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Justicia retributiva y responsabilidad política:


una respuesta al dilema transicional en el caso colombiano1

Vilma Liliana Franco

«Permaneced fieles a la justicia, que es de todas épocas».


Benjamin Constant

Las violaciones masivas de derechos humanos en contextos de guerra civil o de regímenes


autoritarios enfrentan a Estados, gobiernos y sociedades al problema de la justicia
transicional. Ésta es, siguiendo a Ruti Teitel (2002) una justicia relacionada con períodos de
cambio político que le exigen respuestas excepcionales para confrontar el «mal radical»2
ocasionados por los beligerantes por los regímenes represivos. La transición se estructura en
torno a dos antinomias fundamentales: autoritarismo y democracia y/o guerra y paz. La
primera ha dado lugar a lo que se conoce como transición paradigmática, mientras la segunda
está asociada a contextos de democracias formales en conflicto (Aoláin y Campbell, 2005).

Sin embargo, debe tenerse en cuenta que la existencia de una línea de continuidad entre el
estado de guerra y paz impide hablar de transición en sentido estricto porque la «paz
negativa» y la democracia se gestan en el vientre mismo de la lucha contrainsurgente. Ya
decía Foucault que la guerra es la clave misma de la paz, de modo que la Ley no es
pacificación porque a su interior aquella (la guerra) continúa encendida. «La guerra es la que
constituye el motor de las instituciones y del orden: la paz, hasta en sus mecanismos mas
íntimos, hace sordamente la guerra» (1992, 59). Asimismo, si aún teniendo presente dicha
acotación se considera como «momento transicional» el mero fin de la guerra, puede ocurrir
que, pese a que la confrontación armada siga su curso, una sociedad se vea enfrentada
prematuramente a los dilemas de la justicia transicional. Es decir, puede darse, como dicen
Rodrigo Uprimny y Catalina Botero (2006) una situación de justicia transicional sin transición
como en Colombia.

1 Este artículo hace parte del proyecto de investigación «Mercenarismo corporativo y configuración del orden
contrainsurgente en Colombia» adelantado para el Instituto Popular de Capacitación y financiado por Trocaire.
2 Esta acepción es introducida por Kant (1995). Desde su perspectiva, el mal radical supone una propensión de
la voluntad a ignorar los imperativos morales de la razón.
Cualquiera sea el momento en que tenga lugar, con el advenimiento de la justicia transicional
confluyen un conjunto de dilemas éticos y políticos de difícil solución en los que se enfrentan
simultáneamente diversas temporalidades. Estos son dilemas sobre los que se decide en el
presente, para enfrentar el pasado en consideración a un problema futuro. Las decisiones
políticas presentes se desenvuelven en la tensión del timing electoral y el largo plazo del
Derecho. Del pasado se deben tratar las acciones criminales y del futuro se considera el
problema de la estabilidad del orden y el restablecimiento de las relaciones de concordia.

La desmovilización de fuerzas aún sin culminación de la guerra, como en el caso colombiano,


trae consigo la pregunta sobre cuál es la forma más adecuada para tratar el pasado violento, y
en particular el que concierne a la «criminalidad burocrática o contrainsurgente». En este
contexto específico, el dilema transicional en Colombia se formula, al igual que en otros
países, en términos de «castigo o perdón» y subsiguientemente en términos de «justicia o
paz», en la medida en que se establece como finalidad fundamental el logro de la
reconciliación y la estabilización política. La solución a tal disyuntiva ha dado lugar a
respuestas contrapuestas. De un lado, aquella que considera como fórmula más adecuada para
reconciliar y estabilizar la del perdón y olvido y, del otro, la que estima que «justicia,
esclarecimiento y reparación» es la única vía segura para tales fines.

La justificación de la fórmula «reconciliación, perdón y olvido», atribuible a perpetradores y


beneficiarios de la represión, apela no sólo a la presunta «función reconciliadora» sino
también a elementos tales como: la reclamación para sí de victoria militar, 3 la atribución de
igual responsabilidad al adversario,4 la negación de la naturaleza de los crímenes 5 o la
explicación de las acciones como parte cumplimiento del deber, el sacrificio ofrecido a la
patria. La defensa de dicha opción también se sustenta en argumentos tales como: las
exigencias de justicia son una expresión de venganza que contraría las aspiraciones de paz, la
impunidad tiene un carácter inevitable en la transición, la causa que orientó la guerra
contrainsurgente --basada en el principio de autodefensa-- es un factor de atenuación, el

3 Dentro de sus alegatos contra la posibilidad de castigo penal, las fuerzas paramilitares reclaman que sus armas
están invictas y que han tenido éxito en la contención de las organizaciones insurgentes.
4 El rechazo de las fuerzas paramilitares en Colombia a la administración de justicia por los crímenes cometidos
lo sustentan en que la responsabilidad no es exclusivamente suya sino también de la dirigencia política y
económica del país, además de los insurgentes. En este último campo alegan que las organizaciones insurgentes
han cometido tantos crímenes como ellos y que, por lo tanto no se debe hablar de «víctimas de las autodefensas,
por un lado, y víctimas de la guerrilla, por otro» sino de «víctimas de la guerra».
5 El conjunto de crímenes reconocidos por los comandantes paramilitares en el marco de la aplicación de la Ley
975 de 2005 o de Justicia y Paz --creada para los procesos de reincorporación de los grupos armados ilegales--
son presentados como «bajas con ocasión de sus actividades guerrilleras». A ninguna de las víctimas se les
reconoce su condición de civil, lo cual es congruente con la consideración que también hace el Ejército oficial de
la población civil como objetivo de lucha contrainsurgente porque en ella «se fundamenta la existencia de los
grupos subversivos». (Fuerzas Armadas, 1979, 32).
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castigo penal no es un incentivo para la desmovilización, no castigar es una forma de


recompensar el sacrificio patriótico y «todos somos víctimas y victimarios». Por su parte, la
fórmula «verdad, justicia y reparación», imputable a los sobrevivientes de las víctimas y a
activistas de derechos humanos, es defendida como una forma de afirmación de los derechos
vulnerados y de reconstrucción. Los amigos de esta perspectiva reivindican la verdad como
una forma de: develar la lógica represiva que orientó los crímenes, discernir los intereses que
los animaron y desmentir las falsas justificaciones de los victimarios; para ellos, tales
reclamaciones conducen a la dignificación de las víctimas, mediante la reivindicación de sus
apuestas de vida y proyectos políticos.

Esta contraposición evidencia que aquellos dilemas se transforman en una nueva disyuntiva,
la cual versa entre el interés estatal de estabilidad y el derecho a la justicia de las víctimas.
Asimismo, la intransigencia de las posturas adoptadas en este debate tiende a derivar en un
conflicto entre el minimalismo pragmático y el maximalismo moral o, como lo enuncia
Sandrine Lefranc (2005), entre la «lógica ético simbólica» de las víctimas y defensores de
derechos humanos, que propugna el castigo de los crímenes en nombre de la justicia y la
«lógica político estatal» que estima prioritaria la consolidación del régimen.

Los interrogantes que de esta contraposición se derivan corresponden tanto al dilema en sí


mismo como a la doble finalidad del proceso transicional. La reconciliación y la estabilidad
política, se ha convertido en el parámetro de evaluación de cualquiera de las soluciones del
dilema, de ahí que sea importante empezar por reflexionar sobre ambos elementos antes de
ocuparnos del problema del dilema.

