buscan mis ojos en rededor siquiera la sombra de un ciprés: allí están los sepulcros, y mi mano no halla una flor con que vestir pudiera su estéril desnudez.
Ningún rumor se escucha; las abejas
de esta inmensa colmena se han dormido en sus celdas sin miel; ¡qué importan de los céfiros las quejas entre las ramas del laurel florido! ¡Ni qué importa un laurel!
¡Muertos, la paz que disfrutáis, empero,
en este rico panteón, me aterra! Me hiela de pavor, pues yo para mi tumba mejor quiero que estas puertas de jaspe, una de tierra, un árbol y una flor.
¡Oh, cuán solos estáis! Qué silenciosa
ven, de las tumbas, vuestros ojos fijos reinar la oscuridad. ¡Qué lejos está el esposo de la esposa! ¡Qué aparcada la madre de los hijos, que dejó en la orfandad!
¡Oh, cuán solos estáis! La santa ofrenda
que a vuestro umbral depositó una madre la llevó el aquilón; no hay un sollozo que las piedras hienda, ni un dolor que los mármoles taladre de esta yerta mansión.
Si abren las flores su argentado broche,
y el euro blando y armonioso orea las ramas de la vid; si la lluvia de mayo por la noche en vuestra losa funeral golpea, ¿qué os importa, decid?
¿Qué os importa, decid, que suave y lenta
resbale por los aires una nota del arpa universal; si solo el estridor de la tormenta, y el granizo que en mármoles rebota, pudierais escuchar?
¡Muertos, la paz que disfrutáis me aterra!
Esos sepulcros en el muro fijos me hielan de pavor; yo no quiero en mi cuerpo más que tierra empapada en el llanto de mis hijos, un árbol y una flor.
Fuente: Álbum poético-fotográfico de las escritoras cubanas (1868).