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ANTROPO-LOGICAS ANDINAS
José Sánchez–Parga
Colección Biblioteca
“ABYA–YALA”
Nº 47
ABYA -YALA
Quito - Ecuador
1997
ANTROPO-LOGICAS ANDINAS
José Sánchez–Parga
1ª edición
Co-edición: Facultad de Ciencias Humanas
Universidad Católica del Ecuador PUCE
Quito-Ecuador
Ediciones Abya–Yala
Av. 12 de Octubre 14-30 y Wilson
Casilla 17-12-719
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Fax: 506-255
Quito-Ecuador
ISBN: 9978-04-251-2
Impresión: DocuTech
XEROX/UPS
Quito-Ecuador
INTRODUCCION . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
I. ANTROPO–LOGICAS FAMILIARES
Presentación
Por otro lado, las “historias de vida”, como cualquier otro procedi-
miento metodológico de investigación, y hasta con mayor razón que las
entrevistas, observaciones y encuestas, requieren una vigilancia refleja so-
bre sus efectos en los informantes y en la información producida. En tales
situaciones la presencia y acción del investigador puede provocar inevita-
bles perturbaciones en los informantes y en las mismas informaciones,
que no deben dejar de ser previstas y controladas o por lo menos proce-
sadas. Según ésto, y sin demasiada perfidia, al menos a una lectura atenta
le cabe la sospecha que una cierta complicidad femenina puede estable-
cerse entre una investigadora y las mujeres informantes sobre una temáti-
ca tan femenina como la violencia marital sufrida por las esposas. Cuánto
puede haber de confidencia y de desahogo entre mujeres en la informa-
ción registrada por las historias de vida en este género es una pregunta ca-
si obligada.
Pero esta socio–lógica del tinku recubre aspectos simbólicos muy re-
veladores del significado de tal forma particular de violencia. Analizando
las armas que intervienen en el tinku y que le confieren una aparente ru-
deza, las piedras, hondas y palos, T.Platt muestra cómo dentro del voca-
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Así mismo, la lucha que ritualizaba el tinku posee también este sen-
tido: más que el culmen y desenlace de las hostilidades entre dos grupos
representa sobre todo un procedimiento de resolución de los antagonis-
mos y una manera de desahogar las agresividades; en definitiva, se trata
de vencer al contrincante para apaciguarlo y poder rescatar así un nuevo
ciclo de relaciones amistosas, de intercambios y aún de solidaridades. En-
tendida de esta manera, la lucha tiene un efecto de catarsis social9.
Esta interpretación del tinku rebasa los espacios sociales, las diferen-
cias que enfrentan a dos grupos, para extenderse a otro orden de imagina-
rios y representaciones simbólicas de las culturas andinas. En el arte, por
ejemplo, y más concretamente en la figurativa cromática de los tejidos, la
oposición de los colores es siempre atenuada, dentro de los cánones de la
estética andina, por una variación de tonalidades intermedias, de esta ma-
nera las k’isas resuelven el contraste extremo de los claros–obscuros me-
diante una “transformación sin quiebres” (V. Cereceda, 1987:188). Técni-
ca y artística y principio estético, las k’isas recubren un campo semántico
de la misma sensibilidad andina, la kisa es mojjsa (“bella”), mokhasa y cavi
(dulce y suave). Y según el mismo Bertonio Kisa arandi significa “hablar
con cariño”, es decir, suavizando los contrastes10. De hecho el término
mokhsa en aymara expresa el sentido de “Paz” y de “reconciliación”:
mokhsthpikhta = “reconciliarse los desavenidos”; pero en su misma raíz
encontramos el significado de la violencia: mokhsttatha “castigar muy
bien con golpes o con palabras”.
A la base de la concepción del tinku se halla un doble sistema de re-
laciones de “igualdad simétrica” y “contrariedades antagónicas” (T. Platt
o.c.: 93;96), que extienden su significado a otros campos paradigmáticos
de la realidad andina; allí donde dos realidades diferentes se “ajustan” o
“vienen bien entre sí” como es el acaso de la confluencia de dos ríos de-
nominada tinku, o de dos caminos; o de dos realidades que “se encuen-
tran” en un vínculo: por ejemplo, el matrimonio.
Pero el matrimonio como imagen perfecta de tinku se halla sobresig-
nificada en el pensamiento y la cultura andinos por el sistema de las re-
presentaciones binarias, que ha hecho de la pareja hombre–mujer el sím-
bolo matriz de la dualidad y de las relaciones complementarias, opuestas
y recíprocas.
Aunque la eventual participación de las mujeres en el tinku no supo-
ne una confrontación entre los sexos, en determinados casos donde ésta
se ritualiza por una sustitución o deslizamiento de su carácter bélico en el
festivo, la pelea puede llegar a confrontar a las mujeres con los hombres.
Bastien (1978) nos refiere la versión de un tinku, en cuyo ambiente de fin-
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mismo tiempo en las culturas andinas son el símbolo ideal de toda pareja
y relación (Cfr. Th. Bouysse–Casagne, 1987: 197)13.
El hecho que en el universo cultural del área andina toda relación sea
pensada en términos binarios, y dentro de una relación de corresponden-
cia y/o oposición con otra realidad pareja, ha convertido la misma duali-
dad sexual, al binomio hombre/mujer, en un código simbólico, en el que
se expresan todos los otros órdenes de la cosmología y de la sociología an-
dinas.
les fenómenos: ningún término de cada pareja puede ser pensado sin el
otro, y toda la cosmovisión del hombre andino se ha fundado en el mane-
jo de relaciones opuestas y complementarias, con un juego de intercam-
bios y reciprocidades entre ellas.
Para entender las complejas y hasta sutiles relaciones que existen en-
tre realidades opuestas y complementarias, vinculadas a la representación
de las relaciones entre los dos sexos, es interesante la correspondencia en-
tre la concepción de dos etnias vecinas, los Macha y los Laymi, sobre las
diferencias ecológicas y sexuales, aunque ambas responden a una misma
matriz cosmológico–sociológica, simbólica y ritual. Para los Macha la zo-
na alta, suni, y fría es masculina mientras que para los Laymi es femenina;
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Por esta razón las relaciones hombre–mujer, que en las culturas an-
dinas sólo pueden ser entendidas dentro del esquematismo dual binario,
el cual atraviesa tanto las categorías mentales y de representación simbó-
lico – ritual como los modelos organizativos y el sistema de relaciones so-
ciales, poseen su forma plena en el mismo concepto de matrimonio: qari-
–huarmi. De ahí también que sea en la micro–socio–lógica del matrimonio
donde podemos encontrar cifrados no sólo los principales parámetros de
la cosmovisión andina sino también el universo simbólico y de represen-
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Resulta por esto muy coherente que dentro del proceso matrimonial,
las tradiciones culturales andinas hayan instituido una fase de familiariza-
ción de la futura esposa dentro de la unidad doméstica del que será su ma-
rido el sirwiskiwa (Albó y Mamani, 1976:5), o período que la nuera pasa
en la casa y al servicio de su suegra; conociendo y relacionándose con la
familia de su futuro marido, e incluso aprendiendo particulares quehace-
res domésticos28.
La agresión marital
Tres son las tareas centrales que ocupan la mujer en la casa: la comi-
da, el lavado y la cría de los hijos y animales. Decodificando la condensa-
ción simbólica de estas actividades descubriríamos que la mujer está en-
cargada del agua, del fuego y de la vida. Tres símbolos centrales de hogar,
que convierten a la mujer en oficiante privilegiado de los valores domés-
ticos; en definitiva en operador doméstico de la “cultura”35.
Esto explica que en la familia se expresen los deseos agresivos del es-
poso, ya que si el hogar no constituye propiamente una estructura de re-
laciones de hostilidad, sí pueden darse a su interior condiciones de con-
flictividad y de contraposición entre la mujer y el marido; de ahí que éste
aproveche cualquier razón, motivo o pretexto, real o imaginario para la
realización de sus deseos agresivos. Así se entiende mejor que el hombre
se emborrache para golpear a su mujer, siendo la borrachera más un pre-
texto que la causa de la violencia, y culpar al trago de la violencia marital
(“el hombre golpea a la mujer porque está borracho”) es la forma incons-
ciente como la mujer disculpa al marido o éste se disculpa a sí mismo39.
Con esta apreciación concuerda Bernand, para quien “la borrachera” es el
único medio para que el hombre pueda dar rienda suelta a sus emociones
sin detrimento de su virilidad (1979:202).
a la mujer. Aunque Kristi Stolen sólo recoge los testimonios femeninos, re-
sulta apabullante en éstos la referencia a los celos del marido como el mo-
tivo más frecuente, junto con la borrachera, de las palizas que recibe la es-
posa40. La lectura de tales testimonios, y muchas otras informaciones al
respecto, no dejan lugar a duda sobre un cierto “complejo de celos”, que
revela de una particular psicología cultural, y su estrecha vinculación con
la agresividad marital.
Por otro lado, la relación del hombre con el cuerpo de la mujer re-
fleja aspectos muy ambiguos, que recubren significaciones inquietantes
mezcladas de amenaza y misterio. Es un fenómeno importante y no me-
nos interesante, la asociación de la “espalda de la mujer” a la buena o ma-
la suerte del hombre. Si “una mujer de mala espalda” (mana alli huasa
huarmi) aparece temible, es porque dentro de la sociología imaginaria,
donde se representan las relaciones entre los sexos, la corporalidad feme-
nina puede ejercer tanta atracción como intimidación sobre el hombre,
quien siempre recelará en ella sugestiones benéficas o maléficas más o me-
nos fantasmales.
Nos parece que este fenómeno tiene mucho que ver con uno de los
rasgos más fundamentales de la personalidad cultural andina, y cómo en
ella se procesan los niveles de la intimidad e intersubjetividad, y también
de uno de los aspectos más importantes de la intimidad, que es el erotis-
mo. Lejos de ser un tabú, como sostiene P. Masson48, estas dimensiones
de personalidad tienen en el mundo andino un tratamiento menos indivi-
dualizador que en las culturas occidentales, adoptando formas de sociali-
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zación más colectivas. Esto tiene como consecuencia que los conflictos en
general, y en particular aquellos que tienen lugar entre esposos, ni se ex-
presen ni se resuelvan de manera habitual en base a una verbalización si-
no más bien corporalizando la agresividad; haciendo del cuerpo, la exte-
riorización más social de la persona, el objeto principal de toda relación y
confrontación.
Esto supondría así mismo reconocer a la palabra, y a los actos del ha-
bla, una corporalidad, cuyo simpolismo puede generar una mayor violen-
cia de la que tiene lugar en ese otro cuerpo a cuerpo de la agresión física
del esposo contra esposa.
En este sentido resulta siempre curioso observar que las raras ocasio-
nes en las que el indígena recurre al insulto suele emplear el castellano.