En primer lugar, teniendo en cuenta los términos de este debate es pertinente preguntar: ¿Hay
una estrategia que, después de un período represivo o de guerra civil, realmente conduzca a la
reconciliación? De las distintas alternativas transicionales, la reivindicación de justicia,
cuando es esgrimida por los que han sufrido la opresión,6 ha sido la postura más cuestionada
en relación con su capacidad reconciliadora. Contra ella se esgrimen razones prácticas
referidas a las inevitables implicaciones jurídicas de una transacción sobre la dejación de
armas (un grado de impunidad necesario como incentivo para el desarme) y la operatividad de
la justicia (los costos, la capacidad institucional instalada, el carácter demandante y
dispendioso de los procesos criminales, entre otros), en un intento por demostrar que no es
posible la administración de justicia. Además de estas razones también se esgrimen dos

6 La demanda de sanción penal también es esgrimida en algunos casos por los vencedores. Pero en ese caso los
cuestionamientos son distintos. Estos pueden estar referidos, por ejemplo, a la imparcialidad, el debido proceso,
entre otros.
argumentos morales contra la persecución criminal de los autores de los males asociados a la
lucha contrainsurgente: «contra la venganza» y «por la reconciliación» (Crocker, 2002). De
un lado, se afirma que la aplicación de castigo penal como retribución es una manifestación
de venganza y que ésta es moralmente mala. Y del otro, se arguye que la sanción penal es
contraproducente para la reconciliación --como armonía social-- porque conduce a la
reapertura de las heridas morales y a la preservación de la división social. Ahora bien, para no
analizar dicha reclamación en relación con su capacidad reconciliadora, es necesario
preguntarse si su opuesto, las políticas del perdón, ha contribuido realmente a la
reconciliación. Como lo reconocen algunos autores, éste es un asunto que permanece en el
terreno de la especulación porque son escasos los estudios empíricos capaces de proveer
evidencias sobre el efecto de los distintos instrumentos de remisión jurídica; además, aún si
algunas relaciones se restablecen después del ofrecimiento político del perdón no
necesariamente ese restablecimiento es una consecuencia directa de ello o una manifestación
de que el perdón ha tenido lugar.7 Igualmente, como afirma Nenad Dimitrijevic (2006) no es
factible demostrar que los perpetradores se tornan menos peligrosos y más amigables si se les
garantiza el perdón y se les exime de responsabilidad política. Por eso el dilema entre justicia
y reconciliación, entre justicia y estabilidad puede ser falso.

La reconciliación es una exigencia hecha a grupos sociales situados en una relación de


dominación y sujeción, esto es a perpetradores y víctimas de violaciones de derechos
humanos. Pero, ¿es la reconciliación un fin político moral deseable? Ésta, como argumenta
Lefranc (2005), se encuentra presente en el discurso de todas las partes, aunque de una
manera diferente que evidencia la existencia de intereses contrapuestos: para los primeros
gobiernos de «transición» la reconciliación es un valor que prevalece sobre la obligación
estatal de administración de justicia y al que se le atribuye la función de unificación de las
representaciones e identidades políticas; para los perpetradores y sus defensores, la
reconciliación debe sustituir cualquier justicia y memoria, además de ser prerrequisito para la
democratización; para las víctimas, por su parte, la reconciliación no sustituye la justicia y es,
por el contrario, su resultado sin que ello signifique la reducción de la heterogeneidad de las
identidades. Sin embargo, más allá de la importancia de estas diferencias, lo común es que el
ideal de la reconciliación, que por momentos pareciera ser sólo una figura retórica, pertenece

7 El restablecimiento de las relaciones puede ser consecuencia más de la desaparición o debilidad extrema de los
beneficiarios del perdón. También puede darse ese restablecimiento sin que se haya producido perdón, llevando
el conflicto de una fase manifiesta a una latente.
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al tiempo por venir, al tiempo de la espera. Dicha condición hace difícil establecer tanto su
posibilidad psicológica como su deseabilidad político moral. De un lado, como lo explica
Susan Dwyer (1999), no todos tienen la misma capacidad de dejar el pasado a un lado para
transformar las relaciones de enemistad, y la tranquilidad psicológica --eventualmente
resultante del restablecimiento de la concordia-- no constituye en sí un imperativo moral. La
reconciliación, generalmente entendida como armonía y conformidad social o como una
forma de cooperación social,8 restituye el mito de una sociedad transparente y reconciliada
consigo misma, y al hacerlo pretende abolir el antagonismo, y con él su papel político
constitutivo. Pero el antagonismo no sólo es inevitable sino que negarlo es impugnar la
política como polemos o repeler la función de la misma en el conflicto. Podría afirmarse
entonces que la reconciliación en ese sentido de la concordia y la unanimidad no es probable
y mucho menos deseable, y que vivir con los enemigos sin reducir las identidades políticas es
ciertamente una cuestión ineludible.

En segundo lugar, la otra finalidad transicional --la estabilidad política-- se plantea menos
como un bien moral y más como una necesidad política que, no obstante, suele asociarse a
algunos fines morales y contraponerse a otros. En tanto necesidad se refiere a lo que Meineke
(1997) llama el bien del Estado, es decir la conservación de la integridad del poder soberano,
la obediencia y la unidad del orden político. Como necesidad, esa aspiración de estabilidad
también está vinculada a la preservación de la estructura social de poder vigente, la misma
que suele ratificarse en la negociación del fin de la guerra. Es decir, es entonces estabilidad
del orden político, pero también del poder. En los discursos legitimatorios de las políticas
estatales de perdón, la estabilidad política (del poder) es validada, sin embargo, a través de la
apelación al fin estatal de garantizar la convivencia pacífica. Este fin, que supone la
conformación de las voluntades a la obediencia, consiste esencialmente en la búsqueda de
seguridad para la vida y la propiedad, pilar de la fundamentación del Estado moderno. Es allí
donde la paz (del orden gestado en la guerra o moldeado por la represión) se propone como un
fin superior a cualquier otra finalidad y obligación estatal. El imperativo lo plantea uno de los
analistas de seguridad en Colombia de la siguiente manera: «En aras de la paz definitiva [...]
todos aceptaremos menos justicia, menos verdad y menos reparación [...]».9 Sin embargo, esta

8 En el marco del debate sobre la construcción de la paz (peacebuilding) se han formulado diferentes formas de
concepción de la reconciliación, que apuntan a problematizar la acepción más común de ésta como
restablecimiento de la concordia y la armonía social. Véase Galtung (1998) y Crocker (2002).
9 RANGEL, Alfredo. Entre los "paras " y la guerrilla, en El Tiempo, Bogotá (8 de julio de 2005).
proposición esconde la amenaza de retorno a la guerra o instrumentaliza el miedo a la misma
para preservar el poder de los perpetradores,10 sofocando cualquier reclamación de bienes que
en sí mismos son moralmente inobjetables, y propicia una tendencia al enmascaramiento de
los objetivos de la justicia transicional al presentar como summum bonum (bien supremo) lo
que puede ser mejor bonum sibi (bien para sí).

La estabilidad política como búsqueda de tranquilidad en el presente y certidumbre en el


futuro e investida por la moralidad de bienes como la paz, alberga dos contradicciones. De un
lado, la fragilidad del orden político hace impracticable la estabilidad definitiva de éste. Es
decir, por más perfecta que se considere la restauración de la paz, la guerra interna o la
represión estatal no están conjuradas. De otra parte, la estabilidad del poder como propósito
que condiciona las opciones transicionales no requiere siempre el restablecimiento pleno de la
concordia entre enemigos internos. El poder hegemónico puede preservarse aún en medio de
cierta turbulencia, dando lugar a situaciones de estable inestabilidad o de inestable estabilidad.

