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Sin embargo, debe tenerse en cuenta que la existencia de una línea de continuidad entre el
estado de guerra y paz impide hablar de transición en sentido estricto porque la «paz
negativa» y la democracia se gestan en el vientre mismo de la lucha contrainsurgente. Ya
decía Foucault que la guerra es la clave misma de la paz, de modo que la Ley no es
pacificación porque a su interior aquella (la guerra) continúa encendida. «La guerra es la que
constituye el motor de las instituciones y del orden: la paz, hasta en sus mecanismos mas
íntimos, hace sordamente la guerra» (1992, 59). Asimismo, si aún teniendo presente dicha
acotación se considera como «momento transicional» el mero fin de la guerra, puede ocurrir
que, pese a que la confrontación armada siga su curso, una sociedad se vea enfrentada
prematuramente a los dilemas de la justicia transicional. Es decir, puede darse, como dicen
Rodrigo Uprimny y Catalina Botero (2006) una situación de justicia transicional sin transición
como en Colombia.
1 Este artículo hace parte del proyecto de investigación «Mercenarismo corporativo y configuración del orden
contrainsurgente en Colombia» adelantado para el Instituto Popular de Capacitación y financiado por Trocaire.
2 Esta acepción es introducida por Kant (1995). Desde su perspectiva, el mal radical supone una propensión de
la voluntad a ignorar los imperativos morales de la razón.
Cualquiera sea el momento en que tenga lugar, con el advenimiento de la justicia transicional
confluyen un conjunto de dilemas éticos y políticos de difícil solución en los que se enfrentan
simultáneamente diversas temporalidades. Estos son dilemas sobre los que se decide en el
presente, para enfrentar el pasado en consideración a un problema futuro. Las decisiones
políticas presentes se desenvuelven en la tensión del timing electoral y el largo plazo del
Derecho. Del pasado se deben tratar las acciones criminales y del futuro se considera el
problema de la estabilidad del orden y el restablecimiento de las relaciones de concordia.
3 Dentro de sus alegatos contra la posibilidad de castigo penal, las fuerzas paramilitares reclaman que sus armas
están invictas y que han tenido éxito en la contención de las organizaciones insurgentes.
4 El rechazo de las fuerzas paramilitares en Colombia a la administración de justicia por los crímenes cometidos
lo sustentan en que la responsabilidad no es exclusivamente suya sino también de la dirigencia política y
económica del país, además de los insurgentes. En este último campo alegan que las organizaciones insurgentes
han cometido tantos crímenes como ellos y que, por lo tanto no se debe hablar de «víctimas de las autodefensas,
por un lado, y víctimas de la guerrilla, por otro» sino de «víctimas de la guerra».
5 El conjunto de crímenes reconocidos por los comandantes paramilitares en el marco de la aplicación de la Ley
975 de 2005 o de Justicia y Paz --creada para los procesos de reincorporación de los grupos armados ilegales--
son presentados como «bajas con ocasión de sus actividades guerrilleras». A ninguna de las víctimas se les
reconoce su condición de civil, lo cual es congruente con la consideración que también hace el Ejército oficial de
la población civil como objetivo de lucha contrainsurgente porque en ella «se fundamenta la existencia de los
grupos subversivos». (Fuerzas Armadas, 1979, 32).
3
Esta contraposición evidencia que aquellos dilemas se transforman en una nueva disyuntiva,
la cual versa entre el interés estatal de estabilidad y el derecho a la justicia de las víctimas.
Asimismo, la intransigencia de las posturas adoptadas en este debate tiende a derivar en un
conflicto entre el minimalismo pragmático y el maximalismo moral o, como lo enuncia
Sandrine Lefranc (2005), entre la «lógica ético simbólica» de las víctimas y defensores de
derechos humanos, que propugna el castigo de los crímenes en nombre de la justicia y la
«lógica político estatal» que estima prioritaria la consolidación del régimen.