Esto es muy frecuente, por ejemplo, en los juegos como el volibol.
Notas
1 “La función de la mujer se presenta siempre como una estructura de la civilización,
como un test, porque es, en cada civilización, una realidad de larga duración , resis-
tente a los empujes exteriores difícilmente modificable de un día para otro”
(1986/1989:37).
2 No otra cosa lleva a cabo Fernand Braudel en Las civilizaciones actuales. Estudio de
historia económica y social . Edit. Tecnos, Madrid, 1968/1989.
3 A un corolario de este estudio remitimos algunas observaciones críticas sobre la co-
rriente feminista en antropología, de procedencia muy norteamericana, y de la que
nos parece que Kristi Stolen (1987) recoge si no las inspiraciones más significativas
ciertamente aquellas posiciones más marcadas por las tesis centrales del neo–femi-
nismo.
4 Según esto, pensamos que el trabajo de Kristi Stolen no elude la crítica que Carmen
Bernand formula en su artículo, “Le machisme piégé” sobre los estudios andinos, don-
de la “cuestión de los sexos se reduce a una etnografía del comportamiento centra-
da sobre la violencia masculina sobre la mujer e inspirada por la naturaleza de los
conflictos sexistas en las sociedades industriales” (1979:189). O como sostiene Mar-
garet Mead, tal planteamiento “era una descripción simplista, que en realidad nada
aportaba a la comprensión del problema, basada en el concepto limitativo de que si
un sexo dominaba por su personalidad, el otro sexo debe ser ipso facto sumiso”
(1981:24).
5 Este es el enfoque propuesto por M. Mead: “Toda discusión sobre la posición de las
mujeres, sobre su carácter y temperamento o sobre la esclavitud o emancipación de
éstas, oscurece la solución básica: aceptar que la trama cultural que hay detrás de las
relaciones humanas es la forma como se conciben los papeles de ambos sexos”
(1981:24).
6 Hemos desarrollado esta problemática en el capítulo de nuestro estudio Faccionalis -
mo, organización y proyecto politico andino, CAAP, Quito, 1989), que lleva por título:
“Faccionalismo entre el conflicto y la división”. Sobre chulla como parte de un par al que
le falta su pareja cfr. V. Cereceda (1978:1021); lo solitario es también entendido co-
mo “salvaje” o “a social” (cfr. Bouysse–Cassargne, 1978:106); chulla como opuesto de
yanantín está asociado a los rituales de muerte (cfr. T. PLATT, 1978:1096).
7 T.Platt, a quien debemos los mejores análisis del tinku (1978–1987), distingue éste
de las chaxwas.
8 Según el diccionario de L. Bertonio el wini es “una piedra con que labran otras”: el
liwi es “un cordel de tres ramales con unas volillas de cabo” para “matar pájaros”, la
chunta o linccana es una “punta de palo duro que atan al escardillo” para trabajar la
tierra. “En todos estos ejemplos se trata de una transferencia de objetos diseñados
para un uso específico y productivo… hacia un contexto bélico” (T.Platt, 1987:85).
Más adelante volveremos sobre este significado cultural que tiene el empleo de un
objeto utilizado como arma en la violencia marital.
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9 “Lo importante, sin embargo, consiste en comprender los intentos de manejar la vio-
lencia en términos sociales, someterla a ciertas reglas y concepciones, trabajarla co-
mo una fuerza que siempre amenazará el ‘orden’ social, si no se la reconoce y se la
canaliza, para así extraer de la confusión y el desacuerdo las bases para una nueva
afirmación de la posibilidad de la convivencia”. (T. Platt 1987:85).
10 Para un amplio y muy penetrante desarrollo de esta temática puede consultarse V.
Cereceda (1987). La misma autora señala la analogía entre K’isa y tinkuyaña como
combinación de colores y entre la sinomimia de tinku (lucha) y anata o pujllay (jue-
go).
11 J.W. Bastien “Mountain/body Metaphor in the Andes”, en Buletín de I’Institut Francais
d’ Etudes Andins, Vol. VII, n. 1–2: 87–103, 1978. Para un más amplio tratamiento de
lo reseñado cfr. del mismo autor Qollahuaya Rituals: an Ethnographic Account of the
Symbolic Relations of Man and Land in an Andean Village. Monographs 56, Ithaca Cor-
nell Latin American Studies, 1973.
12 La analogía, siempre expresada de manera elíptica o metafórica establece una rela-
ción de homología entre relaciones de oposición basadas en principios de indeter-
minación y sobredeterminación (Cfr. P. Bourdieu, 1972: 217).
13 Esta observación permitiría incluso introducir en la misma microsociología del ma-
trimonio otra categoría fundamental del pensamiento andino: la dualidad del poder;
y también de manera análoga a como en los ayllus, comunidades o grupos étnicos
el curaca principal tenía su “segunda” o yanapaque, que era ayudante y compañero.
14 Cfr. Shalins 1972: 282s; J. Sánchez–Parga, 1989.
15 Cfr. T. Platt, 1978.
16 Según V. Cereceda (1978: 1030) no sólo hay tejidos femeninos y tejidos masculinos,
sino que dentro de una misma pieza textil se mantiene siempre un cierto equilibrio
entre una parte mayor (femenina) y su contraparte menor (masculina). En el mismo
sentido, O. Harris señala que entre los Laymi de Bolivia hombres y mujeres hilan y
tejen, pero emplean telares diferentes y fabrican tipos de tejido también diferentes
(1978: 1113). T. Platt ilustra así mismo una división masculina y femenina en la
construcción de la casa (Cfr. 1978: 1089), la cual se inscribe a su vez en una divi-
sión sexual de la cosmología andina (oc.p. 1093).
17 Esta manera de resolver políticamente el sistema de oposiciones y complementari-
dades entre el esposo y la esposa pueden encontrarse en otras socio–culturas. M.
Mead llega a una interpretación similar en su estudio de los Tchambuli: “los hom-
bres dominan teórica y legalmente, aunque en realidad desempeñan un papel emo-
cionalmente subsidiario, dependiendo de la seguridad que les proporcionan las mu-
jeres” (1981: 291). Y añade una fina observación para explicar la agresividad del es-
poso, la cual podría ser aplicable al caso andino: “un hombre puede pegar a su mu-
jer, y esta posibilidad sirva para impedir un completo florecimiento del dominio fe-
menino” (p. 29).
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18 Dentro del paradigma de las “corporalidades sociales” con las que cada cultura se re-
presenta muchas de sus instituciones, como una forma de visualizar y significar la
dimensión personal que éstas poseen, y entre las cuales aparecen como más relevan-
tes el erotismo y el poder (pero también el “cuerpo de la producción”), nos parece
importante señalar este campo de posibles indagaciones todavía inédito en el mun-
do andino.
19 “La unidad marido–mujer entre los quechuas es muy fuerte y sólida, la estabilidad
de las parejas está garantizada por un alto control social e interdependencia econó-
mica que dificulta la existencia de un individuo sin su pareja”. (Daysi I. Núñez del
Prado 1975:623).
20 En el mismo sentido menciona Albó los bailes y cantos nocturnos, qhashwaña o
qhashwiri, interpretados por jóvenes solteros en la cómplice soledad de los páramos
y de las actividades del pastoreo (Albó y Mamani, 1976: 4).
21 Si nos referimos entre comillas al “déficit de verbalidad” en las culturas andinas es
para recalcar su diferencia respecto de la cultura occidental, y aún de otras culturas
orales como muchas africanas; ya que en realidad, la palabra en los Andes se en-
cuentra regulada por una economía política del intercambio y de la comunicación
que complejiza tanto las formas y sentidos de uso como los de su circulación. Esto
obligaría incluso a redefinir con parámetros particulares la distinción y relación en-
tre palabra y lenguaje en las culturas andinas (Cfr. J.Sánchez–Parga, 1988).
22 Esta interesante observación encuentra correspondencias muy similares en otras cul-
turas. Entre los sara del Tchad, por ejemplo, sólo se puede copular sobre la estepa,
sobre la tierra, con una mujer ocasional, y con la que no se quiere tener un hijo, pe-
ro nunca con la propia esposa. (Cfr. R. Jaulin. La muerte en los Sara. Edit. Mitre, Bar-
celona, 1985:58,133.
23 El robo de la novia (iirpasiña en aymara significa “llevarse a alguien”, cfr. Albó,(o.c)
no sólo es consentido sino incluso exigido por ésta como una forma de consumar y
sellar un acuerdo (cfr. Caser/mamani, 1981:198), lo que por otra parte se encontra-
ría confirmado por el simbolismo investido por muchas culturas en el rapto de la
mujer. En los arapesh estudiados por M. Mead la expresión “la había robado” expre-
sa que el joven ha tenido relaciones sexuales antes de que ésta hubiese llegado a la
pubertad (1981: 198). De otro lado, el matrimonio por rapto simbólico y su asocia-
ción con la exogamía es un rasgo cultural primitivo generalizado a muchas culturas,
como ya mostró McLennan en Primitive Marriage, (1985).
24 “La misma metáfora del tinku en la que define el encuentro amoroso como sí el cuer-
po a cuerpo de la lucha y del amor persiguiesen un mismo fin: hacer de 2 auca dos
yanantin”. (Th. Bouysse–Cassagne, 1987: 197)
25 Cfr. González Holguín, 1608: 280,362, Steve J. Stern, 1986:31s.
26 T. Platt, oc.pp. 1095: cfr. X. Albó, 1985:76; Albó y Mamani, 1976; CATER y Ma-
mani, 1982:191–246; Bolton (1977) habla de “Proceso de matrimonio” . Y Platt se-
ñala:”Los rituales que rodean al matrimonio y la vida conjunta de hombre y mujer
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están encaminados a asegurar la unión inexpugnable entre dos opuestos, cuya ver-
dadera oposición hace que la unión sea inestable, por más importante que sea des-
de el punto de vista económico y de la reproducción”(198O:161).
27 A título de ilustración merece recordarse que según la tradición de antiguos tinkus
en el norte de Potosí el bando victorioso de los contrincantes terminaba por apro-
piarse de las mujeres del bando derrotado para casarse con ellas. Muchos aspectos
del ritual del matrimonio dejan ver este aspecto de dominio del hombre sobre la
mujer, que en cierto modo se prolonga en la vida de los esposos. (cfr. o.c.p. 115).
28 Entre los arapesh este período abarca muchos años “durante los cuales los jóvenes se
acostumbran uno al otro” (M. Mead, o.c.p.135); convivencia ésta que además de
moldear los sentimientos atenua las agresividades y las diferencias entre los futuros
esposos. (cfr. o.c. p. 115).