Aunque la reflexión sobre la doble finalidad de las políticas de transición no concluye con
estas ideas, puede afirmarse que el dilema transicional --«castigo o perdón»-- no puede
resolverse o analizarse en relación con su capacidad para lograr la reconciliación y la
estabilidad política. Por eso, poniendo de manifiesto la preferencia hacia la justicia y una
preocupación en particular por el tratamiento de la criminalidad contrainsurgente en
Colombia, es necesario preguntarse ¿por qué, independientemente de la capacidad
reconciliadora y estabilizadora, es deseable el castigo penal y el establecimiento de las
responsabilidades políticas como forma de tratar la criminalidad contrainsurgente en tanto
forma de «mal radical»? Para ofrecer una respuesta posible a este interrogante, se procederá
en tres pasos: primero, proponer una definición de la criminalidad contrainsurgente como una
forma de mal radical; segundo, identificar algunas premisas realistas que le imponen límites a
las aspiraciones de justicia y que al mismo tiempo evidencian que su posibilidad depende de
la lucha política; y tercero, argumentar a favor de una justificación retributiva del castigo para
los crímenes contrainsurgentes.

1. La criminalidad contrainsurgente como «mal radical»

10 Una preocupación exagerada por la paz favorece la impunidad y contribuye, sin duda, a la preservación del
poder de los perpetradores.
7

Para allanar el camino de la argumentación sobre la justificación de la persecución criminal


de los perpetradores de la lucha contrainsurgente, es necesario caracterizar la naturaleza de
estos crímenes. En un contexto de guerra civil como en Colombia, el Estado es una de las
partes involucradas en el ejercicio de la violencia. Esos actos violentos y demás infracciones a
la ley asociadas a la represión, persecución y aniquilación de rebeldes y opositores políticos
puede nombrarse criminalidad burocrática o terrorismo de estado. Esta expresión subraya la
responsabilidad política del aparato estatal y la culpa criminal de funcionarios y políticos por
la violación de derechos humanos.11 No obstante, se torna imprecisa y limitada cuando se trata
de nombrar aquellos crímenes ejecutados con un sentido contrainsurgente, pero que son
cometidos por agentes que no dependen directamente de la participación estatal aunque
cuenten con su connivencia.

La expresión criminalidad contrainsurgente denota conductas contra la vida y la libertad que


constituyen infracciones al orden legal y moral en función de la salvaguardia del soberano, la
preservación del poder hegemónico y la garantía del insaciable deseo de acumulación al
interior de la comunidad política. Aunque la criminalidad contrainsurgente pueda guardar
cierta analogía con los crímenes comunes,12 una diferencia fundamental los separa. Aquella se
trata de crímenes cometidos sistemáticamente en defensa del poder y aparato de Estado, en
salvaguarda de un orden político, orientados a conjurar los procesos reivindicativos, de
oposición política o rebelión y a garantizar que las generaciones siguientes, debido a la
internalización del miedo, se acojan al proyecto social del Estado agresor (Proyecto nunca
más, 2000). Dichos crímenes son llevados a cabo por la institución estatal misma
(funcionarios estatales y políticos), por unidades creadas por ella fuera de la burocracia
estatal, o por estructuras mercenarias que mantienen un vínculo orgánico con el aparato de
Estado pero detentan una autonomía relativa y que alegan no proceder bajo ninguna directriz
política estatal pero si en defensa del poder soberano. Quien ejecuta no es un criminal común
sino alguien que ocupa la posición pública institucional que define y orienta la persecución
del enemigo interno, o alguien que es avalado de manera directa o indirecta por ella.

Dicha criminalidad incluye fundamentalmente aquellas acciones con motivaciones políticas

11 La expresión «terrorismo de Estado» ha sido usada para señalar la responsabilidad estatal en la aplicación de
estrategias de disuasión que buscan la difusión del miedo a través de la puesta en riesgo de la vida, la integridad
y la libertad y de la eliminación de franjas de seguridad. Véase Proyecto nunca más (2000).
12 Esa analogía consiste en que la forma del delito es similar: homicidios, secuestro, violaciones, etc.
contrainsurgentes --orientados a conjurar los procesos reivindicativos, de oposición política o
rebelión--. Pero, también, aquellas que, siendo cometidas por agentes privados avalados
explícita o implícitamente por el aparato estatal, están dirigidas a crear simpatías y relaciones
de obediencia con los operadores ilegales de ese orden o, simplemente, constituyen una
concesión a los prejuicios de la sociedad.

La criminalidad contrainsurgente, por sus características, constituye un «mal radical» que se


encuentra en el núcleo mismo del Estado13 y es puesto al servicio de la preservación del
poder. Ese mal es el que, a través del cuestionamiento de la dignidad humana, de la posible
eliminación de la personalidad jurídica y moral14 y de su carácter punitivo, produce una
modificación trascendental del sentido de la vida en la comunidad política. Es decir, una vez
cometido, este mal es irreversible. Se instala en el presente, de modo que no es posible
establecer una línea divisoria entre pasado y presente. El miedo continúa aún después de que
ha tenido lugar la destrucción física, es internalizado. Como afirma Dimitrijevic, «los eventos
de ayer son fuente de ciertas consecuencias, que usualmente nombramos como legado del
pasado. Lo que pasó bajo el viejo régimen no desaparece. Más bien sufre una transformación
[...] Los viejos patrones sin embargo sobreviven, reteniendo su capacidad de influenciar el
presente» (2006, 371).

La adopción de formas extremas --que no son de ningún modo desconocidas en la historia de


la humanidad pues ésta ha demostrado una y otra vez su extraordinaria capacidad de
aprendizaje de la maldad--, su carácter sistemático y la posición de su responsable político nos
enfrenta con las preguntas sobre si esa criminalidad contrainsurgente es racionalizable, si es
castigable y acaso perdonable. Los intentos de comprensión y explicación, por ejemplo, de los
esfuerzos militares y mercenarios por prolongar el padecimiento de sus víctimas antes de la
muerte llevan a un desasosiego parecido al que experimenta Arendt cuando se encuentra con
la «banalidad del mal», cuando descubre que los genocidas del pueblo judío no sólo eran
personas normales sino que además no experimentaron culpa moral. Se hace entonces

13 Es decir la propensión al mal no sólo reside en los agentes individuales sino también en el Estado como
artificio humano.
14 La eliminación de la personalidad jurídica --en la forma en que la entiende Arendt-- tiene lugar cuando se
coloca las víctimas por fuera de la protección de la ley, que hace que el daño infringido sobre la víctima no sea
consecuencia de un delito cometido (este es el caso de la desaparición forzada). La destrucción de la
«personalidad moral» supone la conducción de las víctimas a una situación en la que no pueden elegir entre el
bien y el mal y en la que la única forma de eludir la propia muerte es cooperar con el verdugo. Esta posibilidad
está ilustrada particularmente en el caso del fratricidio forzado en Guatemala. Consúltese Arendt (1974).
9

inevitable preguntar ¿qué hay de racional en la hoguera, en la crucifixión, en los


empalamientos, en el abandono total de los moribundos o en el estrellamiento de infantes
como forma de lucha contrainsurgente?15 Qué hay de racional en las maniobras de
descuartizamiento, en la exposición pública de los cuerpos despedazados, en probar coraje a
través de la prolongación de la agonía de las víctimas, en el rociamiento de los cuerpos con
ácidos, en el enterramiento vertical de los cadáveres en posición invertida con sus
extremidades expuestas? ¿Qué hay de racional en la masacre de aldeas enteras o en el
exterminio absoluto de organizaciones políticas? Por qué se vuelve necesario aniquilar la
dignidad de las víctimas, por qué destruir su «personalidad moral»? ¿Pueden ser perdonados
actos que no constituyen sólo la destrucción física de las personas sino ante todo la
destrucción moral?