En primer lugar, teniendo en cuenta los términos de este debate es pertinente preguntar: ¿Hay
una estrategia que, después de un período represivo o de guerra civil, realmente conduzca a la
reconciliación? De las distintas alternativas transicionales, la reivindicación de justicia,
cuando es esgrimida por los que han sufrido la opresión,6 ha sido la postura más cuestionada
en relación con su capacidad reconciliadora. Contra ella se esgrimen razones prácticas
referidas a las inevitables implicaciones jurídicas de una transacción sobre la dejación de
armas (un grado de impunidad necesario como incentivo para el desarme) y la operatividad de
la justicia (los costos, la capacidad institucional instalada, el carácter demandante y
dispendioso de los procesos criminales, entre otros), en un intento por demostrar que no es
posible la administración de justicia. Además de estas razones también se esgrimen dos
6 La demanda de sanción penal también es esgrimida en algunos casos por los vencedores. Pero en ese caso los
cuestionamientos son distintos. Estos pueden estar referidos, por ejemplo, a la imparcialidad, el debido proceso,
entre otros.
argumentos morales contra la persecución criminal de los autores de los males asociados a la
lucha contrainsurgente: «contra la venganza» y «por la reconciliación» (Crocker, 2002). De
un lado, se afirma que la aplicación de castigo penal como retribución es una manifestación
de venganza y que ésta es moralmente mala. Y del otro, se arguye que la sanción penal es
contraproducente para la reconciliación --como armonía social-- porque conduce a la
reapertura de las heridas morales y a la preservación de la división social. Ahora bien, para no
analizar dicha reclamación en relación con su capacidad reconciliadora, es necesario
preguntarse si su opuesto, las políticas del perdón, ha contribuido realmente a la
reconciliación. Como lo reconocen algunos autores, éste es un asunto que permanece en el
terreno de la especulación porque son escasos los estudios empíricos capaces de proveer
evidencias sobre el efecto de los distintos instrumentos de remisión jurídica; además, aún si
algunas relaciones se restablecen después del ofrecimiento político del perdón no
necesariamente ese restablecimiento es una consecuencia directa de ello o una manifestación
de que el perdón ha tenido lugar.7 Igualmente, como afirma Nenad Dimitrijevic (2006) no es
factible demostrar que los perpetradores se tornan menos peligrosos y más amigables si se les
garantiza el perdón y se les exime de responsabilidad política. Por eso el dilema entre justicia
y reconciliación, entre justicia y estabilidad puede ser falso.
7 El restablecimiento de las relaciones puede ser consecuencia más de la desaparición o debilidad extrema de los
beneficiarios del perdón. También puede darse ese restablecimiento sin que se haya producido perdón, llevando
el conflicto de una fase manifiesta a una latente.
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al tiempo por venir, al tiempo de la espera. Dicha condición hace difícil establecer tanto su
posibilidad psicológica como su deseabilidad político moral. De un lado, como lo explica
Susan Dwyer (1999), no todos tienen la misma capacidad de dejar el pasado a un lado para
transformar las relaciones de enemistad, y la tranquilidad psicológica --eventualmente
resultante del restablecimiento de la concordia-- no constituye en sí un imperativo moral. La
reconciliación, generalmente entendida como armonía y conformidad social o como una
forma de cooperación social,8 restituye el mito de una sociedad transparente y reconciliada
consigo misma, y al hacerlo pretende abolir el antagonismo, y con él su papel político
constitutivo. Pero el antagonismo no sólo es inevitable sino que negarlo es impugnar la
política como polemos o repeler la función de la misma en el conflicto. Podría afirmarse
entonces que la reconciliación en ese sentido de la concordia y la unanimidad no es probable
y mucho menos deseable, y que vivir con los enemigos sin reducir las identidades políticas es
ciertamente una cuestión ineludible.