29 En su crítica a los presupuestos de Rosaldo (1974) Archetti & Stolen cuestionan un
“universal doméstico” , que no se encontraría sujeto a los procesos de cambio resul-
tantes de las modificaciones socio–económicas de la mujer y de su misma atuación
en la esfera del hogar (1978:384ss.).
30 Este fenómeno, que ya habíamos observado estudiando La trama del poder en la co-
munidad andina (1986) ha sido señalado con mayor atención por Daisy I. Núñez del
Prado en su trabajo sobre “El poder de decisión de la mujer quechua andina”, en
América Indígena, vol. XXXV n. 3:626, 1975.
31 Este planteamiento argumenta inicialmente Susan C. Rogers (1975–1978), desarro-
llando además muy ampliamente los cambios y modalidades que puede presentar la
relación entre el poder femenino y la dominación masculina de acuerdo a distintos
procesos y situaciones.
32 Cfr. a este respecto Daisy I. Núñez de Prado, 1975:625s.
33 Puede vincularse esto al hecho ya señalado por Evans Pritchard de que “las relacio-
nes maritales están fuertemente afectadas por lo que han sido las relaciones de los
hijos hacia sus padres” (1975:46).
34 John y Beatriz Whinting (1975) van más allá de la psicoanalización de este comple-
jo, al sostener que la percepción de poder de la propia madre y del control de los
recursos domésticos por las mujeres desarrollan en el niño una “identidad femenina
optativa”, que una vez adulto tratará de rechazar por medio de comportamientos de
afirmación viril violentos y agresivos. (Cfr. B. Whinting, 1965:126; J.W.M. Whinting
y B. Whinting, 1975:193).
35 Sobre la asimilación de la feminidad al agua, a los valles (uuma) y a lo tierno, cfr. Th.
Bouysse. Cassagne, 1978:106s; y sobre la alta valoración del papel de la mujer en la
producción de los hijos en las culturas andinas, cfr.C. Bernand 1979:201. Dicha au-
tora subraya el papel de la esposa en el hogar, ya que ella “garantiza la educación”
de los hijos, la gestión del patrimonio doméstico y el mantenimiento de las relacio-
nes sociales y de los vínculos que una familia mantiene con la tierra (o.c.p. 202). En-
tre los testimonios del siglo XVII recogidos en el estudio de L.M. Glave (1987) el
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42 Cfr. Freud, Obras completas, T VI: 2279. Idéntica observación propone Staving
(1985):”Maridos con amantes tendían a pegar más, acción bien común, a sus muje-
res, y/o se volvían violentos cuando sospechaban el mismo engaño en sus mujeres.”
(p.463).
43 “Eifersucht ist eine Leidenschaft die mit Eifer sucht , was Leiden schafft” sentencia de
Schleiermacher basada en un sutil juego de palabras y transcrita por el mismo Freud
en su obra El Chiste (Der Witz, 1905), Obras Completas, T. III:1045: “Los celos es
una pasión, que con celos busca, lo que produce dolor”.
44 Si necesario fuera justificar aquí el recurso a explicaciones de tipo psicoanálitico, nos
parece que los antecedentes de Freud, que ha incursionado en la antropología y de
antropólogos como Devereux y Levi Strauss, que han conjugado ambas disciplinas,
garantizan esta licencia. Y si en el mundo andino se ha ensayado el etnopsicoanáli-
sis, aunque de manera todavía tentativa (cfr. Max Hernández et alii, 1987), el prin-
cipio de S.Moscovici (1988) nos parece insoslayable: nunca la historia de la sociolo-
gía ha podido excluir la explicación y los conceptos de la psicología.
45 De manera muy tentativa hemos tratado de este asunto en un estudio anterior
(cfr.1988:196–221), al indagar las representaciones del cuerpo enfermo. Mientras
que la patología masculina, la experiencia del cuerpo del hombre, tiene un carácter
productivo en cuanto laboralmente discapacitante, la patología femenina revela de un
significado reproductivo, ya que casi todas las enfermedades de las mujeres se remi-
ten al síndrome de la maternidad, y predominantemente al parto.
46 Los caracteres, caracterizaciones y atribución de cualidades entre los sexos, lejos de
ser sustantivables como aspectos o realidades inherentes a la “naturaleza” de cada
uno de ellos, tienen que entenderse dentro del sistema de relaciones y simetrías
opuestas y complementarias, que establecen una determinada tradición o formación
“socio–cultural” . Estas relaciones de oposición se expresan a tráves de todo un con-
junto de índices convergentes, que los fundan al mismo tiempo que reciben de ellos
su sentido (P.Bourdieu, 1972: 47). Así, si en la cultura andina la mujer está asocia-
da al futuro, en algunos aspectos en cambio ella es depositaria de la tradición y el
pasado, y de alguna manera los simboliza; lo que supone que el hombre puede asu-
mir un doble sentido de oposición complementaria; ya que cada término de oposi-
ción se divide cada vez más en sí mismo y en su opuesto (o.c.p.51).
47 Cfr. nuestro estudio Aprendizaje, conocimiento y comunicación en la comunidad andina,
CAAP, Quito, 1989. En esta obra tratamos también el problema de la percepción del
cuerpo y de la intimidad en las culturas andinas.
48 P. Masson(1979) habla de una “Tabuisierung intimer Erlebnisbereichen” (p. 36), aso-
ciándola a la “Tabuisierung” de los comportamientos y discursos sexuales, con una
visión etnocentrista que le ha impedido comprender las otras formas o dimensiones
de lo erótico y de la intimidad en las culturas andinas, en cuanto ámbitos o aspec-
tos muy difícilmente accesibles a una mentalidad que solo puede procesar dichos fe-
nómenos desde una perspectiva exclusiva y profundamente individualista.
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 49
49 Esta temática que hemos desarrollado en un estudio anterior (Cfr. J.Sánchez, 1988:
317.350), podría ser susceptible de más amplias indagaciones sobre esa oposición
simétrica entre la verbalidad y la coporalidad, la cual debería relacionarse con las
formas de comunicación gestual, más ligada a los intercambios de bienes y servicios.
50 La misma sensibilidad en el medio urbano y no índigena considera una afrenta ma-
yor e imborrable “un chirlazo” o una bofetada, que el azote con una correa.
51 Que esta forma de contienda entre una pareja “no es comprensible más que situa-
da en el marco general del intercambio” (Chaumeil, 1985: 145), corrobora la obser-
vación de T. Platt sobre el efecto catártico que tienen las luchas en las culturas andi-
nas para liberar las agresividades; de ahí que, lejos de deflagrar las hostilidades, el
ejercicio de la violencia tiene la función de resolverlas y conducir a una reconcilia-
ción por muy efímera e inestable que ésta sea (cfr. o.c. pp.149).
52 Alperrine–Bouyer (1987:99). Esta autora intenta un análisis del ciclo mítico de
Huarochiri en la línea de los estudios realizados pr Levi–Strauss en sus Mitológicas.
53 En su misma interpretación del mito andino sobre Chaupiñamca, mujer cuyo nom-
bre expresa a la vez “el vínculo y el medio entre los dos mundos opuestos y complemen -
tarios”, pp.89) Alperrine Bouyer relaciona una amenaza de los sexos con una ame-
naza por los sexos: el hombre amenazado por la sexualidad femenina y la mujer
amenazada por la sexualidad masculina. Por eso Manañamca, la mujer guerrera que
Pariacaca ha de vencer, es restituida por Chapiñamca, quien además de encarnar el
deseo femenino controla la sexualidad de los hombres (cfr. o.c. pp.99ss).
54 Esto puede explicar la reacción de una informante de Caipi al descubrir la posibili-
dad de la esterilidad masculina: “si le digo eso a mi marido me mata” (o.c. p.123).
El motivo de la “feminidad inquietante” o amenazante para el hombre, la “alteridad
inquietante” como la denominan Godelier (1982:101s) y Balandier (1988: 103),
además de recurrente en muchas culturas ha sido acotada de manera particular en
el área andina por C. Bernand y Alperrino–Bouyer, y sobresale de la documentación
sobre hechicerías recogida por Duviols (1986). Frente a esta amenaza imaginaria la
agresividad del marido busca “domesticar la naturaleza de la mujer y su relación a
las cosas de la naturaleza: la sexualidad y la reproducción, la tierra y la reproduc-
ción, las comidas, y la cosecha” (Balandier, 1988:101).
55 Cfr. testimonio recogido por U. Poeschel (1985:94s). Aunque la autora considera
que la “mujer casada generalmente es bien tratada por su esposo” (p.94) en la socie-
dad Salasaca, no deja de registrar un caso de violencia marital donde el enfrenta-
miento de los esposos da lugar a la fuga de la mujer y a su recuperación por el ma-
rido. Habría que tener en cuenta que en grupos más integrados como el Salasaca u
otras comunidades índigenas la presión y control familiar y comunal constituyen
una limitación a los excesos de violencia conyugales. Es muy probable que en el ca-
so Caipi la desarticulación de las relaciones del parentesco y de la comunidad dejen
más abandonadas a su suerte las relaciones entre los esposos.
50 / José Sánchez–Parga
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reja de elementos opuestos y complementarios existe siempre una “media-
ción”, un término intermedio, que establece el lugar de encuentro y de re-
laciones simétricas entre las partes contrapuestas. Este “medio”, por ejem-
plo entre los espacios altos y bajos de la ecología andina, se denomina
chaupi.
En primer lugar, los hijos siguen siendo más fundadores del matri-
monio que la relación más o menos contractual o sexual entre los esposos.
En tal sentido, son muy reveladoras las estadísticas sobre las “uniones li-
bres” (que en las áreas rurales de la región de la costa tienen porcentajes
superiores al 40% respecto de los otros estados civiles), que siempre su-
ponen una “maternidad obligada”. No hay unión libre sin hijo.
posa maternaliza incluso las relaciones con su esposo. Esto se debe ade-
más al hecho reproductor del modelo familiar (clínica y sociológicamente
constatado), que al mantener el esposo una estrecha vinculación con su
madre (viva o muerta) la esposa competirá con la suegra o intentará su-
plantarla maternalizando al marido.
