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Suicidio

Daniel Fuentes

La vida humana. “Vida”, “humana”. Para él no había un concepto más erróneo o superfluo.
¿Qué era aquello a lo que llamaban vida? ¿Existe realmente eso de “vivir”? Para él no
había duda, eso no existía. La vida y la muerte eran solo un espejismo. Un único concepto
apenas separado por una intangible línea tan delgada como la de la cordura y la locura, y
sin embargo, al mismo tiempo estaban unidas en un mutuo abrazo. Sin la vida, no había
muerte. Todo no era más que un trato ambiguo. Nuestra existencia solamente era una
estrella perdida en el firmamento, destinada a morir en soledad, o quizá, incluso ya extinta
en el mar de la nada.
Delante de él, había un monstruo. No uno como en las películas, de esos que tienen patas
palmeadas, cuerpo viscoso y petulante, con dientes grandes, afilados como cuchillos y un
inexplicable e ilógico afán por matar; aunque… siendo francos, los monstruos de las
películas no eran distintos a los monstruos de la vida real. En las películas, los antropófagos
perseguían a sus gritonas victimas siguiendo un impulso o un instinto primitivo, motivados
por una razón u objetivo poco claros.
Sí, delante de él había un monstruo digno de la peor película de terror.
En la vida real, los humanos tomaban el rol de victimario; en el mundo cotidiano, ellos eran
los antropófagos, demonios, fantasmas, espectros o cualquier ser que en las películas
tomara una vida humana. A esos monstruos se les llamaba violadores, asesinos, pederastas,
secuestradores… En la vida REAL, ellos eran más temibles que en la pantalla grande. Y lo
eran por una razón: La mayoría de ellos lo hacía por gusto. Un fetiche que ignoraba por
completo la voz de la razón.
Un violador tomaba a sus víctimas por gusto y lujuria, un drogadicto asaltaba y mataba por
gusto a la droga. Todo era un ciclo de perpetuo egoísmo, ya que vivimos en un mundo
donde si puedes tomar lo que quieres, hazlo, porque alguien más lo tomará por ti.
Eso lo enfermaba, odiaba a esos tipos, los detestaba con todo su maldito ser condenado a la
infinita malevolencia. Por esa misma razón, empezó a actuar tan pronto como tuvo razón de
sus virtudes —las cuales jamás pidió— las uso con su padre, un maldito drogadicto que
golpeaba a su madre hasta que hizo que expirara justo frente a él. Debía de tener unos ocho
años cuando furioso arremetió contra él blandiendo incesante un cuchillo. Su padre había
llegado dando tumbos a la casa remolque, como siempre, azotando la puerta y lanzando
golpes a quien le tocaran. Recordaba como su madre recibía cada golpe, el sonido a huesos
que crujían y de piel que se abría, dándole paso a sangre que se desbordaba en dramáticos
hilos viscosos. Recordaba los gritos, recordaba la sangre y posteriormente, el silencio.
Solo que ahora no había silencio, ahora sonaba Mad World en la vieja radio, que decrépita
escupía restos de estática entre notas de piano y la melodiosa voz de Gary Jules. El
departamento estaba desierto, más que por ellos dos (tres). Las ventanas abiertas dejaban
entrar al viento que arremetía contra las cortinas, que a su merced parecían viejos fantasmas
encadenados a la pared. Solo uno (o dos) saldrían vivos de ese andrajoso y cucarachiento
departamento de paredes recubiertas de un asqueroso tapiz color verde vomito.
El whisky colgaba de su mano izquierda, debía agarrar valor, debía agarrar la fuerza para
asesinarlo. Ya había matado antes, pero ahora era distinto, siempre había matado a personas
crueles, delincuentes. Ahora asesinaría al criminal más escurridizo y peligroso con quien se
había enfrentado. Una mente digna de ser eliminada por él, pero, sin embargo, le costaba
trabajo hacerlo.
Recordaba su segunda víctima, era un delincuente de poca monta al que culminó mirándolo
fijamente a los ojos. Aunque claro, el mérito no había sido suyo, había sido de él. Una vez
acabó con su padre, él comenzó a hablarle. Tal vez porque para comunicarse con él
necesitaba estar solo o tal vez porque eso se alimentaba del dolor de las demás personas, no
lo sabía, solo tenía razón de que después del silencio, las voces comenzaron a hablar.
—Honestamente nunca creí que tuvieras el valor para hacerlo. —Le dijo la criatura con la
maliciosa voz de su progenitor. Confundido y aterrado, no sabía si la voz provenía de su
padre, que yacía muerto con la boca entreabierta, viéndolo con los ojos abiertos de par en
par en una expresión de profunda sorpresa. Aparentemente daba esa impresión, que el
cuerpo del malnacido de su padre le seguía hablando desde el inframundo, tal vez para
siempre. Eso le erizó la piel.