En segundo lugar, la otra finalidad transicional --la estabilidad política-- se plantea menos
como un bien moral y más como una necesidad política que, no obstante, suele asociarse a
algunos fines morales y contraponerse a otros. En tanto necesidad se refiere a lo que Meineke
(1997) llama el bien del Estado, es decir la conservación de la integridad del poder soberano,
la obediencia y la unidad del orden político. Como necesidad, esa aspiración de estabilidad
también está vinculada a la preservación de la estructura social de poder vigente, la misma
que suele ratificarse en la negociación del fin de la guerra. Es decir, es entonces estabilidad
del orden político, pero también del poder. En los discursos legitimatorios de las políticas
estatales de perdón, la estabilidad política (del poder) es validada, sin embargo, a través de la
apelación al fin estatal de garantizar la convivencia pacífica. Este fin, que supone la
conformación de las voluntades a la obediencia, consiste esencialmente en la búsqueda de
seguridad para la vida y la propiedad, pilar de la fundamentación del Estado moderno. Es allí
donde la paz (del orden gestado en la guerra o moldeado por la represión) se propone como un
fin superior a cualquier otra finalidad y obligación estatal. El imperativo lo plantea uno de los
analistas de seguridad en Colombia de la siguiente manera: «En aras de la paz definitiva [...]
todos aceptaremos menos justicia, menos verdad y menos reparación [...]».9 Sin embargo, esta
8 En el marco del debate sobre la construcción de la paz (peacebuilding) se han formulado diferentes formas de
concepción de la reconciliación, que apuntan a problematizar la acepción más común de ésta como
restablecimiento de la concordia y la armonía social. Véase Galtung (1998) y Crocker (2002).
9 RANGEL, Alfredo. Entre los "paras " y la guerrilla, en El Tiempo, Bogotá (8 de julio de 2005).
proposición esconde la amenaza de retorno a la guerra o instrumentaliza el miedo a la misma
para preservar el poder de los perpetradores,10 sofocando cualquier reclamación de bienes que
en sí mismos son moralmente inobjetables, y propicia una tendencia al enmascaramiento de
los objetivos de la justicia transicional al presentar como summum bonum (bien supremo) lo
que puede ser mejor bonum sibi (bien para sí).
Aunque la reflexión sobre la doble finalidad de las políticas de transición no concluye con
estas ideas, puede afirmarse que el dilema transicional --«castigo o perdón»-- no puede
resolverse o analizarse en relación con su capacidad para lograr la reconciliación y la
estabilidad política. Por eso, poniendo de manifiesto la preferencia hacia la justicia y una
preocupación en particular por el tratamiento de la criminalidad contrainsurgente en
Colombia, es necesario preguntarse ¿por qué, independientemente de la capacidad
reconciliadora y estabilizadora, es deseable el castigo penal y el establecimiento de las
responsabilidades políticas como forma de tratar la criminalidad contrainsurgente en tanto
forma de «mal radical»? Para ofrecer una respuesta posible a este interrogante, se procederá
en tres pasos: primero, proponer una definición de la criminalidad contrainsurgente como una
forma de mal radical; segundo, identificar algunas premisas realistas que le imponen límites a
las aspiraciones de justicia y que al mismo tiempo evidencian que su posibilidad depende de
la lucha política; y tercero, argumentar a favor de una justificación retributiva del castigo para
los crímenes contrainsurgentes.
10 Una preocupación exagerada por la paz favorece la impunidad y contribuye, sin duda, a la preservación del
poder de los perpetradores.
7
11 La expresión «terrorismo de Estado» ha sido usada para señalar la responsabilidad estatal en la aplicación de
estrategias de disuasión que buscan la difusión del miedo a través de la puesta en riesgo de la vida, la integridad
y la libertad y de la eliminación de franjas de seguridad. Véase Proyecto nunca más (2000).
12 Esa analogía consiste en que la forma del delito es similar: homicidios, secuestro, violaciones, etc.
contrainsurgentes --orientados a conjurar los procesos reivindicativos, de oposición política o
rebelión--. Pero, también, aquellas que, siendo cometidas por agentes privados avalados
explícita o implícitamente por el aparato estatal, están dirigidas a crear simpatías y relaciones
de obediencia con los operadores ilegales de ese orden o, simplemente, constituyen una
concesión a los prejuicios de la sociedad.
13 Es decir la propensión al mal no sólo reside en los agentes individuales sino también en el Estado como
artificio humano.
