momento oportuno, a alguien como Hayden White pudiera
ocurrírsele argumentar que el mismo forma parte de ella por necesidad. De
darle nosotros acogida a las palabras de White (o a las de aquellos que son
como White), y yo me inclino porque se la demos, nuestros análisis tendrán
que hacerse responsables por las consecuencias de esa decisión, haciendo uso
del esquema tipológico bifronte que propusimos en el capítulo cuatro de este
documento o de algún otro similar.
El caso es que, con el cambio de guardia que nos ha sobrevenido, en
los recintos ceremoniales del oficio estamos asistiendo con suma frecuencia a
unos actos de despedida (los que nosotros profetizamos que se prolongarán
hasta que un proyecto histórico nuevo acuda a poner orden en la Babel del
presente) no sólo de la ciencia de la literatura sino también del canon literario
que instituyeron los magistris Iudi de otrora. Puede comprobarse en efecto que,
entre aquéllos que oficiamos en los recintos mencionados, somos ya un grupo
grande los que no sólo no hacemos ciencia de la literatura, como nuestros
maestros esperaban que la estuviéramos haciendo a la edad que tenemos, ni
tampoco hacemos ciencia de los textos escritos o pronunciados en el lenguaje
«oral» (en verdad, la ciencia de los textos pronunciados en el lenguaje oral era
también una ciencia de los textos escritos, sólo que de unos textos escritos en
los que a menudo se imitaba la retórica del lenguaje de la oralidad, como a
propósito del Martín Fierro y demás poemas de su mismo tipo lo estableció
Borges en «La poesía gauchesca» y «En el escritor argentino y la tradición» 129 .
Muy lejos nos encontrábamos en aquella época de las investigaciones señeras
de un Martin Lienhard o de una Regina Harrison en este sentido), sino que
hacemos interpretación de artefactos semióticos de variopinto plumaje.
Pero, al afirmar que los objetos que contemporáneamente despiertan
nuestra apetencia interpretativa son artefactos semióticos sin más, abstenién-
donos de incurrir en especificaciones mayores, le estamos abriendo la
puerta de nuestra casa disciplinaria a una legión de solicitantes exóticos.
La única condición que les habremos puesto a esos muchos reclamantes, para
darles cabida en un espacio de conocimiento al que no sin optimismo segui-
mos considerando nuestro, es que ellos se atengan a los requisitos del signo
lingüístico. El que sean además signos de la lengua natural, oral o escrita, o
de otras «lenguas», y el que posean tal o cual valor estético, no tiene ni la
menor importancia. En rigor, cuarenta años después de pronunciado su discur-
so de Bloomington, pareciera ser que, de las dos perspectivas que Jakobson
utilizó en 1958 para sintetizar «lo literario», cuando caracterizó a la literatura
como un «arte verbal», la única que ha sobrevivido es la segunda: el verbo.
Trátase en el fondo de un síntoma más de esa «invasión» de la lingüística a
cuyos progresos el propio Jakobson contribuyó con denuedo, de la que habla-
ba Derrida ambiguamente en 1966t 30 y de la que vuelve a hablar, pero esta vez
sin ni una pizca de complacencia, Gabrielle Spiegel en 1994. Cito a esta última
porque su diagnóstico me parece que va a dar en el blanco: «Cuando se exa-
mina el clima crítico actual desde la posición ventajosa de un historiador, la
i mpresión que se apodera de uno es la de una disolución de la historia, de
una huida de la 'realidad' hacia el lenguaje, entendido éste como agente cons-
titutivo de la conciencia humana y la producción social de sentido [...] Lo que
une a estas variantes pre y postestructuralistas es su fe en una epistemología
que tiene al lenguaje por modelo, al que considera no como un reflejo del
mundo aprehendido mediante palabras, sino como constitutivo de ese mun-
do, es decir, como 'generativo' antes que'mimético'»t 3 '.
La «invasión de la lingüística», entonces, que empezó por reducir la
literatura al signo y a las operaciones del signo, hizo después lo mismo con
las demás artes, reduciéndolas también a ellas, si es que no al signo lingüísti-
co, en cualquier caso al signo semiótico. Por eso, el apretón analítico al que
nosotros sometimos inicialmente el planteo de Jakobson del 58, cuando veri-
ficamos que el punto de llegada de su raciocinio en aquel año no coincidía
con el punto de partida, necesita ser recuperado en este tramo de nuestro
relato. Se recordará que nosotros concluimos en el capítulo primero de este
libro que la lingüística y la semiótica podían dar cuenta de las artes como
sistemas de signos, pero que no pueden ni podrán dar cuenta nunca de las artes
como artes. A esa incapacidad constitucional a la que se hallan sometidas tanto
la lingüística como la semiótica para abarcar las dos variables que supone nuestro
trabajo crítico con la literatura y el arte, estimo yo que puede atribuirse, al
menos en el área chica del campo de juego (en el área grande, cabria referirse
además a la complicidad entre el pre y el postestructuralismo, como bien
anota Spiegel en el artículo citado, y eso sin contar con los factores histórico-
generales que existen sin duda y en los que nosotros no podemos demorarnos
aquí), la confusión de papeles y fronteras, entre lo alto y lo bajo, lo principal y
lo secundario, lo central y lo marginal, que hoy estamos contemplando. La
consecuencia lógica de esta confusión no es otra que el advenimiento de un
tiempo de los «subversivos» y, a partir de ello, la puesta en marcha de un
tobogán de reivindicaciones tan desabotonado que muchas veces nos induce
a preguntarnos si es que no estamos poniendo de cabeza lo que hasta ayer
anduvo de pie y sin afectar en absoluto las bases estructurales del sistema. Es
por esta esquina de la reflexión por donde hace su entrada en la escena, con
todo el peso de sus connotaciones, no sólo estéticas sino también sociales y
políticas, el debate acerca del canon.
A nosotros, todo esto nos obliga a volver sobre las opiniones que
en torno a la problemática del canon ha expuesto un crítico de juicio tan
respetable como Walter Mignolo. En una serie de influyentes trabajos,
todos ellos dados a conocer durante la última década, Mignolo, además
de pasar revista al proceso de desestabilización de las obras canónicas
que ha tenido lugar en América Latina desde fines de los años setenta
(un libro de Carlos Rincón, de 1978, El cambio de la noción de literatura,
podría ser el primero de una ya larga serie), insiste en cuánto mejor sería
que nosotros nos acostumbráramos a pensar los temas relativos a la «for-
mación del canon» desde el punto de vista de una suerte de neutralidad
cientificista («epistémica», dice él). No contento con eso, a poco andar de
su trabajo Mignolo termina abogando (y ahora abiertamente) por un cam-
bio de objeto, por la conveniencia de que disasociemos el corpus del
canon, y dando a entender que este último es bien poco lo que interesa o debie-
ra interesar a las personas de nuestra profesión. Dice sobre el tema: «Me gusta-
ría partir del ámbito del habla y de la diversidad de sistemas de escritura en los
que se enmarcan expresiones humanas complejas y en los que se establecen las
condiciones para la existencia misma de interacciones semióticas. Me gustaría,
en suma, pensar en el campo de estudio como en un corpus de interacciones
semióticas más que como en un canon de obras literarias y ver a este último no
como una alternativa sino como una subclase del primero. El canon, en otras
palabras, es una parte del corpus y no su antítesis» 135 .