José Sánchez–Parga
Rafael Pineda*
CUADRO 1
POBLACION SOBRE LOS 12 AÑOS
POBLACION POBLACION
TOTAL ACTIVA INACTIVA
CUADRO 2
Artesanos:
hombres 53%
mujeres 47%
de los cuales eran: tejedores 78%
hiladores 13%
bordadores 8%
cosedores 1%
Ilumán Centro 3
Carabuela 14
San Juan Pogio 11
Angelpamba 5
Pisanquí 3
Gualpo 15
TOTAL 51
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 73
EDAD No. de %
YACHAC
menores de 25 años 0 0
entre 25 y 40 años 27 51,9
entre 40 y 50 años 14 26,9
mayores de 50 años 11 21,2
tarlo ésta con los procedimientos y fármacos del sistema médico conven-
cional. Si atendemos a la admiración con que los antiguos Cronistas eva-
luaron los conocimientos médicos de las culturas andinas, se podría pen-
sar que el mayor desarrollo de aquella supuso a la sazón el inicio de una
influencia sobre la medicina de los colonizadores. Pero este influjo de la
medicina tradicional en épocas más actuales se ha operado más bien a tra-
vés de los procesos de estratificación social, de sectores mestizos y pueble-
rinos pauperizados, local, cultural y económicamente más próximos al
funcionamiento de la medicina indígena que a los servicios estatales de la
medicina oficial; y en este mismo esquema la presencia de la hacienda fa-
miliarizó a un amplio sector terrateniente con la cultura médica aborigen
constituyéndose en un canal de apropiaciones de muchos de los compo-
nentes de aquella.
3 1 2 6
18 4 10 32
70 17 40 127
Los yachac más famosos o quienes tienen una red de clientela entre
el sector blanco mestizo urbano se desplazan a las ciudades para atender
a domicilio cuando son llamados. Para muchos clientes incluso urbanos
acudir a la misma casa del yachac reviste cierta importancia marcada por
el hecho mágico ritual que ofrece el contexto que rodea al yachac. Sin em-
bargo, cuando este se desplaza no sólo a ciudades cercanas como pueden
ser Ibarra y Quito, sino también a regiones alejadas, por ejemplo de la
Costa, el yachac lleva siempre consigo sus “piedras”, algunos de sus amu-
letos o recursos fitoterapéuticos. Ello representa no sólo su “equipo clíni-
co” sino también una especie de “carta de presentación” que en cierto mo-
do le acredita como yachac.
cientes. Los lazos entre yachac–curador y enfermo se revelan cada vez más
estrechos; es la misma singularidad que descubre en él la que le obliga a
descubrir la singularidad nosológica de su enfermo. La revelación de su
propio destino, de una especie de suerte o de don, de “llamadas” que en
términos psiconalíticos supondría un cierto carácter neurótico es lo que
implica y permite una forma de auto–diagnóstico, que después el yachac
podrá ejercer transitivamente en el reconocimiento de la enfermedad de
sus pacientes.
Pero hay algo en la formación del yachac y en los inicios de sus acti-
vidades curativas que trasciende los aportes recibidos de la cultura tera-
péutica de su grupo social; pero que sin embargo, no es ajeno a influen-
cias que tradicionalmente ha recibido la medicina andina del universo
chamánico de las regiones selváticas; se trata de una especie de investidu-
ra ritual que muchos de los yachac han encontrado y/o buscado en los
“yumbos” del oriente. Algunos de los yachac se han hecho “coronar” por
“yumbos curadores” de la región amazónica, y muestran como una cre-
dencial o garantía de esta investidura una corona de plumas o una chon-
ta como las usadas por aquellos. En otros casos ha sido un yumbo o “se-
bondoy” cayapa, el que ha revelado al futuro yachac sus carismas y nece-
sidades de ejercerlo. Otros yachac, en cambio, han ido a “ajustarse” por di-
chos yumbos; “ajustar su suerte” o sus competencias y saber curativos. En
muchos de los casos se han emprendido estos viajes de especialización
tanto hacia el oriente como a las regiones de la costa (Santo Domingo de
los Colorados y Quevedo) con el fin de perfeccionar conocimientos y ad-
quirir nuevas técnicas curativas15.
Piedras y santos
Las piedras no tienen poder curativo; más bien se les atribuye una
fuerza que inviste al yachac, le inspira y le protege18. El hecho que el ya-
chac denomine a cada una de sus piedras con algún nombre particular, y
que generalmente hace referencia a las montañas y cerros de la región, sig-
nifica que tales piedras son consideradas como realidades vivas y con una
virtud personalizada.
En el lugar donde el yachac cura hay siempre una mesa sobre la cual,
encima de un mantel, se disponen todas las piedras que el yachac posee
siempre en el mismo orden; cada piedra tienen su lugar propio. Algunos
yachac tienen por preferidas determinadas piedras a las que atribuyen es-
pecial valor y acostumbran a mantener una mano sobre ellas, como si fue-
ra su contacto el que les comunica seguridad, “pensamiento” y “fuerza pa-
ra mejor curar”.
La literatura médica griega sobre las piedras es amplia y nos da una idea
de la importancia atribuída a ellas: Los Orphei lithica, escritos traducidos
al latín y empleados por Plinio en sus Historia naturalis, XXX–VII,
139–185; los Lithica apócrifos de Dioscórides y otros muchos posteriores
del siglo I hasta el siglo VI, como el del médico cristiano Aecio de Amida.
Un fragmento de esta literatura de los Orphei lithica vincula curiosamen-
te la fuerza de las piedras a la tierra –como es el caso del mundo andino–
y la considera preponderante sobre la fuerza de las plantas: “Grande es la
fuerza de la raíz, pero mucho mayor es la de la piedra” Y como es el caso
de los yachac las piedras son usadas como defensa contra todo mal y co-
mo garantía de éxito (Cfr. Demigeron, n 3 y 7).
El ritual terapéutico
Si el saber y las técnicas son las mismas para todos los yachac de Ilu-
mán, ya que todos ellos forman parte de un mismo acervo cultural, la es-
pecialización y el grado de profesionalidad tienen que ser indagados en la
manera como cada yachac asume su condición de “conocedor” y de exper-
to. Sin psicologizarlo demasiado, este problema tiene que ver con el seg-
mento inconsciente de la personalidad étnica de los yachac, y de cada uno
de los yachac en particular, que constituye una respuesta a las exigencias
fundamentales de su cultura, a veces reforzada por presiones de su misma
sociedad cultural, y que permiten expresarse de manera más intensa. En
realidad el universo de creencias mítico religiosas, todo el componente
mágico atribuido a recursos y técnicas curativas, que de manera difusa for-
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 101
El diagnóstico
Viene a confirmar esta duplicidad polar del síndrome un caso sui ge-
neris de enfermedad, pero que forma parte de las frecuentes atenciones de
los yachac de Ilumán, y que se extiende a todo el área andina: se trata de
la “suerte”, buena o mala, que la cura tradicional puede conferir o quitar:
el samaita cuna , “dar la suerte”, y el chiqui calpachina o saquina, “sacar la
mala suerte”. Es importante notar aquí que esta particular competencia
del yachac sobre la “suerte” está íntimamente ligada al autodiagnóstico que
lo constituye en su vocación y profesión de yachac , y que en muchos ca-
sos aparece expresamente enunciada por el mismo yachac como la razón
para actuar como tal: es la conciencia de tener permanentemente una
“buena suerte”, de poseer una cualidad por la cual “todo sale bien” y siem-
pre “acierta” en su vida, lo que se manifiesta como un carisma inconfun-
dible para el propio yachac . Lo que demuestra su “fuerza” y lo convierte
en “poderoso”.
más que referirnos a una tipología de enfermedades nos orienta más bien
hacia una concepción fundamental de la salud–enfermedad en base a un
equilibrio térmico regulador del organismo. Según esto, el diagnóstico y
tratamiento del “frío” y “calor” constituyen un principio básico de la con-
cepción de la medicina tradicional.
b. enfermedades de : piel
músculos y huesos
sangre
Terapia
La medicación
Mientras que una gran coincidencia semeja a todos los yachac de Ilu-
mán en la técnica curativa de la “limpieza”, lo que constituye el núcleo ri-
tual de todo el proceso, los diferencia a todos ellos una gran diversidad de
prescripciones medicinales. Casi podríamos aventurarnos a decir que no
hay dos yacha que receten los mismos remedios para la misma enferme-
dad. Esta sorpresa u objeción fue confirmada por algunos de ellos como
si se tratara de especialidades propias de cada uno. Y eso no significa que
cada yachac sólo conozca una medicación específica para cada enferme-
dad, sino que sabe cuales son las otras medicaciones posibles, e incluso
cuales emplean otros yachac.
118 / José Sánchez–Parga
mismo berro calentada y con líquido frotar la espalda en pleno sol, dan-
do a beber después el jugo del berro; en lugar del berro se puede también
emplear el “suquillo”.
En la medicación de algunas enfermedades se puede comprobar a
qué grado de precisiones y exactitudes ha llegado la medicina de los
yachac de Ilumán. Una de las prescripciones más detalladas se refiere al
tratamiento y medicación del cuichic (“arco iris”), cuyos síntomas son: co-
mezón en el cuerpo como si se quemara, y una forma de supuración o
“aguadijo”; se trata con los siguientes remedios: matico, arrayán, serotes,
3 hojas de nogal, huasilla, 10 limones; con el agua de su cocción se baña
todo el cuerpo, después de lo cual se muele huarango, con el que, cerni-
do 6 veces se espolvorean las partes más afectadas del cuerpo. Dicha cura
se repite cada 6 ó 7 días, tomando agua de linaza, una cucharada tostada
y otra cruda, además de llantén y pelo de choclo. Absteniéndose de comer
cosas “enconosas” como maní, carne de chancho, aguacate, nabo o yuyo,
carne de cuy.
Otra composición muy meticulosa de remedios se refiere al trata-
miento del “chupo” (“tumor”): se cocinan ñahuis de mollintín, yerba mo-
ra, chichano, escubillo, sauco, flor de malva alta; todo ello se muele bien
y se exprime el agua, a la que se añade un “huevo de matrimonio” (de
campo), y se bate bien; después se pone el emplasto en una tela blanca
(bretaña), donde se dan unos cortecitos, y se aplica en el lugar del chupo
tres veces al día. Y, como en todas las enfermedades que provocan fiebre,
se da a beber agua de linaza.
En ocasiones es en la dosificación del remedio, donde se revela la
competencia médica del yachac: cuando no se puede “soplar” el trago frío,
sino previamente calentado, ya que el frío podría destemplar el cuerpo
con calentura. Este continuo auscultar, los efectos térmicos de la enferme-
dad y de la cura lleva al yachac a combinar distintos remedios, sus modos
de empleo y su dosis; la linaza tostada con linaza cruda, o limón crudo
con limón asado, para contrarrestar los efectos fríos o calientes.
Hemos desistido en el presente estudio de hacer una clasificación ex-
haustiva, que por lo demás sería muy laborioso, de la nosología de los
120 / José Sánchez–Parga
Noche
rezo Rosario Poner al cuello
ortiga LIMPIAR ortiga negra
SOPLAR
VINO Y COLONIA
IMAN––––––––––––––––––––––––––––––––––– CUY
Claveles
en cruz
Guardar en bolsa roja LIMPIAR Aguacates, plátanos
materiales de la limpieza naranjas.