14 La eliminación de la personalidad jurídica --en la forma en que la entiende Arendt-- tiene lugar cuando se
coloca las víctimas por fuera de la protección de la ley, que hace que el daño infringido sobre la víctima no sea
consecuencia de un delito cometido (este es el caso de la desaparición forzada). La destrucción de la
«personalidad moral» supone la conducción de las víctimas a una situación en la que no pueden elegir entre el
bien y el mal y en la que la única forma de eludir la propia muerte es cooperar con el verdugo. Esta posibilidad
está ilustrada particularmente en el caso del fratricidio forzado en Guatemala. Consúltese Arendt (1974).
9
Lo que hace racionalizable y, por tanto, castigables a estos males son sus motivos. La defensa
del poder y aparato de Estado permanece como parte del núcleo motivacional de la definición
y ejecución de los crímenes contrainsurgentes, de modo que estos no son una expresión de la
irracionalidad ni producto de un funcionamiento defectuoso de la sociedad sino una
manifestación de la racionalidad instrumental. Esta violencia --posible bajo cierta moralidad--
es justificada por los perpetradores y su realización llega a ser establecida como parte de una
obligación ideológicamente definida, en la que a su vez tiene lugar la invocación de un tal
«interés general». En ella el recurso a la crueldad, la prolongación del sufrimiento, no
constituye un reconocimiento del otro como adversario sino una negación de su humanidad y
dignidad. La racionalidad de la crueldad está dada, en estos casos, por el afán de la
destrucción total, por el interés de destruir la posibilidad de resistencia o de oposición política
ulterior y sobretodo la posibilidad de «retorno» de las víctimas para reclamar justicia.
La afirmación «tanta justicia como sea posible y tanta impunidad como sea necesaria»18
evidencia, desde una perspectiva realista, el tipo de transacción que tiene lugar en el momento
transicional y, al hacer alusión a la ecuación entre posibilidad y necesidad, devela la lógica de
poder que le subyace, mientras busca validez en la investidura moral de un bien como la paz.
La transacción entre impunidad y justicia es una emanación de las relaciones de fuerza que se
formalizan, por ejemplo, en el momento de la negociación del fin de la guerra o de la dejación
de las armas. Es decir, si bien la justicia como afirmación de los derechos humanos es --al
margen de las circunstancias históricas-- moralmente deseable, qué tanta sea posible
dependerá de la correlación de fuerzas con que se cuente en el momento de negociar o decidir
la transición. Por eso, la «necesidad» que la contrarresta puede traducirse en la «impunidad de
los vencedores». Esto representa un escenario pesimista para las víctimas de la opresión en
Colombia, pero dado que las políticas de justicia transicional no se definen de una vez por
todas, las posibilidades de mayor justicia eventualmente pueden incrementarse siempre que
dicha correlación se transforme, es decir, siempre que se remueva el poder de los
perpetradores, que generalmente lo preservan para garantizar su inmunidad. No obstante, ese
viraje no se produce inercialmente, por lo tanto, como cualquier otro fin, la justicia requerirá
para su materialización de la lucha política, pues el carácter dinámico de la política depende
de las vicisitudes del poder mismo.
Además las limitaciones que impone la transacción y la lógica de poder que le subyace, la
administración de justicia también encuentra una limitación en la magnitud del «mal radical».
Son tantos los que en la sociedad colombiana han estado implicados en las atrocidades, que
aún si la correlación de fuerzas fuera favorable a la justicia, sería difícil adelantar procesos y
17 No sería posible la transición porque no se entregan las armas a cambio de nada, a menos que se produzca
una derrota militar absoluta.
18 RANGEL, Alfredo. La seguridad democrática, en El Tiempo, Bogotá (10 de febrero de 2005).
11
aplicar sanción penal a todos y cada uno de los responsables. Esto establece como condición
inevitable el carácter selectivo de la persecución criminal. Como lo advierte Miriam J.