Esto significa que, si nuestra orientación es epistémica y no «voca-
cional» (uso las palabras del propio Mignolo), nosotros, al asumir las
consecuencias de semejante orientación, nos autodespojamos, debiéramos
autodespojarnos, de cualquier prurito selectivo, estético o ético, permitiendo
que nuestro objeto de conocimiento por excelencia sea el corpus de los
textos en su integridad (y, en el caso de que fuese el canon aquello que
todavía nos llama la atención, se subentiende que nuestra curiosidad
quedará circunscrita al tratamiento de problemas tales como el de su for-
mación y su transformación, su representatividad o sus designios menos
obvios). Habrían pasado así los buenos tiempos en que este oficio nues-
tro pudo asumirse como si él nos proveyera con los medios para correr
nosotros mismos las alambradas del canon, moviendo hacia allá unos
cuantos ítems desde el espacio del corpus. De lo que ahora se trataría es
de desenfatizar, por lo menos para los efectos de un funcionamiento dis-
ciplinario de carácter cognoscitivo y no vocacional, los problemas del
canon. En el último de los textos de Mignolo que yo he leído acerca de
este asunto, el veredicto fatídico es que «si se acepta que en el campo de
los estudios literarios tiene cabida Biografía de un cimarrón y la sublitera-
tura, se acepta que los estudios literarios no se definen por el contenido
del campo de estudio sino por los principios metodológicos e ideológi-
cos de la práctica disciplinaria». «Hay», sigue explicando Mignolo, «una
diferencia radical entre canonizar Biografía de un cimarrón (o ejemplo se-
mejante) con la buena voluntad de hacerlo ingresar en el panteón de los
estudios literarios, por un lado, y liberar los estudios literarios de las
garras del canon para abrirlos a las incertidumbres del corpus (narrativa
testimonial, subliteratura, cultura popular, etc.), por otro» 1 .
¿Cuáles son las consecuencias de esta posición de Mignolo? Pienso
yo que ella nos muestra con inmejorable pulcritud una de esas despedi-
das a las que me referí en las páginas iniciales de este capítulo. Ni ciencia
de la literatura ni estética literaria. En cambio, semiótica textual, inter-
pretación de textos semióticos y con criterios de validación que estarían
basados en los «principios metodológicos e ideológicos de la práctica
disciplinaria».
Pero tampoco puedo yo pasar por alto, en la última frase de Mig-
nolo que cité, algo así como la insinuación de un repliegue. Porque, si
interpreto bien sus palabras, lo que él nos está proponiendo al fin de
cuentas es que erradiquemos la problemática del canon de nuestros pla-
nes de trabajo (en cualquier caso, que la erradiquemos de nuestros
planes de trabajo «epistémico»), es decir, que eliminemos la selección y
la jerarquía para los efectos de nuestro funcionamiento como investiga-
dores y exégetas del discurso y del texto, no importa cuáles sean sus
versiones concretas, y que para esos mismos efectos (pues otra cosa sería
la vigencia del canon dentro de un «contexto curricular: ¿qué se debe en-
señar y por qué?)»t 37, nos quedemos nada más con el corpus. Pero he aquí
que Mignolo le asigna luego a la disciplina la obligación de establecer
ella misma (¿y para qué?, es lo que me pregunto yo ahora) ciertos enig-
máticos «principios metodológicos e ideológicos». Parecido al trastabillen de
Catherine Belsey, que nosotros registramos en nuestro capítulo seis y
quien, después de decir que la historia cultural que ella patrocina «no
rehúsa nada», acaba abogando por el establecimiento de ciertos «princi-
pios de selección» 138, yo tiendo a ver en este repliegue de Mignolo el
indicio de que operar dentro de una textualidad sin limitaciones es o
puede ser también una forma de limitación.
Tal vez me esté pasando de listo, pero si como sospecho la metodología
enmascara en el discurso teórico de Walter Mignolo a la ciencia y la ideología a
la estética, no es imposible que las líneas citadas contengan la vaga nostalgia de
un orden, de algún orden, y que no tiene por qué ser el mismo que Mignolo
menciona al final del artículo de marras, cuando, con un sarcasmo del que yo
comparto sólo en lo que dice relación con el aprecio por la caricatura, él habla
de «la firme entidad e identidad de un sujeto cognoscente o de la comprensión,
139
que vive todavía bajo el callado espejismo de un sujeto trascendental» .
Todo esto ocurre porque la función de la crítica literaria moderna con-
sistió, desde su nacimiento en medio de las grandes conmociones políticas y
culturales que tuvieron lugar en el siglo XVIII, en establecer unos «princi-
pios» (si no los establecemos nosotros, quién va a hacerlo...) y en diseminar a
continuación un conocimiento de la literatura que, afirmándose sobre dichos
principios, cerraba el circuito de sus actuaciones reingresando en la arena
social. En el primer paradero de este periplo, en el que como digo hemos de
ver uno de los sucesos característicos de la historia de la modernidad, aun
cuando no pueda negarse que los principios de la crítica literaria tienen su
punto de origen en la arena social, no es menos innegable que ellos no nacen
ahí con el aspecto con que los veremos actuar posteriormente. Lo que emerge
desde la arena social y llega luego hasta la mesa del crítico es sólo un cúmulo
de aspiraciones confusas de parte de los consumidores de libros, quienes no
saben bien cómo seleccionar y jerarquizar una masa bibliográfica que los
atemoriza, y la que es o será tanto más grande cuanto mayor llegue a ser el
desarrollo de la tecnología de la reproducción mecánica. En tales circunstan-
cias, lo que esas personas desean es disponer entre el objeto y el sujeto de
conocimiento la máquina de destrezas especializadas a la que nosotros nos
referimos en el capitulo tres, máquina ésta que se supone que los críticos esta-
mos en condiciones de producir (o de entender) y sin cuya mediación se da
por un hecho que el polo receptivo de la textualidad moderna no funciona
como es debido.
No intento yo decir con esto que las intenciones del público conforman
un sistema de demandas homogéneo, que eso quede bien Jaro. La disciplina
crítica responde de maneras diferentes a demandas que también lo son. Res-
ponde y envía de vuelta sus respuestas hacia el entorno comunitario, el que
las utiliza con el apego a la letra que cada uno de sus múltiples componentes
estima que es el más legítimo o el más útil para sus propios fines.