Por el carácter ritual y casi litúrgico de estas fórmulas sería muy apro-
piado la aplicación de un análisis estructural donde el ritmo confiere un
sentido a todo un sistema de simetrías, oposiciones e inclusiones. Todos
los diferentes verbos de movimiento expresan el drama terapéutico en la
forma de acciones, en las que la palabra se hace eficaz sobre el mal.
Llucshi llucshi
satiriangi – Llucshi
cambiashun – trucashun
RI – TIGRAI
Cambiashun – trucashun
tigrai – tigrai
jacu llucshi
Shamui, shamui
sumbra espirituhuan
shamui, shamui
canta ricuncapac munani
Shamui, shamui
chiquicunata anchuchicapac
munani
tucuillagu
chiquicunata anchuchicapac
saquipaichi
Tucuillagu, tantarishpa
japinpashun, japinpaichic
Cada yachac tiene sus propias invocaciones y todas ellas son a su vez
incluso sujetas a variaciones e improvisaciones, pero siempre responden a
un modelo común de idéntica estructura; y hasta en aquellas más recita-
tivas se encuentra la misma organización de los diferentes elementos en
base a un esquema común.
El caso de las invocaciones reproduce tanto el problema que nos
planteábamos a propósito de cada yachac como el de su ritual terapéuti-
co; el mismo que encontramos para explicar el de la brujería; todo fenó-
meno dentro de este universo es susceptible de por lo menos dos explica-
ciones: una genérica, la que podría ser asumida con un carácter científico,
y por otro particular que es la realmente operativa. Esto nos enfrenta a esa
duplicidad o tensión que se establece entre lo común a todos los yachac y
ese quizás más amplio sistema de analogías que los distingue entre sí. Pe-
ro incluso estas diferencias –como notamos más adelante– se hacen más
patentes al nivel del discurso de cada yachac ; cuando dan cuenta de la ex-
periencia individual propia o cuando ofrecen su propia versión del uni-
verso terapéutico y del trasfondo cultural que los sustenta. Ambas expli-
caciones o la tensión entre estas dos formas del discurso lejos de ser ex-
cluyentes garantizan más bien la lógica de su coherencia interna: nos
muestran hasta qué punto el discurso cultural se encuentra apropiado e
interiorizado por cada yachac, al mismo tiempo que en vez de coartar las
diferencias y variaciones permite sus más ilimitadas versiones; a condición
siempre de que todas ellas hallen un reconocimiento social en el sistema
de códigos y significaciones de su cultura y de su tradición.
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 129
Tres son los momentos o realidades sobre las que se podría articular
el análisis: el yachac como yachac o “conocedor”, el campo de su práctica
y conocimientos, sobre la salud–enfermedad, y cuyo cuerpo (el del pa-
ciente) no es sino la representación del cuerpo social. La secuencia entre
estos tres momentos no es lógica y mucho menos temporal, y sería más
correcto invertirla, ya que un determinado grupo social es siempre el que
instaura su propio campo y discurso sobre la salud–enfermedad, y el que
determina los parámetros de su conocimiento y de su práctica, recono-
ciendo y sancionando sus propios actores. Pero puesto que una simbólica
y su sociológica nunca están dados, y respetando la metología impuesta
por el objeto de nuestro estudio, los yachac, partimos también aquí del
análisis de su experiencia.
130 / José Sánchez–Parga
Por esta razón los sueños del yachac son de un orden muy particu-
lar, en cuanto que no son producidos ni procesados como formas, y resul-
tado, de una ritualización del deseo (en términos de psicoanálisis freudia-
no), sino de una ritualización del mito, que releva de su cultura. Y en este
sentido es preciso notar que la modalidad adoptada por tales sueños los
define como “premonitorios”, y con el mismo sentido que tienen los que
ya transmitía Guamán Poma48.
Más frecuentes que al sueño parecen ser en algunos casos las referen-
cias de los yachac de Ilumán a una forma de inspiración verbal, que expre-
sa en términos de “avisos” y “mensajes” (huillana), y cuya localización, o
lugar de origen, en los cerros y las piedras revela de las tradiciones cultu-
rales andinas. Pero estas hipóstasis simbólicas de tales “avisos” no hacen
134 / José Sánchez–Parga
No se debe olvidar que la cultura andina ha sido por una larga tradi-
ción una cultura oral, y que aún en la actualidad la palabra además de su
valor convencional sigue siendo la depositaria e informadora de toda la
realidad socio–cultural del grupo. Y si carece de los significantes restituti-
vos que le confieren las culturas escritas, la palabra en la comunidad an-
dina conserva todavía características performativas muy originales; toda
una mágica de la denominación. Bajo este último aspecto incidirá de ma-
nera eficaz en la base del diagnóstico del yachac, tendrá una particular re-
levancia en sus invocaciones–oraciones, y conferirá una virtualidad ulte-
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 135
Uno de los aspectos más intrincados, que más fácilmente podría ser
pasado por alto, pero que mejor pone de manifiesto la relación entre sim-
bólica y sociedad en el universo de los yachac de Ilumán, es la idea de
“fuerza”; tratar de adentrarnos en ella nos llevará a reconsiderar lo que en
un principio de nuestro estudio eludimos, y que en su transcurso se fue
relevando como una realidad, sin cuya comprensión tanto el fenómeno de
los yachac como el de la socio cultura que representan quedaría en gran
medida inexplicables: la brujería.
naturaleza diferente en cierto modo superior, que no todos los yachac con-
trolan sino los más poderosos, o muchos de ellos por una especie de éti-
ca profesional no emplean para tales fines.
Tal ausencia del carácter político que presenta el poder del yachac
podría ser explicada por una diferencia histórica entre una forma de po-
der–autoridad representada tradicionalmente por los curacas y un poder
de naturaleza religioso chamántico, fenómeno por otro lado característico
de las estructuras sociales primitivas. Pero quizás hay también una razón
intrínseca a la misma naturaleza del poder del yachac, que lo hace incom-
patible con las estructuras y función de lo político: se trataría de ese refe-
rente tradicional y cultural, que es el mismo fenómeno del yachac , el tipo
de sus prácticas terapéuticas, el discurso que involucra, toda la ideología
implícita en el universo por él representado, lo que al mismo tiempo que
lo aisla de las formas y transformaciones más convencionales de lo políti-
co, le confiere particularidades de muy distinta índole. Tras dicho poder y
140 / José Sánchez–Parga
función reguladora de una cultura donde ciertas fuerzas sociales sólo pue-
den ser controladas por la eficacia de dicho “poder”. Esto es lo que plan-
tea el problema de la brujería en sus correctos términos, y no en los ideo-
lógicos: la brujería existe no por la presencia de los yachac ; es un determi-
nado tipo de sociedad y cultura el que hace que el poder y práctica tera-
péuticas del yachac se desempeñen ocasionalmente en desembrujamien-
tos, ó más raramente, en embrujamientos.
Soslayar el problema de la brujería, como si de un tabú se tratara, pa-
ra comprender la identidad de los yachac de Ilumán, su supuesta auto-
comprensión, sería conferirle un sentido incorrecto y aceptar los prejui-
cios ideológicos sobre dicha realidad; y con ello no rendiríamos una cuen-
ta coherente y profunda no sólo de la naturaleza de la brujería sino tam-
poco de la realidad social que ella misma pone de manifiesto. Esto supo-
ne reconocer que en los grupos andinos, en cuanto sociedad todavía con
fuerte componente tribal, lo sobrenatural constituye una experiencia in-
herente a la vida social e inseparable de todo lo que en ella se experimen-
ta y se vive. De ahí la ineludible alternativa de integrar al grupo cualquier
fuerza misteriosa que de otra manera se convertiría en origen o causa de
extravío, de angustia, enfermedad o locura.
La brujería, tal como puede ser caracterizada a través de las mismas
prácticas de los yachac define un plano intermedio de lo sobrenatural y so-
cial conceptualizable en términos de “fuerza”, que actúa no sólo afectan-
do la realidad personal de los individuos sino también, y sobre todo, ge-
nerando un tipo de desorden social, el cual en cierto modo se sustrae a las
regulaciones sociales habituales, y que por ello mismo se convierte en ob-
jeto de un tratamiento particular: el que pueden operar las “fuerzas” o “po-
der” del yachac . Este tratamiento posee una doble orientación: ambas muy
análogas a las que identificábamos en el proceso curativo: exorcizando el
mal y confiriendo una fuerza nueva o suplementaria al sujeto embrujado.
El ritual afecta una restitución socio psicológica del paciente–víctima.
No se puede explicar cualquier forma de brujería existente en Ilu-
mán, en cualquier sector indígena o en la misma sociedad urbana por la
presencia de los yachac , sino que al contrario, estos no son más que el pro-
142 / José Sánchez–Parga
Según esto podemos entender mejor dos fenómenos dentro del uni-
verso de los yachac de Ilumán: a) que lo mágico no aparezca identificado
como una realidad particular; y ello no porque no pueda ser aislable den-
tro de un pensamiento mágico como puede ser el que rodea a la medici-
na tradicional, sino porque se inscribe en la forma de toda ritualidad; b)
que tampoco la brujería se manifieste como tal a la conciencia colectiva o
de sus actores principales, el yachac y sus pacientes, ya que dicho fenóme-
no releva de las estructuras sociales del grupo y de sus funciones simbóli-
cas, y por ello mismo forma parte del universo del inconsciente colectivo.
Los actos o los hechos de brujería resultan así con toda coherencia inte-
grados al universo de la patología y de la medina tradicionales; pero no
restringidos a la corporalidad individual del paciente sino ampliados al
cuerpo social.
Según esto nos parece importante entender esa doble ubicación so-
cial del yachac al interior de los grupos andinos: por una parte relativa-
mente marginal a sus estructuras socio políticas, e incluso aislados por el
mismo ejercicio de sus prácticas específicas; y por otra parte, estrecha-
mente inserto en los ejes socio culturales de las tradiciones andinas.
Conclusiones
A lo largo del desarrollo precedente hemos intentado mostrar cómo
el terreno específico de la enfermedad y la cura se constituye propiamen-
te en una mediación entre el yachac y su sociedad, orientándonos hacia ese
trasfondo de tradición y cultura, que permite entender la relación entre
ambos. Y es esta ubicación más precisa del fenómeno de los yachac la que
nos obliga a reconocer toda la profundidad de su denominación como
“conocedores”, a partir de la cual iniciamos nuestro estudio.
Han sido otros problemas adyacentes a los que hemos aludido en pá-
ginas anteriores –el religioso, económico, el de poder político, el de una
resistencia y reproducción cultural, etc.–, pero que por su especificidad
requerirían de análisis particulares, y que sin duda no podrían ser aborda-
dos sino dentro de una investigación más regional, que los articule y les
dé coherencia. La muestra ha sido una aportación parcial a uno de los as-
pectos que no podría estar ausente de esta definición más regional.