Aukerman (2002), a causa de una culpabilidad tan extensa sólo es posible llevar un pequeño
número de los perpetradores a los tribunales. Por consiguiente, la cuestión a resolver es
¿cuáles son los criterios para establecer dicha selección y cuáles las condiciones de poder que
la determinan? Esta es una conclusión lamentable para las aspiraciones de justicia pero, al
mismo tiempo, justifica la búsqueda de otras alternativas para el logro de los objetivos que le
sean fijados a la justicia transicional.
Sin embargo, la justicia, aún siendo deseable, no se desprende de la lógica del poder allí
donde ha sido «posible». Donde ha primado la justicia, como en el caso de los tribunales ad
hoc de la Ruanda y la antigua Yugoeslavia (Meernik, 2003) la lógica del poder --la misma que
alude para otras situaciones sobre la conveniencia política de la impunidad-- también se
encuentra presente. Se trata de la «justicia de los vencedores» que impugna el gobierno de la
ley cuando da lugar a dudas sobre la imparcialidad, cuando el juicio deja de ser sobre las
acciones individualizadas para versar sobre la historia en general. Ese vínculo, aparentemente
inevitable, entre justicia y poder afianza la creencia según la cual la justicia transicional es
imperfecta y parcial debido al carácter extraordinario de las circunstancias políticas. Tal
excepcionalidad suele desplazar todo idealismo y conduce a priorizar el pragmatismo como
principio que guía de las políticas de justicia y determina el sentido de adherencia al gobierno
de la ley (Teitel, 2002). Sin embargo, esa lógica reafirma la necesidad ineludible de
comprometerse en la lucha política como única forma de aproximación a la justicia, bien sea
para reclamar la mayor persecución criminal posible de los culpables o para impugnar la
administración de justicia cuando esté sometida a los intereses de los vencedores.
Las culpas son diferentes, pero, según sostiene Jaspers, también se encuentran relacionadas
entre sí de un modo tal en que cada una tiene consecuencias sobre las otras. Por eso, tanto
culpa criminal como política surgen de faltas morales tales como: «La comisión de pequeños
pero numerosos actos de negligencia, de cómoda adaptación, de fútil justificación de lo
injusto, de imperceptible fomento de lo injusto, la participación en el surgimiento de la
atmósfera pública que propaga la confusión y que, como tal, hace posible la maldad....»
(1998, 55). Es decir, estos actos y omisiones, por los que cada una de las personas pueden ser
moralmente responsables,21 aunque difieren de la participación --intelectual y material-- en la
destrucción física y moral de las víctimas, facilitan o legitiman su realización y al hacerlo
configuran la culpabilidad política.
21 De estos actos no se deriva culpa criminal, pues no constituyen una trasgresión al derecho.
sobre la culpabilidad criminal cuando tenga lugar.22 Es decir, por su participación en la
estructura del poder político y por las consecuencias de sus acciones u omisiones en la
prevención o realización del mal contrainsurgente, les obliga a la reparación de los
agraviados, la limitación de sus poderes o derechos políticos, o su remoción definitiva de los
cargos públicos.
Al castigo penal, como consecuencia de la culpa criminal, se le han atribuido, desde diferentes
disciplinas, al menos tres funciones posibles con relación a la infracción de la ley y al daño
infringido: retribución, disuasión y rehabilitación. La discusión del dilema transicional
necesariamente gravita entre estos tres campos de justificación del castigo penal. Los
defensores de las políticas de perdón en Colombia se refieren al enfoque retributivo para
rechazar la posibilidad de castigo por considerar que la retribución es una forma de venganza.
Desde la perspectiva de los perpetradores y sus beneficiarios civiles la demanda de justicia es
una reclamación oportunista e ideologizada que alimenta odio y que contraría las aspiraciones
de paz y reconciliación de la sociedad colombiana. Este tipo de argumentos suelen ser
comunes en las distintas situaciones de transición. En el caso guatemalteco, después de diez
años de la firma de la paz y de impunidad, los militares alegan que la demanda de justicia con
respecto a los crímenes en la guerra «desenmascara sentimientos de odio y espíritu
revanchista que no contribuye a reconciliación social».24 Estos argumentos, así como lo
sintetiza David Crocker (2002) en su polémica con Desmond Tutu, adoptan la siguiente
lógica: el castigo es retribución, la retribución es venganza y la venganza es moralmente mala.