Lo que hace racionalizable y, por tanto, castigables a estos males son sus motivos. La defensa
del poder y aparato de Estado permanece como parte del núcleo motivacional de la definición
y ejecución de los crímenes contrainsurgentes, de modo que estos no son una expresión de la
irracionalidad ni producto de un funcionamiento defectuoso de la sociedad sino una
manifestación de la racionalidad instrumental. Esta violencia --posible bajo cierta moralidad--
es justificada por los perpetradores y su realización llega a ser establecida como parte de una
obligación ideológicamente definida, en la que a su vez tiene lugar la invocación de un tal
«interés general». En ella el recurso a la crueldad, la prolongación del sufrimiento, no
constituye un reconocimiento del otro como adversario sino una negación de su humanidad y
dignidad. La racionalidad de la crueldad está dada, en estos casos, por el afán de la
destrucción total, por el interés de destruir la posibilidad de resistencia o de oposición política
ulterior y sobretodo la posibilidad de «retorno» de las víctimas para reclamar justicia.

2. Apelaciones realistas sobre la justicia: lo posible y lo deseable

Ahora bien, ¿desde qué perspectiva es posible plantear la justificación de la persecución


criminal de éste «mal radical»? Antes de proceder con este interrogante debe señalarse que el
momento transicional --pese a la línea de continuidad entre pasado y presente jurídico y
político-- supone una transacción entre impunidad y justicia,16 pues de otra forma no es

15 Sobre la descripción de estas formas de violencia consúltese García (2005).


16 Esta transacción es un intercambio entre ofrecer y renunciar.
posible la transición.17 Dicho intercambio significa de entrada que no es políticamente posible
una justicia plena. En otras palabras, por más que sea moralmente deseable no es posible la
sanción penal a todos los responsables, ejecutores y cómplices de tales crímenes, porque el
toma y daca es un proceso competitivo más que cooperativo. Y si bien, como dice Kant, la
«justicia deja de serlo cuando se entrega por algún precio» (1993), ésta y no otra es la
implicación que trae el cambio del curso político --como situación difícil y excepcional-- para
la justicia.

La afirmación «tanta justicia como sea posible y tanta impunidad como sea necesaria»18
evidencia, desde una perspectiva realista, el tipo de transacción que tiene lugar en el momento
transicional y, al hacer alusión a la ecuación entre posibilidad y necesidad, devela la lógica de
poder que le subyace, mientras busca validez en la investidura moral de un bien como la paz.
La transacción entre impunidad y justicia es una emanación de las relaciones de fuerza que se
formalizan, por ejemplo, en el momento de la negociación del fin de la guerra o de la dejación
de las armas. Es decir, si bien la justicia como afirmación de los derechos humanos es --al
margen de las circunstancias históricas-- moralmente deseable, qué tanta sea posible
dependerá de la correlación de fuerzas con que se cuente en el momento de negociar o decidir
la transición. Por eso, la «necesidad» que la contrarresta puede traducirse en la «impunidad de
los vencedores». Esto representa un escenario pesimista para las víctimas de la opresión en
Colombia, pero dado que las políticas de justicia transicional no se definen de una vez por
todas, las posibilidades de mayor justicia eventualmente pueden incrementarse siempre que
dicha correlación se transforme, es decir, siempre que se remueva el poder de los
perpetradores, que generalmente lo preservan para garantizar su inmunidad. No obstante, ese
viraje no se produce inercialmente, por lo tanto, como cualquier otro fin, la justicia requerirá
para su materialización de la lucha política, pues el carácter dinámico de la política depende
de las vicisitudes del poder mismo.

Además las limitaciones que impone la transacción y la lógica de poder que le subyace, la
administración de justicia también encuentra una limitación en la magnitud del «mal radical».
Son tantos los que en la sociedad colombiana han estado implicados en las atrocidades, que
aún si la correlación de fuerzas fuera favorable a la justicia, sería difícil adelantar procesos y

17 No sería posible la transición porque no se entregan las armas a cambio de nada, a menos que se produzca
una derrota militar absoluta.
18 RANGEL, Alfredo. La seguridad democrática, en El Tiempo, Bogotá (10 de febrero de 2005).
11

aplicar sanción penal a todos y cada uno de los responsables. Esto establece como condición
inevitable el carácter selectivo de la persecución criminal. Como lo advierte Miriam J.
Aukerman (2002), a causa de una culpabilidad tan extensa sólo es posible llevar un pequeño
número de los perpetradores a los tribunales. Por consiguiente, la cuestión a resolver es
¿cuáles son los criterios para establecer dicha selección y cuáles las condiciones de poder que
la determinan? Esta es una conclusión lamentable para las aspiraciones de justicia pero, al
mismo tiempo, justifica la búsqueda de otras alternativas para el logro de los objetivos que le
sean fijados a la justicia transicional.

Otro límite que desafía la búsqueda de justicia respecto a la criminalidad contrainsurgente es


el problema --advertido por Sandrine Lefranc (2005)-- de la continuidad jurídica. A menos
que se produzca un nuevo momento constituyente como producto de las negociaciones con las
organizaciones insurgentes, el orden jurídico «anterior», que trasluce las formas dominantes
de poder, no desaparece. Este orden jurídico, que es una de las formas en las que el pasado se
hace más presente que el futuro deseado, es el marco normativo bajo el cual se procede a la
administración de justicia, en caso de ser posible. Esa continuidad tiende a garantizar la
inmunidad a los perpetradores o limita el sentido y los alcances de la sanción penal, pero
también ratifica dos aspectos: primero, que no es posible establecer una línea divisoria entre
pasado y presente, por lo tanto el régimen democrático naciente es hijo de la lucha
contrainsurgente; segundo, la demanda de justicia requiere probablemente la disolución o
reforma del orden jurídico vigente.

Sin embargo, la justicia, aún siendo deseable, no se desprende de la lógica del poder allí
donde ha sido «posible». Donde ha primado la justicia, como en el caso de los tribunales ad
hoc de la Ruanda y la antigua Yugoeslavia (Meernik, 2003) la lógica del poder --la misma que
alude para otras situaciones sobre la conveniencia política de la impunidad-- también se
encuentra presente. Se trata de la «justicia de los vencedores» que impugna el gobierno de la
ley cuando da lugar a dudas sobre la imparcialidad, cuando el juicio deja de ser sobre las
acciones individualizadas para versar sobre la historia en general. Ese vínculo, aparentemente
inevitable, entre justicia y poder afianza la creencia según la cual la justicia transicional es
imperfecta y parcial debido al carácter extraordinario de las circunstancias políticas. Tal
excepcionalidad suele desplazar todo idealismo y conduce a priorizar el pragmatismo como
principio que guía de las políticas de justicia y determina el sentido de adherencia al gobierno
de la ley (Teitel, 2002). Sin embargo, esa lógica reafirma la necesidad ineludible de
comprometerse en la lucha política como única forma de aproximación a la justicia, bien sea
para reclamar la mayor persecución criminal posible de los culpables o para impugnar la
administración de justicia cuando esté sometida a los intereses de los vencedores.

3. Justicia retributiva: tanta como sea necesaria

3.1. Culpa criminal y castigo


Hechas estas acotaciones la pregunta es ¿por qué insistir en impartir sanción penal sobre los
responsables de los crímenes relacionados con la lucha contrainsurgente? Para analizar esta
cuestión, siguiendo muy de cerca a Karl Jaspers (1998), es necesario establecer una distinción
entre varios tipos de culpa para poder determinar cuál es o debe ser el sentido de las
recriminaciones subsiguientes. En relación con el problema de la responsabilidad alemana,
este filósofo propone distinguir entre culpa criminal, política, moral y metafísica. A cada una
le corresponde una consecuencia, bien sea externa o interna, así como una instancia en la cual
sufre trámite. Éstas últimas son, respectivamente, el tribunal, la voluntad del vencedor, la
conciencia y Dios. Tomemos en consideración la culpa política y la criminal.