Por otra parte, la distinción entre una crítica académica o universita-
ria, que como sabemos hace su debut en Francia a mediados del siglo XIX, en
las cátedras de Villemain, Brunetiére y otros, y una crítica pública, procede
con más o menos lucidez del reconocimiento de una dualidad funcional que
concibe a la primera como un origen y a la segunda como un puente o una
correa transmisora del saber especializado, y sin perjuicio del adelgazamien-
to que como a todos nos consta implica la divulgación periodística. Esto quiere
decir que más establecida allí donde más profunda llega a ser la división del
trabajo intelectual, y por ende donde más firme llega a ser la entronización de
los llamados «estudios literarios» en el interior del establecí miento universita-
rio, la crítica académica ha sido un referente indispensable de la conciencia
ilustrada desde hace ya un siglo y medio. Por lo tanto, resulta preocupante (y
deprimente) que ese orden de cosas tienda a revertirse en la actualidad, y que
sean hoy por hoy los periodistas los que nos fijan el canon. Pero es preciso
dejar establecido en este punto que esos mismos periodistas rara vez hablan
(o escriben) desde el adentro de sus propias preferencias técnicas o valóricas,
limitándose por lo común a servir de portavoces para las preferencias
técnicas o valóricas de otros, en definitiva para las de aquéllos o algunos de
aquéllos que constituyen el aparato financiero, de poder y comunicacional
del que dependen sus actividades profesionales. Por eso, porque ese aparato
constituye hoy una mancha de aceite que crece y se expande hacia y hasta los
rincones más insospechados del cuadro social y cultural (el estado lastimoso
de la universidad contemporánea contribuye a esta crisis de una manera que
a nosotros nos duele personalmente), es que los vasos comunicantes que otro-
ra conectaban la crítica académica con la crítica pública tienden a funcionar
en un sentido que es inverso al que adoptaban en aquellos tiempos fundacio-
nales. Invalidado el ascendiente universitario sobre las opciones del público,
no cabe duda de que el territorio queda libre para la introducción de unos
adefesios discursivos de los cuales en otras condiciones no habría sido me-
nester ni siquiera enterarse.
Yo siento que, pese a todo su semioticismo, a mi colega y amigo Walter
Mignolo le cuesta renunciar a las expectativas de aquel programa de la época
primigenia, el que a nuestra práctica profesional le fijaron las aspiraciones
civilizadoras de la modernidad (tanto como le cuesta a Cathe ri ne Belsey, más
aún considerando que ella adhiere al credo de los «B ritish Cultural Materia-
lists, quienes tienden a acentuar la subversión mucho más que la contención»
y que a esa subversión le resulta indispensable poseer un instrumento de dis-
crimen sobre la cual apoyarse. Si todo es igual, ¿contra qué y para qué nos
«subvertimos»? 140) y no me parece nada de malo que así sea, aun cuando por
otro lado sea el mismo Mignolo quien precisa que los estudios literarios
latinoamericanos del presente «se auto-representan y auto-definen por la ma-
nera de analizar las prácticas discursivas, y no por la cualidad de las prácticas
discursivas que141analizan» y que tales cambios cuentan con su «aceptación» y
su «adhesión»
No quiero yo herir los sentimientos de nadie, menos aún rasgarme las
vestiduras, pero es sobre este suelo teórico incierto, jabonoso hasta causarnos
verdadera zozobra, donde nos encontramos parados en los días que corren.
En un libro colectivo, que se titula Canons, así, en plural, lo que desde luego
adorna al volumen con una señal de advertencia, y que se publicó en Estados
Unidos en 1984, la autora del primer ensayo, después de lamentarse de que el
valor, que es un «objeto digno de exploración teórica, histórica y empírica», se
haya perdido «para la investigación seria», ponía fin a su trabajo con el pinto-
resco descubrimiento de que «el valor de una obra literaria es producido y
reproducido continuamente por los mismos actos de evaluación implícita y
explícita que se invocan a menudo como si ellos 'reflejaran' el valor y fueran
su evidencia. En otras palabras, lo que comúnmente se consideran los signos
del valor literario son, en efecto, sólo sus resortes [springs]. La duración de un
autor canónico clásico, como Homero, se debe no al pretendido valor univer-
sal o transcultural de sus obras, sino, por el contrario, a la continuidad de su
circulación en una cultura particular» 142 . Poco antes había puntualizado ella
misma que «la 'supervivencia' o la 'duración' de un texto —y su logro de un
alto status canónico no sólo como 'obra literaria' sino como un 'clásico'— no se
debe a una fuerza objetivamente conspiracional (en el sentido marxista) de
parte de las instituciones del establishment, ni tampoco al aprecio continuo de
las virtudes intemporales de un objeto al que han fijado generaciones sucesi-
vas de lectores solitarios, sino, más bien, a una serie de interacciones
continuas entre un objeto variablemente constituido, condiciones emergentes
y mecanismos de selección y transmisión cultural. Estas interacciones son, en
alguna medida, análogas a aquéllas en virtud de las cuales las especies bioló-
gicas se desarrollan y sobreviven» 143 . Pero, ¿no es este un parto de los montes?
Nos lamentamos del desdén que la crítica académica de los últimos cuarenta
o cincuenta años ha mostrado por la evaluación de los textos con los cuales
ella trabaja y, cuando queremos reintroducir la evaluación entre los hábitos
de esa crítica, no encontramos nada mejor que postular que el valor de las
obras depende de la frecuencia con que quienes lo confieren así lo declaran y
de la aptitud cuasi biológica de dichas declaraciones para «sobrevivir». Nada
increíblemente, el título del ensayo que acabo de citar es «Contingencias del
valor». Más contingencia, imposible.
¿Por qué sorprendernos entonces de que la clarinada del día sean los «estudios
culturales»? La cuadratura del círculo nos la suministra, como en otras ocasio-
nes, Jonathan Culler, ahora en las páginas de un manual aparecido en 1997:
«Pudiera decirse que los dos van juntos», escribe ahí, «la 'teoría' es la teoría y
los estudios culturales son la práctica». Y remata esa observación, escribiendo
con cursiva que «Los estudios culturales son la práctica de la cual lo que llamamos
la 'teoría' para abreviar es la teoría»'".