Por su parte, quienes demandan sanción penal para los responsables de violaciones de
derechos humanos construyen la justificación de ésta a partir del enfoque de la disuasión. Su
argumento es que castigar a tales perpetradores permite prevenir en el futuro nuevas
violaciones bien sea por parte de estos o de nuevos agentes, debido a su carácter
ejemplificante. Pero, esta perspectiva de la disuasión también sirve, paradójicamente, a
aquellos que rechazan la persecución criminal en el período de la transición por temor a
reavivar la inestabilidad política. Les es útil porque partiendo de un análisis de costo-
beneficio deciden evitarla bajo el argumento de que la justicia con fines de disuasión le genera
a la democracia más problemas de los que resuelve (Aukerman, 2002).
24 Véase como ejemplo el comunicado «atención ciudadanos que aman a Guatemala ‘no a la justicia paralela’
fuera de Guatemala juez español» de la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala y Asociación de
Viudas de oficiales del Ejército de Guatemala. Guatemala, 26 de junio de 2006.
La crítica que se le hace a este enfoque desde la filosofía es que la disuasión como principio
de castigo no tiene nada que ver con la justicia. Pero ¿es justo el castigo cuando se basa en el
principio de la disuasión? Agnes Héller (1990) sugiere una respuesta negativa. Las razones
que ella esgrime a este respecto tienen que ver con la dimensión temporal en la que gravita el
fin de la disuasión. Si lo que está en consideración a la hora de imponer el castigo es la
probabilidad de reincidencia o de repetición por parte de otros, no es posible garantizar la
aplicación del principio de proporcionalidad entre crimen y castigo25 que es lo que hace justo
a éste último. Para Heller, cuando la sanción tiene la prevención como objetivo no es
retributiva y anula las exigencias a favor de los derechos humanos así como la justicia misma
del castigo.
25 En la reflexión de Heller el problema de la proporcionalidad cuando el fin es la disuasión tiene que ver con la
imposibilidad de comparación de los castigos. Ella advierte además sobre la imposibilidad de la prevención de la
reincidencia porque hay crímenes que sólo se cometen un vez, y sobre la inutilidad de infligir castigo cuando su
realización depende de ciertas circunstancias.
17
En síntesis, como dice Heller (1990), «el temor del castigo (incluso el divino) no basta
nunca». Ese fracaso podrá ser atribuido por algunos a la poca severidad o a la escasa
probabilidad de castigo, también podrá argüirse que la coacción no es externa sino interna
--en el ámbito de la conciencia--, pero lo que le subyace es que la propensión a la maldad es
parte constitutiva de la naturaleza humana, de modo que la posibilidad de repetición nunca
está plenamente clausurada.
Para los que consideran la prevención como el objetivo de la imposición de sanciones penales,
el problema que se devela es que pese no hay garantías de no repetición del mal radical dentro
de la comunidad política. En consecuencia, la justificación del castigo penal a los
perpetradores de la lucha contrainsurgente no debe construirse desde la perspectiva de la
disuasión sino de la retribución, apelando a argumentos morales y políticos.
El principio de retribución, como afirma Agnes Heller, es el «único principio de castigo justo.
La retribución puede ser justa si todas las acciones pueden imputársele a sus autores como
seres humanos libres» (1990, 222). La justicia de dicho principio reside en reconocer la
autonomía moral del agente y en procurarle un tratamiento como «fin en sí». Dicho
reconocimiento permite concebir a éste como moralmente responsable de sus acciones 26 y
26 Para Heller (1990), sólo cuando las constricciones sociales afectan al agente, la imputación no debería ser
total, pero aún así la responsabilidad no desaparece. Eso significa que en tales casos el principio de retribución
nunca como un instrumento para enseñar una lección (disuasión) o para ser moldeado
(rehabilitación). La atribución de responsabilidad moral al agente hace admisible, así, el
castigo (Lang, 2005); en otras palabras, el castigo está justificado simplemente porque la
persona es responsable de sus acciones. Por eso, como lo argumenta Heller, «[u]na persona
que transgrede las normas (y viola la ley) debería expiar esta ofensa pagando la deuda
contraída, para restaurar así la justicia. Una vez satisface la deuda, la persona deja de ser
culpable» (1998, 218).