La culpa política tiene como consecuencia, según Jaspers, la responsabilidad.19 Ésta se


traduce de manera específica en sanciones que obligan a la reparación o que constituyen
«pérdida o limitación del poder y de derechos políticos» (1998, 57). La culpa política es, a
diferencia de las otras, de carácter colectivo, lo cual implica que es imputable no por las
acciones ni por los apoyos brindados sino por la simple pertenencia a la comunidad política.20
Es decir, son culpables tanto gobernantes como ciudadanos. Estos últimos son
corresponsables de las consecuencias de la acción estatal así no compartan la culpa criminal y
moral de aquel. Su corresponsabilidad se deriva de la sujeción a la autoridad estatal, la
inevitable participación en la estructuración de las relaciones de poder, la definición de la
forma de gobierno y la convergencia de la moralidad individual en la formación de la
situación política. Todos los ciudadanos tienen una responsabilidad compartida respecto a lo
que el Estado hace porque, como si se tratase de algo ineludible, todos toman parte --aunque
de diversas formas-- de la construcción de la comunidad política. Por eso, en aquellos
ambientes de sumisión en los que opera la represión ni la apatía política, ni la obediencia
19 Véase también Schaap (2001).
20 Esto significa que la culpa criminal no supone la culpa criminal.
13

ciega, ni la dificultad (imposibilidad) de transformar las condiciones anulan la culpabilidad


política.

Las culpas son diferentes, pero, según sostiene Jaspers, también se encuentran relacionadas
entre sí de un modo tal en que cada una tiene consecuencias sobre las otras. Por eso, tanto
culpa criminal como política surgen de faltas morales tales como: «La comisión de pequeños
pero numerosos actos de negligencia, de cómoda adaptación, de fútil justificación de lo
injusto, de imperceptible fomento de lo injusto, la participación en el surgimiento de la
atmósfera pública que propaga la confusión y que, como tal, hace posible la maldad....»
(1998, 55). Es decir, estos actos y omisiones, por los que cada una de las personas pueden ser
moralmente responsables,21 aunque difieren de la participación --intelectual y material-- en la
destrucción física y moral de las víctimas, facilitan o legitiman su realización y al hacerlo
configuran la culpabilidad política.

El concepto de corresponsabilidad y la idea de las fuentes morales de la culpa criminal y


política permiten evidenciar, más allá de las responsabilidad criminal individual, la existencia
de condiciones sociales y morales que hacen posible el mal radical, pero también
redimensionar el desafío de la transición. Si todos forman parte ineludiblemente de la
configuración de las situaciones políticas entonces su transformación también es una
responsabilidad compartida, que demanda al menos oposición a la opresión política y la difícil
(casi imposible) modificación de esa moralidad colectiva que hace posible el surgimiento de
los crímenes atroces. Jaspers admite esta exigencia cuando afirma que «el ethos de lo político
es el principio de una existencia estatal en la que todos toman parte a través de su conciencia,
su saber, su opinar y su querer» (1998, 56).

Sin embargo, el problema de justicia transicional con respecto a la criminalidad


contrainsurgente, exige que la culpabilidad política de los gobernantes y representantes
políticos sea establecida por encima de aquella que les corresponde a los ciudadanos por el
mero hecho de pertenecer a la comunidad política. Por la negligencia de políticos y
funcionarios, por la sutil o cínica justificación de lo injusto, por la propaganda, por las
relaciones de connivencia, por las simpatías expresadas hacia los perpetradores se debe
asignar públicamente la responsabilidad política, sin que ello elimine la atención necesaria

21 De estos actos no se deriva culpa criminal, pues no constituyen una trasgresión al derecho.
sobre la culpabilidad criminal cuando tenga lugar.22 Es decir, por su participación en la
estructura del poder político y por las consecuencias de sus acciones u omisiones en la
prevención o realización del mal contrainsurgente, les obliga a la reparación de los
agraviados, la limitación de sus poderes o derechos políticos, o su remoción definitiva de los
cargos públicos.

Si la culpa política tiene como consecuencia la responsabilidad, la culpa criminal, que a


diferencia de aquella es de carácter individual,23 tiene como consecuencia --según Jaspers
(1998)-- el castigo penal. Éste, en tanto coacción externa, tiene como supuestos
fundamentales que los crímenes son objetivamente demostrables y que, sobre esa base, la
culpabilidad debe ser reconocida por el juez. Es decir, la imputación de la culpa es en relación
estrictamente con las acciones individuales comprobables y la sanción punitiva es un
procedimiento racional conforme al Derecho. Esta forma de concebir la responsabilidad
criminal supone que sólo un acto cometido puede ser objeto de castigo y vincula el agente con
sus acciones en términos físicos pero también morales, en la medida que toda acción
--incluidas aquellas que se excusan en el principio de «obediencia debida»-- está sometida al
enjuiciamiento moral. Sin embargo, no es el derecho sino la conciencia la que interviene
sobre la culpa moral, pues cabe la posibilidad de que aquel que es enjuiciado por el Derecho
no experimente ningún remordimiento y arrepentimiento.

Al castigo penal, como consecuencia de la culpa criminal, se le han atribuido, desde diferentes
disciplinas, al menos tres funciones posibles con relación a la infracción de la ley y al daño
infringido: retribución, disuasión y rehabilitación. La discusión del dilema transicional
necesariamente gravita entre estos tres campos de justificación del castigo penal. Los
defensores de las políticas de perdón en Colombia se refieren al enfoque retributivo para
rechazar la posibilidad de castigo por considerar que la retribución es una forma de venganza.
Desde la perspectiva de los perpetradores y sus beneficiarios civiles la demanda de justicia es
una reclamación oportunista e ideologizada que alimenta odio y que contraría las aspiraciones
de paz y reconciliación de la sociedad colombiana. Este tipo de argumentos suelen ser
comunes en las distintas situaciones de transición. En el caso guatemalteco, después de diez

22 La responsabilidad política no sustituye el establecimiento de la culpabilidad criminal, porque el mal


contrainsurgente se concreta a través de las acciones individuales. Cuando son muchas personas las que
concurren en un crimen ello no elimina la responsabilidad individual.
23 La culpa moral y la metafísica también son culpas individuales.
15

años de la firma de la paz y de impunidad, los militares alegan que la demanda de justicia con
respecto a los crímenes en la guerra «desenmascara sentimientos de odio y espíritu
revanchista que no contribuye a reconciliación social».24 Estos argumentos, así como lo
sintetiza David Crocker (2002) en su polémica con Desmond Tutu, adoptan la siguiente
lógica: el castigo es retribución, la retribución es venganza y la venganza es moralmente mala.

Por su parte, quienes demandan sanción penal para los responsables de violaciones de
derechos humanos construyen la justificación de ésta a partir del enfoque de la disuasión. Su
argumento es que castigar a tales perpetradores permite prevenir en el futuro nuevas
violaciones bien sea por parte de estos o de nuevos agentes, debido a su carácter
ejemplificante. Pero, esta perspectiva de la disuasión también sirve, paradójicamente, a
aquellos que rechazan la persecución criminal en el período de la transición por temor a
reavivar la inestabilidad política. Les es útil porque partiendo de un análisis de costo-
beneficio deciden evitarla bajo el argumento de que la justicia con fines de disuasión le genera
a la democracia más problemas de los que resuelve (Aukerman, 2002).

3.2. Justificación del castigo: disuasión o retribución


En el marco de la justicia transicional ¿sobre qué bases puede justificarse el castigo penal para
sancionar la culpa criminal? El argumento utilitarista de la disuasión aunque es el más
reiterado en la defensa de esta opción, acusa varias dificultades, muchas de ellas ilustradas en
la sociología del derecho y otras desde la filosofía. Según este enfoque el castigo es la forma
de disuadir al perpetrador de violar nuevamente la ley y/o de disuadir a otros, por medio del
ejemplo, de cometer dicha infracción. Esto supone que previo a comprometerse en una acción
criminal el agente realizaría una comparación entre el riesgo de sanción (gravedad de las
consecuencias y probabilidad de ser capturado) y el beneficio potencial de la misma. La
justificación del castigo se apoya así en la promesa de un bien futuro para la sociedad; y, al
gravitar en el tiempo futuro, lo que hace es intervenir no sobre los crímenes cometidos sino
sobre los esperados. En el contexto del debate sobre el dilema transicional, este enfoque
ofrece una justificación de lo que es un problema de posibilidad: el carácter selectivo y
limitado de la persecución criminal. Desde esta perspectiva no se requiere que todos los
culpables sean castigados, porque es suficiente que los castigos sean ejemplares.