—Eres muy listo, pequeño. Tu padre no era más que mierda. Hiciste lo correcto, pero ahora
está en tu decisión seguir haciéndolo. —Dijo ahora ese parasito con la voz de su madre, una
voz que nunca más se despegaría de él.
La misma voz que lo había torturado en sus años de adultez: su madre que le hablaba desde
lo inhumano, una voz que salía escupida de una garganta inexistente. Esa voz que se
tornaba dulce cuando cumplía un cometido (mátalo, mátalo…) y malsana y gutural cuando
no lo hacía (¡Imbécil, dejaste que escapara!). Ahora la voz por fin se había materializado
en un cuerpo que a la vez parecía ser incorpóreo. Su aspecto era peor de lo que se había
imaginado en sus peores pesadillas, donde de los muros o paredes salían brazos que lo
atrapaban y lo conducían a la oscuridad.
Había aceptado, eso le había otorgado cierta inclinación a percibir el mal en las personas.
Así, bajo la tutela de un demonio, de su propio demonio. Empezó a combatir el crimen y la
escoria de la humanidad… a su manera.
Una de las condiciones que le había sido impuesta por su nuevo tutor, era el abrir el pecho
de sus víctimas, dejando a la intemperie el corazón. Esto lo hacía con un afilado cuchillo
para despellejar. Una vez acababa, se desmayaba para despertar en algún lugar distinto con
un objetivo distinto. Mientras, en los periódicos hablaban de cierto asesino serial con gusto
a castigar criminales y a devorar sus corazones, que presuntamente extirpaba como una
especie de trofeo.
Sabía que la criatura lo usaba como conducto para sus fines y, que los de su especie se
alimentan de maldad. ¿Dónde habría más maldad que en los corazones de la humanidad?
Aunque de un tiempo para atrás algo había pasado. Ahora, en cambio, él veía a sí mismo
como uno de los tantos que asesinó, se daba asco. Sacó un revólver de un cajón destartalado
y apuntó al peor de sus objetivos, el cual siempre se había burlado de él, aquel que lo había
retado a encontrarlo, a matarlo. Lo retaba mientras asesinaba inocentes y le dejaba pistas de
sus crímenes en cada cuerpo usando símbolos que solo con la ayuda de su bizarro
compañero pudo descifrar. La última revelaba la ubicación de su encuentro, la pista estaba
ubicada entre los restos de una familia desmembrada, aparentemente el asesino se había
cansado de jugar al gato y al ratón y decidió tener un encuentro final.
Voces, voces, voces.
—Creí que no llegarías nunca, empezaba a aburrirme y a planear el asesinato de alguien
más. —Se bufó el hombre de treinta y tantos años, de pelo largo y negro. Su aspecto era
demacrado y delgado, sus ojos eran cafés y profundos. En su mirada había un rastro de
frialdad e inocencia. El rostro de un niño planeando una travesura.
—Siempre llego a tiempo para matar a la mierda como tú. —Le contestó. Su adversario no
hizo más que carcajearse.
—No llegaste a tiempo la familia pasada, ni la pasada, ni la pasada… ¿Sabías que a Lily le
gustaban los gatos? ¿Sabías que John quería ser dentista? Todos quieren ser algo en esta
vida, amigo. Pareciera que todos quieren triunfar antes de morir, ¿No es gracioso? Piensan
en el futuro pero hoy no hacen nada para disfrutar de la vida antes de que la eterna
oscuridad los envuelva. Yo les enseño lo patéticos que son sus planes, lo patéticas que son
sus vidas. Yo le enseñe a John que los planes a futuro no importan cuando morirás en los
próximos cinco minutos. Le mostré como tu plan de vida puede cambiar a solo suplicar y
cagarte encima. Yo les abro los ojos, camarada. Ahora es momento de abrírtelos a ti.
Amigo mío.
Lo escuchaba, trataba de comprenderlo mientras hablaba. Pero era imposible procesar toda
esa información de manera lógica y cuerda.
¡Mátalo, mátalo ya…!
Mientras lo escuchaba y procesaba la información, un débil terraplén que había servido
como base para su esporádica vida, se derrumbaba dramáticamente en una pendiente
empinada que culminaba hacia la nada. Mientras más escuchaba, más se convencía y más le
costaba comprender la situación.
utsereonisesale
Aunque eso era imposible, no había forma de que él… ¿Oh si? Decidió que no quería
saberlo, apuntó con su arma a la frente del otro hombre, mientras lo observaba a los ojos.