Es decir, la sanción penal no es otra cosa sino una consecuencia jurídica de la culpa criminal,
y por lo tanto orientada al pasado.27 De acuerdo con esto, en el marco de la justicia
transicional, los criminales de la lucha contrainsurgente deben ser llamados a asumir su
responsabilidad criminal.28 Sin embargo, de acuerdo con el principio retributivo, el ofensor
debe ser sancionado penalmente no por el daño ocasionado sobre la víctima sino porque ha
cometido una infracción al Derecho y porque moralmente lo tiene merecido, aunque no
experimente arrepentimiento.
niegan la existencia de las víctimas de su agresión afirmando que todos los asesinatos fueron
bajas legítimas (es decir, que aún los civiles fueron asesinados o desaparecidos por ser parte
del conflicto) o refiriéndose a ellas por ejemplo como «amigas invisibles».31 Por esta negación
de los crímenes contrainsurgentes el establecimiento de la responsabilidad penal es una forma
de reconocer los agravios y de señalar que las acciones llevadas a cabo son moralmente
incorrectas, que la defensa del Estado no las justifica y que el «deber político» fundamental es
la protección de los derechos humanos. Ahora bien ¿qué constituye un reconocimiento
adecuado en el contexto transicional si no es posible el castigo de todos los culpables? Sin
duda, esta es una pregunta de difícil solución que revela el carácter imperfecto de la justicia
transicional.
Uno de los argumentos más difundidos en contra de la persecución penal desde el enfoque
retributivo es que constituye una forma de venganza. Pero, ¿tiene la sanción penal algo que
ver con la venganza? Ambos comparten una estructura común --por ejemplo, infringen daño o
privación--, pero también se diferencian. Sería de hecho hipócrita negar que la demanda de
justicia retributiva tiene algo de satisfacción de los agravios recibidos. Sin embargo, la
retribución se diferencia de aquella, siguiendo a Crocker (2002), en cinco aspectos a favor de
dicho principio:32 i) el castigo se impone cuando se ha cometido un crimen; ii) la sanción
penal se infringe de conformidad con el Derecho, es decir, aunque la retribución albergue un
sentido de venganza, se canaliza porque establece límites mediante la definición de los
derechos del ciudadano criminal, la introducción del tercero judicial y la adopción del
principio de proporcionalidad;33 iii) apela al principio de la imparcialidad jurídica (en el
sentido de impersonal) y constituye una afirmación de los derechos tanto de la víctima como
de los victimarios, de un modo en que restablece la justicia; iv) la imposición de la sanción es
conforme a la equidad, hay un compromiso con principios que determinarían también castigo
en otras circunstancias similares; v) rehúsa el concepto de culpa colectiva, es decir, la acción
criminal está vinculada sólo al agente individual, incluso cuando los crímenes hayan sido
31 Ésta es una expresión utilizada por el paramilitar Freddy Rendón Herrera alias ‘el alemán’ para referirse a sus
víctimas, en la versión libre rendida ante los tribunales especiales de justicia y paz de la Fiscalía General de la Nación.
Medellín, Junio 5 de 2007.
32 Crocker identifica una diferencia adicional. Argumenta que la retribución no está orientada por la búsqueda
de satisfacción y placer aunque la «sed de justicia» pueda estar alimentada por odio a los malhechores. Sin
embargo, debe decirse que esto no constituye una diferencia sino que hace parte de la estructura común entre
justicia y venganza. Aunque, pese a ello la búsqueda de placer encuentra límites en el Derecho porque una vez
satisfecha la deuda, el agente deja de ser culpable.