24 Véase como ejemplo el comunicado «atención ciudadanos que aman a Guatemala ‘no a la justicia paralela’
fuera de Guatemala juez español» de la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala y Asociación de
Viudas de oficiales del Ejército de Guatemala. Guatemala, 26 de junio de 2006.
La crítica que se le hace a este enfoque desde la filosofía es que la disuasión como principio
de castigo no tiene nada que ver con la justicia. Pero ¿es justo el castigo cuando se basa en el
principio de la disuasión? Agnes Héller (1990) sugiere una respuesta negativa. Las razones
que ella esgrime a este respecto tienen que ver con la dimensión temporal en la que gravita el
fin de la disuasión. Si lo que está en consideración a la hora de imponer el castigo es la
probabilidad de reincidencia o de repetición por parte de otros, no es posible garantizar la
aplicación del principio de proporcionalidad entre crimen y castigo25 que es lo que hace justo
a éste último. Para Heller, cuando la sanción tiene la prevención como objetivo no es
retributiva y anula las exigencias a favor de los derechos humanos así como la justicia misma
del castigo.

Sin embargo, a este enfoque de la disuasión se le debe formular además de la pregunta


normativa una pregunta práctica: ¿Logra la persecución criminal prevenir la repetición del
mal radical? Como lo afirma Aukerman (2002), determinar si la prevención de los crímenes
comunes es producto de la amenaza de sanción penal o si se debe a otras razones es difícil, y
lo es aún más en el caso de los crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. El castigo
penal puede tener algunos efectos disuasivos, pero en esas situaciones, según esta analista,
ello depende de varios factores contextuales: riesgo de ser aprehendido, severidad de las
penas, grado de conocimiento público de las sanciones y grado en que el ofensor y el crimen
pueden ser disuadidos. En primer lugar, la escasa probabilidad de ser objeto de persecución
criminal por tales hechos hace que aún las sanciones severas aplicadas sobre algunos no
puedan tener un efecto disuasivo. Pero aún si la probabilidad de castigo fuera alta no es claro
que pueda generar disuasión porque los que inician una guerra lo hacen con la esperanza de
ganarla y no hay una institucionalidad estable que permita establecer que las sanciones de hoy
serán las de mañana. En segundo lugar, la disuasión solo funciona para algunos ofensores y
crímenes ya que no todos se desenvuelven conforme a la elección racional, algunos son
crímenes de odio. En tercer lugar, en el contexto transicional no es factible que las penas sean
muy severas, aunque la disuasión depende no sólo de la severidad sino también de la certeza
del castigo, pero las posibilidades de castigo tampoco serán suficientemente altas.

25 En la reflexión de Heller el problema de la proporcionalidad cuando el fin es la disuasión tiene que ver con la
imposibilidad de comparación de los castigos. Ella advierte además sobre la imposibilidad de la prevención de la
reincidencia porque hay crímenes que sólo se cometen un vez, y sobre la inutilidad de infligir castigo cuando su
realización depende de ciertas circunstancias.
17

En síntesis, como dice Heller (1990), «el temor del castigo (incluso el divino) no basta
nunca». Ese fracaso podrá ser atribuido por algunos a la poca severidad o a la escasa
probabilidad de castigo, también podrá argüirse que la coacción no es externa sino interna
--en el ámbito de la conciencia--, pero lo que le subyace es que la propensión a la maldad es
parte constitutiva de la naturaleza humana, de modo que la posibilidad de repetición nunca
está plenamente clausurada.

Pero, la imposibilidad de prevenir mediante el castigo la repetición de los males ocasionados


por la lucha contrainsurgente no se debe sólo a sus características y condiciones de
realización. La posibilidad de repetición no puede ser conjurada debido a la naturaleza misma
del Estado y a la pulsión de poder y dominación. De un lado, la búsqueda de la propia
conservación del Estado y el afán de preservar el orden lo lleva a sucumbir a la tentación de
considerar cualquier acción ciudadana como una amenaza interna contra su imperium y a
perseguirlos aún por fuera de la legalidad. De otra parte, allí donde prevalece la injusticia
distributiva es posible el descontento y donde se produce desobediencia e inestabilidad es
siempre probable el uso arbitrario de la fuerza. La represión, así sea una amenaza para la
conservación del cuerpo político, surge siempre como parte de la necesidad de quienes
detentan el poder político de preservar lo acumulado o como una forma de respaldar el
insaciable deseo de acumular.

Para los que consideran la prevención como el objetivo de la imposición de sanciones penales,
el problema que se devela es que pese no hay garantías de no repetición del mal radical dentro
de la comunidad política. En consecuencia, la justificación del castigo penal a los
perpetradores de la lucha contrainsurgente no debe construirse desde la perspectiva de la
disuasión sino de la retribución, apelando a argumentos morales y políticos.

El principio de retribución, como afirma Agnes Heller, es el «único principio de castigo justo.
La retribución puede ser justa si todas las acciones pueden imputársele a sus autores como
seres humanos libres» (1990, 222). La justicia de dicho principio reside en reconocer la
autonomía moral del agente y en procurarle un tratamiento como «fin en sí». Dicho
reconocimiento permite concebir a éste como moralmente responsable de sus acciones 26 y
26 Para Heller (1990), sólo cuando las constricciones sociales afectan al agente, la imputación no debería ser
total, pero aún así la responsabilidad no desaparece. Eso significa que en tales casos el principio de retribución
nunca como un instrumento para enseñar una lección (disuasión) o para ser moldeado
(rehabilitación). La atribución de responsabilidad moral al agente hace admisible, así, el
castigo (Lang, 2005); en otras palabras, el castigo está justificado simplemente porque la
persona es responsable de sus acciones. Por eso, como lo argumenta Heller, «[u]na persona
que transgrede las normas (y viola la ley) debería expiar esta ofensa pagando la deuda
contraída, para restaurar así la justicia. Una vez satisface la deuda, la persona deja de ser
culpable» (1998, 218).

Es decir, la sanción penal no es otra cosa sino una consecuencia jurídica de la culpa criminal,
y por lo tanto orientada al pasado.27 De acuerdo con esto, en el marco de la justicia
transicional, los criminales de la lucha contrainsurgente deben ser llamados a asumir su
responsabilidad criminal.28 Sin embargo, de acuerdo con el principio retributivo, el ofensor
debe ser sancionado penalmente no por el daño ocasionado sobre la víctima sino porque ha
cometido una infracción al Derecho y porque moralmente lo tiene merecido, aunque no
experimente arrepentimiento.

El establecimiento de la responsabilidad criminal por parte del «tercero jurídico»29 no sólo se


justifica por ser parte de la consecuencia de las acciones criminales, sino también por ser una
posibilidad de afirmación de los derechos de las víctimas y de controvertir la negación que
hacen los perpetradores de su existencia. La importancia de ello radica en que reconocer
jurídicamente los crímenes y determinar la responsabilidad correspondiente no son acciones
sólo en función de la fijación del castigo retributivo, sino también en función de tres acciones:
deslegitimar tales crímenes, admitir que se produjo un agravio al sentido de justicia y
reconocer las víctimas. En Colombia los perpetradores contrainsurgentes se rehúsan a aceptar
que los actos cometidos fueron crímenes, razón por la cual integran a la estructura de su
justificación de la violencia la noción de «actos en cumplimiento del deber patriótico»;30

no es totalmente justo, pero es el único posible.