Proliferan, en efecto, en los últimos años, las publicaciones en las que
se plasma esta nueva (y vieja: texto cultural es, dicho de una manera todavía
inconsulta, todo lo que no es el texto literario, histórico, filosófico, etc., en el
sentido que tradicionalmente se les daba a estas compartimentalizaciones)
clase de estudios críticos, trabajos más y menos extensos y más y menos
sesudos acerca de discursos de tanta trascendencia para el bienestar y la per-
duración de la raza humana sobre el planeta como son las bitácoras de los
exploradores del Polo Norte o las películas de Rambo protagonizadas por
Sylvester Stallone. «Profesores de francés que escriben libros sobre los ciga-
rrillos o sobre la manía norteamericana con la gordura; shakespeareanos que
analizan la bisexualidad; expertos en el realismo que están trabajando sobre
los asesinatos en serie...»', la verdad es que nada pareciera hallarse a salvo
de la avidez pantagruélica de los estudios culturales. Si por ejemplo nos aproxi-
mamos a la que bien pudiera ser la más popular entre las varias antologías
que ya circulan acerca del tema, veremos que sus editores la introducen pro-
clamando una amplitud del objeto tan espléndida que prácticamente carece
de fronteras. «Categorías mayores» de ese objeto son, según ellos, «la historia
de los estudios culturales, el género y la sexualidad, la nacionalidad y la
identidad nacional, el colonialismo y el postcolonialismo, la raza y la etnici-
dad, la cultura popular y sus públicos, la ciencia y la ecología, la política de la
identidad, la pedagogía, la política de la estética, las instituciones culturales,
la política de la disciplinariedad, el discurso
146
y la textualidad, la historia y la
cultura global en una edad postmoderna»
En resumen, todo o casi todo. Agreguemos a eso que, a causa del a o
antidisciplinarismo radical que se advierte en las expresiones más represen-
tativas de la tendencia, la amplitud en lo que concierne al método no es
menor. Se proclama acerca de este particular el disfrute por parte del estudioso
de una libertad máxima en el uso de los medios de conocimiento ya existen-
tes, el marxismo, el feminismo, el psicoanálisis, o en general las estrategias
epistemológicas del postestructuralismo y el postmodernismo, junto con de-
jar muy bien sentado que por su parte los estudios culturales «no tienen una
metodología que les sea propia, ningún tipo de análisis estadístico, etnometo-
dológico o textual del que puedan llamar suyo» y que ni siquiera «los estu-
dios culturales pueden garantizar cuáles son las preguntas importantes en un
contexto dado o cómo responderlas» 147
Con todo, los editores que estoy citando detectan en estos nuevos
estudios (y en estos nuevos estudiosos) un cierto interés por la conexión
entre las prácticas culturales y el poder y subrayan por eso mismo una
ostensible preferencia por todo aquello que hasta hace algunos años solía
ser enviado al patio de atrás, así como también el deseo de mantener un
resquicio (al menos eso) a la posibilidad de la intervención del intelectual
en los negocios de la polis, por muy contextualizada y efímera que ésta
sea. Todo lo cual dificulta una definición enormemente, pero ellos no se
amedrentan y la acometen de todas maneras. Va así: «Los estudios cultu-
rales son un campo interdisciplinario, transdisciplinario y a veces contra-
disciplinario que opera en la tensión entre sus tendencias para abrazar
tanto una concepción de la cultura amplia, antropológica, como una más
ceñidamente humanista. Al revés de la antropología tradicional, sin em-
bargo, ha surgido de los análisis de las sociedades industriales modernas.
Es típicamente interpretativo y evaluativo en sus metodologías, pero al
revés del humanismo tradicional rechaza la ecuación exclusiva de la cul-
tura con la alta cultura y argumenta que todas las formas de producción
cultural necesitan ser estudiadas en relación con otras prácticas culturales
y con las estructuras sociales e históricas. Los estudios culturales están de
este modo comprometidos con el estudio de un espectro entero de las ar-
tes, creencias, instituciones y prácticas comunicativas de la sociedad» 14 $.
Por supuesto, esta indeterminación de los estudios culturales con res-
pedo a sí mismos no es casual. No es que estos estudios (o estos estudiosos)
no tengan la habilidad que se requiere para administrarse un objeto o unos
procedimientos metodológicos, lo que pasa es que no quieren hacerlo. Porque los
estudios culturales surgen en el vacío que deja la imposibilidad, cuando no la
indisposición voluntaria por parte de las disciplinas del humanismo moder-
no para dar cuenta de una agenda de asuntos que cada vez las presionan con
mayor impaciencia. Es evidente que esas disciplinas tradicionales se han re-
sistido hasta ahora prestar oído a tales presiones. No sólo la crítica literaria,
sino también la historia, la sociología, la antropología, la filosofía, la piscolo-
gía, etc., son todos quehaceres especializados que trazan, cada uno con su
propio sistema de pesos y medidas, el perímetro de su pertinencia o, para
decirlo con más precisión aún, su política de inclusiones y exclusiones. En
conjunto, esas políticas forman o formaron la política de inclusiones y exclu-
siones de las llamadas humanidades o ciencias humanas durante los últimos
trescientos o más años de la historia de Occidente, la que no era inmotivada.
Por detrás de ella, lo que se alzaba era una cierta idea del hombre. Esa idea
del hombre era la que autorizaba y desautorizaba, la que protegía y excomul-
gaba. En el último análisis, lo que los estudios culturales están combatiendo
es la legitimidad y, por lo tanto, la autoridad de ese constructo ideológico
básico, el mismo que respalda aún a las prácticas del humanismo contempo-
ráneo.
Pero hay algo más. Como Mignolo y Belsey en el debate sobre el ca-
non al que nosotros nos referimos en el capítulo precedente, pareciera ser
que los culturalistas de los años ochenta y noventa se han convencido de
que su tarea no consiste en desconstruir el programa de las disciplinas cu-
yas respuestas ya no los satisfacen, para reconstruirlo después, refraseando
así los estatutos exclusionistas que las constituyen de una manera «actuali-
zada». No sólo sienten que habría en ello un proyecto de desenlace por de-
más conjeturable, sino que el intento mismo importaría, a juicio de sus más
escuchados portavoces, un cazabobos a carta cabal, cuyo fruto previsible no
es otro que el reemplazo de un set de exclusiones insatisfactorio por otro set
de exclusiones igualmente insatisfactorio o que, en el mejor de los casos, con
algo de suerte, podría ser un poco menos rígido que el anterior. Una reflexión
de Fred ri c Jameson, en Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism,
aclara bien el sentido de esta suspensión, al parecer sine die, de las viejas ba-
rreras disciplinarias. Escribe Jameson ahí: «argumentar que la cultura carece
hoy de la relativa autonomía de la que disfrutó una vez, como un nivel entre
otros en momentos anteriores del capitalismo (y ni qué decir de las socieda-
des precapitalistas), no implica necesariamente su desaparición o su
extinción. Por el contrario, debemos ir más allá y afirmar que la disolución de
una esfera autónoma de la cultura ha de ser imaginada en términos de una
explosión: una expansión prodigiosa de la cultura a través del ámbito social,
hasta el punto en que acerca de todo en nuestra vida social —desde el valor
económico y el poder del Estado a las prácticas y a la estructura misma de la
psiquis— se puede decir que ha llegado a ser 'cultural' en algún sentido nuevo
y todavía no teorizado» 19
Miradas entonces desde el punto de vista de este rebalse formidable
de aquellos saberes que las humanidades empezaron a reputar como su-
yos desde el Renacimiento, revueltos todos ellos en el caldero sin fondo
de «la cultura», lo que el análisis de Jameson comprueba alegremente,
como vemos, se entiende por qué para muchos de los participantes en la
discusión culturalista contemporánea estas disciplinas, en la forma que
ellas conservan aún o en cualquiera otra, no tienen salvación. No es de ex-
trañar entonces que los prosélitos del culturalismo opten por refugiarse
en los extramuros del juego intelectual, por establecer tienda aparte, por
ponerse en una orilla de indeterminación aposta con respecto a los proto-
colos del quehacer académico establecido, y que es una orilla desde la cual
al investigador de la cultura debiera serle posible continuar con su trabajo
sólo que ahora sin correr el riesgo de que el policía disciplinario venga y le
diga que lo que está haciendo no tiene cabida dentro de los parámetros
que autoriza la Ley.