Si nuestra intención fue en un principio rescatar una semblanza de
los yachac de Ilumán, en su transcurso hemos podido aseverar que tras su
146 / José Sánchez–Parga
Precisamente por esta razón hemos querido mostrar que por sus raí-
ces históricas el fenómeno de los yachac de Ilumán seguía participando de
esa misma tradición cultural todavía hoy compartida por los más diferen-
tes grupos andinos extendidos a lo largo de la cordillera desde el Ecuador
hasta Bolivia61. Y lo que nos ha merecido un interés particular, pero im-
portante para su reconocimiento y evaluación, fue el constatar cómo mu-
chos de los elementos o rasgos del fenómeno de los yachac de Ilumán y de
sus mismas prácticas curativas se encuentran autentificados, salvadas las
analogías, por otras tradiciones culturales muy distantes espacial o tempo-
ralmente de las andinas.
Por otra parte, los yachac de Ilumán, con toda la complejidad del
universo en el que se inscriben, no pueden ser aislados como un fenóme-
no cultural más o menos anómalo o residual de una tradición, de las es-
tructuras sociales y estrategias de supervivencia del grupo al que pertene-
cen. En este sentido consideraciones y recuperaciones folklóricas de as-
pectos de la realidad indígena andina, como podrían ser los yachac, o más
generalmente la medicina tradicional, no pasarían de ser un discurso y
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 147
Notas
1 Mientras que Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en una referencia de 1734 en Noticias
Secretas de América Latina, t. I p.168, hablan de 6 pueblos en Otavalo, en la Relación
y descripción de los pueblos del Partido de Otavalo, Relaciones Geográficas de Indias, de
Jiménez de Espada. t. II, B A E, Madrid, 1965, p. 233 Sancho Paz Ponce de León
enumera 7 pueblos. Ilumán se constituye como parroquia jurídica en 1894; las co-
munidades que actualmente la componen (Carabuela, San Juan Pogio, Angelpamba,
Pinsanquí y Chinchuquí), de las que todos los campesinos indígenas que las habi-
tan eran huasipungos.
2 Relación y descripción de los pueblos del partido de Otavalo, o.c. p. 239.
3 Hace 20 años Carabuela, comuna de la parroquia de Ilumán, podía ser ya conside-
rada como uno de los centros de la práctica tradicional. Según un estudio del CIDA,
Tenencia de la tierra y desarrollo socio económico del sector agrícola: Ecuador, OEA,
Washington, 1965, p. 238, ya antes de la Reforma Agraria, 45 de las 126 familia de
esta comunidad prestaron servicios de curaciones tradicionales.
4 Los datos que proponemos a continuación han sido tomados de una investigación
realizada por el CAAP en la zona para el diseño del Proyecto San Pablo: Informe de
las encuestas realizadas en las comunidades del “área San Pablo”, 1983 (mimeo), CAAP.
5 En quichua existe la raíz llaycay, que significa “embrujar” (llayca = hechicero; llayqas -
ca = embrujado), y que GUAMAN POMA asocia más a las prácticas religiosas de he-
chicería que a las propiamente curativas (N Nueva Crónica y Buen Gobierno , 278/280).
También el Cronista se refiere a los camascaconas,de la raíz verbal Kamay = mandar,
ordenar; el kamaska es el facultado o curandero, que supuestamente ha recibido el
mando de las fuerzas de la naturaleza o de alguna divinidad de conocer y aplicar las
propiedades curativas de las plantas. No existe una línea clara de demarcación entre
las prácticas de brujería y las terapéuticas. Más bien habría que considerar, y esta es
la opinión vigente en Ilumán, que se trata de una fuerza y conocimientos que tanto
pueden ser empleados con una u otra finalidad. La ambigüedad afecta al mismo
pensamiento de GUAMAN POMA, sin duda influenciado en su servicio en la cam-
paña de Albornoz para la extirpación de las herejías, de aquí que atribuya la pena
de muerte indiscriminadamente a “curanderos” hierberos, adivinos del pueblo, adi-
vinos del Inca, los que engañan al mundo, los que guardan toda suerte de medici-
nas…” (& 311/313). Elocuente a este respecto es un acta inquisitorial que se en-
cuentra en el Archivo Arzobispal de Lima, Leg. 5. Exp. 8, F.10 (Septiembre, 5,
1662): “Y preguntándole que porque dice toda la gente que es echisero”: Dixo que
porque cura”.
6 En otras zonas de la misma sierra ecuatoriana se puede incluso reconocer una estra-
tificación entre los agentes de la medicina tradicional: el “soplador”, “sobador de
cuy”, “curandero”, el “brujo”. Cfr. Política de Salud en la comunidad andina, CAAP
1982, J. Sánchez–Parga, Fitoterapia y medicina tradicional.
150 / José Sánchez–Parga
7 Como parte de esta investigación se pudo constatar que el conocimiento de las téc-
nicas de diagnóstico, terapia y medicación de la medicina tradicional eran más res-
tringidos e imprecisos entre el sector de mujeres jóvenes menores de 25 años que
entre las de mayor edad. El programa de salud que el CAAP desarrolla en la zona
tiene como uno de sus aspectos metodológicos el contribuir a una transmisión y re-
forzamiento de la medicina indígena y de sus recursos fitoterapéuticos precisamen-
te al interior del sector femenino.
8 Disentimos con el estudio de A. Buitrón, Panorama de la Aculturación en Otavalo,
Ecuador, (A América Indígena , vol. XXII, Nº. 4 oct. 1962, p.p.313–322), en primer lu-
gar, porque los procesos de aculturación no se definen a partir de los cambios en los
rasgos culturales tomados aisladamente; en segundo lugar, porque la categoría mis-
ma de “aculturación” no debe ser empleada sino como un concepto analítico; en ter-
cer lugar, consideramos que sería preciso interpretar el sentido y la dinámica de di-
chos cambios; por último, pensamos que la cultura de un pueblo no se ubica tan so-
lo en el acervo de sus antiguas tradiciones sino en los mismos procesos de transfor-
mación de éstas y en la integración a sus matrices culturales y estructuras sociales
de todos aquellos elementos que no implican una desarticulación de ellas. Si insis-
timos en este paréntesis es por no considerarlo ajeno a la argumentación de nuestro
estudio sobre los yachac; fenómeno cultural que sólo se explica integrado y como ex-
ponente de una dinámica cultural muy particular: la de los grupos indígenas otava-
leños y su relación con la sociedad nacional.
9 En un estudio anterior, “Los caminos de la cura”, publicado en Política de salud en la
comunidad andina, hemos analizado cómo se organizan y se distribuyen espacial-
mente dentro de la medicina tradicional las distintas fases o alternativas del proceso
curativo, cómo se ubica el recurso a los diferentes especialistas y de qué manera se
suceden los distintos itinerarios tanto dentro del sistema de salud aborigen como del
blanco mestizo; para el indígena el recurso a la medicina occidental suele ser por lo
general el último y más desesperado por una muy antigua creencia que es atestigua-
da desde el siglo XVI precisamente en la misma región de Otavalo: “No hay indio
que vaya enfermo que quiera ir a curarse a él (hospital), porque tiene por abusión,
que si entran a curarse allí, se morirán luego” (Paz Ponce de León y Jiménez de la
Espada, o.c. p. 240).
10 Este problema haciendo referencia concreta a la parroquia de Ilumán, hemos trata-
do en “El proceso de morbi–mortalidad en la comunidad andina”, en Políticas de Sa -
lud en la Comunidad andina, CAAP, Quito, 1982.
11 El mismo problema de las tarifas no es muy probablemente ajeno a algo intrínseco
a la misma realidad del yachac y a la naturaleza de sus prácticas; hasta tal punto que
haya que reconocer que no es él, sino su “poder” el que fija los honorarios de la cu-
ra, como sostiene Z. Willard para el caso del chamanismo paviotso: Cfr. “Paviotso
shamanism”, en American Anthropologist 1934, vol.36, p. 48ss.
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 151
12 Que una forma de enfermedad representa de alguna manera un “ritual de pasaje” pa-
ra desempeñar el oficio de la curación, aparece bastante generalizado entre los “ya-
tiri” bolivianos. Cfr. también al respecto el testimonio recogido por J. Gushijen, Tu-
no: el curandero, p. 10, G. Devereux, Essai d’ethnopsychiatrie génerale, París, 1970,
p. 296, sostiene que en muchas culturas primitivas una breve crisis psicótica prece-
de con frecuencia la adquisición de poderes terapéuticos o chamánicos; dicha crisis
puede tener un contenido o ser manifestación de una lucha intensa que el individuo
lleva contra esa relativa dislocación interior. Aunque, como veremos, las experien-
cias del enfermo representan el aspecto relativamente menos importante del sistema,
para el caso de un futuro yachac el haber sido curado con frecuencia o de algunas
dolencias particulares puede conferirle una aptitud privilegiada a desempeñarse a él
mismo como curador. Experiencia ésta modernamente consagrada por el psicoaná-
lisis. Cfr. M. Eliade, Chamanismo, México, 1960, p. 38–43 ss. donde particularmen-
te trata sobre “Enfermedad–iniciación”, y la más penetrante observación de A.Me-
traux, Chamanisme chez les indiens de L’ Amerique du Sud tropicale, p. 200.
13 G. Roheim, Animism, Magic and the Divine King, Londres 1930, ha insistido siempre
en este aspecto de las sociedades primitivas, y se puede considerar que las monogra-
fías antropológicas son ilustrativas en este sentido. No sólo la forma como los “cu-
randeros” o “shamanes” se integran en la socio–política de un determinado grupo;
ello revela que el problema de la salud–enfermedad, el de la cura y el de la vida, ca-
taliza en cierta manera una forma de auto–comprensión del grupo.
14 El equipo del CAAP apoya en la actualidad un programa dirigido por el presidente
de la Asociación de yachac de Ilumán y una alfabetizadora indígena, que tiene entre
otros objetivos el de evaluar y mejorar la situación de salud y nutrición familiar. Una
de las actividades consiste en recuperar el sistema de diagnóstico y de curación tra-
dicional, de registrar los recursos terapéuticos, las plantas medicinales y sus formas
de administración. Hemos podido constatar que el conocimiento de las muje-
res–madres es en ocasiones más amplio y preciso del que poseen bastantes yachac.
15 La relación entre la tradicional medicina andina y las regiones orientales, de “yun-
gas” o “yumbos” no es exclusiva de la región ecuatoriana. El caso más ejemplar de
este fenómeno lo presenta la étnia callahuaya, en Bolivia, al noreste del Titicaca, cu-
yo prestigio medicinal y como expertos conocedores fitoterapistas, los ha converti-
do en médicos itinerntes en todos los Andes e incluso más allá de la región andina.
