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Además de los monjes o religiosos, en la sociedad medieval había dos clases sociales más: la
gente de armas que vivían en castillos y el pueblo llano. En la alta Edad Media estos mundos
estaban tremendamente separados, los unos en elevados castillos con grandes puertas
resguardadas por un gran foso y torreones con almenas como lugares más altos desde donde
podían dominar mejor sus posesiones. Los otros, dedicados al campo, vivían en pequeñas
poblaciones esparcidas por el territorio de un señor feudal escondidos para no atraer a
invasores o saqueadores. Allí sonaba una música que contaba historias de amor, que se
bailaba y se tocaba con instrumentos. Algunas canciones tenían letra pícara que divertía
tanto a nobles como a plebeyos: era la música profana, música que durante siglos se
transmitió oralmente, y que, sólo a partir de los siglos XII y XIII, época de crecimiento de las
ciudades, comenzará a escribirse.
os juglares eran músicos que se encargaban de contar y cantar las historias y difundirlas de
unos lugares a otros. Eran vagabundos que van viajando de pueblo en pueblo ofreciendo su
espectáculo en los cruces de caminos, plazas de los pueblos y mercados, a cambio de unas
monedas. Contaban historias y leyendas, cantaban y hacían juegos malabares durante las
representaciones… y también servían de noticiario de lo acontecido en el pueblo vecino. Estos
músicos no eran compositores: las melodías que cantaban solían tomarlas de los
trovadores o incluso del canto gregoriano y, posteriormente, adaptaban a ellas nuevas
letras de carácter profano. Lógicamente, esto no estaba bien visto por la Iglesia, que
observaba cómo su música servía como diversión. Guiraut de Calansó un trovador de la época
nos cuenta que un buen juglar debe
“saber improvisar versos y melodías; saltar y jugar a los dados; echar al vuelo manzanas y
cogerlas con cuchillos; tocar el timbal, las castañuelas, la cítola, la rota de diecisiete cuerdas y
otros instrumentos; imitar el canto de las aves; hacer bailar polichinelas; colocarse unas barbas
rojas; hacer saltar a perros y enseñar a los monos; conocer historias y leyendas, y, sobre todo,
saber hablar de amor.”
Éste era el oficio de los juglares, unos intérpretes (a menudos familias enteras) que se ganaban
la vida mezclando los dulces y delicados sonidos de la música instrumental con las canciones
de gesta, danzas y representaciones teatrales.
Los trovadores eran más refinados y cultos. Pertenecían a la clase social elevada que vivía en
los castillos. Eran verdaderos compositores y poetas que creaban la música y la letra de sus
canciones, dedicadas sobre todo a un amor idealizado. El poeta escribía sus canciones
(denominadas chanson, cansó, cantiga, baladas, virelai) para un círculo determinado de
conocidos y las cantaba ante éste en los castillos (nobleza, caballeros, damas y sirvientes) Con
frecuencia las canciones hacían referencia a dichas personas. Utilizaban lenguas romances
como el provenzal, el gallego, catalán, occitano o toscano y, normalmente, se acompañaban de
laúdes, arpas o vielas.
En la Edad Media encontramos también canciones que revisten un tono mucho más popular y
divertido. Cantan a la primavera, a la danza, al juego, a los amigos, etc. Un ejemplo lo
constituye el trovador Raimbaut de Vaqueiras con su canción de mayo Kalenda maya: un baile
alegre y divertido para parejas de ritmo rápido, versos breves de rimas uniformes y muy
apropiada para fiestas. O los Juegos de Robin y Marion del trovador de Adam de Halle que
cuenta la leyenda de Robin.
Uno de los trovadores españoles más conocido en aquella época fue Martin Codax, de Vigo.
Compuso siete cantigas de amigo en el siglo XIII. También destaca en ese siglo, el rey Alfonso
X, el Sabio, mandó componer a los mejores trovadores de la época un repertorio de canciones
en honor a la Virgen, las Cantigas de Santa María.