También es comprensible que a la mayoría de los teóricos que manifies-
tan interés en este tema la falta de un objeto y un procedimiento precisos no les
preocupe seriamente. Menos aún les preocupa a aquellos otros que, dentro del
mismo sector, han sido atraídos hacia él por un interés predominantemente
político y que se concentra de preferencia en los grupos humanos a los cuales la
legalidad filosófica anterior dejó, como dice Luce Irigaray respecto de las muje-
res, sin representación o con una representación apropiada por los dueños del
poder 150 .
Pero, para poner las cosas en su justo lugar, es preciso que nos haga-
mos cargo también de que la atmósfera intelectual que abrió paso a la popu-
laridad de los estudios culturales es muy anterior a los trastornos ocurridos
durante estos últimos años. En el fondo, lo que aquí estamos ponderando
son las consecuencias de una doble crisis. A fines de la década del cincuenta
y comienzos de la del sesenta, una crisis del marxismo, que tiene como esce-
nario a Inglaterra, donde se inicia una polémica desde la izquierda contra el
marxismo ortodoxo, especialmente contra su economicismo; y en las décadas
del ochenta y noventa, una crisis generalizada de las compartimentalizacio-
nes disciplinarias en el entero territorio de las humanidades, resultado este
nuevo proceso de un movimiento general dentro de la historia contem
poránea y de sus secuelas respectivas. Es en el marco de esta situación his-
tórica nueva, con características marcadamente desestabilizadoras, que se
genera una brecha filosófica de dimensiones diz que insalvables entre los
supuestos del humanismo moderno y el sentir de algunos connotados re-
presentantes de la teoría crítica. Pero para no olvidarnos del primero de los
reajustes mencionados, anotemos aquí que él tuvo por protagonistas a gen-
te como Raymond Williams, en Culture and Society (1958) y The Long Revolu-
tion (1961); Richard Hoggart, en The Use of Literacy (1958); y E. P. Thompson,
en The Making of the English Working Class (1963). Del segundo reajuste, cu-
yas ambiciones son como se ha visto bastante más radicales, creo que se
pueden encontrar no sólo primicias sino contribuciones de una envergadu-
ra que no es despreciable en la crítica del eurocentrismo que en la práctica
antropológica llevaron a cabo Lévi-Strauss y sus discípulos en la década del
cincuenta, en la preocupación por la cultura del grupo de Frankfurt —pre-
ocupación de Horkheimer y Adorno principalmente—, en la relectura que
Lacan hizo de Freud a partir de los años cincuenta y en la profesión de fe
agresivamente antihumanista con la que iba a presentar sus credenciales el mar-
xismo althusseriano. Pero cuando el temporal arrecia con más fuerza es en el
curso de los años setenta, ochenta y noventa, ahora debido al cuestionamiento
postestructuralista y postmoderno, de la plataforma teórica y operativa del
humanismo y las humanidades.
Cuesta poco comprobar que, en la primera de sus apariciones en
público, aquélla que se remonta al segundo lustro de la década del cin-
cuenta en Inglaterra, los estudios culturales intentaron dar respuesta a una
problemática de límites circunscritos a través de una actitud crítica que en
su disputa con el pasado no pretendía hacer tabula rasa. Bien mirado, ese
culturalismo inglés de los años cincuenta obedeció básicamente a un
prurito de reforma: a la puesta en evidencia de aquellas necesidades «su-
perestructurales» de las que el marxismo había prometido hacerse cargo
en algún momento de su zigzagueante trayectoria, pero a las que acabó, si
es que no renunciando por completo, en cualquier caso disolviéndolas den-
tro de una praxis en la que el factor económico y de clase se llevaba la
parte del león. Raymond Williams, Richard Hoggart y E. P. Thompson,
que se dieron cuenta de las consecuencias menoscabantes que ese déficit
de una reflexión sobre la cultura tenía para los propósitos transformadores
de la ciencia de Marx, pusieron en marcha entonces el proyecto culturalis-
ta británico de izquierda. Williams sobre todo, a partir de su libro Culture
and Society, de 1958, fue el que desarrolló la tesis del «materialismo cultu-
ral», basándose en la premisa de que la cultura encierra a «la totalidad de
la vida», por lo que no se la debe tratar como si ella fuese la cara opuesta y
desechable de la materia (de la economía para el reduccionismo stalinista
del que Williams tenía un ejemplo tan patente como heroico en el malo-
grado Christopher Caudwell).
Por el contrario, la cultura va a constituir para Williams la materia
misma de que la vida está hecha, el espacio donde todo, incluido el dato
económico, se presenta indefectiblemente. Explicó en 1958: «Nunca ob-
servamos el cambio económico en condiciones neutrales, de la misma manera
en que no podemos observar la influencia exacta de la herencia, la que
sólo se halla disponible para su estudio cuando está ya incorporada en un
ambiente. El capitalismo, y el capitalismo industrial, que Marx pudo des-
cribir en términos generales mediante el análisis histórico, aparece sólo
dentro de una cultura existente. La sociedad inglesa y la sociedad francesa
se encuentran ambas, hoy, en ciertos estadios del capitalismo, pero sus
culturas son perceptiblemente diferentes y por razones históricas sólidas.
El que ambas sean capitalistas puede ser determinante al fin, y ello puede
constituirse en una guía para la acción social y política, pero es claro que,
si lo que nos proponemos es entender las culturas, nos debemos al modo
de vida como un todo» 151 .