Es precisamente la ubicación de este grupo en las estribaciones orientales de la cor-
dillera limítrofe con la región amazónica, lo que les ha proporcionado un amplio sa-
ber de plantas medicinales. Cfr. E. Oblitas Poblet, Cultura Callawaya, La Paz, 1978;
Eilheim Lauer, Acerca de la ecoclimatología de la región callahuaya, en Espacio y
Tiempo en el mundo Callahuaya, La Paz, 1984; Terry Saignes, Quiénes son los Calla-
huayas; Notas sobre un enigma histórico, en Espacio y Tiempo…; Louis Giraul, Ka-
llawaya, guérisserus itinerents des Andes, Recherches sur les pratiques medicinales et ma-
giques, I’O.R.S.T.O.M., París, 1984.
152 / José Sánchez–Parga
Nos parece importante sobre el tema un pasaje de VILLAGOMEZ, Pedro de, en Ex-
hortaciones e Instrucción acerca de las idolatrías de los Indios del Arzobispado de Lima,
Colec. Urteaga, Lima, 1919: “Los ministros mayores que ven algún indio o india que
le da un mal repentino y se priva del juicio y se queda como loco, decir que aquel
accidente le sobrevino porque los huacas quieren que sea su villac y sacerdote y vol-
viendo en sí lo hacen que ayune y aprenda el oficio en que cuando ellos hablan con
las huacas suelen privarse del juicio”.
16 Cfr. F. Sal y Rosas, La Concepción mágica de la epilepsia en los indígenas peruanos, en
Seguine y R. Ríos, An. III Congr. Latinoamericano de Psiquiatría, Lima, 1966, p.
42–60.
17 En esto coincide la observación de M. Eliade según el cual “la diferencia que existe
entre un profano y un chamán es de carácter cuantitativo: el chamán dispone de ma-
yor número de espíritus protectores o custodios, y un “poder” mágico–religioso más
fuerte”(El Chamanismo, p. 250s).
18 Con todo, también la medicina tradicional de los Andes ha conocido algunas apli-
caciones terapéuticas de las piedras, sobre todo atestiguadas en la región sur del Pe-
rú y Bolivia. En el Cuzco la “piedra armenia” es lavada con agua de borraja y su di-
solución se aplica con fines catárticos y curas del higado, sangre o ictericia…; lo mis-
mo se aplicaba la “piedra lázuli”(silicato sulfúrico de aluminio y sosa) para purgar
humores, curar cuartanas y llagas. Cfr. Nancy Chávez Velásquez, La materia médica
en el Incanato, Lima 1977, p. 282s. Para otros empleos de minerales con fines tera-
péuticos, Cfr. VALDIZAN,H. y MALDONADO A. La medicina popular, Torres Agui-
rre, Lima, 1922.
19 Ya otros autores han notado el carácter y disposición simbólico–astral de la “mesa”
del curandero tradicional en los Andes. Cfr. J. Gushiken, o.c., p. 16ss.
20 Sobre el “espíritu” de las piedras, el significado de sus figuraciones y su virtud para
acompañar el ingreso al mundo de las visiones y conocimiento en las culturas de la
amazonía ecuatoriana, Cfr. D, WHITTEN, “Antiguas tradiciones en un contexto con-
temporáneo: cerámica y simbolismo de los Canelos Quichua en la región amazóni-
ca ecuatoriana”: en Amazonía Ecuatoriana. La otra cara del progreso. Mundo Shuar,
Quito, 1981.
21 En “Religión y fiestas andinas: reconceptualizaciones”, ECUADOR DEBATE n.5
abril, 1984, hemos tratado el carácter de la sincretización de las formas religiosas
tradicionales en la cultura andina.
22 Este síndrome –que en Otavalo se denomina “chiqui”– tiene una etiología diferen-
cial: puede ser causado por circunstancias causales o también provocadao por al-
guien (un enemigo) o algo; y entonces puede recibir el nombre de “daño”, “mal de
ojo”, “embrujamiento”; y recubriendo formas o síntomas distintos. Como es el caso
de la “mala espalda” con que nacen algunas mujeres –nosología común en la zona
de Ilumán–, y que significa una especie de fatalidad femenina, que nada tiene de or-
gánico ni físico, y que puede considerarse como una especie de “desencanto” o ma-
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 153
la suerte femenina para la que hay una cura específica. Este síndrome en Bolivia se
khencha, khenchaska, y se ha extendido también con fuerza a la sociedad blanco
mestiza. Su tratamiento tiene aspectos religiosos que lo convierten en una patología
muy particular. Ya Guamán Poma se refiere a la atipaya (mala fortuna), acoyraqui
(calamidad), tiyoyraqui (infortunio).. En Nueva Crónica, p. 282/284. Cfr. Oblitas Po-
blet, o.c. p. 35ss 304ss; O. Valdivia Ponce, Hambicamayoc. Medicina folklórica y su
sustrato aborigen en el Perú, p: 94s. 120–129.
23 Nos referimos aquí a la incorrecta clasificación de Manuel Díaz, indígena de Ilumán,
que en su avance de investigación publicado en la Revista Antropología. Cuadernos
de Investigación, n.2 PUCE, p. 136 menciona al “Liulla” como un mentiroso o fin-
gido yachac. El calificativo es ciertamente usado dentro del sector, y forma parte de
las tensiones y conflictos latentes entre los profesionales de la cura en Ilumán; pero
muy curiosamente no se cuestiona entre los yachac la autenticidad o la competen-
cia de algunos de ellos sino ciertas atribuciones o presunciones como son la antigüe-
dad y origen de su ejercicio profesioal, o tarifas desproporcionadas con la finalidad
de crear niveles superiores de competencia.
24 Cfr. E. de Martino, Il mondo magico, y algunas aproximaciones de V.M. Mikhailows-
ki, “Shamanism in Siberia and Europea Russia”, en Journal of the Royal Antropologi-
cal Institute, vol. 24, 1894
25 La atribución de enfermedades a pecados cometidos, hocha, y cuya curación reque-
rían de purificaciones religiosas, se encuentra ilustrado por la información de Cobo
sobre el hichuco. Cfr. Historia del Nuevo Mundo, Sociedad de Bibliófilos Andaluces,
Sevilla, 1890–95,p. 136. La ceremonia más conocida y una de las festividades más
importante del Incario, la citua o coya raimi, tenía un sentido específicamente reli-
gioso–terapéutico. Cfr. Molina, C. de, Relación de las fábulas y ritos de los Incas, Lima,
1916, p. 63.
26 Cfr. Jiménez Borja, A., La noche y el sueño en el Antiguo Perú,Rev. Mus. Nac. (Li-
ma), 1961, n. 30, p.p. 85–95.
27 La técnica de alentar, samay, y la de spolar, phukuy, tanto en los Andes como en las
otras culturas responden a funciones simbólicas distintas, y aunque ambas pueden
tener un carácter mágico, el del “resuello” se encuentra más ligado a aspectos más
orgánicos y personales; al soplo, en cambio, se le confiere una cualidad más bien es-
piritual.
28 Esta “soba del huevo” se encuentra atestiguada en toda el área andina, y aparece co-
mo procedimiento también muy frecuente en las prácticas curanderiles mestizas.
Cfr. Silva, M., El Curanderismo en Lima, en SEGUIN Y RIOS, An. III Congr. Latinoa-
mericano de Psiquiatría (Lima), 1966, p. 271–289.
29 La literatura sobre estos dos síndromes es amplia, y pueden encontrarse referencias
a ellos en casi todos los trabajos sobre medicina indígena en los Andes.
30 Es el caso analizado por C. Levi–Strauss en Antropología Estructural, La eficacia sim-
bólica,(ed. franc.) París, 1974, 2ª ed. La tradición andina de esta técnica se remon-
154 / José Sánchez–Parga
cia un tipo de comprensión que es el que nosostros adoptamos más adelante: “lo que
está determinado por la cultura tal vez no es el patterns of dream, sino simplemente
el pattern al que se ajusta el sueño en la memoria”; es decir, esa interpretación ya im-
plícita en la “elaboración secundaria”
45 Y que tiene precedentes en otras culturas, Cfr. el citado estudio de Luis Gil, Thera-
pia, y el de Lincoln, R. The Dream in Primitive Cultures, Londres 1935.
46 El quichua boliviano cuzqueño usa también el verbo mosqochay que significa “ser
objeto del sueño de otro” o “aparecérsele en sueños”, lo que supone ya un factor in-
terpretativo que explicará ciertos usos oníricos dentro de la cultura andina.
47 Lo anotamos en contra de una inadecuada interpretación que algunos comentaris-
tas han hecho de la función del moscoc, en la que incurre O. Valdivia, o.c. p. 31s; y
que contradeciría la misma semántica del término quichua.
48 Nueva Crónica & 282/284 “Quando sueñan uru nina, dizen que a de caer enfermo.
Y cuando sueñan ande chicallo (un pájaro) y uaychan (papagayo) y de chiuaco (tor-
do) dizen que a de riñir… En su artículo, Simbolismo onírico”, El Comercio, Suple-
mento Cultural, Domingo, 18 setiembre, 1983 Quito, p.6, Ruth Moya registra nu-
merosos sueños de informantes de las comunidades indígenas de Cotacachi y Ca-
yambe, todos los cuales poseen esta forma premonitoria: “Soñar…, significa…, si se
sueña que…es presagio de que;soñar…es anuncio de que…”.
49 Sigmund Freud, La interpretación de los sueños, ob., t. II, p. 722.
50 Id. o.c., t. II, p. 407. Curiosamente Freud llega a precisar sus análisis en La interpre-
tación de los sueños a partir de esta concepción y hermenéutica populares, donde se
establecen ya una distinción entre contenidos manifiestos y los contendidos o signi-
ficados latentes del sueño, los cuales hacen referencia a uno de los cinco elementos,
o “mecanismos” claves de la elaboración oníricas; la simbolización. Por ello resulta-
ría muy pertinente constatar como la simbólica onírica de los yachac, la del mues-
treo que propone en su artículo Ruth Moya, y hasta los ejemplos transcritos por
Guamán Poma encuentra sus equivalentes en los símbolos oníricos propuestos por
el mismo Freud.
51 Por ejemplo, un mismo sueño es registrado por Guamán Poma, recogido por Ruth
Moya, y también referido a nosotros por uno de los yachac de Ilumán: “Quando sue-
ña quiroymi llocsin (o la otra versión, “cuando me ha caído un diente”) que ha de mu-
rir su padre o su hermano” (signo de muerte en general).