Bien dicen que el humano es la especie animal más inteligente, o al menos con más éxito,
sobre la faz de la tierra. La base de su éxito había sido el crear herramientas —que otras
especies eran incapaces de crear (sí, pulgares) — que le facilitaran el trabajo de crear y,
posteriormente, innovar. Todo empezó —como casi todos los grandes descubrimientos—
con un accidente de laboratorio. Fue gracias a un evento aislado que el hombre descubrió el
fuego, aquel misterioso halo luminoso que le otorgó tantas ventajas una vez era controlado,
sin embargo, si no lo era, el fuego consumía todo, no le importaba que fuera, él saciaba su
apetito voraz matando.
Con la llegada de la organización social, el ser humano ignoró sus más primitivos instintos,
los disfrazó, más no los eliminó. Ellos incubaron dentro de nuestro raciocinio
subconsciente, esperando una serie de eventos catastróficos que llegaran a detonarlos, un
accidente de laboratorio que nos demuestre que tan malos podemos ser, que tan primitivos
podremos llegar a resultar en un mundo donde la moralidad se esconde tras un monitor. Y
cuando salen, cuando esos instintos antiguos demandan ser expulsados por cada poro de
nuestra piel, tal como un parasito infesto. Cuando no son controlados, son como el fuego,
arrasan como el fuego, queman como el fuego, devoran como el fuego.
La vida de ese asesino estaba en sus manos y, aunque en el interior de su mente sabía que
era lo correcto, el dilema moral que lo asaltaba cada vez se intensificó tanto que su mano
empezó a temblar. Creía que había llegado el momento en que él mismo se había
convertido en un monstruo aun peor que los que había cazado, aun peor que los que había
enjuiciado y matado a sangre fría. Algunos clamaban por su vida, otros lo miraban con
gratitud, la diferencia no existía. Ahora debía matar a aquel hombre, aquel hombre reflejado
en el espejo, aquel hombre que se reía mientras él rebuscaba en su subconsciente una
especie de autoconsuelo. Apuntó directamente entre los ojos, le puso el cañón del arma en
la piel, ésta se impactó realmente en la superficie lisa del cristal. El hombre al que apuntaba
era él mismo. El hombre al que apuntaba, era su propio reflejo.
Una figura negra y alta, con brazos y piernas largas, cuyas extremidades estaban provistas
de garras, de ojos rojos con retina felina, con el cuerpo cubierto de pelo negro, espeso y
unos cuernos que nacían por encima de sus ojos y se enroscaban en su cráneo, lo observaba
desde el otro lado de la habitación, era su último trabajo, debía hacerlo bien. La figura, que
tenía una sonrisa divertida en los labios, asintió. De su boca salía saliva espesa y amarilla,
sus dientes eran navajas. Después de años de trabajo en conjunto, le dio su permiso para
escapar de su infierno.
Sin dudarlo mucho, apretó sus ojos y disparó…
La policía llegó quince minutos después, alertados por los vecinos que escucharon el
disparo. Cuando llegaron contemplaron un lúgubre espectáculo; delante de un espejo alto y
enmarcado en góticos acabados, estaba el cuerpo de un hombre con un tiro entre las cejas.
El espejo estaba roto en mil pedazos, con los restos en dirección al hombre. Fragmentos de
vidrio sangrante descansaban en su pecho y pantalón. Alrededor de su cabeza, como el
resplandor luminoso de algún santo, la sangre se esparcía por la habitación siguiendo un
torrente incierto. En las paredes había esparcida como rocío gotas de sangre que
lagrimeaban hacía el suelo. Pero no era lo único que se arrastraba en las paredes…
Entre el caótico ambiente y la sangre, había unas huellas. Las huellas recorrían, iban y
venían de aquí para allá dejando una estela sangrienta, pero las huellas no eran humanas, no
fueron ocasionadas por algún zapato o bota (aunque a esta conclusión llegaron los peritos),
tampoco por pies descalzos. En las huellas por cada pie había tres dedos que culminaban en
tres garras, las huellas marchaban por toda la habitación, subían por las paredes y se
encajaban en el techo, dejando marcas de sangre viscosa por todo el departamento
desordenado y caótico.
Los registros forenses indican que el arma fue apuntada directamente por alguien detrás del
espejo, por el ángulo de la bala era imposible un suicidio. La policía aún busca al extraño
asesino, aunque actualmente el caso está cerrado y archivado en Crímenes Sin Resolver,
esperando ansioso a abrirse de nuevo, esperando ansioso consumir como el fuego.

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