Hoy, aunque Wil li ams sigue siendo objeto de veneración en diversas
capillas teóricas, su trabajo ha sido revisado y vuelto a revisar varias veces. La
continuidad en Inglaterra de su proyecto y del de Hoggart, que se cumple a
través del Centre for Contemporary Cultural Studies de Birmingham, pasó a
manos de los culturalistas postestructuralistas, Stuart Hall, Dick Hebdige y
otros, que como los iniciadores de la tendencia están interesados en la poten-
cialidad transformadora que la cultura posee de suyo, pero sintiéndose cada
vez más distantes del objeto y los métodos de la ciencia marxista. Si Williams
quiso reformar el marxismo desde adentro, sus descendientes prefieren insta-
larse en otro sitio.
Pero he aquí que de pronto, en lo que toca a esta manera de acercarse a
la problemática políticosocial por parte de la familia culturalista, en el centro
de su último libro, The Location of Culture, Homi K. Bhabha, uno de los nom-
bres de más ancho cartel entre los varios que parecen disputarse el liderazgo
de la corriente, acusa: «La posición enunciativa de los estudios culturales con-
temporáneos es compleja y problemática. Pretende institucionalizar un es-
pectro de discursos transgresores cuyas estrategias han sido elaboradas en
torno a lugares no equivalentes de representación, donde una historia de dis-
criminación y de falsa representación es común entre, digamos, mujeres, ne-
gros, homosexuales e inmigrantes del Tercer Mundo. Sin embargo, los 'sig-
nos' que construyen tales historias e identidades, género, raza, homofobia,
diáspora de postguerra, refugiados, la división internacional del trabajo, etc.,
no sólo difieren en contenido sino que a menudo producen sistemas incom-
patibles de significación y se involucran en distintas formas de subjetividad
social» 152
Bhabha escribe estas palabras desde su posición de culturalista postco-
lonial, una posición a la que nosotros nos referiremos dentro de algunos mi-
nutos pormenorizadamente. Pero lo que nos está descubriendo, aun en ese
sector más acotado de la corriente culturalista at large, es que la revoltura
indiscriminada de «signos» disímiles dentro de un mismo caldero teórico
obstaculiza un examen responsable de las diferencias. Si es efectivo que las
antiguas disciplinas humanísticas bloquearon el conocimiento de tales o cua-
les regiones de la realidad (y, peor aún, de la humanidad), no es menos efecti-
vo que la indiferenciación culturalista amenaza con devolver el conocimiento
del hombre que hasta ahora habíamos logrado acumular hacia 153
épocas que
son anteriores a la gran renovación de los siglos XVI al XVIII
¿Cuál es, entonces, la sustancia del «texto cultural», de ese texto que
según hemos visto habría llegado hasta el antiguo recinto de las ciencias
humanas para reemplazar con evidentes ventajas al texto literario, al filo-
sófico, al antropológico, etc.? De las frases de Bhabha yo colijo que la atri-
bución de un «signo» homogéneo a todas las experiencias que tales textos
nos están tratando de comunicar, si bien podría justificarse desde el punto
de vista político, y aun eso es dudoso, no se puede justificar de ninguna
manera si lo que deseamos es hacer abandono de una vez por todas (y es
como si nunca lo hubiéramos hecho) de ciertas generalizaciones más bien
bastas, como podrían ser las del tercermundismo sesentista de nuestros
años mozos o las del liberalismo sensible de algunos intelectuales metro-
politanos —transidos éstos de la más conmovedora benevolencia—, y dar
cuenta en cambio, con precisión y finura, de las diferentes «formas de sig-
nificación» y de las diferentes «subjetividades sociales» de los grupos pos-
tergados. ¿No estará esto prefigurando la etapa que sigue, esa etapa con la
cual Homi Bhabha no ha querido hasta ahora comprometerse?
Es casi ofensivo que para poner fin a estas notas le reitere a mi inteli-
gente lector cuán poco sabia resulta la pretensión de captar la intencionalidad
significativa de los discursos que estamos estudiando, pero voy a hacerlo de
todas maneras porque, a pesar de los sudorosos trajines de W. K. Wimsatt Jr. y
Monroe C. Beardsley en 1954 161 , la falacia intencional goza aún de excelente
salud y no es una pérdida de tiempo añadir algo en contra suya cada vez que
se presenta la ocasión.
De cuanto dejo escrito en este libro se concluye que yo juzgo recomen-
dable pensar en lo que los discursos nos comunican como si se tratara de
síntomas o, dicho con el vocabulario saussureano, de significantes, a los que
nosotros debemos leer consistentemente, esto es, acoplándoles un significado
que transforme el elemento referencia) al que nos remite ese síntoma en un
eslabón más dentro de una cadena semántica que forma parte de un universo
de significaciones históricamente pactado y solidariamente compartido, que
es pesquisable por lo tanto y que espera que nosotros lo recorramos con con-
tinuidad y sapiencia. Con lo que quiero decir que a nosotros nos corresponde
leer a esas manifestaciones del «fundamento» sémico dentro del marco de
inteligibilidad-del interpretant, de los códigos, de los modos discursivos ejem-
plares o como quiera llamársele-, que rodeó al texto primero o, puesto con
otras palabras, de acuerdo con las virtualidades significativas y expansivas
que el texto trae consigo, pero sin perder de vista por ello la más o menos
larga historia de las lecturas posteriores a su entrada en el conocimiento pú-
blico (lo que por supuesto pone un límite a nuestro trabajo de intérpretes: no
es cosa de descubrir América otra vez, quinientos años después de que fue
descubierta). Finalmente, de lo dicho en el espacio de estas páginas se
desprende que también vamos a tener que leer el texto en relación con las
demandas de sentido que nos habrá hecho nuestro propio tiempo, que es el
tiempo en que el texto se deslizó en nuestras manos y con el suficiente discer-
nimiento respecto de las posibilidades y limitaciones que nos impone nuestra
«estrategia» de lectura para re-producir, o sea, para volver a producir, su prin-
cipio unitario.