Todos los “tipos de sueños registrados en la zona de Ilumán (a los que añadiríamos
los enumerados por Ruth Moya) responden a tres posibles modelos de interpreta-
ción onírica (en lo que se refiere a los contenidos, ya que todos adoptan la forma
premonitoria): pueden ser paralelos al contenido manifiesto (soñarse desnudo sig-
nifica pobreza, coito con mujer significa buena suerte), pueden ser contrarios al con-
tenido manifiesto (soñar granizadas es anuncio de abundancia de riquezas), y pue-
den ser simbólicos. Ahora bien, esta clasificación no es tan precisa que excluya su-
perposiciones entre las posibles interpretaciones, ni tampoco que se puedan dar dis-
158 / José Sánchez–Parga
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2. REPRESENTACIONES DEL CUERPO
Y DE LA ENFERMEDAD EN
LAS SOCIEDADES ANDINAS
Introducción
rales y provocar una enfermedad. Ahora bien, ¿por qué, mientras que una
vez restablecido de cualquier dolencia el cuerpo del hombre seguirá sien-
do un cuerpo sano, la mujer se mantiene como un cuerpo enfermo, al me-
nos potencialmente? ¿Por qué la afección de la maternidad marca patoló-
gicamente el cuerpo femenino?
Agentes Nº Casos %
45 100
Nada tiene de extraño, por ello, que dentro de la más reciente revo-
lución genética, cuando el cuerpo se ha convertido, ya en sus orígenes em-
brionarios, desde la sustancia de su genoma, en materia de laboratorio,
que las preguntas sobre la naturaleza, el misterio o el problema del cuer-
po sigan intrigando a quienes no han dejado de pensarlo o han vuelto a
repensarlos; y que muchas de las ideas de la tradición cultural andina se
replanteen hoy en las avanzadas de la ciencia con original urgencia: “en-
tonces la cuestión radical está ahí, delante de nosotros. El sujeto humano
no es pensable sin cuerpo, la disociación del cuerpo y de la persona aten-
ta el ser mismo de la persona. Pero el sujeto no es pensable tampoco sin
cuerpo social, en cuyo seno se atan las relaciones humanas, garantizando
al mismo tiempo la alteridad y el vínculo…”23.
Notas
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de la salud. De ahí esa intuitiva conceptualización de L. Gil de “la enfer-
medad como vivencia” propia de las sociedades primitivas.
Fue así como desde el siglo XVII la medicina se desarrolló más para
comprender el cuerpo y su funcionamiento que para curar sus enferme-
dades. Y su excesiva y perversa dependencia respecto de la ciencia y la tec-
nología obligó a la medicina a asimilar sus propios objetos y objetivo a los
de éstas, privilegiando la aventura de prolongar la vida por encima de su
originaria vocación de conservar la salud y en segundo lugar curar.
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 201
El Estado curandero
–!Tomando yopo, señor! Ese cadáver no es nada: las hormigas se lo han comi-
do, Lo ves? Sus ojos se han convertido en avispas? Sus manos en jaguares Por
eso debes tomar yopo, señor: los jaguares no podrán comerte!
Apunte etnohistórico
Medicinales
Esta utilización mágica del “trago” en los usos médicos parece situar-
se más bien en el aliento o soplo alcohólico, que el sobador echa sobre el
cuy, por ejemplo, en distintas fases del diagnóstico. También el curande-
ro, después de beber repetidas veces soplará con frecuencia sobre el pa-
ciente durante el tiempo de la atención.
La fiesta
Los funerales
Reciprocidad y comunicación
Ofrecer “trago” o invitar a beber supone una carga social muy costo-
sa en algunas zonas o circunstancias, ya que a través del presente se signi-
fican las relaciones de dependencia o endeudamiento económico o social
de los inferiores para con sus superiores. Si bien es verdad que a veces los
“ricos” y las autoridades de las comunas recurren a la invitación para rea-
nudar algunas relaciones, por lo general ellos se consideran exentos de es-
te costo social, siendo casi siempre los invitados, y muchas veces los que
más “impunemente” pueden rechazar una invitación, que en el fondo ni
les obliga ni les compromete.
En este sentido muy preciso del análisis vale la pena poner de relie-
ve cómo no sólo la ritualidad del beber sino los mismos dispositivos in-
ternos y efectos intrínsecos de la bebida actúan concomitantemente con
los mecanismos más característicos y tradicionales de la organización an-
dina: la reciprocidad en el ritual de la bebida, y la complementariedad
profunda buscada y conseguida por la borrachera.
nos individuos, pero no tanto por sí mismo cuanto por los efectos o resul-
tados que puede acarrear (abandono del hogar, violencia, despilfarro…),
nunca el comportamiento campesino indígena interpreta la borrachera co-
mo negativa sino como distinta o mejor dicho extraordinaria situación. Por
esta razón nunca el campesino se situará en el estado irrealista del dilema
de un alcohólico civilizado: beber o no beber; lo que se llama “autocon-
trol” o “dominio de sí mismo” es una situación a su vez imaginaria, ya que
representa el control de un imperativo y la opinión que los “otros” o el
“otro”, pueden formarse de él. Para el hombre andino aun actual su per-
cepción de sí mismo coincide con la que los otros le devuelven, y nunca
llega a esa “conciencia desgraciada”, en la que se fractura el estado de so-
briedad y de embriaguez, y que el bebedor civilizado se representa ante el
dilema de la bebida o en su confrontación con los “otros”.
Notas
Preámbulo porcino
Ha sido sin duda precisamente esto, lo que hace del cerdo un animal
intensamente ritualizado tanto en su sacrificio como en su consumo. Es
como si el hombre, en esta doble y secuencial relación con la naturaleza
salvaje del cerdo, estuviera obligado a una serie de complejos procedi-
mientos ceremoniales y simbólicos para neutralizar el carácter “salvaje” o
natural del cerdo.
y el por qué de una tradición tecnológica, cuya eficacia puede ser todavía
confrontada con el intento de transferencia de otra tecnología. Pero, ade-
más de tecnológico este discurso se manifiesta un discurso cultural, en la
medida que invoca la interpretación de un grupo étnico, y en el que mu-
chos de los rasgos de las tradiciones andinas vienen a darse cita, operan-
do una condensación de significantes, y confiriendo así a una técnica par-
ticular, como puede ser la de “castrar un chancho” una dimensión de ri-
tual, cuyo sentido transciende sin duda el de la mera eficacia tecnológica.
Este breve estudio ha sido confeccionado con el material elaborado
por un grupo de campesinos de Ilumán como resultado de un encuentro
capacitación sobre “cómo castrar los chanchos” y organizado por el CAAP.
En base a la tecnología presentada a través de un diapo–film, el grupo
campesino fue invitado a exponer sus propias técnicas y conocimientos en
torno a la misma operación. Esto no es más que una lectura del discurso
indígena.
De él nos ha parecido importante rescatar tres grandes aspectos prin-
cipales:
En primer lugar, y de manera más general, se puso de manifiesto
frente a la simplificación de la tecnología convencional propuesta la com-
plejidad e implicaciones socio económicas y mágico rituales que dentro
del mundo campesino indígena ofrecía el mero hecho de castrar un chan-
cho. En segundo lugar, se puede entender cómo la simple operación de
castrar un chancho se inscribe en una estructura mágica común a otras
prácticas del mundo andino como son, por ejemplo, y muy particular-
mente, aquellas referentes a la agricultura. Por último se pudo observar
cómo incluso la tecnología campesina ofrece una serie de variantes en tor-
no a la misma operación de castrar un chancho, las cuales habrían de ser
sujeto de ulteriores investigaciones sobre la posible experiencia de distin-
tas tradiciones rituales o sobre distintas fases de transformación de una so-
la corriente de tecnología. En cualquier caso, lo que nos ha parecido inte-
resante poner de relieve aquí es que la tecnología campesina indígena no
es un elemento aislable dentro del universo socio cultural andino, y que
su vigencia se encuentra estrechamente ligada a las estructuras particula-
res de dicho grupo social.
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 245
Chanchos 1 14 1
Gallinas 2 6 7
Cuy 3 1 6
Descripciones quirúrgicas
también otro factor, que pareció más importante a los especialistas cam-
pesinos en castración y a todos los que tienen chanchos, y es que se debe
castrar al chancho “después que ya ha gozado”, una vez que el chancho
que va a ser castrado haya preñado a un chancha.
Para curar la herida del chancho aplican o bien ceniza y orina del
chancho castrado o bien orina y la misma mierda del chancho, o bien los
252 / José Sánchez–Parga
Tras este uso muy similar de estos tres componentes orgánicos, y más
allá de sus efectos inmediatos, hay una concepción cíclica de la fertilidad,
y de cómo la naturaleza reproduce por sí misma y en base a sus mismos
elementos secretados su propia vida y autofecundación. Esta idea, que se
ANTROPOLÓGICAS ANDINAS / 253
Sería aventurado con los exiguos datos de los que disponemos inten-
tar aquí una sociología de la castración del chancho, pero sí vamos a
arriesgar algunas observaciones sobre su mágica, –que es ya una sociolo-
gía implícita o una prolongación particular de ella–; sobre todo porque
contamos con otras referencias del mundo campesino indígena de los An-
des, que nos permiten ubicarlas dentro de un mismo sistema de analogías.
enfermo enfermo–muerto
1. castrador chancho castrado
sano sano–curado
antes de un mes
2. chancho castrado chancha embarazada aborta
después de un mes no–aborta
Por otra parte, tampoco se pueden abandonar los otros factores del
nivel simbólico. Prescindiendo de lo que sin duda es muy secundario, su
cualidad gastronómica, la comida de los testículos del chancho tiene un
carácter de transferencia de vitalidad; de esta manera se elimina o repara
al mismo tiempo esa supresión de vida o potencia reproductora infringi-
da al chancho castrado. Simbólicamente el castrador, ya sea el que realiza
la operación o su responsable, el dueño del chancho, asumen la vitalidad
porcina consumiendo ese órgano de la reproducción extirpado en el chan-
cho. Su comida se manifiesta así doblemente reparadora.
Notas
1 Cfr. J. Sánchez–Parga, “El trago en la comunidad andina: entre el rito y el control so-
cial”, C.A.A.P., enero, 1982.
2 Cfr. J. Sánchez–Parga: “El discurso caníbal”, spt. 1983, mimeo, (CAAP).
3 Cfr. J. Sánchez–Parga: “El discurso caníbal”, p. 50. Esto aparece marcado en algunas
culturas, donde la relación sexual se expresa en términos muy precisos y particula-
res de comida: “comer en mulher” se dice en Brasil. Lo que por otra parte viene a
apoyar el hecho que el canibalismo endogámico y ritual (tal como por ejemplo lo
encontró P. CLASTRES entre los guayaki) llegue a regirse por la misma interdicción
del incesto, según la cual una mujer no podrá participar en la comida del cadáver
de un varón consanguíneo; la prohibición del incesto y el tabú alimentario se recu-
bren exactamente en el espacio unitario de la exogamia y la exoculinaria.