27 Que la retribución esté orientada al pasado por ese vínculo entre agente y acción, permite rechazar las
justificaciones del castigo que se basan en la promesa de un mejor futuro. La disociación política y moral de los
crímenes, la estabilidad de la democracia, la legitimación del Derecho son promesas inciertas dada la
continuidad jurídica que caracteriza las transiciones y la gestación contrainsurgente de la misma democracia
procedimental.
28 Esta diferencia entre acciones elegidas y simplemente cometidas, retoma la idea tanto de Heller (1990) como
de Jaspers (1998) según la cual las constricciones sociales no eliminan la responsabilidad moral.
29 Es decir, el establecimiento de la culpa criminal no le corresponde al agredido sino a un tercero. Esto hace
que la retribución se diferencie de la venganza.
30 Esta es una reacción que también se encuentra en el proceso transicional en Guatemala. Véase el comunicado
“Atención ciudadanos que aman a Guatemala....” op. cit.
19

niegan la existencia de las víctimas de su agresión afirmando que todos los asesinatos fueron
bajas legítimas (es decir, que aún los civiles fueron asesinados o desaparecidos por ser parte
del conflicto) o refiriéndose a ellas por ejemplo como «amigas invisibles».31 Por esta negación
de los crímenes contrainsurgentes el establecimiento de la responsabilidad penal es una forma
de reconocer los agravios y de señalar que las acciones llevadas a cabo son moralmente
incorrectas, que la defensa del Estado no las justifica y que el «deber político» fundamental es
la protección de los derechos humanos. Ahora bien ¿qué constituye un reconocimiento
adecuado en el contexto transicional si no es posible el castigo de todos los culpables? Sin
duda, esta es una pregunta de difícil solución que revela el carácter imperfecto de la justicia
transicional.

Uno de los argumentos más difundidos en contra de la persecución penal desde el enfoque
retributivo es que constituye una forma de venganza. Pero, ¿tiene la sanción penal algo que
ver con la venganza? Ambos comparten una estructura común --por ejemplo, infringen daño o
privación--, pero también se diferencian. Sería de hecho hipócrita negar que la demanda de
justicia retributiva tiene algo de satisfacción de los agravios recibidos. Sin embargo, la
retribución se diferencia de aquella, siguiendo a Crocker (2002), en cinco aspectos a favor de
dicho principio:32 i) el castigo se impone cuando se ha cometido un crimen; ii) la sanción
penal se infringe de conformidad con el Derecho, es decir, aunque la retribución albergue un
sentido de venganza, se canaliza porque establece límites mediante la definición de los
derechos del ciudadano criminal, la introducción del tercero judicial y la adopción del
principio de proporcionalidad;33 iii) apela al principio de la imparcialidad jurídica (en el
sentido de impersonal) y constituye una afirmación de los derechos tanto de la víctima como
de los victimarios, de un modo en que restablece la justicia; iv) la imposición de la sanción es
conforme a la equidad, hay un compromiso con principios que determinarían también castigo
en otras circunstancias similares; v) rehúsa el concepto de culpa colectiva, es decir, la acción
criminal está vinculada sólo al agente individual, incluso cuando los crímenes hayan sido

31 Ésta es una expresión utilizada por el paramilitar Freddy Rendón Herrera alias ‘el alemán’ para referirse a sus
víctimas, en la versión libre rendida ante los tribunales especiales de justicia y paz de la Fiscalía General de la Nación.
Medellín, Junio 5 de 2007.
32 Crocker identifica una diferencia adicional. Argumenta que la retribución no está orientada por la búsqueda
de satisfacción y placer aunque la «sed de justicia» pueda estar alimentada por odio a los malhechores. Sin
embargo, debe decirse que esto no constituye una diferencia sino que hace parte de la estructura común entre
justicia y venganza. Aunque, pese a ello la búsqueda de placer encuentra límites en el Derecho porque una vez
satisfecha la deuda, el agente deja de ser culpable.
33 Si bien la retribución suscribe el principio de proporcionalidad entre castigo y delito, no exige la ley del
talión.
cometidos con el concurso colectivo. Ahora bien, es posible que estos argumentos no sean
considerados suficientes para alejar los reparos sobre la justicia retributiva en el contexto
transicional y se insista que su inconveniencia radica en que en ella palpita el deseo de
venganza. De ser así, entonces debe llamarse la atención sobre el papel del derecho penal en
condiciones ordinarias: si la retribución avivara la venganza no sería posible la regulación del
orden a través del Derecho.

Pero, además de estos argumentos morales, el castigo a los perpetradores de la violencia


contrainsurgente también encuentra justificación en elementos políticos. Que cada agente sea
responsable moralmente de sus acciones y que por lo tanto el castigo esté justificado cuando
sean criminales, es una proposición válida en términos generales. Sin embargo, esa
responsabilidad adquiere otra connotación cuando el agente ocupa una posición en el centro
de poder político. En ese caso el castigo no sólo está justificado conforme a dicha premisa
sino también porque es deber estatal la protección de los derechos y la vigilancia del
cumplimiento de la ley. El Derecho como instrumento de exigibilidad y protección tiene un
carácter vinculante para el Estado, es decir, garantizar la vigencia de los derechos humanos es
una obligación fundamentalmente estatal. Por consiguiente, el incumplimiento de esta
obligación supone una responsabilidad mayor que la que pueda tener cualquier ciudadano
como miembro de la comunidad política. En la medida en que dicha obligación se sitúa en el
marco de las relaciones Estado-ciudadanos la investigación, el juzgamiento y el castigo penal
de los agentes estatales comprometidos en los crímenes está también justificado.

Por su parte, la sanción penal para los culpables de la criminalidad contrainsurgente, en


particular para aquellos agentes privados que no están formalmente integrados en la estructura
estatal, está justificada no sólo por actuar a y con el favor de un Estado obligado a garantizar
la vigencia de los derechos humanos, sino también porque estos en esa defensa no impugnan
el sistema jurídico y no cuestionan la legitimidad del derecho vigente. Por el contrario,
mantienen su reconocimiento y adhesión a las normas pese a que las infrinjan. 34 Es decir, en
tanto no se declare el rompimiento del consensus iuris, esto es la obligación recíproca, no se
puede justificar la resistencia moral y política a ser juzgado por cada uno de los actos
cometidos, considerados de manera independiente y según el derecho penal. Por eso, las
acciones destructivas de los agentes privados de la contrainsurgencia son crímenes y no actos

34 La infracción de la ley no constituye su negación.


21

de hostilidad.

Otro argumento político a favor de la sanción penal de la criminalidad contrainsurgente se


encuentra en otro elemento de su naturaleza. Las pretensiones de conjurar los procesos
reivindicativos y de oposición política y de garantizar que las generaciones subsiguientes se
sometan al proyecto de Estado agresor constituyen un agravante de la culpa criminal por su
alcance temporal. Esta intención de moldear a través de la destrucción física y moral de las
víctimas el futuro del orden político reafirma, por lo tanto, la justificación de su castigo.