*
Con el fin de lograr lo anterior, la semió ti ca (desde Peirce y Saussure en
adelante), el nuevo psicoanálisis (Lacan et al ), la desconstrucción (Derrida o
los críticos de Yale), el recepcionismo (éste en sus dos o tres especies, la
norteamericana de Fish y Holland y las europeas de Jauss, Iser y Eco), el
bajtinianismo (un bicho interesante, pero escurridizo) y la teoría de la ideolo-
gía, a partir de Althusser, de los neomarxistas (Jameson, Eagleton), de los
neohistoricistas (Greenbla tt, Montrose), de los neoculturalistas (de Williams
y Said a Hebdige y Hall), de los neogramscianos (Laclau, Mouffe y Benne tt, el
tercero antes e incluso después de su conversión al evangelio de Foucault), de
quienes teorizan los discursos de género (Showalter en Estados Unidos, pero
también las teóricas francesas y las latinoamericanas cada vez más despiertas
e incisivas) y de quienes teorizan los discursos postcoloniales (Spivak, Bha-
bha), son unas cuantas de las ofertas que el mesón teórico contemporáneo
pone a nuestra disposición. De más está decir que, al ponernos a trabajar en
no importa cuál sea el texto acerca del cual se nos antoja producir claridad,
nosotros podremos hacer uso de cualquiera de estas ofertas, pero ojalá que
por esta vez lo hagamos evitando una recaída los deplorables episodios del
pasado reciente, cuando las neurosis puristas de algunos investigadores y
críticos latinoamericanos los hacían apegarse tan al pie de la letra al recetario
del almacén de ultramarinos respectivo que, cuando llegaba a generarse un
corto circuito en el mecanismo de la «trasferencia de tecnología», eso les pro-
vocaba un ataque de parálisis «científica» tan brutal e indomeñable que era
milagroso si lograban reponerse, y eso sin haber tenido la astucia suficiente
como para percatarse de que el recetario que les estaba sirviendo de biblia era
en sus lugares de origen bastante más laxo y efímero de lo que ellos creían.
Más papistas que el papa, nuestros predecesores de antaño produjeron
camisas de fuerza a granel, tanto a la (los de la) diestra como a la (los de la)
siniestra. Tratando de escapar del monstruo positivista y del monstruo im-
presionista (en nuestro país, en Chile, sólo a partir de los años cincuenta),
acabaron aferrándose a cuanto «modelo de análisis» se les cruzó por delante,
modelos que primero fueron españoles, después alemanes, más tarde france-
ses y por último norteamericanos, y los que le dieron patente de corso a un
tecnocratismo vulgar e inmaduro.
Por lo tanto, acaso lo peor que pudiera hacerse en la coyuntura crítica
por la que estamos hoy atravesando es asumir los varios ofrecimientos que
recién mencioné como el último capítulo dentro de esa poco airosa comedia.
Considerando la monserga repetida hasta la náusea durante este nuevo ciclo
en la historia del desarrollo imperialista, y me refiero ala monserga de la globa-
lización y sus efectos homogeneizantes, los que como es bien sabido acabarán
haciendo de todos nosotros personas altas, rubias y de ojos azules, ello no ten-
dría nada de raro. Pero no se trata de eso, aunque tampoco se trata de mudarse
hacia el lado opuesto dentro del abanico de las posibilidades de enunciación
que hoy se nos ponen por delante y de concluir que tales ofrecimientos teóricos
carecen de validez para nosotros los latinoamericanos, porque ellos nada tie-
nen que ver con «nuestra idiosincrasia», porque son «importaciones foráneas»,
«doctrinas ajenas a nuestra tradición», a «nuestro modo de vida» o, lo que es
aún más pecaminoso, a «nuestra esencia». En cambio de ese autoctonismo tan
evidentemente tosco, lo que tendríamos que intentar a mi juicio es asumir se-
mejantes constructos como los hitos de una reserva cultural disponible para
que los latinoamericanos hagamos con ella lo que nuestras necesidades, nues-
tro saber y nuestra perspicacia crítica nos dictan. Porque esa reserva cultural no
es otra que la de la modernidad de Occidente, un macrosistema de discursos
que son nuestros también, que no queremos que dejen de serlo y que tampoco es
posible que dejen de serlo, pero que no por eso se encuentran a salvo de la discusión,
de la censura e inclusive del rechazo cuando su utilización resulta ser de nuestra parte
el arbitrio más lúcido. En ese proceso calificador del patrimonio cultural que nos
envían desde afuera, el que como quiera que sea convendría darse cuenta de
que tampoco constituye un sistema estático e inconmovible, los intelectuales
latinoamericanos no sólo tenemos el derecho sino la obligación de participar.
No es cosa de producir así, en la hora en que estamos viviendo, un referente
cultural al que como a la figura mítica del ouróburos le basta para alimentarse
con los jugos que extrae de su propia cola. El mundo de hoy está constituido
por una trama de intercambios, y nosotros tendremos que hacernos partícipes
de esos intercambios, querámoslo o no. La historia actual es una historia de
flujos, de flujos materiales y flujos culturales, y nosotros vamos a tener que saber
funcionar en el marco de sus presupuestos, convirtiéndolos en nuestros, pero
con inteligencia y finura, de manera de hacer con ellos lo que mejor se adecue a
nuestros requerimientos, a veces aceptando y en otras rehusando sus atencio-
nes oficiosas y múltiples, y en esta segunda circunstancia en nombre no de
prejuicios que podrán ser todo lo honorables que se quiera pero que de nada
sirven a la hora de expresarnos con nuestras mejores razones.
ABEL, ELIZABETH, ed. Writing and Sexual Difference. Chicago. The University of
Chicago Press, 1980.
ADORNO, ROLENA. Cronista y Príncipe. La obra de don Felipe Guamán Poma de Ayala.
Lima. Pontificia Universidad Católica del Perú, 1989.
ARISTOTLE. Aristotle Poetics, tr. Gerald F. Else. Ann Arbor. The University of
Michigan Press, 1967.
BELLO, ANDRÉS. Obras completas de don Andrés Bello. 14 vols. Santiago de Chile.
Dirección del Consejo de Instrucción Pública, 1885.
BENNETT, TONY, COLIN MERCER Y JANET WOOLLACOTT, eds. Popular Culture and Social
Relations. Milton Kaynes, Philadelphia. Open University Press, 1986.
BENVENISTE, EMILE. Problems in General Linguistics, tr. Mary Elizabeth Meek. Coral
Gables, Florida. University of Miami Press, 1971.
BFIABHA, HoMI K. The Location of Culture. London y New York. Routledge, 1994.
BORGES, JORGE Luls. Obras completas 1923-1972. Buenos Aires. Emecé, 1974.
BOURDIEU, PIERRE. As regras da arte. Génese e estrutura do campo literário, tr. Maria
Lucia Machado. Sao Paulo. Companhia das Le tr as, 1996.
BowLT, JOHN E., ed. Russian Art of the Avant Garde. Theory and Criticism. Ed.
revisada y extendida. New York. Thames and Hudson, 1988.
CALVING, ÍTALO. Por qué leer los clásicos, tr. Aurora Bernárdez. Barcelona. Tusquets,
1993.
CLAYTON, JAY Y ERIC ROTHSTEIN, eds. Influence and Intertextuality in Literary History,
eds. Jay Clayton y Eric Rothstein. Madison. The University of Wisconsin
Press, 1991.
CUMMINGS, MICI IAEL Y ROBERT SIMMONS, eds. The Language of Literature: A Stylistic
Introduction to the Study of Literature. Oxford, New York, Toronto, Sidney,
Paris, Frankfurt. Pergamon Press, 1983.