33 Si bien la retribución suscribe el principio de proporcionalidad entre castigo y delito, no exige la ley del
talión.
cometidos con el concurso colectivo. Ahora bien, es posible que estos argumentos no sean
considerados suficientes para alejar los reparos sobre la justicia retributiva en el contexto
transicional y se insista que su inconveniencia radica en que en ella palpita el deseo de
venganza. De ser así, entonces debe llamarse la atención sobre el papel del derecho penal en
condiciones ordinarias: si la retribución avivara la venganza no sería posible la regulación del
orden a través del Derecho.
de hostilidad.
Sin embargo, varias dificultadas han sido advertidas respecto a la justicia retributiva, que
merecen ser reflexionadas. La primera de ellas es que el principio retributivo como principio
de castigo racional exige que todos los responsables sean castigados debido a su «deuda»
(Scanlon, 2004). Si bien la perspectiva de la disuasión ofrece argumentos que explican por
qué el castigo puede ser selectivo,35 un enfoque retributivo en el marco de la justicia
transicional puede prescindir de una explicación sobre la suficiencia de la selectividad si se
tiene en cuenta que no es posible castigar todos los culpables así lo tengan merecido. Esto no
niega que los castigos posibles se realizan independientemente de que sirvan para prevenir
futuros crímenes. De otra parte, el hecho de que no sea posible una persecución total hará
necesario el recurso a otras alternativas de sanción en esta situación especial.36
planteamiento pone de relieve varios aspectos. De un lado, la tensión advertida por Heller
(1990) entre la necesidad de imputación de las acciones a los agentes como seres libres y la
existencia de constricciones sociales que refutan dicha libertad y hacen injusto el principio
retributivo. Para Aukerman el contexto de violencia masiva constituye un constreñimiento
social que afecta la autonomía moral de tal modo que se dificulta establecer la responsabilidad
individual. Ciertamente, situaciones en las que se ha producido una destrucción de la
personalidad moral al conducir a la víctima a una situación en la que la única forma de eludir
la propia muerte es cooperar con los verdugos, convirtiéndose en cómplice de estos para su
propio envilecimiento,39 constituyen una negación de la autonomía moral --porque lo que se
hace por miedo no se hace con libertad-- y torna problemática la asignación de la
responsabilidad moral, pero no la elimina.
Para concluir, en el escenario de justicia transicional que enfrenta la sociedad colombiana, las
posibilidades de justicia retributiva --al igual que en otros casos de conflicto armado interno
experimentados en otros países-- están determinadas por la lógica del poder, por la
excepcionalidad del momento y por las características de los crímenes cometidos. Sin
embargo, la condición específica de justicia transicional sin transición es un factor adicional
que afecta en las probabilidades de realización de las demandas de justicia. Mientras el Estado
permanezca en pie de guerra es imposible, por ejemplo, que se reestablezca como tercero
39 Uno de los casos que mejor ilustra esta situación es la presión ejercida por las Fuerzas Armadas de Guatemala
sobre los miembros de las Patrullas de Autodefensa Civil para cometer crímenes como fratricidio
intracomunitario como forma de acentuar el escarmiento y la ejemplaridad y a cambio de preservar su vida.
imparcial e improbable que brinde garantías de seguridad a las partes civiles; es factible, por
el contrario, que busque las formas de continuar garantizando la impunidad que permite el
desarrollo de la estrategia contrainsurgente. Su compromiso está centrado en derrotar al
enemigo interno y no en el tratamiento integral y moralmente responsable de los crímenes
pasados y presentes que son consecuencia de las hostilidades.
Pero, aunque no sea plenamente posible la justicia, ni surta como efecto la prevención de la
repetición de las atrocidades, ni conduzca a la reconciliación que pretende reducir la
heterogeneidad de las identidades políticas, los esfuerzos de persecución criminal y de
establecimiento de la responsabilidad política estatal --antes y sobre todo después de
finalización de la guerra-- son una respuesta válida y necesaria a la criminalidad
contrainsurgente por las razones expuestas. Como dice Hebe de Bonafini: «No es digno ni
moral que un criminal, porque afirma haberse arrepentido, sea considerado como un
colaborador invalorable de la justicia. ¡Proceso y castigo a [...] los responsables, ejecutores y
cómplices!¡Ni olvido ni perdón!» (Lefranc, 2005, 171).
25
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