La persecución de la criminalidad contrainsurgente también ha sido justificada como una


forma de afirmación del imperio de la ley, aunque lo consagrado en el ordenamiento jurídico
no sea intrínsecamente justo. El argumento es que la sanción penal juega un papel principal en
la afirmación del Derecho en la transición política al contribuir a la creación de un nuevo
sentido del orden jurídico (Fenwick, 2003). Marta Minow (1998) sugiere tres condiciones
sobre la forma que debe adoptar la persecución penal (y afirmación del Derecho) en el
contexto transicional: resarcimiento de los daños a través de la aplicación de normas
preexistentes; garantía de que la justicia sea administrada por un sistema comprometido con la
imparcialidad y la oportunidad de ser escuchado en defensa y acusación; y seguridad de que la
imputación de responsabilidad se sustente en la demostración objetiva de los crímenes. Sin
embargo, la afirmación del Derecho como fuente de justificación de la sanción penal de los
crímenes contrainsurgentes alberga una contradicción irreducible. Además de que los
supuestos que establece Minow (1998) son de difícil realización --porque los principios
básicos del derecho suelen ser sacrificados en el marco de la transacción--, el contexto es,
como lo retrata Lefranc, de continuidad jurídica. «El orden jurídico anterior no desaparece ni
se refunda por completo luego de la instalación de un gobierno democrático: sigue
contribuyendo, al menos parcial y provisoriamente [...] a la reglamentación de las relaciones
civiles y de la actividad administrativa y conserva cierta influencia sobre el derecho penal»
(2005, 107).

Sin embargo, varias dificultadas han sido advertidas respecto a la justicia retributiva, que
merecen ser reflexionadas. La primera de ellas es que el principio retributivo como principio
de castigo racional exige que todos los responsables sean castigados debido a su «deuda»
(Scanlon, 2004). Si bien la perspectiva de la disuasión ofrece argumentos que explican por
qué el castigo puede ser selectivo,35 un enfoque retributivo en el marco de la justicia
transicional puede prescindir de una explicación sobre la suficiencia de la selectividad si se
tiene en cuenta que no es posible castigar todos los culpables así lo tengan merecido. Esto no
niega que los castigos posibles se realizan independientemente de que sirvan para prevenir
futuros crímenes. De otra parte, el hecho de que no sea posible una persecución total hará
necesario el recurso a otras alternativas de sanción en esta situación especial.36

La segunda dificultad advertida es que en el contexto transicional es imposible el


cumplimiento del principio de proporcionalidad entre delito y castigo por tres razones.
Primero, aunque la criminalidad contrainsurgente merecería mayor severidad que los
crímenes ordinarios, la transacción entre justicia e impunidad, y la lógica de poder que le
subyace, hace que dicho principio pueda ser sacrificado. Segundo, la magnitud de los
crímenes es tan extraordinaria, bien sea por su cantidad o por la crueldad que pisotea todo
vestigio de dignidad, que ningún castigo podrá parecer nunca suficiente para restablecer la
justicia. Tercero, también se torna problemática la dificultad de distinguir entre el castigo de
estos crímenes que moldean el orden político en su tiempo futuro y los delitos comunes. Sin
embargo, nada de esto niega la validez del castigo penal con fines retributivos. Como afirma
Aukerman (2002), incluso si el castigo no es suficiente de cara a la magnitud de tales
crímenes los perpetradores aún pueden llegar a ser penalizados de forma severa. Pero, ¿qué
constituye una penalidad severa? Sin duda, la severidad en estos casos no se trata sólo de los
años de encarcelamiento sino del grado en el que sea afectado el poder de los perpetradores.37
Es decir, una reducción38 de la pena puede ser aceptable siempre que el poder económico,
político y militar de los perpetradores no permanezca intacto; pero, si esa reducción no va
acompañada de una afectación en ese ámbito, ello refutaría incluso aquello de que una
sanción penal inadecuada es preferible a nada en absoluto.

Otro problema, atribuido por Aukerman (2002) al enfoque retributivo de la justicia


transicional, tiene que ver con la dificultad de establecer la responsabilidad individual. Este

35 Esta explicación desde la perspectiva de la disuasión es posible por su orientación al futuro.


36 La persecución, ciertamente, no es la única forma de retribución. Otras sanciones son posibles, sin embargo,
están aún más lejos de cumplir con el principio de proporcionalidad y se enfrentan con la dificultad de legitimar
la severidad de la posible sanción. Véase Aukerman (2002).
37 Es decir, en el marco de la justicia transicional la reducción del encarcelamiento puede darse sobre la base de
la devolución de los recursos en los que el perpetrador funda su poder.
38 Aunque el tamaño de la pena sea menor a la impuesta cuando se trata de criminalidad común, ello es parte de
las concesiones que exige la justicia transicional.
23

planteamiento pone de relieve varios aspectos. De un lado, la tensión advertida por Heller
(1990) entre la necesidad de imputación de las acciones a los agentes como seres libres y la
existencia de constricciones sociales que refutan dicha libertad y hacen injusto el principio
retributivo. Para Aukerman el contexto de violencia masiva constituye un constreñimiento
social que afecta la autonomía moral de tal modo que se dificulta establecer la responsabilidad
individual. Ciertamente, situaciones en las que se ha producido una destrucción de la
personalidad moral al conducir a la víctima a una situación en la que la única forma de eludir
la propia muerte es cooperar con los verdugos, convirtiéndose en cómplice de estos para su
propio envilecimiento,39 constituyen una negación de la autonomía moral --porque lo que se
hace por miedo no se hace con libertad-- y torna problemática la asignación de la
responsabilidad moral, pero no la elimina.

De otra parte, la dificultad de establecer la responsabilidades individuales tiene relación con


las jerarquías y la división del trabajo. Por las características de la criminalidad
contrainsurgente se hace complicado diferenciar entre colaborador y perpetrador. Pero
también se dificulta la necesidad de diferenciar entre el grado de responsabilidad que le
corresponde al obrero de la guerra y el que le atañe al comandante y a aquellos que tienen la
potestad de definir el enemigo interno; y entre el tipo de responsabilidad que le incumbe al
que lleva a cabo las masacres y el que le concierne a aquellos que de forma activa participaron
en la propaganda que allanó el camino para la eliminación o que pagaron por los servicios
prestados. Pese a estas dificultades es innegable la necesidad de individualizar la
responsabilidad criminal sin que ello niegue la atribución de responsabilidad política a los
civiles incendiarios y beneficiarios de la guerra y la represión.

Para concluir, en el escenario de justicia transicional que enfrenta la sociedad colombiana, las
posibilidades de justicia retributiva --al igual que en otros casos de conflicto armado interno
experimentados en otros países-- están determinadas por la lógica del poder, por la
excepcionalidad del momento y por las características de los crímenes cometidos. Sin
embargo, la condición específica de justicia transicional sin transición es un factor adicional
que afecta en las probabilidades de realización de las demandas de justicia. Mientras el Estado
permanezca en pie de guerra es imposible, por ejemplo, que se reestablezca como tercero

39 Uno de los casos que mejor ilustra esta situación es la presión ejercida por las Fuerzas Armadas de Guatemala
sobre los miembros de las Patrullas de Autodefensa Civil para cometer crímenes como fratricidio
intracomunitario como forma de acentuar el escarmiento y la ejemplaridad y a cambio de preservar su vida.
imparcial e improbable que brinde garantías de seguridad a las partes civiles; es factible, por
el contrario, que busque las formas de continuar garantizando la impunidad que permite el
desarrollo de la estrategia contrainsurgente. Su compromiso está centrado en derrotar al
enemigo interno y no en el tratamiento integral y moralmente responsable de los crímenes
pasados y presentes que son consecuencia de las hostilidades.

Pero, aunque no sea plenamente posible la justicia, ni surta como efecto la prevención de la
repetición de las atrocidades, ni conduzca a la reconciliación que pretende reducir la
heterogeneidad de las identidades políticas, los esfuerzos de persecución criminal y de
establecimiento de la responsabilidad política estatal --antes y sobre todo después de
finalización de la guerra-- son una respuesta válida y necesaria a la criminalidad
contrainsurgente por las razones expuestas. Como dice Hebe de Bonafini: «No es digno ni
moral que un criminal, porque afirma haberse arrepentido, sea considerado como un
colaborador invalorable de la justicia. ¡Proceso y castigo a [...] los responsables, ejecutores y
cómplices!¡Ni olvido ni perdón!» (Lefranc, 2005, 171).
25

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