ELIOT, T. S. The Sacred Wood. Essays on Poetry and Criticism. London. Methuen,
1950.
ELSE, GERALD. Plato and Aristotle on Poetry. Chapel Hill. University of North
Carolina Press, 1986.
Gn.BERT, SANDRA M. Y SUSAN GuBAR. The Madwoman in the Attic: The Woman Writer
and the Nineteenth Century Literary Imagination. New Haven. Yale
University Press, 1979.
HALBERG, ROBERT VON, ed. Canons. Chicago y London. The University of Chicago
Press, 1984.
HOLQUIST, MICHAEL. Dialogism. Bakhtin and His World. London y New York.
Routledge, 1990.
IRIGARAY, LucE. Speculum of the Other Woman, tr. Gilliam C. Gill. Ithaca, New
York. Cornell University Press, 1985.
JAKOBSON, ROMAN. Verbal Art, Verbal Sign, Verbal Time, eds, Krystyna Pomorska
y Stephen Rudy. Minneapolis. University of Minnesota Press, 1985.
Language in Literature, eds. Krystyna Pomorska y Stephen Rudy.
Cambridge, Massachusetts. London, England. Harvard University
Press, 1987.
KANT, IMMANUEL. The Critique of Judgement, tr. James Creed Meredith. Oxford.
Oxford University Press, 1952.
KRISTEVA, JULIA. Séméioiotiké: Recherches pour une sémanalyse. Paris. Seuil, 1969.
Polylogue. Paris. Seuil, 1977.
Revolution in Poetic Language, tr. Margaret Waller. New York.
ColumbiaUniversity Press, 1984.
KRitzMAN, LAWRENCE D., ed. Fragments: Incompletion and Discontinuity. New York.
New York Literary Forum, 1981.
MAN, PAUL de. Blindness and Insight. Essays in the Rethoric of Contemporary
Criticism. New York. Oxford University Press, 1971.
«The Resistance to Theory». Yale French Studies, 63 (1982), 3-20.
PLATO. Republic, tr. Robin Waterfield. Oxford, New York. Oxford University
Press, 1993.
RAND, LEOPOLD VON. The Theory and Practice of History, eds. Georg G. Iggers y
Konrad von Moltke, trs. Wilma Iggers y Konrad von Moltke. New York,
Indianápolis. The Bobbs Merrill Company Inc., 1973.
RICOEUR, PAUL. Time and Narrative. 3 vols., trs. Kathleen Blarney y David Pellauer.
Chicago y London. The University of Chicago Press, 1988.
SAUSSURE, FERDINAND DE. Curso de Iingüística general, eds. Charles Bally, Albert
Sechehaye y Albert Riedlinger; tr., prólogo y notas de Amado Alonso.
Buenos Aires. Losada, 1945.
SULEIMAN, SUSAN R. E INCE CROSSMAN, eds. The Reader in the Text. Essays on
Audience and Interpretation. Princeton. Princeton University Press, 1980.
VALDÉS, ADRIANA. Composición de lugar. Escritos sobre cultura. Santi ago de Chile.
Universitaria, 1996.
VEESER, ADAM H., ed. The New Historicism. New York y London. Routledge,
1989.
WIMSATT, JR. W. K.The Verbal Icon. Studies in the Meaning of Poetry. Louisville.
University of Kentucky, 1954.
Prólogo 7
Tesis uno
La especificidad de los textos literarios con respecto a otros textos,
Io que nuestros mayores llamaban la "literariedad" o la "literatu-
ridad" de la escritura es hoy dudosa... 9
Tesis dos
En vez de hablar de creaciones literarias o de hacernos cómplices
de cualquier otro sinónimo no menos cuestionado que ése, a mí me
parece que pudiera ser una mejor táctica y, por lo tanto, una medida
que nos resulte al menos temporalmente útil, hablar de textos y
discursos sin más... 23
Tesis tres
Así corno los discursos que encontramos en un texto se relacionan
entre eIIos, ellos se relacionan también con otros discursos que se
pueden encontrar en otros textos... 43
Tesis cuatro
Las relaciones entre discursos pueden ser de complicidad, cuando los
discursos que habitan un texto colaboran; de coexistencia pacifica, cuan-
do solamente se toleran; o de contradicción, cuando hay conflicto
entre ellos... 61
Tesis cinco
Hablar de la existencia de modos discursivos ejemplares equivale a
hablar de la existencia de un repertorio de virtualidades de forma y
contenido que se hallan disponibles en la historia de antemano, que
Ios autores y los lectores identifican primero, en las cuales se edu-
can después y que por fin pueden/logran operativizar durante la
performance de las actividades que según ellos entienden son las
que mejor se adecuan a sus posiciones dialógicas respectivas en
relación con cualesquiera que sean los textos del caso... 73
Tesis seis
Además de relacionarse con el nuestro, con el que a nosotros nos
preocupa prioritariamente, los discursos "exteriores" a aquel al que
nos estamos refiriendo son con él, él es con ellos, ellos son (también)
parte de su texto. De lo que resulta una tesis que se pronuncia a
favor no sólo de la conveniencia sino de la inevitabilidad de una
crítica intertextual... 85
Tesis siete
Todo discurso es la representación semiótica de una ideología, enten-
dida ésta a la manera althusseriana, como la experiencia misma, como
"lo vivido". Tampoco resulta improbable y no tendría que producir en
nosotros un rechazo fulminante el que, como predica Foucault, a la
experiencia (o sea, a la ideología) nosotros no podamos vivirla si no es
en la efectividad de sus discursos... 99
Tesis ocho
Los discursos que son objeto de nuestra atención crítica pueden
volcarse, y se vuelcan, en continentes textuales de distinta factura
semiótica... 111
Tesis nueve
[Debido a todo lo anterior] no tiene nada de raro que la clarinada
del día sean los estudios culturales. O, como también escribe Culler,
"Los estudios culturales son la práctica de la cual lo que llamamos
la 'teoría' para abreviar es la teoría"... 125
Tesis diez
[Pero] cualesquiera hayan sido y sean los grandes excluidos de la com-
partimentalización de la experiencia y el saber que se produjo a través
de la constitución de las distintas prácticas intelectuales durante los
trescientos o más años que se prolonga ya la historia de la modernidad
y cualesquiera sean Ios efectos de enrarecimiento que ello provocó en
eI campo de las actividades estéticas, no se puede negar que esa com-
partimentalización ha sido también el origen de algunos servicios
estimables, que contrapesan sus deficiencias decorosamente y, lo que
es más importante, tampoco se puede negar que la misma constituye
una precondición no sólo para el mejoramiento de esta sociedad en la
que ahora vivimos, sino incluso para la aparición de cualquier pro-
yecto de sociedad futura ... 139
Bibliografía 151